«Aus der Geschichte einer inf antilen Neurose»
(Ver nota(1))
Nota introductoria(2)
Puntualizaciones previas
El caso clínico sobre el que informaré aquí -si bien sólo de manera fragmentaria- se singulariza por cierto número de particularidades que es preciso poner de relieve antes de pasar a su exposición, Se trata de un joven que sufrió un quebranto patológico a los dieciocho años, tras una infección de gonorrea; cuando entró en tratamiento psicoanalítico, varios años después, era una persona por completo dependiente e incapaz de sobrellevar la existencia. Había vivido de una manera cercana a la normal los diez años de su mocedad trascurridos hasta el momento en que contrajo la enfermedad, aprobando sin grandes problemas sus estudios secundarios. Pero en su primera infancia estuvo dominado por una grave perturbación neurótica que se inició, poco antes de cumplir los cuatro años, como una histeria de angustia (zoofobia); se traspuso luego en una neurosis obsesiva de contenido religioso, y sus ramificaciones llegaron hasta su décimo año.(3)

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Sólo esta neurosis infantil será tema de mis comunicaciones. A pesar de que el propio paciente me instó a hacerlo, he declinado escribir la historia completa de la contracción de su enfermedad, su tratamiento y curación, porque lo considero una tarea irrealizable desde el punto de vista técnico e inadmisible socialmente. Es cierto que así se pierde la posibilidad de rastrear el nexo entre su neurosis infantil y su posterior enfermedad definitiva. Sobre esta última sólo me es posible anotar que por su causa el enfermo pasó largo tiempo en sanatorios alemanes y fue clasificado en esa época por las autoridades competentes(4) como un caso de «insania maníaco-depresiva». Ese diagnóstico era sin duda aplicable al padre del paciente, cuya vida, rica en actividad y en intereses, se había visto perturbada por repetidos ataques de depresión grave. Pero en cuanto al hijo, en varios años de observación no pude registrar alternancia ninguna del talante que por su intensidad o las condiciones de su emergencia fuese desproporcionada con respecto a la situación psíquica visible. Así me formé la idea de que este caso, como tantos otros a los que la psiquiatría clínica pone el marbete de variados y cambiantes diagnósticos, debía concebirse como secuela de una neurosis obsesiva que se extinguió de manera espontánea, pero sanó deficientemente.
Mí descripción tratará entonces de una neurosis infantil que no fue objeto de análisis mientras persistía, sino sólo quince años después de pasada. Si se la compara con otras, esta situación ofrece sus ventajas y sus inconvenientes. El análisis consumado en el propio niño neurótico parecerá de antemano más digno de confianza, pero su contenido no puede ser muy rico; será preciso prestar al niño demasiadas palabras y pensamientos (ver nota(5)), y aun así los estratos más profundos pueden resultar impenetrables para la conciencia. En cambio, el análisis de una perturbación de la infancia a través del recuerdo de la persona adulta e intelectualmente madura está libre de estas limitaciones; no obstante, será preciso tener en cuenta la deformación y el aderezo a que es sometido el propio pasado cuando se lo mira retrospectivamente desde un tiempo posterior. Quizás el primer caso proporcione los resultados más convincentes pero el segundo sea mucho más instructivo.
De todas maneras, es lícito aseverar que los análisis de neurosis de la infancia pueden ofrecer un interés teórico particularmente grande. El servido que prestan a la recta comprensión de las neurosis de los adultos equivale, más o menos, al que los sueños de los niños brindan respecto de los de aquellos. Y no porque sean más trasparentes o más pobres en elementos; al contrario, para el médico es harto dificultoso lograr una empatía de la vida anímica infantil. Lo que ocurre es que en ellos sale a la luz de manera inequívoca lo esencial de la neurosis porque están ausentes las numerosas estratificaciones que se depositan luego. Es notorio que en la actual fase de la lucha por el psicoanálisis la resistencia a sus conclusiones ha cobrado una nueva forma. Antes se contentaban con impugnar la efectiva realidad de los hechos aseverados por el análisis, para lo cual la mejor técnica parecía ser evitar su comprobación. Cabe pensar que ese procedimiento se fue agotando con el tiempo; el camino que ahora siguen es admitir los hechos, pero eliminando mediante unas reinterpretaciones lo que de ellos se deduce, y así otra vez se defienden de esas escandalosas novedades. El estudio de las neurosis de la infancia prueba la total ineptitud de esos superficiales o forzados intentos de reinterpretación. Demuestra en cuán sorprendente medida las fuerzas pulsionales libidinosas, que tan de buena gana se desmienten, participan en la conformación de la neurosis, y permite discernir la ausencia de unas aspiraciones a remotas metas culturales de las que el niño por cierto nada sabe, y que por tanto no pueden significar nada para él.

Mí descripción tratará entonces de una neurosis infantil que no fue objeto de análisis mientras persistía, sino sólo quince años después de pasada. Si se la compara con otras, esta situación ofrece sus ventajas y sus inconvenientes. El análisis consumado en el propio niño neurótico parecerá de antemano más digno de confianza, pero su contenido no puede ser muy rico; será preciso prestar al niño demasiadas palabras y pensamientos (ver nota(5)), y aun así los estratos más profundos pueden resultar impenetrables para la conciencia. En cambio, el análisis de una perturbación de la infancia a través del recuerdo de la persona adulta e intelectualmente madura está libre de estas limitaciones; no obstante, será preciso tener en cuenta la deformación y el aderezo a que es sometido el propio pasado cuando se lo mira retrospectivamente desde un tiempo posterior. Quizás el primer caso proporcione los resultados más convincentes pero el segundo sea mucho más instructivo.
De todas maneras, es lícito aseverar que los análisis de neurosis de la infancia pueden ofrecer un interés teórico particularmente grande. El servido que prestan a la recta comprensión de las neurosis de los adultos equivale, más o menos, al que los sueños de los niños brindan respecto de los de aquellos. Y no porque sean más trasparentes o más pobres en elementos; al contrario, para el médico es harto dificultoso lograr una empatía de la vida anímica infantil. Lo que ocurre es que en ellos sale a la luz de manera inequívoca lo esencial de la neurosis porque están ausentes las numerosas estratificaciones que se depositan luego. Es notorio que en la actual fase de la lucha por el psicoanálisis la resistencia a sus conclusiones ha cobrado una nueva forma. Antes se contentaban con impugnar la efectiva realidad de los hechos aseverados por el análisis, para lo cual la mejor técnica parecía ser evitar su comprobación. Cabe pensar que ese procedimiento se fue agotando con el tiempo; el camino que ahora siguen es admitir los hechos, pero eliminando mediante unas reinterpretaciones lo que de ellos se deduce, y así otra vez se defienden de esas escandalosas novedades. El estudio de las neurosis de la infancia prueba la total ineptitud de esos superficiales o forzados intentos de reinterpretación. Demuestra en cuán sorprendente medida las fuerzas pulsionales libidinosas, que tan de buena gana se desmienten, participan en la conformación de la neurosis, y permite discernir la ausencia de unas aspiraciones a remotas metas culturales de las que el niño por cierto nada sabe, y que por tanto no pueden significar nada para él.
Otro rasgo que realza el interés del análisis aquí comunicado se relaciona estrechamente con la gravedad de la neurosis y la duración de su tratamiento. Los análisis que obtienen un resultado favorable en breve lapso quizá resulten valiosos para el sentimiento de sí del terapeuta y demuestren la significación médica del psicoanálisis; pero las más de las veces son infecundos para el avance del conocimiento científico. Nada nuevo se aprende de ellos. Se lograron tan rápido porque ya se sabía todo lo necesario para su solución. Sólo se puede aprender algo nuevo de análisis que ofrecen particulares dificultades, cuya superación demanda mucho tiempo. Unicamente en estos casos se consigue descender hasta los estratos más profundos y primitivos del desarrollo anímico y recoger desde ahí las soluciones para los problemas de las conformaciones posteriores. Uno se dice entonces que, en rigor, sólo merece llamarse «análisis» el que ha avanzado hasta ese punto. Desde luego, un caso único no enseña todo cuanto se querría saber. Mejor dicho: podría' enseñarlo todo si se fuera capaz de aprehenderlo todo y no hubiera que contentarse con poco por la impericia de la propia percepción.
En materia de esas fructíferas dificultades, el caso clínico que aquí se describe no dejó nada que desear. Los primeros años de tratamiento apenas si lograron cambio alguno. No obstante ello, una feliz constelación de circunstancias externas permitió continuar el ensayo terapéutico. Bien advierto que en condiciones menos favorables habría debido resignarse el tratamiento tras breve lapso. Ateniéndome al punto de vista del médico, sólo puedo enunciar que en casos semejantes, si quiere averiguar y conseguir algo, él debe comportarse de manera tan «atemporal» como lo inconciente mismo (ver nota(6)). Lo podrá lograr si es capaz de renunciar a una ambición terapéutica de cortas miras. Difícilmente sea lícito esperar en otros casos, del paciente y sus allegados, el grado requerido de paciencia, ductilidad, comprensión y confianza. Pero el analista está autorizado a decirse que los resultados que obtuvo para un paciente en un trabajo tan prolongado contribuirán a abreviar sustancialmente la duración del tratamiento de una enfermedad ulterior de igual gravedad, y a superar de ese modo en el sentido de un progreso la atemporalidad de lo inconciente, tras haberse sometido a ella la primera vez (ver nota(7)).
El paciente de quien trato aquí se atrincheró durante largo tiempo tras una postura inabordable de dócil-apatía. Escuchaba, comprendía, pero no permitía aproximación alguna. Su intacta inteligencia estaba como cortada de las fuerzas pulsionales que gobernaban su comportamiento en las escasas relaciones vitales que le restaban. Hizo falta una prolongada educación para moverlo a participar de manera autónoma en el trabajo, y cuando a raíz de este empeño emergieron las primeras liberaciones, él suspendió al punto el trabajo a fin de prevenir ulteriores alteraciones y mantenerse cómodo en la situación establecida. Su horror a una existencia autónoma era tan grande que contrarrestaba todas las penurias de la condición de enfermo. Para superarlo, se halló un único camino. Me vi precisado a esperar hasta que la ligazón con mi persona deviniera lo bastante intensa para equilibrarlo, y en ese momento hice jugar este factor en contra del otro. Resolví, no sin orientarme por buenos indicios en cuanto a la oportunidad, que el tratamiento debía terminar en cierto plazo, independientemente de cuán lejos se hubiera llegado. Estaba decidido a respetar ese plazo; el paciente terminó por creer en la seriedad de mi propósito. Y bajo la presión intransigente que aquel significaba, cedió su resistencia, su fijación a la condición de enfermo, y el análisis brindó en un lapso incomparablemente breve todo el material que posibilitó la cancelación de sus síntomas. De

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este último período de trabajo, en que la resistencia desaparecía por momentos y el enfermo hacía la impresión de tener una lucidez que de ordinario sólo se alcanza en estado hipnótico, provinieron también todos los esclarecimientos que me permitieron inteligir su neurosis de la infancia (ver nota(8)).
Así, el periplo de este tratamiento ilustró la tesis ya apreciada desde hacía tiempo por la técnica analítica: la longitud del camino que el análisis debe recorrer con el paciente y la profusión del material que debe ser dominado transitándolo no cuentan en comparación con la resistencia que uno encuentra en el curso del trabajo, y sólo cuentan en la medida en que son necesariamente proporcionales a ella. Una situación idéntica sería la de un ejército enemigo que hoy gastara semanas y meses para salvar un tramo de territorio que en tiempos de paz insumiría unas horas de tren expreso y que el ejército propio recorrió poco antes en unos días.
Una tercera peculiaridad del análisis aquí descrito no hizo sino volver más difícil la decisión de comunicarlo. En su conjunto, sus resultados respondieron de manera satisfactoria al saber que teníamos hasta entonces o se acomodaron bien a él. Sin embargo, muchas de sus peculiaridades me parecieron tan asombrosas e increíbles que dudé en requerir a otros que las creyesen. Exhorté al paciente a ejercer la crítica más severa sobre sus recuerdos, pero no halló nada de improbable en sus enunciados y los reafirmó. Los lectores pueden tener al menos el convencimiento de que sólo informo lo que se me ofreció como vivencia independiente, no influida por mi expectativa. Así pues, no puedo hacer más que recordar el sabio aforismo de que entre el Cielo y la Tierra hay cosas con que la sabiduría académica ni sueña (ver nota(9)) Quien se las ingeniara para hacer a un lado de manera todavía más radical sus convencimientos previos descubriría sin duda más cosas de esa naturaleza.
Panorama sobre el ambiente del enfermo y su historial clínico
No puedo escribir la historia de mi paciente en términos puramente históricos o pragmáticos; no puedo brindar ni un historial clínico ni uno del tratamiento, sino que me veré precisado a combinar entre sí ambos modos de exposición. Ya es notorio que no se ha encontrado un camino que permita dar cabida de algún modo, en el relato del análisis, al convencimiento que dimana de él. De nada valdrían para esto, ciertamente, unos protocolos exhaustivos de cuanto sucede en las sesiones de análisis; por lo demás, la técnica misma del tratamiento excluye su confección. En consecuencia, uno no publica tales análisis para producir convicción en quienes hasta el momento han tenido una conducta de rechazo e incredulidad. Lo único que se espera es aportar algo nuevo a investigadores que por sus propias experiencias con enfermos ya se hayan procurado convencimientos.Empezaré por pintar el mundo del niño y por comunicar de su historia infantil todo aquello que se averiguó sin esfuerzo y a lo largo de varios años no fue ni `completado ni aclarado más.
Sus padres se casaron jóvenes; siguen viviendo un matrimonio dichoso sobre el que pronto las enfermedades de ambos arrojan las primeras sombras: las afecciones abdominales de la madre y los primeros ataques de desazón del padre, que lo habían llevado a ausentarse de la casa. Desde luego, sólo mucho después llegó el paciente a comprender la enfermedad del padre; en cambio, el quebranto de la madre se le hizo notorio ya desde su primera infancia. A causa de sus achaques la madre se dedicaba relativamente poco a sus hijos. Un día, sin duda antes de cumplir los cuatro años(10), su madre lo lleva de la mano acompañando al médico a la salida de la casa; en esas circunstancias la escucha dirigirle a aquel sus quejas, y sus palabras se le graban hasta el punto de aplicárselas más tarde a sí mismo. No es hijo único; le precede una hermana dos años mayor, vivaracha, inteligente y prematuramente díscola, que desempeñaría un importante papel en su vida.
Lo cuida un aya; por lo que recuerda, era una anciana inculta, de humilde origen, que le demostraba incansable ternura. Le hace las veces de sustituto de un hijo propio que ella perdiera temprano. La familia vive en una finca que para los veranos es trocada por otra. La gran ciudad no está lejos de estas dos propiedades agrarias. Constituye un punto de fractura en su infancia el momento en que sus padres venden ambas fincas y se instalan en la ciudad. Parientes cercanos vienen a pasar a menudo largas temporadas en una u otra de aquellas: hermanos del padre, hermanas de la madre con sus hijos, los abuelos maternos. En verano los padres suelen partir de viaje unas semanas. Un recuerdo encubridor {Deckerinnerung} le muestra cómo él, junto a su aya, contempla alejarse el carruaje que lleva a su padre, su madre y su hermana, y luego regresa tranquilo a la casa. Tiene que haber sido muy pequeño en ese momento(11). El verano siguiente dejaron a la hermana en casa y tomaron a una gobernanta inglesa, encargada de la vigilancia de los niños.
En años posteriores le contaron mucho acerca de su niñez (ver nota(12)). Gran parte ya lo sabía, pero desde luego sin su trabazón temporal o argumental. Una de estas tradiciones, que le fue repetida innumerables veces con ocasión de la enfermedad que después contrajo, nos familiariza con el problema cuya solución habrá de ocuparnos. Parece que al principio fue un niño manso, dócil y más bien tranquilo, y por eso solía decir que él habría debido ser la niña, y su hermana mayor el varón. Pero cierta vez que sus padres regresaron del viaje de verano lo hallaron mudado. Se había vuelto descontentadizo, irritable, violento, se consideraba afrentado por cualquier motivo y entonces se embravecía y gritaba como un salvaje, a punto tal que los padres, viendo que ese estado duraba, expresaron el temor de no poder mandarlo nunca a la escuela. Era el verano en que estuvo presente la gobernanta inglesa; esta resultó ser una persona chiflada, intratable y por añadidura dada a la bebida. Por eso la madre se inclinó a relacionar la alteración de carácter del muchacho con la influencia de esta inglesa y supuso que

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lo había irritado por el trato que le daba. La perspicaz abuela, que había compartido el verano con los niños, sustentó la opinión de que esa irritabilidad había sido provocada por las disputas entre la inglesa y el aya. Aquella había motejado varias veces a esta de bruja, obligándola a abandonar la sala; el pequeño tomó partido abiertamente en favor de su amada «ñaña(13)» y dio pruebas de su odio a la gobernanta. Comoquiera que hubiese sido, la inglesa fue despedida poco tiempo después del regreso de los padres, sin que se modificara en nada la naturaleza insufrible del niño.
El recuerdo de ese período díscolo se ha conservado en el paciente. Cree haber hecho la primera de sus escenas cierta vez en que para Navidad no recibió el doble regalo que le habría correspondido, ya que el día de Navidad era al mismo tiempo el de su cumpleaños. Sus exigencias y susceptibilidades ni siquiera perdonaron a la amada ñaña, y hasta fue a ella, quizás, a quien martirizó de la manera más despiadada. Ahora bien, esta fase de la alteración de carácter se enlaza inseparablemente en su recuerdo con muchos otros fenómenos raros y patológicos que él no sabe ordenar en el tiempo. Todo aquello sobre lo cual ahora pasaremos a informar, que no puede haber sido simultáneo y además presenta innúmeras contradicciones en su contenido, él lo agolpa en un único período que denomina «estando aún en la primera finca». Cree que tenía cinco años cuando abandonaron esa finca(14). Sabe contar, también, que padecía de una angustia que su hermana aprovechaba para martirizarlo. Había cierto libro ilustrado donde se figuraba a un lobo erguido y en posición de avanzar. Cuando veía esa figura empezaba a gritar como enfurecido, tenía miedo de que viniera el lobo y se lo comiera. Pero su hermana siempre se las arreglaba para que no tuviera más remedio que ver esa imagen, y se divertía con su terror. Entretanto, también tenía miedo a otros animales, grandes y pequeños. Cierta vez corría tras una gran mariposa con alas veteadas de amarillo a fin de cogerla. (Era sin duda un «macaón(15)».) De pronto fue presa de tremenda angustia ante el animal; dando gritos, desistió de perseguirlo. También sentía angustia y horror ante escarabajos y orugas. Sabía acordarse empero, de que en esa misma época martirizaba escarabajos y cortaba orugas en pedacitos; también los caballos le resultaban ominosos {unheimlich}. Se ponía a gritar cuando un caballo era azotado {schlagen} y por esa razón se vio obligado una vez a salir de un circo. Otras veces gustaba de azotar él mismo a los caballos. Su recuerdo no permitió decidir si estas clases contrapuestas de conducta hacia los animales tuvieron efectivamente una vigencia simultánea, o si más bien se relevaron una a la otra, ni, para este último caso, la secuencia y el momento en que pudo ocurrir. Tampoco pudo decir sí su período díscolo fue sustituido por una fas e de enfermedad o se prolongó a lo largo de esta última. Sin embargo, sus comunicaciones -las que expongo acto seguido- justifican el supuesto de que en su infancia pasó por una neurosis obsesiva bien reconocible. Refirió que durante largo tiempo había sido muy piadoso. Antes de dormir se veía precisado a rezar largo rato y a hacerse la señal de la cruz innumerables veces. Al anochecer, y llevando una banqueta a la que se trepaba, solía también hacer la ronda por todas las imágenes sagradas colgadas en la habitación y besarlas con unción una por una. Muy mal -o quizá perfectamente bien- armonizaba. con este ceremonial piadoso su recuerdo de haber tenido pensamientos sacrílegos que le venían a la mente como un envío del Diablo. Era obligado a pensar: «Dios-cochino» o «Dios-caca». Alguna vez, en un viaje a una estación termal alemana, lo martirizó la compulsión a pensar en la Santísima Trinidad cuando veía sobre la calzada tres montoncitos de bosta de caballo o alguna otra porquería. Por esa época observaba también un curioso ceremonial cuando veía gente que le causaba pena, pordioseros, tullidos, ancianos: debía espirar con ruido para no volverse como ellos; y en ciertas otras condiciones, también inspirar con fuerza. Desde luego, me pareció evidente suponer que esos síntomas nítidos de neurosis obsesiva pertenecieron a una época y a un estadio de desarrollo algo más tardíos que los signos de angustia y acciones crueles hacia animales.
Los años más maduros del paciente estuvieron regidos por una relación muy desfavorable con su padre, quien, por ese tiempo, tras repetidos ataques de depresión, no podía ocultar los costados patológicos de su carácter. En los primeros años de su infancia esa relación había sido muy tierna, como lo atestiguaba el recuerdo del hijo. El padre lo amaba mucho y gustaba de jugar con él. De pequeño estaba orgulloso de su padre y no hacía más que decir que quería llegar a ser un señor como él. La ñaña le había dicho que su hermana era hija de la madre, pero él lo era del padre, lo cual le contentaba mucho. Fue al terminar la niñez cuando sobrevino una enajenación entre él y el padre. Era indudable que este prefería a la hija, lo cual lo afrentó mucho. Más tarde se volvió dominante la angustia frente al padre.
Más o menos hacia el octavo año desaparecieron todos los fenómenos que el paciente atribuye a la fase de su vida iniciada con su conducta díscola. No lo hicieron de golpe, pues retornaban algunas veces, pero al fin -según cree el enfermo- cedieron al influjo de los maestros y educadores que reemplazaron a las personas de sexo femenino encargadas de su crianza. He ahí, pues, delineados de la manera más sucinta los enigmas cuya solución se encomendó al análisis: ¿A qué se debió la repentina alteración de carácter del muchacho, qué intencionalidad {bedeuten} tenían su fobia y sus perversidades, cómo llegó a su piedad compulsiva y de qué modo se entraman todos estos fenómenos? Vuelvo a recordar que nuestro trabajo terapéutico se aplicó a una posterior neurosis reciente y las noticias sobre aquellos problemas más tempranos sólo pudieron obtenerse cuando la trayectoria del análisis nos alejó por un tiempo del presente, constriñéndonos a transitar por el desvío de esa época primordial infantil.
El recuerdo de ese período díscolo se ha conservado en el paciente. Cree haber hecho la primera de sus escenas cierta vez en que para Navidad no recibió el doble regalo que le habría correspondido, ya que el día de Navidad era al mismo tiempo el de su cumpleaños. Sus exigencias y susceptibilidades ni siquiera perdonaron a la amada ñaña, y hasta fue a ella, quizás, a quien martirizó de la manera más despiadada. Ahora bien, esta fase de la alteración de carácter se enlaza inseparablemente en su recuerdo con muchos otros fenómenos raros y patológicos que él no sabe ordenar en el tiempo. Todo aquello sobre lo cual ahora pasaremos a informar, que no puede haber sido simultáneo y además presenta innúmeras contradicciones en su contenido, él lo agolpa en un único período que denomina «estando aún en la primera finca». Cree que tenía cinco años cuando abandonaron esa finca(14). Sabe contar, también, que padecía de una angustia que su hermana aprovechaba para martirizarlo. Había cierto libro ilustrado donde se figuraba a un lobo erguido y en posición de avanzar. Cuando veía esa figura empezaba a gritar como enfurecido, tenía miedo de que viniera el lobo y se lo comiera. Pero su hermana siempre se las arreglaba para que no tuviera más remedio que ver esa imagen, y se divertía con su terror. Entretanto, también tenía miedo a otros animales, grandes y pequeños. Cierta vez corría tras una gran mariposa con alas veteadas de amarillo a fin de cogerla. (Era sin duda un «macaón(15)».) De pronto fue presa de tremenda angustia ante el animal; dando gritos, desistió de perseguirlo. También sentía angustia y horror ante escarabajos y orugas. Sabía acordarse empero, de que en esa misma época martirizaba escarabajos y cortaba orugas en pedacitos; también los caballos le resultaban ominosos {unheimlich}. Se ponía a gritar cuando un caballo era azotado {schlagen} y por esa razón se vio obligado una vez a salir de un circo. Otras veces gustaba de azotar él mismo a los caballos. Su recuerdo no permitió decidir si estas clases contrapuestas de conducta hacia los animales tuvieron efectivamente una vigencia simultánea, o si más bien se relevaron una a la otra, ni, para este último caso, la secuencia y el momento en que pudo ocurrir. Tampoco pudo decir sí su período díscolo fue sustituido por una fas e de enfermedad o se prolongó a lo largo de esta última. Sin embargo, sus comunicaciones -las que expongo acto seguido- justifican el supuesto de que en su infancia pasó por una neurosis obsesiva bien reconocible. Refirió que durante largo tiempo había sido muy piadoso. Antes de dormir se veía precisado a rezar largo rato y a hacerse la señal de la cruz innumerables veces. Al anochecer, y llevando una banqueta a la que se trepaba, solía también hacer la ronda por todas las imágenes sagradas colgadas en la habitación y besarlas con unción una por una. Muy mal -o quizá perfectamente bien- armonizaba. con este ceremonial piadoso su recuerdo de haber tenido pensamientos sacrílegos que le venían a la mente como un envío del Diablo. Era obligado a pensar: «Dios-cochino» o «Dios-caca». Alguna vez, en un viaje a una estación termal alemana, lo martirizó la compulsión a pensar en la Santísima Trinidad cuando veía sobre la calzada tres montoncitos de bosta de caballo o alguna otra porquería. Por esa época observaba también un curioso ceremonial cuando veía gente que le causaba pena, pordioseros, tullidos, ancianos: debía espirar con ruido para no volverse como ellos; y en ciertas otras condiciones, también inspirar con fuerza. Desde luego, me pareció evidente suponer que esos síntomas nítidos de neurosis obsesiva pertenecieron a una época y a un estadio de desarrollo algo más tardíos que los signos de angustia y acciones crueles hacia animales.
Los años más maduros del paciente estuvieron regidos por una relación muy desfavorable con su padre, quien, por ese tiempo, tras repetidos ataques de depresión, no podía ocultar los costados patológicos de su carácter. En los primeros años de su infancia esa relación había sido muy tierna, como lo atestiguaba el recuerdo del hijo. El padre lo amaba mucho y gustaba de jugar con él. De pequeño estaba orgulloso de su padre y no hacía más que decir que quería llegar a ser un señor como él. La ñaña le había dicho que su hermana era hija de la madre, pero él lo era del padre, lo cual le contentaba mucho. Fue al terminar la niñez cuando sobrevino una enajenación entre él y el padre. Era indudable que este prefería a la hija, lo cual lo afrentó mucho. Más tarde se volvió dominante la angustia frente al padre.
Más o menos hacia el octavo año desaparecieron todos los fenómenos que el paciente atribuye a la fase de su vida iniciada con su conducta díscola. No lo hicieron de golpe, pues retornaban algunas veces, pero al fin -según cree el enfermo- cedieron al influjo de los maestros y educadores que reemplazaron a las personas de sexo femenino encargadas de su crianza. He ahí, pues, delineados de la manera más sucinta los enigmas cuya solución se encomendó al análisis: ¿A qué se debió la repentina alteración de carácter del muchacho, qué intencionalidad {bedeuten} tenían su fobia y sus perversidades, cómo llegó a su piedad compulsiva y de qué modo se entraman todos estos fenómenos? Vuelvo a recordar que nuestro trabajo terapéutico se aplicó a una posterior neurosis reciente y las noticias sobre aquellos problemas más tempranos sólo pudieron obtenerse cuando la trayectoria del análisis nos alejó por un tiempo del presente, constriñéndonos a transitar por el desvío de esa época primordial infantil.
La seducción y sus consecuencias inmediatas
Como es natural, la primera conjetura apuntó a la gobernanta inglesa durante cuya presencia
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sobrevino la alteración del niño. Referidos a ella, se conservan dos recuerdos encubridores incomprensibles en sí mismos. Una vez que marchaba delante, dijo a los que venían detrás: «¡Pero miren mi rabito!». Otra vez que iban en coche se le voló el sombrero, para gran satisfacción de los hermanitos. Esto apuntaba al complejo de castración y podía admitir esta construcción: una amenaza de ella dirigida al niño habría contribuido mucho a la génesis de su comportamiento anormal. Es por completo inofensivo comunicar al analizado tales construcciones; nunca perjudican al análisis aunque sean erróneas, y no se las formula si no se tienen perspectivas de lograr por medio de ellas alguna aproximación a la realidad (ver nota(16)). Como efecto inmediato de esa formulación emergieron sueños que no fue posible interpretar acabadamente, pero que siempre parecían jugar con un mismo contenido. Hasta donde se los podía comprender, se trataba en ellos de acciones agresivas del muchacho hacia su hermana o hacia la gobernanta, y de reprimendas y correctivos enérgicos por ese motivo. «Como si . . . después del baño ... hubiera querido ... desvestir a su hermana ... arrancarle las vestiduras ... o velos», y cosas de este tenor. Pero no se conseguía desde la interpretación un contenido cierto, y cuando se tuvo la impresión de que en esos sueños se procesaba una y otra vez de maneras variables el mismo contenido, resultó certificada la concepción de estas presuntas reminiscencias. Sólo podía tratarse de fantasías que el soñante se hubiera formado acerca de su infancia en algún momento, probablemente en su pubertad, y que ahora volvían a aflorar en forma harto irreconocible.
Nuestro entendimiento sobrevino de golpe cuando el paciente se acordó de manera repentina de este hecho: su hermana, siendo él «todavía muy pequeño, en la primera finca», lo había seducido a incurrir en manejos sexuales. Primero acudió el recuerdo de que en el escusado, que los niños a menudo usaban en común, ella le propuso: «Enseñémonos la cola», y la acción siguió a la palabra. Después de esto acudió lo más esencial de la seducción, con todos sus detalles de tiempo y lugar. Fue en la primavera, en una época en que el padre estaba ausente; los niños jugaban en el suelo en una habitación, mientras la madre hacía labores en la vecina. La hermana le agarró {greifen} el miembro, jugó con este y tras eso dijo a modo de explicación unas cosas inconcebibles {unb egreiflich} sobre la ñaña. Que la ñaña hacía lo mismo con toda la gente, por ejemplo con el jardinero: lo ponía dado vuelta {auf den Kopf stellen} y luego le agarraba los genitales.
Esto permitió entender con evidencia las fantasías hasta ese momento colegidas. Estaban destinadas a extinguir el recuerdo de un suceso que más tarde pareció chocante al viril sentimiento de sí del paciente, remplazando la verdad histórica {historisch} por un opuesto de deseo. Según estas fantasías, no había desempeñado frente a la hermana el papel pasivo, sino al contrario: había sido agresivo, había querido verla desvestida, fue rechazado y castigado, y por eso cayó en ese estado de furia al que tanto 'se refería la tradición hogareña. También era adecuado al fin entretejer a la gobernanta en este relato de invención {Dichtung}, puesto que su madre y su abuela le habían atribuido lo principal de la culpa por sus ataques de furia. Así, esas fantasías correspondían exactamente a la formación de sagas mediante las cuales una nación después grande y orgullosa procura esconder sus insignificantes e infortunados comienzos (ver nota(17)).
En realidad, la gobernanta sólo pudo tener una participación muy lejana en la seducción y sus consecuencias. Las escenas con la hermana ocurrieron en la primavera del mismo año en cuyos meses de verano apareció la inglesa como sustituto de los padres ausentes. La hostilidad del niño hacia la gobernanta se produjo más bien de otra manera. Al insultar al aya y motejarla de bruja, se le apareció siguiendo los pasos de su hermana, que antes le había contado aquellas enormidades sobre el aya, y así le permitió sacar a relucir en la gobernanta la repugnancia que, como veremos, había desarrollado hacia su hermana a raíz de la seducción.
Ahora bien, la seducción por la hermana no era ciertamente una fantasía. Su credibilidad se reforzaba en virtud de una comunicación que le habían hecho años después, cuando ya no era un niño, y que nunca olvidó. Un primo más de diez años mayor que él le había dicho, platicando sobre su hermana, que se acordaba muy bien qué clase de personita sensual y curiosa había sido. Cierta vez, teniendo la niña cuatro o cinco años, se le sentó en el regazo y le abrió los calzones para agarrarle el miembro.
En este punto prefiero interrumpir la historia infantil de mi paciente para hablar de esa hermana, de su desarrollo y ulteriores peripecias, así como de su influjo sobre él. Era dos años mayor y siempre lo aventajó. De niña fue como un varoncito, indomeñable, y luego inició un brillante desarrollo intelectual, se destacó por una inteligencia aguda y realista, prefirió en sus estudios las ciencias naturales, pero también produjo poesías que el padre apreciaba mucho. Era de espiritualidad muy superior a sus numerosos primeros pretendientes y solía burlarse de ellos. Pero a poco de cumplir los veinte años empezó a sufrir desazón, se quejaba de no ser lo bastante bella y se apartó de todo trato social. Tras hacer un viaje en compañía de una dama mayor, amiga de la familia, al regresar a casa contó cosas de todo punto inverosímiles, como que su acompañante la había maltratado, a pesar de lo cual permaneció manifiestamente fijada a la supuesta atormentadora. Poco después, en un segundo viaje, se envenenó y murió lejos del hogar. Es probable que su afección correspondiera a una dementia praecox incipiente. Era una de las pruebas, en modo alguno la única, de la considerable herencia neuropática de la familia. Un tío, hermano del padre, murió, tras largos años de llevar una existencia solitaria, con signos que permiten inferir una neurosis obsesiva grave; buen número de los parientes colaterales estuvieron -y están- afectados de perturbaciones neuróticas leves.
Para nuestro paciente, su hermana fue en la niñez -y prescindiendo por ahora de la seducción-una incómoda competidora en el reconocimiento de los padres; sentía como algo muy opresivo la superioridad de ella, mostrada despiadadamente. En particular, le envidió después el respeto que su padre testimoniaba a sus aptitudes y logros intelectuales, mientras que él, inhibido en ese terreno a partir de su neurosis obsesiva, debía conformarse con una mediocre estima. Desde que cumplió los catorce años empezó a mejorar su relación con la hermana; una disposición espiritual semejante y una común oposición a los padres los acercaron tanto que convivieron como los mejores camaradas. En el tormentoso estado de excitación sexual de su pubertad, él osó buscar una aproximación física íntima. Y al sufrir un rechazo tan terminante como hábil, se apartó al punto de ella para volverse a una muchachita campesina que servía en la casa y tenía el mismo nombre que la hermana. Con esto consumaba un paso decisivo para su elección de objeto heterosexual, pues todas las muchachas de quienes se enamoró después, a menudo bajo los signos más nítidos de la compulsión, fueron igualmente personas de servicio cuya formación e inteligencia eran por fuerza muy inferiores a las suyas. Si todos esos objetos de amor fueron personas sustitutivas de la hermana que se le denegó, sería irrefutable que una tendencia a degradar a esta, a cancelar la superioridad que tanto lo oprimió antaño, recibía así el poder de decidir su elección de objeto (ver nota(18)).

Nuestro entendimiento sobrevino de golpe cuando el paciente se acordó de manera repentina de este hecho: su hermana, siendo él «todavía muy pequeño, en la primera finca», lo había seducido a incurrir en manejos sexuales. Primero acudió el recuerdo de que en el escusado, que los niños a menudo usaban en común, ella le propuso: «Enseñémonos la cola», y la acción siguió a la palabra. Después de esto acudió lo más esencial de la seducción, con todos sus detalles de tiempo y lugar. Fue en la primavera, en una época en que el padre estaba ausente; los niños jugaban en el suelo en una habitación, mientras la madre hacía labores en la vecina. La hermana le agarró {greifen} el miembro, jugó con este y tras eso dijo a modo de explicación unas cosas inconcebibles {unb egreiflich} sobre la ñaña. Que la ñaña hacía lo mismo con toda la gente, por ejemplo con el jardinero: lo ponía dado vuelta {auf den Kopf stellen} y luego le agarraba los genitales.
Esto permitió entender con evidencia las fantasías hasta ese momento colegidas. Estaban destinadas a extinguir el recuerdo de un suceso que más tarde pareció chocante al viril sentimiento de sí del paciente, remplazando la verdad histórica {historisch} por un opuesto de deseo. Según estas fantasías, no había desempeñado frente a la hermana el papel pasivo, sino al contrario: había sido agresivo, había querido verla desvestida, fue rechazado y castigado, y por eso cayó en ese estado de furia al que tanto 'se refería la tradición hogareña. También era adecuado al fin entretejer a la gobernanta en este relato de invención {Dichtung}, puesto que su madre y su abuela le habían atribuido lo principal de la culpa por sus ataques de furia. Así, esas fantasías correspondían exactamente a la formación de sagas mediante las cuales una nación después grande y orgullosa procura esconder sus insignificantes e infortunados comienzos (ver nota(17)).
En realidad, la gobernanta sólo pudo tener una participación muy lejana en la seducción y sus consecuencias. Las escenas con la hermana ocurrieron en la primavera del mismo año en cuyos meses de verano apareció la inglesa como sustituto de los padres ausentes. La hostilidad del niño hacia la gobernanta se produjo más bien de otra manera. Al insultar al aya y motejarla de bruja, se le apareció siguiendo los pasos de su hermana, que antes le había contado aquellas enormidades sobre el aya, y así le permitió sacar a relucir en la gobernanta la repugnancia que, como veremos, había desarrollado hacia su hermana a raíz de la seducción.
Ahora bien, la seducción por la hermana no era ciertamente una fantasía. Su credibilidad se reforzaba en virtud de una comunicación que le habían hecho años después, cuando ya no era un niño, y que nunca olvidó. Un primo más de diez años mayor que él le había dicho, platicando sobre su hermana, que se acordaba muy bien qué clase de personita sensual y curiosa había sido. Cierta vez, teniendo la niña cuatro o cinco años, se le sentó en el regazo y le abrió los calzones para agarrarle el miembro.
En este punto prefiero interrumpir la historia infantil de mi paciente para hablar de esa hermana, de su desarrollo y ulteriores peripecias, así como de su influjo sobre él. Era dos años mayor y siempre lo aventajó. De niña fue como un varoncito, indomeñable, y luego inició un brillante desarrollo intelectual, se destacó por una inteligencia aguda y realista, prefirió en sus estudios las ciencias naturales, pero también produjo poesías que el padre apreciaba mucho. Era de espiritualidad muy superior a sus numerosos primeros pretendientes y solía burlarse de ellos. Pero a poco de cumplir los veinte años empezó a sufrir desazón, se quejaba de no ser lo bastante bella y se apartó de todo trato social. Tras hacer un viaje en compañía de una dama mayor, amiga de la familia, al regresar a casa contó cosas de todo punto inverosímiles, como que su acompañante la había maltratado, a pesar de lo cual permaneció manifiestamente fijada a la supuesta atormentadora. Poco después, en un segundo viaje, se envenenó y murió lejos del hogar. Es probable que su afección correspondiera a una dementia praecox incipiente. Era una de las pruebas, en modo alguno la única, de la considerable herencia neuropática de la familia. Un tío, hermano del padre, murió, tras largos años de llevar una existencia solitaria, con signos que permiten inferir una neurosis obsesiva grave; buen número de los parientes colaterales estuvieron -y están- afectados de perturbaciones neuróticas leves.
Para nuestro paciente, su hermana fue en la niñez -y prescindiendo por ahora de la seducción-una incómoda competidora en el reconocimiento de los padres; sentía como algo muy opresivo la superioridad de ella, mostrada despiadadamente. En particular, le envidió después el respeto que su padre testimoniaba a sus aptitudes y logros intelectuales, mientras que él, inhibido en ese terreno a partir de su neurosis obsesiva, debía conformarse con una mediocre estima. Desde que cumplió los catorce años empezó a mejorar su relación con la hermana; una disposición espiritual semejante y una común oposición a los padres los acercaron tanto que convivieron como los mejores camaradas. En el tormentoso estado de excitación sexual de su pubertad, él osó buscar una aproximación física íntima. Y al sufrir un rechazo tan terminante como hábil, se apartó al punto de ella para volverse a una muchachita campesina que servía en la casa y tenía el mismo nombre que la hermana. Con esto consumaba un paso decisivo para su elección de objeto heterosexual, pues todas las muchachas de quienes se enamoró después, a menudo bajo los signos más nítidos de la compulsión, fueron igualmente personas de servicio cuya formación e inteligencia eran por fuerza muy inferiores a las suyas. Si todos esos objetos de amor fueron personas sustitutivas de la hermana que se le denegó, sería irrefutable que una tendencia a degradar a esta, a cancelar la superioridad que tanto lo oprimió antaño, recibía así el poder de decidir su elección de objeto (ver nota(18)).

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en su remplazo a otra persona, más amada, y unas comunicaciones de la propia' hermana,
La conducta sexual de los seres humanos, como todo lo demás, ha sido subordinada por Alfred Adler a motivos de este tipo, que provienen de la voluntad de poder, la pulsión de autoafirmación del individuo. Sin desconocer la vigencia de tales motivos de poder y privilegio, nunca logré convencerme de que pudieran desempeñar el papel dominante y exclusivo que se les atribuía. Pero de no haber llevado hasta el final el análisis de mi paciente, la observación de este caso habría debido inducirme a corregir en el sentido de Adler ese prejuicio mío. De modo inesperado, la conclusión de este análisis aportó un material nuevo que volvió a demostrar que esos motivos de poder (en nuestro caso, la tendencia a degradar) habían comandado la elección de objeto sólo en el sentido de algo coadyuvante y de una racionalización, en tanto que el determinismo genuino, más profundo, me permitió mantener mis convicciones (ver nota(19)).
El paciente refirió que al tener noticia de la muerte de su hermana apenas sintió indicio alguno de dolor. Se compelió a dar muestras de duelo, y con toda frialdad pudo alegrarse de que ahora pasaría a ser el único heredero de la fortuna. Cuando ocurrieron estos hechos, hacía ya varios años que se encontraba afectado por su enfermedad reciente. Ahora bien, esa comunicación del paciente me hizo dudar en cuanto a la apreciación diagnóstica del caso durante todo un período. Cabía suponer, es cierto, que el dolor por la pérdida de ese miembro amado de su familia experimentara, en virtud de los celos todavía eficaces hacia su hermana y la contaminación del enamoramiento incestuoso devenido inconciente, una inhibición para expresarse; pero yo no podía renunciar a un sustituto de ese estallido interceptado de dolor. Por fin se lo halló en otra exteriorización de sentimientos que él nunca había comprendido. Pocos meses después de la muerte de su hermana hizo a su vez un viaje a la comarca donde ella había fallecido, buscó allí la tumba de un gran poeta que era por entonces su ideal y vertió ardientes lágrimas sobre esa tumba. Fue una reacción extraña para él, pues sabía que habían pasado más de dos generaciones desde la muerte del venerado poeta. Sólo la comprendió al recordar que su padre solía comparar las poesías de la hermana muerta con las de ese gran poeta. Y él mismo, por medio de un error que pude sacar a la luz en este punto, me había proporcionado otro indicio para la concepción recta de ese homenaje en apariencia dirigido al poeta. Antes había señalado repetidas veces que su hermana se había pegado un tiro, y luego se vio obligado a rectificar: había tomado veneno. Era el poeta quien había muerto de un tiro en un duelo a pistola (ver nota(20)).
Vuelvo ahora a la historia del hermano; téngase en cuenta que desde aquí y durante cierto trecho deberé exponerla pragmáticamente. La edad del niño en el momento en que su hermana inició sus acciones de seducción pudo establecerse en los 3 1/4 años(21). Ocurrió, como dijimos, la primavera del mismo año en que los padres, al regresar en el otoño, lo hallaron tan radicalmente mudado. Parece atinado relacionar esa mudanza con el despertar, sobrevenido entretanto, de su actividad sexual.
¿Cómo reaccionó el niño ante las seducciones de su hermana mayor? He aquí la respuesta: con desautorización, pero la desautorización se dirigía a la persona, no a la cosa misma. La hermana no le resultaba grata como objeto sexual, probablemente porque su relación con ella ya estaba marcada en sentido hostil por la competencia en torno del amor de los padres. La rehuyó, y también los cortejamientos de ella pronto terminaron. Sin embargo, buscó granjearse quien había invocado el modelo de la ñaña, orientaron su elección hacia esta. Empezó entonces a jugar con su miembro ante la ñaña, lo cual, como en tantos otros casos en que el niño no oculta su onanismo, debe ser concebido como un intento de seducción. La ñaña lo desengañó, le puso cara seria y le declaró que eso no estaba bien. Los niños que hacen eso reciben ahí una «herida».El efecto de esta comunicación, que equivalía a una amenaza, debe perseguirse en diversas direcciones. Resultó aflojada su dependencia de la ñaña. Bien pudo enojarse con ella; y luego, cuando empezaron sus ataques de furia, mostró que efectivamente sentía encono hacia ella. Sólo que lo característico de él era proteger al comienzo con obstinación, frente a lo nuevo, cada posición libidinal que debía resignar. Cuando apareció en el escenario la gobernanta e insultó a la ñaña, echándola de la sala y queriendo aniquilar su autoridad, él tendió a exagerar su amor por la amenazada y se comportó hacia la gobernanta ofensora {angreifend} con rechazo y desafío. Mas a pesar de ello empezó a buscar en secreto otro objeto sexual. La seducción le había dado la meta pasiva de ser tocado en los genitales; luego sabremos con quién quiso conseguirlo y qué caminos lo llevaron a esta elección.
Responde en un todo a nuestras expectativas enterarnos de que con sus primeras excitaciones genitales se inició su investigación sexual y que pronto recaló en el problema de la castración. En esa época pudo observar a dos niñas -su hermana y una amiga de esta- en el acto de orinar. Ya a raíz de esa visión su inteligencia le habría permitido entender las cosas, sólo que se comportó como suelen hacerlo otros niños varones. Desautorizó la idea de que ahí veía corroborada la herida con que amenazaba la ñaña, y se entregó a la explicación de que era la «cola de adelante» de las niñas. El tema de la castración no quedaba despachado con esta decisión {Entscheidung}; de todo cuanto escuchaba tomaba nuevas referencias sobre él. Cierta vez que se repartieron entre los niños unos alfeñiques de colores, la gobernanta, muy dada a las fantasías crueles, declaró que eran unos pedacitos de serpientes cortadas. Desde ahí recordó que el padre una vez había encontrado una serpiente durante una excursión y la cortó en pedazos con su bastón. Escuchó leer (de Maese raposo) la historia de cómo el lobo quiso pescar peces en invierno usando su rabo como carnada, y entonces el rabo se le partió en el hielo. Se enteró de los diversos nombres con que se designa al caballo según que su sexo esté
o no entero. Por tanto, se ocupaba de pensamientos relativos a la castración, pero todavía no creía en ella, ni lo angustiaba. Otros problemas sexuales le plantearon los cuentos con que se familiarizó por esa época. En «Caperucita Roja» y. en «Los siete cabritos» los niños son rescatados del vientre del lobo. ¿Era entonces el lobo un ser femenino, o también varones podían tener niños en el vientre? Esto no se decidió en ese momento todavía. Por otra parte, en la época en que se realizó esta investigación no conoció angustia ninguna frente al lobo.
Una de las comunicaciones del paciente nos allanará el camino para entender la alteración de carácter que le sobrevino durante la ausencia de los padres y en un empalme más distante con la seducción. Refirió que tras el rechazo y la amenaza de la ñaña abandonó muy pronto el onanismo. Así, la incipiente vida sexual regida por la zona genital sucumbió a una inhibición externa y por el influjo de esta fue arrojada hacia atrás, hasta una fase anterior de organización pregenital. A consecuencia de la sofocación del onanismo, la vida sexual del niño cobró caracteres sádico-anales. Se volvió irritable, atormentador, se satisfacía de esa manera en animales y seres humanos. Su objeto principal era la amada ñaña, a quien se las ingeniaba

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para atormentar hasta arrancarle lágrimas. Así se vengaba de ella por el rechazo sufrido y al mismo tiempo satisfacía su concupiscencia sexual en la forma correspondiente a la fase regresiva. Empezó a cometer crueldades en animales pequeños, a coger mariposas para arrancarles las alas, a despedazar escarabajos; en su fantasía gustaba de azotar también a animales grandes, caballos. Eran, pues, unos quehaceres enteramente activos, sádicos; en un contexto posterior nos referiremos a las mociones anales de esa época.
Es muy digno de tenerse en cuenta que en el recuerdo del paciente emergieran también fantasías simultáneas de tipo muy diverso; su contenido: unos muchachos eran castigados y azotados; en particular, les pegaban(22) en el pene; y es fácil colegir a quién servían estos objetos anónimos como chivo expiatorio, a partir de otras fantasías que pintaban cómo el sucesor del trono era encerrado en una habitación y azotado. El sucesor del trono era sin duda ¿I mismo; por tanto, el sadismo se había vuelto hacía la persona propia en la fantasía, dando un vuelco hacia el masoquismo. El detalle de que precisamente el miembro sexual recibiera el castigo permite deducir que en esa trasmudación ya participaba un sentimiento de culpa referido al onanismo (vernota(23)).
En el análisis no quedó ninguna duda de que esas aspiraciones pasivas(24) habían emergido al mismo tiempo que las activo-sádicas o muy poco después. Esto corresponde a la ambivalencia(25) inusualmente nítida, intensa y duradera de este enfermo, que se exteriorizó aquí por primera vez en el hecho de que ambos términos del par de pulsiones parciales opuestas alcanzaron una conformación de medida igual. En lo sucesivo, esta conducta siguió siendo tan característica de él como el otro rasgo de que en verdad ninguna de sus posiciones libidinales, una vez establecida, era cancelada por completo por una más tardía. Más bien subsistía junto a las demás permitiéndole una oscilación constante que demostró ser inconciliable con la adquisición de un carácter fijo.
Las aspiraciones masoquistas del niño nos conducen a otro punto cuya mención me reservé porque sólo puede ser certificado mediante el análisis de la siguiente fase de su desarrollo. Ya dije que tras el rechazo de la ñaña su expectativa libidinosa se soltó de ella y miró hacía otra persona como objeto sexual. Esta persona fue el padre, ausente por entonces. A esta elección fue llevado por una conjunción de factores, entre ellos algunos accidentales, como el recuerdo del despedazamiento de la serpiente; pero sobre todo renovó así su primera y más originaria elección de objeto, que, según corresponde al narcisismo del niño pequeño, se había consumado por la vía de la identificación(26). Dijimos que el padre había sido su admirado modelo, y cuando le preguntaban qué quería ser de grande solía responder: «Un señor como mi padre». Pues bien; este objeto de identificación de su corriente activa pasó a ser el objeto sexual de una corriente pasiva en la fase sádico-anal. Uno tiene la impresión de que la seducción por su hermana lo habría esforzado al papel pasivo dándole una meta sexual pasiva. Bajo el continuado influjo de esta vivencia describe ahora la trayectoria que va desde la hermana, pasando por la ñaña, hasta el padre -desde la postura {Einstellung} pasiva hacía la mujer hasta la misma postura hacia el varón-, con lo cual, empero, no hacía sino hallar el anudamiento con su temprana fase de desarrollo espontáneo. Ahora de nuevo era el padre su objeto, la identificación era relevada por la elección de objeto de acuerdo con el desarrollo más elevado, y la mudanza de la postura activa en pasiva era el resultado y el signo de la seducción sobrevenida en el ínterin. Una postura activa hacia el padre hiperpotente no era desde luego tan fácil de realizar en la fase sádica. Cuando el padre regresó a fines del verano o en el otoño, sus ataques de furia y escenas de rabia hallaron un nuevo empleo. Frente a la ñaña habían servido a fines activo-sádicos; frente al padre perseguían propósitos masoquistas. Mediante la exhibición de su conducta díscola quería obligar al padre a aplicarle correctivos y pegarle, recibiendo así de él la anhelada satisfacción sexual masoquista. Por tanto, sus ataques de gritos eran directamente intentos de seducción. Y en consonancia con la motivación del masoquismo, habría hallado en tales correctivos al mismo tiempo la satisfacción de su sentimiento de culpa. El paciente ha retenido este recuerdo: cómo durante una de esas escenas de conducta díscola redobló sus gritos cuando el padre vino a él. Pero este no le pegó, sino que procuró calmarlo jugando a la pelota frente a él con el almohadón de su camita.
No sé cuán a menudo los padres y educadores tendrán ocasión, frente a la inexplicada conducta díscola de un niño, de recordar esta trabazón típica. El niño que se comporta de manera tan indomeñable está haciendo una confesión y quiere provocar un castigo. Busca en el correctivo al mismo tiempo el apaciguamiento de su conciencia de culpa y la satisfacción de su aspiración sexual masoquista (ver nota(27)).
Ahora bien; debemos la ulterior aclaración de nuestro caso clínico al recuerdo, emergido con gran nitidez, de que todos los síntomas de angustia sólo se presentaron como signos de la alteración de carácter a partir de cierto suceso. Antes no había existido ninguna angustia, e inmediatamente después del suceso la angustia se exteriorizó en forma martirizadora. El momento temporal de esta mudanza puede indicarse con certeza: fue muy poco antes de cumplir el paciente sus cuatro años. Así, su infancia, de la que nos propusimos ocuparnos, se descompone, merced a este punto de apoyo, en dos fases: una primera de conducta díscola y perversidad, desde la seducción a los 31/4 años hasta los cuatro años, y una subsiguiente más prolongada, en la que predominan los signos de la neurosis. Ahora bien, el suceso que permite esta separación no fue un trauma externo, sino un sueño del que despertó con angustia.
Es muy digno de tenerse en cuenta que en el recuerdo del paciente emergieran también fantasías simultáneas de tipo muy diverso; su contenido: unos muchachos eran castigados y azotados; en particular, les pegaban(22) en el pene; y es fácil colegir a quién servían estos objetos anónimos como chivo expiatorio, a partir de otras fantasías que pintaban cómo el sucesor del trono era encerrado en una habitación y azotado. El sucesor del trono era sin duda ¿I mismo; por tanto, el sadismo se había vuelto hacía la persona propia en la fantasía, dando un vuelco hacia el masoquismo. El detalle de que precisamente el miembro sexual recibiera el castigo permite deducir que en esa trasmudación ya participaba un sentimiento de culpa referido al onanismo (vernota(23)).
En el análisis no quedó ninguna duda de que esas aspiraciones pasivas(24) habían emergido al mismo tiempo que las activo-sádicas o muy poco después. Esto corresponde a la ambivalencia(25) inusualmente nítida, intensa y duradera de este enfermo, que se exteriorizó aquí por primera vez en el hecho de que ambos términos del par de pulsiones parciales opuestas alcanzaron una conformación de medida igual. En lo sucesivo, esta conducta siguió siendo tan característica de él como el otro rasgo de que en verdad ninguna de sus posiciones libidinales, una vez establecida, era cancelada por completo por una más tardía. Más bien subsistía junto a las demás permitiéndole una oscilación constante que demostró ser inconciliable con la adquisición de un carácter fijo.
Las aspiraciones masoquistas del niño nos conducen a otro punto cuya mención me reservé porque sólo puede ser certificado mediante el análisis de la siguiente fase de su desarrollo. Ya dije que tras el rechazo de la ñaña su expectativa libidinosa se soltó de ella y miró hacía otra persona como objeto sexual. Esta persona fue el padre, ausente por entonces. A esta elección fue llevado por una conjunción de factores, entre ellos algunos accidentales, como el recuerdo del despedazamiento de la serpiente; pero sobre todo renovó así su primera y más originaria elección de objeto, que, según corresponde al narcisismo del niño pequeño, se había consumado por la vía de la identificación(26). Dijimos que el padre había sido su admirado modelo, y cuando le preguntaban qué quería ser de grande solía responder: «Un señor como mi padre». Pues bien; este objeto de identificación de su corriente activa pasó a ser el objeto sexual de una corriente pasiva en la fase sádico-anal. Uno tiene la impresión de que la seducción por su hermana lo habría esforzado al papel pasivo dándole una meta sexual pasiva. Bajo el continuado influjo de esta vivencia describe ahora la trayectoria que va desde la hermana, pasando por la ñaña, hasta el padre -desde la postura {Einstellung} pasiva hacía la mujer hasta la misma postura hacia el varón-, con lo cual, empero, no hacía sino hallar el anudamiento con su temprana fase de desarrollo espontáneo. Ahora de nuevo era el padre su objeto, la identificación era relevada por la elección de objeto de acuerdo con el desarrollo más elevado, y la mudanza de la postura activa en pasiva era el resultado y el signo de la seducción sobrevenida en el ínterin. Una postura activa hacia el padre hiperpotente no era desde luego tan fácil de realizar en la fase sádica. Cuando el padre regresó a fines del verano o en el otoño, sus ataques de furia y escenas de rabia hallaron un nuevo empleo. Frente a la ñaña habían servido a fines activo-sádicos; frente al padre perseguían propósitos masoquistas. Mediante la exhibición de su conducta díscola quería obligar al padre a aplicarle correctivos y pegarle, recibiendo así de él la anhelada satisfacción sexual masoquista. Por tanto, sus ataques de gritos eran directamente intentos de seducción. Y en consonancia con la motivación del masoquismo, habría hallado en tales correctivos al mismo tiempo la satisfacción de su sentimiento de culpa. El paciente ha retenido este recuerdo: cómo durante una de esas escenas de conducta díscola redobló sus gritos cuando el padre vino a él. Pero este no le pegó, sino que procuró calmarlo jugando a la pelota frente a él con el almohadón de su camita.
No sé cuán a menudo los padres y educadores tendrán ocasión, frente a la inexplicada conducta díscola de un niño, de recordar esta trabazón típica. El niño que se comporta de manera tan indomeñable está haciendo una confesión y quiere provocar un castigo. Busca en el correctivo al mismo tiempo el apaciguamiento de su conciencia de culpa y la satisfacción de su aspiración sexual masoquista (ver nota(27)).
Ahora bien; debemos la ulterior aclaración de nuestro caso clínico al recuerdo, emergido con gran nitidez, de que todos los síntomas de angustia sólo se presentaron como signos de la alteración de carácter a partir de cierto suceso. Antes no había existido ninguna angustia, e inmediatamente después del suceso la angustia se exteriorizó en forma martirizadora. El momento temporal de esta mudanza puede indicarse con certeza: fue muy poco antes de cumplir el paciente sus cuatro años. Así, su infancia, de la que nos propusimos ocuparnos, se descompone, merced a este punto de apoyo, en dos fases: una primera de conducta díscola y perversidad, desde la seducción a los 31/4 años hasta los cuatro años, y una subsiguiente más prolongada, en la que predominan los signos de la neurosis. Ahora bien, el suceso que permite esta separación no fue un trauma externo, sino un sueño del que despertó con angustia.
El sueño y la escena primordial
Ya en otro lugar he publicado este sueño por su riqueza en materiales tomados de los cuentos

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tradicionales(28), y repetiré primero lo comunicado allí:
«"He soñado que es de noche y estoy en mi cama. (Mi cama tenía los pies hacia la ventana, frente a la ventana había una hilera de viejos nogales. Sé que era invierno cuando soñé, y de noche.) De repente, la ventana se abre sola y veo con gran terror que sobre el nogal grande frente a la ventana están sentados unos cuantos lobos blancos. Eran seis o siete. Los lobos eran totalmente blancos y parecían más bien como unos zorros o perros ovejeros, pues tenían grandes rabos como zorros y sus orejas tiesas como de perros al acecho. Presa de gran angustia, evidentemente de ser devorado por los lobos, rompo a gritar y despierto. Mi aya se precipita a mí cama para averiguar qué me había ocurrido. Pasó largo rato hasta convencerme de que sólo había sido un sueño, tan natural y nítida se me había aparecido la imagen de cómo la ventana se abre y los lobos están sentados sobre el árbol. Por fin me tranquilicé, me sentí como librado de un peligro y torné a dormirme.
»"En el sueño, la única acción fue el abrirse la ventana, pues los lobos estaban sentados totalmente tranquilos y sin hacer movimiento alguno sobre las ramas del árbol, a derecha e izquierda del tronco, y me miraban. Parecía como si hubieran dirigido a mí toda su atención. Creo que este fue mí primer sueño de angustia. Tenía tres, cuatro, a lo sumo cinco años. Desde entonces, y hasta los once o doce años, siempre tuve angustia de ver algo terrible en sueños".
»Además, realizó un dibujo del árbol con los lobos, confirmatorio de su descripción.
El análisis del sueño trae a la luz el siguiente material.
»El siempre puso este sueño en relación con el recuerdo de que en esos años de su infancia mostraba una angustia intensísima ante la imagen de un lobo figurada en un libro de cuentos tradicionales. Su hermana mayor, que le aventajaba en mucho, solía embromarlo poniéndolo bajo cualquier pretexto ante esa imagen, tras lo cual empezaba a gritar despavorido. La imagen mostraba al lobo erguido en posición vertical, avanzando con una de sus patas traseras, las zarpas extendidas y las orejas tiesas. Cree haber conocido esta imagen como ilustración del cuento "Caperucita Roja".
»¿Por qué son blancos los lobos? Esto lo lleva a pensar en las ovejas, de las que había grandes majadas en las proximidades de la finca. En ocasiones el padre lo llevaba a inspeccionar esas majadas y él siempre quedaba muy orgulloso y contento. Luego -según averiguaciones practicadas, es posible que fuera poco antes de este sueño- estalló una peste entre esas ovejas. El padre llamó a un discípulo de Pasteur que inoculó a los animales, pero tras la vacunación morían en cantidades aún mayores.
»¿Cómo llegan los lobos a subirse al árbol? Sobre esto se le ocurre una historia que escuchó contar al abuelo. No puede recordar si fue antes o después del sueño, pero su contenido aboga terminantemente en favor de lo primero. He aquí la historia: Un sastre está sentado en su cuarto dedicado a su labor; de pronto la ventana se abre y salta dentro un lobo. El sastre le pega siguiéndolo con la vara... no -se corrige el paciente-; lo toma por el rabo y se lo arranca, de modo que el lobo sale corriendo aterrorizado. Tiempo después el sastre se interna en el bosque y de repente ve acercarse una manada de lobos, de los que se refugia subiéndose a un árbol. Al comienzo los lobos se desconciertan, pero el mutilado, que está entre ellos y quiere vengarse del sastre, propone que se monten uno sobre otro hasta que el último alcance al sastre. El mismo -es un lobo viejo y vigoroso- quiere formar la base de esta pirámide. Así lo hacen los lobos, pero el sastre a todo esto ha reconocido a su castigado visitante y exclama de pronto como aquella vez: "¡Toma al viejo {Grau} por el rabo!". El lobo rabón se aterra con este recuerdo, sale disparando y los otros caen dando tumbos.
»En este relato aparece el árbol sobre el cual están sentados los lobos en el sueño. Pero contiene también un anudamiento inequívoco al complejo de castración. El lobo viejo fue privado de su rabo por el sastre. Los rabos de zorro de los lobos en el sueño son, entonces, compensaciones de esta falta de rabo.
»¿Por qué hay seis o siete lobos? Esta pregunta parecía no tener respuesta hasta que puse en duda que su imagen angustiante pudiera en verdad ilustrar el cuento de Caperucita Roja. Este sólo da ocasión a dos ilustraciones: el encuentro de Caperucita con el lobo en el bosque y la escena en que el lobo está en la cama con la cofia de la abuelita. Por tanto, tenía que esconderse otro cuento tras el recuerdo de la imagen. El mismo descubrió enseguida que sólo podía tratarse de la historia "El lobo y los siete cabritos". En esta se encuentra el número siete, pero también el seis, pues el lobo se come sólo a seis cabritos (el séptimo se había escondido en la caja del reloj). También el color blanco aparece en esta historia, pues el lobo se hace enharinar la pata en casa del panadero después que en su primera visita los cabritos lo

«"He soñado que es de noche y estoy en mi cama. (Mi cama tenía los pies hacia la ventana, frente a la ventana había una hilera de viejos nogales. Sé que era invierno cuando soñé, y de noche.) De repente, la ventana se abre sola y veo con gran terror que sobre el nogal grande frente a la ventana están sentados unos cuantos lobos blancos. Eran seis o siete. Los lobos eran totalmente blancos y parecían más bien como unos zorros o perros ovejeros, pues tenían grandes rabos como zorros y sus orejas tiesas como de perros al acecho. Presa de gran angustia, evidentemente de ser devorado por los lobos, rompo a gritar y despierto. Mi aya se precipita a mí cama para averiguar qué me había ocurrido. Pasó largo rato hasta convencerme de que sólo había sido un sueño, tan natural y nítida se me había aparecido la imagen de cómo la ventana se abre y los lobos están sentados sobre el árbol. Por fin me tranquilicé, me sentí como librado de un peligro y torné a dormirme.
»"En el sueño, la única acción fue el abrirse la ventana, pues los lobos estaban sentados totalmente tranquilos y sin hacer movimiento alguno sobre las ramas del árbol, a derecha e izquierda del tronco, y me miraban. Parecía como si hubieran dirigido a mí toda su atención. Creo que este fue mí primer sueño de angustia. Tenía tres, cuatro, a lo sumo cinco años. Desde entonces, y hasta los once o doce años, siempre tuve angustia de ver algo terrible en sueños".
»Además, realizó un dibujo del árbol con los lobos, confirmatorio de su descripción.

»El siempre puso este sueño en relación con el recuerdo de que en esos años de su infancia mostraba una angustia intensísima ante la imagen de un lobo figurada en un libro de cuentos tradicionales. Su hermana mayor, que le aventajaba en mucho, solía embromarlo poniéndolo bajo cualquier pretexto ante esa imagen, tras lo cual empezaba a gritar despavorido. La imagen mostraba al lobo erguido en posición vertical, avanzando con una de sus patas traseras, las zarpas extendidas y las orejas tiesas. Cree haber conocido esta imagen como ilustración del cuento "Caperucita Roja".
»¿Por qué son blancos los lobos? Esto lo lleva a pensar en las ovejas, de las que había grandes majadas en las proximidades de la finca. En ocasiones el padre lo llevaba a inspeccionar esas majadas y él siempre quedaba muy orgulloso y contento. Luego -según averiguaciones practicadas, es posible que fuera poco antes de este sueño- estalló una peste entre esas ovejas. El padre llamó a un discípulo de Pasteur que inoculó a los animales, pero tras la vacunación morían en cantidades aún mayores.
»¿Cómo llegan los lobos a subirse al árbol? Sobre esto se le ocurre una historia que escuchó contar al abuelo. No puede recordar si fue antes o después del sueño, pero su contenido aboga terminantemente en favor de lo primero. He aquí la historia: Un sastre está sentado en su cuarto dedicado a su labor; de pronto la ventana se abre y salta dentro un lobo. El sastre le pega siguiéndolo con la vara... no -se corrige el paciente-; lo toma por el rabo y se lo arranca, de modo que el lobo sale corriendo aterrorizado. Tiempo después el sastre se interna en el bosque y de repente ve acercarse una manada de lobos, de los que se refugia subiéndose a un árbol. Al comienzo los lobos se desconciertan, pero el mutilado, que está entre ellos y quiere vengarse del sastre, propone que se monten uno sobre otro hasta que el último alcance al sastre. El mismo -es un lobo viejo y vigoroso- quiere formar la base de esta pirámide. Así lo hacen los lobos, pero el sastre a todo esto ha reconocido a su castigado visitante y exclama de pronto como aquella vez: "¡Toma al viejo {Grau} por el rabo!". El lobo rabón se aterra con este recuerdo, sale disparando y los otros caen dando tumbos.
»En este relato aparece el árbol sobre el cual están sentados los lobos en el sueño. Pero contiene también un anudamiento inequívoco al complejo de castración. El lobo viejo fue privado de su rabo por el sastre. Los rabos de zorro de los lobos en el sueño son, entonces, compensaciones de esta falta de rabo.
»¿Por qué hay seis o siete lobos? Esta pregunta parecía no tener respuesta hasta que puse en duda que su imagen angustiante pudiera en verdad ilustrar el cuento de Caperucita Roja. Este sólo da ocasión a dos ilustraciones: el encuentro de Caperucita con el lobo en el bosque y la escena en que el lobo está en la cama con la cofia de la abuelita. Por tanto, tenía que esconderse otro cuento tras el recuerdo de la imagen. El mismo descubrió enseguida que sólo podía tratarse de la historia "El lobo y los siete cabritos". En esta se encuentra el número siete, pero también el seis, pues el lobo se come sólo a seis cabritos (el séptimo se había escondido en la caja del reloj). También el color blanco aparece en esta historia, pues el lobo se hace enharinar la pata en casa del panadero después que en su primera visita los cabritos lo

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reconocieron por la pata gris {grau}. Por lo demás, los dos cuentos tienen mucho en común. En ambos se encuentra el devorar, el abrir la panza, el sacar afuera a las personas devoradas, su sustitución por pesadas piedras, y por último, en ambos muere el lobo malo. En el cuento de los cabritos aparece, además, el árbol. El lobo, tras el banquete, se echa bajo un árbol y ronca
{schnarchen} .
»A raíz de una circunstancia particular, deberé volver a ocuparme en otro lugar de este sueño, e interpretarlo y apreciarlo a fondo entonces. Es que se trata de un primer sueño de angustia recordado de la infancia, cuyo contenido, entramado con otros sueños que le siguieron pronto, así como con ciertos episodios de la infancia del soñante, despierta un interés de índole muy especial. Aquí nos circunscribirnos al nexo del sueño con dos cuentos tradicionales que tienen mucho en común: "Caperucita Roja" y "El lobo y los siete cabritos". La impresión que estos cuentos tradicionales produjeron en este niño soñante se exterioriza en una auténtica zoofobia que, respecto de otros casos parecidos, se singulariza por el hecho de que el animal angustiante no es un objeto fácilmente accesible a la percepción (como el caballo o el perro), sino que sólo se tiene noticia de él por un relato y un libro ilustrado.
»En otra ocasión expondré la explicación de estas zoofobias y la intencionalidad a que responden. Sólo anotaré, anticipándome, que esa explicación armoniza muy bien con el carácter principal que la neurosis de nuestro soñante permite discernir en épocas más tardías de su vida. La angustia frente al padre había sido la más intensa fuerza motora {Motiv} para la contracción de su enfermedad, y la actitud ambivalente frente a cada sustituto del padre gobernaba su vida así como su conducta en el tratamiento.
»Sí en mi paciente el lobo no fue más que el primer sustituto del padre, cabe preguntarse si el contenido secreto de los cuentos sobre el lobo que devora a los cabritos, y el de Caperucita Roja, es otro que la angustia infantil ante el padre (ver nota(29)). Por otra parte, el padre de mi paciente tenía la peculiaridad de reprenderlo con el "regaño tierno" que tantas personas muestran en el trato con sus hijos, y en los primeros años, cuando ese padre, más tarde severo, solía jugar con su hijito y mimarlo, bien pudo pronunciar más de una vez la amenaza en broma: "Te como". Una de mis pacientes me refiere que sus dos hijos no podían encariñarse con el abuelo porque este, en sus juegos tiernos, solía asustarlos con que les abriría la panza».
Ahora dejemos de lado todo cuanto se adelantaba en ese ensayo sobre la valoración del sueño y pasemos a su interpretación más inmediata. Quiero puntualizar que obtenerla fue una tarea cuya solución abarcó varios años. El paciente había comunicado su sueño muy al comienzo, y enseguida aceptó mi convencimiento de que tras él se escondía la causación de su neurosis infantil. En el tratamiento volvimos muchas veces sobre ese sueño, pero sólo en los últimos meses de la cura se logró comprenderlo del todo, y por cierto merced al trabajo espontáneo del paciente. Siempre había destacado que dos aspectos del sueño le provocaron la máxima impresión: en primer lugar, el total reposo e inmovilidad de los lobos, y segundo, la tensa atención con que todos ellos lo miraban. También le parecía digno de notarse el duradero sentimiento de realidad efectiva en que desembocó el sueño.
Anudaremos nuestras consideraciones a esto último. Por nuestras experiencias en la interpretación de sueños sabemos que ese sentimiento de realidad posee una determinada intencionalidad. Nos asegura que dentro del material latente del sueño hay algo que reclama realidad efectiva en el recuerdo, vale decir, que el sueño se refiere a un episodio ocurrido de hecho y no meramente fantaseado (ver nota(30)). Desde luego, sólo puede tratarse de la realidad efectiva de algo ignorado{Unbekannt}; por ejemplo, la convicción de que el abuelo había contado efectivamente la historia del sastre y el lobo, o de que efectivamente le habían leído en voz alta los cuentos de Caperucita Roja y de los siete cabritos, nunca podría haberse sustituido por ese sentimiento de efectiva realidad que sobrevivió al sueño. Este parece apuntar en su sentido {hindeuten} a un episodio cuya realidad objetiva es destacada justamente por la oposición de la irrealidad de los cuentos tradicionales.Si cabía suponer tras el contenido del sueño una escena ignorada, o sea, ya olvidada en el momento en que se lo soñó, por fuerza tenía que haber ocurrido a edad muy temprana. En efecto, el soñante dice: «Tenía entonces tres, cuatro, a lo sumo cinco años». Podemos agregar: «Y por el sueño me acordé de algo que por fuerza perteneció a una época todavía más temprana».
Tenía que llevarnos hasta el contenido de esta escena lo que el soñante destaca en el contenido manifiesto del sueño, a saber, los aspectos del mirar atento y de la inmovilidad. Desde luego, esperamos que ese material devuelva dentro de alguna desfiguración el material ignorado de la escena; quizá dentro de la desfiguración por la relación de oposición.
De la materia prima obtenida en el primer análisis con el paciente podían extraerse ya varias conclusiones que era preciso insertar en la trama buscada. Tras la mención de la cría de ovejas debían buscarse las pruebas de su investigación sexual, cuyos intereses pudo satisfacer en sus visitas con el padre, pero sin duda estaban ahí presentes también unas indicaciones de angustia de muerte, pues la mayoría de las ovejas habían muerto de peste. Aquello que en el sueño era lo más insistente, los lobos arriba del árbol, llevaba de manera directa al relato del abuelo, en el cual lo cautivador, y lo incitador del sueño, difícilmente pudo haber sido otra cosa que el anudamiento al tema de la castración.
A partir de los primeros análisis incompletos del sueño habíamos dilucidado, además, que el lobo era un sustituto del padre, de suerte que este primer sueño de angustia había traído a la luz aquella angustia destinada a gobernar su vida en lo sucesivo. Pero en verdad esta conclusión carecía aún de fuerza probatoria. Si ahora reunimos como resultado del análisis provisional lo que se deduce del material brindado por el soñante, nos hallamos frente a los siguientes jirones de reconstrucción:
Un episodio real - de una época muy temprana - mirar -inmovilidad - problemas sexuales castración - el padre -algo terrorífico.
Un buen día el paciente empezó a continuar la interpretación del sueño. Opinó que el pasaje del sueño en que se dice «De repente, la ventana se abre sola» no quedaba del todo esclarecido por la referencia a la ventana ante la cual está sentado el sastre y el lobo entra en la habitación. «Tiene que tener este significado: "Los ojos se abren de pronto". Por tanto, yo duermo y despierto de repente, y entonces veo algo: el árbol con los lobos». Nada había que objetar a esto, pero admití un aprovechamiento ulterior. El estaba despierto y le fue dado ver

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algo. El mirar atento que en el sueño se atribuye a los lobos debe más bien trasladarse a él.
Entonces, en un punto decisivo había tenido lugar un trastorno {Verkehrung} que, por lo demás, se anuncia por otro trastorno en el contenido manifiesto del sueño. En efecto, era también un trastorno que los lobos estuvieran sentados arriba del árbol mientras que en el relato del abuelo se encontraban abajo y no podían trepar {steigen} a él.
¿Y si también el otro aspecto destacado por el soñante estuviera desfigurado por trastorno o inversión? Entonces, en lugar de inmovilidad (los lobos estaban ahí sentados sin moverse, lo miraban, pero no se meneaban) querría decir: violentísimo movimiento. El despierta, pues, de repente, y ve ante sí una escena de intensa movilidad, que mira con tensa atención. En un caso la desfiguración consistiría en una permuta de sujeto y objeto, actividad y pasividad, ser mirado en lugar de mirar; en el otro, en una mudanza en lo contrario: reposo en lugar de movilidad.
Otra vez, una ocurrencia que afloró de repente aportó un ulterior progreso para entender el sueño: el árbol es el árbol de Navidad. Ahora sabía que el sueño había sobrevenido poco antes de la Navidad, durante sus vísperas. Puesto que el día de Navidad era también el de su cumpleaños, ahora puede establecerse con certeza el punto temporal del sueño y del cambio que parte de él. Fue apenas antes de cumplir los cuatro años. Se había ido a dormir, pues, en la tensa espera del día siguiente, que debía aportarle un doble obsequio. Sabemos que en tales circunstancias es fácil que el niño anticipe en el sueño el cumplimiento de sus deseos. Por tanto, en el sueño era ya la noche de Navidad, el contenido del sueño le mostraba sus aguinaldos, del árbol colgaban los regalos {Geschenk} que le estaban destinados. Pero los regalos se habían trasformado en... lobos, y el sueño culminó en que le sobrevino angustia de ser devorado por el lobo (probablemente el padre) y buscó refugio en su aya. El conocimiento de su desarrollo sexual anterior al sueño nos posibilita llenar las lagunas de este y esclarecer la mudanza de la satisfacción en angustia. Entre los deseos formadores del sueño, el más intenso tiene que haber sido el que se movía tras la satisfacción sexual que en esa época anhelaba del padre. La intensidad de ese deseo consiguió refrescar la huella mnémica hacía tiempo olvidada de una escena apta para mostrarle el aspecto que tenía la satisfacción sexual por el padre, y el resultado fue terror, pavor ante el cumplimiento de ese deseo, represión {esfuerzo de desalojo} de la moción que se había figurado mediante ese deseo, y por eso huida del padre a refugiarse en el aya no peligrosa.
El valor de esta fecha de la Navidad se había conservado en el supuesto recuerdo de que tuvo el primer ataque de furia por no quedar satisfecho con los regalos de Navidad. El recuerdo compendiaba algo de correcto y de falso; en efecto, no podía ser verdadero sin modificación, pues, de acuerdo con lo enunciado repetidas veces por sus padres, su conducta díscola ya había llamado la atención tras el regreso de ellos en el otoño y no solamente a partir de la Navidad. Pero lo esencial de los vínculos entre falta de satisfacción amorosa, furia y Navidades se había preservado en ese recuerdo.
Ahora bien, ¿qué imagen pudo ser convocada por esa añoranza sexual eficaz durante la noche, qué imagen capaz de provocar un terror tan intenso ante el cumplimiento deseado? De acuerdo con el material del análisis, esa imagen debía llenar una condición: tenía que ser idónea para fundamentar el convencimiento en la existencia de la castración. Entonces, fue la angustia de castración el motor de la mudanza de afecto.
En este punto me veo precisado a dejar de apuntalarme en la trayectoria del análisis. Temo que sea también el lugar en que me abandone el crédito de los lectores.
Lo que esa noche se activó del caos de las huellas de impresiones inconcientes fue la imagen de un coito entre los padres bajo circunstancias no del todo habituales y particularmente favorables a la observación. Poco a poco se consiguieron respuestas satisfactorias para todas las preguntas que pudieron anudarse a esa escena, a medida que en el circuito de la cura aquel primer sueño se iba repitiendo en innumerables variantes y reediciones, a las que el análisis aportaba los esclarecimientos deseados. Así, primero se estableció la edad del niño en el momento de la observación más o menos en 1 1/2 año(31). Por entonces padeció de una malaria cuyos ataques se repetían diariamente a determinadas horas (vernota(32)). A partir de su décimo año estuvo sometido a depresiones temporarias que empezaban después de mediodía y culminaban hacia las cinco de la tarde. Este síntoma persistía aún en la época del tratamiento analítico. La depresión recurrente sustituía al ataque de fiebre o fatiga de entonces; las cinco de la tarde fue o el momento de máxima fiebre o el de la observación del coito, a menos que ambos coincidiesen (ver nota(33)). Es probable que justamente a raíz de esta enfermedad él se encontrara en el dormitorio de los padres. La contracción de este mal, certificada también por tradición directa, nos sugiere situar el hecho en el verano(34) y suponer entonces para nuestro paciente, nacido el día de Navidad, una edad de n + 1 1/2 años(35). Dormía, pues, en su camita en la habitación de sus padres cuando despertó, tal vez a consecuencia de un aumento de la fiebre, pasado el mediodía, quizás hacia las cinco de la tarde, la hora señalada luego para la depresión. Armoniza con la hipótesis de un caluroso día de verano que los padres desvestidos a medias(36) se hubieran retirado para dormir la siesta. Al despertar fue testigo de un coitus a tergo repetido tres veces(37), pudo ver los genitales de la madre así como el miembro del padre y comprendió el hecho así como su significado(38). Por último, perturbó el comercio entre los padres de una manera a que luego nos referiremos.
En el fondo esto no tiene nada de extraordinario; no impresiona como el producto de una desaforada fantasía que una pareja joven, casada hacía pocos años, iniciara tras la siesta de un caluroso día de verano un tierno comercio, olvidando la presencia del niñito de 1 1/2 año que dormía en su camita. Opino que sería algo enteramente trivial, cotidiano, y en nada puede modificar este juicio la posición descubierta en el coito. Sobre todo porque del material probatorio no surge que las tres veces se hubiera consumado desde atrás. Una sola vez habría bastado para procurar al espectador la oportunidad de hacer observaciones que otras posiciones de los amantes habrían dificultado o excluido. Por tanto, el contenido mismo de esta escena no puede constituir un argumento contra su credibilidad. El reparo de improbabilidad habrá de dirigirse a otros tres puntos: el primero, que un niño a la tierna edad de 1 1/2 año sea capaz de recoger la percepción de un proceso tan complicado y conservarlo de manera tan fiel en su inconciente; el segundo, que a los 4 años sea posible elaborar con posterioridad {nachträglich}, hasta llegar a entenderlas, esas impresiones así recibidas, y, por último, que mediante algún procedimiento pueda lograrse hacer conciente, de una manera coherente y convincente, una escena vivenciada y comprendida en tales circunstancias (ver nota(39)).
Más adelante someteré a cuidadoso examen estos y otros reparos; aseguro al lector que mi

Entonces, en un punto decisivo había tenido lugar un trastorno {Verkehrung} que, por lo demás, se anuncia por otro trastorno en el contenido manifiesto del sueño. En efecto, era también un trastorno que los lobos estuvieran sentados arriba del árbol mientras que en el relato del abuelo se encontraban abajo y no podían trepar {steigen} a él.
¿Y si también el otro aspecto destacado por el soñante estuviera desfigurado por trastorno o inversión? Entonces, en lugar de inmovilidad (los lobos estaban ahí sentados sin moverse, lo miraban, pero no se meneaban) querría decir: violentísimo movimiento. El despierta, pues, de repente, y ve ante sí una escena de intensa movilidad, que mira con tensa atención. En un caso la desfiguración consistiría en una permuta de sujeto y objeto, actividad y pasividad, ser mirado en lugar de mirar; en el otro, en una mudanza en lo contrario: reposo en lugar de movilidad.
Otra vez, una ocurrencia que afloró de repente aportó un ulterior progreso para entender el sueño: el árbol es el árbol de Navidad. Ahora sabía que el sueño había sobrevenido poco antes de la Navidad, durante sus vísperas. Puesto que el día de Navidad era también el de su cumpleaños, ahora puede establecerse con certeza el punto temporal del sueño y del cambio que parte de él. Fue apenas antes de cumplir los cuatro años. Se había ido a dormir, pues, en la tensa espera del día siguiente, que debía aportarle un doble obsequio. Sabemos que en tales circunstancias es fácil que el niño anticipe en el sueño el cumplimiento de sus deseos. Por tanto, en el sueño era ya la noche de Navidad, el contenido del sueño le mostraba sus aguinaldos, del árbol colgaban los regalos {Geschenk} que le estaban destinados. Pero los regalos se habían trasformado en... lobos, y el sueño culminó en que le sobrevino angustia de ser devorado por el lobo (probablemente el padre) y buscó refugio en su aya. El conocimiento de su desarrollo sexual anterior al sueño nos posibilita llenar las lagunas de este y esclarecer la mudanza de la satisfacción en angustia. Entre los deseos formadores del sueño, el más intenso tiene que haber sido el que se movía tras la satisfacción sexual que en esa época anhelaba del padre. La intensidad de ese deseo consiguió refrescar la huella mnémica hacía tiempo olvidada de una escena apta para mostrarle el aspecto que tenía la satisfacción sexual por el padre, y el resultado fue terror, pavor ante el cumplimiento de ese deseo, represión {esfuerzo de desalojo} de la moción que se había figurado mediante ese deseo, y por eso huida del padre a refugiarse en el aya no peligrosa.
El valor de esta fecha de la Navidad se había conservado en el supuesto recuerdo de que tuvo el primer ataque de furia por no quedar satisfecho con los regalos de Navidad. El recuerdo compendiaba algo de correcto y de falso; en efecto, no podía ser verdadero sin modificación, pues, de acuerdo con lo enunciado repetidas veces por sus padres, su conducta díscola ya había llamado la atención tras el regreso de ellos en el otoño y no solamente a partir de la Navidad. Pero lo esencial de los vínculos entre falta de satisfacción amorosa, furia y Navidades se había preservado en ese recuerdo.
Ahora bien, ¿qué imagen pudo ser convocada por esa añoranza sexual eficaz durante la noche, qué imagen capaz de provocar un terror tan intenso ante el cumplimiento deseado? De acuerdo con el material del análisis, esa imagen debía llenar una condición: tenía que ser idónea para fundamentar el convencimiento en la existencia de la castración. Entonces, fue la angustia de castración el motor de la mudanza de afecto.
En este punto me veo precisado a dejar de apuntalarme en la trayectoria del análisis. Temo que sea también el lugar en que me abandone el crédito de los lectores.
Lo que esa noche se activó del caos de las huellas de impresiones inconcientes fue la imagen de un coito entre los padres bajo circunstancias no del todo habituales y particularmente favorables a la observación. Poco a poco se consiguieron respuestas satisfactorias para todas las preguntas que pudieron anudarse a esa escena, a medida que en el circuito de la cura aquel primer sueño se iba repitiendo en innumerables variantes y reediciones, a las que el análisis aportaba los esclarecimientos deseados. Así, primero se estableció la edad del niño en el momento de la observación más o menos en 1 1/2 año(31). Por entonces padeció de una malaria cuyos ataques se repetían diariamente a determinadas horas (vernota(32)). A partir de su décimo año estuvo sometido a depresiones temporarias que empezaban después de mediodía y culminaban hacia las cinco de la tarde. Este síntoma persistía aún en la época del tratamiento analítico. La depresión recurrente sustituía al ataque de fiebre o fatiga de entonces; las cinco de la tarde fue o el momento de máxima fiebre o el de la observación del coito, a menos que ambos coincidiesen (ver nota(33)). Es probable que justamente a raíz de esta enfermedad él se encontrara en el dormitorio de los padres. La contracción de este mal, certificada también por tradición directa, nos sugiere situar el hecho en el verano(34) y suponer entonces para nuestro paciente, nacido el día de Navidad, una edad de n + 1 1/2 años(35). Dormía, pues, en su camita en la habitación de sus padres cuando despertó, tal vez a consecuencia de un aumento de la fiebre, pasado el mediodía, quizás hacia las cinco de la tarde, la hora señalada luego para la depresión. Armoniza con la hipótesis de un caluroso día de verano que los padres desvestidos a medias(36) se hubieran retirado para dormir la siesta. Al despertar fue testigo de un coitus a tergo repetido tres veces(37), pudo ver los genitales de la madre así como el miembro del padre y comprendió el hecho así como su significado(38). Por último, perturbó el comercio entre los padres de una manera a que luego nos referiremos.
En el fondo esto no tiene nada de extraordinario; no impresiona como el producto de una desaforada fantasía que una pareja joven, casada hacía pocos años, iniciara tras la siesta de un caluroso día de verano un tierno comercio, olvidando la presencia del niñito de 1 1/2 año que dormía en su camita. Opino que sería algo enteramente trivial, cotidiano, y en nada puede modificar este juicio la posición descubierta en el coito. Sobre todo porque del material probatorio no surge que las tres veces se hubiera consumado desde atrás. Una sola vez habría bastado para procurar al espectador la oportunidad de hacer observaciones que otras posiciones de los amantes habrían dificultado o excluido. Por tanto, el contenido mismo de esta escena no puede constituir un argumento contra su credibilidad. El reparo de improbabilidad habrá de dirigirse a otros tres puntos: el primero, que un niño a la tierna edad de 1 1/2 año sea capaz de recoger la percepción de un proceso tan complicado y conservarlo de manera tan fiel en su inconciente; el segundo, que a los 4 años sea posible elaborar con posterioridad {nachträglich}, hasta llegar a entenderlas, esas impresiones así recibidas, y, por último, que mediante algún procedimiento pueda lograrse hacer conciente, de una manera coherente y convincente, una escena vivenciada y comprendida en tales circunstancias (ver nota(39)).
Más adelante someteré a cuidadoso examen estos y otros reparos; aseguro al lector que mi

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actitud frente a la hipótesis de semejante observación del niño no es menos crítica que la suya, y le pido que se resuelva conmigo a prestar una creencia provisional en la realidad de esa escena. Primero continuaremos el estudio de los vínculos de esta «escena primordial(40)» con el sueño, con los síntomas y con la biografía del paciente. Perseguiremos por separado los efectos que partieron del contenido esencial de la escena y de una de sus impresiones visuales.
Por esto último me refiero a las posiciones que él vio adoptar a los padres: la erguida del hombre y la agachada, al modo de los animales, de la mujer. Ya dije que en la época de su angustia la hermana solía aterrorizarlo con la imagen de un libro de cuentos en que se figuraba al lobo erguido en posición vertical, adelantando una de sus patas traseras, las zarpas extendidas y las orejas tiesas. En el curso de la cura el enfermo no descansó en la pesquisa de tiendas de anticuarios hasta reencontrar el libro de cuentos ilustrados de su infancia, y reconoció su imagen terrorífica en una ilustración a la historia de «El lobo y los siete cabritos». Opinó que la posición del lobo en esa imagen habría podido recordarle a la del padre durante la escena primordial construida. Comoquiera que fuese, esta imagen se convirtió en el punto de partida de ulteriores efectos angustiantes. Cierta vez que en su séptimo u octavo año le anunciaron que al día siguiente tendría un nuevo maestro, por la noche lo soñó como un león que se acercaba rugiendo a su cama en la posición que tenía el lobo en aquella imagen, y de nuevo despertó con angustia. Para entonces ya había superado la fobia al lobo, y por eso estaba en libertad de elegirse un nuevo animal angustiante; además, en este sueño tardío reconoció al maestro como un sustituto del padre. En los años posteriores de su infancia, cada uno de sus maestros desempeñó idéntico papel paterno y para bien o para mal fue dotado con el influjo del padre.
En su época de estudiante secundario, el destino le deparó una rara ocasión para refrescar su fobia al lobo y para convertir en punto de partida de graves inhibiciones la relación que estaba en su base. El maestro que tenía a su cargo las lecciones de latín se llamaba Woll {lobo}. Desde el comienzo lo amedrentó; una vez se atrajo una grave reprimenda de su parte porque en una traducción del latín había cometido un error tonto, y a partir de entonces no pudo librarse de una angustia paralizante frente a ese maestro, que pronto se trasfirió a otros. Ahora bien, la oportunidad en que dio ese traspié en la traducción no dejaba de tener su sentido. Debía traducir la palabra latina «filius» y lo hizo por la francesa «fi1s» en vez de usar la correspondiente de su lengua materna. Es que el lobo seguía siendo el padre (vernota(41)).
El primero de los «síntomas pasajeros(42)» que el paciente produjo en el tratamiento se remontaba también a la fobia al lobo y al cuento de los siete cabritos. En la sala donde se desarrollaron las primeras sesiones había un gran reloj de pared frente al paciente, quien permanecía tendido sobre un diván de espaldas a mí. Me llamó la atención que de tiempo en tiempo se volviera hacía mí, mirándome de manera muy amistosa, como sosegándose, y acto seguido dirigiera su mirada al reloj. Pensé entonces que era un signo de su anhelo de que terminara la sesión. Mucho más tarde el paciente me recordó ese juego de ademanes y me proporcionó su explicación acordándose de que el menor de los siete cabritos había hallado un escondrijo en la caja del reloj de pared, mientras sus seis hermanitos eran comidos por el lobo. He aquí, pues, lo que en esa época quería decirme: «Sé bueno conmigo. ¿Debo tenerte miedo? ¿Quieres comerme? ¿Debo esconderme de ti en la caja del reloj de pared como el menor de los cabritos?».
El lobo al que tenía miedo era sin duda el padre, pero la angustia ante el lobo estaba ligada a la condición de la posición erguida. Su recuerdo aseveraba con gran exactitud que no le habían aterrorizado imágenes del lobo andando sobre sus cuatro patas o, como en el cuento de Caperucita Roja, acostado en la cama. No menos significatividad se atrajo la posición que, según nuestra construcción de la escena primordial, había visto adoptar a la mujer; pero esa significatividad permaneció limitada al campo sexual. El fenómeno más llamativo de su vida amorosa tras llegar a la madurez eran ataques de un enamoramiento sensual compulsivo que emergían en enigmática secuencia y volvían a desaparecer, desencadenaban en él una gigantesca energía aun en épocas en que se encontraba inhibido en los demás terrenos, y se sustraían por entero a su gobierno, A causa de unos notables nexos, debo posponer todavía la apreciación plena de estos amores compulsivos, pero puedo señalar aquí que estaban atados a una determinada condición, oculta para su conciencia, que sólo en la cura pudo discernirse. La mujer tenía que haber adoptado la posición que atribuimos a la madre en la escena primordial. A partir de la pubertad sintió como el mayor encanto de la mujer grandes y llamativas nalgas; otro coito que no fuera desde atrás apenas le deparaba goce. Por cierto que el juicio crítico tiene derecho a objetar aquí que tal predilección sexual por las partes posteriores del cuerpo es un rasgo universal de las personas inclinadas hacia la neurosis obsesiva y no justifica que se la derive de una particular impresión recibida en la infancia. Pertenece a la ensambladura de la propensión anal-erótica y se cuenta entre los rasgos arcaicos que singularizan a esta constitución. Es lícito concebir el acoplamiento desde atrás -more ferarum-como la forma filogenéticamente más antigua. También sobre este punto volveremos en un examen posterior, cuando hayamos completado el material relativo a su condición inconciente de amor.
Sigamos ahora elucidando los vínculos entre sueño y escena primordial. Según las expectativas que hemos concebido hasta aquí, el sueño estaba destinado a exhibir ante el niño, que se regocijaba del cumplimiento de sus deseos navideños, la imagen de la satisfacción sexual por el padre según la había visto en aquella escena primordial, y como arquetipo de la satisfacción que él mismo anhelaba del padre. Ahora bien, en vez de esta imagen emerge el material de la historia que su abuelo le había contado poco antes: el árbol, los lobos, la falta de rabo (en forma de sobrecompensación en las colas frondosas de los supuestos lobos). Aquí nos falta un nexo, un puente asociativo que lleve desde el contenido de la historia primordial hasta el de la historia del lobo. De nuevo, esa conexión es dada por la postura, y sólo por ella. En el relato del abuelo, el lobo rabón pide a los otros que monten sobre él. Mediante este detalle despertó el recuerdo de la imagen de la escena primordial, y por este camino el material de esta última pudo ser subrogado por el de la historia del lobo, al par que el número de dos de los padres era sustituido convenientemente por la multiplicidad de los lobos. El contenido del sueño experimentó un nuevo cambio cuando el material de la historia del lobo se adecuó al contenido del cuento de los siete cabritos, tomando prestado de este el número siete(43).
La migración del material (escena primordial-historia del lobo-cuento de los siete cabritos) es el reflejo del progreso del pensamiento en el curso de la formación del sueño: añoranza de satisfacción sexual por el padre-intelección de que ella está condicionada a la castración-angustia ante el padre. Opino que sólo ahora ha quedado esclarecido en todas sus partes el sueño de angustia de este niño de cuatro años. (Ver nota de Freud(44))

Por esto último me refiero a las posiciones que él vio adoptar a los padres: la erguida del hombre y la agachada, al modo de los animales, de la mujer. Ya dije que en la época de su angustia la hermana solía aterrorizarlo con la imagen de un libro de cuentos en que se figuraba al lobo erguido en posición vertical, adelantando una de sus patas traseras, las zarpas extendidas y las orejas tiesas. En el curso de la cura el enfermo no descansó en la pesquisa de tiendas de anticuarios hasta reencontrar el libro de cuentos ilustrados de su infancia, y reconoció su imagen terrorífica en una ilustración a la historia de «El lobo y los siete cabritos». Opinó que la posición del lobo en esa imagen habría podido recordarle a la del padre durante la escena primordial construida. Comoquiera que fuese, esta imagen se convirtió en el punto de partida de ulteriores efectos angustiantes. Cierta vez que en su séptimo u octavo año le anunciaron que al día siguiente tendría un nuevo maestro, por la noche lo soñó como un león que se acercaba rugiendo a su cama en la posición que tenía el lobo en aquella imagen, y de nuevo despertó con angustia. Para entonces ya había superado la fobia al lobo, y por eso estaba en libertad de elegirse un nuevo animal angustiante; además, en este sueño tardío reconoció al maestro como un sustituto del padre. En los años posteriores de su infancia, cada uno de sus maestros desempeñó idéntico papel paterno y para bien o para mal fue dotado con el influjo del padre.
En su época de estudiante secundario, el destino le deparó una rara ocasión para refrescar su fobia al lobo y para convertir en punto de partida de graves inhibiciones la relación que estaba en su base. El maestro que tenía a su cargo las lecciones de latín se llamaba Woll {lobo}. Desde el comienzo lo amedrentó; una vez se atrajo una grave reprimenda de su parte porque en una traducción del latín había cometido un error tonto, y a partir de entonces no pudo librarse de una angustia paralizante frente a ese maestro, que pronto se trasfirió a otros. Ahora bien, la oportunidad en que dio ese traspié en la traducción no dejaba de tener su sentido. Debía traducir la palabra latina «filius» y lo hizo por la francesa «fi1s» en vez de usar la correspondiente de su lengua materna. Es que el lobo seguía siendo el padre (vernota(41)).
El primero de los «síntomas pasajeros(42)» que el paciente produjo en el tratamiento se remontaba también a la fobia al lobo y al cuento de los siete cabritos. En la sala donde se desarrollaron las primeras sesiones había un gran reloj de pared frente al paciente, quien permanecía tendido sobre un diván de espaldas a mí. Me llamó la atención que de tiempo en tiempo se volviera hacía mí, mirándome de manera muy amistosa, como sosegándose, y acto seguido dirigiera su mirada al reloj. Pensé entonces que era un signo de su anhelo de que terminara la sesión. Mucho más tarde el paciente me recordó ese juego de ademanes y me proporcionó su explicación acordándose de que el menor de los siete cabritos había hallado un escondrijo en la caja del reloj de pared, mientras sus seis hermanitos eran comidos por el lobo. He aquí, pues, lo que en esa época quería decirme: «Sé bueno conmigo. ¿Debo tenerte miedo? ¿Quieres comerme? ¿Debo esconderme de ti en la caja del reloj de pared como el menor de los cabritos?».
El lobo al que tenía miedo era sin duda el padre, pero la angustia ante el lobo estaba ligada a la condición de la posición erguida. Su recuerdo aseveraba con gran exactitud que no le habían aterrorizado imágenes del lobo andando sobre sus cuatro patas o, como en el cuento de Caperucita Roja, acostado en la cama. No menos significatividad se atrajo la posición que, según nuestra construcción de la escena primordial, había visto adoptar a la mujer; pero esa significatividad permaneció limitada al campo sexual. El fenómeno más llamativo de su vida amorosa tras llegar a la madurez eran ataques de un enamoramiento sensual compulsivo que emergían en enigmática secuencia y volvían a desaparecer, desencadenaban en él una gigantesca energía aun en épocas en que se encontraba inhibido en los demás terrenos, y se sustraían por entero a su gobierno, A causa de unos notables nexos, debo posponer todavía la apreciación plena de estos amores compulsivos, pero puedo señalar aquí que estaban atados a una determinada condición, oculta para su conciencia, que sólo en la cura pudo discernirse. La mujer tenía que haber adoptado la posición que atribuimos a la madre en la escena primordial. A partir de la pubertad sintió como el mayor encanto de la mujer grandes y llamativas nalgas; otro coito que no fuera desde atrás apenas le deparaba goce. Por cierto que el juicio crítico tiene derecho a objetar aquí que tal predilección sexual por las partes posteriores del cuerpo es un rasgo universal de las personas inclinadas hacia la neurosis obsesiva y no justifica que se la derive de una particular impresión recibida en la infancia. Pertenece a la ensambladura de la propensión anal-erótica y se cuenta entre los rasgos arcaicos que singularizan a esta constitución. Es lícito concebir el acoplamiento desde atrás -more ferarum-como la forma filogenéticamente más antigua. También sobre este punto volveremos en un examen posterior, cuando hayamos completado el material relativo a su condición inconciente de amor.
Sigamos ahora elucidando los vínculos entre sueño y escena primordial. Según las expectativas que hemos concebido hasta aquí, el sueño estaba destinado a exhibir ante el niño, que se regocijaba del cumplimiento de sus deseos navideños, la imagen de la satisfacción sexual por el padre según la había visto en aquella escena primordial, y como arquetipo de la satisfacción que él mismo anhelaba del padre. Ahora bien, en vez de esta imagen emerge el material de la historia que su abuelo le había contado poco antes: el árbol, los lobos, la falta de rabo (en forma de sobrecompensación en las colas frondosas de los supuestos lobos). Aquí nos falta un nexo, un puente asociativo que lleve desde el contenido de la historia primordial hasta el de la historia del lobo. De nuevo, esa conexión es dada por la postura, y sólo por ella. En el relato del abuelo, el lobo rabón pide a los otros que monten sobre él. Mediante este detalle despertó el recuerdo de la imagen de la escena primordial, y por este camino el material de esta última pudo ser subrogado por el de la historia del lobo, al par que el número de dos de los padres era sustituido convenientemente por la multiplicidad de los lobos. El contenido del sueño experimentó un nuevo cambio cuando el material de la historia del lobo se adecuó al contenido del cuento de los siete cabritos, tomando prestado de este el número siete(43).
La migración del material (escena primordial-historia del lobo-cuento de los siete cabritos) es el reflejo del progreso del pensamiento en el curso de la formación del sueño: añoranza de satisfacción sexual por el padre-intelección de que ella está condicionada a la castración-angustia ante el padre. Opino que sólo ahora ha quedado esclarecido en todas sus partes el sueño de angustia de este niño de cuatro años. (Ver nota de Freud(44))

Luego de todo lo dicho hasta aquí, puedo abreviar la exposición del efecto patógeno de la
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escena primordial y de la alteración que provocó en el desarrollo sexual del paciente el ulterior despertar de esa escena. Seguiremos sólo aquel efecto que el sueño expresa. Más adelante se nos volverá claro que de la escena primordial no partió una única corriente sexual, sino toda una serie de ellas, directamente una fragmentación de la libido. Además, se nos evidenciará que la activación de esa escena (adrede evito el término «recuerdo») tiene el mismo efecto que si ella fuera una vivencia reciente. La escena produce efectos con posterioridad (nachträglich} y nada ha perdido de su frescura entretanto, en el intervalo de 1 1/2 a 4 años. Acaso en lo que sigue hallaremos todavía un punto de apoyo para pensar que ya había producido determinados efectos en la época de su percepción, o sea a partir del año y medio.
Cuando el paciente profundizó en la situación de la escena primordial sacó a la luz las siguientes autopercepciones: Antes ha supuesto que el proceso observado era un acto violento (ver nota(45)), sólo que no armonizaba con ello el rostro de contento que vio poner a la madre; debió reconocer que se trata de una satisfacción (ver nota(46)). Lo esencialmente nuevo que le aportó la observación del comercio sexual entre los padres fue el convencimiento de la efectiva realidad de la castración, cuya posibilidad ya antes había ocupado su pensamiento. (La visión de las dos niñas orinando, la amenaza de la ñaña, la interpretación de la gobernanta sobre los alfeñiques, el recuerdo de que el padre había partido en pedazos una serpiente.) En efecto, ahora veía con sus propios ojos la herida de que había hablado la ñaña, y comprendía que su presencia era una condición para el comercio sexual con el padre. Ya no podía confundirla con la «cola», como en la observación de las niñitas (ver nota(47)).
El desenlace del sueño fue una angustia de la que no se calmó hasta no tener junto a sí a su ñaña. Se refugió pues en ella, huyendo del padre. La angustia fue una desautorización {Ablehnung} del deseo de satisfacción sexual por el padre, aspiración esta última que le había sido instilada por el sueño. Su expresión, «ser comido por el lobo», no era más que una trasposición regresiva, como luego veremos del deseo de ser poseído sexualmente por el padre, vale decir, de ser satisfecho del mismo modo que la ma dre. Su última meta sexual, la actitud pasiva hacia el padre, había sucumbido a una represión {esfuerzo de desalojo}, remplazándola la angustia ante el padre en la forma de la fobia al lobo.
¿Y la fuerza pulsionante de esa represión? De acuerdo con toda la situación, no pudo ser sino la libido narcisista genital que, como cuidado por su miembro viril, se revolvió contra una satisfacción que parecía condicionada por la renuncia a ese miembro. Del narcisismo amenazado tomó él la masculinidad con la que se defendió de la actitud pasiva hacia el padre.
Ahora caemos en la cuenta de que en este punto de la exposición tenemos que cambiar nuestra terminología. En el curso del sueño había alcanzado una nueva fase de su organización sexual. Hasta ese momento los opuestos sexuales eran para él activo y pasivo. Desde la seducción, su meta sexual era pasiva: ser tocado en los genitales; luego se tornó, por regresión al estadio anterior de la organización sádico-anal, en la meta masoquista de recibir un correctivo, de ser castigado. Le era indiferente que esa meta se alcanzase en el varón o en la mujer. Sin miramiento alguno por la diferencia de sexo había migrado de la ñaña al padre, pidiendo de aquella ser tocado en el miembro, y queriendo provocar el correctivo de aquel. En esto no contaban los genitales; en la fantasía de ser azotado en el pene se exteriorizaba aún la conexión ocultada por la regresión. Entonces la activación de la escena primordial en el sueño lo devolvió a la organización genital. Descubrió la vagina y el significado biológico de masculino y femenino. Ahora comprendió que activo equivalía a masculino, y pasivo a femenino. Así, su meta sexual pasiva no podía menos que mudarse en una meta femenina, cobrar esta expresión: «ser poseído sexualmente por el padre», en vez de «ser azotado por él en los genitales o en la cola». Pues bien, esta meta femenina cayó bajo la represión y se vio precisada a dejarse sustituir por la angustia ante el lobo.Debemos interrumpir aquí el examen de su desarrollo sexual hasta que posteriores estadios de su historia proyecten retrospectivamente nueva luz sobre esos estadios tempranos. Agreguemos todavía, en cuanto a la apreciación de la fobia al lobo, que padre y madre -ambosdevinieron lobos. En efecto, la madre representaba el papel del lobo castrado que hacía que los otros se le montaran encima, y el padre, el del lobo que se montaba. Sin embargo, según lo hemos escuchado asegurarnos, su angustia se dirigía sólo al lobo erguido, o sea, al padre. Además, nos llama por fuerza la atención que la angustia en que desembocó el sueño tuviera un modelo en el relato del abuelo. En efecto, el lobo castrado, que hace que los otros se le monten encima, cae presa de angustia tan pronto le recuerdan su falta de rabo. Parece, pues, que en el curso del proceso onírico se hubiera identificado con la madre castrada y ahora se revolviera contra este resultado. En una traducción que confiamos sea correcta: «Si quieres ser satisfecho por el padre tienes que consentir en la castración como la madre; pero yo no quiero». ¡Una nítida protesta de la masculinidad, entonces! Por lo demás, tengamos en claro que el desarrollo sexual del caso aquí estudiado presenta para nuestra investigación la considerable desventaja de no estar exento de perturbaciones. Primero es influido de manera decisiva por la seducción, y luego desviado por la escena de la observación del coito que con posterioridad{nachträglich} ejerce el efecto de una segunda seducción (ver nota(48)).
Algunas discusiones
El oso blanco y la ballena, se ha dicho, no pueden declararse la guerra porque, limitado cada uno a su elemento, nunca se encuentran frente a frente. Igualmente imposible me resulta entablar una discusión con trabajadores del campo de la psicología o de la teoría de las neurosis que no admitan las premisas del psicoanálisis y juzguen artificiosos sus resultados. Pero, junto a ellos, se ha desarrollado en los últimos años una oposición de parte de otros que -al menos así opinan ellos- pisan el terreno del análisis, no ponen en tela de juicio su técnica ni

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sus resultados, sino que sólo se consideran autorizados a deducir del mismo material consecuencias diversas y a someterlo a otras concepciones.
Ahora bien, la controversia teórica es las más de las veces infecunda. Tan pronto uno empieza a distanciarse del material del que debe nutrirse, corre el riesgo de embriagarse con sus propias aseveraciones y terminar sustentando opiniones que cualquier observación habría refutado. Por eso considero muchísimo más adecuado combatir concepciones divergentes poniéndolas a prueba en casos y problemas singulares.
Antes consigné que se considerará sin duda improbable «que un niño a la tierna edad de 1 1/2 año sea capaz de recoger la percepción de un proceso tan complicado y conservarlo de manera tan fiel en su inconciente; el segundo, que a los 4 años sea posible elaborar con posterioridad {nachträglich}, hasta llegar a entenderlas, esas impresiones así recibidas, y, por último, que mediante algún procedimiento pueda lograrse hacer conciente, de una manera coherente y convincente, una escena vivenciada y comprendida en tales circunstancias ».
Esta última cuestión es puramente fáctica. Quien se tome el trabajo de llevar el análisis por medio de la técnica prescrita hasta esas profundidades se convencerá de que es muy posible; quien omita hacerlo e interrumpa el análisis en algún estrato superior deberá abstenerse de juzgar. Pero con ello no queda decidida la concepción de lo obtenido por el análisis de lo profundo.
Los otros dos reparos se apoyan en un menosprecio por las impresiones de la temprana infancia, a las que no se concede unos efectos tan duraderos. Pretenden buscar la causación de las neurosis casi exclusivamente en los serios conflictos de la vida posterior, y suponen que la sustantividad de la infancia no es sino un espejismo que nos provoca en el análisis la tendencia de los neuróticos a expresar sus intereses del presente en reminiscencias y símbolos del lejano pasado. Con semejante apreciación del factor infantil se eliminan muchas de las que han sido las características más íntimas del análisis y, entre ellas, muchas de las que le valieron resistencias y le enajenaron la confianza de los extraños.
Sometamos a examen, pues, la concepción de que esas escenas de la primera infancia, como nos las brinda un análisis exhaustivo de las neurosis (en nuestro caso, por ejemplo), no serían reproducciones de episodios reales a los que fuera lícito atribuir una influencia en la configuración de la vida posterior y en la formación de síntoma, sino unas formaciones de la fantasía cuya incitación proviniera de la madurez, que estuvieran destinadas a procurar cierta subrogación simbólica a deseos e intereses reales y debieran su génesis a una tendencia regresiva, a un extrañamiento de las tareas del presente. Si así fuera, uno podría desde luego ahorrarse aquellas extrañas atribuciones a la vida anímica y a la operación intelectual de niños de cortísima edad.
Toda clase de circunstancias de hecho -además del deseo, común a todos, de racionalizar y simplificar una tarea difícil- solicitan esta concepción. Ahora bien, de antemano cabe aventar un reparo que podría plantearse justamente al analista práctico. Es preciso admitir que si la mencionada concepción de estas escenas infantiles fuera la correcta, en nada cambiaría al principio la práctica del análisis. Si en verdad el neurótico tuviera esta mala peculiaridad de extrañar su interés del presente y adherirlo a esas formaciones sustitutivas, regresivas, de su fantasía, no se podría hacer otra cosa que seguirlo por ese camino y llevar a su conciencia esas producciones inconcientes, puesto que, aun prescindiendo por completo de su disvalor objetivo, poseen para nosotros supremo valor en cuanto son por el momento las portadoras y poseedoras del interés que queremos liberar para orientarlo hacia las tareas del presente. Así, la trayectoria del análisis debería ser exactamente igual a la del análisis ingenuo que tiene por verdaderas estas fantasías. Sólo al final, tras el descubrimiento de tales fantasías, se establecería la diferencia. Entonces uno diría al enfermo: «Muy bien; el curso de su neurosis ha sido como si usted hubiera recibido en su infancia esas impresiones, urdiendo desde ellas la trama. Bien advierte que eso no es posible. Eran productos de su fantasía destinados a desviarlo de las tareas objetivas que lo aguardaban. Consienta en que pesquisemos ahora cuáles eran esas tareas y qué vías de conexión existieron entre ellas y sus fantasías». Tras esa tramitación de las fantasías infantiles podría iniciarse un segundo tramo del tratamiento, vuelto hacia la vida real.Una abreviación de ese camino, vale decir, una modificación de la cura psicoanalítica como se la ha ejercido hasta hoy, sería técnicamente inadmisible. Si uno no hace conciente al enfermo de estas fantasías en toda su amplitud, tampoco puede poner a su disposición el interés ligado a ellas. Si se lo desvía de ellas tan pronto se vislumbra su existencia y su esbozo general, no se hará sino apoyar la obra de la represión en virtud de la cual se han vuelto intocables a pesar de todos los empeños del enfermo. Si se las desvaloriza prematuramente, por ejemplo revelándole que no se trata sino de fantasías que no tienen ningún valor objetivo, nunca se conseguirá su cooperación para llevarlas a la conciencia. Por lo tanto, comoquiera que se aprecie a estas escenas infantiles, la técnica analítica no experimentará ningún cambio si se procede correctamente.
Ya consigné que podían invocarse muchos factores de hecho en apoyo de la concepción de estas escenas como unas fantasías regresivas. Sobre todo este: tales escenas infantiles no son reproducidas en la cura como recuerdos -al menos hasta donde alcanza mi experiencia-, sino que son resultado de la construcción. Sin duda que a muchos les parecerá que con esta sola confesión queda ya zanjada la polémica.
Que se me entienda bien. Todo analista sabe, y lo ha experimentado incontables veces, que en una cura lograda el paciente comunica buen número de recuerdos infantiles espontáneos por cuyo afloramiento (puede ser el primero) el analista se siente libre de todo cargo, pues no ha insinuado al enfermo un contenido semejante mediante ninguna clase de intento de construcción. Estos recuerdos antes inconcientes no tienen por qué ser siempre verdaderos; pueden serlo, pero a menudo están dislocados {entstellen, «desfigurados»} respecto de la verdad, impregnados de elementos fantaseados, de manera en un todo semejante a los llamados recuerdos encubridores que se han conservado espontáneamente. He aquí lo único que yo quiero decir: escenas como las de mi paciente, de una época tan temprana y de semejante contenido, que luego reclaman una significatividad tan extraordinaria para la historia del caso, no son por lo general reproducidas como recuerdos, sino que es preciso colegirlas -construirlas- paso a paso y laboriosamente a partir de una suma de indicaciones (ver nota(49)). Y aun bastaría, para mi argumentación, admitir que tales escenas no devienen concientes como recuerdos en los casos de neurosis obsesiva, o limitar esa indicación a este solo caso que estamos estudiando.

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Ahora bien, no soy de la opinión de que esas escenas deban ser necesariamente fantasías por el hecho de que no reaparezcan como recuerdos. Hay algo que a mi Juicio tiene exactamente el mismo valor que el recuerdo: el hecho de que -como en nuestro caso- se sustituyan por sueños cuyo análisis reconduce de manera regular a la misma escena y que reproducen, en una infatigable labor de refundición, cada fragmento de su contenido. Es que el soñar es también un recordar, si bien sometido a las condiciones nocturnas y de la formación del sueño. Por este retorno en el soñar me explico que en los pacientes mismos se forme poco a poco un convencimiento cierto de la realidad de esas escenas primordiales, un convencimiento que en modo alguno le va en zaga al fundado en el recuerdo (ver nota(50)).
No hace falta que los contradictores se den por vencidos frente a este argumento. Es sabido que los sueños son guiables(51). Y el convencimiento del analizado puede ser producto de la «sugestión», para la cual se sigue todavía buscando un papel en el juego de fuerzas del tratamiento analítico. El psicoterapeuta de viejo cuño sugeriría a su paciente que está sano, que ha superado sus inhibiciones, etc.; y ~l psicoanalista no haría sino sugerirle que de niño ha tenido tal o cual vivencia que es preciso que recuerde ahora para ponerse sano. Esta sería la diferencia entre ambos.
Tengamos en claro que este último intento de explicación de nuestro contrincante desemboca en una resolución de las escenas infantiles mucho más radical que la anunciada al comienzo. Se pretendía que no eran realidades, sino fantasías. Y ahora resulta, c on evidencia, que no son fantasías del enfermo, sino del propio analista, quien las impone al analizado desde algún complejo personal. Es indudable que el analista, enterado de este reproche, querrá alegar para su descargo cuán paso a paso se llegó a la construcción de estas fantasías supuestamente instiladas por él, cuán independiente de la incitación médica demostró ser en muchos puntos su resultado final ' cómo a partir de cierta fase del tratamiento todo parecía converger hacia ellas y ahora, en la síntesis, los más diversos y notables resultados irradian de ellas, y cómo justamente mediante su supuesto hallaron solución los grandes y los más pequeños problemas así como las rarezas del historial clínico; aducirá que no se atribuye a sí mismo suficiente ingenio para urdir un episodio que pudiera llenar al mismo tiempo todas esas exigencias. Pero tampoco este alegato tendrá efecto alguno sobre la otra parte, que no ha vivenciado el análisis por sí misma. Una parte imputará a la otra un refinado autoengaño, y a su vez será acusada de miopía en el juicio: no se llegará a una decisión.
Consideremos ahora otro factor que sostiene a nuestros oponentes en su concepción de las escenas infantiles construidas. Es el siguiente: Todos los procesos que se han invocado para esclarecer estas cuestionables formaciones como fantasías existen de hecho y su significatividad se admite. El extrañamiento del interés respecto de las tareas de la vida real(52), la existencia de fantasías como formaciones sustitutivas de las acciones omitidas, la tendencia regresiva que se expresa en estas creaciones -regresiva en más de un sentido, en tanto sobreviene al mismo tiempo un retiro de la vida real y un remontarse al pasado-, todo eso es cierto y el análisis lo puede corroborar regularmente. Cabría pensar entonces que ello basta para esclarecer esas supuestas reminiscencias de la primera infancia, y de acuerdo con el principio de economía vigente en la ciencia, esa explicación sería preferible a otra que no puede prescindir de nuevas y extrañas hipótesis.
Me permito hacer notar en este punto que en la bibliografía psicoanalítica de hoy las contradicciones suelen regirse por el principio de pars pro toto. De un conjunto en extremo compuesto se extrae un sector de los factores operantes, se lo proclama como la verdad y en aras de él se contradice al otro sector y al todo. Si uno mira un poco más de cerca el grupo que ha merecido esa preferencia, halla que es el que contiene lo consabido ya en algún otro campo,

No hace falta que los contradictores se den por vencidos frente a este argumento. Es sabido que los sueños son guiables(51). Y el convencimiento del analizado puede ser producto de la «sugestión», para la cual se sigue todavía buscando un papel en el juego de fuerzas del tratamiento analítico. El psicoterapeuta de viejo cuño sugeriría a su paciente que está sano, que ha superado sus inhibiciones, etc.; y ~l psicoanalista no haría sino sugerirle que de niño ha tenido tal o cual vivencia que es preciso que recuerde ahora para ponerse sano. Esta sería la diferencia entre ambos.
Tengamos en claro que este último intento de explicación de nuestro contrincante desemboca en una resolución de las escenas infantiles mucho más radical que la anunciada al comienzo. Se pretendía que no eran realidades, sino fantasías. Y ahora resulta, c on evidencia, que no son fantasías del enfermo, sino del propio analista, quien las impone al analizado desde algún complejo personal. Es indudable que el analista, enterado de este reproche, querrá alegar para su descargo cuán paso a paso se llegó a la construcción de estas fantasías supuestamente instiladas por él, cuán independiente de la incitación médica demostró ser en muchos puntos su resultado final ' cómo a partir de cierta fase del tratamiento todo parecía converger hacia ellas y ahora, en la síntesis, los más diversos y notables resultados irradian de ellas, y cómo justamente mediante su supuesto hallaron solución los grandes y los más pequeños problemas así como las rarezas del historial clínico; aducirá que no se atribuye a sí mismo suficiente ingenio para urdir un episodio que pudiera llenar al mismo tiempo todas esas exigencias. Pero tampoco este alegato tendrá efecto alguno sobre la otra parte, que no ha vivenciado el análisis por sí misma. Una parte imputará a la otra un refinado autoengaño, y a su vez será acusada de miopía en el juicio: no se llegará a una decisión.
Consideremos ahora otro factor que sostiene a nuestros oponentes en su concepción de las escenas infantiles construidas. Es el siguiente: Todos los procesos que se han invocado para esclarecer estas cuestionables formaciones como fantasías existen de hecho y su significatividad se admite. El extrañamiento del interés respecto de las tareas de la vida real(52), la existencia de fantasías como formaciones sustitutivas de las acciones omitidas, la tendencia regresiva que se expresa en estas creaciones -regresiva en más de un sentido, en tanto sobreviene al mismo tiempo un retiro de la vida real y un remontarse al pasado-, todo eso es cierto y el análisis lo puede corroborar regularmente. Cabría pensar entonces que ello basta para esclarecer esas supuestas reminiscencias de la primera infancia, y de acuerdo con el principio de economía vigente en la ciencia, esa explicación sería preferible a otra que no puede prescindir de nuevas y extrañas hipótesis.
Me permito hacer notar en este punto que en la bibliografía psicoanalítica de hoy las contradicciones suelen regirse por el principio de pars pro toto. De un conjunto en extremo compuesto se extrae un sector de los factores operantes, se lo proclama como la verdad y en aras de él se contradice al otro sector y al todo. Si uno mira un poco más de cerca el grupo que ha merecido esa preferencia, halla que es el que contiene lo consabido ya en algún otro campo,
o lo que más se le aproxima. Así en Jung la actualidad y la regresión, en Adler los motivos egoístas. Pero se relega y desestima como error justamente lo que hay de nuevo en el psicoanálisis y le es peculiar. Es el camino más fácil para rechazar los revolucionarios avances del molesto psicoanálisis.
No es superfluo destacarlo: a ninguno de los factores aducidos por esta divergente concepción de las escenas de la infancia les hizo falta que Jung los enseñara como algo novedoso. El conflicto actual, el extrañamiento de la realidad, la satisfacción sustitutiva en la fantasía, la regresión al material del pasado, todo eso ha integrado desde siempre mi propia doctrina y por cierto dentro de idéntica trabazón, quizá con mínimas variantes terminológicas. Pero no era toda mi doctrina, sino sólo la parte de la causación que produce sus efectos en el sentido regresivo desde la realidad hacia la formación de la neurosis. junto a ella dejé sitio para un segundo influjo, progrediente, que produce sus efectos desde las impresiones infantiles, señala el camino a la libido que se retira de la vida y permite comprender la regresión a la infancia, de otro modo inexplicable. Así, según mi concepción, ambos factores se conjugan en la formación de síntoma. Pero una conjugación anterior me parece de igual valor. Sostengo, en efecto, que el influjo de la infancia ya se hizo sentir en la situación inicial de la formación de neurosis codeterminando de manera decisiva si el individuo fracasaría -y en qué punto- en el dominio de los problemas reales de la vida.
Por tanto, lo que está en discusión es el valor del factor infantil. La tarea se circunscribe a hallar un caso apto para demostrar ese valor fuera de duda. Ahora bien, lo es el caso clínico que tratamos aquí con tanto detalle, cuyo carácter distintivo radica en que a la neurosis luego contraída le precedió una neurosis de la primera infancia. Por eso lo escogí para su comunicación. Si alguien pretendiera desautorizarlo pareciéndole que la zoofobia no posee entidad suficiente para reconocerla como una neurosis en sí misma, debo anticiparle que a esa fobia siguieron, sin solución de continuidad, un ceremonial, unas acciones y unos pensamientos obsesivos que consideraré en los siguientes capítulos de este trabajo.
Que un niño contraiga una neurosis en su tercero o cuarto años prueba sobre todo que las vivencias infantiles son capaces por sí solas de producir una neurosis sin que para ello haga falta la huida frente a una tarea planteada por la vida.
Se objetará que también el niño se ve de continuo ante tareas de las que quizá preferiría sustraerse. Ello es cierto, pero la vida de un niño antes de la edad escolar es fácil de abarcar y uno puede indagar si hay en ella una «tarea» que comande la causación de la neurosis. Ahora bien, no se descubre otra cosa que unas mociones pulsionales que el niño no puede satisfacer y que todavía es incapaz de dominar, y las fuentes de que aquellas brotan.
La enorme abreviación del intervalo trascurrido entre el estallido de la neurosis y la época de las vivencias infantiles en cuestión hace -como era de esperar- que la parte regresiva de la causación se comprima al máximo y que la parte progrediente, el influjo de las impresiones

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tempranas, salga a la luz sin disfraz. Espero que este historial clínico pueda brindar una imagen nítida de esta proporción existente entre ambas.
Pero hay además otras razones por las cuales las neurosis de la infancia dan una respuesta terminante a la pregunta acerca de la naturaleza de las escenas primordiales o vivencias infantiles tempranísimas pesquisadas en el análisis. Supongamos como premisa incontrastable que una escena primordial de esa índole haya sido desplegada de manera correcta según los preceptos técnicos, que sea indispensable para la solución conjunta de todos los enigmas que nos plantea la sintomatología de la neurosis de la infancia, que de ella irradien toda clase de efectos del mismo modo como todos los hilos del análisis llevaron hasta ella; entonces, con respecto a su contenido, será imposible que no constituya la reproducción de una realidad vivenciada por el niño. En efecto, el niño -como el adulto- sólo puede producir fantasías con un material adquirido de alguna parte; el niño tiene cerrados algunos de los caminos que le permitirían esa adquisición -la lectura, por ejemplo-, y el lapso de que dispuso para lograrla es breve y resulta fácil compulsar esas fuentes.
En nuestro caso, la escena primordial contiene la imagen del comercio sexual entre los padres en una postura particularmente propicia para ciertas observaciones. Ahora bien, ello no probaría nada en favor de la realidad objetiva de esa escena si la hallásemos en un enfermo cuyos síntomas, o sea los efectos de la escena, se presentaran en algún momento de su vida posterior. En tal caso, pudo haber adquirido en los más diversos puntos temporales del largo intervalo las impresiones, representaciones y conocimientos que luego mudo en una imagen de la fantasía, proyectándola retrospectivamente sobre su infancia y adhiriéndola a sus padres. Mas cuando los efectos de tal escena se presentan en el cuarto o quinto año de vida, es preciso que el niño haya sido espectador de la escena a una edad todavía más temprana. Pero si es así, quedan en pie todas las extrañas conclusiones que se derivaron del análisis de la neurosis infantil, a menos que alguien quiera suponer que el paciente no sólo fantaseó esta escena primordial inconcientemente, sino que también confabuló su alteración de carácter, su angustia ante el lobo y su compulsión religiosa; pero tanto su naturaleza de ordinario sería como la tradición directa de su familia contradirían este expediente. Por ende, sólo veo estas dos posibilidades: o el análisis que parte de su neurosis de la infancia es un mero desvarío, o todo es tal cual lo expuse antes.
En un pasaje anterior tropezamos sin duda con esta ambigüedad: la predilección del paciente por las nalgas femeninas y por el coito en la postura en que ellas más resaltan parecía tener que derivarse del coito observado entre los padres, pero, al mismo tiempo, esa preferencia era un rasgo universal de las constituciones arcaicas con predisposición a la neurosis obsesiva. Sobre este punto se nos ofrece la sugerente salida de solucionar la contradicción como una sobredeterminación. La persona en quien observó esa posición durante el coito era en efecto su padre carnal, de quien muy bien pudo haber heredado esa predilección constitucional. Ni la posterior enfermedad del padre ni el historial familiar contradicen esto; como ya consignamos, un hermano del padre falleció en un estado que es preciso concebir como el desenlace de una afección obsesiva grave.
En ese contexto nos acordamos de que su hermana, en su seducción del niñito de 3 1/4 años(53), había formulado contra la anciana y buena aya la rara calumnia de que ponía a toda la gente dada vuelta {auf den Kopf stellen} y luego les agarraba los genitales. No pudo menos que imponérsenos la idea de que acaso también la hermana, a edad igualmente tierna, fue espectadora de la misma escena que luego vio su hermano, y de ahí pudo recoger la incitación para el poner-dado-vuelta en el acto sexual. Además, esta hipótesis apuntaría a una fuente de su precocidad sexual.
[Originariamente (ver nota(54)) no tenía el propósito de continuar en este lugar con el examen del valor de realidad de las «escenas primordiales», pero dado que entretanto me he visto movido a tratar ese tema en mis Conferencias de introducción al psicoanálisis(55) dentro de unos nexos más amplios y prescindiendo ya de todo propósito polémico, resultaría desorientador que omitiera aplicar al caso aquí presentado los puntos de vista que allí se definieron. Prosigo pues, a modo de complemento y rectificación: Empero, es posible otra concepción de la escena primordial que está en la base del sueño; ella se aparta en buena medida de la decisión adoptada antes y nos aventa muchas dificultades. Sin embargo, nada gana con esta modificación la doctrina que pretende rebajar las escenas infantiles a la condición de símbolos regresivos; a mí juicio, este análisis de una neurosis de la infancia -como lo haría cualquier otro- la ha desechado de manera definitiva.
Pues bien; opino que todo el asunto se puede entender también de la siguiente manera. No podemos renunciar al supuesto de que este niño observa un coito a cuya vista adquiere el convencimiento de que la castración puede ser algo más que una vacua amenaza; por otra parte, el valor que más tarde reciben las posturas de hombre y mujer para su desarrollo de angustia y como condición de amor no admite otra opción que inferir esto: debe de tratarse de un coitus a tergo, more ferarum. Pero hay otro factor que no es insustituible y puede desdeñarse. Acaso no fue un coito entre los padres, sino un coito entre animales, el observado por el niño y trasladado luego a los padres, como si hubiera descubierto que los padres no obrarían de otro modo.
Esta concepción es propiciada sobre todo por el hecho de que los lobos del sueño son en verdad perros ovejeros; como tales aparecen en el dibujo. Poco antes del sueño habían llevado repetidas veces al niño a visitar las majadas de ovejas, y bien pudo ver esos grandes perros blancos, siendo probable que los observara también durante el coito. A esto yo referiría también el número tres, que el soñante adujo sin una motivación mayor, y supondría que hizo tres de tales observaciones en los perros ovejeros. Lo que se añadió en el estado de excitación expectante de su noche de sueño fue la trasferencia a los padres de esa imagen mnémica recién adquirida, con todos sus detalles, y fue sólo esto último lo que posibilitó aquellos poderosos influjos afectivos. En ese momento entendió con posterioridad{nachträglich} tales impresiones recibidas quizás unas semanas o meses antes, proceso este que acaso cada uno de nosotros puede haber vivenciado en sí mismo. La trasferencia de los perros en coito a los padres no se consumó entonces por medio de un procedimiento de inferencia ligado a palabras, sino buscando en el recuerdo una escena real en que los padres estuvieron juntos, escena que pudo fusionarse con la situación de coito. Y todos los detalles de la escena aseverados en el análisis del sueño pudieron ser una reproducción exacta. Fue de hecho una siesta de verano, mientras el niño padecía de malaria; los padres, vestidos de blanco, estaban ambos presentes cuando el niño despertó, pero ... la escena era inocente. El resto lo había agregado el posterior deseo del niño, en su apetito de saber, de espiar también a sus padres en su comercio

Pero hay además otras razones por las cuales las neurosis de la infancia dan una respuesta terminante a la pregunta acerca de la naturaleza de las escenas primordiales o vivencias infantiles tempranísimas pesquisadas en el análisis. Supongamos como premisa incontrastable que una escena primordial de esa índole haya sido desplegada de manera correcta según los preceptos técnicos, que sea indispensable para la solución conjunta de todos los enigmas que nos plantea la sintomatología de la neurosis de la infancia, que de ella irradien toda clase de efectos del mismo modo como todos los hilos del análisis llevaron hasta ella; entonces, con respecto a su contenido, será imposible que no constituya la reproducción de una realidad vivenciada por el niño. En efecto, el niño -como el adulto- sólo puede producir fantasías con un material adquirido de alguna parte; el niño tiene cerrados algunos de los caminos que le permitirían esa adquisición -la lectura, por ejemplo-, y el lapso de que dispuso para lograrla es breve y resulta fácil compulsar esas fuentes.
En nuestro caso, la escena primordial contiene la imagen del comercio sexual entre los padres en una postura particularmente propicia para ciertas observaciones. Ahora bien, ello no probaría nada en favor de la realidad objetiva de esa escena si la hallásemos en un enfermo cuyos síntomas, o sea los efectos de la escena, se presentaran en algún momento de su vida posterior. En tal caso, pudo haber adquirido en los más diversos puntos temporales del largo intervalo las impresiones, representaciones y conocimientos que luego mudo en una imagen de la fantasía, proyectándola retrospectivamente sobre su infancia y adhiriéndola a sus padres. Mas cuando los efectos de tal escena se presentan en el cuarto o quinto año de vida, es preciso que el niño haya sido espectador de la escena a una edad todavía más temprana. Pero si es así, quedan en pie todas las extrañas conclusiones que se derivaron del análisis de la neurosis infantil, a menos que alguien quiera suponer que el paciente no sólo fantaseó esta escena primordial inconcientemente, sino que también confabuló su alteración de carácter, su angustia ante el lobo y su compulsión religiosa; pero tanto su naturaleza de ordinario sería como la tradición directa de su familia contradirían este expediente. Por ende, sólo veo estas dos posibilidades: o el análisis que parte de su neurosis de la infancia es un mero desvarío, o todo es tal cual lo expuse antes.
En un pasaje anterior tropezamos sin duda con esta ambigüedad: la predilección del paciente por las nalgas femeninas y por el coito en la postura en que ellas más resaltan parecía tener que derivarse del coito observado entre los padres, pero, al mismo tiempo, esa preferencia era un rasgo universal de las constituciones arcaicas con predisposición a la neurosis obsesiva. Sobre este punto se nos ofrece la sugerente salida de solucionar la contradicción como una sobredeterminación. La persona en quien observó esa posición durante el coito era en efecto su padre carnal, de quien muy bien pudo haber heredado esa predilección constitucional. Ni la posterior enfermedad del padre ni el historial familiar contradicen esto; como ya consignamos, un hermano del padre falleció en un estado que es preciso concebir como el desenlace de una afección obsesiva grave.
En ese contexto nos acordamos de que su hermana, en su seducción del niñito de 3 1/4 años(53), había formulado contra la anciana y buena aya la rara calumnia de que ponía a toda la gente dada vuelta {auf den Kopf stellen} y luego les agarraba los genitales. No pudo menos que imponérsenos la idea de que acaso también la hermana, a edad igualmente tierna, fue espectadora de la misma escena que luego vio su hermano, y de ahí pudo recoger la incitación para el poner-dado-vuelta en el acto sexual. Además, esta hipótesis apuntaría a una fuente de su precocidad sexual.
[Originariamente (ver nota(54)) no tenía el propósito de continuar en este lugar con el examen del valor de realidad de las «escenas primordiales», pero dado que entretanto me he visto movido a tratar ese tema en mis Conferencias de introducción al psicoanálisis(55) dentro de unos nexos más amplios y prescindiendo ya de todo propósito polémico, resultaría desorientador que omitiera aplicar al caso aquí presentado los puntos de vista que allí se definieron. Prosigo pues, a modo de complemento y rectificación: Empero, es posible otra concepción de la escena primordial que está en la base del sueño; ella se aparta en buena medida de la decisión adoptada antes y nos aventa muchas dificultades. Sin embargo, nada gana con esta modificación la doctrina que pretende rebajar las escenas infantiles a la condición de símbolos regresivos; a mí juicio, este análisis de una neurosis de la infancia -como lo haría cualquier otro- la ha desechado de manera definitiva.
Pues bien; opino que todo el asunto se puede entender también de la siguiente manera. No podemos renunciar al supuesto de que este niño observa un coito a cuya vista adquiere el convencimiento de que la castración puede ser algo más que una vacua amenaza; por otra parte, el valor que más tarde reciben las posturas de hombre y mujer para su desarrollo de angustia y como condición de amor no admite otra opción que inferir esto: debe de tratarse de un coitus a tergo, more ferarum. Pero hay otro factor que no es insustituible y puede desdeñarse. Acaso no fue un coito entre los padres, sino un coito entre animales, el observado por el niño y trasladado luego a los padres, como si hubiera descubierto que los padres no obrarían de otro modo.
Esta concepción es propiciada sobre todo por el hecho de que los lobos del sueño son en verdad perros ovejeros; como tales aparecen en el dibujo. Poco antes del sueño habían llevado repetidas veces al niño a visitar las majadas de ovejas, y bien pudo ver esos grandes perros blancos, siendo probable que los observara también durante el coito. A esto yo referiría también el número tres, que el soñante adujo sin una motivación mayor, y supondría que hizo tres de tales observaciones en los perros ovejeros. Lo que se añadió en el estado de excitación expectante de su noche de sueño fue la trasferencia a los padres de esa imagen mnémica recién adquirida, con todos sus detalles, y fue sólo esto último lo que posibilitó aquellos poderosos influjos afectivos. En ese momento entendió con posterioridad{nachträglich} tales impresiones recibidas quizás unas semanas o meses antes, proceso este que acaso cada uno de nosotros puede haber vivenciado en sí mismo. La trasferencia de los perros en coito a los padres no se consumó entonces por medio de un procedimiento de inferencia ligado a palabras, sino buscando en el recuerdo una escena real en que los padres estuvieron juntos, escena que pudo fusionarse con la situación de coito. Y todos los detalles de la escena aseverados en el análisis del sueño pudieron ser una reproducción exacta. Fue de hecho una siesta de verano, mientras el niño padecía de malaria; los padres, vestidos de blanco, estaban ambos presentes cuando el niño despertó, pero ... la escena era inocente. El resto lo había agregado el posterior deseo del niño, en su apetito de saber, de espiar también a sus padres en su comercio

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amoroso, sobre la base de sus experiencias con los perros; entonces, la escena así fantaseada desplegó todos los efectos que le hemos atribuido, los mismos que si hubiera sido enteramente real y no se compusiera de dos ingredientes pegados entre sí, uno anterior indiferente y uno posterior impresionante en extremo.
De inmediato se advierte hasta qué grado ha disminuido la operación de creencia que se nos pedía. Ya no nos hace falta suponer que los padres consumaron el coito en presencia del niño, por pequeño que este fuera, cosa que para muchos de nosotros constituye una representación desagradable. También disminuye en mucho el monto de la posterioridad {Nachträglichkeit, «efecto retardado»}. Ahora queda referida sólo a unos meses del cuarto año de vida y no se remonta hasta los oscuros primeros años de la infancia. Apenas si queda algo de extraño en la conducta del niño, quien trasfiere de los perros a los padres y teme al lobo en vez de temer al padre. En efecto, su cosmovisión se encuentra en la fase de desarrollo que en Tótem y tabú [ 1912-13, ensayo IV] fue caracterizada corno de retorno del totemismo. La doctrina que pretende explicar las escenas primordiales de las neurosis mediante un fantaseo retrospectivo desde épocas más tardías parece hallar fuerte apoyo en nuestra observación, a pesar de la tierna edad de nuestro neurótico (cuatro años). Por joven que sea, ha conseguido sustituir una impresión de su cuarto año por un trauma fantaseado que se remonta a cuando tenía 11/2 año; ahora bien, esa regresión no parece enigmática ni tendenciosa. La escena que era preciso producir debía llenar ciertas condiciones, que, debido a las circunstancias de vida del soñante, sólo pudieron cumplirse en esa época temprana; por ejemplo, la de encontrarse en cama en el dormitorio de los padres.
Sin duda, en cuanto al acierto de la concepción aquí propuesta la mayoría de los lectores considerarán decisivo lo que yo pueda indicar a partir de los resultados obtenidos por el análisis en otros casos. En verdad, en los análisis de personas neuróticas no es una rareza la escena de observar el comercio sexual entre los padres a una edad muy temprana -se trate de un recuerdo real o de una fantasía- Acaso se la encuentre con igual frecuencia en quienes no se han vuelto neuróticos. Y acaso pertenezca al patrimonio regular de su tesoro mnémico -conciente o inconciente-. Ahora bien, todas las veces que pude desarrollar mediante análisis una escena de esa índole, ella exhibió la misma peculiaridad que nos desconcertó en nuestro paciente: se refería al coitus a tergo, el único que hace posible al espectador la inspección de los genitales. Entonces ya no cabe dudar más de que se trata sólo de una fantasía, quizás incitada regularmente por la observación del comercio sexual entre animales. Más todavía: he indicado que mí exposición de la «escena primordial» quedó incompleta, pues me reservé para más tarde comunicar el modo en que el niño perturbó el comercio de los padres. Ahora debo agregar que también la índole de esta perturbación es la misma en todos los casos.
Puedo imaginar que así me he expuesto a graves sospechas de parte de los lectores de este historial clínico. Si disponía de tales argumentos en favor de esta última concepción de la «escena primordial», ¿con qué pretexto pude sustentar primero otra, de apariencia tan absurda? ¿0 en el intervalo trascurrido entre la primera redacción del historial clínico y este agregado he hecho nuevas experiencias que me obligaron a modificar mí concepción inicial, y por algún motivo no querría confesarlo? Lo que confieso, en cambio, es algo diferente: que tengo el propósito de cerrar este examen del valor de realidad de las escenas primordiales mediante un«non liquet(56)». Este historial clínico no ha llegado aún a su fin; en su ulterior trayectoria emergerá un factor perturbador de la certeza que ahora creemos tener. Entonces, no queda otro remedio que la remisión a los pasajes de mis Conferencias donde he tratado el problema de las fantasías primordiales o escenas primordiales.]
La neurosis obsesiva
Por tercera vez experimentó el paciente una influencia que modificó de manera decisiva su desarrollo. Cuando tenía 4 1/2 años y su estado de irritabilidad y angustia seguía sin mostrar mejoría, su madre se decidió a hacerle conocer la historia bíblica con la esperanza de reorientarlo y edificarlo. Y lo consiguió; la introducción de la religión puso fin a la fase anterior, pero produjo el relevo de los síntomas de angustia por síntomas obsesivos. Hasta entonces le resultaba difícil dormirse porque temía soñar con cosas malas, como aquella noche anterior a la Navidad; ahora, antes de meterse en cama, se veía precisado a besar todas las imágenes sagradas de la habitación, rezar oraciones y hacer innumerables veces la señal de la cruz sobre su persona y su lecho.
Vista panorámicamente, su infancia se nos articula así en las siguientes épocas: primero, la prehistoria hasta la seducción (3 1/4 años), dentro de la cual cae la escena primordial; segundo, la época de la alteración del carácter hasta el sueño de angustia (4 años); tercero, la zoofobia hasta la introducción en la religión (4 1/2 años) y, a partir de entonces, la época de la neurosis obsesiva, hasta después del décimo año. Una sustitución instantánea y pareja de una fase por la siguiente no estaba ni en la naturaleza de las circunstancias ni en la de nuestro paciente, en quien, por el contrarío, lo característico era la conservación de todo lo pasado y la coexistencia de las más diversas corrientes. La conducta díscola no desapareció al emerger la angustia, y prosiguió, cediendo poco a poco, en la época de la beatería. Empero, en esta última fase ya no contaba la fobia al lobo. La trayectoria de la neurosis obsesiva fue discontinua; el primer ataque fue el más prolongado e intenso, otros sobrevinieron a los ocho y diez años, cada vez tras ocasionamientos que mantenían un nexo visible con el contenido de la neurosis. La madre misma le contó la historia sagrada y además hizo que la ñaña se la leyera en voz alta de un libro adornado con ilustraciones. Desde luego, el peso principal de lo comunicado recayó sobre la historia de la Pasión. La ñaña, que era muy piadosa y supersticiosa, dio sus explicaciones sobre el tema, pero también tuvo que escuchar todas las objeciones y dudas del pequeño

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crítico. Si las luchas que empezaban a conmoverlo terminaron al fin con un triunfo de la fe, ese resultado no fue ajeno al influjo de la ñaña.
Lo que él me contó acerca de sus reacciones frente a su iniciación religiosa tropezó en mí al comienzo con una decidida incredulidad. Opinaba yo que esos no podían ser los pensamientos de un niño de 4 1/2 a 5 años; probablemente trasladara a ese temprano pasado el fruto de las reflexiones del adulto de casi 30 años (ver nota(57)). Sin embargo, el paciente no quiso saber nada de esta corrección; no hubo modo de llegar a un acuerdo como el alcanzado para tantas otras diferencias de opinión entre nosotros. El nexo de esos pensamientos recordados con los síntomas de que informaba, así como la inserción de estos dentro de su desarrollo sexual, me constriñeron por fin a creerle más bien. Por lo demás, me dije que justamente esa crítica a la doctrina de la religión, que yo no quería atribuir al niño, sólo es producida por una ínfima minoría de los adultos.
Ahora presentaré el material de sus recuerdos y sólo después buscaré un camino que lleve a entenderlo.
Según informa, la impresión que al comienzo le produjo el relato de la historia sagrada en modo alguno fue grata. Primero se revolvió contra el carácter padeciste de la persona de Cristo, y luego contra la trama íntegra de su historia. Dirigió su descontenta crítica a Dios Padre. Si era todopoderoso, entonces era culpable de que los hombres fueran malos y martirizaran a otros, a raíz de lo cual se iban después al Infierno. Habría debido hacerlos buenos; él mismo era responsable de todo el mal y de todo el martirio. Le escandalizaba el mandamiento de ofrecer la otra mejilla cuando se había recibido una bofetada; también, que Cristo en la cruz(58) hubiera impetrado que le apartaran ese cáliz, pero además que no se hubiese producido un milagro para demostrar que era el Hijo de Dios. Así pues, se había despertado su inteligencia, que supo pesquisar con despiadado rigor los puntos débiles de la historia sagrada.
Ahora bien, a esta crítica racionalista se aunaron muy pronto cavilaciones y dudas a través de las cuales se trasluce la cooperación de mociones secretas. Una de las primeras preguntas que dirigió a la ñaña fue si también Cristo tuvo un trasero. Ella le explicó que había sido un Dios y también un hombre. Y como hombre había tenido y hecho todo como los demás hombres. Esto no le satisfizo en absoluto, pero supo consolarse diciéndose que el trasero no era más que la prolongación de las piernas. La angustia apenas apaciguada de verse precisado a degradar a la Sagrada Persona volvió a encenderse cuando le afloró la pregunta de si también Cristo había defecado. No osó formulársela a la piadosa ñaña, pero halló una escapatoria tal que ella misma no habría podido procurarla mejor. Si Cristo había hecho vino de la nada, también pudo convertir en nada la comida y así ahorrarse la defecación.
Empezaremos a entender estas cavilaciones si las anudamos a una pieza de su desarrollo sexual, considerada antes. Sabemos que desde el rechazo de que lo hizo objeto la ñaña y la sofocación -conectada con dicho rechazo- del quehacer genital incipiente, su vida sexual se había desarrollado siguiendo las direcciones del sadismo y el masoquismo. Martirizaba y maltrataba a animales pequeños, fantaseaba el azotar caballos, y por otra parte el ser-azotado(59) el heredero del trono. En el sadismo mantenía en pie la arcaica identificación con el padre; en el masoquismo lo había escogido como objeto sexual. Se encontró de lleno en una fase de la organización pregenital en la que yo he discernido la predisposición a la neurosis obsesiva (ver nota(60)). Por la injerencia de aquel sueño que lo puso bajo el influjo de la escena primordial, habría podido progresar hasta la organización genital y mudar su masoquismo hacia el padre en una actitud femenina hacia él, en homosexualidad. Empero, ese sueño no trajo consigo ese progreso; desembocó en angustia. La relación con el padre, que de la meta sexual de recibir un correctivo de él habría debido llevar a la meta siguiente, la de ser poseído sexualmente por el padre como una mujer, en virtud del veto de su masculinidad narcisista fue arrojada hacia atrás, hacia un estadio aún más primitivo, y escindida {abspalten} por desplazamiento a un sustituto del padre, como angustia de ser comido por el lobo; pero en modo alguno quedó tramitada con esto último. Más bien, sólo podremos dar razón de esta relación de las cosas, que se nos presenta compleja, si nos atenemos a la coexistencia de tres aspiraciones sexuales que tenían por meta al padre. Desde el sueño, era homosexual en lo inconciente; en la neurosis, retrocedió al nivel del canibalismo; pero la anterior actitud masoquista siguió siendo dominante. Las tres corrientes tenían metas sexuales pasivas; se trataba del mismo objeto y de idéntica moción sexual, pero se había plasmado una escisión {Spaltung} de esta última siguiendo tres niveles diversos.
Ahora bien, el conocimiento de la historia sagrada le dio la posibilidad de sublimar la predominante actitud masoquista hacia el padre. El devino Cristo, lo cual le resultó particularmente fácil por haber nacido el mismo día. Así había devenido algo grandioso y también -sobre esto el acento no recayó todavía bastante- un varón. En la duda de si Cristo puede tener un trasero se insinúa la actitud homosexual reprimida, pues tal cavilación no pudo significar más que este interrogante: si el padre podía usarlo como a una mujer, como a la madre en la escena primordial. Cuando lleguemos a resolver las otras ideas obsesivas veremos corroborada esta interpretación. Ahora bien, a la represión de la homosexualidad pasiva correspondía el reparo de que era un ultraje conectar a la Sagrada Persona con tales suposiciones. Notamos que se empeñó en mantener 9u nueva sublimación despejada del suplemento que recibía de las fuentes de lo reprimido. Pero no lo consiguió.
Todavía no comprendemos por qué ahora se revolvía también contra el carácter pasivo de Cristo y el maltrato por el padre, empezando así a desmentir, aun en su sublimación, el ideal masoquista que sustentaba hasta entonces. Estamos autorizados a suponer que este segundo conflicto era particularmente propicio para que a partir del primer conflicto (entre corriente masoquista dominante y corriente homosexual reprimida) surgieran pensamientos obsesivos degradantes, pues es harto natural que en un conflicto anímico se sumen todas las contracorrientes, aunque provengan de las fuentes más diversas. Luego, a partir de nuevas comunicaciones, llegaremos a conocer el motivo de su revuelta y, así, el de su crítica a la religión.
También su investigación sexual había obtenido una ganancia con las comunicaciones acerca de la historia sagrada. Hasta entonces no había tenido ninguna razón para suponer que los hijos venían sólo de la mujer. Al contrario, la ñaña le había hecho creer que él era el hijo del padre, y su hermana la hija de la madre [pág. 181, y él había concedido gran valor a este vínculo más estrecho con el padre. Ahora se enteró de que llamaban a María la Madre de Dios. Entonces los hijos venían de la mujer y ya no podía seguir creyendo en el aserto de la ñaña. Además, los relatos lo dejaron perplejo en cuanto al verdadero padre de Cristo. El se inclinaba a considerar tal a José, pues había escuchado que siempre vivieron juntos, pero la ñaña dijo: «José fue sólo como su padre; el padre verdadero era Dios». Así, no supo a qué atenerse. Unicamente

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entendió esto: si era posible discutir sobre ese punto, la relación entre padre e hijo no era tan estrecha como siempre se la había representado.
El niño adivinó, por así decir, la ambivalencia de sentimientos hacia el padre sedimentada en todas las religiones y atacó {angreifen} a su religión por el aflojamiento de ese vínculo con el padre. Desde luego, su oposición pronto dejó de ser una duda acerca de la verdad de la doctrina y, a cambio de ello, se volvió directamente contra la persona de Dios. Dios había tratado con dureza y crueldad a su Hijo, pero no fue mejor para los hombres. Había sacrificado a su Hijo y lo mismo pidió de Abraham. Empezó a temer a Dios,
Si él era Cristo, su padre era Dios. Pero el Dios que la religión le imponía no era un buen sustituto para el padre a quien había amado y que no quería dejarse arrebatar. El amor por este padre le brindó su agudeza crítica. Se defendió de Dios para poder retener al padre, pero en verdad así defendía al padre antiguo contra el nuevo. Tenía que consumar ahí un difícil paso en el desasimiento del padre.
Fue, pues, del amor antiguo hacia su padre, devenido manifiesto en época tempranísima, de donde tomó la energía para combatir a Dios y la agudeza para criticar a la religión. Pero por otra parte esa hostilidad hacia el nuevo Dios tampoco era un acto originario; tenía un arquetipo en una moción hostil hacia el padre, nacida bajo el influjo del sueño angustiante, y en el fondo no era más que un renacimiento de ella. Las dos opuestas mociones de sentimiento destinadas a regir toda su vida posterior coincidieron aquí en la lucha de ambivalencia en torno del tema de la religión. Lo que de esa lucha resultó como síntoma las ideas blasfemas, la compulsión que lo obligaba a pensar «Dios-porquería», «Dios-cochino» fue también, por ende, un genuino resultado de compromiso, como los que suele mostrarnos el análisis de estas ideas en conexión con el erotismo anal.
Algunos otros síntomas obsesivos de carácter menos típico llevan con igual certeza hasta el padre, pero también permiten discernir el nexo de la neurosis obsesiva con las contingencias anteriores.
Al ceremonial beato con que al fin expiaba sus blasfemias pertenecía, asimismo, el mandamiento de respirar en ciertas condiciones de una manera solemne. Cada vez que se persignaba debía inspirar profundamente o soltar el aire con fuerza. En su idioma, «aliento» equivale a «espíritu». Ese era entonces el papel del Espíritu Santo. Debía «inspirar» el Espíritu Santo, o «espirar» los malos espíritus de que tenía noticia por haber escuchado y leído (ver nota(61)). A esos malos espíritus atribuía también los pensamientos blasfemos que lo forzaron a imponerse tantas penitencias. Estaba constreñido a soltar el aliento cuando veía pordioseros, tullidos, gente horrible, miserable; y no sabía cómo relacionar esta compulsión con los espíritus. Sólo se daba a sí mismo la explicación de que lo hacía para no devenir como ellos.
Luego el análisis aportó, a raíz de un sueño, el esclarecimiento de que la espiración a la vista de personas miserables sólo había comenzado tras el sexto año y se conectaba con el padre. Hacía ya largos meses que no lo veía cuando su madre dijo que viajaría con los niños a la ciudad para mostrarles algo que los alegraría mucho. Los llevó entonces a un sanatorio donde volvieron a verlo; tenía mal aspecto y al hijo le causó mucha pena. Entonces, era el padre la imagen primordial de todos los tullidos, pordioseros y pobres ante quienes debía espirar, tal como de ordinario es la imagen primordial de las figuras grotescas que uno ve en estados de angustia, así como de las caricaturas dibujadas por burla. En otro lugar averiguaremos todavía que esa actitud compasiva se remontaba a un particular detalle de la escena primordial que así obtuvo un efecto tardío en la neurosis obsesiva.El designio de no devenir como esos, designio que motivaba su espiración ante los tullidos, era por tanto la antigua identificación-padre vuelta en negativo {ins Negativ gewandelt}. Empero, así copiaba al padre también en el sentido positivo, pues la respiración fuerte era una imitación del ruido que había escuchado emitir al padre en el coito (ver nota(62)). El Espíritu Santo debía su origen a este signo de la excitación sensual del varón. Por obra de la represión ese respirar devino el espíritu maligno, que tenía también una genealogía diversa, a saber, la malaria que padecía en la época de la escena primordial.
La desautorización de estos malos espíritus correspondía a un rasgo inequívocamente ascético que se exteriorizaba también en otras reacciones. Cuando escuchó decir que cierta vez Cristo había encerrado espíritus malignos en unas marranas que luego se precipitaron a un abismo, se acordó de que su hermana, siendo muy pequeña y antes que él tuviera recuerdo, había caído rodando a la playa por las peñas de la barranca. Entonces, también ella era un espíritu maligno y una marrana; un camino directo llevaba desde aquí hasta «Dios-cochino». El padre mismo había demostrado estar igualmente gobernado por la sensualidad. Cuando se enteró de la historia de los primeros hombres, le llamó la atención la semejanza de su destino con el de Adán. En plática con la ñaña se asombró farisaicamente de que Adán se hubiera dejado precipitar a la desdicha por una mujer, y prometió a la ñaña que jamás se casaría. En esa época se procuraba intensa expresión una enemistad con la mujer a causa de la seducción por su hermana. En su vida posterior habría de seguir perturbándolo a menudo. La hermana se le convirtió en la corporización permanente de la tentación y el pecado. Tras confesarse, él se imaginaba puro y libre de pecado. Pero entonces le parecía como si su hermana estuviera al acecho para precipitarlo de nuevo en el pecado, y al menor descuido ya provocaba una escena de disputa con ella, que lo hacía otra vez pecador. Así estaba constreñido a reproducir siempre de nuevo el hecho de la seducción. Por lo demás, y aunque lo oprimían tantísimo, nunca había revelado en la confesión sus pensamientos blasfemos.
Sin advertirlo hemos caído en la sintomatología de los últimos años de la neurosis obsesiva; pasando por alto todo cuanto hubo en el medio, informaremos acerca de su desenlace. Ya sabemos que, prescindiendo de su carácter permanente, experimentaba refuerzos temporarios; cierta vez ello ocurrió -cosa que todavía no podemos penetrar- cuando en la misma calle murió un niño con quien pudo identificarse. A los diez años le pusieron un preceptor alemán que muy pronto cobró gran influencia sobre él. Es muy sugerente que toda su grave beatería se disipase para no renacer nunca luego de que hubo advertido y experimentado, en pláticas pedagógicas con el maestro, que este sustituto del padre no atribuía valor alguno a la devoción y tenía por nula la verdad de la religión. La beatería, pues, cayó junto con su dependencia del padre, que ahora era relevado por un padre nuevo y más accesible. Es cierto que no aconteció sin una última reanimación de la neurosis obsesiva, de la que recordaba en particular la compulsión a pensar en la Santísima Trinidad toda vez que veía agrupados en la calle tres montículos de bosta. Nunca cedía a una incitación sin intentar retener lo desvalorizado. Cuando el maestro lo disuadió de cometer crueldades contra los animales pequeños, puso término por cierto a esos

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desaguisados, pero no sin antes volver a entregarse bastante a fondo a la tarea de despedazar orugas. También en el tratamiento analítico se comportaba de igual modo, desarrollando una «reacción negativa» pasajera; tras cada solución terminante, intentaba por breve lapso negar {negieren} su efecto mediante un empeoramiento del síntoma solucionado. Se sabe que los niños tienen universalmente un comportamiento parecido frente a las prohibiciones. Si se los increpa por producir un ruido insoportable, antes de cesar en ello vuelven a repetirlo tras la prohibición. Así consiguen mostrar que cesan por su voluntad, y desafían la prohibición.
Bajo el influjo del maestro alemán se generó una nueva y mejor sublimación de su sadismo, que, en correspondencia a la pubertad que se aproximaba, había pasado a prevalecer en esa época sobre el masoquismo. Empezó a entusiasmarse con todo lo relativo al soldado, uniformes, armas y caballos y a nutrir sobre esto continuos sueños diurnos. Así, bajo el influjo de un varón se había librado de sus actitudes pasivas y al comienzo se encontró andando por unas vías bastante normales. Un efecto postrero de su dependencia del maestro, que pronto lo abandonó, fue que más tarde prefiriera el elemento alemán (médicos, sanatorios, mujeres) al de su patria (subrogación del padre), lo cual significó también una importante ventaja para la trasferencia en la cura.
En el período anterior a su liberación por el maestro le sobrevino todavía un sueño que menciono porque él lo había olvidado hasta su emergencia en la cura. Se veía jinete en un caballo, perseguido por una oruga gigantesca. Discernió en este sueño una alusión a otro previo, de la época anterior al maestro, que hacía tiempo habíamos interpretado. En ese sueño previo vio al diablo vestido de negro y en la posición erguida que tanto terror le provocara en su momento en el lobo y en el león. Con el dedo extendido indicaba un caracol gigante. Enseguida había colegido que ese diablo era el demonio de una conocida poesía(63) y el sueño mismo, la refundición de una difundida imagen que figuraba al demonio en una escena amorosa con una muchacha. El caracol remplazaba ala mujer como símbolo femenino por excelencia. Guiados por el ademán demostrativo del demonio, pronto pudimos indicar el sentido del sueño: ansiaba que alguien le procurara las últimas enseñanzas que aún le faltaban sobre los enigmas del comercio sexual, como en su momento el padre en la escena primordial hiciera con las primeras.
Sobre el segundo de los sueños mencionados, en que el símbolo femenino fue sustituido por el masculino, recuerda una vivencia determinada que tuvo poco antes. Cierto día, cabalgando por la finca, pasó junto a un campesino dormido, a cuyo lado yacía su hijo. Este despertó al padre y le dijo algo, tras lo cual el padre empezó a insultar al jinete y a perseguirlo, de suerte que él puso rápidamente distancia con su caballo. Y tras esto el segundo recuerdo: en la misma finca había árboles totalmente blancos, totalmente recubiertos de orugas. Comprendemos que emprendió {ergreifen} la huida ante la realización de la fantasía de que el hijo durmiera con el padre, y que adujo los árboles blancos para producir una alusión al sueño angustioso de los lobos blancos encima del nogal. Era, por tanto, un estallido directo de la angustia frente a aquella actitud femenina ante el varón de la cual primero se había protegido mediante la sublimación religiosa y pronto lo haría mediante la sublimación militar, todavía más eficaz.
Pero sería un gran error suponer que tras la cancelación de los síntomas obsesivos no quedaron como secuela efectos permanentes de la neurosis obsesiva. El proceso había llevado a un triunfo de la fe beata sobre la, rebelión de la crítica investigadora y había tenido como premisa la represión de la actitud homosexual. De ambos factores resultaron desventajas permanentes. Desde esta primera gran derrota, el quehacer intelectual quedó gravemente dañado. No se desarrolló ningún celo por aprender, ya no se evidenció nada de aquella agudeza que a la tierna edad de cinco años había pulverizado críticamente las doctrinas de la religión. La represión de la homosexualidad hiperintensa, represión sobrevenida en el curso de aquel sueño angustioso, reservó esa sustantiva moción para lo inconciente; así la conservó en su postura-meta originaria y la sustrajo de todas las sublimaciones a que de ordinario ella se ofrece. Por eso al paciente le faltaron todos los intereses sociales que dan contenido a la vida. Sólo cuando en la cura analítica consiguió soltar ese encadenamiento a la homosexualidad pudo mejorar el estado de cosas, y fue harto asombroso vivenciar cómo -sin indicación directa del médico- cada fragmento liberado de la libido homosexual buscaba emplearse en la vida y adherirse a los grandes asuntos comunes de la humanidad.
Bajo el influjo del maestro alemán se generó una nueva y mejor sublimación de su sadismo, que, en correspondencia a la pubertad que se aproximaba, había pasado a prevalecer en esa época sobre el masoquismo. Empezó a entusiasmarse con todo lo relativo al soldado, uniformes, armas y caballos y a nutrir sobre esto continuos sueños diurnos. Así, bajo el influjo de un varón se había librado de sus actitudes pasivas y al comienzo se encontró andando por unas vías bastante normales. Un efecto postrero de su dependencia del maestro, que pronto lo abandonó, fue que más tarde prefiriera el elemento alemán (médicos, sanatorios, mujeres) al de su patria (subrogación del padre), lo cual significó también una importante ventaja para la trasferencia en la cura.
En el período anterior a su liberación por el maestro le sobrevino todavía un sueño que menciono porque él lo había olvidado hasta su emergencia en la cura. Se veía jinete en un caballo, perseguido por una oruga gigantesca. Discernió en este sueño una alusión a otro previo, de la época anterior al maestro, que hacía tiempo habíamos interpretado. En ese sueño previo vio al diablo vestido de negro y en la posición erguida que tanto terror le provocara en su momento en el lobo y en el león. Con el dedo extendido indicaba un caracol gigante. Enseguida había colegido que ese diablo era el demonio de una conocida poesía(63) y el sueño mismo, la refundición de una difundida imagen que figuraba al demonio en una escena amorosa con una muchacha. El caracol remplazaba ala mujer como símbolo femenino por excelencia. Guiados por el ademán demostrativo del demonio, pronto pudimos indicar el sentido del sueño: ansiaba que alguien le procurara las últimas enseñanzas que aún le faltaban sobre los enigmas del comercio sexual, como en su momento el padre en la escena primordial hiciera con las primeras.
Sobre el segundo de los sueños mencionados, en que el símbolo femenino fue sustituido por el masculino, recuerda una vivencia determinada que tuvo poco antes. Cierto día, cabalgando por la finca, pasó junto a un campesino dormido, a cuyo lado yacía su hijo. Este despertó al padre y le dijo algo, tras lo cual el padre empezó a insultar al jinete y a perseguirlo, de suerte que él puso rápidamente distancia con su caballo. Y tras esto el segundo recuerdo: en la misma finca había árboles totalmente blancos, totalmente recubiertos de orugas. Comprendemos que emprendió {ergreifen} la huida ante la realización de la fantasía de que el hijo durmiera con el padre, y que adujo los árboles blancos para producir una alusión al sueño angustioso de los lobos blancos encima del nogal. Era, por tanto, un estallido directo de la angustia frente a aquella actitud femenina ante el varón de la cual primero se había protegido mediante la sublimación religiosa y pronto lo haría mediante la sublimación militar, todavía más eficaz.
Pero sería un gran error suponer que tras la cancelación de los síntomas obsesivos no quedaron como secuela efectos permanentes de la neurosis obsesiva. El proceso había llevado a un triunfo de la fe beata sobre la, rebelión de la crítica investigadora y había tenido como premisa la represión de la actitud homosexual. De ambos factores resultaron desventajas permanentes. Desde esta primera gran derrota, el quehacer intelectual quedó gravemente dañado. No se desarrolló ningún celo por aprender, ya no se evidenció nada de aquella agudeza que a la tierna edad de cinco años había pulverizado críticamente las doctrinas de la religión. La represión de la homosexualidad hiperintensa, represión sobrevenida en el curso de aquel sueño angustioso, reservó esa sustantiva moción para lo inconciente; así la conservó en su postura-meta originaria y la sustrajo de todas las sublimaciones a que de ordinario ella se ofrece. Por eso al paciente le faltaron todos los intereses sociales que dan contenido a la vida. Sólo cuando en la cura analítica consiguió soltar ese encadenamiento a la homosexualidad pudo mejorar el estado de cosas, y fue harto asombroso vivenciar cómo -sin indicación directa del médico- cada fragmento liberado de la libido homosexual buscaba emplearse en la vida y adherirse a los grandes asuntos comunes de la humanidad.
Erotismo anal y complejo de castración
Ruego al lector recordar que obtuve esta historia de una neurosis infantil como subproducto, por así decir, en el curso del análisis de una enfermedad contraída en la madurez. Por eso debí componerla a partir de unos jirones todavía menores de los que suele tener a su disposición la síntesis. Este trabajo, no difícil en lo demás, encuentra un límite natural donde se trata de confinar en el plano de la descripción una figura multidimensional. Debo conformarme por eso con presentar eslabones que el lector pueda reunir en un todo viviente. La neurosis obsesiva descrita nació, como lo destaqué repetidas veces, sobre el terreno de una constitución sádico-anal. Pero hasta aquí sólo tratamos de un factor principal: el sadismo y sus trasmudaciones. Adrede se omitió todo lo atinente al erotismo anal; ahora supliremos esa falta presentándolo reunido.Los analistas están de acuerdo desde hace tiempo en que las múltiples mociones pulsionales que se resumen bajo la designación de erotismo anal poseen una extraordinaria significación,

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que nunca se estimará bastante, para el edificio de la vida sexual y de la actividad anímica en general. También, en que una de las exteriorizaciones más importantes del erotismo trasformado oriundo de esa fuente se presenta en el tratamiento del dinero (ver nota(64)), esa sustancia valiosa que en el curso de la vida ha atraído hacia sí el interés psíquico que originariamente correspondía a la caca, el producto de la zona anal. Nos hemos habituado a reconducir al placer excremental el interés por el dinero en la medida en que es de naturaleza libidinosa y no acorde a la ratio, y a exigir del hombre normal que despeje de todo influjo libidinoso sus relaciones con el dinero y las regle según miramientos objetivos.

En nuestro paciente, en la época de su neurosis posterior, esta relación se encontraba perturbada en medida particularmente enojosa, y no era el factor que menos contribuía a su heteronomía y su incapacidad para vivir. La herencia de su padre y de un tío lo habían vuelto muy rico, era manifiesto que atribuía gran valor a ser tenido por rico y podía ofenderse mucho si se lo menospreciaba en ese terreno. Pero no sabía cuánto poseía, ni lo que gastaba ni lo que conservaba. Era difícil decir si debía llamárselo avaro o derrochador. Se comportaba ora como lo uno, ora como lo otro, pero nunca de una manera que pudiera indicar un propósito consecuente. De acuerdo con algunos rasgos llamativos que más adelante consignaré, pude tenerlo por un ostentoso endurecido que veía en la riqueza el mayor mérito de su persona y ni siquiera dejaba un sitio a los intereses afectivos junto a los monetarios. Sin embargo, no estimaba a los demás por su riqueza y en muchas oportunidades se mostraba más bien modesto, solícito y compasivo. Es que el dinero se había sustraído de su manejo conciente y significaba para él otra cosa.
Ya señalé que me pareció muy sospechosa la manera en que se consoló de la pérdida de su hermana, que había pasado a ser su mejor camarada en los últimos años: «Ahora no necesito compartir con ella la herencia paterna», fue su reflexión. Acaso todavía más notable fue la calma con que pudo referirlo, como si no se percatara de la rudeza de sentimientos así confesada. Por cierto que el análisis lo rehabilitó mostrándole que el dolor por su hermana no había hecho sino experimentar un desplazamiento, pero ello volvía aún menos comprensible que hubiera pretendido hallar en el enriquecimiento un sustituto para su hermana.
Su comportamiento en otro caso le pareció a él mismo enigmático. Tras la muerte del padre, la fortuna que dejaba fue dividida entre él y su madre. Ella la administraba y, como él mismo convenía, atendía a todas sus exigencias de dinero de una manera intachable y liberal. No obstante, cada charla entre ellos sobre asuntos de dinero solía terminar en violentísimos reproches de parte de él: que ella no lo amaba, que quería mezquinarle y que probablemente preferiría verlo muerto para disponer sola del dinero. Entonces la madre protestaba llorando su desinterés, él se avergonzaba y podía asegurar con derecho que no pensaba nada de eso, pero estaba seguro de repetir esa misma escena en la siguiente oportunidad.
Que para él, mucho antes del análisis, las heces tenían el significado de dinero es algo que resulta de numerosas contingencias, de las que comunicaré dos. En una época en que el intestino no intervenía aún en su afección, visitó cierta vez a un primo pobre en una gran ciudad. Luego de marcharse se reprochó no haber socorrido a este pariente con dinero, y acto seguido tuvo «quizá los más intensos pujos de su vida». Dos años después legó efectivamente a ese primo una renta. El otro caso: a los 18 años, mientras se preparaba para el examen de bachillerato, visitó a un colega y convino con él lo que la común angustia de ser reprobado{durchfallen(65)} en el examen les sugirió como aconsejable. Resolvieron sobornar al bedel; desde luego, su parte en la suma a entregar era la mayor. En el camino de regreso a su casa pensó que de buena gana daría aún más si aprobara, si no le pasara nada en el examen, y efectivamente le pasó otro accidente (ver nota(66)) cuando aún no había traspuesto las puertas de su casa.
Ya estamos preparados para enterarnos de que en su posterior neurosis lo aquejaron unas perturbaciones de la función intestinal muy rebeldes, si bien fluctuaban a raíz de diversas ocasiones. Cuando comenzó el tratamiento conmigo se había acostumbrado a lavativas que le aplicaba un acompañante; durante meses no se producían evacuaciones espontáneas a menos que le sobreviniera una repentina excitación de cierto lado, tras la cual podía producir una actividad intestinal normal durante algunos días. Su principal queja era que el mundo se le escondía tras un velo, o que él estaba separado del mundo por un velo. Este último sólo se desgarraba en el preciso momento en que las heces abandonaban el intestino a raíz de las lavativas, y entonces volvía a sentirse también sano y normal (vernota(67)).
El colega a quien derivé al paciente a fin de que dictaminara sobre su estado intestinal tuvo la perspicacia suficiente para declarar que obedecía a un condicionamiento funcional o aun psíquico, absteniéndose de una medicación activa. Por lo demás, de nada valía esta, como tampoco la dicta prescrita. En los años que duró el tratamiento analítico no se produjo ninguna evacuación espontánea (si prescindimos de aquellas influencias repentinas). El enfermo terminó por convencerse de que cualquier intervención más intensa sobre el órgano rebelde no haría sino empeorar su estado, y se limitó a forzar evacuaciones una o dos veces a la semana mediante lavativas o purgas.
A raíz del comentario sobre las perturbaciones intestinales he concedido al posterior estado patológico del paciente mayor espacio del que le correspondería de acuerdo con el plan de este trabajo, que se ocupa de su neurosis de la infancia. Dos razones fueron decisivas para ello; en primer lugar, que la sintomatología intestinal en verdad se había prolongado con pocos cambios desde la neurosis infantil hasta la posterior y, en segundo lugar, que le cupo un papel principal en la terminación del tratamiento.
Es conocida la significación de la duda para el médico que analiza una neurosis obsesiva (ver nota(68)). Es el arma más potente del enfermo, el medio predilecto de su resistencia. Merced a esta duda pudo también nuestro paciente, atrincherado tras una respetuosa indiferencia, hacer que durante años le resbalasen los empeños de la cura. Nada cambiaba y no se hallaba ningún camino para convencerlo. Por fin discerní el valor de la perturbación intestinal para mis propósitos; ella representaba {repräsentieren} el pequeño fragmento de histeria que regularmente se encuentra en el fondo de una neurosis obsesiva (ver nota(69)). Prometí al paciente el pleno restablecimiento de su actividad intestinal; mediante esta declaración conseguí que su incredulidad se expresara francamente, y tuve luego la satisfacción de ver disiparse su duda cuando el intestino empezó a «entrometerse» {mitsprechen(70)} (ver nota(71)) en el trabajo, y en el curso de unas pocas semanas recobró su función normal, durante tanto tiempo menoscabada.
Ahora vuelvo a la infancia del paciente, a una época en que era imposible que para él la caca tuviera el significado de dinero.

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esclareció el papel de la mujer en el acto sexual. Era evidente que el cambio en su conducta
Perturbaciones intestinales le sobrevinieron muy temprano, sobre todo la más frecuente y la más normal para el niño: la incontinencia. Pero sin duda acertaremos desautorizando una explicación patológica para estos sucesos tempranísimos y viendo en ellos sólo una prueba de su propósito de no permitir que le estropeasen o impidiesen el placer asociado a la función detectaría. Un intenso gusto por chistes y mostraciones anales, como el que de ordinario corresponde a la natural grosería de muchas clases de la sociedad, se había conservado en él hasta el comienzo de la afección posterior.
En la época de la gobernanta inglesa ocurrió repetidas veces que él y la ñaña debieron compartir el dormitorio de la odiada. La ñaña comprobó luego con perspicacia que justamente esas noches él se hacía en la cama, cosa que ya no solía ocurrirle. Y no se avergonzaba de ello; era una exteriorización del desafío a la gobernanta.
Un año después (a los 4 1/2 años), en el período de la angustia, le ocurrió ensuciarse de día los calzones. Se avergonzó terriblemente y, cuando lo limpiaban, se lamentó: «Así no puedo vivir más». Algo se había alterado entretanto, sobre cuya pista nos puso la persecución de su queja. Se averiguó que repetía de otra persona las palabras «Así no puedo vivir más». En alguna ocasión(72) la madre lo había llevado consigo mientras acompañaba hasta la estación ferroviaria al médico que le había hecho una visita. En el trayecto ella se quejó de sus dolores y hemorragias, y se desahogó con esas mismas palabras: «Así no puedo vivir más», sin sospechar que el niño a quien llevaba de la mano las guardaría en su memoria. Esa queja, que por otra parte él estaba destinado a repetir incontables veces en su posterior enfermedad, significaba entonces una... identificación con la madre.
Pronto se introdujo en el recuerdo un eslabón intermedio entre ambos sucesos, un eslabón que faltaba en cuanto al tiempo y al contenido. Cierta vez, al comienzo de su período de angustia, la preocupada madre impartió advertencias para prevenir que los niños contrajeran la disentería que había aparecido en las inmediaciones de la finca. El averiguó de qué se trataba, y cuando le dijeron que en la disentería se encontraba sangre en las heces se angustió mucho y sostuvo que también en sus excrementos había sangre; tuvo miedo de morir de disentería, pero se dejó convencer, por el examen, de que se había equivocado y no tenía nada que temer. Comprendemos que lo que quería abrirse paso en esta angustia era la identificación con la madre, de cuyas hemorragias había escuchado en la conversación de ella con el médico. En el posterior intento de identificación (a los 4 1/2 años) había dejado de lado la sangre; ya no lo entendía, creía avergonzarse y no sabía que estaba sacudido por una angustia de muerte que, no obstante, se traslucía inequívocamente en su queja.
La madre, con su afección hipogástrica, sentía en esa época gran angustia por sí misma y sus hijos; es perfectamente probable que el estado de angustia de él, además de sus motivos propios, encontrara un apoyo en la identificación con la madre.
Ahora bien, ¿qué significado podría tener la identificación con la madre?
Entre el empleo atrevido de la incontinencia a los 3 1/2 años y el horror a ella a los 4 1/2 años se sitúa el sueño con que empezó su período de angustia, el sueño que le permitió entender con efecto retardado {nachträglich} la escena vivenciada cuando tenía 1 1/2 año y que hacia la defecación podía relacionarse con esa gran subversión. Para él fue sin duda «disentería» el nombre de la enfermedad de que había oído quejarse a la madre, esa enfermedad con la que uno no podía vivir; él no la consideraba enferma del hipogastrio, sino del intestino. Bajo el influjo de la escena primordial se le reveló este nexo: la madre había enfermado por lo que el padre hacía con ella(73), y su angustia de tener sangre en las heces, de estar enfermo lo mismo que la madre, era la desautorización {Ablehnung} de la identificación con la madre en aquella escena sexual, la misma desautorización con la que había despertado del sueño. Ahora bien, la angustia era también la prueba de que en la posterior elaboración de la escena primordial se había puesto en el lugar de la madre, le había envidiado este vínculo con el padre. El órgano en que podía exteriorizarse la identificación con la mujer, la actitud homosexual pasiva hacia el varón, era la zona anal. Entonces las perturbaciones en la función de esa zona habían cobrado el significado de unas mociones de ternura femenina, y lo conservaron también durante la enfermedad posterior.
En este punto tenemos que prestar oídos a una objeción cuyo examen puede contribuir mucho a aclarar esta situación en apariencia confusa. Tenemos que suponer, en efecto, que en el curso del proceso onírico comprendió que la mujer era castrada, tenía en lugar del miembro masculino tina herida que servía para el comercio sexual; que la castración era la condición de la feminidad, y por causa de esta amenazadora pérdida él había reprimido la actitud femenina hacia el varón y había despertado con angustia de la ensoñación homosexual. ¿Cómo se concilia esta inteligencia del comercio sexual, este reconocimiento de la vagina, con la elección del intestino para identificarse con la mujer? ¿No descansan los síntomas intestinales en la concepción, probablemente más antigua, de que el recto es el lugar del comercio sexual, concepción que contradice por completo a la angustia de castración?
Sin duda; esta contradicción existe y ambas concepciones no se concilian entre sí. Sólo que cabe preguntarse si hace falta que se concilien. Nuestra extrañeza proviene de que siempre nos inclinamos a tratar los procesos anímicos inconcientes como a los concientes, olvidando las profundas diferencias entre ambos sistemas psíquicos.
Cuando la espera excitada del sueño de Navidad le presentó como por arte de magia la imagen del comercio sexual otrora observado (o construido) de los padres, sin duda emergió primero la antigua concepción según la cual el lugar del cuerpo de la mujer que recibía al miembro era el ano. ¿Qué otra cosa podría haber creído cuando fue espectador de esa escena(74) al 1 1/2 año? Pero entonces sobrevino lo nuevo, teniendo él cumplidos ya los 4 años. Las experiencias que había hecho a partir de ese momento, las alusiones a la castración que había escuchado, despertaron y pusieron en duda la «teoría de la cloaca», le arrimaron el discernimiento de la diferencia entre los sexos y del papel sexual de la mujer. Se comportó entonces como suelen hacerlo los niños a quienes se da un esclarecimiento indeseado -sexual
o de otra clase-. Desestimó lo nuevo -en nuestro caso por motivos derivados de la angustia frente a la castración- y se atuvo a lo antiguo. Se decidió en favor del intestino y contra la vagina, de la misma manera y por los mismos motivos que más tarde tomó partido contra Dios y en favor de su padre. El nuevo esclarecimiento fue rechazado, la antigua teoría fue conservada; esta última bien pudo prestar el material para la identificación con la mujer, emergida luego como angustia ante la muerte intestinal, y para los primeros escrúpulos religiosos sobre sí Cristo había tenido trasero, etc. No es que la nueva intelección no surtiera efecto alguno; todo lo

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contrario, desplegó un efecto extraordinariamente intenso, convirtiéndose en el motivo para mantener en la represión {esfuerzo de desalojo} el proceso onírico íntegro y excluirlo de un posterior procesamiento conciente. Pero con esto su efecto quedó agotado; no tuvo influjo ninguno sobre la decisión del problema sexual. Era por cierto una contradicción que a partir de ese momento una angustia de castración pudiera subsistir junto a la identificación con la mujer por medio del intestino, pero era sólo una contradicción lógica, lo cual no significa mucho. El proceso entero se torna así más bien característico del modo en que trabaja el inconciente. Una represión {Verdrängung} es algo diverso de una desestimación {Verwerfung}.
Cuando estudiamos la génesis de la fobia al lobo perseguimos el efecto de la nueva intelección del acto sexual; ahora, cuando indagamos las perturbaciones de la actividad intestinal, nos encontramos en el terreno de la antigua teoría de la cloaca. Esos dos puntos de vista permanecen separados entre sí por un estadio de represión. La actitud femenina hacia el varón, rechazada por el acto represivo, se repliega por así decir a la sintomatología intestinal y se exterioriza en las frecuentes diarreas, estreñimientos y dolores intestinales de los años infantiles. Las posteriores fantasías sexuales que se edifican sobre la base de un conocimiento sexual correcto pueden ahora exteriorizarse de manera regresiva como unas perturbaciones intestinales. Pero no lo comprenderemos hasta no haber descubierto el cambio de significado de la caca desde los primeros días de su infancia (ver nota).
En un pasaje anterior dejé entrever que me había reservado un fragmento del contenido de la escena primordial; ahora puedo completarlo. El niño interrumpió al fin el estar-juntos de sus padres mediante una evacuación que le dio motivo para berrear. Respecto de la crítica de este complemento es válido todo cuanto sometí a examen acerca del restante contenido de la misma escena. El paciente aceptó este acto final construido por mí y pareció corroborarlo mediante una «formación de síntoma pasajera». Otro complemento que le propuse -a saber, que descontento con la perturbación el padre dio rienda suelta a su disgusto insultándolo- debió ser abandonado. El material del análisis no reaccionó a él.
El detalle que acabo de agregar no puede ser colocado, desde luego, en una misma línea con el restante contenido de la escena. Lo que está en juego en él no es una impresión de afuera cuya repetición cupiese esperar en tantísimos signos posteriores, sino una reacción del niño mismo. Nada cambiaría en toda la historia si esa exteriorización hubiera sido interceptada en ese momento o se la hubiera introducido desde un momento posterior en el proceso de la escena. Empero, su concepción no es dudosa. Significa un estado de excitación de la zona anal (en el sentido más lato). En otros casos de parecida índole la observación del comercio sexual terminó con una micción; un hombre adulto habría registrado una erección en iguales circunstancias. Que nuestro muchachito produjera una evacuación del intestino como signo de su excitación sexual debe apreciarse como un carácter de su constitución sexual congénita. Adopta enseguida una actitud pasiva, y después se muestra más inclinado a identificarse con la mujer que con el hombre.
Emplea entonces el contenido del intestino como cualquier otro niño, en uno de sus significados primeros y más originarios. La caca es el primer regalo, la primera ofrenda de la ternura del niño; es una parte del cuerpo propio de la que uno se despoja, pero sólo en favor de una persona amada (ver nota(75)). El empleo que en nuestro caso le dio el niño de 3 1/2 años corno desafío a la gobernanta no es más que la vuelta hacia lo negativo {negative Wendung} de este primer significado de regalo. El grumus merdae que los asaltantes dejan en el lugar del hecho parece significar ambas cosas: la burla y un resarcimiento de expresión regresiva. Siempre que se ha alcanzado un estadio superior, el anterior puede seguir hallando empleo en el sentido degradado negativamente. La represión {esfuerzo de desalojo} se expresa en la relación de oposición (ver nota(76)).
En un estadio posterior del desarrollo sexual la caca cobra el significado del hijo. En efecto, el hijo es parido por el ano como las heces. El significado de la caca como regalo admite fácilmente esta mudanza. El lenguaje usual designa al hijo como un «regalo»; la mujer enuncia con más frecuencia haber «regalado un hijo» al varón, pero en el uso del inconciente se toma en cuenta con derecho el otro lado de la relación, a saber, que la mujer ha «recibido» {empfangen, «concebido»} el hijo como regalo del varón.
El significado «dinero» de la caca es otra ramificación del significado «regalo».
Ahora revela su sentido más profundo el temprano recuerdo encubridor de nuestro enfermo: que produjo un primer ataque de furia porque no le hicieron bastantes regalos para Navidad. Lo que echaba de menos era la satisfacción sexual, que había concebido analmente. Ya antes del sueño su investigación sexual estaba preparada, y en el curso del proceso onírico había aprehendido {begreifen} que el acto sexual resolvía el enigma del origen de los bebés. Desde antes del sueño, nunca le gustaron los bebés. Cierta vez halló a un pajarito, todavía sin plumas, que había caído del nido; lo tuvo por un hombre pequeñito y le causó horror. El análisis demostró que para él todos los animales pequeños, orugas, insectos, sobre quienes descargaba su furia, tenían el significado de bebés (ver nota(77)). Su relación con su hermana, mayor que él, le había dado abundante ocasión para meditar sobre el vínculo de los niños mayores con los menores; como la ñaña cierta vez le dijo que su madre lo amaba tanto porque era el menor, tenía un comprensible motivo para desear que no le sucediese un hermanito. La angustia ante ese bebé se reanimó luego bajo el influjo del sueño que le presentó el comercio entre los padres.
Debemos agregar entonces una nueva corriente sexual a la que ya conocemos; como la otra, parte de la escena primordial reproducida en el sueño. En la identificación con la mujer (con la madre) está dispuesto a regalar un hijo al padre, y tiene celos de la madre que ya lo ha hecho y acaso volverá a hacerlo.
Por el rodeo del común punto de partida en el significado «regalo», el dinero puede ahora atraer hacia sí el significado «hijo» y de ese modo asumir la expresión de la satisfacción femenina (homosexual). Este proceso se consumó en nuestro paciente cierta vez que ambos hermanos se encontraban internados en un sanatorio alemán y vio que el padre entregaba a su hermana dos suculentos cheques bancarios. En su fantasía, siempre había sospechado de su padre en relación con su hermana; en ese momento se despertaron sus celos, y cuando estuvieron solos se precipitó hacia su hermana exigiéndole su participación en el dinero, con tal arrebato y tales reproches que ella llorando le entregó todo. No había sido sólo el dinero real lo que lo irritó; mucho más fue el hijo, la satisfacción sexual anal de parte del padre. De esta pudo consolarse luego cuando -aún en vida del padre- murió su hermana. La sublevante idea que le acudió ante la noticia de su muerte no significaba en verdad sino esto: «Ahora soy el único hijo, ahora el padre tiene que amarme a mí solo». Pero el trasfondo homosexual de esta reflexión

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enteramente susceptible de conciencia era tan insoportable que, sin duda con un gran alivio, se posibilitó su disfraz en roñosa{schmutzig} avaricia.
Algo parecido ocurría cuando tras la muerte del padre dirigió a su madre esos injustos reproches: que quería defraudarlo con el dinero, que amaba más al dinero que a él. Los antiguos celos por el hecho de que hubiera amado a otro hijo, la posibilidad de que deseara otro hijo después de él, lo compelieron a inculpaciones cuya falta de asidero él mismo discernía.
Ahora se nos aclara, por ese análisis del significado de las heces, que los pensamientos obsesivos que lo forzaban a conectar a Dios con la caca significaban algo diverso del insulto por el cual él los tenía. Eran, más bien, genuinos resultados de compromiso en los que participaba tanto una corriente tierna, de entrega, como una hostil, insultante. «Dios-caca» era probablemente una abreviación de un ofrecimiento que suele oírse también en forma no. abreviada. «Cagarse en Dios» {«Auf Gott scheissen»}, «Cagarle algo a Dios» {«Gott etwas scheissen»}, significa también regalarle un hijo, hacerse regalar por él un hijo. El antiguo significado de «regalo», degradado negativamente, y el significado de «hijo» desarrollado después desde él están unidos entre sí en las palabras obsesivas. En el segundo se expresa una ternura femenina, la disposición a renunciar a la masculinidad propia si a cambio uno puede ser amado como mujer. Es precisamente aquella moción contra Dios que se expresa con palabras inequívocas en el sistema delirante del paranoico Senatspräsident Schreber (ver nota(78)).
Cuando luego informe acerca de la última solución de un síntoma en mi paciente, se podrá mostrar otra vez cómo la perturbación intestinal se había puesto al servicio de la corriente homosexual y expresaba la actitud femenina hacia el padre. Un nuevo significado de la caca está destinado ahora a allanarnos el camino para considerar el complejo de castración.
La columna de heces, en la medida en que estimula la membrana intestinal erógena, desempeña el papel de un órgano activo para esta última, se comporta como el pene hacia la membrana vaginal y deviene, por así decir, precursora de aquel en la época de la cloaca. La entrega de la caca en favor de (por amor de) otra persona se convierte a su vez en el arquetipo de la castración, es el primer caso de renuncia a una parte del cuerpo propio(79) 16 para obtener el favor de un otro amado. En consecuencia, al amor -en lo demás, narcisista- por su pene no le falta una contribución desde el erotismo anal. La caca, el hijo, el pene, dan así por resultado una unidad, un concepto inconciente -sit venia verbo-, el de lo pequeño separable del cuerpo. Por estas vías de conexión pueden consumarse desplazamientos y refuerzos de la investidura libidinal que revisten significación para la patología y son descubiertos por el análisis.
Nos ha devenido notoria la inicial toma de posición de nuestro paciente frente al problema de la castración. La desestimó y se atuvo al punto de vista del comercio por el ano. Cuando dije que la desestimó, el significado más inmediato de esta expresión es que no quiso saber nada de ella siguiendo el sentido de la represión {esfuerzo de desalojo}. Con ello, en verdad, no se había pronunciado ningún juicio sobre su existencia, pero era como si ella no existiera. Ahora bien, esta actitud no puede ser la definitiva, ni siquiera podía seguir siéndolo en los años de su neurosis infantil. Después se encuentran buenas pruebas de que él había reconocido la castración como un hecho. Se había comportado también en este punto como era característico de su naturaleza, lo cual por otra parte nos dificulta muchísimo tanto la exposición como la empatía. Primero se había revuelto y luego cedió, pero una reacción no había cancelado a la otra. Al final subsistieron en él, lado a lado, dos corrientes opuestas, una de las cuales abominaba de la castración, mientras que la otra estaba pronta a aceptarla y consolarse con la feminidad como sustituto. La tercera corriente, más antigua y profunda, que simplemente había desestimado la castración, con lo cual no estaba todavía en cuestión el juicio acerca de su realidad objetiva, seguía siendo sin duda activable. Justo de este paciente he referido en otro lugar(80) una alucinación que tuvo a los 5 años, sobre la cual sólo he de agregar aquí un breve comentario:
«Tenía cinco años; jugaba en el jardín junto a mí niñera y tajaba con mi navaja la corteza de uno de aquellos nogales que también desempeñan un papel en mi sueño (ver nota(81)). De pronto noté con indecible terror que me había seccionado el dedo meñique de la mano (¿derecha o izquierda?), de tal suerte que sólo colgaba de la piel. No sentí ningún dolor, pero sí una gran angustia. No me atreví a decir nada al aya, distante unos pocos pasos; me desmoroné sobre el banco inmediato y permanecí ahí sentado, incapaz de arrojar otra mirada al dedo. Al fin me tranquilicé, miré el dedo, y entonces vi que estaba completamente intacto».
Sabemos que a los 4 1/2 años, tras el relato de la historia sagrada, se inició en él aquella intensa labor de pensamiento que desembocó en la beatería obsesiva. Tenemos entonces derecho a suponer que esta alucinación cayó en la época en que se decidió a reconocer la realidad objetiva de la castración, y acaso estuvo destinada a marcar precisamente ese paso. Tampoco la pequeña rectificación del paciente carece de interés. Si alucinó la misma escalofriante vivencia que Tasso, enJerusalén liberada, refiere de su héroe Tancredo (ver nota(82)), se justifica sin duda la interpretación de que también para mi pequeño paciente el árbol significaba una mujer. Con sus actos, pues, jugaba al padre y relacionaba las hemorragias de la madre, que le eran familiares, con la castración de las mujeres, por él discernida: con Ja herida»
La incitación para la alucinación del dedo seccionado se la proporcionó, como él informó luego, el relato acerca de un pariente que naciera con seis dedos en un pie y a quien al poco tiempo le cortaron ese miembro supernumerario con un segur. Entonces, las mujeres no tenían pene porque se lo habían quitado al nacer. Por este camino aceptó en la época de la neurosis obsesiva lo que ya había averiguado en el curso del proceso onírico y que en ese momento arrojó de sí(von sich weisen}por vía de represión. Tampoco pudo permanecerle desconocida la circuncisión ritual de 'Cristo, así como de los judíos en general, durante la lectura de la historia sagrada y las pláticas sobre ella.
Es indudable que hacia esa época el padre había devenido para él aquella persona terrible de quien amenaza la castración. El Dios cruel con quien luchaba entonces, que deja a los hombres volverse culpables {der die Menschen schuldig werden lassen} para luego castigarlos, que había sacrificado a su hijo y a los hijos de los hombres, reproyectaba (zurückwerfen} su carácter sobre el padre, a quien, por otra parte, él procuraba defender de ese Dios. El varoncito tiene que cumplir aquí un esquema filogenético y lo lleva a cabo aunque sus vivencias personales no

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armonicen con él. Las amenazas o indicios de castración que había experimentado partieron más bien de mujeres (ver nota(83)) pero ello no pudo demorar largo tiempo el resultado final. En definitiva pasó a ser el padre, a pesar de todo, aquel de quien temía la castración. En este punto la herencia prevaleció sobre el vivenciar accidental; en la prehistoria de la humanidad era sin duda el padre quien ejecutaba la castración como castigo, atemperándola más tarde en circuncisión. Por otra parte, a medida que en el circuito del proceso de la neurosis obsesiva avanzaba en la represión de la sensualidad, tanto más natural debió resultarle dotar al padre, genuino subrogador del quehacer sensual, de tales malos propósitos.
La identificación del padre con el castrador adquirió sustantividad como la fuente de una intensa hostilidad inconciente hacia él (ver nota(84)), acrecentada hasta el deseo de muerte, y también como la fuente de los sentimientos de culpa sobrevenidos a modo de reacción. Empero, hasta aquí su comportamiento era normal, es decir, similar al de cualquier neurótico poseído por un complejo de Edipo positivo. Lo asombroso era que también en este punto existía en él una contracorriente en que el padre era más bien el castrado y como tal provocaba su compasión.
A raíz del análisis del ceremonial de la respiración a la vista de tullidos, pordioseros, etc., pude mostrar que también este síntoma se remontaba al padre, que le había causado pena en su condición de enfermo cuando lo visitó en el sanatorio. El análisis permitió seguir un poco más atrás ese hilo. En época muy temprana, probablemente antes todavía de la seducción (3 1/4 años), había en la finca un pobre jornalero encargado de llevar el agua a la casa. No podía hablar, supuestamente porque le habían cortado la lengua. Es probable que se tratara de un sordomudo. El pequeño lo amaba mucho y le tenía sincera lástima. Cuando murió, lo buscaba en el cielo (ver nota(85)). Ese fue, pues, el primero de los tullidos por quien sintió compasión; de acuerdo con la trabazón y la secuencia dentro del análisis, sin duda alguna se trataba de un sustituto del padre.
El análisis le hizo seguir el recuerdo de otros sirvientes que le resultaron simpáticos; de ellos destacaba su condición de enfermos o de judíos (¡circuncisión!). También el lacayo que lo ayudó a limpiarse en su accidente a los 4 1/2 años era judío y tís ico, y gozaba de su compasión. Todas estas personas se sitúan en la época anterior a la visita al padre en el sanatorio, vale decir, antes de la formación del síntoma, que estaba más bien destinado, mediante el acto de espirar, a mantener alejada una identificación con las personas objeto de lástima. Entonces el análisis, a la rastra de un sueño, se volvió de pronto hacia atrás, hacia la prehistoria, y le hizo formular la afirmación de que en el coito de la escena primordial había observado la desaparición del pene, y por eso compadeció al padre y se alegró por la reaparición de lo que creía perdido. Vale decir, una nueva moción de sentimientos que partía también de esa escena. El origen narcisista de la compasión, que la palabra misma atestigua(86), es aquí por lo demás totalmente inequívoco.
La identificación del padre con el castrador adquirió sustantividad como la fuente de una intensa hostilidad inconciente hacia él (ver nota(84)), acrecentada hasta el deseo de muerte, y también como la fuente de los sentimientos de culpa sobrevenidos a modo de reacción. Empero, hasta aquí su comportamiento era normal, es decir, similar al de cualquier neurótico poseído por un complejo de Edipo positivo. Lo asombroso era que también en este punto existía en él una contracorriente en que el padre era más bien el castrado y como tal provocaba su compasión.
A raíz del análisis del ceremonial de la respiración a la vista de tullidos, pordioseros, etc., pude mostrar que también este síntoma se remontaba al padre, que le había causado pena en su condición de enfermo cuando lo visitó en el sanatorio. El análisis permitió seguir un poco más atrás ese hilo. En época muy temprana, probablemente antes todavía de la seducción (3 1/4 años), había en la finca un pobre jornalero encargado de llevar el agua a la casa. No podía hablar, supuestamente porque le habían cortado la lengua. Es probable que se tratara de un sordomudo. El pequeño lo amaba mucho y le tenía sincera lástima. Cuando murió, lo buscaba en el cielo (ver nota(85)). Ese fue, pues, el primero de los tullidos por quien sintió compasión; de acuerdo con la trabazón y la secuencia dentro del análisis, sin duda alguna se trataba de un sustituto del padre.
El análisis le hizo seguir el recuerdo de otros sirvientes que le resultaron simpáticos; de ellos destacaba su condición de enfermos o de judíos (¡circuncisión!). También el lacayo que lo ayudó a limpiarse en su accidente a los 4 1/2 años era judío y tís ico, y gozaba de su compasión. Todas estas personas se sitúan en la época anterior a la visita al padre en el sanatorio, vale decir, antes de la formación del síntoma, que estaba más bien destinado, mediante el acto de espirar, a mantener alejada una identificación con las personas objeto de lástima. Entonces el análisis, a la rastra de un sueño, se volvió de pronto hacia atrás, hacia la prehistoria, y le hizo formular la afirmación de que en el coito de la escena primordial había observado la desaparición del pene, y por eso compadeció al padre y se alegró por la reaparición de lo que creía perdido. Vale decir, una nueva moción de sentimientos que partía también de esa escena. El origen narcisista de la compasión, que la palabra misma atestigua(86), es aquí por lo demás totalmente inequívoco.
Complementos desde el tiempo primordial. Solución
En muchos análisis sucede que al acercarse el final emerge de pronto un nuevo material mnémico que hasta entonces se había mantenido cuidadosamente oculto. 0 una vez se deja caer una observación de poca monta, en un tono indiferente, como si fuera algo superfluo; otra vez se le agrega algo que hace aguzar los oídos del médico, y por fin se discierne en ese jirón menospreciado de recuerdo la clave de los más importantes secretos que la neurosis del enfermo ocultaba bajo su disfraz.
Muy al comienzo mi paciente me había referido un recuerdo de la época en que su conducta díscola solía volcarse en angustia. Perseguía una bella mariposa, grande, veteada de amarillo, cuyas grandes alas terminaban en prolongaciones puntiagudas -era, pues, un macaón-. De pronto, cuando la mariposa se hubo posado sobre una flor, lo sobrecogió una terrible angustia ante el animal, y salió disparado dando gritos.
Este recuerdo retornaba de tiempo en tiempo en el análisis y pedía una explicación que por un lapso considerable no recibió. De antemano cabía suponer, por cierto, que un detalle así no había conservado un sitio en la memoria por su propio valor, sino como un recuerdo encubridor que subrogaba algo más importante con lo cual se enlazaría de algún modo. Cierto día dijo que «mariposa» se llamaba en su lengua «bábushka», mamaíta; y que en general las mariposas le parecían como unas mujeres o unas niñas y los escarabajos y orugas como unos muchachos. Entonces era forzoso que en aquella escena de angustia se hubiera despertado el recuerdo de una persona del sexo femenino. No quiero callar que en ese momento propuse la posibilidad de que las vetas amarillas de la mariposa recordaran parecidas rayas del vestido de una mujer. Lo hago sólo para mostrar con un ejemplo cuán insuficiente es por lo general la combinación del médico para solucionar los problemas planteados, y cuán injusto es responsabilizar a la fantasía y la sugestión del médico por los resultados del análisis.
En un contexto por entero diverso, muchos meses después, el paciente observó que el abrir y cerrar las alas la mariposa, cuando se posó, le había hecho la impresión de algo ominoso {unheimlich}. Habría sido como si una mujer abriera las piernas y entonces estas dibujaran la figura de una V romana {el número 5}, que como sabemos era la hora hacia la cual ya en su infancia, pero aún en el presente, solía sobrevenirle un talante sombrío.

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Era una ocurrencia a la que yo nunca habría llegado, pero cobraba mayor valor considerando que la asociación ahí desnudada poseía un carácter directamente infantil. He observado a menudo que la atención de los niños es atraída por movimientos mucho más que por formas en reposo, y que suelen producir asociaciones basadas en una semejanza de movimiento que nosotros, los adultos, descuidamos o pasamos por alto.
Luego ese pequeño problema volvió a descansar por largo tiempo. Sólo consignaré la fácil conjetura de que las prolongaciones puntiagudas, o en forma de bastón, de las alas de la mariposa pudieran haber tenido un significado como símbolos genitales.
Un día emergió tímida y poco nítida una suerte de recuerdo que no podía menos que ser de época muy temprana: todavía antes del aya hubo una niñera que lo amaba mucho. Tenía el mismo nombre que su madre. Sin duda, él correspondía a su ternura. Por tanto, un primer amor ausente. Ahora bien, estuvimos de acuerdo en que algo debió de haber ocurrido ahí, que luego cobró importancia.
En otra ocasión corrigió su recuerdo. No puede haberse llamado como la madre; fue un error suyo, desde luego una prueba de que se le había entretejido en el recuerdo con la madre. Y además, por un rodeo, se le ocurre su nombre correcto. Dice que de pronto se ve precisado a pensar en un galpón de la primera finca donde se guardaba la fruta cosechada, y en una cierta clase de peras de sabor característico, grandes peras veteadas de amarillo en su cáscara. «Pera» se dice en su lengua «grusha», y este era también el nombre de la niñera.
Está claro entonces que tras el recuerdo encubridor de la mariposa a que dio caza se ocultaba la memoria de la niñera. Pero las vetas amarillas no estaban asentadas en el vestido de ella, sino en el de la pera, que se llamaba igual que ella. Ahora bien, ¿de dónde provenía la angustia cuando se activaba el recuerdo de ella? La combinación más inmediata, tosca, habría podido enunciar que en esa muchacha ha visto por primera vez, de niño pequeño, los movimientos de las piernas que había fijado con el signo de la V romana, movimientos que vuelven accesibles los genitales. Nos reservamos esa combinación y esperamos ulterior material.
Y bien; pronto acudió el recuerdo de una escena, incompleto, pero preciso hasta donde se había conservado. Grusha estaba echada en el suelo, junto a ella un balde y una corta escoba de vergas atadas; él estaba ahí y ella lo embromaba o lo reprendía {ausmachen; también, «lo pelaba»}.
Lo que faltaba ahí pudo introducirse con facilidad desde otros lados. En los primeros meses de la cura él había contado un enamoramiento suyo, que le sobrevino compulsivamente, de una muchacha campesina de quien contrajo a los 18 años lo que le ocasionaría su enfermedad posterior(87). Y en ese momento se había resistido de manera llamativa a comunicar el nombre de esa muchacha. Se trataba de una resistencia totalmente aislada; en lo demás obedecía sin reservas a la regla psicoanalítica fundamental. Pero aseveraba que debía avergonzarle muchísimo pronunciar ese nombre porque era puramente campesino; una muchacha de mejor posición social no lo llevaría jamás. El nombre, que finalmente se averiguó, era Matrona. Tenía resonancia maternal. Era evidente que la vergüenza se encontraba fuera de lugar {deplacieren}. No lo avergonzaba el hecho mismo de que tales enamoramientos recayeran exclusivamente en muchachas de ínfima condición; sólo lo avergonzaba el nombre. Si la aventura con Matrona pudo tener algo en común con la escena de Grusha, el avergonzarse debía hacerse remontar a aquel episodio temprano.
Otra vez había referido que lo conmovió mucho la historia de Johannes Huss (88) cuando tomó conocimiento de ella, y su atención quedó adherida a los haces de leña que arrastraron hasta su pira. Ahora bien, la simpatía por Huss despierta una muy determinada sospecha; la he hallado a menudo en pacientes jóvenes, y siempre pude esclarecerla de la misma manera. Uno de esos pacientes hasta había redactado una pieza dramática sobre las peripecias de Huss; empezó a escribirla el día que se le sustrajo el objeto de su enamoramiento, mantenido en secreto. Huss murió en la hoguera y, como otros que llenan esta misma condición, se convirtió en el héroe de los que antaño fueron enuréticos. Mi paciente relacionó por sí mismo los haces de leña de la pira de Huss con la escoba (haz de vergas) de la niñera.
Este material se compaginaba sin violencia para llenar las lagunas en el recuerdo de la escena con Grusha. Cuando vio a la muchacha fregando el piso, él orinó en la habitación y acto seguido ella le formuló una amenaza de castración, ciertamente en broma (ver nota(89)).
No sé si los lectores ya pueden colegir por qué he comunicado con tanto detalle este episodio de la primera infancia(90). Establece una importante conexión entre la escena primordial y la posterior compulsión amorosa que tan decisiva pasó a ser para su destino, y además introduce una condición de amor que esclarece esa compulsión.
Cuando vio a la muchacha de bruces sobre el piso, ocupada en fregarlo, arrodillada, las nalgas tendidas hacia adelante, la espalda horizontal, reencontró en ella la posición que había adoptado la madre en la escena del coito. Ella le devino madre; lo arrebató {ergreifen} la excitación sexual a consecuencia de la activación de aquella imagen (ver nota(91)) y se comportó virilmente hacia ella como el padre, cuya acción sólo pudo haber comprendido entonces como un orinar. Su acto de orinar en el piso fue en verdad un intento de seducción, y la muchacha le respondió con una amenaza de castración como si lo hubiera comprendido.
La compulsión que partía de la escena primordial se trasfirió a esta escena con Grusha y siguió produciendo efectos a través de ella. Pero la condición de amor experimentó una modificación que atestiguaba la influencia de esta segunda escena; se trasfirió de la posición de la mujer a la actividad que realizaba en esa posición. Esto se volvió evidente, por ejemplo, en la vivencia con Matrona. Paseaba él por la aldea que correspondía a la finca (a la segunda) y vio en la orilla de la laguna a una muchacha campesina arrodillada, atareada en lavar ropa. Al instante se enamoró de la lavandera, y con una violencia irresistible, aunque no pudo verle el rostro. Por su pose y su actividad, se le había puesto en el lugar de Grusha. Ahora comprendemos cómo el avergonzarse, referido al contenido de la escena con Grusha, pudo anudarse al nombre de Matrona.
Otro ataque de enamoramiento, ocurrido unos años antes, muestra de manera todavía más nítida el influjo compulsivo de la escena con Grusha. Una joven muchacha campesina que prestaba servicio en su casa le había gustado desde hacía ya tiempo, pero él había conseguido no aproximársele. Cierto día en que la encontró sola en la habitación lo pilló el enamoramiento. La halló de bruces sobre el piso, ocupada en fregar, balde y escoba junto a ella, vale decir, tal cual la muchacha de su infancia.

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Hasta su elección de objeto definitiva, que tanta importancia cobró para su vida, se muestra dependiente -por las circunstancias que la rodearon y que no hemos de consignar aquí- de la misma condición de amor, como emisaria de la compulsión que desde la escena primordial, pasando por la escena con Grusha, gobernaba su elección amorosa. En un pasaje anterior manifesté que yo sin duda reconozco en el paciente el afán de degradar el objeto de amor. Ha de reconducírselo a una reacción ante la presión de su hermana, superior a él. Pero allí prometí mostrar que ese motivo de naturaleza autónoma no ha sido la destinación única, sino que esconde un determinismo más profundo, gobernado por motivos puramente eróticos. El recuerdo de la niñera fregando el piso, por cierto degradada en su postura, trajo a la luz esa motivación. Todos los posteriores objetos de amor fueron personas sustitutivas de esa, que a su vez había devenido el primer sustituto de la madre por la contingencia de la situación. La primera ocurrencia del paciente sobre el problema de la angustia ante la mariposa puede discernirse fácilmente, con posterioridad {nachträglich}, como una remota alusión a la escena primordial (la hora cinco). El corroboró el nexo entre la escena con Grusha y la amenaza de castración mediante un sueño particularmente rico en sentido, que él mismo atinó a traducir. Dijo: «He soñado que un hombre arranca las alas a una "Espe"». «¿Espe?», no pude menos que preguntar; «¿qué quiere decir usted?». «Pues el insecto de vientre veteado de amarillo, capaz de picar. Debe de ser una alusión a la grusha, la pera veteada de amarillo». «Wespe {avispa}, dirá usted», pude corregirle. «¿Se llama Wespe?Realmente creí que se decía Espe». (Como tantos otros, se valía del hecho de hablar una lengua extranjera para encubrir sus acciones sintomáticas.) «PeroEspe, ese soy yo, S. P.» (las iniciales desu nombre)(92). La «Espe» es, naturalmente, una Wespe mutilada. El sueño lo dice claramente: él se venga de Grusha por su amenaza de castración.
La acción del niño de 2 1/2 años en la escena con Grusha es el primer efecto -llegado a nuestro conocimiento- de la escena primordial; lo figura como una copia del padre y nos permite discernir una tendencia de desarrollo en la orientación que luego merecerá el nombre de masculina. Por la seducción es esforzado a una pasividad que ciertamente ya estaba preparada por su comportamiento de espectador del comercio entre los padres.
Del historial del tratamiento debo destacar algo todavía: se tuvo la impresión de que con el dominio de la escena de Grusha, de la primera vivencia que efectivamente pudo recordar y recordó sin mi ayuda y sin mi conjetura, quedaba resuelta la tarea de la cura. A partir de ahí ya no hubo resistencias, sólo hizo falta reunir y componer. La vieja teoría del trauma(93), que por cierto se había edificado sobre impresiones obtenidas en la terapia psicoanalítica, recuperó de golpe su vigencia. Guiado por un interés crítico, hice otro intento de imponer al paciente otra concepción de su historia, más acorde al sobrio entendimiento. Le dije que no cabía dudar de la escena con Grusha, pero que en sí y por sí no significaba nada, sino que había sido reforzada hacía atrás, por regresión, desde los sucesos de su elección de objeto, que, a consecuencia de la tendencia a degradar, se había apartado de su hermana para dirigirse a, las muchachas de servicio. También le dije que su observación del coito era una fantasía de sus años posteriores, cuyo núcleo histórico bien pudo ser la observación o aun la vivencia de una inocente lavativa. Quizá muchos lectores opinen que sólo en el momento de adoptar estas hipótesis yo me acercaba a la comprensión del caso; pero el paciente me miró sin entender y algo despectivamente cuando le propuse esa concepción, y nunca volvió a reaccionar ante ella. En un pasaje anterior he expuesto mis propios argumentos contra una racionalización de esta índole. [Cf. el capítulo V.]
[Ahora bien (ver nota(94)), la escena con Grusha no sólo contiene las condiciones decisivas para la posterior elección de objeto del paciente, precaviéndonos así del error que importaría sobrestimar el valor de la tendencia a degradar a la mujer; también fue apta para justificar mi anterior proceder, cuando decliné defender sin reparo alguno y como la única solución posible la reconducción de la escena primordial a una observación de animales hecha poco antes del sueño. En efecto, esa escena había emergido en el recuerdo del paciente de manera espontánea y sin mi intervención. La angustia ante la mariposa veteada de amarillo, que se remontaba a ella, probaba que había tenido un contenido significativo, o que se había vuelto posible prestar con posterioridad {nachträglich} esa intencionalidad a su contenido. Eso significativo que faltaba en el recuerdo estaba destinado a completarse con certeza por las ocurrencias que lo acompañaron y las conclusiones que de estas se seguían. Resultó entonces que la angustia a la mariposa era en un todo análoga a la angustia al lobo: en los dos casos, angustia ante la castración; en el primero, referida a la persona que había formulado inicialmente la amenaza de castración y, en el segundo, trasladada a la otra persona en que por fuerza hallaría adherencia siguiendo el arquetipo filogenético. La escena con Grusha ocurrió a los 2 1/2 años; la vivencia de angustia con la mariposa amarilla, empero, con seguridad luego del sueño angustioso. Es fácil comprender que fue el posterior acto de entender la posibilidad de la castración el que desarrolló la angustia con efecto retardado{nachträglich} desde la escena con Grusha; pero en sí misma esta última no contuvo nada escandaloso ni improbable, más bien unos detalles enteramente triviales de los que no había razón alguna para dudar. Nada exigía que se la recondujera a una fantasía del niño; y, por otra parte, parece muy difícil que lo fuera.
Ahora surge esta pregunta: ¿estamos autorizados a ver en el acto de orinar el niño de pie, mientras la muchacha friega el piso de rodillas, una prueba de su estado de excitación sexual? En caso afirmativo, esta excitación atestiguaría el influjo de una vivencia anterior que tanto podría ser el hecho efectivo de la escena primordial como una observación de animales anterior a los 2 1/2 años. ¿0 bien esa situación fue del todo inocente, la micción del niño una pura casualidad, y la escena íntegra fue sexualizada en el recuerdo sólo más tarde, luego de que se discernió la intencionalidad de situaciones parecidas?
En este punto no me atrevo a decidirme. Debo decir que ya me siento deudor con el psicoanálisis por el hecho de que haya planteado esa problemática. Pero no puedo desmentir que la escena con Grusha, el papel que le cupo en el análisis y los efectos que de ella partieron para la vida del paciente se explican de la manera menos forzada y más completa si se considera en este caso como una realidad objetiva la escena primordial que otras veces puede ser una fantasía. En el fondo, no asevera nada imposible; el supuesto de su realidad objetiva se concilia también por entero con el influjo incitante de las observaciones de animales a que apuntan los perros ovejeros de la imagen onírica.
Desde esta conclusión insatisfactoria paso al tratamiento del problema, que intenté en mis Conferencias de introducción al psicoanálisis(95). Me gustaría mucho saber si la escena primordial fue en mí paciente fantasía o vivencia real, pero remitiéndose a otros casos parecidos

La acción del niño de 2 1/2 años en la escena con Grusha es el primer efecto -llegado a nuestro conocimiento- de la escena primordial; lo figura como una copia del padre y nos permite discernir una tendencia de desarrollo en la orientación que luego merecerá el nombre de masculina. Por la seducción es esforzado a una pasividad que ciertamente ya estaba preparada por su comportamiento de espectador del comercio entre los padres.
Del historial del tratamiento debo destacar algo todavía: se tuvo la impresión de que con el dominio de la escena de Grusha, de la primera vivencia que efectivamente pudo recordar y recordó sin mi ayuda y sin mi conjetura, quedaba resuelta la tarea de la cura. A partir de ahí ya no hubo resistencias, sólo hizo falta reunir y componer. La vieja teoría del trauma(93), que por cierto se había edificado sobre impresiones obtenidas en la terapia psicoanalítica, recuperó de golpe su vigencia. Guiado por un interés crítico, hice otro intento de imponer al paciente otra concepción de su historia, más acorde al sobrio entendimiento. Le dije que no cabía dudar de la escena con Grusha, pero que en sí y por sí no significaba nada, sino que había sido reforzada hacía atrás, por regresión, desde los sucesos de su elección de objeto, que, a consecuencia de la tendencia a degradar, se había apartado de su hermana para dirigirse a, las muchachas de servicio. También le dije que su observación del coito era una fantasía de sus años posteriores, cuyo núcleo histórico bien pudo ser la observación o aun la vivencia de una inocente lavativa. Quizá muchos lectores opinen que sólo en el momento de adoptar estas hipótesis yo me acercaba a la comprensión del caso; pero el paciente me miró sin entender y algo despectivamente cuando le propuse esa concepción, y nunca volvió a reaccionar ante ella. En un pasaje anterior he expuesto mis propios argumentos contra una racionalización de esta índole. [Cf. el capítulo V.]
[Ahora bien (ver nota(94)), la escena con Grusha no sólo contiene las condiciones decisivas para la posterior elección de objeto del paciente, precaviéndonos así del error que importaría sobrestimar el valor de la tendencia a degradar a la mujer; también fue apta para justificar mi anterior proceder, cuando decliné defender sin reparo alguno y como la única solución posible la reconducción de la escena primordial a una observación de animales hecha poco antes del sueño. En efecto, esa escena había emergido en el recuerdo del paciente de manera espontánea y sin mi intervención. La angustia ante la mariposa veteada de amarillo, que se remontaba a ella, probaba que había tenido un contenido significativo, o que se había vuelto posible prestar con posterioridad {nachträglich} esa intencionalidad a su contenido. Eso significativo que faltaba en el recuerdo estaba destinado a completarse con certeza por las ocurrencias que lo acompañaron y las conclusiones que de estas se seguían. Resultó entonces que la angustia a la mariposa era en un todo análoga a la angustia al lobo: en los dos casos, angustia ante la castración; en el primero, referida a la persona que había formulado inicialmente la amenaza de castración y, en el segundo, trasladada a la otra persona en que por fuerza hallaría adherencia siguiendo el arquetipo filogenético. La escena con Grusha ocurrió a los 2 1/2 años; la vivencia de angustia con la mariposa amarilla, empero, con seguridad luego del sueño angustioso. Es fácil comprender que fue el posterior acto de entender la posibilidad de la castración el que desarrolló la angustia con efecto retardado{nachträglich} desde la escena con Grusha; pero en sí misma esta última no contuvo nada escandaloso ni improbable, más bien unos detalles enteramente triviales de los que no había razón alguna para dudar. Nada exigía que se la recondujera a una fantasía del niño; y, por otra parte, parece muy difícil que lo fuera.
Ahora surge esta pregunta: ¿estamos autorizados a ver en el acto de orinar el niño de pie, mientras la muchacha friega el piso de rodillas, una prueba de su estado de excitación sexual? En caso afirmativo, esta excitación atestiguaría el influjo de una vivencia anterior que tanto podría ser el hecho efectivo de la escena primordial como una observación de animales anterior a los 2 1/2 años. ¿0 bien esa situación fue del todo inocente, la micción del niño una pura casualidad, y la escena íntegra fue sexualizada en el recuerdo sólo más tarde, luego de que se discernió la intencionalidad de situaciones parecidas?
En este punto no me atrevo a decidirme. Debo decir que ya me siento deudor con el psicoanálisis por el hecho de que haya planteado esa problemática. Pero no puedo desmentir que la escena con Grusha, el papel que le cupo en el análisis y los efectos que de ella partieron para la vida del paciente se explican de la manera menos forzada y más completa si se considera en este caso como una realidad objetiva la escena primordial que otras veces puede ser una fantasía. En el fondo, no asevera nada imposible; el supuesto de su realidad objetiva se concilia también por entero con el influjo incitante de las observaciones de animales a que apuntan los perros ovejeros de la imagen onírica.
Desde esta conclusión insatisfactoria paso al tratamiento del problema, que intenté en mis Conferencias de introducción al psicoanálisis(95). Me gustaría mucho saber si la escena primordial fue en mí paciente fantasía o vivencia real, pero remitiéndose a otros casos parecidos

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es preciso decir que en verdad no es muy importante decidirlo. Las escenas de observación del comercio sexual entre los padres, de seducción en la infancia y de amenaza de castración son indudablemente un patrimonio heredado, herencia filogenética, pero también pueden ser adquisición del vivenciar individual. En mí paciente, la seducción por su hermana mayor fue una realidad objetiva indiscutible; ¿por qué no lo sería también la observación del coito entre los padres?
Sólo que en la historia primordial de las neurosis vemos que el niño echa mano de esa vivencia filogenética toda vez que su propio vivenciar no basta. Llena las lagunas de la verdad individual con una verdad prehistórica, pone la experiencia de los ancestros en el lugar de la propia. En cuanto a reconocer esta herencia filogenética estoy por completo de acuerdo con Jung (1917)(96); pero considero metodológicamente incorrecto recurrir a una explicación que parta de la filogénesis antes de haber agotado las posibilidades de la ontogénesis; no entiendo por qué se impugnaría con obstinación a la prehistoria infantil una significatividad que se está pronto a conceder a la prehistoria ancestral. No puedo pasar por alto que los motivos y las producciones filogenéticos requieren a su vez de un esclarecimiento que en toda una serie de casos puede procurárseles desde la infancia individual. Y para concluir, no me asombra que, conservándose idénticas condiciones, ellas hagan resucitar en los individuos por vía orgánica lo que otrora adquirieron en la prehistoria y han heredado como predisposición a readquirirlo.]
En el intervalo entre escena primordial y seducción ( 1 1/2 -3 1/4 años) debe intercalarse todavía el aguatero mudo, que fue para él un sustituto del padre, como Grusha lo era de la madre. Creo injustificado hablar aquí de una tendencia a degradar, por el hecho de que hallemos a ambos padres subrogados por personas de servicio. El niño pasa por alto las diferencias sociales, que todavía significan poco para él, y sitúa a personas de inferior condición en la misma serie de sus progenitores con tal que pueda establecer con ellos una parecida correspondencia de amor. Tampoco cuenta esa tendencia en la sustitución de los padres por animales, pues el niño está muy lejos de menospreciar a estos (ver nota(97)). Y sin miras a tal degradación, tíos y tías son tomados como sustitutos de los progenitores, hecho atestiguado también en nuestro paciente por múltiples recuerdos.
A esa misma época pertenece también un oscuro conocimiento de una fase en que no quería comer nada que no fuera golosinas, lo que causó preocupación por su salud. Le contaron acerca de un tío que también había rehusado comer y por eso murió joven de consunción. Se enteró, asimismo, de que a la edad de tres meses él había enfermado de tanta gravedad (¿una inflamación pulmonar?) que ya le tenían dispuesta la mortaja. Lograron causarle angustia, de suerte que volvió a comer; y en años posteriores de su infancia hasta exageró esa obligación como para protegerse de la muerte con que lo amenazaban. La angustia de morir, que en ese tiempo le habían provocado para protegerlo, reapareció luego, cuando la madre hizo las advertencias sobre la disentería; y más tarde aún, provocó un ataque de neurosis obsesiva. Más adelante intentaremos rastrear sus orígenes y significados.
Yo reclamaría para la perturbación en el comer el significado de una primerísima neurosis; así, la perturbación en el comer, la fobia al lobo y la beatería obsesiva arrojan la serie completa de las enfermedades infantiles que conllevan la predisposición al quebrantamiento neurótico de los años posteriores a la pubertad. Se me objetará que pocos niños escapan a perturbaciones como un pasajero displacer {desgana} de comer o una fobia a los animales. Pero ese argumento me viene muy bien. Estoy presto a aseverar que toda neurosis de un adulto se edifica sobre su neurosis de la infancia, pero esta no siempre fue lo bastante intensa como para llamar la atención y ser discernida como tal. Entonces, esa objeción no hace sino realzar el valor teórico de las neurosis infantiles para la concepción de las afecciones que tratamos como neurosis y a las que se pretende hacer derivar sólo de las influencias de la vida posterior. Si nuestro paciente no hubiera sumado a su perturbación en el comer y a su zoofobia la beatería obsesiva, su historia no habría diferido llamativamente de la de otros mortales y seríamos más pobres en valiosos materiales capaces de preservarnos de unos naturales errores.El análisis sería insuficiente si no nos permitiera entender la queja en que el paciente resumía su padecer. Decía que el mundo se le escondía tras un velo, y la enseñanza psicoanalítica rechaza la expectativa de que tales palabras pudieran considerarse carentes de significado y como escogidas al azar. El velo se desgarraba -cosa asombrosa- sólo en una situación, a saber, cuando a consecuencia de una lavativa el bolo fecal atravesaba el ano. Entonces se sentía de nuevo bien y por un breve lapso veía el mundo claro. La interpretación de este «velo» avanzó con pareja dificultad a la de la angustia a la mariposa. Por lo demás, él no perseveró en este velo; se le fue disipando cada vez más en un sentimiento de crepúsculo, «ténèbres», y otras cosas inconcebibles {ungreifbar}.
Apenas un poco antes de la separación de la cura se acordó de que había escuchado que él vino al mundo con una cofia fetal {G1ückshaube}. Por eso siempre se tuvo por un afortunado {Glückskind} a quien nada malo podía pasarle. Sólo perdió esa confianza cuando se vio precisado a reconocer la afección gonorreica como un grave deterioro en su cuerpo. Ante esa afrenta, su narcisismo se desmoronó. Diremos que así repetía un mecanismo que ya una vez había jugado en él. También su fobia al lobo estalló cuando se vio ante el hecho de que era posible una castración; y evidentemente la gonorrea se situaba en la misma serie que esta.
La cofia fetal es, por tanto, ese vello que lo oculta del mundo y le oculta el mundo. Su queja es en verdad una fantasía de deseo cumplida, ella lo muestra de regreso en el seno materno; ciertamente, es la fantasía de deseo de la huida del mundo. Cabe traducirla así: «Soy tan desdichado (unglücklich} en la vida que debo regresar al seno materno».
Ahora bien, ¿qué puede significar que ese velo simbólico, una vez devenido real, se desgarre en el momento de la evacuación tras la enema, que su enfermedad lo abandone bajo esa condición? La trama nos permite responder: cuando desgarra el velo del nacimiento, ve el mundo y renace. El bolo fecal es el hijo, y como tal nace una segunda vez para una vida más dichosa {g1ücklich}. Seria, pues, la fantasía de renacimiento sobre la que Jung ha llamado la atención hace poco y a la que ha concedido una posición tan dominante en la vida de deseo de los neuróticos.
Sería magnífico si fuera todo. Ciertos detalles de la situación, y el miramiento por el requerido nexo con la biografía individual, nos obligan a llevar más adelante la interpretación. La condición del renacimiento es que sea un hombre quien le administre la enema (sólo después se vio forzado a sustituir él mismo a ese hombre). Esto sólo puede significar que se ha identificado con la madre; el hombre hace el papel del padre, la enema repite el acto de la cópula, como fruto de la cual nace el hijo-caca nuevamente Por tanto, la fantasía de renacimiento se enlaza

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de manera estrecha con la condición de la satisfacción sexual por el varón. En consecuencia, la traducción es ahora: Su enfermedad sólo lo abandona cuando le es permitido sustituir a la mujer, a la madre, para hacerse satisfacer por el padre y parirle un hijo. En este caso, pues, la fantasía de renacimiento no era más que un reflejo censurado, mutilado, de la fantasía de deseo homosexual.
Considerándolo más de cerca, nos vemos llevados a puntualizar que, en verdad, en esta condición de su salud el enfermo no hace sino repetir la situación de la llamada escena primordial: En aquel momento quiso ponerse en el lugar de la madre y, como lo habíamos supuesto *desde mucho tiempo atrás, hasta produjo el hijo-caca en aquella escena. Sigue siempre fijado, como hechizado dentro de la escena que se volvió decisiva para su vida sexual y cuyo retorno aquella noche del sueño inauguró su condición de enfermo. El desgarrarse del velo es análogo al abrirse los ojos, a la apertura de la ventana. La escena primordial ha sido refundida como condición de salud.
Lo figurado por la queja y lo figurado por la excepción(98) pueden reunirse fácilmente en una unidad que revelará entonces su sentido íntegro. El desea regresar al seno materno, pero no simplemente para renacer, sino para ser alcanzado ahí por el padre en el coito, para recibir de él la satisfacción, para parirle un hijo.
Haber nacido del padre, como al comienzo había creído; ser satisfecho sexualmente por él, parirle un hijo, y hacerlo renunciando a su masculinidad y en el lenguaje del erotismo anal: he ahí los deseos que cierran el círculo de la fijación al padre; con ello la sexualidad ha hallado su expresión suprema y más íntima (vernota(99)).
Creo que desde este ejemplo se echa luz sobre el sentido y el origen de las fantasías de regreso al seno materno y de renacimiento. La primera surge a menudo, como en nuestro caso, de la ligazón con el padre. Uno desea estar en el vientre de la madre para sustituirla en el coito, para ocupar su lugar frente al padre. En cuanto a la fantasía de renacimiento, es probable que regularmente sea una versión moderada, un eufemismo, por así decir, de la fantasía de comercio incestuoso con la madre, una abreviatura anagógica(100) de esto último, para usar la expresión de H. Silberer. Uno desea retroceder a la situación en que se encontraba dentro de los genitales de la madre, para lo cual el hombre se identifica con su pene, se hace subrogar por él. Entonces, esas dos fantasías se revelan como correlativas: según sea masculina o femenina la actitud de la persona en cuestión, expresan el deseo de comercio sexual con el padre o con la madre. No cabe rechazar la posibilidad de que en la queja y en la condición de salud de nuestro paciente se unificaran ambas fantasías, y por tanto también ambos deseos incestuosos (ver nota(101)).
Intentaré otra vez reinterpretar estos últimos resultados del análisis siguiendo el modelo de nuestros oponentes: El paciente acusa su huida del mundo en una típica fantasía de seno materno, ve su salud únicamente en un renacimiento concebido de manera típica. Expresa este último en síntomas anales, de acuerdo con su disposición predominante. Siguiendo el modelo de las fantasías de renacimiento anal, se ha forjado una escena infantil que repite sus deseos con medios expresivos simbólicos arcaicos. Sus síntomas se encadenan, entonces, como si partieran de una escena primordial de esa índole. Y debió resolverse a emprender todo ese camino de retroceso porque chocó con una tarea vital para cuya solución era demasiado perezoso, o porque tenía plenas razones para desconfiar de sus inferioridades y creía que tales medidas eran el mejor modo de defenderse de un fracaso.
Considerándolo más de cerca, nos vemos llevados a puntualizar que, en verdad, en esta condición de su salud el enfermo no hace sino repetir la situación de la llamada escena primordial: En aquel momento quiso ponerse en el lugar de la madre y, como lo habíamos supuesto *desde mucho tiempo atrás, hasta produjo el hijo-caca en aquella escena. Sigue siempre fijado, como hechizado dentro de la escena que se volvió decisiva para su vida sexual y cuyo retorno aquella noche del sueño inauguró su condición de enfermo. El desgarrarse del velo es análogo al abrirse los ojos, a la apertura de la ventana. La escena primordial ha sido refundida como condición de salud.
Lo figurado por la queja y lo figurado por la excepción(98) pueden reunirse fácilmente en una unidad que revelará entonces su sentido íntegro. El desea regresar al seno materno, pero no simplemente para renacer, sino para ser alcanzado ahí por el padre en el coito, para recibir de él la satisfacción, para parirle un hijo.
Haber nacido del padre, como al comienzo había creído; ser satisfecho sexualmente por él, parirle un hijo, y hacerlo renunciando a su masculinidad y en el lenguaje del erotismo anal: he ahí los deseos que cierran el círculo de la fijación al padre; con ello la sexualidad ha hallado su expresión suprema y más íntima (vernota(99)).
Creo que desde este ejemplo se echa luz sobre el sentido y el origen de las fantasías de regreso al seno materno y de renacimiento. La primera surge a menudo, como en nuestro caso, de la ligazón con el padre. Uno desea estar en el vientre de la madre para sustituirla en el coito, para ocupar su lugar frente al padre. En cuanto a la fantasía de renacimiento, es probable que regularmente sea una versión moderada, un eufemismo, por así decir, de la fantasía de comercio incestuoso con la madre, una abreviatura anagógica(100) de esto último, para usar la expresión de H. Silberer. Uno desea retroceder a la situación en que se encontraba dentro de los genitales de la madre, para lo cual el hombre se identifica con su pene, se hace subrogar por él. Entonces, esas dos fantasías se revelan como correlativas: según sea masculina o femenina la actitud de la persona en cuestión, expresan el deseo de comercio sexual con el padre o con la madre. No cabe rechazar la posibilidad de que en la queja y en la condición de salud de nuestro paciente se unificaran ambas fantasías, y por tanto también ambos deseos incestuosos (ver nota(101)).
Intentaré otra vez reinterpretar estos últimos resultados del análisis siguiendo el modelo de nuestros oponentes: El paciente acusa su huida del mundo en una típica fantasía de seno materno, ve su salud únicamente en un renacimiento concebido de manera típica. Expresa este último en síntomas anales, de acuerdo con su disposición predominante. Siguiendo el modelo de las fantasías de renacimiento anal, se ha forjado una escena infantil que repite sus deseos con medios expresivos simbólicos arcaicos. Sus síntomas se encadenan, entonces, como si partieran de una escena primordial de esa índole. Y debió resolverse a emprender todo ese camino de retroceso porque chocó con una tarea vital para cuya solución era demasiado perezoso, o porque tenía plenas razones para desconfiar de sus inferioridades y creía que tales medidas eran el mejor modo de defenderse de un fracaso.
Todo estaría perfecto si no mediara el hecho de que ya a los cuatro años el desdichado tuvo un sueño con el que empezó su neurosis, un sueño incitado por el cuento de su abuelo sobre el sastre y el lobo, y cuya interpretación hizo necesario el supuesto de esa escena primordial. Infortunadamente, contra estos hechos nimios, pero irrefutables, naufragan los expedientes que quieren procurarnos las teorías de Jung y de Adler. Tal como están las cosas, más bien me parece que la fantasía de renacimiento es un retoño de la escena primordial, y no a la inversa, la escena primordial un espejamiento de la fantasía de renacimiento. Acaso sea lícito suponer también que en ese tiempo, a los cuatro años de su nacimiento, el paciente era demasiado joven para desear ya renacer. Sin embargo, debo retirar este último argumento; mis propias observaciones demuestran que se ha subestimado a los niños y ya no se sabe qué es lícito atribuirles (ver nota(102)).
Recapitulación y problemas
No sé si el precedente informe de un análisis ha conseguido trasmitir al lector una imagen nítida de la génesis y el desarrollo de la condición patológica en mi paciente. Más bien temo que no haya sido así. Pero aunque no suelo tomar partido en favor de mi arte expositivo, esta vez querría alegar algunas circunstancias atenuantes. Esto de introducir en la descripción fases tan tempranas y estratos tan profundos de la vida anímica es una tarea nunca acometida con anterioridad; y es mejor resolverla mal que emprender la huida ante ella, lo cual por lo demás no puede menos que conllevar ciertos peligros para el timorato. Es preferible entonces mostrarse osado, no dejarse disuadir por la conciencia de las propias inferioridades.
El caso no fue particularmente propicio. Eso mismo que posibilitó el cúmulo de informaciones acerca de la infancia, a saber, el hecho de poder estudiar al niño refractado en el adulto, se obtuvo a expensas de las más enojosas fragmentaciones del análisis y los correspondientes

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defectos en su exposición. Ciertas peculiaridades personales, un carácter nacional ajeno al nuestro, volvieron trabajosa la empatía {Einfühlung}. La divergencia entre la amable y solícita personalidad del paciente, su aguda inteligencia, sus nobles ideas, por un lado, y su vida pulsional enteramente indomeñada, por el otro, hizo necesario un prolongadísimo trabajo de preparación y educación que dificultó la visión panorámica. Pero en cuanto a la índole misma del caso, que planteó las más espinosas tareas a la descripción, el paciente no tuvo culpa alguna. En la psicología del adulto hemos logrado separar con éxito los procesos anímicos en concientes e inconcientes y describir ambos con palabras claras. En el niño, esa diferenciación nos deja casi por completo en la estacada. A menudo uno se encuentra perplejo para señalar lo que debiera designarse como conciente o como inconciente. Procesos que han pasado a ser los dominantes, y que de acuerdo con su posterior comportamiento tienen que ser equiparados a los concientes, nunca lo han sido en el niño. Es fácil comprender la razón: lo conciente no ha adquirido todavía en el niño todos sus caracteres, aún se encuentra en proceso de desarrollo y no posee la capacidad de trasponerse en representaciones lingüísticas. La confusión en que solemos incurrir de ordinario entre el fenómeno de que algo aparezca como percepción ante la conciencia y la pertenencia a un sistema psíquico que hemos supuesto y al que debemos dar algún nombre convencional, pero que llamamos también «conciencia» (sistema Cc), esa confusión es inofensiva en la descripción psicológica del adulto, pero induce a error en la del niño pequeño. Asimismo, no vale de mucho introducir aquí el «preconciente», pues tampoco el preconciente del niño ha de coincidir por fuerza con el del adulto. Hay que conformarse, entonces, con haber discernido claramente la oscuridad.
Desde luego, un caso como el aquí descrito podría dar ocasión a rever todos los resultados y problemas del psicoanálisis. Sería un trabajo interminable e injustificado. Es preciso decirse que de un solo caso no se puede aprender todo, que a raíz de él no es posible decidirlo todo, y conformarse así con valorizarlo para lo que él muestra con mayor nitidez. En el psicoanálisis la tarea explicativa se encuentra en general circunscrita dentro de estrechos límites. Cabe explicar las formaciones de síntoma llamativas mediante el descubrimiento de su génesis; pero no corresponde explicar, sino describir, los mecanismos psíquicos y procesos pulsionales a que uno se ve llevado de ese modo. En efecto, para obtener nuevas universalidades a partir de lo comprobado acerca de estos últimos se requieren numerosos casos como ese, analizados bien y en profundidad. No resulta fácil obtenerlos ' cada caso exige un trabajo de años. Por tanto, el progreso en estos campos no puede ser sino lento. Es claro que en este punto acecha la tentación de limitarse a «arañar» la superficie y sustituir luego lo descuidado por vía de especulación, puesta bajo la advocación de alguna escuela filosófica. Sin duda alguna, pueden aducirse necesidades prácticas en apoyo de este proceder, pero las necesidades de la ciencia no admiten ser satisfechas con sucedáneos.
Intentaré esbozar un panorama sintético del desarrollo sexual de mi paciente. Puedo empezar por los indicios más tempranos. Lo primero que averiguamos sobre él es la perturbación del placer {gana} de comer, que de acuerdo con otras experiencias -aunque con toda precaución-concebiré como el resultado de un proceso sobre venido en el ámbito sexual. Me he visto precisado a considerar como la primera organización sexual reconocible la llamada canibálica u oral, en que aún domina la escena el originario apuntalamiento de la excitación sexual en la pulsión de nutrición (ver nota(103)). No cabe esperar unas exteriorizaciones directas de esta fase, pero sí indicios de ella cuando sobrevienen perturbaciones. Toda vez que se produce un deterioro de la pulsión de nutrición -que, desde luego, puede responder también a otras causas-, ello nos señala que el organismo no ha conseguido un dominio sobre la excitación sexual. La meta sexual de esta fase sólo podría ser el canibalismo, la devoración; en nuestro paciente, por regresión desde un estadio más alto, sale a la luz en la angustia de ser devorado por el lobo. Y en efecto, debimos traducir así esa angustia: angustia de ser poseído sexualmente por el padre. Es sabido que en años muy posteriores, en niñas que se hallan en la época de la pubertad o poco después de esta, se presenta una neurosis que expresa la desautorización de lo sexual mediante una anorexia; es lícito vincularla con esta fase oral de la vida sexual. En el ápice del paroxismo enamorado («Te amo tanto que te comería») y en el trato tierno con niños pequeños, en que el propio adulto se comporta de una manera como infantil, vuelve a aflorar la meta de amor de la organización oral. En otro pasaje formulé la conjetura de que el padre de nuestro paciente se entregaba al «regaño tierno», jugaba con el pequeño al lobo

Desde luego, un caso como el aquí descrito podría dar ocasión a rever todos los resultados y problemas del psicoanálisis. Sería un trabajo interminable e injustificado. Es preciso decirse que de un solo caso no se puede aprender todo, que a raíz de él no es posible decidirlo todo, y conformarse así con valorizarlo para lo que él muestra con mayor nitidez. En el psicoanálisis la tarea explicativa se encuentra en general circunscrita dentro de estrechos límites. Cabe explicar las formaciones de síntoma llamativas mediante el descubrimiento de su génesis; pero no corresponde explicar, sino describir, los mecanismos psíquicos y procesos pulsionales a que uno se ve llevado de ese modo. En efecto, para obtener nuevas universalidades a partir de lo comprobado acerca de estos últimos se requieren numerosos casos como ese, analizados bien y en profundidad. No resulta fácil obtenerlos ' cada caso exige un trabajo de años. Por tanto, el progreso en estos campos no puede ser sino lento. Es claro que en este punto acecha la tentación de limitarse a «arañar» la superficie y sustituir luego lo descuidado por vía de especulación, puesta bajo la advocación de alguna escuela filosófica. Sin duda alguna, pueden aducirse necesidades prácticas en apoyo de este proceder, pero las necesidades de la ciencia no admiten ser satisfechas con sucedáneos.
Intentaré esbozar un panorama sintético del desarrollo sexual de mi paciente. Puedo empezar por los indicios más tempranos. Lo primero que averiguamos sobre él es la perturbación del placer {gana} de comer, que de acuerdo con otras experiencias -aunque con toda precaución-concebiré como el resultado de un proceso sobre venido en el ámbito sexual. Me he visto precisado a considerar como la primera organización sexual reconocible la llamada canibálica u oral, en que aún domina la escena el originario apuntalamiento de la excitación sexual en la pulsión de nutrición (ver nota(103)). No cabe esperar unas exteriorizaciones directas de esta fase, pero sí indicios de ella cuando sobrevienen perturbaciones. Toda vez que se produce un deterioro de la pulsión de nutrición -que, desde luego, puede responder también a otras causas-, ello nos señala que el organismo no ha conseguido un dominio sobre la excitación sexual. La meta sexual de esta fase sólo podría ser el canibalismo, la devoración; en nuestro paciente, por regresión desde un estadio más alto, sale a la luz en la angustia de ser devorado por el lobo. Y en efecto, debimos traducir así esa angustia: angustia de ser poseído sexualmente por el padre. Es sabido que en años muy posteriores, en niñas que se hallan en la época de la pubertad o poco después de esta, se presenta una neurosis que expresa la desautorización de lo sexual mediante una anorexia; es lícito vincularla con esta fase oral de la vida sexual. En el ápice del paroxismo enamorado («Te amo tanto que te comería») y en el trato tierno con niños pequeños, en que el propio adulto se comporta de una manera como infantil, vuelve a aflorar la meta de amor de la organización oral. En otro pasaje formulé la conjetura de que el padre de nuestro paciente se entregaba al «regaño tierno», jugaba con el pequeño al lobo
o al perro, y lo amenazaba en broma con comerlo. El paciente no hizo sino corroborar esta conjetura mediante su llamativa conducta en la trasferencia. Toda vez que ante las dificultades de la cura se refugiaba en la trasferencia, amenazaba con devorar y luego con toda clase de otros maltratos posibles, lo cual no era más que una expresión de ternura.
El uso lingüístico ha recogido aspectos de esta fase sexual oral, acuñándolos en sus giros; habla de un objeto de amor «apetitoso», llama «dulce» a la amada. Recordemos que nuestro pequeño paciente no quería comer sino cosas dulces. Caramelos, bombones, subrogan regularmente en el sueño a caricias, satisfacciones sexuales.
Parece que a esta fase corresponde también una angustia (en caso de perturbación, desde luego) que se presenta como angustia ante la muerte {Lebensangst} y puede adherir a todo lo que se le señale al niño como idóneo. En el caso de nuestro paciente, se la utilizó para encaminarlo a superar su displacer de comer, y aun a sobrecompensarlo. Llegaremos hasta la posible fuente de su perturbación en el comer si recordamos -sobre la base de aquel tan mentado supuesto- que la observación del coito, de la que parten tantos efectos retardados {nachträglich}, ocurrió cuando tenía 1 1/2 año, ciertamente antes de las dificultades en la alimentación. Quizá tendríamos derecho a suponer que apresuró los procesos de la maduración sexual y de ese modo desplegó también efectos directos, si bien inadvertidos.
Sé, desde luego, que es posible explicar de una manera diversa y más sencilla la sintomatología de este período -la angustia al lobo, la perturbación en el comer-, sin referirla a la sexualidad ni a un estadio pregenital de su organización. Quien se incline a desdeñar los signos de la condición neurótica y la trabazón de los fenómenos preferirá esta otra explicación, y no seré yo quien se lo impida. Resulta difícil averiguar algo concluyente acerca de esos comienzos de la vida sexual si no es por los indicados rodeos.
La escena con Grusha (hacia los 2 1/2 años) nos muestra a nuestro pequeño al comienzo de un desarrollo que merece ser reconocido como normal, salvo quizá por su carácter prematuro: identificación con el padre, erotismo uretral en subrogación de la masculinidad. En efecto, esa escena se encuentra enteramente bajo el influjo de la escena primordial. Hasta aquí hemos concebido la identificación-padre como narcisista, pero con referencia al contenido de la escena primordial no podemos negar que ya corresponde al estadio de la organización genital. Los genitales masculinos han empezado a desempeñar su papel, y siguen haciéndolo bajo el influjo
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de la seducción por la hermana.
Empero, se tiene la impresión de que esa seducción no promueve meramente el desarrollo, sino que en grado todavía mayor lo perturba y desvía. Proporciona una meta sexual pasiva que es en el fondo inconciliable con la acción del genital masculino. Al primer obstáculo externo, la alusión de la ñaña a la castración, esa organización genital todavía tímida se quiebra (a los 3 1/2 años(104)) y regresa al estadio anterior, el de la organización sádico-anal, que de no ser así acaso habría trascurrido con unos indicios tan leves como en otros niños.
Es fácil discernir en la organización sádico-anal un desarrollo de la oral. Lo que la distingue, el violento quehacer muscular sobre el objeto, encuentra su sitio como acto preparatorio del devorar. Este último falta luego como meta sexual: el acto preparatorio deviene una meta autónoma. La novedad respecto del estadio anterior consiste, esencialmente, en que el órgano pasivo, receptor, es segregado de la zona de la boca y replasmado en la zona anal. Aquí se nos insinúan paralelismos biológicos, o la concepción de las organizaciones pregenitales del ser humano como restos de dispositivos que se han conservado en muchas clases de animales. La constitución de la pulsión de investigar a partir de sus componentes es igualmente característica de este estadio.
El erotismo anal no se hace notar de manera llamativa. Bajo el influjo del sadismo, la caca ha permutado su significado tierno por el ofensivo. En la mudanza del sadismo al masoquismo ha coparticipado un sentimiento de culpa que apunta a procesos de desarrollo en esferas diversas de la sexual.
El influjo de la seducción se prolonga como sustento de la pasividad de la meta sexual. Ahora muda en buena parte al sadismo en su correspondiente pasivo, el masoquismo. Es discutible que se pueda imputarle en forma exclusiva el carácter de la pasividad, pues ya la reacción del niño de 1 1/2 año frente a la observación del coito fue sobre todo pasiva. La coexcitación sexual se exteriorizó en una evacuación en la que, empero, cabe diferenciar también una parte activa. junto al masoquismo que gobierna su aspiración sexual y se exterioriza en fantasías subsiste también el sadismo, que se afirma contra animales pequeños. Su investigación sexual comenzó a partir de la seducción abordando en lo esencial dos problemas: de dónde vienen los niños, y si es posible una pérdida del genital, y entretejiéndose con las exteriorizaciones de sus mociones pulsionales. Guía sus inclinaciones sádicas hacia los animales pequeños como representantes de los niños pequeños.
Hemos llevado nuestra pintura hasta las inmediaciones del cuarto cumpleaños, punto temporal este en que el sueño revalida con efecto retardado (nachträglich} la observación del coito realizada al 1 1/2 año. No podemos aprehender de manera completa ni describir exhaustivamente los procesos que se desenvuelven en ese momento. La activación de la imagen, que ahora puede ser comprendida merced al mayor desarrollo intelectual, opera como un suceso fresco, pero también como un nuevo trauma, una intervención ajena análoga a la seducción. La organización genital quebrantada se reinstala de golpe, pero ese progreso consumado en el sueño no puede mantenerse. Más bien, a través de un proceso que sólo puede ser equiparado a una represión, se llega a la desestimación de lo nuevo y su sustitución mediante una fobia.
Por tanto, también en la fase de la zoofobia, que ahora se inicia, persiste la organización sádico-anal, sólo que contaminada con los fenómenos de la angustia. El niño continúa con los quehaceres sádicos y con los masoquistas, pero reacciona con angustia ante una parte de ellos; el trastorno del sadismo hacia su contrario hace probablemente otros progresos.
Del análisis del sueño angustioso inferimos que la represión subsiguió al conocimiento de la castración. Lo nuevo es desestimado porque su aceptación costaría el pene. Ahora, una reflexión más cuidadosa quizá permita discernir lo siguiente: Lo reprimido es la actitud homosexual en el sentido genital, actitud que se había formado bajo el influjo de aquel discernimiento. Empero, ella se conserva para lo inconciente, constituida como una estratificación más profunda, bloqueada. El motor de esta represión parece ser la masculinidad narcisista del genital, que entra en un conflicto, preparado desde mucho antes, con la pasividad de la meta sexual homosexual. La represión es entonces un triunfo de la masculinidad.
Se tendría la tentación de modificar, a partir de esto, una pieza de la teoría psicoanalítica. Uno cree ya estar viendo que la represión y la formación de la neurosis surgen del conflicto entre aspiraciones masculinas y femeninas, vale decir, de la bisexualidad. Empero, esa concepción es lagunosa. De las dos mociones sexuales contrapuestas, una es acorde con el yo, en tanto que la otra ultraja al interés narcisista; por eso cae bajo la represión. También en este caso es el yo quien pone en obra la represión en favor de una de esas aspiraciones sexuales. En otros casos no existe tal conflicto entre masculinidad y feminidad; sólo hay una aspiración sexual que demanda reconocimiento, pero choca {verstossen} contra ciertos poderes del yo y por eso mismo es repelida {verstossen}. Es que con mucho mayor frecuencia que conflictos dentro de la sexualidad misma hallamos los otros, que se producen entre la sexualidad y las tendencias morales del yo. En nuestro caso falta un conflicto moral de esa índole. Destacar la bisexualidad como motivo de la represión sería entonces demasiado limitado; en cambio, el conflicto entre el yo y el querer-alcanzar sexual (libido) recubre todos los hechos.
Cabe objetar a la doctrina de la «protesta masculina», tal como Adler [1910] la ha formulado, que la represión en modo alguno toma siempre el partido de la masculinidad y afecta a la feminidad; en íntegras y muy numerosas clases de casos es la masculinidad la que tiene que sufrir la represión.
Por lo demás, una apreciación más justa del proceso represivo en nuestro caso impugnaría a la masculinidad narcisista el valor de motivo único. La actitud homosexual, consumada durante el sueño, es tan intensiva que el yo de nuestro hombrecito falla en dominarla y se defiende de ella mediante el proceso de la represión (ver nota(105)). Como auxiliar para este propósito es convocada su opuesta, la masculinidad narcisista del genital. Consignemos todavía, aunque sólo para evitar malentendidos, que todas las mociones narcisistas actúan desde el yo y permanecen dentro de él, en tanto que las represiones van dirigidas contra investiduras libidinosas de objeto (ver nota(106)).
Dejemos el proceso represivo, que acaso no hemos conseguido dominar por completo, para considerar el estado sobrevenido tras despertar del sueño. Si fuera cierto que la masculinidad triunfó sobre la homosexualidad (feminidad) en el curso del proceso onírico, por fuerza hallaríamos dominante ahora una aspiración sexual activa de carácter masculino bien acusado. Pero no hay nada de ello; lo esencial de la organización sexual no varía, la fase sádico-anal

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persiste, ha seguido siendo la dominante. El triunfo de la masculinidad sólo se muestra en que ahora se reacciona con angustia ante las metas sexuales pasivas de la organización dominante (que son masoquistas, pero no femeninas). No ha existido ninguna moción sexual masculina triunfante, sino sólo una moción pasiva y una revuelta contra esta.
Imagino las dificultades que depara al lector la tajante separación, inhabitual pero indispensable, de activo-masculino y de pasivo-femenino; por eso no evitaré repetirme. El estado que sobrevino tras el sueño puede describirse del siguiente modo: las aspiraciones sexuales han sido fragmentadas {zerspalten}; en lo inconciente se ha alcanzado el estadio de la organización genital y constituido una hornosexualidad muy intensiva; sobrepuesta a ella subsiste (virtualmente en lo conciente) la anterior corriente sexual sádica y predominantemente masoquista; el yo ha modificado toda su posición frente a la sexualidad, se encuentra en estado de desautorización de lo sexual y rechaza con angustia las metas masoquistas dominantes, así como ha reaccionado frente a las metas homosexuales, más profundas, con la formación de una fobia. El resultado del sueño no fue tanto el triunfo de una corriente masculina como la reacción frente a una femenina y a una pasiva. Sería forzar las cosas atribuir a esta reacción el carácter de la masculinidad. En efecto, el yo no tiene aspiraciones sexuales, sino sólo el interés por su autopreservación y la conservación de su narcisismo.
Consideremos ahora la fobia. Ha nacido en el nivel de la organización genital y nos presenta el mecanismo relativamente simple de una histeria de angustia. El yo se protege mediante un desarrollo de angustia de aquello que valora como un peligro hiperpotente: la satisfacción homosexual. Empero, el proceso represivo deja tras sí una estela que no puede ocultársenos. El objeto al que se anudó la meta sexual temida tiene que hacerse subrogar por otro ante la conciencia. No deviene conciente la angustia ante el padre, sino la angustia ante el lobo. Por lo demás, el proceso de formación de la fobia no se queda con ese único contenido. Pasado todo un lapso, el lobo se sustituye por los leones. Con las mociones sádicas hacia los animales pequeños compite una fobia a ellos como subrogantes de los competidores, los posibles bebés. Particular interés reviste la génesis de la fobia a la mariposa. Es como una repetición del mecanismo que en el sueño produjo la fobia al lobo. Mediante una incitación casual se activa una antigua vivencia, la escena con Grusha, cuya amenaza de castración produce un efecto retardado{nachträglich}, aunque en su momento no había causado ninguna impresión (ver nota(107)).
Puede decirse que la angustia que interviene en la formación de estas fobias es angustia ante la castración. Este enunciado en modo alguno contradice la concepción de que la angustia surgió de la represión de una libido homosexual. Ambos giros expresivos designan el mismo proceso, a saber, que el yo sustrae libido de la moción de deseo homosexual, y esa libido es traspuesta en angustia libremente flotante y luego admite ser ligada en fobias (ver nota(108)). Con el primer giro sólo se designa al motivo que pulsiona al yo.
Ahora hallamos, considerando las cosas más de cerca, que esta primera enfermedad de nuestro paciente (si prescindimos de la perturbación en el comer) no se agota poniendo de relieve la fobia, sino que debe comprenderse como una histeria genuina a la que además de síntomas de angustia le corresponden fenómenos de conversión. Un sector de la moción homosexual es retenido en el órgano que toma parte en ella; desde entonces, y también en la época posterior, el intestino se comporta como un órgano histéricamente afectado. La homosexualidad inconciente, reprimida, se ha replegado al intestino. justamente este fragmento de histeria prestó los mejores servicios en la solución de la enfermedad posterior.
Ahora no debe faltarnos coraje para abordar las constelaciones, aún más complicadas, de la neurosis obsesiva. Representémonos una vez más la situación: una corriente sexual masoquista dominante y una corriente homosexual reprimida; contra ellas, un yo prisionero en una desautorización histérica. ¿Qué procesos mudaron ese estado en el de la neurosis obsesiva?
La mudanza no aconteció de manera espontánea, por un desarrollo interno, sino en virtud de un influjo ajeno, proveniente de afuera. Su resultado visible es que la relación con el padre, que ocupaba el primer plano y hasta entonces había hallado expresión en la fobia al lobo, se exterioriza ahora en una beatería obsesiva. No puedo dejar de señalar que lo ocurrido en este paciente brinda una confirmación inequívoca de una tesis que formulé en Tótem y tabú acerca de la relación del animal totémico con la divinidad (vernota(109)). Allí me resolví a sostener que la representación de Dios no era un desarrollo del tótem, sino que surgió independientemente de este y de una raíz común, como su relevo. Dije que el tótem fue el primer sustituto del padre, en tanto que Dios fue uno posterior en que el padre recuperaba su figura humana. Lo hallamos también en nuestro paciente. En la fobia al lobo pasa por el estadio del sustituto totémico del padre; ese estadio se interrumpe luego y, a consecuencia de nuevas relaciones entre él y su padre, es sustituido por una fase de beatería religiosa.
El influjo que provocó ese cambio fue la familiarización -procurada por la madre- con las doctrinas de la religión y la historia sagrada. El resultado fue el deseado por la educación. Pone término poco a poco a la organización sexual sadomasoquista; la fobia al lobo desaparece con rapidez, y en lugar de la desautorización angustiada de la sexualidad sobreviene una forma superior de su sofocación. La beatería pasa a ser el poder dominante en la vida del niño. Sin embargo, estas superaciones no se produjeron sin luchas; como signos de estas últimas aparecen los pensamientos blasfemos, y como su consecuencia se impone una exageración compulsiva del ceremonial religioso.
Si prescindimos de estos fenómenos patológicos, podemos decir que en este caso la religión consiguió todo aquello para lo cual se la introduce en la educación del individuo. Domeñó sus aspiraciones sexuales ofreciéndoles una sublimación y un anclaje firme; desvalorizó sus vínculos familiares, y así previno un amenazador aislamiento, abriéndole una vía de conexión con la gran comunidad humana. El niño cerril, angustiado, se convirtió en un ser social, moral y educable.
El principal motor del influjo religioso fue la identificación con la figura de Cristo, particularmente facilitada por el azar de su fecha de nacimiento. Aquí el hipertrófico amor por el padre, que había vuelto necesaria la represión, halló por fin una salida en una sublimación ideal. En calidad de Cristo era lícito amar al padre, que ahora se llamaba Dios, con un fervor que en vano había buscado descargarse en el padre terrenal. La religión ya indicaba los caminos por los cuales se podía testimoniar ese amor, y a ellos no iba adherida la conciencia de culpa que no puede ser desasida de las aspiraciones amorosas individuales. Si de tal suerte la corriente sexual más profunda, ya precipitada como homosexualidad inconciente, podía encontrar un drenaje, la

Imagino las dificultades que depara al lector la tajante separación, inhabitual pero indispensable, de activo-masculino y de pasivo-femenino; por eso no evitaré repetirme. El estado que sobrevino tras el sueño puede describirse del siguiente modo: las aspiraciones sexuales han sido fragmentadas {zerspalten}; en lo inconciente se ha alcanzado el estadio de la organización genital y constituido una hornosexualidad muy intensiva; sobrepuesta a ella subsiste (virtualmente en lo conciente) la anterior corriente sexual sádica y predominantemente masoquista; el yo ha modificado toda su posición frente a la sexualidad, se encuentra en estado de desautorización de lo sexual y rechaza con angustia las metas masoquistas dominantes, así como ha reaccionado frente a las metas homosexuales, más profundas, con la formación de una fobia. El resultado del sueño no fue tanto el triunfo de una corriente masculina como la reacción frente a una femenina y a una pasiva. Sería forzar las cosas atribuir a esta reacción el carácter de la masculinidad. En efecto, el yo no tiene aspiraciones sexuales, sino sólo el interés por su autopreservación y la conservación de su narcisismo.
Consideremos ahora la fobia. Ha nacido en el nivel de la organización genital y nos presenta el mecanismo relativamente simple de una histeria de angustia. El yo se protege mediante un desarrollo de angustia de aquello que valora como un peligro hiperpotente: la satisfacción homosexual. Empero, el proceso represivo deja tras sí una estela que no puede ocultársenos. El objeto al que se anudó la meta sexual temida tiene que hacerse subrogar por otro ante la conciencia. No deviene conciente la angustia ante el padre, sino la angustia ante el lobo. Por lo demás, el proceso de formación de la fobia no se queda con ese único contenido. Pasado todo un lapso, el lobo se sustituye por los leones. Con las mociones sádicas hacia los animales pequeños compite una fobia a ellos como subrogantes de los competidores, los posibles bebés. Particular interés reviste la génesis de la fobia a la mariposa. Es como una repetición del mecanismo que en el sueño produjo la fobia al lobo. Mediante una incitación casual se activa una antigua vivencia, la escena con Grusha, cuya amenaza de castración produce un efecto retardado{nachträglich}, aunque en su momento no había causado ninguna impresión (ver nota(107)).
Puede decirse que la angustia que interviene en la formación de estas fobias es angustia ante la castración. Este enunciado en modo alguno contradice la concepción de que la angustia surgió de la represión de una libido homosexual. Ambos giros expresivos designan el mismo proceso, a saber, que el yo sustrae libido de la moción de deseo homosexual, y esa libido es traspuesta en angustia libremente flotante y luego admite ser ligada en fobias (ver nota(108)). Con el primer giro sólo se designa al motivo que pulsiona al yo.
Ahora hallamos, considerando las cosas más de cerca, que esta primera enfermedad de nuestro paciente (si prescindimos de la perturbación en el comer) no se agota poniendo de relieve la fobia, sino que debe comprenderse como una histeria genuina a la que además de síntomas de angustia le corresponden fenómenos de conversión. Un sector de la moción homosexual es retenido en el órgano que toma parte en ella; desde entonces, y también en la época posterior, el intestino se comporta como un órgano histéricamente afectado. La homosexualidad inconciente, reprimida, se ha replegado al intestino. justamente este fragmento de histeria prestó los mejores servicios en la solución de la enfermedad posterior.
Ahora no debe faltarnos coraje para abordar las constelaciones, aún más complicadas, de la neurosis obsesiva. Representémonos una vez más la situación: una corriente sexual masoquista dominante y una corriente homosexual reprimida; contra ellas, un yo prisionero en una desautorización histérica. ¿Qué procesos mudaron ese estado en el de la neurosis obsesiva?
La mudanza no aconteció de manera espontánea, por un desarrollo interno, sino en virtud de un influjo ajeno, proveniente de afuera. Su resultado visible es que la relación con el padre, que ocupaba el primer plano y hasta entonces había hallado expresión en la fobia al lobo, se exterioriza ahora en una beatería obsesiva. No puedo dejar de señalar que lo ocurrido en este paciente brinda una confirmación inequívoca de una tesis que formulé en Tótem y tabú acerca de la relación del animal totémico con la divinidad (vernota(109)). Allí me resolví a sostener que la representación de Dios no era un desarrollo del tótem, sino que surgió independientemente de este y de una raíz común, como su relevo. Dije que el tótem fue el primer sustituto del padre, en tanto que Dios fue uno posterior en que el padre recuperaba su figura humana. Lo hallamos también en nuestro paciente. En la fobia al lobo pasa por el estadio del sustituto totémico del padre; ese estadio se interrumpe luego y, a consecuencia de nuevas relaciones entre él y su padre, es sustituido por una fase de beatería religiosa.
El influjo que provocó ese cambio fue la familiarización -procurada por la madre- con las doctrinas de la religión y la historia sagrada. El resultado fue el deseado por la educación. Pone término poco a poco a la organización sexual sadomasoquista; la fobia al lobo desaparece con rapidez, y en lugar de la desautorización angustiada de la sexualidad sobreviene una forma superior de su sofocación. La beatería pasa a ser el poder dominante en la vida del niño. Sin embargo, estas superaciones no se produjeron sin luchas; como signos de estas últimas aparecen los pensamientos blasfemos, y como su consecuencia se impone una exageración compulsiva del ceremonial religioso.
Si prescindimos de estos fenómenos patológicos, podemos decir que en este caso la religión consiguió todo aquello para lo cual se la introduce en la educación del individuo. Domeñó sus aspiraciones sexuales ofreciéndoles una sublimación y un anclaje firme; desvalorizó sus vínculos familiares, y así previno un amenazador aislamiento, abriéndole una vía de conexión con la gran comunidad humana. El niño cerril, angustiado, se convirtió en un ser social, moral y educable.
El principal motor del influjo religioso fue la identificación con la figura de Cristo, particularmente facilitada por el azar de su fecha de nacimiento. Aquí el hipertrófico amor por el padre, que había vuelto necesaria la represión, halló por fin una salida en una sublimación ideal. En calidad de Cristo era lícito amar al padre, que ahora se llamaba Dios, con un fervor que en vano había buscado descargarse en el padre terrenal. La religión ya indicaba los caminos por los cuales se podía testimoniar ese amor, y a ellos no iba adherida la conciencia de culpa que no puede ser desasida de las aspiraciones amorosas individuales. Si de tal suerte la corriente sexual más profunda, ya precipitada como homosexualidad inconciente, podía encontrar un drenaje, la

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aspiración masoquista, más superficial, hallaba una sublimación excelente y sin demasiada renuncia en la historia de la Pasión de Cristo, quien se había dejado maltratar y sacrificar por orden del Padre Divino y en aras de Su Gloria. Así, la religión hizo su obra en el pequeño descarriado por medio de una mezcla de satisfacción, sublimación, desvío de lo sensual hacia procesos puramente espirituales, y la apertura de vínculos sociales que ella ofrece al creyente (ver nota(110)).
Su inicial revuelta contra la religión tuvo tres diversos puntos de partida. Ante todo estaba su modalidad, de la que ya hemos visto ejemplos, de defenderse de toda novedad. Una vez adoptada una posición libidinal, procuraba preservarla por angustia ante la pérdida que importaría resignarla y por desconfianza, ante la probabilidad de que la nueva posición no le brindase un sustituto cabal. Es la importante, la fundamental particularidad psicológica que en Tres ensayos de teoría sexual (1905d) definí como aptitud para la fijación (ver nota(111)). Bajo el nombre de «inercia» psíquica, Jung ha querido erigirla en causación principal de todos los fracasos de los neuróticos. Creo que no tiene razón; su alcance es mucho más vasto y también en la vida de los no neuróticos desempeña un papel sustantivo. La movilidad o la pesantez de las investiduras energéticas libidinosas (y aun las de otra clase) es un carácter particular de muchas personas normales, y ni siquiera de todos los neuróticos; un carácter que hasta hoy no ha sido entramado con otros, algo así como un número primo no susceptible de ulterior división. Sólo sabemos una cosa: que el rasgo de la movilidad de las investiduras psíquicas retrocede llamativamente con la edad. Nos ha proporcionado una de las indicaciones para los límites del tratamiento psicoanalítico. Sin embargo, hay personas en quienes esta plasticidad psíquica persiste mucho más allá de los límites de edad habituales, y otras en quienes se pierde muy temprano. Si estas últimas son neuróticas, uno hace el desagradable descubrimiento de que en circunstancias aparentemente iguales no puede deshacer en ellas unas alteraciones que en otras personas fue posible dominar con facilidad. Por tanto, también en las trasposiciones entre procesos psíquicos cabe considerar el concepto de una entropía que contraría, en proporción a su medida, la involución de lo acontecido {Rückbildung des Geschehenen} (ver nota(112)).
Un segundo punto de ataque lo ofreció el hecho de que la propia doctrina de la religión no tiene por base una relación unívoca con Dios-Padre, sino que está recorrida por los indicios de la actitud ambivalente que presidió su génesis. El paciente sintió esa ambivalencia desde la suya propia, muy desarrollada, y entonces la tomó para anudar ahí su aguda crítica, que no pudo menos que causarnos tanto asombro por provenir de un niño en su quinto año de vida.
Empero, el más sustantivo fue un tercer factor a cuya acción podemos reconducir los resultados patológicos de su lucha contra la religión. En efecto, la corriente que esforzaba hacia el varón y que la religión debía sublimar ya no era libre, sino que en parte estaba segregada por represión y así sustraída a la sublimación, ligada a su meta sexual originaria. En virtud de este nexo, el sector reprimido pugnaba por allanarse el camino hacia el sector sublimado o por atraerlo hacía sí. Las primeras cavilaciones urdidas en torno de la persona de Cristo ya contenían este problema: ¿podía ese hijo sublime cumplir también la relación sexual con el padre retenida en lo inconciente? Los rechazos de este afán no tuvieron otro resultado que engendrar unos pensamientos obsesivos en apariencia blasfemos, en los que se abría paso la ternura corporal hacia Dios en la forma de su degradación. Una violenta lucha defensiva contra estas formaciones de compromiso debió llevar luego, por fuerza, a la exageración obsesiva de todas las actividades en que la beatería, el amor puro hacia Dios, hallaba su salida prefigurada.
Por fin triunfó la religión, pero su fundamento pulsional resultó incomparablemente más intenso que la adhesividad de sus productos de sublimación. Tan pronto la vida le brindó un nuevo sustituto del padre cuya influencia se dirigió contra la religión, esta fue abandonada y sustituida por otra cosa. Consideremos aún esta interesante complicación: la beatería nació bajo el influjo de mujeres (la madre y el aya), mientras que el influjo masculino le posibilitó librarse de ella.
La génesis de la neurosis obsesiva en el suelo de la organización sexual sádico-anal corrobora todo cuanto puntualicé en «La predisposición a la neurosis obsesiva» (1913i).
Pero la existencia previa de una fuerte histeria vuelve a nuestro caso menos trasparente en este aspecto.
Concluiré el panorama del desarrollo sexual de nuestro paciente con unos breves pantallazos sobre sus ulteriores mudanzas. Con la pubertad emergió en él la corriente que ha de llamarse normal: la corriente masculina, de intensa sensualidad, con la meta sexual de la organización genital; sus peripecias llenan la época que termina en la contracción de su enfermedad posterior. Esa corriente se anudaba directamente a la escena con Grusha, de esta tomaba prestado el carácter de un enamoramiento compulsivo, que llegaba y se iba al modo de un ataque, y debió luchar con los restos que partían de las neurosis infantiles. Con una irrupción violenta hacia la mujer, se había conquistado al fin la plena masculinidad; este objeto sexual fue retenido en lo sucesivo, pero el paciente no gozó de su posesión porque una intensa inclinación hacia el varón, ahora enteramente inconciente, que reunía en sí todas las fuerzas de las fases anteriores, lo apartó una y otra vez del objeto femenino y lo constriñó a exagerar en los intervalos la dependencia respecto de la mujer. En la cura presentó la queja de que no podía cohabitar con la mujer, y todo el trabajo se dirigió a descubrir su relación con el varón, inconciente para él. Resumiéndolo en una fórmula: su infancia estuvo caracterizada por la oscilación entre actividad y pasividad; su pubertad, por la brega en torno de la masculinidad, y el período que siguió a la contracción de su enfermedad, por la lucha en torno del objeto de la aspiración masculina. La ocasión de esta enfermedad no se sitúa entre los «tipos de contracción de neurosis» que me fue posible reunir como casos especiales de la «frustración» (ver nota(113)), y llama así la atención sobre la existencia de una laguna en esa serie. El paciente se quebrantó cuando una afección orgánica de los genitales revivió su angustia ante la castración, su narcisismo se desmoronó compeliéndolo a resignar su expectativa de ser un predilecto del destino. Por tanto, enfermó a raíz de una «frustración» narcisista. Esta hiperintensidad de su narcisismo armonizaba por entero con los otros indicios de un desarrollo sexual inhibido: que su elección amorosa heterosexual concentrara en sí, a pesar de toda su energía, tan pocas aspiraciones psíquicas, y que la actitud homosexual, tanto más vecina al narcisismo, se hubiera afirmado en él con tal tenacidad como un poder inconciente. Desde luego, frente a perturbaciones de esta índole la cura psicoanalítica no puede producir un ímpetu subvirtiente instantáneo y una equiparación a un desarrollo normal, sino sólo eliminar los obstáculos y hacer transitable el camino para que los influjos de la vida lleguen a imprimir al desarrollo mejores orientaciones.
Paso ahora a resumir particularidades de su naturaleza psíquica que la cura psicoanalítica descubrió, pero sin poder esclarecerlas más ni, por tanto, obtener un influjo inmediato: la ya mencionada tenacidad de la fijación, el desarrollo extraordinario de la inclinación ambivalente y,

Su inicial revuelta contra la religión tuvo tres diversos puntos de partida. Ante todo estaba su modalidad, de la que ya hemos visto ejemplos, de defenderse de toda novedad. Una vez adoptada una posición libidinal, procuraba preservarla por angustia ante la pérdida que importaría resignarla y por desconfianza, ante la probabilidad de que la nueva posición no le brindase un sustituto cabal. Es la importante, la fundamental particularidad psicológica que en Tres ensayos de teoría sexual (1905d) definí como aptitud para la fijación (ver nota(111)). Bajo el nombre de «inercia» psíquica, Jung ha querido erigirla en causación principal de todos los fracasos de los neuróticos. Creo que no tiene razón; su alcance es mucho más vasto y también en la vida de los no neuróticos desempeña un papel sustantivo. La movilidad o la pesantez de las investiduras energéticas libidinosas (y aun las de otra clase) es un carácter particular de muchas personas normales, y ni siquiera de todos los neuróticos; un carácter que hasta hoy no ha sido entramado con otros, algo así como un número primo no susceptible de ulterior división. Sólo sabemos una cosa: que el rasgo de la movilidad de las investiduras psíquicas retrocede llamativamente con la edad. Nos ha proporcionado una de las indicaciones para los límites del tratamiento psicoanalítico. Sin embargo, hay personas en quienes esta plasticidad psíquica persiste mucho más allá de los límites de edad habituales, y otras en quienes se pierde muy temprano. Si estas últimas son neuróticas, uno hace el desagradable descubrimiento de que en circunstancias aparentemente iguales no puede deshacer en ellas unas alteraciones que en otras personas fue posible dominar con facilidad. Por tanto, también en las trasposiciones entre procesos psíquicos cabe considerar el concepto de una entropía que contraría, en proporción a su medida, la involución de lo acontecido {Rückbildung des Geschehenen} (ver nota(112)).
Un segundo punto de ataque lo ofreció el hecho de que la propia doctrina de la religión no tiene por base una relación unívoca con Dios-Padre, sino que está recorrida por los indicios de la actitud ambivalente que presidió su génesis. El paciente sintió esa ambivalencia desde la suya propia, muy desarrollada, y entonces la tomó para anudar ahí su aguda crítica, que no pudo menos que causarnos tanto asombro por provenir de un niño en su quinto año de vida.
Empero, el más sustantivo fue un tercer factor a cuya acción podemos reconducir los resultados patológicos de su lucha contra la religión. En efecto, la corriente que esforzaba hacia el varón y que la religión debía sublimar ya no era libre, sino que en parte estaba segregada por represión y así sustraída a la sublimación, ligada a su meta sexual originaria. En virtud de este nexo, el sector reprimido pugnaba por allanarse el camino hacia el sector sublimado o por atraerlo hacía sí. Las primeras cavilaciones urdidas en torno de la persona de Cristo ya contenían este problema: ¿podía ese hijo sublime cumplir también la relación sexual con el padre retenida en lo inconciente? Los rechazos de este afán no tuvieron otro resultado que engendrar unos pensamientos obsesivos en apariencia blasfemos, en los que se abría paso la ternura corporal hacia Dios en la forma de su degradación. Una violenta lucha defensiva contra estas formaciones de compromiso debió llevar luego, por fuerza, a la exageración obsesiva de todas las actividades en que la beatería, el amor puro hacia Dios, hallaba su salida prefigurada.
Por fin triunfó la religión, pero su fundamento pulsional resultó incomparablemente más intenso que la adhesividad de sus productos de sublimación. Tan pronto la vida le brindó un nuevo sustituto del padre cuya influencia se dirigió contra la religión, esta fue abandonada y sustituida por otra cosa. Consideremos aún esta interesante complicación: la beatería nació bajo el influjo de mujeres (la madre y el aya), mientras que el influjo masculino le posibilitó librarse de ella.
La génesis de la neurosis obsesiva en el suelo de la organización sexual sádico-anal corrobora todo cuanto puntualicé en «La predisposición a la neurosis obsesiva» (1913i).
Pero la existencia previa de una fuerte histeria vuelve a nuestro caso menos trasparente en este aspecto.
Concluiré el panorama del desarrollo sexual de nuestro paciente con unos breves pantallazos sobre sus ulteriores mudanzas. Con la pubertad emergió en él la corriente que ha de llamarse normal: la corriente masculina, de intensa sensualidad, con la meta sexual de la organización genital; sus peripecias llenan la época que termina en la contracción de su enfermedad posterior. Esa corriente se anudaba directamente a la escena con Grusha, de esta tomaba prestado el carácter de un enamoramiento compulsivo, que llegaba y se iba al modo de un ataque, y debió luchar con los restos que partían de las neurosis infantiles. Con una irrupción violenta hacia la mujer, se había conquistado al fin la plena masculinidad; este objeto sexual fue retenido en lo sucesivo, pero el paciente no gozó de su posesión porque una intensa inclinación hacia el varón, ahora enteramente inconciente, que reunía en sí todas las fuerzas de las fases anteriores, lo apartó una y otra vez del objeto femenino y lo constriñó a exagerar en los intervalos la dependencia respecto de la mujer. En la cura presentó la queja de que no podía cohabitar con la mujer, y todo el trabajo se dirigió a descubrir su relación con el varón, inconciente para él. Resumiéndolo en una fórmula: su infancia estuvo caracterizada por la oscilación entre actividad y pasividad; su pubertad, por la brega en torno de la masculinidad, y el período que siguió a la contracción de su enfermedad, por la lucha en torno del objeto de la aspiración masculina. La ocasión de esta enfermedad no se sitúa entre los «tipos de contracción de neurosis» que me fue posible reunir como casos especiales de la «frustración» (ver nota(113)), y llama así la atención sobre la existencia de una laguna en esa serie. El paciente se quebrantó cuando una afección orgánica de los genitales revivió su angustia ante la castración, su narcisismo se desmoronó compeliéndolo a resignar su expectativa de ser un predilecto del destino. Por tanto, enfermó a raíz de una «frustración» narcisista. Esta hiperintensidad de su narcisismo armonizaba por entero con los otros indicios de un desarrollo sexual inhibido: que su elección amorosa heterosexual concentrara en sí, a pesar de toda su energía, tan pocas aspiraciones psíquicas, y que la actitud homosexual, tanto más vecina al narcisismo, se hubiera afirmado en él con tal tenacidad como un poder inconciente. Desde luego, frente a perturbaciones de esta índole la cura psicoanalítica no puede producir un ímpetu subvirtiente instantáneo y una equiparación a un desarrollo normal, sino sólo eliminar los obstáculos y hacer transitable el camino para que los influjos de la vida lleguen a imprimir al desarrollo mejores orientaciones.
Paso ahora a resumir particularidades de su naturaleza psíquica que la cura psicoanalítica descubrió, pero sin poder esclarecerlas más ni, por tanto, obtener un influjo inmediato: la ya mencionada tenacidad de la fijación, el desarrollo extraordinario de la inclinación ambivalente y,

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como tercer rasgo de una constitución que merece el nombre de arcaica, la aptitud para conservar unas junto a las otras, y en condiciones funcionales, investiduras libidinosas de las más diversas clases y contradictorias entre sí. La permanente oscilación entre ellas, en virtud de la cual su tramitación y el progreso parecieron excluidos durante largo tiempo, dominaron el cuadro clínico de la época posterior, que aquí sólo pude rozar de pasada. Sin duda alguna, este era un rasgo característico de lo inconciente, que en él se había continuado en los procesos devenidos concientes; pero sólo se hacía patente en los resultados de mociones afectivas, pues en ámbitos puramente lógicos el enfermo demostraba más bien una particular destreza para pesquisar contradicciones e incompatibilidades. Así, su vida anímica produce una impresión parecida a la de la religión del antiguo Egipto, que se vuelve irrepresentable para nosotros por el hecho de que los estadíos de desarrollo se conservan junto a los productos finales; ella mantiene en vigencia los dioses más arcaicos y los más antiguos significados de Dios junto a los más recientes, extendiendo por una superficie lo que en otros desarrollos deviene en el sentido de la profundidad.
He llegado al término de lo que me propuse comunicar acerca de este caso patológico. Entre los numerosos problemas que sugiere, sólo dos me parecen merecedores de una particular mención en estas páginas. El primero atañe a los esquemas {Schema} congénitos por vía filogenética, que, como unas «categorías» filosóficas, procuran la colocación de las impresiones vitales. Sustentaría la concepción de que son unos precipitados de la historia de la cultura humana. El complejo de Edipo, que abarca el vínculo del niño con sus progenitores, se cuenta entre ellos; es, más bien, el ejemplo mejor conocido de esta clase. Donde las vivencias no se adecuan al esquema hereditario, se llega a una refundición de ellas en la fantasía, cuya obra sería por cierto muy provechoso estudiar en detalle. Precisamente estos casos son aptos para probarnos la existencia autónoma del esquema. A menudo podemos observar que el esquema triunfa sobre el vivenciar individual; en nuestro caso, por ejemplo, el padre deviene el castrador y pasa a ser el que amenaza la sexualidad infantil pese a la presencia de un complejo de Edipo invertido en todo lo demás. Otro efecto de esto mismo es que la nodriza aparezca en el lugar de la madre o se fusione con ella. Las contradicciones del vivenciar respecto del esquema parecen aportar una rica tela a los conflictos infantiles.
El segundo problema no está muy alejado del anterior, pero su peso es incomparablemente mayor. Si uno considera la conducta del niño de cuatro años frente a la escena primordial reactivada (ver nota(114)); más aún, si uno piensa en las reacciones mucho más simples del niño de 1 1/2 año, al vivenciar esta escena, apenas podrá apartar de sí la concepción de que en el niño coopera una suerte de saber difícil de determinar, algo como una preparación para entender (ver nota(115)). En qué pueda consistir esto, he ahí algo que se sustrae de toda representación; sólo disponemos de una marcada analogía con el vasto saber instintivo de los animales.
Si también en el ser humano existiera un patrimonio instintivo de esa índole, no sería asombroso que recayera muy especialmente sobre los procesos de la vida sexual, si bien no podría estar limitado a ella. Eso instintivo sería el núcleo de lo inconciente, una actividad mental primitiva que luego la razón de la humanidad -a esta razón es preciso adquirirla- destrona, superponiéndosele, pero que con harta frecuencia, quizás en todas las personas, conserva la fuerza suficiente para atraer hacia sí los procesos anímicos superiores. La represión sería el regreso a ese estadio instintivo, y el ser humano pagaría entonces con su capacidad para la neurosis esa su grande y nueva adquisición, y con la posibilidad de las neurosis atestiguaría la existencia de aquel estadio previo, regido por el instinto. Y así el significado de los traumas de la temprana infancia residiría en aportar a eso inconciente un material que lo protege de ser consumido por el desarrollo subsiguiente.
He llegado al término de lo que me propuse comunicar acerca de este caso patológico. Entre los numerosos problemas que sugiere, sólo dos me parecen merecedores de una particular mención en estas páginas. El primero atañe a los esquemas {Schema} congénitos por vía filogenética, que, como unas «categorías» filosóficas, procuran la colocación de las impresiones vitales. Sustentaría la concepción de que son unos precipitados de la historia de la cultura humana. El complejo de Edipo, que abarca el vínculo del niño con sus progenitores, se cuenta entre ellos; es, más bien, el ejemplo mejor conocido de esta clase. Donde las vivencias no se adecuan al esquema hereditario, se llega a una refundición de ellas en la fantasía, cuya obra sería por cierto muy provechoso estudiar en detalle. Precisamente estos casos son aptos para probarnos la existencia autónoma del esquema. A menudo podemos observar que el esquema triunfa sobre el vivenciar individual; en nuestro caso, por ejemplo, el padre deviene el castrador y pasa a ser el que amenaza la sexualidad infantil pese a la presencia de un complejo de Edipo invertido en todo lo demás. Otro efecto de esto mismo es que la nodriza aparezca en el lugar de la madre o se fusione con ella. Las contradicciones del vivenciar respecto del esquema parecen aportar una rica tela a los conflictos infantiles.
El segundo problema no está muy alejado del anterior, pero su peso es incomparablemente mayor. Si uno considera la conducta del niño de cuatro años frente a la escena primordial reactivada (ver nota(114)); más aún, si uno piensa en las reacciones mucho más simples del niño de 1 1/2 año, al vivenciar esta escena, apenas podrá apartar de sí la concepción de que en el niño coopera una suerte de saber difícil de determinar, algo como una preparación para entender (ver nota(115)). En qué pueda consistir esto, he ahí algo que se sustrae de toda representación; sólo disponemos de una marcada analogía con el vasto saber instintivo de los animales.
Si también en el ser humano existiera un patrimonio instintivo de esa índole, no sería asombroso que recayera muy especialmente sobre los procesos de la vida sexual, si bien no podría estar limitado a ella. Eso instintivo sería el núcleo de lo inconciente, una actividad mental primitiva que luego la razón de la humanidad -a esta razón es preciso adquirirla- destrona, superponiéndosele, pero que con harta frecuencia, quizás en todas las personas, conserva la fuerza suficiente para atraer hacia sí los procesos anímicos superiores. La represión sería el regreso a ese estadio instintivo, y el ser humano pagaría entonces con su capacidad para la neurosis esa su grande y nueva adquisición, y con la posibilidad de las neurosis atestiguaría la existencia de aquel estadio previo, regido por el instinto. Y así el significado de los traumas de la temprana infancia residiría en aportar a eso inconciente un material que lo protege de ser consumido por el desarrollo subsiguiente.
Sé que diversos autores han formulado parecidas ideas que destacan el factor hereditario, filogenéticamente adquirido, en la vida anímica; y aun considero que se era demasiado proclive a otorgarles un lugar dentro de la apreciación psicoanalítica. Sólo me parecen admisibles cuando el psicoanálisis, obedeciendo al correcto itinerario de instancias, cae sobre la pista de lo heredado tras irrumpir por el estrato de lo adquirido individualmente. (Ver Nota agregada en 1924(116))
Apéndice. Historiales clínicos más extensos de Freud
[La fecha que aparece a la izquierda es aproximadamente la del año de redacción; la que figura luego de cada uno de los títulos corresponde al año de publicación y remite al ordenamiento adoptado en la bibliografía del final del volumen.]1894 «Emmy von N.», «Lucy R.», «Katharina», «Elisabeth von R. », en Estudios sobre la histeria (1895d).
1901 «Fragmento de análisis de un caso de histeria» (caso de «Dora») (1905e).

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1909 «Análisis de la fobia de un niño de cinco años» (caso del pequeño Hans) (1909b; véase
también 1922c). 1909 «A propósito de un caso de neurosis obsesiva» (caso del «Hombre de las Ratas») (1909d; Véase también 1955a).
1910 «Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (dementia paranoides) descrito autobiográficamente» (caso de Schreber) ( 1911c; véase también 1912a). 1914 «De la historia de una neurosis infantil» (caso del «Hombre de los Lobos») (1918b). 1915 «Un caso de paranoia que contradice la teoría psicoanalítica» (1915f). 1919 «Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina» (1920a).


también 1922c). 1909 «A propósito de un caso de neurosis obsesiva» (caso del «Hombre de las Ratas») (1909d; Véase también 1955a).
1910 «Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (dementia paranoides) descrito autobiográficamente» (caso de Schreber) ( 1911c; véase también 1912a). 1914 «De la historia de una neurosis infantil» (caso del «Hombre de los Lobos») (1918b). 1915 «Un caso de paranoia que contradice la teoría psicoanalítica» (1915f). 1919 «Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina» (1920a).

«Über Triebumsetzungen, insbesondere der Analerotik»
Nota introductoria(117)
Hace unos cuantos años, la observación psicoanalítica me sugirió la conjetura de que la coincidencia constante de estas tres cualidades del carácter: ordenado, ahorrativo y terco, es indicio de un refuerzo de los componentes anal-eróticos en la constitución sexual de esas personas, pero que en el curso de su desarrollo tales modos de reacción privilegiados del yo llegaron a plasmarse por vía del consumo de su erotismo anal (ber nota(118)).
En aquel tiempo me interesaba dar a conocer un vínculo discernido en los hechos; cuidé poco de su apreciación teórica. Desde entonces se ha generalizado la concepción de que cada una de las tres cualidades, avaricia, minuciosidad pedante y terquedad, proviene de las fuentes pulsionales del erotismo anal o (dicho de manera más cauta y completa) recibe poderosos suplementos de esas fuentes. En efecto, los casos a quienes la reunión de los tres defectos de carácter ya mencionados imprimía un sello particular (carácter anal) no eran sino los extremos, y en ellos el nexo que nos interesa no podía menos que traslucirse incluso para una observación poco perspicaz.
Algunos años después, a partir de una profusión de impresiones y guiado por una experiencia analítica de particular fuerza probatoria, extraje la conclusión de que en el desarrollo de la libido humana había que suponer, antes de la fase del primado genital, una «organización pregenital» en la que el sadismo y el erotismo anal desempeñan los papeles rectores (ver nota(119)).
A partir de ese momento ya no podía posponerse la pregunta por la ulterior pervivencia de las mociones pulsionales anal-eróticas. ¿Cuál fue su destino después que perdieron su sígnificatividad para la vida sexual tras el establecimiento de la organización genital definitiva? ¿Sobreviven como tales, sólo que en el estado de la represión? ¿Son sometidas a la sublimación o consumidas por trasposición en cualidades del carácter? ¿O hallan acogida en la nueva conformación de la sexualidad regida por el primado de los genitales? O mejor dicho, puesto que no es probable que ninguno de estos destinos del erotismo anal sea el excluyente, ¿en qué escala y de qué manera contribuyen estas diversas posibilidades a decidir sobre los destinos del erotismo anal, cuyas fuentes orgánicas no podrían ser cegadas por la emergencia de la organización genital?

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Se creería imposible que faltara material para responder estas preguntas, pues los correspondientes procesos de desarrollo y trasposición tienen que haberse consumado en todas las personas que pasan a ser objeto de la indagación psicoanalítica. Sin embargo, este material es tan impenetrable, es tanta la confusión que produce la plétora de impresiones siempre recurrentes, que tampoco hoy puedo proporcionar una solución acabada del problema, sino sólo aportes para una solución. De pasada, no hay razón para que desaproveche la oportunidad de mencionar, si el contexto lo permite, algunas otras trasposiciones pulsionales que no atañen al erotismo anal. Por último, apenas hace falta destacar que los procesos de desarrollo descritos -como sucede en otros que aborda el psicoanálisis- fueron dilucidados a partir de las regresiones a que se vieron constreñidos por los procesos neuróticos.
Puede servir como punto de partida de estas elucidaciones la impresión de que en las producciones de *lo inconciente -ocurrencias, fantasías y síntomas- los conceptos de caca (dinero, regalo)(120),hijo y pene se distinguen con dificultad y fácilmente son permutados entre sí. Al expresarnos de este modo sabemos, desde luego, que transferimos sin derecho a lo inconciente designaciones valederas en otros campos de la vida anímica y nos dejamos extraviar por las ventajas que conlleva una comparación. Repitamos, pues, de una manera menos expuesta a objeciones, que esos elementos a menudo son tratados en lo inconciente como si fueran equivalentes entre sí y se pudiera sustituir sin reparo unos por otros.
Esto se aprecia mejor respecto de los vínculos entre «hijo» y «pene». Tiene que poseer algún significado el hecho de que ambos puedan ser sustituidos por un símbolo común tanto en el lenguaje simbólico del sueño como en el de la vida cotidiana. Al hijo y al pene se los llama el «pequeño» {«das Kleine»} (ver nota(121)). Es bien sabido que el lenguaje simbólico suele prescindir de la diferencia entre los sexos. El «pequeño», que originariamente mentaba al miembro masculino, puede pasar a designar secundariamente el genital femenino.
Si se investiga con la suficiente profundidad la neurosis de una mujer, no es raro toparse con el deseo reprimido de poseer un pene como el varón. Un fracaso accidental en su vida como mujer, que en sí mismo es hartas veces consecuencia de una fuerte disposición masculina, ha reactivado este deseo infantil (que clasificamos como «envidia del pene» dentro del complejo de castración) y lo ha hecho convertirse, por el reflujo de la libido, en el principal portador de los síntomas neuróticos. En otras mujeres no se registra en absoluto este deseo del pene; su lugar está ocupado por el deseo del hijo, cuya frustración en su vida puede desencadenar la neurosis. Es como si estas mujeres hubieran entendido -desde luego, esto no pudo haber actuado en calidad de motivo- que la naturaleza ha dado a la mujer el hijo como sustituto de lo otro que se vio precisada a denegarle. En otras mujeres, aún, se averigua que ambos deseos estuvieron presentes en la infancia y se relevaron el uno al otro. Primero quisieron tener un pene como el varón y en una época posterior, siempre dentro de la infancia, apareció en su remplazo el deseo de tener un hijo. Uno no puede rechazar la impresión de que factores accidentales de la vida infantil -la presencia o ausencia de hermanos, el vivenciar el nacimiento de un nuevo niño en una época favorable de la vida- son los responsables de esta diversidad, de suerte que el deseo del pene sería en el fondo idéntico al deseo del hijo.
Podemos indicar el destino que experimenta ese deseo infantil del pene cuando en la vida posterior están ausentes las condiciones de las neurosis. Se muda entonces en el deseo del varón; el varón es aceptado como un apéndice del pene. Mediante esa mudanza, una moción contraria a la función sexual femenina se convierte en una favorable a ella. De ese modo se posibilita a esas mujeres una vida amorosa según el tipo masculino del amor de objeto, que puede afirmarse junto al genuinamente femenino, derivado del narcisismo. Ya hemos dicho que en otros casos es sólo el hijo el que produce el paso del amor narcisista de sí mismo al amor de objeto (ver nota(122)). Por consiguiente, también en este punto el hijo puede ser subrogado por el pene.

Puede servir como punto de partida de estas elucidaciones la impresión de que en las producciones de *lo inconciente -ocurrencias, fantasías y síntomas- los conceptos de caca (dinero, regalo)(120),hijo y pene se distinguen con dificultad y fácilmente son permutados entre sí. Al expresarnos de este modo sabemos, desde luego, que transferimos sin derecho a lo inconciente designaciones valederas en otros campos de la vida anímica y nos dejamos extraviar por las ventajas que conlleva una comparación. Repitamos, pues, de una manera menos expuesta a objeciones, que esos elementos a menudo son tratados en lo inconciente como si fueran equivalentes entre sí y se pudiera sustituir sin reparo unos por otros.
Esto se aprecia mejor respecto de los vínculos entre «hijo» y «pene». Tiene que poseer algún significado el hecho de que ambos puedan ser sustituidos por un símbolo común tanto en el lenguaje simbólico del sueño como en el de la vida cotidiana. Al hijo y al pene se los llama el «pequeño» {«das Kleine»} (ver nota(121)). Es bien sabido que el lenguaje simbólico suele prescindir de la diferencia entre los sexos. El «pequeño», que originariamente mentaba al miembro masculino, puede pasar a designar secundariamente el genital femenino.
Si se investiga con la suficiente profundidad la neurosis de una mujer, no es raro toparse con el deseo reprimido de poseer un pene como el varón. Un fracaso accidental en su vida como mujer, que en sí mismo es hartas veces consecuencia de una fuerte disposición masculina, ha reactivado este deseo infantil (que clasificamos como «envidia del pene» dentro del complejo de castración) y lo ha hecho convertirse, por el reflujo de la libido, en el principal portador de los síntomas neuróticos. En otras mujeres no se registra en absoluto este deseo del pene; su lugar está ocupado por el deseo del hijo, cuya frustración en su vida puede desencadenar la neurosis. Es como si estas mujeres hubieran entendido -desde luego, esto no pudo haber actuado en calidad de motivo- que la naturaleza ha dado a la mujer el hijo como sustituto de lo otro que se vio precisada a denegarle. En otras mujeres, aún, se averigua que ambos deseos estuvieron presentes en la infancia y se relevaron el uno al otro. Primero quisieron tener un pene como el varón y en una época posterior, siempre dentro de la infancia, apareció en su remplazo el deseo de tener un hijo. Uno no puede rechazar la impresión de que factores accidentales de la vida infantil -la presencia o ausencia de hermanos, el vivenciar el nacimiento de un nuevo niño en una época favorable de la vida- son los responsables de esta diversidad, de suerte que el deseo del pene sería en el fondo idéntico al deseo del hijo.
Podemos indicar el destino que experimenta ese deseo infantil del pene cuando en la vida posterior están ausentes las condiciones de las neurosis. Se muda entonces en el deseo del varón; el varón es aceptado como un apéndice del pene. Mediante esa mudanza, una moción contraria a la función sexual femenina se convierte en una favorable a ella. De ese modo se posibilita a esas mujeres una vida amorosa según el tipo masculino del amor de objeto, que puede afirmarse junto al genuinamente femenino, derivado del narcisismo. Ya hemos dicho que en otros casos es sólo el hijo el que produce el paso del amor narcisista de sí mismo al amor de objeto (ver nota(122)). Por consiguiente, también en este punto el hijo puede ser subrogado por el pene.
Tuve oportunidad de enterarme de sueños de mujeres tras sus primeras cohabitaciones. Revelaban inequívocamente el deseo de guardar consigo al pene que habían sentido, y por tanto respondían, prescindiendo del fundamento libidinoso, a una regresión pasajera del varón al pene como objeto de deseo. Sin duda, se tenderá a reconducir de una manera puramente racionalista el deseo del varón al deseo del hijo, pues en algún momento se llegará a entender que sin la adjunción del varón no se puede tener el hijo. Pero acaso ocurra más bien que el deseo del varón nazca independientemente del deseo del hijo, y que el viejo deseo del pene se le acople como un refuerzo libidinoso inconciente cuando aquel emerge por motivos comprensibles, que pertenecen por entero a la psicología del yo.
El valor del proceso descrito reside en que transporta hasta la feminidad un fragmento de la masculinidad narcisista de la joven y así lo vuelve inocuo para la función sexual femenina. Por otro camino, también un sector del erotismo de la fase pregenital deviene idóneo para ser aplicado en la fase del primado genital. El hijo es considerado por cierto como «Lumpf» (véase el análisis del pequeño Hans)(123), como algo que se desprende del cuerpo por el intestino; así, un monto de investidura libidinosa aplicado al contenido del intestino puede extenderse al niño nacido a través de él. Un testimonio lingüístico de esta identidad entre hijo y caca es el giro «recibir de regalo un hijo». En efecto, la caca es el primer regalo, una parte de su cuerpo de la que el lactante sólo se separa a instancias de la persona amada y con la que le testimonia también su ternura sin que se lo pida, pues en general no empuerca a personas ajenas. (Con la orina se producen reacciones parecidas, aunque no tan intensas.) En torno de la defecación se presenta para el niño una primera decisión entre la actitud narcisista y la del amor de objeto. 0 bien entrega obediente la caca, la «sacrifica» al amor, o la retiene para la satisfacción autoerótica o, más tarde, para afirmar su propia voluntad. Con esta última decisión queda constituido el desafío (terquedad) que nace, pues, de una porfía narcisista en el erotismo anal.
Es probable que el siguiente significado hacia el que avanza la caca no sea oro-dinero, sino regalo. El niño no conoce otro dinero que el regalado, no posee dinero ganado ni propio, heredado. Como la caca es su primer regalo, trasfiere fácilmente su interés de esa sustancia a la que le aguarda en la vida como el regalo más importante. Quien dude de esta derivación del regalo, que recurra a su propia experiencia en el tratamiento psicoanalítico, estudie los regalos que como médico recibe del enfermo y tenga en cuenta las tormentas de trasferencia que puede provocar en el paciente mediante un regalo.
Entonces, una parte del interés por la caca se continúa en el interés por el dinero; otra parte se transporta al deseo de! hijo. Ahora bien, en este último coinciden una moción anal-erótica y una moción genital (envidia del pene). Pero el pene posee también una significatividad anal-erótica independiente del interés infantil. En efecto, el nexo entre el pene y el tubo de mucosa llenado y excitado por él encuentra ya su prototipo en la fase pregenital, sádico-anal. El bolo fecal o el

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«palo de caca», según la expresión de un pacientes por así decir el primer pene, y la mucosa excitada es la del recto. Hay personas cuyo erotismo anal ha permanecido intenso e inmutado hasta la época de la prepubertad (diez a doce años); en ellas se averigua que ya durante esta fase pregenital habían desarrollado, en fantasías y jugueteos perversos, una organización análoga a la genital en que pene y vagina estaban subrogados por el palo de caca y el intestino. En otros -neuróticos obsesivos- se puede tener noticia del resultado de una degradación regresiva de la organización genital. Se exterioriza en que toda clase de fantasías originariamente de concepción genital se trasladan a lo anal, el pene es sustituido por el palo de caca, la vagina por el intestino.
Cuando el interés por la caca retrocede de manera normal, la analogía orgánica aquí expuesta hace que aquel se trasfiera al pene. Si luego en la investigación sexual (ver nota(124)) se averigua que el hijo ha nacido del intestino, él pasará a ser el principal heredero del erotismo anal, pero el predecesor del hijo había sido el pene, tanto en este como en aquel sentido.
Estoy convencido de que los múltiples nexos dentro de la serie caca-pene-hijo se han vuelto ahora enteramente inabarcables, y por eso intentaré subsanar esa falta mediante una figuración gráfica en cuyo examen se puede volver a apreciar el mismo material, pero en otra secuencia. Por desdicha, este medio técnico no es lo bastante flexible para nuestros propósitos, o todavía no hemos aprendido a usarlo adecuadamente. Ruego entonces no se planteen exigencias rigurosas al esquema adjunto.

Otra pieza de este nexo se discierne con mayor nitidez en el varón. Se establece cuando la investigación sexual del niño lo ha puesto en conocimiento de la falta de pene en la mujer. Así, el pene es discernido como algo separable del cuerpo y entra en analogía con la caca, que fue el primer trozo de lo corporal al que se debió renunciar. De ese modo el viejo desafío anal entra en la constitución del complejo de castración. La analogía orgánica a consecuencia de la cual el contenido del intestino figuraba el precursor del pene durante la fase pregenital no puede contar como motivo; sin embargo, halla un sustituto psíquico mediante la investigación sexual.
Cuando aparece el hijo, la investigación sexual lo discierne como «Lumpf» y lo inviste con un potente interés, anal-erótico. El deseo del hijo recibe un segundo complemento de la misma fuente cuando la experiencia social enseña que el hijo puede concebirse como prueba de amor, como regalo. Los tres, columna de caca, pene e hijo, son cuerpos sólidos que al penetrar o salir excitan un tubo de mucosa (el recto y la vagina, que, según una feliz expresión de Lou Andreas-Salomé, le ha tomado terreno en arriendo) (ver nota(125)). De ese estado de cosas, la investigación sexual infantil sólo puede llegar a saber que el hijo sigue el mismo camino que la columna de heces; por regla general, ella no llega a descubrir la función del pene. No obstante, es interesante ver que una armonía orgánica vuelva a salir a la luz en lo psíquico, tras muy numerosos rodeos, como una identidad inconciente.

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Nota introductoria(126)
Desde el comienzo mismo quiero decir que no me refiero a una dificultad intelectual, algo que impidiera al receptor (oyente o lector) entender el psicoanálisis, sino a una dificultad afectiva: algo por lo cual el psicoanálisis se enajena los sentimientos del receptor disuadiéndolo de prestarle interés o creencia. Como se advierte, ambas clases de dificultades desembocan en lo mismo. Quien no pueda dispensar suficiente simpatía a una causa tampoco la comprenderá muy fácilmente.
Por miramiento hacia el lector, a quien me lo represento por entero neutral, debo remontarme un poco más atrás. A partir de un gran número de observaciones singulares y de impresiones, en el psicoanálisis se ha plasmado algo así como una teoría conocida bajo el nombre de teoría de la libido. Según es notorio, el psicoanálisis se ocupa de esclarecer y eliminar las perturbaciones llamadas neuróticas. Para resolver este problema se debía hallar un punto de abordaje, y se resolvió buscarlo en la vida pulsional del alma. Por eso unos supuestos sobre la vida pulsional del ser humano se convirtieron en la base de nuestra concepción de las neurosis.
La psicología que se enseña en nuestras escuelas nos proporciona escasísimas respuestas satisfactorias cuando le inquirimos por los problemas de la vida anímica. Pero en ningún campo sus informaciones son tan mezquinas como en el de las pulsiones.
Quedamos, pues, librados a nosotros mismos en cuanto a procurarnos aquí una primera orientación. La concepción popular divide entre hambre y amor como subrogantes de las pulsiones: de las que pujan por conservar al individuo y de las que aspiran a su reproducción. Adhiriendo a esta sugerente separación, nosotros distinguimos también en el psicoanálisis entre las pulsiones de autoconservación o yoicas y las pulsiones sexuales, y llamamos libido -apetencia sexual- a la fuerza con que la pulsión sexual emerge en la vida anímica, por analogía con lo que son el hambre, la voluntad de poder, etc., respecto de las pulsiones yoicas.
Partiendo de este supuesto hicimos entonces el primer descubrimiento sustantivo. Averiguamos que, para entender las neurosis, las pulsiones sexuales son -y con mucho- las de mayor valor; que las neurosis constituyen por así decir las enfermedades específicas de la pulsión sexual. Llegamos a saber que de la cantidad de la libido y de la posibilidad de satisfacerla y descargarla mediante esa satisfacción depende que un ser humano contraiga o no una neurosis; que la forma en que se contrae la enfermedad es comandada por la manera en que el individuo ha transitado la vía de desarrollo de la función sexual, o (en nuestra terminología) por las fijaciones que su libido ha experimentado en el curso de su desarrollo; y que cierta técnica de influjo psíquico, una técnica no muy sencilla, nos brinda un medio para esclarecer y al mismo tiempo cura muchos grupos de neurosis. Nuestro empeño terapéutico obtuvo su mayor éxito en cierta clase de neurosis que surgen del conflicto entre las pulsiones yoicas y las sexuales. En efecto, en los seres humanos sucede que los reclamos de las pulsiones sexuales, reclamos que por cierto desbordan el ámbito del individuo, aparezcan ante el yo como unos peligros que amenazan su autoconservación o su autorrespeto. Entonces el yo se pone a la defensiva, deniega a las pulsiones sexuales la satisfacción deseada y las constriñe a los rodeos de una satisfacción sustitutiva, rodeos que se dan a conocer como síntomas neuróticos.
La terapia psicoanalítica consigue entonces someter el proceso represivo {proceso de desalojo} a una revisión y guiar el conflicto hacia un mejor desenlace, conciliable con la salud. Una oposición incomprensiva nos reprocha luego unilateralidad en nuestra estimación de las pulsiones sexuales: nos dicen que el ser humano tiene otros intereses además de los sexuales. Pero eso es algo que en ningún momento hemos olvidado ni desmentido. Nuestra unilateralidad es como la del químico que reconduce todas las combinaciones a la fuerza de la atracción química. Con ello no desconoce la fuerza de la gravedad; simplemente, deja su apreciación en manos del físico.
En el curso del trabajo terapéutico tenemos que preocuparnos por la distribución de la libido en el enfermo; pesquisamos aquellas representaciones-objeto a las cuales su libido está ligada, y la liberamos a fin de ponérsela a disposición del yo. Así llegamos a formarnos una imagen muy curiosa de la distribución inicial, primordial, de la libido en el ser humano. Nos vimos precisados a suponer que al comienzo del desarrollo individual toda libido (todo querer alcanzar erótico, toda capacidad de amor) se anuda a la persona propia; en nuestra terminología: inviste al yo propio.
Sólo más tarde acontece, por apuntalamiento en la satisfacción de las grandes necesidades vitales, que la libido desborda desde el yo sobre los objetos exteriores; únicamente entonces estamos en condiciones de discernir las pulsiones libidinosas como tales y distinguirlas de las pulsiones yoicas. La libido puede volver a desasirse de estos objetos y retirarse al interior del yo.
Al estado en que el yo retiene junto a sí a la libido lo llamamos narcisismo, en memoria de la leyenda griega del joven Narciso, que se enamoró de su propia imagen especular.
Atribuimos entonces al individuo un progreso cuando pasa del narcisismo al amor de objeto. Pero no creemos que la libido íntegra del yo pase nunca a los objetos. Cierto monto de libido permanece siempre junto al yo, cierta medida de narcisismo persiste aun en el más desarrollado amor de objeto. El yo es un gran reservorio del que fluye la libido destinada a los objetos y al que ella refluye desde los objetos. La libido de objeto fue primero libido yoica y puede volver a trasponerse en libido yoica. Para la salud integral de la persona es esencial que su libido no pierda su plena movilidad. A fin de ilustrar estas constelaciones, imaginemos una ameba cuya sustancia gelatinosa envía seudópodos, unas prolongaciones por las que se extiende la sustancia viva pero que en cualquier momento pueden ser replegadas de suerte de

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restablecer la forma de la porción de protoplasma.
c. Sin duda que la más sentida fue la tercera afrenta. la psicológica.
El hombre, aunque degradado ahí afuera, se siente soberano en su propia alma. El se ha creado en algún lugar del núcleo de su yo un órgano de vigilancia que examina sus propias mociones y acciones para determinar si armonizan con sus exigencias. Si no lo hacen, son inhibidas y relegadas sin miramientos. Su percepción interna, la conciencia, anoticia al yo de toda clase de procesos significativos que se desarrollan dentro de la fábrica anímica; y la voluntad, guiada por tales noticias, ejecuta lo que el yo ordena, modifica lo que querría consumarse de manera autónoma. En efecto, esa alma no es algo simple; más bien, es una jerarquía de instancias superiores y subordinadas, una maraña de impulsos que esfuerzan su ejecución independientemente unos de otros, de acuerdo con la multiplicidad de pulsiones y de vínculos con el mundo exterior, entre los cuales muchos son opuestos e inconciliables entre sí. La función requiere que la instancia suprema reciba noticia de todo cuanto se prepara y que su voluntad pueda penetrar en todas partes a fin de ejercer su influjo. Pero el yo se siente seguro de que sus noticias son completas y confiables, y seguro también de la viabilidad de sus órdenes.
Ahora bien: en ciertas enfermedades no es así entre ellas, justamente, en las neurosis estudiadas por nosotros. El yo se siente incómodo, tropieza con límites a su poder en su propia casa, el alma. De pronto afloran pensamientos que no se sabe de dónde vienen; tampoco se puede hacer nada para expulsarlos. Y estos huéspedes extraños hasta parecen más poderosos que los sometidos al yo; resisten todos los ya acreditados recursos de la voluntad, permanecen impertérritos ante la refutación lógica, indiferentes al mentís de la realidad. 0 sobrevienen impulsos como si fueran de alguien ajeno, de suerte que el yo los desmiente, pese a lo cual no puede menos que temerlos y adoptar medidas preventivas contra ellos. El yo se dice que eso es una enfermedad, una invasión ajena, y redobla su vigilancia; pero no puede comprender por qué se siente paralizado de una manera tan rara.
Frente a esos hechos, la psiquiatría sin duda rechaza la idea de que unos espíritus ajenos se hubieran infiltrado en la vida anímica. Pero por lo demás se limita a decir, encogiéndose de hombros: «¡Degeneración, disposición hereditaria, inferioridad constitucional! ». El psicoanálisis se consagra a esclarecer esos ominosos{unheimlich} casos patológicos, emprende largas y cuidadosas indagaciones, se procura conceptos auxiliares y construcciones científicas, y por fin puede decir al yo: «No estás poseído por nada ajeno; es una parte de tu propia vida anímica la que se ha sustraído de tu conocimiento y del imperio de tu voluntad. Por eso tu defensa es tan endeble; luchas con una parte de tu fuerza contra la otra parte, no puedes reunir tu fuerza

Lo que he intentado describir mediante estas indicaciones es la teoría de la libido referida a las neurosis, sobre la cual se fundan todas nuestras concepciones acerca de la esencia de esos estados patológicos y nuestro proceder terapéutico frente a ellos. Desde luego, consideramos válidas las premisas de la teoría de la libido también para la conducta normal. Hablamos del narcisismo del niño pequeño, y adscribimos al narcisismo hiperintenso del hombre primitivo el hecho de que creyera en la omnipotencia de sus pensamientos y por eso pretendiera influir sobre los eventos del mundo exterior mediante la técnica de la magia.
Tras esta introducción, quisiera señalar que el narcisismo universal, el amor propio de la humanidad, ha recibido hasta hoy tres graves afrentas de la investigación científica.
a. El hombre creyó primero, en los comienzos de su investigación, que su morada, la Tierra, se encontraba en reposo en el centro del universo, mientras que el Sol, la Luna y los planetas se movían en torno de aquella describiendo órbitas. En verdad no hacía sino obedecer de manera ingenua a sus percepciones sensoriales; en efecto, él no registra movimiento alguno de la Tierra y, toda vez que en terreno despejado puede mirar en torno, se encuentra en el centro de un círculo que comprende al mundo exterior. Ahora bien, la posición central de la Tierra era para él una garantía de su papel dominante en el universo y le parecía que armonizaba bien con su inclinación a sentirse el amo de este mundo.
Asociamos el aniquilamiento de esta ilusión narcisista con el nombre y la obra de Nicolás Copérnico en el siglo xvi. Mucho antes, los pitagóricos habían puesto en duda la posición privilegiada de la Tierra, y, en el siglo iii a. de C., Aristarco de Samos sostuvo que la Tierra era mucho más pequeña que el Sol y se movía en torno de este cuerpo celeste. Vale decir que el gran descubrimiento de Copérnico ya había sido hecho antes de él. Pero cuando halló universal reconocimiento, el amor propio de los seres humanos experimentó su primera afrenta, la cosmológica.
b. En el curso de su desarrollo cultural, el hombre se erigió en el amo de sus semejantes animales. Mas no conforme con este predominio, empezó a interponer un abismo entre ellos y su propio ser. Los declaró carentes de razón y se atribuyó a sí mismo un alma inmortal, pretendiendo un elevado linaje divino que le permitió desgarrar su lazo de comunidad con el mundo animal. Cosa notable: esa arrogancia es ajena al niño pequeño, así como al primitivo y al hombre primordial. Es el resultado de un desarrollo presuntuoso más tardío. Al primitivo, en el estadio del totemismo, no le escandalizaba hacer remontar su linaje a un ancestro animal. El mito, que contiene el precipitado de aquella antigua mentalidad, atribuye figura animal a los dioses, y el arte de las primeras edades los plasma con cabeza de animal. El niño no siente diferencia alguna entre su propio ser y el del animal; no le asombra que los animales piensen y hablen en los cuentos; desplaza sobre el perro o el caballo un afecto de angustia que corresponde al padre humano, y ello sin intención de rebajar al padre. Sólo de adulto se enajena del animal hasta el punto de insultar a los seres humanos con el nombre de un animal.
Todos sabemos que fueron los estudios de Charles Darwin, de sus colaboradores y precursores, los que hace poco más de medio siglo pusieron término a esa arrogancia. El hombre no es nada diverso del animal, no es mejor que él; ha surgido del reino animal y es pariente próximo de algunas especies, más lejano de otras. Sus posteriores adquisiciones no lo capacitaron para borrar la semejanza dada tanto en el edificio de su cuerpo como en sus disposiciones anímicas. Pues bien; esta es la segunda afrenta, la biológica, al narcisismo humano.c. Sin duda que la más sentida fue la tercera afrenta. la psicológica.
El hombre, aunque degradado ahí afuera, se siente soberano en su propia alma. El se ha creado en algún lugar del núcleo de su yo un órgano de vigilancia que examina sus propias mociones y acciones para determinar si armonizan con sus exigencias. Si no lo hacen, son inhibidas y relegadas sin miramientos. Su percepción interna, la conciencia, anoticia al yo de toda clase de procesos significativos que se desarrollan dentro de la fábrica anímica; y la voluntad, guiada por tales noticias, ejecuta lo que el yo ordena, modifica lo que querría consumarse de manera autónoma. En efecto, esa alma no es algo simple; más bien, es una jerarquía de instancias superiores y subordinadas, una maraña de impulsos que esfuerzan su ejecución independientemente unos de otros, de acuerdo con la multiplicidad de pulsiones y de vínculos con el mundo exterior, entre los cuales muchos son opuestos e inconciliables entre sí. La función requiere que la instancia suprema reciba noticia de todo cuanto se prepara y que su voluntad pueda penetrar en todas partes a fin de ejercer su influjo. Pero el yo se siente seguro de que sus noticias son completas y confiables, y seguro también de la viabilidad de sus órdenes.
Ahora bien: en ciertas enfermedades no es así entre ellas, justamente, en las neurosis estudiadas por nosotros. El yo se siente incómodo, tropieza con límites a su poder en su propia casa, el alma. De pronto afloran pensamientos que no se sabe de dónde vienen; tampoco se puede hacer nada para expulsarlos. Y estos huéspedes extraños hasta parecen más poderosos que los sometidos al yo; resisten todos los ya acreditados recursos de la voluntad, permanecen impertérritos ante la refutación lógica, indiferentes al mentís de la realidad. 0 sobrevienen impulsos como si fueran de alguien ajeno, de suerte que el yo los desmiente, pese a lo cual no puede menos que temerlos y adoptar medidas preventivas contra ellos. El yo se dice que eso es una enfermedad, una invasión ajena, y redobla su vigilancia; pero no puede comprender por qué se siente paralizado de una manera tan rara.
Frente a esos hechos, la psiquiatría sin duda rechaza la idea de que unos espíritus ajenos se hubieran infiltrado en la vida anímica. Pero por lo demás se limita a decir, encogiéndose de hombros: «¡Degeneración, disposición hereditaria, inferioridad constitucional! ». El psicoanálisis se consagra a esclarecer esos ominosos{unheimlich} casos patológicos, emprende largas y cuidadosas indagaciones, se procura conceptos auxiliares y construcciones científicas, y por fin puede decir al yo: «No estás poseído por nada ajeno; es una parte de tu propia vida anímica la que se ha sustraído de tu conocimiento y del imperio de tu voluntad. Por eso tu defensa es tan endeble; luchas con una parte de tu fuerza contra la otra parte, no puedes reunir tu fuerza

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íntegra como si combatieras a un enemigo externo. Y la que de ese modo ha entrado en oposición contigo y se ha vuelto independiente de ti ni siquiera es la peor parte o la menos importante de tus fuerzas anímicas. Me veo obligado a decir que la culpa reside en ti mismo. Has sobrestimado tu poder al creer que podrías hacer lo que quisieras con tus pulsiones anímicas y no te hacía falta tener miramiento alguno por sus propósitos. Entonces ellas se han sublevado y han emprendido sus propios, oscuros, caminos a fin de sustraerse de la sofocación, se han hecho justicia de una manera que a ti ya no puede parecerte justa. Y no te has enterado del modo en que lo consiguieron ni de los caminos que transitaron; sólo ha llegado a tu conocimiento el resultado de ese trabajo, el síntoma, que sientes como un padecimiento. No lo disciernes, entonces, como un retoño de tus propias pulsiones removidas, y no sabes que es su satisfacción sustitutiva.
»Ahora bien, sólo una circunstancia posibilita todo el proceso, a saber, que te encuentras en el error también en otro punto digno de consideración. Confías en estar enterado de todo lo importante que ocurre en tu alma porque tu conciencia te lo anuncia luego. Y cuando de algo no has tenido noticia en tu alma, supones tranquilamente que no está contenido en ella. Y aun llegas tan lejos que consideras "anímico" idéntico a "conciente", es decir, a lo que te es notorio, pese a las evidentísimas pruebas de que en tu vida anímica tiene que ocurrir de continuo algo más que lo que pueda devenirle notorio a tu conciencia. ¡Deja que se te instruya sobre este punto! Lo anímico en ti no coincide con lo conciente para ti; que algo ocurra en tu alma y que además te enteres de ello no son dos cosas idénticas. De ordinario, lo admito, el servicio que trasmite noticias a tu conciencia basta para tus necesidades. Puedes mecerte en la ilusión de que te enteras de todo lo más importante. Pero en muchos casos, por ejemplo en el de un conflicto pulsional como el mencionado, ese servicio noticioso falla y tu voluntad no llega más lejos que tu saber. Ahora bien, en todos los casos esas noticias de tu conciencia son incompletas y a menudo sospechosas; también sucede hartas veces que sólo llegas a conocer los acontecimientos cuando ya se consumaron y no los puedes cambiar. Aunque no estés enfermo, ¿quién podría abarcar todo lo que se mueve en tu alma y de lo cual no te enteras o recibes información falsa? Te comportas como un déspota absoluto que se conformara con las informaciones que le brindan sus consejeros áulicos y no descendiera hasta el pueblo para escuchar su voz. Entra en ti, en lo profundo de ti, y aprende primero a conocerte; luego comprenderás por qué debiste enfermar y acaso evitarás enfermarte».
Así instruiría el psicoanálisis al yo. Ahora bien, esos dos esclarecimientos: que la vida pulsional de la sexualidad en nosotros no puede domeñarse plenamente, y que los procesos anímicos son en sí inconcientes, volviéndose accesibles y sometiéndose al yo sólo a través de una percepción incompleta y sospechosa, equivalen a aseverar que et yo no es el amo en su propia casa. Ambos, reunidos, representan la tercera afrenta al amor propio, que yo llamaría psicológica. No cabe asombrarse, pues, de que el yo no otorgue su favor al psicoanálisis y se obstine en rehusarle su crédito.
Acaso entre los hombres sean los menos quienes tienen en claro cuán importantísimo paso, para la ciencia y para la vida, significaría el supuesto de unos procesos anímicos inconcientes. Apresurémonos a agregar, empero, que no fue el psicoanálisis el primero en darlo. Cabe citar como predecesores a renombrados filósofos, sobre todo al gran pensador Schopenhauer, cuya «voluntad» inconciente es equiparable a la «vida pulsional» del psicoanálisis. Es el mismo pensador, por lo demás, que con palabras de inolvidable acento ha recordado a los hombres la significación siempre subestimada de su pujar sexual (ver nota(127)). El psicoanálisis sólo ha tenido prioridad en esto: no se limitó a afirmar en abstracto esas dos tesis tan penosas para el narcisismo (la significación de la sexualidad y la condición de inconciente de la vida anímica), sino que las demostró en un material que toca personalmente a cada quien y lo obliga a tomar posición frente a ese problema. Pero por eso mismo se atrajo la aversión y las resistencias que no osan enfrentarse con el gran nombre del filósofo.
»Ahora bien, sólo una circunstancia posibilita todo el proceso, a saber, que te encuentras en el error también en otro punto digno de consideración. Confías en estar enterado de todo lo importante que ocurre en tu alma porque tu conciencia te lo anuncia luego. Y cuando de algo no has tenido noticia en tu alma, supones tranquilamente que no está contenido en ella. Y aun llegas tan lejos que consideras "anímico" idéntico a "conciente", es decir, a lo que te es notorio, pese a las evidentísimas pruebas de que en tu vida anímica tiene que ocurrir de continuo algo más que lo que pueda devenirle notorio a tu conciencia. ¡Deja que se te instruya sobre este punto! Lo anímico en ti no coincide con lo conciente para ti; que algo ocurra en tu alma y que además te enteres de ello no son dos cosas idénticas. De ordinario, lo admito, el servicio que trasmite noticias a tu conciencia basta para tus necesidades. Puedes mecerte en la ilusión de que te enteras de todo lo más importante. Pero en muchos casos, por ejemplo en el de un conflicto pulsional como el mencionado, ese servicio noticioso falla y tu voluntad no llega más lejos que tu saber. Ahora bien, en todos los casos esas noticias de tu conciencia son incompletas y a menudo sospechosas; también sucede hartas veces que sólo llegas a conocer los acontecimientos cuando ya se consumaron y no los puedes cambiar. Aunque no estés enfermo, ¿quién podría abarcar todo lo que se mueve en tu alma y de lo cual no te enteras o recibes información falsa? Te comportas como un déspota absoluto que se conformara con las informaciones que le brindan sus consejeros áulicos y no descendiera hasta el pueblo para escuchar su voz. Entra en ti, en lo profundo de ti, y aprende primero a conocerte; luego comprenderás por qué debiste enfermar y acaso evitarás enfermarte».
Así instruiría el psicoanálisis al yo. Ahora bien, esos dos esclarecimientos: que la vida pulsional de la sexualidad en nosotros no puede domeñarse plenamente, y que los procesos anímicos son en sí inconcientes, volviéndose accesibles y sometiéndose al yo sólo a través de una percepción incompleta y sospechosa, equivalen a aseverar que et yo no es el amo en su propia casa. Ambos, reunidos, representan la tercera afrenta al amor propio, que yo llamaría psicológica. No cabe asombrarse, pues, de que el yo no otorgue su favor al psicoanálisis y se obstine en rehusarle su crédito.