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lunes, 13 de enero de 2014

Volumen XIX: 12. Nota sobre la "pizarra mágica" (1925 [1924]) 13. La negación (1925) 14. Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos (1925) 15. Josef Popper-Lynkeus y la teoría del sueño (1923) 16. Escritos breves (1923-25

«Notiz über den "Wunderblock"»
Nota introductoria(260)
Si desconfío de mi memoria -es sabido que el neurótico lo hace en medida notable, pero también la persona normal tiene todas las razones para ello-, puedo complementar y asegurar su función mediante un registro escrito. La superficie que conserva el registro de los signos, pizarra u hoja de papel, se convierte por así decir en una. porción materializada del aparato mnémico que de ordinario llevo invisible en mí. Si tomo nota del sitio donde se encuentra depositado el «recuerdo» fijado de ese modo, puedo «reproducirlo» a voluntad en cualquier momento y tengo la seguridad de que se mantuvo inmodificado, vale decir, a salvo de las desfiguraciones que acaso habría experimentado en mi memoria.
Si quiero servirme con mayor amplitud de esta técnica para mejorar mi función mnémica, caigo en la cuenta de que dispongo de dos procedimientos diversos. En primer lugar, puedo escribir sobre una superficie que conserve incólume durante un tiempo indefinidamente largo la noticia que se le confía: por ejemplo, una hoja de papel sobre la cual escribo con tinta. Obtengo así una «huella mnémica duradera». La desventaja de este procedimiento consiste en que la capacidad de recepción de la superficie de escritura se agota pronto. La hoja se llena, no queda ya espacio para nuevos registros y me veo precisado a servirme de otra hoja, no escrita todavía. Y hasta la ventaja de este procedimiento, el hecho de que brinde una «huella duradera», puede perder su valor para mí, si mí interés por la noticia se extingue trascurrido cierto lapso y ya no quiero «conservarla en la memoria». El otro procedimiento está libre de ambos defectos. Por ejemplo, si escribo con tiza sobre una pizarra, dispongo de una superficie de recepción que sigue siendo receptiva sin límite temporal alguno y cuyos caracteres puedo destruir tan pronto dejen de interesarme, sin tener que desestimar por ello la superficie de escritura. La desventaja, en este caso, consiste en que no puedo obtener una huella duradera. Si quiero registrar nuevas noticias en la pizarra, me veo obligado a borrar las que ya la cubren. Por tanto, capacidad ¡limitada de recepción y conservación de huellas duraderas parecen excluirse en los expedientes con que sustituimos a nuestra memoria; o bien es preciso renovar la superficie receptora, o bien hay que aniquilar los signos registrados.
Todos los aparatos auxiliares que hemos inventado para mejorar o reforzar nuestras funciones sensoriales están construidos como el órgano sensorial mismo o partes de él (gafas, cámara fotográfica, trompeta para sordos, etc.). (ver nota)(261) Comparados con estos, los dispositivos auxiliares de nuestra memoria parecen particularmente deficientes; en efecto, nuestro aparato anímico opera lo que ellos no pueden: es ilimitadamente receptivo para percepciones siempre nuevas, y además les procura huellas mnémicas duraderas -aunque no inalterables- Ya en La interpretación de los sueños (1900a(262)) formulé la conjetura de que esta insólita capacidad debía atribuirse a la operación de dos sistemas diferentes (dos órganos del aparato anímico). Poseeríamos un sistema P-Cc que recoge las percepciones, pero no conserva ninguna huella duradera de ellas, de suerte que puede comportarse como una hoja no escrita respecto de cada percepción nueva. Las huellas duraderas de las excitaciones recibidas tendrían cabida en «sistemas mnémicos» situados detrás. Después, en Más allá del principio de placer (1920g(263)) puntualicé que el inexplicado fenómeno de la conciencia surgiría en el sistema percepción en lugar de las huellas duraderas.
Ahora bien, hace algún tiempo ha aparecido en el comercio, con el nombre de «pizarra mágica», un pequeño artificio que promete un mayor rendimiento que la hoja de papel o la pizarra. No pretende ser otra cosa que una pizarra 1 la que pueden eliminarse los caracteres mediante un cómodo manejo. Pero si uno lo estudia de más cerca, halla una notable concordancia entre su construcción y la de nuestro aparato perceptivo tal como yo lo he supuesto, y se convence de que efectivamente puede ofrecer ambas cosas: una superficie perceptiva siempre dispuesta y huellas duraderas de los caracteres recibidos.
La pizarra mágica es una tablilla de cera o resina de color oscuro, colocada en un marco de cartón; hay sobre ella una hoja delgada, trasparente, fija en el extremo superior de la tablilla de cera, y libre en el inferior. Esta hoja es la parte más interesante del pequeño aparato. Consta de dos estratos que pueden separarse entre sí, salvo en ambos márgenes trasversales. El de arriba es una lámina trasparente de celuloide, y el de abajo, un delgado papel encerado, también trasparente. Cuando el aparato no se usa, la superficie inferior del papel encerado adhiere levemente a la superficie superior de la tablilla de cera.
Para usar esta pizarra mágica, se trazan los signos sobre la lámina de celuloide de la hoja que recubre a la tablilla de cera. A tal efecto no se requiere lápiz ni tiza, pues la acción de escribir no consiste en aportar material a la superficie receptora. Es una vuelta al modo de escribir de los antiguos sobre tablillas de cera o de arcilla. Un punzón aguzado rasga la superficie, y sus incisiones producen el «escrito». En el caso de la pizarra mágica la acción de rasgar no es directa, sino que se produce por mediación de la hoja que sirve de cubierta. El punzón, en los lugares que toca, hace que la superficie inferior del papel encerado oprima la tablilla de cera, y estos surcos se vuelven visibles, como una escritura de tono oscuro, sobre la superficie clara y lisa del celuloide. Si se quiere destruir el registro, basta con tomar el margen inferior libre de la hoja de cubierta, y separarla de la tablilla de cera mediante un ligero movimiento. De ese modo cesa el íntimo contacto entre papel encerado y tablilla de cera en los lugares rasgados (es justamente lo que hace visible el escrito), y no vuelve a establecerse cuando ambas se tocan de nuevo. Ahora la pizarra mágica ha quedado libre de toda escritura y preparada para recibir nuevos registros.
Desde luego, las pequeñas imperfecciones del artificio carecen de todo interés para nosotros,
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puesto que sólo nos proponemos estudiar su semejanza con la estructura del aparato perceptivo del alma.
Si, estando escrita la pizarra mágica, se separa con cuidado la lámina de celuloide del papel encerado, se verá el escrito con igual nitidez sobre la superficie del segundo, y acaso se pregunte para qué se necesita de la lámina de celuloide de la hoja de cubierta. El experimento mostrará enseguida que el delgado papel se arrugaría o desgarraría fácilmente si se escribiese directamente sobre él con el punzón. La hoja de celuloide es entonces una cubierta que protege al papel encerado, apartando los influjos dañinos provenientes de afuera. El celuloide es una «protección antiestímulo»; el estrato genuinamente receptor es el papel. Ahora puedo señalar que en Más allá del principio de placer expuse que nuestro aparato de percepción consta de dos estratos: una protección antiestímulo externa, destinada a rebajar la magnitud de las excitaciones advinientes, y, bajo ella, la superficie receptora de estímulos, el sistema P-Cc.
La analogía no tendría mucho valor si no se la pudiera llevar más adelante. Separando toda la hoja de cubierta -celuloide y papel encerado- de la tablilla de cera, el escrito desaparece y, según hemos consignado, tampoco reaparece luego. La superficie de la pizarra mágica queda exenta de escritura, receptiva de nuevo. Pero es fácil comprobar que en la tablilla de cera misma se conserva la huella duradera de lo escrito, legible con una iluminación adecuada. Por tanto, el artificio no sólo ofrece, como la piz arra escolar, una superficie receptiva siempre utilizable, sino también huellas duraderas de los caracteres, como el papel común; resuelve el problema de reunir ambas operaciones distribuyéndolas en dos componentes -sistemasseparados, que se vinculan entre sí. Ahora bien, según mi supuesto ya mencionado, es ese exactamente el modo en que nuestro aparato anímico tramita la función de la percepción. El estrato receptor de estímulos -el sistema P-Cc- no forma huellas duraderas; las bases del recuerdo tienen lugar en otros sistemas, contiguos.
El hecho de que en la pizarra mágica no se saque partido de las huellas duraderas de los registros recibidos no necesita perturbarnos; baste con que estén presentes. Es evidente que la analogía entre un aparato auxiliar de esta clase y el órgano modelo tiene que terminar en alguna parte. En efecto, la pizarra mágica no puede «reproducir» desde adentro el escrito, una vez borrado; sería realmente una pizarra mágica si, a la manera de nuestra memoria, pudiera consumar eso. Comoquiera que fuese, ahora no me parece demasiado osado poner en correspondencia la hoja de cubierta, compuesta de celuloide y papel encerado, con el sistema P-Cc y su protección antiestímulo; la tablilla de cera, con el inconciente tras aquel, y el devenir-visible de lo escrito y su desaparecer, con la iluminación y extinción de la conciencia a raíz de la percepción. Confieso, no obstante, que me inclino a llevar más lejos aún la comparación.
En la pizarra mágica, el escrito desaparece cada vez que se interrumpe el contacto íntimo entre el papel que recibe el estímulo y la tablilla de cera que conserva la impresión. Esto coincide con una representación que me he formado hace mucho tiempo acerca del modo de funcionamiento del aparato anímico de la percepción, pero que me he reservado hasta ahora. (ver nota)(264) He supuesto que inervaciones de investidura son enviadas y vueltas a recoger en golpes periódicos rápidos desde el interior hasta el sistema P-Cc, que es completamente permeable. Mientras el sistema permanece investido de ese modo, recibe las percepciones acompañadas de conciencia y trasmite la excitación hacia los sistemas mnémicos inconcientes; tan pronto la investidura es retirada, se extingue la conciencia, y la operación del sistema se suspende. (ver nota)(265) Sería como si el inconciente, por medio del sistema PCc, extendiera al encuentro del mundo exterior unas antenas que retirara rápidamente después que estas tomaron muestras de sus excitaciones. Por tanto, hago que las interrupciones, que en la pizarra mágica sobrevienen desde afuera, se produzcan por la discontinuidad de la corriente de inervación; y la inexcitabilidad del sistema percepción, de ocurrencia periódica, remplaza en mi hipótesis a la cancelación efectiva del con. tacto. Conjeturo, además, que en este modo de trabajo discontinuo del sistema P-Cc se basa la génesis de la representación del tiempo.
Si se imagina que mientras una mano escribe sobre la superficie de la pizarra mágica, la otra separa periódicamente su hoja de cubierta de la tablilla de cera, se tendría una imagen sensible del modo en que yo intentaría representarme .a función de nuestro aparato anímico de la percepción. (ver nota)(266)
«Die Verneinung»
Nota introductoria(267)
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El modo en que nuestros pacientes producen sus ocurrencias durante el trabajo analítico nos da ocasión de hacer algunas interesantes observaciones. «Ahora usted pensará que quiero decir algo ofensivo, pero realmente no tengo ese propósito». Lo comprendemos: es el rechazo, por proyección, de una ocurrencia que acaba de aflorar. O bien: «Usted pregunta quién puede ser la persona del sueño. Mi madre no es». Nosotros rectificamos: Entonces es su madre. Nos tomamos la libertad, para interpretar, de prescindir de la negación y extraer el contenido puro de la ocurrencia. Es como si el paciente hubiera dicho en realidad: «Con respecto a esa persona se me ocurrió, es cierto, que era mi madre; pero no tengo ninguna gana de considerar esa ocurrencia». (ver nota)(268)
A veces es dable procurarse de manera muy cómoda el esclarecimiento buscado acerca de lo reprimido inconciente. Uno pregunta: «¿Qué considera usted lo más inverosímil de todo en aquella situación?». Si el paciente cae en la trampa y nombra aquello en que menos puede creer, casi siempre ha confesado lo correcto. Una neta contrapartida de ese experimento se produce a menudo en el neurótico obsesivo que ya ha sido iniciado en la inteligencia de sus síntomas. «He tenido una nueva representación obsesiva. Al punto se me ocurrió que podría significar esto en particular. Pero no, no puede ser cierto, pues de lo contrarío no se me habría podido ocurrir». Desde luego, lo que él desestima con este fundamento, espiado en la cura, es el sentido correcto de la nueva representación obsesiva.
Por tanto, un contenido de representación o de pensamiento reprimido puede irrumpir en la conciencia a condición de que se deje negar. La negación es un modo de tomar noticia de lo reprimido; en verdad, es ya una cancelación de la represión, aunque no, claro está, una aceptación de lo reprimido. Se ve cómo la función intelectual se separa aquí del proceso afectivo. Con ayuda de la negación es enderezada sólo una de las consecuencias del proceso represivo, a saber, la de que su contenido de representación no llegue a la con. ciencia. De ahí resulta una suerte de aceptación intelectual de lo reprimido con persistencia de lo esencial de la represión. (ver nota)(269) En el curso del trabajo analítico producimos a menudo otra variante, muy importante y bastante llamativa, de esa misma situación. Logramos triunfar también sobre la negación y establecer la plena aceptación intelectual de lo reprimido, a pesar de lo cual el proceso represivo mismo no queda todavía cancelado.
Puesto que es tarea de la función intelectual del juicio afirmar o negar contenidos de pensamiento, las consideraciones anteriores nos han llevado al origen psicológico de esa función. Negar algo en el juicio quiere decir, en el fondo, «Eso es algo que yo preferiría reprimir». El juicio adverso {Verurteilung} es el sustituto intelectual de la represión(270), su «no» es una marca de ella, su certificado de origen; digamos, como el «Made in Germany». Por medio del símbolo de la negación, el pensar se libera de las restricciones de la represión y se enriquece con contenidos indispensables para su operación.
La función del juicio tiene, en lo esencial, dos decisiones que adoptar. Debe atribuir o desatribuir una propiedad a una cosa, y debe admitir o impugnar la existencia de una representación en la realidad. La propiedad sobre la cual se debe decidir pudo haber sido originariamente buena o mala, útil o dañina. Expresado en el lenguaje de las mociones pulsionales orales, las más antiguas: «Quiero comer o quiero escupir esto». Y en una traducción más amplia: «Quiero introducir esto en mí o quiero excluir esto de mí». Vale decir: «Eso debe estar en mí o fuera de mí». El yo-placer originario quiere, como lo he expuesto en otro lugar, introyectarse todo lo bueno, arrojar de sí todo lo malo. Al comienzo son para él idénticos lo malo, lo ajeno al yo, lo que se encuentra afuera. (ver nota)(271)
La otra de las decisiones de la función del juicio, la que recae sobre la existencia real de una cosa del mundo representada, es un interés del yo-realidad definitivo, que se desarrolla desde el yo-placer inicial (examen de realidad). Ahora ya no se trata de si algo percibido (una cosa del mundo) debe ser acogido o no en el interior del yo, sino de sí algo presente como representación dentro del yo puede ser reencontrado también en la percepción (realidad). De nuevo, como se ve, estamos frente a una cuestión de afuera y adentro. Lo no real, lo meramente representado, lo subjetivo, es sólo interior; lo otro, lo real, está presente también ahí afuera. En este desarrollo se deja de lado el miramiento por el principio de placer. La experiencia ha enseñado que no sólo es importante que una cosa del mundo (objeto de satisfacción) posea la propiedad «buena», y por tanto merezca ser acogida en el yo, sino también que se encuentre ahí, en el mundo exterior, de modo que uno pueda apoderarse de ella si lo necesita.
Para comprender este progreso es preciso recordar que todas las representaciones provienen de percepciones, son repeticiones de estas. Por lo tanto, originariamente ya la existencia misma de la representación es una carta de ciudadanía que acredita la realidad de lo representado. La oposición entre subjetivo y objetivo no se da desde el comienzo. Sólo se establece porque el pensar posee la capacidad de volver a hacer presente, reproduciéndolo en la representación, algo que una vez fue percibido, para lo cual no hace falta que el objeto siga estando ahí afuera. El fin primero y más inmediato del examen de realidad {de objetividad} no es, por tanto, hallar en la percepción objetiva {real} un objeto que corresponda a lo representado, sino reencontrarlo, convencerse de que todavía está ahí. (ver nota)(272) Otra contribución al divorcio entre lo subjetivo y lo objetivo es prestada por una diversa capacidad de la facultad de pensar. No siempre, al reproducirse la percepción en la representación, se la repite con fidelidad; puede resultar modificada por omisiones, alterada por contaminaciones de diferentes elementos. El examen de realidad tiene que controlar entonces el alcance de tales desfiguraciones. Ahora bien, discernimos una condición para que se instituya el examen de realidad: tienen que haberse perdido objetos que antaño procuraron una satisfacción objetiva
{real}.
El juzgar es la acción intelectual que elige la acción motriz, que pone fin a la dilación que significa el pensamiento mismo, y conduce del pensar al actuar. También en otro sitio he tratado ya esa dilación del pensamiento. (ver nota)(273) Ha de considerársela como una acción tentativa, como un tantear motor con mínimos gastos de descarga. Reflexionemos: ¿Dónde había practicado antes el yo un tanteo así, en qué lugar aprendió la técnica que ahora aplica a los procesos de pensamiento? Ello ocurrió en el extremo sensorial del aparato anímico, a raíz de las percepciones de los sentidos. En efecto, de acuerdo con nuestro supuesto la percepción no es un proceso puramente pasivo, sino que el yo envía de manera periódica al sistema percepción pequeños volúmenes de investidura por medio de los cuales toma muestras de los estímulos externos, para volver a retirarse tras cada uno de estos avances tentaleantes. (ver nota)(274)
El estudio del juicio nos abre acaso, por primera vez, la intelección de la génesis de una función
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intelectual a partir del juego de las mociones pulsionales primarias. El juzgar es el ulterior desarrollo, acorde a fines, de la inclusión {Einbeziehung} dentro del yo o la expulsión de él, que originariamente se rigieron por el principio de placer. Su polaridad parece corresponder a la oposición de los dos grupos pulsionales que hemos supuesto. La afirmación -como sustituto de la unión- pertenece al Eros, y la negación -sucesora de la expulsión-, a la pulsíón de destrucción. El gusto de negarlo todo, el negativismo de muchos psicóticos, debe comprenderse probablemente como indicio de la desmezcla de pulsiones por débito de los componentes libidinosos. (ver nota)(275) Ahora bien, la operación de la función del juicio se posibilita únicamente por esta vía: que la creación del símbolo de la negación haya permitido al pensar un primer grado de independencia respecto de las consecuencias de la represión y, por tanto, de la compulsión del principio de placer.
Armoniza muy bien con esta manera de concebir la negación el hecho de que en el análisis no se descubra ningún «no» que provenga de lo inconciente, y que el reconocimiento de lo inconciente por parte del yo se exprese en una fórmula negativa. No hay mejor prueba de que se ha logrado descubrir lo inconciente que esta frase del analizado, pronunciada como reacción: «No me parece», o «No (nunca) se me ha pasado por la cabeza». (ver nota)(276)
«Einige psychische Folgen des anatomischen. Geschlechtsunterschieds»
Nota introductoria(277)
Mis trabajos y los de mis discípulos sustentan con decisión cada vez mayor el reclamo de que los análisis de neuróticos penetren también en el primer período de la infancia, la época del florecimiento temprano de la vida sexual. Sólo si se exploran las primeras exteriorizaciones de la constitución pulsional congénita, así como los efectos de las impresiones vitales más tempranas, es posible discernir correctamente las fuerzas pulsionales de la posterior neurosis y precaverse de los errores a que inducirían las refundiciones y superposiciones producidas en la edad madura. Este reclamo no sólo reviste importancia teórica sino también práctica, pues diferencia nuestros empeños del trabajo de aquellos médicos que, siendo su orientación exclusivamente terapéutica, se sirven durante cierto trecho de métodos analíticos, Un análisis así de la primera infancia es lento, trabajoso, y plantea a médico y paciente exigencias con cuyo cumplimiento no siempre transige la práctica. Además, lleva a regiones oscuras, para atravesar las cuales nos siguen faltando las señales indicadoras. La situación es tal, yo creo, que uno puede tranquilizar a los analistas: por varias décadas su trabajo científico no corre peligro de mecanizarse y así perder interés.
En lo que sigue comunico un resultado de la investigación analítica que sería muy importante si pudiera demostrarse su validez universal. ¿Por qué no pospongo la publicación hasta que una experiencia más rica me brinde esta prueba, si se la puede producir? Porque en las condiciones de mi trabajo ha sobrevenido un cambio cuyas consecuencias no puedo desmentir. Yo no me he contado entre quienes son incapaces de reservarse durante algún tiempo una novedad conjeturada, a la espera de su corroboración o rectificación. Antes de publicar La interpretación de los sueños (1900a) y «Fragmento de análisis de un caso de histeria» (1905e) (el caso de «Dora») esperé, si no los nueve años que recomienda Horacio, entre cuatro y cinco años; pero en esa época veía por delante un tiempo de extensión ilimitada --« oceans of time(278)», como dijo un amable poeta-, y el material me afluía con tanta abundancia que casi me abrumaban las nuevas experiencias. Por añadidura, era el único trabajador en un nuevo campo, y mi reserva no significaba peligro alguno para mí ni perjuicios para otros.
Ahora todo eso ha cambiado. El tiempo que tengo ante mí es limitado, ya no lo aprovecho completamente en el trabajo, y por eso no son tan abundantes las oportunidades de hacer
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nuevas experiencias. Cada vez que creo ver algo nuevo, dudo si me es posible esperar su corroboración. Por otra parte, ya se agotó lo que se agita en la superficie; el resto debe recogerse de lo profundo con laborioso empeño. Y por último, ya no estoy solo: un grupo de diligentes colaboradores está dispuesto a sacar partido aun de lo inacabado, de lo discernido sin seguridad, y puedo confiarles la parte del trabajo de que yo mismo me habría encargado en otras circunstancias. Por eso me siento con derecho, esta vez, a comunicar algo que urgentemente requiere prueba antes de que pueda discernirse su valor o disvalor.
Cuando hemos indagado las primeras plasmaciones psíquicas de la vida sexual en el niño, en general tomamos por objeto al varoncito. Suponíamos que en el caso de la niña todo sería semejante, aunque diverso de alguna manera. No quería aclarársenos el lugar del proceso de desarrollo en que se hallaría esa diversidad.
La situación del complejo de Edipo es la primera estación que discernimos con seguridad en el varoncito. Nos resulta fácilmente inteligible porque en ella el niño retiene el mismo objeto al que ya en el período precedente, el de lactancia y crianza, había investido con su libido todavía no genital. También el hecho de que vea al padre como un rival perturbador a quien querría eliminar y sustituir se deduce limpiamente de las constelaciones objetivas {real}. Y ya en otro lugar(279) he expuesto que la actitud (postura) edípica del varoncito pertenece a la fase fálica, y que se va al fundamento {zuarunde gehen) por la angustia de castración, 0 sea, por el interés narcisista hacia los genitales. Ahora bien, hay una complicación que dificulta nuestro esclarecimiento: aun en el varoncito, el complejo de Edipo es de sentido doble, activo y pasivo, en armonía con la disposición bisexual. También él quiere sustituir a la madre como objeto de amor del padre; a esto lo designamos como actitud femenina.
En lo tocante a la prehistoria del complejo de Edipo en el varoncito, falta mucho para que todo nos resulte claro. Hemos aprendido que hay en ella una identificación de naturaleza tierna con el padre, de la que todavía está ausente el sentido de la rivalidad hacía la madre. Otro elemento de esta prehistoria es el quehacer masturbatorio con los genitales, siempre presente, en mi opinión; es el onanismo de la primera infancia, cuya sofocación más o menos violenta, por parte de las personas encargadas de la crianza, activa al complejo de castración. Suponemos que este onanismo es dependiente del complejo de Edipo y significa la descarga de su excitación sexual. Pero no sabemos con seguridad si esa es desde el comienzo su referencia, o si más bien emerge espontáneamente- como quehacer de órgano y sólo mas tarde queda anudado al complejo de Edipo; esta última posibilidad es, con mucho, la más verosímil. También sigue siendo dudoso el papel de la enuresis y su deshabituación por obra de la educación. Preferimos esta síntesis simple: el hecho de que el niño siga mojándose en la cama sería el resultado del onanismo, y el varoncito apreciaría su sofocación como una inhibición de la actividad genital y, por tanto, en el sentido de una amenaza de castración. Pero está por verse si esa fórmula es cierta en todos los casos. Finalmente, el análisis nos permite vislumbrar que acaso la acción de espiar con las orejas el coito de los progenitores a edad muy temprana dé lugar a la primera excitación sexual y, por los efectos que trae con posterioridad {nachträglich}, pase a ser el punto de partida para todo el desarrollo sexual. El onanismo, así como las dos actitudes del complejo de Edipo, se anudarían después a esa impresión, subsiguientemente interpretada. Empero, no podemos suponer que esas observaciones del coito constituyan un suceso regular, y en este punto nos topamos con el problema de las «fantasías primordiales(280)». Es mucho, pues, lo que permanece inexplicado respecto de la prehistoria del complejo de Edipo incluso en el varoncito, y todavía está sujeto a examen si ha de suponerse siempre el mismo proceso, o si son estadios previos muy diferentes entre sí los que confluyen en idéntica situación final.
A más de los problemas del complejo de Edipo en el varón, el de la niña pequeña esconde otro. Inicialmente la madre fue para ambos el primer objeto, y no nos asombra que el varón lo retenga para el complejo de Edipo. Pero, ¿cómo llega la niña a resignarlo y a tomar a cambio al padre por objeto? Persiguiendo este problema he podido hacer algunas comprobaciones que acaso echen luz, justamente, sobre la prehistoria de la relación edípica en la niñita.
Todo analista ha tomado conocimiento de mujeres que perseveran con particular intensidad y tenacidad en su ligazón-padre y en el deseo de tener un hijo de él, en que esta culmina. Hay buenas razones para suponer que esta fantasía de deseo fue también la fuerza pulsional de su onanismo infantil, y uno fácilmente recibe la impresión de hallarse frente a un hecho elemental, no susceptible de ulterior resolución, de la vida sexual infantil. Pero precisamente un análisis de estos casos, llevado más a fondo, muestra algo diverso: que el complejo de Edipo tiene en ellos una larga prehistoria y es, por así decir, una formación secundaria.
Según puntualiza el viejo pediatra Lindner [1879], el niño descubre la zona genital dispensadora de placer -pene o clítoris- durante el mamar con fruición (chupeteo), (ver nota)(281) No quiero entrar a considerar si el niño efectivamente toma esta fuente de placer recién ganada como sustituto del pezón materno que perdió hace poco; posteriores fantasías (fellatio) quizás apunten en esa dirección. En suma: la zona genital es descubierta en algún momento, y no parece justificado atribuir un contenido psíquico a los primeros quehaceres del niño con ella. Ahora bien, el paso siguiente en la fase fálica que así ha comenzado no es el enlace de este onanismo con las investiduras de objeto del complejo de Edipo, sino un descubrimiento grávido en consecuencias, circunscrito a la niña pequeña. Ella nota el pene de un hermano o un compañerito de juegos, pene bien visible y de notable tamaño, y al punto lo discierne corno el correspondiente, superior, de su propio órgano, pequeño y escondido; a partir de ahí cae víctima de la envidia del pene.
He aquí una interesante oposición en la conducta de ambos sexos: en el caso análogo, cuando el varoncito ve por primera vez la región genital de la niña, se muestra irresoluto, poco interesado al principio; no ve nada, o desmiente(282) su percepción, la deslíe, busca subterfugios para hacerla acordar con su expectativa. Sólo más tarde, después que cobró influencia sobre él una amenaza de castración, aquella observación se le volverá significativa; su recuerdo o renovación mueve en él una temible tormenta afectiva, y lo somete a la creencia en la efectividad de la amenaza que hasta entonces había echado a risa. Dos reacciones resultarán de ese encuentro, dos reacciones que pueden fijarse y luego, por separado o reunidas, o bien conjugadas con otros factores, determinarán duraderamente su relación con la mujer: horror frente a la criatura mutilada, o menosprecio triunfalista hacia ella. Pero estos desarrollos pertenecen al futuro, sí bien a uno no muy remoto.
Nada de eso ocurre a la niña pequeña. En el acto se forma su juicio y su decisión. Ha visto eso, sabe que no lo tiene, y quiere tenerlo.(ver nota)(283)
En este lugar se bifurca el llamado complejo de masculinidad de la mujer(284), que eventualmente, si no logra superarlo pronto, puede deparar grandes dificultades al prefigurado
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desarrollo hacia la feminidad. La esperanza de recibir alguna vez, a pesar de todo, un pene, igualándose así al varón, puede conservarse hasta épocas inverosímilmente tardías y convertirse en motivo de extrañas acciones, de otro modo incomprensibles. 0 bien sobreviene el proceso que me gustaría designardesmentida(285), que en la vida anímica infantil no es ni raro ni muy peligroso, pero que en el adulto llevaría a una psicosis. La niñita se rehusa a aceptar el hecho de su castración, se afirma y acaricia la convicción de que empero posee un pene, y se ve compelida a comportarse en lo sucesivo como si fuera un varón.
Las consecuencias psíquicas de la envidia del pene, en la medida en que ella no se agota en la formación reactiva del complejo de masculinidad, son múltiples y de vasto alcance. Con la admisión de su herida narcisista, se establece en la mujer -como cicatriz, por así decir- un sentimiento de inferioridad. (ver nota)(286) Superado el primer intento de explicar su falta de pene como castigo personal, y tras aprehender la universalidad de este carácter sexual, empieza a compartir el menosprecio del varón por ese sexo mutilado en un punto decisivo y, al menos en este juicio, se mantiene en paridad con el varón. (ver nota)(287)
Aunque la envidia del pene haya renunciado a su objeto genuino, no cesa de existir: pervive en el rasgo de carácter de los celos, con leve desplazamiento. Es verdad que los celos no son exclusivos de uno solo de los sexos, y se asientan en una base más amplia; pero yo creo, no obstante, que desempeñan un papel mucho mayor en la vida anímica de la mujer porque reciben un enorme refuerzo desde la fuente de la envidia del pene, desviada. Aun antes de reparar en esta derivación de los celos, yo había construido una primera fase para la fantasía onanista «Pegan a un niño», tan frecuente en la niña; en esa primera fase significa que otro niño, de quien se tienen celos como rival, debe ser golpeado. (ver nota)(288) Esta fantasía parece un relicto del período fálico de la niña; la curiosa rigidez que me llamó la atención en la fórmula monótona «Pegan a un niño» probablemente admita todavía una interpretación particular. El niño golpeado-acariciado en ella no puede ser otro, en el fondo, que el clítoris mismo, de suerte que el enunciado contiene, en su estrato más profundo, la confesión de la masturbación que desde el comienzo de la fase fálica hasta épocas más tardías se anuda al contenido de la fórmula.
Una tercera consecuencia de la envidia del pene parece ser el aflojamiento de los vínculos tiernos con el objeto-madre. La concatenación no se comprende muy bien, pero uno se convence de que al final la madre, que echó al mundo a la niña con una dotación tan insuficiente, es responsabilizada por esa falta de pene. El curso histórico suele ser este: tras el descubrimiento de la desventaja en los genitales, pronto afloran celos hacia otro niño a quien la madre supuestamente ama más, con lo cual se adquiere una motivación para desasirse de la ligazón-madre. Armoniza muy bien con ello que ese niño preferido por la madre pase a ser el primer objeto de la fantasía «Pegan a un niño», que desemboca en masturbación.
Hay otro sorprendente efecto de la envidia del pene -o del descubrimiento de la inferioridad del clítoris- que es, sin duda, el más importante de todos. A menudo yo había tenido, antes, la impresión de que en general la mujer so. porta peor la masturbación que el varón, suele revolverse contra ella y no es capaz de utilizarla en las mismas circunstancias en que el varón habría recurrido sin vacilar a ese expediente. Por cierto, la experiencia mostraría incontables excepciones a esta tesis, si se la quisiera estatuir como regla. Es que las reacciones de los individuos de ambos sexos son mezcla de rasgos masculinos y femeninos. No obstante, sigue pareciendo que la naturaleza de la mujer está más alejada de la masturbación, y para resolver el problema supuesto se podría aducir esta ponderación de las cosas: al menos la masturbación en el clítoris sería una práctica masculina, y el despliegue de la feminidad tendría por condición la remoción de la sexualidad clitorídea. (ver nota)(289) Los análisis de la prehistoria fálica me han enseñado que en la niña sobreviene pronto, tras los indicios de la envidia del pene, una intensa contracorriente opuesta al onanismo, que no puede reconducirse exclusivamente al influjo pedagógico de las personas encargadas de la crianza. Esta moción es manifiestamente un preanuncio de aquella oleada represiva que en la época de la pubertad eliminará una gran parte de la sexualidad masculina para dejar espacio al desarrollo de la feminidad. Muy bien puede ocurrir que esta primera oposición al quehacer autoerótico no logre su meta. Es lo que en efecto había sucedido en los casos analizados por mí. El conflicto prosiguió entonces, y la niña hizo en ese momento, así como más tarde, todo lo posible para liberarse de la compulsión al onanismo. Muchas exteriorizaciones posteriores de la vida sexual en la mujer permanecerían incomprensibles si no se discerniera este intenso motivo.
No puedo explicarme esta sublevación de la niña pequeña contra el onanismo fálico si no es mediante el supuesto de que algún factor concurrente le vuelve acerbo el placer que le dispensaría esa práctica. Acaso no haga falta buscar muy lejos ese factor; podría ser la afrenta narcisista enlazada con la envidia del pene, el aviso de que a pesar de todo no puede habérselas en este punto con el varón y sería mejor abandonar la competencia con él. De esa manera, el conocimiento de la diferencia anatómica entre los sexos esfuerza a la niña pequeña a apartarse de la masculinidad y del onanismo masculino, y a encaminarse por nuevas vías que llevan al despliegue de la feminidad.
Hasta ese momento no estuvo en juego el complejo de Edipo, ni había desempeñado papel alguno. Pero ahora la libido de la niña se desliza -sólo cabe decir: a lo largo de la ecuación simbólica prefigurada pene = hijo- a una nueva posición. Resigna el deseo del pene para remplazarlo por el deseo de un hijo, y con este propósito toma al padre como objeto de amor. (ver nota)(290) La madre pasa a ser objeto de los celos, y la niña deviene una pequeña mujer. Si me es lícito creer en comprobaciones analíticas aisladas, en esta nueva situación puede llegar a tener sensaciones corporales que han de apreciarse como un prematuro despertar del aparato genital femenino. Y si después esta ligazón-padre tiene que resignarse por malograda, puede atrincherarse en tina identificación-padre con la cual la niña regresa al complejo de masculinidad y se fija eventualmente a él.
Ya he dicho lo esencial que tenía para decir, y aquí me detengo para echar una ojeada panorámica sobre los resultados. Hemos obtenido una intelección sobre la prehistoria del complejo de Edipo en la niña. Lo que pueda corresponderle en el varón es bastante desconocido. En la niña, el complejo de Edipo es una formación secundaria. Las repercusiones del complejo de castración le preceden y lo preparan. En cuanto al nexo entre complejo de Edipo y complejo de castración, se establece una oposición fundamental entre los dos sexos.
Mientras que el complejo de Edipo del varón se va al fundamento debido al complejo de castración, el de la niña es posibilitado e introducido por este último.Esta contradicción se esclarece si se reflexiona en que el complejo de castración produce en cada caso efectos en el sentido de su contenido: inhibidores y limitadores de la masculinidad, y promotores de la feminidad. La diferencia entre varón y mujer en cuanto a esta pieza del desarrollo sexual es una comprensible consecuencia de la diversidad anatómica de los genitales y de la situación
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psíquica enlazada con ella; corresponde al distingo entre castración consumada y mera amenaza de castración. Entonces, nuestro resultado es en el fondo algo trivial que habría podido preverse.
En cambio, el complejo de Edipo es algo tan sustantivo que no puede dejar de producir consecuencias, cualquiera que sea el modo en que se caiga en él o se salga de él. En el varón -según lo expuse en la publicación que acabo de citar [1924d] y que sigo en general en estas páginas-, el complejo no es simplemente reprimido; zozobra formalmente bajo el choque de la amenaza de castración. Sus investiduras libidinosas son resignadas, desexualizadas y en parte sublimadas; sus objetos son incorporados al yo, donde forman el núcleo del superyó y prestan a esta neoformación sus propiedades características. En el caso normal -mejor dicho: en el caso ideal, ya no subsiste tampoco en lo inconciente ningún complejo de Edipo, el superyó ha devenido su heredero. Puesto que el pene -en el sentido de Ferenczi [1924]-debe su investidura narcisista extraordinariamente alta a su significación orgánica para la supervivencia de la especie, se puede concebir la catástrofe. {Katastrophe} del complejo de Edipo -el extrañamíento del incesto, la institución de la conciencia moral y de la moral misma- como un triunfo de la generación sobre el individuo. Punto de vista interesante este, si se reflexiona en que la neurosis estriba en una renuencia del yo frente a la exigencia de la función sexual. Pero el abandono del punte de mira de la psicología individual no nos lleva a esclarecer de entrada esos enredados vínculos.
En la niña falta el motivo para la demolición del complejo de Edipo. La castración ya ha producido antes su efecto, y consistió en esforzar a la niña a la situación del complejo de Edipo. Por eso este último escapa al destino que le está deparado en el varón; puede ser abandonado poco a poco, tramitado por represión, o sus efectos penetrar mucho en la vida anímica que es normal para la mujer. Uno titubea en decirlo, pero no es posible defenderse de la idea de que el nivel de lo éticamente normal es otro en el caso de la mujer. El superyó nunca deviene tan implacable, tan impersonal, tan independiente de sus orígenes afectivos como lo exigimos en el caso del varón. Rasgos de carácter que la crítica ha enrostrado desde siempre a la mujer -que muestra un sentimiento de justicia menos acendrado que el varón, y menor inclinación a someterse a las grandes necesidades de la vida; que con mayor frecuencia se deja piar en sus decisiones por sentimientos tiernos u hostiles- estarían ampliamente fundamentados en la modificación de la formación-superyó que inferimos en las líneas anteriores En tales juicios no nos dejaremos extraviar por las objeciones de las feministas, que quieren imponernos una total igualación e idéntica apreciación de ambos sexos; pero si concederemos de buen grado que también la mayoría de los varones se quedan muy a la zaga del ideal masculino, y que todos los individuos humanos, a consecuencia de su disposición {constitucional} bisexual, y de la herencia cruzada, reúnen en sí caracteres masculinos y femeninos, de suerte que la masculinidad y feminidad puras siguen siendo construcciones teóricas de contenido incierto.
Me inclino a conceder valor a las elucidaciones aquí presentadas acerca de las consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos, pero sé que esta apreciación sólo puede sustentarse si los descubrimientos hechos en apenas un puñado de casos se corroboran universalmente y demuestran ser típicos. De lo contrario no serían más que una contribución al conocimiento de los múltiples caminos que sigue el desarrollo de la vida sexual.
En los valiosos y ricos trabajos de Abraham (1921), Horney (1923) y Helene Deutsch (1925) sobre el complejo de masculinidad y el de castración en la mujer, hay mucho que toca de cerca a mi exposición, pero nada que coincida con ella enteramente. Valga esto, también, para justificar la publicación del presente trabajo.
«Josef Popper-Lynkeus und die Theorie des Traumes»
Nota introductoria(291)
Sobre la originalidad científica aparente hay muchas cosas interesantes que decir. Cuando en la ciencia surge una idea nueva, valorada primero como un descubrimiento y por regla general
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combatida también como tal, la investigación objetiva pronto demuestra que de hecho no es una novedad. De ordinario el descubrimiento ya se hizo repetidas veces, y luego se lo volvió a olvidar, a menudo en épocas muy distantes entre sí. O al menos ha tenido precursores, se lo vislumbró oscuramente o se lo formuló de manera incompleta. Todo eso es bien sabido y no hace falta abundar más.
Pero también el costado subjetivo de la originalidad es digno de estudio. Un trabajador científico acaso se pregunte alguna vez de dónde le vienen las ideas que le son peculiares, que él ha aportado a su material. Entonces hallará, para tina parte de ellas , sin necesidad de reflexionar mucho, las incitaciones a que se remontan, los indicios de otros autores que él ha recogido, modificado y desarrollado en sus consecuencias. Pero acerca de otra parte de sus ideas no puede confesar nada semejante; tiene que suponer que esos pensamientos y puntos de vista se han engendrado -no sabe cómo- en su propia actividad de pensamiento, y en ellos afirma su reclamo de originalidad.
No obstante, una indagación psicológica cuidadosa restringirá todavía más ese reclamo. Ella descubre fuentes ocultas, hace tiempo olvidadas, de las que emanó la incitación de las ideas en apariencia originales, y así la presunta creación nueva resulta ser una reanimación de lo olvidado, que se aplicó a otro material. No hay nada que lamentar en ello; es que no había derecho alguno a esperar que lo «original» fuese algo no derivable, carente de todo determinismo. A mí también me ha resultado efímera la originalidad de muchos pensamientos nuevos que yo había aplicado en la interpretación de los sueños y en el psicoanálisis. Sólo de uno de esos pensamientos no conozco el origen. Es precisamente la clave de mi concepción del sueño, y me ha ayudado a solucionar sus enigmas en la medida en que ellos son desentrañables hasta hoy. Partí del carácter extraño, confuso y sin sentido de tantos sueños, y di en la idea de que el sueño tenía que volverse así porque en él hay algo que pugna por expresarse, algo que tiene en su contra la resistencia de otros poderes de la vida anímica. En el sueño se agitan mociones secretas que están en contradicción con la confesión ética y estética, por así decir oficial, del soñante; el soñante se avergüenza de esas mociones, se extraña de ellas a lo largo del día, no quiere saber nada de ellas, y cuando durante la noche no puede impedirles algún tipo de expresión, las fuerza la desfiguración onírica, en virtud de la cual el contenido del sueño aparece confuso y disparatado. Llamé censura onírica al poder anímico contenido en el ser humano que es responsable de esa contradicción interior y que desfigura las mociones pulsionales primitivas del sueño en favor de los requerimientos convencionales, o también de las exigencias morales superiores.
Ahora bien, es justamente este fragmento esencial de mi teoría del sueño el que Popper-Lynkeus ha descubierto por sí mismo. Compárese la cita que sigue, de su relato «Träumen wie Wachen» {Soñar como despierto}, en Nantasien eines Realisten {Fantasías de un realista}, que sin duda se ha escrito sin conocimiento de mi «teoría del sueño», publicada en 1900, así como tampoco yo tenía noticia de las Phantasien de Lynkeus:
«Acerca de un hombre que tiene la maravillosa cualidad de no soñar nunca disparates. [ ... ]
»"Esta magnífica cualidad de soñar como despierto se basa en tus virtudes, tus bondades, tu rectitud, tu amor por la bondad: es la claridad moral de tu naturaleza la que me hace comprensible todo en ti".
»Pero si entiendo bien las cosas -replicó el otro-, yo estoy por creer que todos los seres humanos tienen mi misma constitución, y que nadie sueña en verdad disparates. Un sueño del que uno se acuerda nítidamente, y lo puede contar después; un sueño, por tanto, que no es un sueño febril, siempre tiene sentido. ¡Y no podría ser de otro modo! Pues lo que está en contradicción recíproca no podría agruparse en un todo. El hecho de que a menudo tiempo y lugar estén totalmente confundidos nada importa para el contenido verdadero del sueño, pues ambos carecen por cierto de significación para su contenido esencial. Y en la vigilia solemos hacer lo mismo: piensa en los cuentos tradicionales, en tantos productos de la fantasía, plenos de sentido, sobre los cuales sólo un ignorante diría: 'Esto es un disparate, pues no es posible`.
»"¡Ah! Si uno supiera interpretar rectamente los sueños, tal como has hecho tú con los míos. . . ", dijo el amigo.
»"No es por cierto tarea fácil, pero el soñante debería poder conseguirlo siempre, con tal que prestase alguna atención. ¿Por qué casi nunca lo logra? Parece que en los sueños de ustedes hay algo escondido, algo deshonesto en un sentido peculiar y superior, una cierta intimidad en el ser de ustedes que resulta difícil concebir; por eso sus sueños tan a menudo parecen sin sentido, y aun disparates. Pero en el fundamento más hondo no es así; más aún: no podría ser de otro modo, pues siempre se trata del mismo ser humano, ya sea que esté despierto o sueñe"».
Creo que lo que me habilitó para descubrir la causa de la desfiguración onírica fue mi coraje moral. En Popper fue la pureza, el amor a la verdad y la claridad moral de su naturaleza. (ver nota)(292)
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Doctor Sándor Ferenczi. (En su 50º cumpleaños) (1923)

(ver nota)(293)
Pocos años después de su aparición (que fue en 1900), La interpretación de los sueños cayó en las manos de un joven médico de Budapest; neurólogo, psiquiatra y perito en medicina forense, no contento con ello buscaba ardientemente nuevos conocimientos para su ciencia. No llegó muy adelante en la lectura, pronto arrojó de sí al libro, no se sabe si por aburrimiento o disgusto. Empero, al poco tiempo, nuevas posibilidades de trabajo y aprendizaje lo atrajeron a Zurich, y de ahí se vio llevado a Viena, para hablar con el autor del libro que una vez había dejado de lado despreciativamente. A raíz de esta visita se anudó una larga, íntima y hasta ahora inconmovible amistad, en virtud de la cual también él emprendió en 1909 el viaje a Estados Unidos para pronunciar conferencias en la Clark University, de Worcester, Massachusetts. (ver nota)(294)
Esos fueron los comienzos de Ferenczi, quien desde entonces ha pasado a ser maestro y didacta del psicoanálisis, y en este año, 1923, cumple al mismo tiempo su cincuenta aniversario y el primer decenio en la conducción del grupo local de Budapest.
Ferenczi ha intervenido asimismo, repetidas veces, en los asuntos exteriores del psicoanálisis. Es notoria su presentación en el segundo congreso de los analistas, celebrado en Nuremberg en 1910, donde propuso y contribuyó a imponer la fundación de la Asoc iación Psicoanalítica Internacional como recurso defensivo contra el desprecio del análisis por parte de la medicina oficial. En el quinto congreso analítico, reunido en Budapest en setiembre de 1918, Ferenczi fue electo presidente de la Asociación. Designó a Anton von Freund como su secretario, y la energía aunada de ambos hombres, así como los generosos proyectos de subvención de Freund, sin duda habrían elevado a Budapest al puesto de capital analítica de Europa, si catástrofes políticas y destinos personales no hubieran aniquilado despiadadamente estas esperanzas. Freund enfermó y murió en enero de 1920(295); en octubre de 1919 y en vista del aislamiento en que se encontraba Hungría en el plano internacional, Ferenczi renunció a su cargo y traspasó la presidencia de la Asociación Internacional a Ernest Jones, en Londres.
Mientras duró la República Soviética de Hungría(296), se confiaron a Ferenczi las funciones de profesor universitario, y sus conferencias atraían a multitud de oyentes. Pero el grupo local que había fundado en 1913(297) sobrevivió a todas las tormentas, y bajo su guía se convirtió en un semillero de trabajo intenso y fecundo, y descolló por una reunión de talentos como en ningún otro lugar se dieron cita. Ferenczi, hijo intermedio entre una numerosa serie de hermanos, tuvo que luchar en su interior con un fuerte complejo fraterno; bajo la influencia del análisis, se convirtió en un intachable hermano mayor, un benévolo educador y promotor de jóvenes talentos.
Los escritos analíticos de Ferenczi son universalmente conocidos y apreciados. No fue sino en 1922 que nuestra Editorial publicó, como volumen XIII de la «Internationale Psychoanalytische Bibliothek» sus Conferencias populares sobre psicoanálisis. Escritas de manera clara y formalmente perfecta, a veces con un estilo cautivador, son en verdad la mejor «introducción al psicoanálisis(298)» para quienes no están familiarizados con él. Falta todavía [en alemán] una colección de sus trabajos [psicoanalíticos] estrictamente médicos, algunos de los cuales han sido traducidos al inglés por Ernest Jones. Nuestra Editorial abordará esta tarea tan pronto lo permita lo desfavorable de los tiempos. (ver nota)(299) Los libros y folletos escritos en lengua húngara han tenido numerosas ediciones, y familiarizado con el análisis a los círculos cultos de Hungría.
Los logros científicos de Ferenczi impresionan sobre todo por su versatilidad. Junto a felices descubrimientos casuísticos y comunicaciones clínicas de aguda observación («Un pequeño gallo» [1913a], «Construcciones transitorias de síntomas durante el análisis» [1912a]) encontramos trabajos críticos ejemplares, como el referido a Wandlungen und Symbole der Libido, de Jung [Ferenczi, 1913b], y a las apreciaciones que Régis y Hesnard hacen del análisis [1915b]; polémicas certeras, como la que sostuvo con Bleuler a propósito de la cuestión del alcohol [ 1911b] y con Putnam sobre las relaciones del psicoanálisis con la filosofía [1912b], moderadas y dignas a pesar de su firmeza. Están también los ensayos que han cimentado principalmente la fama de Ferenczi, en los cuales se expresan con tanta felicidad su originalidad, su riqueza de ideas y su posesión de una fantasía científica bien orientada; mediante todo ello ha edificado importantes piezas de la teoría psicoanalítica y promovido el conocimiento de constelaciones fundamentales de la vida anímica: «Introyección y trasferencia» [1909], que incluye un examen acerca de la teoría de la hipnosis, «Etapas de desarrollo del sentido de realidad» [1913c] y su examen del simbolismo [1912c]. Finalmente, los trabajos de estos últimos años: El psicoanálisis de las neurosis de guerra [Ferenczi et al. (1919)], Histeria y patoneurosis [1919a] y, en colaboración con Hollós, Psicoanálisis de la perturbación mental
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paralítica [1922] (en que el interés médico avanza de la situación psicológica al condicionamiento somático), y sus planteos para una terapia «activa».
Por incompleta que pueda parecer esta enumeración, sus amigos sabemos bien que Ferenczi se ha reservado para sí mucho más de lo que se decidió a comunicar. (ver nota)(300) Con ocasión de su 50º cumpleaños, nos aunamos en el deseo de que le sean dados disposición de ánimo, vigor y ocio para concretar sus proyectos científicos en nuevos logros.

Prólogo a un trabajo de Max Eitingon. (1923)

(ver nota)(301)
Mi amigo Max Eitingon, que ha creado la Policlínica Psicoanalítica de Berlín y la ha mantenido hasta hoy con sus propios recursos, informa en las páginas que siguen acerca de los motivos de su fundación, así como de la organización y prestaciones del instituto. Sólo puedo agregar a este escrito el deseo de que pronto se encuentren también en otros sitios hombres o asociaciones que, siguiendo el ejemplo de Eitingon, creen institutos parecidos. Si el psicoanálisis, junto a su significación científica, posee un valor como método terapéutico; si está en condiciones de asistir a seres sufrientes en la lucha por el logro de los requerimientos culturales, esta ayuda debe poderse dispensar también a la multitud de seres humanos que son demasiado pobres para recompensar al analista por su empeñoso trabajo. Esto parece una necesidad social sobre todo en nuestros tiempos, en que los estratos intelectuales de la población, particularmente expuestos a la neurosis, sufren un incesante empobrecimiento. (ver nota)(302) Además, institutos como la Policlínica de Berlín son los únicos capaces de superar las dificultades que de ordinario se oponen a una instrucción profunda en el psicoanálisis. Hacen posible la formación de un número mayor de analistas instruidos, en cuya eficacia debe verse la única protección posible contra el daño que personas ignorantes o no calificadas, sean legos o médicos, infieren a los enfermos.

Carta al señor Luis López-Ballesteros y de Torres (1923)

(ver nota)(303)
Siendo yo un joven estudiante, el deseo de leer el inmortal Don Quijote en el original cervantino me llevó a aprender, sin maestros, la bella lengua castellana. Gracias a esta afición juvenil puedo ahora -ya en avanzada edad- comprobar el acierto de su versión española de mis obras, cuya lectura me produce siempre un vivo agrado por la correctísima interpretación de mi pensamiento y la elegancia del estilo. Me admira, sobre todo, cómo no siendo usted médico ni psiquiatra de profesión ha podido alcanzar tan absoluto y preciso dominio de una materia harto intrincada y a veces oscura.

Carta a Fritz Wittels

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(1924 [19231)

(ver nota)(304)
No enviar unas palabras de agradecimiento por un regalo de Navidad que se ocupa tanto de la persona obsequiada sería un acto de grosería para justificar el cual habría que alegar particulares motivaciones. Compruebo con satisfacción que estas no existen en nuestro caso. Su libro no es inamistoso, no es demasiado indiscreto, da testimonio de un serio interés por el tema y además, como era de esperar, de su arte para escribir y exponer.
Desde luego, yo no habría deseado ni propiciado un libro así. Me parece que la publicidad no tiene derecho alguno sobre mi persona, y tampoco podrá averiguar nada sobre mí mientras mi caso -por diversas razones- no pueda exponerse con total claridad. Usted piensa de otro modo en este punto, y por eso pudo escribir el libro; su distancia personal respecto de mí, que usted aprecia como pura ventaja, tiene también grandes desventajas. Usted sabe demasiado poco sobre la persona que es objeto de su estudio, y en consecuencia tampoco puede evitar el peligro de hacerle violencia en sus empeños analíticos. Por otra parte, es muy dudoso que adoptando el punto de vista de Stekel y abordándome desde ese ángulo usted se haya facilitado la tarea de obtener una visión correcta.
En cuanto a las desfiguraciones que creo discernir, hago responsable de ellas a una opinión preconcebida suya, que yo colijo. Usted entiende que un grande hombre debe tener estos o estotros méritos, defectos y rasgos extremos; cree que yo lo soy, y por tanto se considera autorizado a atribuirme todas esas propiedades -a menudo contradictorias-. Habría muchas más cosas de universal interés que decir sobre esto, pero por desdicha su vínculo con Stekel excluye otros empeños de entendimiento de mi parte.
Por otro lado, confieso que su agudeza ha colegido muy certeramente mucho en mí -me refiero a lo que me es notorio-; por ejemplo, que me he visto precisado a seguir mi propio camino a menudo con rodeos, y no sé qué hacer con las ideas ajenas cuando no me son presentadas en la ocasión oportuna. También en cuanto a la relación con Adler ha hecho usted justicia, para mí gran satisfacción. [ ... ]
No me parece excluido que usted pueda revisar su libro para una segunda edición. Si tal sucediere, le ofrezco la lista de enmiendas que sugiero. (ver nota)(305) Son indicaciones totalmente confiables, por entero independientes de mis opiniones subjetivas. Algunas son nimias y otras me parecen aptas para que usted dude de algunos de sus supuestos, o los modifique. Vea usted en estas comunicaciones un indicio de que, si bien no puedo aprobar su trabajo, en modo alguno lo menosprecio.

Carta a Le Disque Vert (1924)

(ver nota)(306)
Entre las numerosas enseñanzas que me prodigó en su tiempo (1885-86) el maestro Charcot en la Salpêtrière(307), dos me han hecho una impresión muy profunda: es que uno nunca debe dejar de considerar siempre de nuevo los mismos fenómenos (o de padecer sus efectos), ni preocuparse por la oposición más general si ha trabajado de manera sincera.

Comunicación del director de la Zeitschrift (1924)

(ver nota)(308)
El doctor Otto Rank ha actuado como jefe de redacción de esta revista desde que fuera fundada en 1913, aunque sólo desde 1920 aparece mencionado en su portada como el único que cumple esa función. Durante el período en que prestó servicios militares lo remplazó el doctor Hanns Sachs (en Viena en esa época); a partir del presente volumen, también el doctor Sándor
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Ferenczi colaboró en los trabajos de redacción.
En las Pascuas de 1924, el doctor Rank aceptó una invitación que se le hizo desde Nueva York. A su regreso me comunicó que había decidido desarrollar su actividad de analista didacta y practicante en Estados Unidos, al menos durante una parte del año. Ello impuso la necesidad de trasferir a otras manos la redacción de la revista. No compete al director pronunciarse en público acerca del nivel y los logros de esta última. Quien se incline a admitirlos, no podrá desconocer ni olvidar en qué medida se debió su éxito a la consagración infatigable y el trabajo ejemplar del jefe de redacción saliente.
El lugar del doctor Rank será ocupado por el doctor S. Radó, de Berlín, a quien ayudarán como asesores y colaboradores el doctor M. Eitingon (Berlín) y el doctor S. Ferenczi (Budapest). Todas las comunicaciones destinadas al jefe de redacción, así como las colaboraciones, deben enviarse a esta dirección: Dr. Sándor Radó, Berlín-Schöneberg, Am Park 20. Para el aspecto comercial, la Zeitschrift será conducida como antes desde las oficinas de la Editorial Psicoanalítica Internacional (gerente: A. J. Storfer).

Prólogo a August Aichhorn, Verwahrloste Jugend (1925)

(ver nota)(309)
Entre todas las aplicaciones del psicoanálisis, ninguna ha despertado tanto interés, suscitado tantas esperanzas y, por eso, atraído a tantos investigadores capaces como la teoría y la práctica de la educación infantil. Esto es fácil de comprender. El niño ha pasado a ser el objeto principal de la investigación psicoanalítica; en este sentido ha sustituido al neurótico, con quien había iniciado su trabajo. El análisis reveló en el enfermo, lo mismo que en el soñante y en el artista, al niño que pervive apenas modificado, iluminó las fuerzas pulsionales y tendencias que imprimen su sello peculiar al ser infantil, y estudió el desarrollo que lleva desde él a la madurez del adulto. Por eso no asombra que naciese la expectativa de que el empeño psicoanalítico en torno del niño redundaría en beneficio de la actividad pedagógica, la cual se propone guiarlo en su camino hacia la madurez, ayudarlo y precaverlo de errores.
Mi participación personal en esa aplicación del psicoanálisis ha sido muy escasa. Tempranamente había hecho mío el chiste sobre los tres oficios imposibles -que son: educar, curar, gobernar-, aunque me empeñé sumamente en la segunda de esas tareas. Mas no por ello desconozco el alto valor social que puede reclamar para sí la labor de mis amigos pedagogos.
El presente libro de A. Aichhorn se ocupa de un sector del gran problema, el influjo pedagógico sobre los jóvenes desamparados. El autor había actuado durante muchos años como funcionario en institutos de amparo de la minoridad antes de tomar conocimiento del psicoanálisis. Su conducta hacia las criaturas bajo curatela brotaba de una cálida simpatía por el destino de estos desdichados, y su compenetración empática, intuitiva, con sus necesidades anímicas lo guiaba por el camino correcto. El psicoanálisis podía enseñarle muy poco de nuevo en la práctica, pero le aportó la clara intelección teórica de lo justificado de su obrar, permitiéndole fundamentarlo ante los demás.
No se puede presuponer en todo pedagogo este don de la comprensión intuitiva. Me parece que dos advertencias derivan de las experiencias y resultados de August Aichhorn. La primera: que el pedagogo debe recibir instrucción psicoanalítica, pues de lo contrarío el objeto de su empeño, el niño, seguirá siendo para él un enigma inabordable. Esa instrucción se obtendrá mejor si el pedagogo mismo se somete a un análisis, lo vivencia en sí mismo. La enseñanza teórica del análisis no cala lo bastante hondo, y no crea convencimiento alguno.
La segunda advertencia suena más conservadora, y es que el trabajo pedagógico es algo sui generis, que no puede confundirse con el influjo psicoanalítico ni ser sustituido por él. El psicoanálisis del niño puede ser utilizado por la pedagogía como medio auxiliar, pero no es apto para remplazarla. No sólo lo prohiben razones prácticas, sino que lo desaconsejan reflexiones teóricas. Es previsible que no pasará mucho tiempo hasta que el nexo entre pedagogía y empeño psicoanalítico sea sometido a una indagación a fondo. Aquí sólo quiero apuntar unas pocas cosas. No hay que dejarse despistar por el enunciado, plenamente justificado en lo demás, de que el psicoanálisis del neurótico adulto es equiparable a una poseducación. (ver nota)(310) Es que un niño, aunque sea un niño descarriado y desamparado, no es en modo alguno un neurótico; y poseducación no es lo mismo que educación de alguien inacabado. La posibilidad del influjo analítico descansa en premisas muy determinadas, que pueden resumirse como «situación analítica»; exige el desarrollo de ciertas estructuras psíquicas y una actitud particular frente al analista. Donde ellas faltan, como en el niño, en el joven desamparado y, por regla general, también en el delincuente impulsivo, es preciso hacer otra cosa que un análisis, si bien coincidiendo con este en un mismo propósito. Los capítulos teóricos del presente libro proporcionarán al lector una primera orientación en la diversidad de estas resoluciones.
Agregaré una última inferencia, ya no referida a la pedagogía, sino a la posición del pedagogo.
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Cuando este ha aprendido el análisis por experiencia en su propia persona, habilitándose para aplicarlo en apoyo de su trabajo en casos fronterizos o mixtos, es preciso, evidentemente, concederle el derecho de practicar el análisis, y no es lícito estorbárselo por estrechez de miras.

Josef Breuer (1925)

(ver nota)(311)
El 20 de junio de 1925 murió en Viena, a los ochenta y cuatro años, el doctor Josef Breuer, creador del método catártico, cuyo nombre se asocia indisolublemente, por ese motivo, con los comienzos del psicoanálisis.
Breuer era médico internista, discípulo del clínico Oppolzer; en su juventud había trabajado con Ewald Hering en la fisiología de la respiración, e incluso más tarde, en las mezquinas horas libres que le dejaba una extensa práctica médica, halló tiempo para ocuparse exitosamente de experimentos sobre la función del aparato vestibular en los animales. Nada en su formación hacía esperar que obtendría la primera intelección decisiva del antiquísimo enigma de la neurosis histérica y prestaría una contribución de incalculable valor al conocimiento de la vida anímica del ser humano. Pero era un hombre de rico talento, de talento universal, y sus intereses rebasaban en muchas direcciones los de la actividad profesional.
Fue en 1880 cuando el azar le deparó una paciente, una muchacha de inteligencia poco común, que había contraído una grave histeria mientras cuidaba a su padre enfermo. De lo que él hizo en este famoso «primer caso», del incansable empeño y paciencia con que puso en práctica la técnica que acababa de hallar hasta que la enferma quedó liberada de todos sus incomprensibles síntomas patológicos, de lo que por esa vía había logrado en favor de la comprensión de los mecanismos anímicos de la neurosis, de todo eso el mundo no se enteró sino catorce años después, por nuestra obra en colaboración Estudios sobre la histeria (1895d) -y aun entonces, desdichadamente, sólo de manera muy sucinta y censurada por miramiento a la reserva médica.
Nosotros, los psicoanalistas, habituados desde hace mucho tiempo a consagrar centenares de sesiones a un solo enfermo, ya no podemos imaginar lo novedoso que debió parecer semejante empeño cuarenta y cinco años atrás. Acaso contribuyeron una buena parte de interés personal y de libido médica, si nos está permitido decirlo así, pero también una notable medida de libertad de pensamiento y de juicio inconmovible. En la época de nuestros Estudios, ya podíamos referirnos a los trabajos de Charcot y a las indagaciones de Janet, que por ese entonces habían quitado parte de la prioridad a los descubrimientos de Breuer. Pero cuando este trató su primer caso (1881-82), nada de eso existía aún. L'Automatisme psychologíque, de Janet, apareció en 1889; su otra obra, Etatmental des hystériques, en 1892.Parece que la investigación de Breuer fue totalmente original, guiada por las incitaciones que el caso le ofrecía.
Repetidas veces -la última en mi Presentación autobiográfica (1925d), en la colección de Grote, Die Medizin der Gegenwart {La medicina del presente}- intenté deslindar mi participación en los Estudios que publicamos ¡untos. Mi mérito consistió, esencialmente, en reanimar en Breuer un interés que parecía extinguido, y moverlo después a que publicara. Cierta reserva que le era peculiar, una íntima modestia que no podía menos que sorprender dada su brillante personalidad, lo habían llevado a mantener en secreto su asombroso descubrimiento hasta que ya no todo en él era nuevo. Más tarde tuve razones para suponer que también un factor puramente afectivo lo había disuadido de proseguir su labor en el esclarecimiento de la neurosis. Había tropezado con la infaltable trasferencia de la paciente sobre el médico, pero no aprehendió la naturaleza impersonal de este proceso. En la época en que cedió a mi influencia y preparaba la edición de los Estudios,parecía haber refirmado su juicio acerca de su significación. Expresó entonces: «Yo creo que esto es lo más importante que nosotros dos tendremos para comunicar al mundo».
Además del historial clínico de su primer caso, Breuer contribuyó en los Estudios con un ensayo teórico que está muy lejos de haber perimido; más bien oculta ideas y sugerencias que todavía no han sido valoradas suficientemente. Quien ahonde en ese ensayo especulativo se formará una certera impresión de la talla espiritual de este hombre, cuyo interés investigador, por desdicha, se consagró a la psicopatología sólo durante un breve episodio de su larga vida.
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Carta al director de Jüdische Prementrale Zürich (1925)

(ver nota)(312)
... puedo decir que estoy tan apartado de la religión judía como de todas las demás religiones; o sea, tienen para mí gran significación como tema de interés científico, pero no participo afectivamente en ellas. En cambio, siempre he tenido un fuerte sentimiento de pertenencia a mí pueblo y lo he alentado también en mis hijos. Todos nosotros nos hemos mantenido dentro de la confesión judía.
En mi juventud, nuestros liberales instructores religiosos no atribuían ningún valor a que sus alumnos aprendieran la lengua y la literatura hebreas. Por ello mi formación en este campo quedó muy rezagada, hecho que he lamentado a menudo desde entonces.

Mensaje en la inauguración de la Universidad Hebrea (1925)

(ver nota)(313)
Los historiadores nos han aseverado que nuestra pequeña nación soportó la destrucción de su independencia como Estado gracias únicamente a que comenzó a trasferir al más alto puesto, en su apreciación de los valores, a sus posesiones espirituales, su religión y su literatura.
Vivimos ahora en una época en que este pueblo tiene perspectivas de volver a ganar la tierra de sus padres con ayuda de una potencia que domina el mundo, y celebra la circunstancia mediante la fundación de una Universidad en su antigua capital.
Una Universidad es un lugar donde se imparte el conocimiento por encima de todas las diferencias de religiones y de nacionalidades, donde se investiga, para mostrar a la humanidad hasta qué punto comprenden el mundo que los rodea y hasta qué punto pueden controlarlo.
Tal empresa es un noble testimonio del desarrollo hasta el cual nuestro pueblo se abrió paso en dos milenios de infortunio.
Lamento que mi mala salud me impida estar presente en las fiestas de inauguración de la Universidad Judía de Jerusalém.