«Über die Psychogenese einies Falles von weiblicher Homosexualität»
Nota introductoria(185)
I
La homosexualidad femenina, en verdad tan frecuente como la masculina, si bien mucho menos estridente, no sólo ha escapado a la ley penal; también ha sido descuidada por la investigación psicoanalítica. Por eso quizá merece considerarse la comunicación de un único caso, y no demasiado flagrante, en que se pudo reconocer la historia de su génesis psíquica casi sin lagunas y con plena certeza. Si esta exposición brinda sólo los trazos más globales de los acontecimientos y las intelecciones que se obtuvieron, callando todos los detalles característicos en que descansa la interpretación, tal cercenamiento se explica fácilmente por la reserva que el médico está obligado a guardar cuando el caso es reciente.
Una muchacha de dieciocho años, bella e inteligente, de una familia de elevada posición social, provoca el disgusto y el cuidado de sus padres por la ternura con que persigue a una dama «de la sociedad», diez años mayor que ella. Los padres aseveran que esta dama, a pesar de su aristocrático apellido, no es más que una cocotte. Dicen saber que vive en casa de una amiga

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casada con quien mantiene relaciones íntimas, al par que al mismo tiempo se entrega a amores disolutos con una cantidad de hombres. La muchacha no pone en entredicho esta mala fama, pero ello no le hace desistir de su adoración por la dama, a pesar de que no le falta el sentido de lo conveniente y decoroso. Ninguna prohibición ni vigilancia la arredran de aprovechar las raras ocasiones que se le ofrecen para hallarse en compañía de la amada, de espiar todos sus hábitos de vida, de aguardarla horas y horas a la puerta de su casa o en la parada del tranvía, de enviarle flores, etc. Es evidente que este interés único ha devorado en la muchacha a todos los otros. No se preocupa por continuar su formación, no da valor alguno al trato social ni a los entretenimientos propios de las jóvenes y sólo conserva la relación con algunas amigas que pueden servirle como confidentes o auxiliares. Los padres no saben hasta dónde llegaron las cosas entre su hija y aquella dudosa dama, y si ya se han pasado los límites de un entusiasmo tierno. No han notado nunca que la muchacha se interesara por hombres jóvenes y se complaciera ante sus homenajes; en cambio, tienen bien en claro que esta inclinación presente hacia una mujer no hace sino proseguir en medida extremada lo que en los últimos años se insinuó hacia personas del sexo femenino y había despertado el enojo y el rigor del padre.
Dos aspectos de su conducta, en apariencia opuestos entre sí, provocaron grandísimo desagrado a sus padres: que no tuviese reparo alguno en exhibirse públicamente por calles concurridas con esa su amada de mala fama, y por tanto le tuviese sin cuidado su propia honra, y que no desdeñara ningún medio de engaño, ningún subterfugio ni mentira para posibilitar y encubrir sus encuentros con ella. Vale decir, demasiada publicidad en un caso, y total disimulación en el otro. Un día sucedió lo que en esas circunstancias tenía que ocurrir alguna vez: el padre topó por la calle con su hija en compañía de aquella dama que se le había hecho notoria. Pasó al lado de ellas con una mirada colérica que nada bueno anunciaba. Y tras eso, enseguida, la muchacha escapó y se precipitó por encima del muro a las vías del ferrocarril metropolitano que pasaba allí abajo. Pagó este intento de suicidio, indudablemente real, con una larga convalecencia, pero, por suerte, con un muy escaso deterioro duradero. Después de su restablecimiento, la situación resultó más favorable que antes para sus deseos. Los padres ya no osaron contrariarla con la misma decisión, y la dama, que hasta entonces había rechazado con un mohín sus requerimientos, se sintió tocada ante una prueba tan inequívoca de pasión seria y empezó a tratarla amistosamente.
Unos seis meses después los padres acudieron al médico y le confiaron la tarea de volver a su hija a la normalidad. El intento de suicidio de la muchacha les había mostrado bien a las claras que las severas medidas disciplinarias hogareñas no eran capaces de dominar la perturbación manifestada. Pero es bueno tratar por separado aquí las actitudes del padre y de la madre. El primero era un hombre serio, respetable, en el fondo muy tierno, algo distanciado de sus hijos por su impostado rigor. Su comportamiento hacia la única hija estuvo movido en demasía por miramientos hacia su mujer, la madre de ella. Cuando tuvo la primera noticia de las inclinaciones homosexuales de la hija, se encolerizó y quiso sofocarlas mediante amenazas; quizás en ese momento osciló entre diversas concepciones, todas igualmente penosas: si debía ver en ella un ser vicioso, degenerado o enfermo mental. Ni siquiera después del accidente logró elevarse hasta esa meditada resignación que uno de nuestros colegas médicos, a raíz de un desliz parecido que hubo en su familia, expresaba con este dicho: «¡Es una desgracia como cualquier otra!». La homosexualidad de su hija tenía algo que le provocaba una exasperación total. Estaba decidido a combatirla por todos los medios; el menosprecio por el psicoanálisis, tan difundido en Viena, no le arredró de acudir a él en busca de auxilio. Y si este camino fracasaba, tenía en reserva el más poderoso antídoto; un rápido casamiento estaba destinado a despertar los instintos naturales de la muchacha y a ahogar sus inclinaciones antinaturales.
La actitud de la madre no era tan fácil de penetrar. Era una mujer todavía juvenil que manifiestamente no quería renunciar a la pretensión de agradar ella misma por sus encantos. Sólo era claro que no había tomado tan a lo trágico el extravío de su hija y en modo alguno le indignaba tanto como al padre. Hasta había gozado durante largo tiempo de la confianza de la muchacha con relación a su enamoramiento por aquella dama; al parecer, tomó el partido contrario movida, en lo esencial, por la perniciosa publicidad con que la hija proclamaba su sentimiento ante todo el mundo. Ella misma había sido neurótica durante varios años, gozaba de gran consideración de parte de su marido, trataba a sus hijos de manera muy poco equitativa, era en verdad dura hacia su hija y tierna en demasía hacia sus tres muchachos, el menor de los cuales era un hijo tardío y a la sazón no tenía aún tres años. Averiguar algo más preciso sobre su carácter no era fácil; en efecto, a consecuencia de motivos que sólo más tarde podrán comprenderse, las indicaciones de la paciente acerca de su madre contenían siempre una reserva que ni por asomo se mantenía en el caso del padre.
El médico que debía tomar sobre sí el tratamiento analítico de la muchacha tenía varias razones para sentirse desasosegado. No estaba frente a la situación que el análisis demanda, y la única en la cual él puede demostrar su eficacia. Esta situación, como es sabido, en la plenitud de sus notas ideales, presenta el siguiente aspecto: alguien, en lo demás dueño de sí mismo, sufre de un conflicto interior al que por sí solo no puede poner fin; acude entonces al analista, le formula su queja y le solicita su auxilio. El médico trabaja entonces codo con codo junto a un sector de la personalidad dividida en dos por la enfermedad, y contra la otra parte en el conflicto. Las situaciones que se apartan de estas son más o menos desfavorables para el análisis, y agregan nuevas dificultades a las intrínsecas del caso. Situaciones como las del contratista de una obra que encarga al arquitecto una vivienda según su gusto y su necesidad, o la del donante piadoso que se hace pintar por el artista una imagen sagrada, en un rincón de la cual, luego, halla lugar su propio retrato en figura de adorador, no son en el fondo compatibles con las condiciones del psicoanálisis. Todos los días, es cierto, ocurre que un marido acude al médico con esta información: «Mi mujer es neurótica, por eso nos llevamos mal; cúrela usted, para que podamos llevar de nuevo una vida matrimonial dichosa». Pero con harta frecuencia resulta que un encargo así es incumplible, vale decir, que el médico no puede producir el resultado en vista del cual el marido deseaba el tratamiento. Tan pronto la mujer queda liberada de sus inhibiciones neuróticas, se impone la disolución del matrimonio, cuyo mantenimiento sólo era posible bajo la premisa de la neurosis de ella. O unos padres demandan que se cure a su hijo, que es neurótico e indócil. Por hijo sano entienden ellos uno que no ocasione dificultades a sus padres y no les provoque sino contento. El médico puede lograr, sí, el restablecimiento del hijo, pero tras la curación él emprende su propio camino más decididamente, y los padres quedan más insatisfechos que antes. En suma, no es indiferente que un individuo llegue al análisis por anhelo propio o lo haga porque otros lo llevaron; que él mismo desee cambiar o sólo quieran ese cambio sus allegados, las personas que lo aman o de quienes debiera esperarse ese amor.
Otros factores desfavorables que debían tenerse en cuenta eran estos: la muchacha no era una enferma -no padecía por razones internas ni se quejaba de su estado-, y la tarea propuesta no

Dos aspectos de su conducta, en apariencia opuestos entre sí, provocaron grandísimo desagrado a sus padres: que no tuviese reparo alguno en exhibirse públicamente por calles concurridas con esa su amada de mala fama, y por tanto le tuviese sin cuidado su propia honra, y que no desdeñara ningún medio de engaño, ningún subterfugio ni mentira para posibilitar y encubrir sus encuentros con ella. Vale decir, demasiada publicidad en un caso, y total disimulación en el otro. Un día sucedió lo que en esas circunstancias tenía que ocurrir alguna vez: el padre topó por la calle con su hija en compañía de aquella dama que se le había hecho notoria. Pasó al lado de ellas con una mirada colérica que nada bueno anunciaba. Y tras eso, enseguida, la muchacha escapó y se precipitó por encima del muro a las vías del ferrocarril metropolitano que pasaba allí abajo. Pagó este intento de suicidio, indudablemente real, con una larga convalecencia, pero, por suerte, con un muy escaso deterioro duradero. Después de su restablecimiento, la situación resultó más favorable que antes para sus deseos. Los padres ya no osaron contrariarla con la misma decisión, y la dama, que hasta entonces había rechazado con un mohín sus requerimientos, se sintió tocada ante una prueba tan inequívoca de pasión seria y empezó a tratarla amistosamente.
Unos seis meses después los padres acudieron al médico y le confiaron la tarea de volver a su hija a la normalidad. El intento de suicidio de la muchacha les había mostrado bien a las claras que las severas medidas disciplinarias hogareñas no eran capaces de dominar la perturbación manifestada. Pero es bueno tratar por separado aquí las actitudes del padre y de la madre. El primero era un hombre serio, respetable, en el fondo muy tierno, algo distanciado de sus hijos por su impostado rigor. Su comportamiento hacia la única hija estuvo movido en demasía por miramientos hacia su mujer, la madre de ella. Cuando tuvo la primera noticia de las inclinaciones homosexuales de la hija, se encolerizó y quiso sofocarlas mediante amenazas; quizás en ese momento osciló entre diversas concepciones, todas igualmente penosas: si debía ver en ella un ser vicioso, degenerado o enfermo mental. Ni siquiera después del accidente logró elevarse hasta esa meditada resignación que uno de nuestros colegas médicos, a raíz de un desliz parecido que hubo en su familia, expresaba con este dicho: «¡Es una desgracia como cualquier otra!». La homosexualidad de su hija tenía algo que le provocaba una exasperación total. Estaba decidido a combatirla por todos los medios; el menosprecio por el psicoanálisis, tan difundido en Viena, no le arredró de acudir a él en busca de auxilio. Y si este camino fracasaba, tenía en reserva el más poderoso antídoto; un rápido casamiento estaba destinado a despertar los instintos naturales de la muchacha y a ahogar sus inclinaciones antinaturales.
La actitud de la madre no era tan fácil de penetrar. Era una mujer todavía juvenil que manifiestamente no quería renunciar a la pretensión de agradar ella misma por sus encantos. Sólo era claro que no había tomado tan a lo trágico el extravío de su hija y en modo alguno le indignaba tanto como al padre. Hasta había gozado durante largo tiempo de la confianza de la muchacha con relación a su enamoramiento por aquella dama; al parecer, tomó el partido contrario movida, en lo esencial, por la perniciosa publicidad con que la hija proclamaba su sentimiento ante todo el mundo. Ella misma había sido neurótica durante varios años, gozaba de gran consideración de parte de su marido, trataba a sus hijos de manera muy poco equitativa, era en verdad dura hacia su hija y tierna en demasía hacia sus tres muchachos, el menor de los cuales era un hijo tardío y a la sazón no tenía aún tres años. Averiguar algo más preciso sobre su carácter no era fácil; en efecto, a consecuencia de motivos que sólo más tarde podrán comprenderse, las indicaciones de la paciente acerca de su madre contenían siempre una reserva que ni por asomo se mantenía en el caso del padre.
El médico que debía tomar sobre sí el tratamiento analítico de la muchacha tenía varias razones para sentirse desasosegado. No estaba frente a la situación que el análisis demanda, y la única en la cual él puede demostrar su eficacia. Esta situación, como es sabido, en la plenitud de sus notas ideales, presenta el siguiente aspecto: alguien, en lo demás dueño de sí mismo, sufre de un conflicto interior al que por sí solo no puede poner fin; acude entonces al analista, le formula su queja y le solicita su auxilio. El médico trabaja entonces codo con codo junto a un sector de la personalidad dividida en dos por la enfermedad, y contra la otra parte en el conflicto. Las situaciones que se apartan de estas son más o menos desfavorables para el análisis, y agregan nuevas dificultades a las intrínsecas del caso. Situaciones como las del contratista de una obra que encarga al arquitecto una vivienda según su gusto y su necesidad, o la del donante piadoso que se hace pintar por el artista una imagen sagrada, en un rincón de la cual, luego, halla lugar su propio retrato en figura de adorador, no son en el fondo compatibles con las condiciones del psicoanálisis. Todos los días, es cierto, ocurre que un marido acude al médico con esta información: «Mi mujer es neurótica, por eso nos llevamos mal; cúrela usted, para que podamos llevar de nuevo una vida matrimonial dichosa». Pero con harta frecuencia resulta que un encargo así es incumplible, vale decir, que el médico no puede producir el resultado en vista del cual el marido deseaba el tratamiento. Tan pronto la mujer queda liberada de sus inhibiciones neuróticas, se impone la disolución del matrimonio, cuyo mantenimiento sólo era posible bajo la premisa de la neurosis de ella. O unos padres demandan que se cure a su hijo, que es neurótico e indócil. Por hijo sano entienden ellos uno que no ocasione dificultades a sus padres y no les provoque sino contento. El médico puede lograr, sí, el restablecimiento del hijo, pero tras la curación él emprende su propio camino más decididamente, y los padres quedan más insatisfechos que antes. En suma, no es indiferente que un individuo llegue al análisis por anhelo propio o lo haga porque otros lo llevaron; que él mismo desee cambiar o sólo quieran ese cambio sus allegados, las personas que lo aman o de quienes debiera esperarse ese amor.
Otros factores desfavorables que debían tenerse en cuenta eran estos: la muchacha no era una enferma -no padecía por razones internas ni se quejaba de su estado-, y la tarea propuesta no

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consistía en solucionar un conflicto neurótico, sino en trasportar una variante de la organización genital sexual a otra. La experiencia me dice que este logro, el de eliminar la inversión genital u homosexualidad, nunca resulta fácil. He hallado, más bien, que sólo se lo consigue bajo circunstancias particularmente favorables, y aun en esos casos el éxito consiste, en lo esencial, en que pudo abrírsele a la persona restringida a lo homosexual el camino hacia el otro sexo, que hasta entonces tenía bloqueado; vale decir, en que se le restableció su plena función bisexual. Depende después de su albedrío que quiera desertar de ese otro camino proscrito por la sociedad, y en casos singulares es lo que en efecto ha sucedido. Es preciso confesar que también la sexualidad normal descansa en una restricción de la elección de objeto, y en general la empresa de mudar a un homosexual declarado en un heterosexual no es mucho más promisoria que la inversa, sólo que a esta última jamás se la intenta, por buenas razones prácticas.
Los éxitos de la terapia psicoanalítica en el tratamiento de la homosexualidad, por lo demás muy variada en sus formas, no son en verdad muy numerosos. Como regla, el homosexual no puede resignar su objeto de placer; no se logra convencerlo de que, con la trasmudación, reencontraría en el otro objeto el placer a que renuncia. Si es que se somete a tratamiento, las más de las veces será porque motivos exteriores lo esforzaron a ello: las desventajas sociales y los peligros de su elección de objeto; y estos componentes de la pulsión de autoconservación demuestran ser demasiado débiles en la lucha contra las aspiraciones sexuales. Pronto puede descubrirse, entonces, suplan secreto: procurarse, mediante el resonante fracaso de ese intento, la tranquilidad de haber hecho todo lo posible contra su extravío y así poder entregarse a él con la conciencia tranquila. Cuando lo que motivó el intento de curación es el miramiento por padres y allegados a quienes se ama, las cosas suceden de manera algo diversa. Hay entonces aspiraciones realmente libidinosas que pueden desarrollar energías opuestas a la elección homosexual de objeto, pero su fuerza rara vez basta. Sólo cuando la fijación al objeto del mismo sexo no ha alcanzado aún poder suficiente o cuando preexisten considerables esbozos y restos de la elección heterosexual de objeto, vale decir, en caso de una organización todavía oscilante o nítidamente bisexual, puede el pronóstico de la terapia psicoanalítica presentarse más favorable.
Por estas razones, evité por completo pintarles a los padres la perspectiva de que su deseo se cumpliera. Meramente me declaré dispuesto a estudiar con minucia a la muchacha durante unas semanas o unos meses, a fin de poder pronunciarme después sobre las probabilidades de obtener algún efecto mediante la prosecución del análisis. Es que en toda una serie de casos el análisis se descompone en dos fases nítidamente separadas. En una primera fase, el médico se procura los conocimientos necesarios acerca del paciente, lo familiariza con las premisas y postulados del análisis y desenvuelve ante él la construcción de la génesis de su sufrimiento, para la cual se cree habilitado por el material que le brindó el análisis. En una segunda fase, es el paciente mismo el que se adueña del material que se le expuso, trabaja con él y, de lo que hay en su interior de supuestamente reprimido, recuerda lo que puede recordar e intenta recuperar lo otro en una suerte de reanimación, Haciéndolo, puede corroborar las postulaciones del médico, completarlas y enmendarlas. Sólo durante este trabajo, por el vencimiento de resistencias, experimenta el cambio interior que se pretende alcanzar y adquiere las convicciones que lo hacen independiente de la autoridad médica (ver nota(186)). No siempre estas dos partes se separan entre sí de manera tajante en el decurso de la cura analítica; para que ello acontezca la resistencia debe sujetarse a determinadas condiciones. Pero toda vez que ocurre, puede trazarse la comparación con dos tramos correlativos de un viaje. El primero comprende todos los preparativos necesarios, tan complicados hoy y tan difíciles de cumplir, hasta que por fin se abandona la carta de viaje, y uno pone el pie en el andén y consigue su lugar en el vagón. Ahora tiene el derecho y la posibilidad de viajar hasta ese lejano país, pero tras todos esos trabajos previos no se está todavía ahí, ni en verdad se ha avanzado un solo kilómetro hacia la meta. Aún es preciso hacer el viaje mismo de una estación a la otra, y esta parte del v iaje es bien comparable con la segunda fase.

Los éxitos de la terapia psicoanalítica en el tratamiento de la homosexualidad, por lo demás muy variada en sus formas, no son en verdad muy numerosos. Como regla, el homosexual no puede resignar su objeto de placer; no se logra convencerlo de que, con la trasmudación, reencontraría en el otro objeto el placer a que renuncia. Si es que se somete a tratamiento, las más de las veces será porque motivos exteriores lo esforzaron a ello: las desventajas sociales y los peligros de su elección de objeto; y estos componentes de la pulsión de autoconservación demuestran ser demasiado débiles en la lucha contra las aspiraciones sexuales. Pronto puede descubrirse, entonces, suplan secreto: procurarse, mediante el resonante fracaso de ese intento, la tranquilidad de haber hecho todo lo posible contra su extravío y así poder entregarse a él con la conciencia tranquila. Cuando lo que motivó el intento de curación es el miramiento por padres y allegados a quienes se ama, las cosas suceden de manera algo diversa. Hay entonces aspiraciones realmente libidinosas que pueden desarrollar energías opuestas a la elección homosexual de objeto, pero su fuerza rara vez basta. Sólo cuando la fijación al objeto del mismo sexo no ha alcanzado aún poder suficiente o cuando preexisten considerables esbozos y restos de la elección heterosexual de objeto, vale decir, en caso de una organización todavía oscilante o nítidamente bisexual, puede el pronóstico de la terapia psicoanalítica presentarse más favorable.
Por estas razones, evité por completo pintarles a los padres la perspectiva de que su deseo se cumpliera. Meramente me declaré dispuesto a estudiar con minucia a la muchacha durante unas semanas o unos meses, a fin de poder pronunciarme después sobre las probabilidades de obtener algún efecto mediante la prosecución del análisis. Es que en toda una serie de casos el análisis se descompone en dos fases nítidamente separadas. En una primera fase, el médico se procura los conocimientos necesarios acerca del paciente, lo familiariza con las premisas y postulados del análisis y desenvuelve ante él la construcción de la génesis de su sufrimiento, para la cual se cree habilitado por el material que le brindó el análisis. En una segunda fase, es el paciente mismo el que se adueña del material que se le expuso, trabaja con él y, de lo que hay en su interior de supuestamente reprimido, recuerda lo que puede recordar e intenta recuperar lo otro en una suerte de reanimación, Haciéndolo, puede corroborar las postulaciones del médico, completarlas y enmendarlas. Sólo durante este trabajo, por el vencimiento de resistencias, experimenta el cambio interior que se pretende alcanzar y adquiere las convicciones que lo hacen independiente de la autoridad médica (ver nota(186)). No siempre estas dos partes se separan entre sí de manera tajante en el decurso de la cura analítica; para que ello acontezca la resistencia debe sujetarse a determinadas condiciones. Pero toda vez que ocurre, puede trazarse la comparación con dos tramos correlativos de un viaje. El primero comprende todos los preparativos necesarios, tan complicados hoy y tan difíciles de cumplir, hasta que por fin se abandona la carta de viaje, y uno pone el pie en el andén y consigue su lugar en el vagón. Ahora tiene el derecho y la posibilidad de viajar hasta ese lejano país, pero tras todos esos trabajos previos no se está todavía ahí, ni en verdad se ha avanzado un solo kilómetro hacia la meta. Aún es preciso hacer el viaje mismo de una estación a la otra, y esta parte del v iaje es bien comparable con la segunda fase.
En el caso de mi paciente de ahora, el análisis trascurrió siguiendo ese esquema de dos fases, pero no fue proseguido más allá del comienzo de la segunda. Una particular constelación de la resistencia posibilitó, a pesar de ello, la corroboración total de mis construcciones y la ganancia de una intelección, suficiente en líneas generales, de la ruta de desarrollo de su inversión. Pero antes de exponer los resultados de ese análisis tengo que despachar algunos puntos que yo mismo he rozado ya, o que se le han impuesto al lector como los primeros objetos de su interés.
Yo había hecho depender el pronóstico, en parte, del punto hasta donde había llegado la muchacha en la satisfacción de su pasión. La noticia que recibí durante el análisis pareció favorable en este respecto. De ninguno de los objetos de su idolatría había gozado más que algunos besos y abrazos; su castidad genital, si es lícito decirlo así, permanecía incólume. Aquella dama descocada, la que había despertado en ella los más nuevos y fortísimos sentimientos, le había sido esquiva y nunca le concedió un favor más alto que permitir que le besara la mano. Es probable que la muchacha hiciera de su necesidad virtud cuando insistía, una y otra vez, en la pureza de su amor y en su disgusto físico por un comercio sexual. Pero quizá no careciera de toda razón cuando proclamaba, de esa su amada divina, que, siendo ella de origen aristocrático y viéndose llevada a su posición presente sólo por unas condiciones familiares adversas, conservaba también en esto su dignidad íntegra. Pues esa dama solía aconsejarle, en cada cita, que desviara enteramente su inclinación. por ella y por las mujeres en general, y hasta que ella intentó suicidarse no le había mostrado sino un adusto rechazo.
Un segundo punto que acto seguido procuré establecer concernía a los motivos genuinos de la muchacha, sobre los cuales tal vez podía apoyarse el tratamiento analítico. No intentó engañarme aseverando que le era de urgente necesidad ser emancipada de su homosexualidad. Al contrario, no podía imaginar otra clase de enamoramiento; pero, agregó, por el bien de sus padres quería someterse honradamente al ensayo terapéutico, pues le pesaba mucho causarles una pena así. También a esta manifestación debí concebirla al principio como favorable; no podía yo vislumbrar la actitud afectiva inconciente que se ocultaba tras ella. Lo que después salió a la luz en este punto influyó sobre la conformación de la cura y su prematura interrupción.
Lectores no familiarizados con el análisis estarán desde hace tiempo esperando impacientes la respuesta a otras dos preguntas: ¿Presentaba esta muchacha homosexual nítidos caracteres somáticos del otro sexo? ¿Demostró su caso ser de homosexualidad innata o adquirida (desarrollada más tarde) ?
No desconozco la importancia que tiene la primera de esas preguntas. Sólo que no debiera exagerarse, ni por favorecerla habría que oscurecer los hechos: rasgos secundarios, aislados,

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del otro sexo aparecen con harta frecuencia en individuos normales en general, y caracteres somáticos del otro sexo, muy acusados, pueden hallarse en personas cuya elección de objeto no ha experimentado modificación alguna en el sentido de una inversión. Dicho de otra manera: en los dos sexos la medida del hermafroditismo físico es en alto grado independiente de la del psíquico. Como restricción de ambos enunciados debe agregarse que esa independencia es más nítida en el hombre que en la mujer, en quien la impronta corporal y la anímica del carácter sexual opuesto coinciden más regularmente (ver nota(187)). Pero, con relación a este caso, no estoy en condiciones de responder de manera satisfactoria la primera de las preguntas planteadas. El psicoanalista suele, en determinados casos, denegarse un examen corporal detallado de sus pacientes. De todos modos, no se presentaba una desviación llamativa del tipo corporal de la mujer; tampoco un trastorno menstrual. Si esta muchacha bella y bien formada exhibía la alta talla del padre y, en su rostro, rasgos más marcados que los suaves de las niñas, quizás en eso puedan discernirse indicios de una virilidad somática. A un ser viril podían atribuirse también algunas de sus cualidades intelectuales, como su tajante inteligencia y la fría claridad de su pensamiento cuando no la dominaba su pasión. No obstante, estos distingos responden más a la convención que a la ciencia. Más importante, sin duda, es que en su conducta hacia su objeto de amor había adoptado en todo el tipo masculino, vale decir, la humildad y la enorme sobrestimación sexual que es propia del varón amante, la renuncia a toda satisfacción narcisista, la preferencia por amar antes que ser amado. Por tanto, no sólo había elegido un objeto femenino; también había adoptado hacia él una actitud masculina.
La otra pregunta, a saber, si su caso correspondía a una homosexualidad innata o a una adquirida, hallará respuesta en la historia total del desarrollo de su perturbación. Ahí se verá cuán infecundo e inadecuado es ese planteamiento.
A una introducción tan prolija sólo puedo hacerle suceder una exposición en extremo sucinta y panorámica de la historia libidinal de este caso. La muchacha había atravesado sus años infantiles, de manera poco llamativa, con la actitud normal del complejo de Edipo femenino(188); más tarde, también, había empezado a sustituir al padre por el hermano un poco mayor que ella. Traumas sexuales de la primera adolescencia no se recordaban ni el análisis pudo descubrir, los. La comparación de los genitales de su hermano con los propios, ocurrida al comienzo del período de latencia (hacia los cinco años o algo antes), le dejó una fuerte impresión y fue preciso seguirle el rastro un buen trecho en sus efectos posteriores. Hubo muy pocos indicios de onanismo de la primera infancia, o el análisis no avanzó lo suficiente para esclarecer este punto. El nacimiento de un segundo hermano, ocurrido cuando ella tenía entre cinco y seis años, no exteriorizó influjo particular alguno sobre su desarrollo. En los años escolares y de la prepubertad se familiarizó poco a poco con los hechos de la vida sexual, y los recibió con esa mezcla de lubricidad y desautorización horrorizada que ha de llamarse normal y que en su caso no rebasaba la medida. Todas estas noticias parecen bien magras, y ni siquiera puedo garantizar que sean completas. Como dije, el análisis se interrumpió tras un breve lapso, y por eso brindó una anamnesis no mucho más confiable que las otras anamnesis de homosexuales, objetadas con buen derecho. Por otra parte, la muchacha nunca había sido neurótica, no aportó al análisis un síntoma histérico, de suerte que las ocasiones para explorar su historia infantil no podían presentarse tan pronto.

La otra pregunta, a saber, si su caso correspondía a una homosexualidad innata o a una adquirida, hallará respuesta en la historia total del desarrollo de su perturbación. Ahí se verá cuán infecundo e inadecuado es ese planteamiento.
A una introducción tan prolija sólo puedo hacerle suceder una exposición en extremo sucinta y panorámica de la historia libidinal de este caso. La muchacha había atravesado sus años infantiles, de manera poco llamativa, con la actitud normal del complejo de Edipo femenino(188); más tarde, también, había empezado a sustituir al padre por el hermano un poco mayor que ella. Traumas sexuales de la primera adolescencia no se recordaban ni el análisis pudo descubrir, los. La comparación de los genitales de su hermano con los propios, ocurrida al comienzo del período de latencia (hacia los cinco años o algo antes), le dejó una fuerte impresión y fue preciso seguirle el rastro un buen trecho en sus efectos posteriores. Hubo muy pocos indicios de onanismo de la primera infancia, o el análisis no avanzó lo suficiente para esclarecer este punto. El nacimiento de un segundo hermano, ocurrido cuando ella tenía entre cinco y seis años, no exteriorizó influjo particular alguno sobre su desarrollo. En los años escolares y de la prepubertad se familiarizó poco a poco con los hechos de la vida sexual, y los recibió con esa mezcla de lubricidad y desautorización horrorizada que ha de llamarse normal y que en su caso no rebasaba la medida. Todas estas noticias parecen bien magras, y ni siquiera puedo garantizar que sean completas. Como dije, el análisis se interrumpió tras un breve lapso, y por eso brindó una anamnesis no mucho más confiable que las otras anamnesis de homosexuales, objetadas con buen derecho. Por otra parte, la muchacha nunca había sido neurótica, no aportó al análisis un síntoma histérico, de suerte que las ocasiones para explorar su historia infantil no podían presentarse tan pronto.
Entre los trece y catorce años manifestó una predilección tierna y, a juicio de todos, exagerada por un niñito que aún no había cumplido los tres años y a quien podía ver de manera regular en un parque infantil. Tan a pecho se tomó a ese niño que de ahí nació una larga relación amistosa con los padres del pequeño. De ese hecho puede inferirse que en esa época estaba dominada por un fuerte deseo de ser madre ella misma y tener un hijo. Pero poco después el niño comenzó a serle indiferente, y ella empezó a mostrar interés por mujeres maduras, aunque todavía jóvenes, interés cuyas exteriorizaciones le atrajeron pronto una sentida reprimenda de parte del padre.
Quedó certificado más allá de toda duda que esta mudanza coincidió en el tiempo con un acontecimiento ocurrido en la familia, del cual, entonces, nos es lícito esperar el esclarecimiento de la mudanza. Antes, su libido estuvo depositada en la maternidad; después fue una homosexual enamorada de mujeres más maduras, tal como siguió siéndolo en lo sucesivo. Este acontecimiento tan importante para nuestra comprensión fue un nuevo embarazo de la madre y el nacimiento de un tercer hermano cuando ella tenía dieciséis años.
La trama que habré de revelar en lo que sigue no es producto de unos dones combinatorios que yo tendría; me fue sugerida por un material analítico tan digno de confianza que puedo reclamar para ella una certeza objetiva. En particular decidieron en su favor una serie de sueños imbricados, de fácil interpretación.
El análisis permitió reconocer indubitablemente que la dama amada era un sustituto de... la madre. Ahora bien, la dama misma no era por cierto madre, pero tampoco había sido el primer amor de la muchacha. Los primeros objetos de su inclinación desde el nacimiento de su último hermano fueron madres reales, mujeres que frisaban entre los treinta y los treinta y cinco años, a quienes había conocido, con los hijos de ellas, en los veraneos o en el trato de familias en la gran ciudad. La condición de la maternidad quedó en suspenso más tarde porque no se compadecía bien en la realidad con otra, que devino cada vez más importante. El vínculo particularmente intenso con la última amada, la «dama», tenía aún otro fundamento que la muchacha descubrió, sin trabajo, cierto día. La silueta delgada, la belleza adusta y el carácter áspero de la dama le recordaron a su propio hermano algo mayor que ella. Por consiguiente, el objeto en definitiva elegido no correspondía sólo a su ideal de mujer, sino también a su ideal de hombre; reunía la satisfacción de las dos orientaciones del deseo, la homosexual y la heterosexual. Como es sabido, el análisis de homosexuales masculinos, ha mostrado en numerosos casos la misma coincidencia, un aviso para que no nos representemos con simplicidad excesiva la naturaleza y la génesis de la inversión ni perdamos de vista la universal bisexualidad del ser humano (ver nota(189)).
No obstante, ¿cómo se entiende que la muchacha, justamente por el nacimiento de un hijo tardío, cuando ella misma ya era madura y tenía fuertes deseos propios, se viera movida a volcar su ternura apasionada sobre la que alumbró a ese niño, su misma madre, y a darle

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expresión en una subrogada de esta? Según todo lo que se sabe de otros lados, se habría debido esperar lo contrario. Las madres suelen sentirse incómodas en esas circunstancias frente a sus hijas casi núbiles, y las hijas son propensas a tener hacia ellas un sentimiento mezcla de compasión, menosprecio y envidia, que en nada contribuye a aumentar la ternura hacia la madre. La muchacha de nuestra observación tenía poquísimas razones para sentir ternura por su madre. Para esta mujer, ella misma todavía juvenil, esa hija que había florecido de súbito era una incómoda competidora; la relegó tras los hermanos, restringió su autonomía en todo lo posible y vigiló con especial celo para que permaneciera alejada del padre. Por eso la necesidad de una madre más amorosa pudo estar justificada desde siempre en la muchacha; ahora bien, no se advierte por qué estalló en ese momento, ni por qué adoptó la figura de una pasión ardiente.
La explicación es la siguiente: Cuando la desilusión se abatió sobre ella, la muchacha se encontraba en la fase del refrescamiento, en la pubertad, del complejo infantil de Edipo. Se le hizo conciente a plena luz el deseo de tener un hijo, y que fuera varón; que este debía ser un hijo del padre y la réplica de él, no le era permitido como saber conciente. Pero en eso sucedió que recibió el hijo no ella, sino la competidora odiada en lo inconciente, la madre. Sublevada y amargada dio la espalda al padre, y aun al varón en general. Tras este primer gran fracaso, desestimó su feminidad y procuró otra colocación para su libido.
Así se comportó en todo como muchos hombres, que, tras una primera experiencia penosa, rompen duraderamente con el fementido sexo de las mujeres y se hacen misóginos. De una de las personalidades principescas más atrayentes y más desdichadas de nuestra época, se cuenta que se hizo homosexual porque su prometida lo engañó con un extraño. Yo no sé si es esta una verdad histórica, pero tras esa habladuría se esconde una pizca de verdad psicológica. La libido de todos nosotros oscila normalmente a lo largo de la vida entre el objeto masculino y el femenino; el joven abandona a sus amigos cuando se casa, y vuelve a la mesa del café cuando su vida conyugal se ha vuelto insípida. Claro que cuando esa oscilación es tan radical y definitiva, nuestra conjetura se dirige a un factor especial que favoreciera decisivamente este o aquel extremo, y quizás esperara el momento propicio para imponer en su provecho la elección de objeto.
Nuestra muchacha, pues, tras esa desilusión había arrojado de sí el deseo de tener un hijo, el amor por el varón y, en general, el papel femenino. Y es evidente que entonces habrían podido ocurrir muy diversas cosas; lo que finalmente sucedió fue lo más extremo. Ella se trasmudó en varón y tomó a la madre en el lugar del padre como objeto de amor (ver nota(190)). Su vínculo con la madre había sido sin duda ambivalente desde el comienzo; por eso logró con facilidad reanimar el amor temprano por la madre y, con su auxilio, sobrecompensar su hostilidad presente hacia ella. Y puesto que con la madre real poco había que hacerle, de la trasposición afectiva que aquí hemos descrito resultó la busca de un sustituto del cual pudiera prendarse con apasionada ternura (ver nota(191)).
Un motivo práctico nacido de sus vínculos reales con la madre vino a sumarse como «ganancia [secundaria] de la enfermedad». La madre apreciaba todavía el ser cortejada y festejada por hombres. Y entonces, convirtiéndose ella en homosexual, le dejó los hombres a la madre, «se hizo a un lado», por así decir, y desembarazó del camino algo que hasta entonces había sido en parte culpable del disfavor de la madre (ver nota(192)).

La explicación es la siguiente: Cuando la desilusión se abatió sobre ella, la muchacha se encontraba en la fase del refrescamiento, en la pubertad, del complejo infantil de Edipo. Se le hizo conciente a plena luz el deseo de tener un hijo, y que fuera varón; que este debía ser un hijo del padre y la réplica de él, no le era permitido como saber conciente. Pero en eso sucedió que recibió el hijo no ella, sino la competidora odiada en lo inconciente, la madre. Sublevada y amargada dio la espalda al padre, y aun al varón en general. Tras este primer gran fracaso, desestimó su feminidad y procuró otra colocación para su libido.
Así se comportó en todo como muchos hombres, que, tras una primera experiencia penosa, rompen duraderamente con el fementido sexo de las mujeres y se hacen misóginos. De una de las personalidades principescas más atrayentes y más desdichadas de nuestra época, se cuenta que se hizo homosexual porque su prometida lo engañó con un extraño. Yo no sé si es esta una verdad histórica, pero tras esa habladuría se esconde una pizca de verdad psicológica. La libido de todos nosotros oscila normalmente a lo largo de la vida entre el objeto masculino y el femenino; el joven abandona a sus amigos cuando se casa, y vuelve a la mesa del café cuando su vida conyugal se ha vuelto insípida. Claro que cuando esa oscilación es tan radical y definitiva, nuestra conjetura se dirige a un factor especial que favoreciera decisivamente este o aquel extremo, y quizás esperara el momento propicio para imponer en su provecho la elección de objeto.
Nuestra muchacha, pues, tras esa desilusión había arrojado de sí el deseo de tener un hijo, el amor por el varón y, en general, el papel femenino. Y es evidente que entonces habrían podido ocurrir muy diversas cosas; lo que finalmente sucedió fue lo más extremo. Ella se trasmudó en varón y tomó a la madre en el lugar del padre como objeto de amor (ver nota(190)). Su vínculo con la madre había sido sin duda ambivalente desde el comienzo; por eso logró con facilidad reanimar el amor temprano por la madre y, con su auxilio, sobrecompensar su hostilidad presente hacia ella. Y puesto que con la madre real poco había que hacerle, de la trasposición afectiva que aquí hemos descrito resultó la busca de un sustituto del cual pudiera prendarse con apasionada ternura (ver nota(191)).
Un motivo práctico nacido de sus vínculos reales con la madre vino a sumarse como «ganancia [secundaria] de la enfermedad». La madre apreciaba todavía el ser cortejada y festejada por hombres. Y entonces, convirtiéndose ella en homosexual, le dejó los hombres a la madre, «se hizo a un lado», por así decir, y desembarazó del camino algo que hasta entonces había sido en parte culpable del disfavor de la madre (ver nota(192)).
La postura libidinal ganada así no hizo sino consolidarse cuando la muchacha notó cuán desagradable le resultaba al padre. Desde aquella primera reprimenda causada por una aproximación demasiado tierna a una mujer, ella sabía con qué podía ofender al padre y vengarse de él. Ahora seguía siendo homosexual por un desafío contra el padre. Tampoco se hizo escrúpulos de conciencia por engañarlo y burlarlo de todas las maneras. Con la madre sólo fue insincera hasta donde era preciso para que el padre nada supiese. Yo tuve la impresión de que obraba según el principio del talión: «Puesto que me has engañado, tiene que ocurrirte que yo también te engañe a ti». Tampoco puedo juzgar de otro modo las llamativas faltas de precaución de esa muchacha, en lo demás de una prudencia refinada. Es que el padre debía enterarse en ocasiones de sus tratos con la dama; de lo contrario perdería la satisfacción de la venganza, que era la más acuciante para ella. Así, exhibiéndose en público con la adorada, procuraba ir de paseo por las calles próximas al local donde el padre tenía su negocio, y cosas parecidas. Por cierto, esas faltas de precaución no carecían de propósito. Por otra parte, es asombroso que ambos progenitores se comportasen como si comprendieran la psicología secreta de la hija. La madre se mostraba tolerante, como si viese una deferencia de su hija en el hecho de que se hiciera a un lado, y el padre rabiaba, como si sintiera el propósito de venganza dirigido contra su persona.
Pero la inversión de la muchacha recibió su último espaldarazo cuando topó en la «dama» con un objeto que al mismo tiempo ofrecía satisfacción a la parte de su libido heterosexual todavía apegada al hermano.
III
La exposición lineal se presta poco a describir procesos anímicos entreverados y que trascurren en diversos estratos del alma. Me veo precisado a adentrarme en la discusión del caso, y a ampliar y ahondar algo de lo comunicado.
He dicho que la muchacha adoptó con relación a la dama venerada el tipo masculino del amor. Su humillación y su tierna falta de pretensiones, «che poco spera e nulla chiede(193)»; su felicidad cuando le era permitido acompañar a la dama un poquito más y besarle la mano al despedirse; su regocijo cuando alababan la hermosura de aquella, mientras que no se le daba un ardite que terceros reconocieran su propia belleza; su peregrinación a lugares donde la amada había residido alguna vez; el silenciamiento de los deseos sensuales más atrevidos: he ahí otros tantos pequeños rasgos que tal vez convendrían al primer entusiasmo pasional de un jovencito por una artista célebre a la que cree muy por encima de él y hasta la cual, cohibido, apenas osa elevar su mirada. La coincidencia con un «tipo masculino de elección de objeto», descrito por mí y cuyas peculiaridades yo había reconducido al vínculo con la madre (1910h), llegaba hasta los detalles. Podía resultar llamativo que no la desanimase para nada la pésima

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reputación de la amada, por más que sus propias observaciones la convencieron sobradamente de lo justificado de esa fama. Y eso que ella era en verdad una muchacha bien criada y casta, que para su propia persona había rehuido aventuras sexuales y sentía como antiestéticas unas satisfacciones sensuales crudas. Pero ya sus primeras exaltaciones estuvieron dirigidas a mujeres que no tenían fama de una moralidad particularmente acendrada. La primera protesta del padre contra su elección de amor había sido provocada por la obstinación que puso, en aquel lugar de veraneo, en tener trato con una actriz de cine. Pero nunca eran mujeres a las que se reputase de homosexuales y que así le habrían ofrecido la perspectiva de una satisfacción de esa índole; más bien requería, cosa ¡lógica, a mujeres coquetas en el sentido ¡habitual de la palabra; a una homosexual, amiga suya de su misma edad, que se puso lo más gustosamente a su disposición, la rechazó sin vacilar. Ahora bien, la pésima fama de la «dama» era directamente para ella una condición de amor, y todo el enigma de esa conducta se disipa si recordamos que también para aquel tipo masculino de la elección de objeto, derivado de la madre, rige la condición de que la amada tenga de algún modo «mala fama sexual», y en verdad pueda calificársela de cocotte. Cuando después averiguó cuánto convenía este calificativo a su dama venerada y que esta lisa y llanamente vivía de la entrega de su cuerpo, su reacción fue una gran compasión y el desarrollo de fantasías y designios según los cuales ella podría «rescatar» a la amada de esa indigna condición. Esos mismos afanes de rescate nos saltan a la vista en los hombres del tipo descrito por mí, y en el lugar citado intenté ofrecer la derivación analítica de este empeño.
Por entero diversas son las regiones de la explicación a que lleva el análisis del intento de suicidio, que me veo obligado a juzgar serio, y que por lo demás mejoró su posición tanto frente a los padres cuanto frente a la amada. Fue con ella a pasear un día por unos parajes y a una hora en que el encuentro con el padre de regreso de su oficina no era improbable. El padre pasó junto a ellas y le arrojó una mirada furiosa a ella y a su acompañante, que ya le era notoria. Tras eso, ella se precipitó a las vías del ferrocarril metropolitano. Ahora bien, su testimonio de la causación inmediata de su decisión suena enteramente verosímil, Había confesado a la dama que el señor que las había mirado tan fieramente era su padre, quien no quería saber nada de ese trato. Y la dama, entonces, se encolerizó y le ordenó que la dejase en el acto y nunca más la aguardase ni le dirigiese la palabra, que esa historia tenía que terminar ya. En la desesperación por haberla perdido de ese modo y para siempre, quiso darse muerte. No obstante, tras la interpretación de ella el análisis permitió descubrir otra, que calaba más hondo y se apoyaba en sus propios sueños. El intento de suicidio fue, como cabía esperar, además de eso otras dos cosas: un cumplimiento de castigo (autopunición) y un cumplimiento de deseo. En cuanto esto último, significaba la consecución de aquel deseo cuyo desengaño la había empujado a la homosexualidad, a saber, el de tener un hijo del padre, pues ahora ella caía por culpa del padre (ver nota(194)). Entre esta interpretación profunda y la conciente, superficial, de la muchacha, establece la conexión el hecho de que en ese momento la dama había hablado igual que el padre y pronunciado la misma prohibición. Y en cuanto autopunición, la acción de la muchacha nos certifica que había desarrollado en su inconciente intensos deseos de muerte contra uno u otro de los miembros de la pareja parental. Quizá por afán de venganza contra el padre, que le perturbaba su amor, pero más probablemente, sin duda, contra la madre, cuando quedó embarazada del hermanito. En efecto, para el enigma del suicidio el análisis nos ha traído este esclarecimiento: no halla quizá la energía psíquica para matarse quien, en primer lugar, no mata a la vez un objeto con el que se ha identificado, ni quien, en segundo lugar, no vuelve hacia sí un deseo de muerte que iba dirigido a otra persona. Claro es que el descubrimiento regular de tales deseos inconcientes de muerte en el suicida no necesita extrañarnos ni imponérsenos como corroboración de nuestras deducciones, pues el inconciente de todos los vivos rebosa de tales deseos de muerte, aun los dirigidos contra personas a quienes por lo demás se ama (ver nota(195)). En la identificación con la madre, que habría debido morir en ese parto del hijo que le había arrebatado (a la hija), este cumplimiento de castigo es, empero, otra vez un cumplimiento de deseo. Por último, que fuertes motivos, de la más diversa índole, tengan que cooperar para posibilitar un acto como el de nuestra muchacha no contradirá nuestra expectativa.

Por entero diversas son las regiones de la explicación a que lleva el análisis del intento de suicidio, que me veo obligado a juzgar serio, y que por lo demás mejoró su posición tanto frente a los padres cuanto frente a la amada. Fue con ella a pasear un día por unos parajes y a una hora en que el encuentro con el padre de regreso de su oficina no era improbable. El padre pasó junto a ellas y le arrojó una mirada furiosa a ella y a su acompañante, que ya le era notoria. Tras eso, ella se precipitó a las vías del ferrocarril metropolitano. Ahora bien, su testimonio de la causación inmediata de su decisión suena enteramente verosímil, Había confesado a la dama que el señor que las había mirado tan fieramente era su padre, quien no quería saber nada de ese trato. Y la dama, entonces, se encolerizó y le ordenó que la dejase en el acto y nunca más la aguardase ni le dirigiese la palabra, que esa historia tenía que terminar ya. En la desesperación por haberla perdido de ese modo y para siempre, quiso darse muerte. No obstante, tras la interpretación de ella el análisis permitió descubrir otra, que calaba más hondo y se apoyaba en sus propios sueños. El intento de suicidio fue, como cabía esperar, además de eso otras dos cosas: un cumplimiento de castigo (autopunición) y un cumplimiento de deseo. En cuanto esto último, significaba la consecución de aquel deseo cuyo desengaño la había empujado a la homosexualidad, a saber, el de tener un hijo del padre, pues ahora ella caía por culpa del padre (ver nota(194)). Entre esta interpretación profunda y la conciente, superficial, de la muchacha, establece la conexión el hecho de que en ese momento la dama había hablado igual que el padre y pronunciado la misma prohibición. Y en cuanto autopunición, la acción de la muchacha nos certifica que había desarrollado en su inconciente intensos deseos de muerte contra uno u otro de los miembros de la pareja parental. Quizá por afán de venganza contra el padre, que le perturbaba su amor, pero más probablemente, sin duda, contra la madre, cuando quedó embarazada del hermanito. En efecto, para el enigma del suicidio el análisis nos ha traído este esclarecimiento: no halla quizá la energía psíquica para matarse quien, en primer lugar, no mata a la vez un objeto con el que se ha identificado, ni quien, en segundo lugar, no vuelve hacia sí un deseo de muerte que iba dirigido a otra persona. Claro es que el descubrimiento regular de tales deseos inconcientes de muerte en el suicida no necesita extrañarnos ni imponérsenos como corroboración de nuestras deducciones, pues el inconciente de todos los vivos rebosa de tales deseos de muerte, aun los dirigidos contra personas a quienes por lo demás se ama (ver nota(195)). En la identificación con la madre, que habría debido morir en ese parto del hijo que le había arrebatado (a la hija), este cumplimiento de castigo es, empero, otra vez un cumplimiento de deseo. Por último, que fuertes motivos, de la más diversa índole, tengan que cooperar para posibilitar un acto como el de nuestra muchacha no contradirá nuestra expectativa.
En la motivación expuesta por la muchacha, el padre no aparece; ni siquiera se menciona la angustia frente a su cólera. En la motivación colegida por el análisis, a él le toca el principal papel. Esa misma importancia decisiva tuvo la relación con el padre también para la trayectoria y el desenlace del tratamiento analítico (o mejor, la exploración analítica). El pretextado respeto hacia los progenitores, por cuyo amor quería someterse al ensayo de trasmudación, ocultaba la actitud de despecho y de venganza hacia el padre, actitud que la retenía en la homosexualidad. Asegurada tras esa cobertura, la resistencia entregaba un vasto ámbito a la exploración analítica. El análisis se consumó casi sin indicios de resistencia, con una alerta participación intelectual de la analizada, quien también mostraba empero una total tranquilidad de ánimo. Una vez que la enfrenté con una pieza de la teoría, de particular importancia y que la tocaba de cerca, manifestó con inimitable acento: «¡Ah! Eso es muy, pero muy interesante», como una dama de mundo que es llevada por un museo y mira a través de un monóculo unos objetos que le son por completo indiferentes. La impresión que daba su análisis se asemejaba a la de un tratamiento hipnótico en que la resistencia, de igual modo, se ha retirado hasta una determinada frontera donde, después, resulta inexpugnable. A esa misma táctica rusa (así podría nombrársela) obedece la resistencia muy a menudo en casos de neurosis obsesiva, que, por eso, durante cierto lapso brindan los más claros resultados y permiten una intelección profunda de la causación de los síntomas. Y uno empieza entonces a maravillarse de que unos progresos tan grandes en la comprensión analítica no traigan consigo el más leve cambio en las obsesiones e inhibiciones del enfermo, hasta que, por fin, se cae en la cuenta de que todo lo que se había traído a la luz estaba inficionado por la reserva de la duda, tras cuya muralla protectora la neurosis podía sentirse segura. «Todo sería magnífico -se dice dentro de sí el enfermo, y con frecuencia también concientemente- si yo tuviera que dar crédito a este hombre, pero ni hablar de eso, y puesto que no ocurre tal cosa, no me hace falta cambiar en nada». Si uno después se aproxima a la motivación de esa duda, estalla la lucha seria con las resistencias.
En nuestra muchacha no era la duda, sino el factor afectivo de la venganza contra el padre, lo que posibilitó su fría reserva, lo que descompuso nítidamente el análisis en dos fases y permitió que se hicieran tan completos y abarcables los resultados de la primera. Pareció también como si no emergiera en ella nada parecido a una trasferencia sobre el médico. Pero, desde luego, esto es un contrasentido o un modo inexacto de expresarse; alguna relación con el médico es forzoso que se establezca, y la mayoría de las veces será trasferida desde una relación infantil. En realidad trasfirió a mí esa radical desautorización del varón que la dominaba desde su desengaño por el padre. Al encono contra el varón le resulta fácil, por lo general, cebarse en el médico; no hace falta que traiga a escena tormentosas exteriorizaciones de sentimiento: se expresa, simplemente, en estorbar sus esfuerzos y aferrarse a la condición de enfermo. Yo sé por experiencia cuán difícil es llevar a la comprensión del analizado precisamente esa sintomatología muda, y hacer que tome conciencia de esa hostilidad latente, muchas veces

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enorme, sin que la cura corra peligro. Interrumpí, entonces, tan pronto hube reconocido la actitud de la muchacha hacia su padre, y aconsejé que si se atribuía valor al ensayo terapéutico se lo prosiguiese con una médica. Entretanto, la muchacha había prometido al padre suspender por lo menos el trato con la «dama», y no sé si mi consejo, cuya motivación es bien trasparente, será obedecido.
Una sola vez apareció en este análisis algo que yo pude concebir como trasferencia positiva, como renovación en extremo debilitada del originario, apasionado enamoramiento por el padre. Tampoco esta manifestación estaba exenta del agregado de otro motivo, pero la menciono porque pone sobre el tapete, en una dirección distinta, un interesante problema de la técnica analítica. En cierto momento, no mucho después de comenzada la cura, presentó la muchacha una serie de sueños que, convenientemente desfigurados y vertidos en un correcto lenguaje onírico, eran empero de traducción fácil y cierta. Ahora bien: su contenido, interpretado, era sorprendente. Ellos anticipaban la cura de la inversión por el tratamiento, expresaban su júbilo por las perspectivas de vida que ahora se le abrían, confesaban la añoranza por el amor de un hombre y por tener hijos y, así, podían saludarse como feliz preparación para la mudanza deseada. La contradicción respecto de sus contemporáneas exteriorizaciones de vigilia era harto grande. Ella no me escondía que meditaba, sí, casarse, pero sólo para sustraerse de la tiranía del padre y vivir sin estorbo sus reales inclinaciones. Con el marido, decía con un dejo de desprecio, despacharía lo que era debido; y en definitiva era bien posible, como lo mostraba el ejemplo de la dama venerada, mantener relaciones sexuales simultáneas con un hombre y una mujer.
Puesto sobre aviso por alguna ligera impresión, le declaré un día que no daba fe a estos sueños, que eran mendaces o hipócritas y ella tenía el propósito de engañarme como solía engañar al padre (ver nota(196)). No andaba errado; los sueños de dicha clase cesaron tras ese esclarecimiento. No obstante, creo que junto al propósito de despistarme había también una pizca de galanteo en esos sueños; era también un intento por ganar mi interés y mi buena disposición, quizá para defraudarme más tarde con profundidad tanto mayor.
Puedo imaginarme que apuntar la existencia de sueños de esa índole, de mendaz condescendencia, desencadenará en muchos que se titulan analistas una verdadera tormenta de impotente indignación. «¡Conque también el inconciente puede mentir, ese núcleo real de nuestra vida anímica, aquello en nosotros que se acerca a lo divino tanto más que nuestra misérrima conciencia! Y entonces, ¿cómo podemos todavía edificar sobre las interpretaciones del análisis y la certeza de nuestros conocimientos? ». Hay que decir, por lo contrario, que la admisión de esos sueños mendaces no significa una novedad estremecedora. Yo sé, por cierto, que es imposible desarraigar en el hombre la necesidad de una mística, y que ella hace incesantes esfuerzos por recuperarle el ámbito que le arrancó la «interpretación de los sueños»; pero en el caso que nos ocupa todo es bastante sencillo. El sueño no es lo «inconciente»; es la forma en que un pensa. miento que ha quedado pendiente desde lo preconciente, o aun desde lo conciente de la vida de vigilia, pudo ser trasegado merced a las condiciones favorables del estado del dormir (ver nota(197)). Dentro de este último, ganó el apoyo de mociones inconcientes de deseo y experimentó así la desfiguración por obra del «trabajo del sueño», que está determinado por los mecanismos que rigen para lo inconciente. En nuestra soñante, el propósito de engañarme, tal como solía hacerlo con su padre, provenía del preconciente, si es que no era conciente; ahora bien, pudo abrirse paso en la medida en que se conectó a la moción inconciente de deseo de agradar al padre (o a su sustituto), y así creó un sueño mendaz. Los dos propósitos, el de engañar al padre y el de agradarle, provienen del mismo complejo; el primero creció por la represión del segundo, y este es reconducido al primero por el trabajo del sueño. Por tanto, ni hablar de una depreciación de lo inconciente, de un debilitamiento de la confianza en los resultados de nuestro análisis.
No quiero dejar pasar esta oportunidad sin expresar, otra vez, mi estupefacción por el hecho de que los seres humanos puedan recorrer tramos tan grandes y tan importantes de su vida amorosa sin notar mucho de ella y aun, a veces, sin tener de ella la mínima vislumbre; o que, cuando eso les llega a la conciencia, equivoquen tan radicalmente su juicio. Y esto no acontece sólo bajo las condiciones de la neurosis, donde estamos familiarizados con el fenómeno; parece ser lo corriente. En nuestro caso, una muchacha desarrolla una idolatría por mujeres; los padres, primero, se resienten con enojo por ello, pero apenas si la toman en serio; ella misma sabe bien la fuerza con que eso la reclama, pero experimenta muy poco de las sensaciones de un enamoramiento intenso hasta que, a raíz de una determinada frustración, se produce una reacción por completo excesiva, que muestra a todos los interesados que se está frente a una pasión devoradora, de fuerza elemental. De las premisas requeridas para la irrupción de semejante tormenta anímica, tampoco la muchacha notó nunca nada. En otros casos encontramos muchachas o señoras en graves depresiones, que, preguntadas por la causación posible de su estado, dan por referencia que han sentido, sí, un cierto interés por determinada persona, pero no lo tomaron muy a pecho y muy pronto despacharon ese asunto después que fue forzoso abandonarlo. Y no obstante, esta renuncia, al parecer sobrellevada tan fácilmente, se ha convertido en la causa del grave trastorno. O bien encontramos hombres que han puesto fin a superficiales relaciones con mujeres, y sólo por los fenómenos subsiguientes no pueden menos que enterarse de que estaban enamorados con pasión de ese objeto presuntamente menospreciado. También cabe el asombro por los insospechados efectos que pueden derivar de un aborto artificial, el acto de matar el fruto del vientre, decisión que se había tomado sin remordimiento ni vacilación. Así, nos vemos precisados a dar la razón a los creadores literarios que nos describen de preferencia personas que aman sin saberlo, o que no saben si aman, o creen odiar cuando en verdad aman. Parece que justamente el saber que nuestra conciencia recibe de nuestra vida amorosa puede ser incompleto, lagunoso o falseado con particular facilidad. En estas elucidaciones, desde luego, no he dejado de descontar la parte de un olvido en que pudo incurrirse con posterioridad.
IV
Ahora vuelvo a la discusión del caso, que antes interrumpí. Nos hemos procurado un panorama sobre las fuerzas que trasportaron la libido de la muchacha desde la actitud normal del Edipo a la de la homosexualidad, así como sobre los caminos psíquicos que se transitaron para ello. Cimera entre estas fuerzas movientes se sitúa la impresión que le provocó el nacimiento de su hermanito, y esto nos sugiere, para la clasificación del caso, considerarlo como uno de

Una sola vez apareció en este análisis algo que yo pude concebir como trasferencia positiva, como renovación en extremo debilitada del originario, apasionado enamoramiento por el padre. Tampoco esta manifestación estaba exenta del agregado de otro motivo, pero la menciono porque pone sobre el tapete, en una dirección distinta, un interesante problema de la técnica analítica. En cierto momento, no mucho después de comenzada la cura, presentó la muchacha una serie de sueños que, convenientemente desfigurados y vertidos en un correcto lenguaje onírico, eran empero de traducción fácil y cierta. Ahora bien: su contenido, interpretado, era sorprendente. Ellos anticipaban la cura de la inversión por el tratamiento, expresaban su júbilo por las perspectivas de vida que ahora se le abrían, confesaban la añoranza por el amor de un hombre y por tener hijos y, así, podían saludarse como feliz preparación para la mudanza deseada. La contradicción respecto de sus contemporáneas exteriorizaciones de vigilia era harto grande. Ella no me escondía que meditaba, sí, casarse, pero sólo para sustraerse de la tiranía del padre y vivir sin estorbo sus reales inclinaciones. Con el marido, decía con un dejo de desprecio, despacharía lo que era debido; y en definitiva era bien posible, como lo mostraba el ejemplo de la dama venerada, mantener relaciones sexuales simultáneas con un hombre y una mujer.
Puesto sobre aviso por alguna ligera impresión, le declaré un día que no daba fe a estos sueños, que eran mendaces o hipócritas y ella tenía el propósito de engañarme como solía engañar al padre (ver nota(196)). No andaba errado; los sueños de dicha clase cesaron tras ese esclarecimiento. No obstante, creo que junto al propósito de despistarme había también una pizca de galanteo en esos sueños; era también un intento por ganar mi interés y mi buena disposición, quizá para defraudarme más tarde con profundidad tanto mayor.
Puedo imaginarme que apuntar la existencia de sueños de esa índole, de mendaz condescendencia, desencadenará en muchos que se titulan analistas una verdadera tormenta de impotente indignación. «¡Conque también el inconciente puede mentir, ese núcleo real de nuestra vida anímica, aquello en nosotros que se acerca a lo divino tanto más que nuestra misérrima conciencia! Y entonces, ¿cómo podemos todavía edificar sobre las interpretaciones del análisis y la certeza de nuestros conocimientos? ». Hay que decir, por lo contrario, que la admisión de esos sueños mendaces no significa una novedad estremecedora. Yo sé, por cierto, que es imposible desarraigar en el hombre la necesidad de una mística, y que ella hace incesantes esfuerzos por recuperarle el ámbito que le arrancó la «interpretación de los sueños»; pero en el caso que nos ocupa todo es bastante sencillo. El sueño no es lo «inconciente»; es la forma en que un pensa. miento que ha quedado pendiente desde lo preconciente, o aun desde lo conciente de la vida de vigilia, pudo ser trasegado merced a las condiciones favorables del estado del dormir (ver nota(197)). Dentro de este último, ganó el apoyo de mociones inconcientes de deseo y experimentó así la desfiguración por obra del «trabajo del sueño», que está determinado por los mecanismos que rigen para lo inconciente. En nuestra soñante, el propósito de engañarme, tal como solía hacerlo con su padre, provenía del preconciente, si es que no era conciente; ahora bien, pudo abrirse paso en la medida en que se conectó a la moción inconciente de deseo de agradar al padre (o a su sustituto), y así creó un sueño mendaz. Los dos propósitos, el de engañar al padre y el de agradarle, provienen del mismo complejo; el primero creció por la represión del segundo, y este es reconducido al primero por el trabajo del sueño. Por tanto, ni hablar de una depreciación de lo inconciente, de un debilitamiento de la confianza en los resultados de nuestro análisis.
No quiero dejar pasar esta oportunidad sin expresar, otra vez, mi estupefacción por el hecho de que los seres humanos puedan recorrer tramos tan grandes y tan importantes de su vida amorosa sin notar mucho de ella y aun, a veces, sin tener de ella la mínima vislumbre; o que, cuando eso les llega a la conciencia, equivoquen tan radicalmente su juicio. Y esto no acontece sólo bajo las condiciones de la neurosis, donde estamos familiarizados con el fenómeno; parece ser lo corriente. En nuestro caso, una muchacha desarrolla una idolatría por mujeres; los padres, primero, se resienten con enojo por ello, pero apenas si la toman en serio; ella misma sabe bien la fuerza con que eso la reclama, pero experimenta muy poco de las sensaciones de un enamoramiento intenso hasta que, a raíz de una determinada frustración, se produce una reacción por completo excesiva, que muestra a todos los interesados que se está frente a una pasión devoradora, de fuerza elemental. De las premisas requeridas para la irrupción de semejante tormenta anímica, tampoco la muchacha notó nunca nada. En otros casos encontramos muchachas o señoras en graves depresiones, que, preguntadas por la causación posible de su estado, dan por referencia que han sentido, sí, un cierto interés por determinada persona, pero no lo tomaron muy a pecho y muy pronto despacharon ese asunto después que fue forzoso abandonarlo. Y no obstante, esta renuncia, al parecer sobrellevada tan fácilmente, se ha convertido en la causa del grave trastorno. O bien encontramos hombres que han puesto fin a superficiales relaciones con mujeres, y sólo por los fenómenos subsiguientes no pueden menos que enterarse de que estaban enamorados con pasión de ese objeto presuntamente menospreciado. También cabe el asombro por los insospechados efectos que pueden derivar de un aborto artificial, el acto de matar el fruto del vientre, decisión que se había tomado sin remordimiento ni vacilación. Así, nos vemos precisados a dar la razón a los creadores literarios que nos describen de preferencia personas que aman sin saberlo, o que no saben si aman, o creen odiar cuando en verdad aman. Parece que justamente el saber que nuestra conciencia recibe de nuestra vida amorosa puede ser incompleto, lagunoso o falseado con particular facilidad. En estas elucidaciones, desde luego, no he dejado de descontar la parte de un olvido en que pudo incurrirse con posterioridad.
IV
Ahora vuelvo a la discusión del caso, que antes interrumpí. Nos hemos procurado un panorama sobre las fuerzas que trasportaron la libido de la muchacha desde la actitud normal del Edipo a la de la homosexualidad, así como sobre los caminos psíquicos que se transitaron para ello. Cimera entre estas fuerzas movientes se sitúa la impresión que le provocó el nacimiento de su hermanito, y esto nos sugiere, para la clasificación del caso, considerarlo como uno de

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inversión adquirida tardíamente.
Sólo que aquí advertimos un estado de cosas que nos sale al paso también en muchos otros ejemplos de esclarecimiento psicoanalítico de un proceso anímico. Durante todo el tiempo en que perseguimos el desarrollo desde su resultado final hacia atrás, se nos depara un entramado sin lagunas, y consideramos nuestra intelección acabadamente satisfactoria, y quizás exhaustiva. Pero si emprendemos el camino inverso, si partimos de las premisas descubiertas por el análisis y procuramos perseguirlas hasta el resultado, se nos disipa por completo la impresión de un encadenamiento necesario, que no pudiera determinarse de ningún otro modo. Reparamos enseguida en que podría haber resultado también algo diverso, y que a este otro resultado lo habríamos podido comprender y esclarecer igualmente bien. La síntesis no es, por tanto, tan satisfactoria como el análisis; en otras palabras: no estaríamos en condiciones de prever, conociendo las premisas, la naturaleza del resultado.
Es muy fácil reconducir a sus causas este conturbador conocimiento. Por más que los factores etiológicos decisivos para un cierto resultado nos sean notorios acabadamente, los conocemos sólo según su especificidad cualitativa y no según su fuerza relativa. Algunos de ellos, por demasiado débiles, son sofocados por otros y no entran en cuenta para el resultado final. Pero nunca sabemos de antemano cuáles de los factores determinantes se acreditarán como más débiles ni cuáles como más fuertes. Sólo al final decimos que se han impuesto los que eran más fuertes. De tal modo, la causación en el sentido del análisis puede reconocerse con certeza en todos los casos, pero su previsión en el sentido de la síntesis es imposible.
En razón de lo dicho, no pretendemos afirmar que un desengaño en la añoranza de amor derivada de la actitud del Edipo de los años de pubertad hará caer a toda muchacha, necesariamente, en la homosexualidad. Por lo contrario, serán más frecuentes otras maneras de reacción frente a ese trauma. Pero entonces, unos factores particulares tienen que haber dado el envión en esta muchacha, factores ajenos al .trauma, con probabilidad de naturaleza interna. No hay tampoco dificultad en ponerlos de manifiesto.
Como es bien sabido, también en el normal hace falta cierto tiempo hasta que se imponga definitivamente la decisión sobre el sexo del objeto de amor. Extravíos homosexuales, amistades fuertes en demasía, de tinte sensual, son harto habituales para los dos sexos en los primeros años que siguen a la pubertad. Tal lo sucedido a nuestra muchacha, pero estas inclinaciones mostraron en ella una fuerza indudablemente mayor y se mantuvieron por más tiempo que en otras. A esto se suma que esos anuncios de la posterior homosexualidad siempre habían asaltado su vida conciente, mientras que la actitud correspondiente al complejo de Edipo había permanecido inconciente y sólo salió a la luz en indicios como aquellos mimos prodigados al niño pequeñito. De escolar, largo tiempo estuvo enamorada de una maestra inaccesible y adusta, un manifiesto sustituto de la madre. Había mostrado un interés muy vivo por diversas jóvenes madres mucho antes del nacimiento del hermano y, con mayor seguridad todavía, largo tiempo antes de aquella primera reconvención del padre. Por consiguiente, desde época muy temprana, su libido fluía en dos corrientes, y de ella la más superficial puede denominarse, sin vacilación, homosexual. Con probabilidad, era esta la continuación directa, no mudada, de una fijación infantil a la madre. Posiblemente, por nuestro análisis tampoco hemos descubierto otra cosa que el proceso que, a raíz de una ocasión apropiada, trasportó la corriente de libido heterosexual, más profunda, a la homosexual, manifiesta.
El análisis enseñó, además, que la muchacha arrastraba de sus años de infancia un «complejo de masculinidad» muy acentuado. De genio vivo y pendenciero, nada gustosa de que la relegase ese hermano algo mayor, desde aquella inspección de los genitales [AE, 18, pág. 148] había desarrollado una potente envidia del pene cuyos retoños impregnaron más y más su pensamiento. Era en verdad una feminista, hallaba injusto que las niñas no gozaran de las mismas libertades que los varones, y se rebelaba absolutamente contra la suerte de la mujer. En la época del análisis, el embarazo y el parto eran para ella representaciones desagradables, según yo conjeturo, también a causa de la desfiguración del cuerpo que traen consigo. A esta defensa se había retirado su narcisismo femenil(198), que ya no se exteriorizaba más como orgullo por sus encantos. Diversos indicios apuntaban a un antiguo placer de ver y de exhibición. Quien no quiera ver recortado en la etiología el derecho de lo adquirido, reparará en que la conducta de la muchacha, según la hemos descrito, era precisamente tal como tenían que determinarla los efectos, unidos, del relegamiento por parte de la madre y de la comparación de sus genitales con los del hermano, en medio de una fuerte fijación a la madre. No obstante, queda aquí una posibilidad de reconducir algo a un modelamiento por un influjo exterior, operante desde época temprana; y ese algo se querría concebir como especificidad constitucional. Y también respecto de aquella adquisición -si es que en realidad sobrevino-, una parte se anotará en la cuenta de la constitución congénita. Así se mezclan y se reúnen en la observación, de continuo, los que en la teoría querríamos distinguir como un par de opuestos -herencia y adquisición-.
Sí un cierre más temprano y provisional del análisis llevaba al veredicto de que se trataba de un caso de adquisición tardía de la homosexualidad, el examen del material que ahora emprendemos impone más bien la conclusión de que preexistió una homosexualidad innata que, como es habitual, sólo se fijó y se exhibió sin disfraz en el período siguiente a la pubertad. Cada una de estas clasificaciones da razón de una parte, únicamente, del estado de cosas establecido por la observación, y descuida la otra. Daremos en lo justo si apreciamos en muy poco el valor del planteo mismo.
La bibliografía sobre la homosexualidad no suele distinguir con nitidez suficiente el problema de la elección de objeto, por un lado, y el del carácter y la actitud sexuales, por el otro, como si la decisión sobre uno de esos puntos se enlazara necesariamente con la decisión sobre el otro. Pero la experiencia muestra lo contrarío: Un hombre con cualidades predominantemente viriles, y que exhiba también el tipo masculino de vida amorosa, puede, con todo eso, ser un invertido con relación al objeto, amar sólo a hombres, no a mujeres. Un hombre en cuyo carácter prevalezcan de manera llamativa las cualidades femeninas, y aun que se porte en el amor como una mujer, en virtud de esa actitud femenina debería estar destinado al varón como objeto de amor; no obstante, muy a pesar de eso, puede ser heterosexual y no mostrar hacia el objeto una inversión mayor que una persona normal media. Lo mismo vale para las mujeres; tampoco en ellas carácter sexual y elección de objeto coinciden en una relación fija. Por tanto, el misterio de la homosexualidad en modo alguno es tan simple como se propende a imaginarlo en el uso popular: Un alma femenina, forzada por eso a amar al varón, instalada para desdicha en un cuerpo masculino; o un alma viril, atraída irresistiblemente por la mujer, desterrada para su desgracia a un cuerpo femenino. Más bien se trata de tres series de caracteres:

Sólo que aquí advertimos un estado de cosas que nos sale al paso también en muchos otros ejemplos de esclarecimiento psicoanalítico de un proceso anímico. Durante todo el tiempo en que perseguimos el desarrollo desde su resultado final hacia atrás, se nos depara un entramado sin lagunas, y consideramos nuestra intelección acabadamente satisfactoria, y quizás exhaustiva. Pero si emprendemos el camino inverso, si partimos de las premisas descubiertas por el análisis y procuramos perseguirlas hasta el resultado, se nos disipa por completo la impresión de un encadenamiento necesario, que no pudiera determinarse de ningún otro modo. Reparamos enseguida en que podría haber resultado también algo diverso, y que a este otro resultado lo habríamos podido comprender y esclarecer igualmente bien. La síntesis no es, por tanto, tan satisfactoria como el análisis; en otras palabras: no estaríamos en condiciones de prever, conociendo las premisas, la naturaleza del resultado.
Es muy fácil reconducir a sus causas este conturbador conocimiento. Por más que los factores etiológicos decisivos para un cierto resultado nos sean notorios acabadamente, los conocemos sólo según su especificidad cualitativa y no según su fuerza relativa. Algunos de ellos, por demasiado débiles, son sofocados por otros y no entran en cuenta para el resultado final. Pero nunca sabemos de antemano cuáles de los factores determinantes se acreditarán como más débiles ni cuáles como más fuertes. Sólo al final decimos que se han impuesto los que eran más fuertes. De tal modo, la causación en el sentido del análisis puede reconocerse con certeza en todos los casos, pero su previsión en el sentido de la síntesis es imposible.
En razón de lo dicho, no pretendemos afirmar que un desengaño en la añoranza de amor derivada de la actitud del Edipo de los años de pubertad hará caer a toda muchacha, necesariamente, en la homosexualidad. Por lo contrario, serán más frecuentes otras maneras de reacción frente a ese trauma. Pero entonces, unos factores particulares tienen que haber dado el envión en esta muchacha, factores ajenos al .trauma, con probabilidad de naturaleza interna. No hay tampoco dificultad en ponerlos de manifiesto.
Como es bien sabido, también en el normal hace falta cierto tiempo hasta que se imponga definitivamente la decisión sobre el sexo del objeto de amor. Extravíos homosexuales, amistades fuertes en demasía, de tinte sensual, son harto habituales para los dos sexos en los primeros años que siguen a la pubertad. Tal lo sucedido a nuestra muchacha, pero estas inclinaciones mostraron en ella una fuerza indudablemente mayor y se mantuvieron por más tiempo que en otras. A esto se suma que esos anuncios de la posterior homosexualidad siempre habían asaltado su vida conciente, mientras que la actitud correspondiente al complejo de Edipo había permanecido inconciente y sólo salió a la luz en indicios como aquellos mimos prodigados al niño pequeñito. De escolar, largo tiempo estuvo enamorada de una maestra inaccesible y adusta, un manifiesto sustituto de la madre. Había mostrado un interés muy vivo por diversas jóvenes madres mucho antes del nacimiento del hermano y, con mayor seguridad todavía, largo tiempo antes de aquella primera reconvención del padre. Por consiguiente, desde época muy temprana, su libido fluía en dos corrientes, y de ella la más superficial puede denominarse, sin vacilación, homosexual. Con probabilidad, era esta la continuación directa, no mudada, de una fijación infantil a la madre. Posiblemente, por nuestro análisis tampoco hemos descubierto otra cosa que el proceso que, a raíz de una ocasión apropiada, trasportó la corriente de libido heterosexual, más profunda, a la homosexual, manifiesta.
El análisis enseñó, además, que la muchacha arrastraba de sus años de infancia un «complejo de masculinidad» muy acentuado. De genio vivo y pendenciero, nada gustosa de que la relegase ese hermano algo mayor, desde aquella inspección de los genitales [AE, 18, pág. 148] había desarrollado una potente envidia del pene cuyos retoños impregnaron más y más su pensamiento. Era en verdad una feminista, hallaba injusto que las niñas no gozaran de las mismas libertades que los varones, y se rebelaba absolutamente contra la suerte de la mujer. En la época del análisis, el embarazo y el parto eran para ella representaciones desagradables, según yo conjeturo, también a causa de la desfiguración del cuerpo que traen consigo. A esta defensa se había retirado su narcisismo femenil(198), que ya no se exteriorizaba más como orgullo por sus encantos. Diversos indicios apuntaban a un antiguo placer de ver y de exhibición. Quien no quiera ver recortado en la etiología el derecho de lo adquirido, reparará en que la conducta de la muchacha, según la hemos descrito, era precisamente tal como tenían que determinarla los efectos, unidos, del relegamiento por parte de la madre y de la comparación de sus genitales con los del hermano, en medio de una fuerte fijación a la madre. No obstante, queda aquí una posibilidad de reconducir algo a un modelamiento por un influjo exterior, operante desde época temprana; y ese algo se querría concebir como especificidad constitucional. Y también respecto de aquella adquisición -si es que en realidad sobrevino-, una parte se anotará en la cuenta de la constitución congénita. Así se mezclan y se reúnen en la observación, de continuo, los que en la teoría querríamos distinguir como un par de opuestos -herencia y adquisición-.
Sí un cierre más temprano y provisional del análisis llevaba al veredicto de que se trataba de un caso de adquisición tardía de la homosexualidad, el examen del material que ahora emprendemos impone más bien la conclusión de que preexistió una homosexualidad innata que, como es habitual, sólo se fijó y se exhibió sin disfraz en el período siguiente a la pubertad. Cada una de estas clasificaciones da razón de una parte, únicamente, del estado de cosas establecido por la observación, y descuida la otra. Daremos en lo justo si apreciamos en muy poco el valor del planteo mismo.
La bibliografía sobre la homosexualidad no suele distinguir con nitidez suficiente el problema de la elección de objeto, por un lado, y el del carácter y la actitud sexuales, por el otro, como si la decisión sobre uno de esos puntos se enlazara necesariamente con la decisión sobre el otro. Pero la experiencia muestra lo contrarío: Un hombre con cualidades predominantemente viriles, y que exhiba también el tipo masculino de vida amorosa, puede, con todo eso, ser un invertido con relación al objeto, amar sólo a hombres, no a mujeres. Un hombre en cuyo carácter prevalezcan de manera llamativa las cualidades femeninas, y aun que se porte en el amor como una mujer, en virtud de esa actitud femenina debería estar destinado al varón como objeto de amor; no obstante, muy a pesar de eso, puede ser heterosexual y no mostrar hacia el objeto una inversión mayor que una persona normal media. Lo mismo vale para las mujeres; tampoco en ellas carácter sexual y elección de objeto coinciden en una relación fija. Por tanto, el misterio de la homosexualidad en modo alguno es tan simple como se propende a imaginarlo en el uso popular: Un alma femenina, forzada por eso a amar al varón, instalada para desdicha en un cuerpo masculino; o un alma viril, atraída irresistiblemente por la mujer, desterrada para su desgracia a un cuerpo femenino. Más bien se trata de tres series de caracteres:

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Caracteres sexuales somáticos (hermafroditismo físico)
Carácter sexual psíquico (Actitud masculina o femenina)
Tipo de elección de objeto
que hasta cierto grado varían con independencia unos de otros y se presentan en cada individuo dentro de múltiples permutaciones. La literatura tendenciosa ha dificultado la intelección de esos nexos, en cuanto por motivos prácticos ha empujado al primer plano la única conducta llamativa para el lego, la correspondiente al tercer punto, el de la elección de objeto, y además ha exagerado la fijeza del vínculo entre este y el primer punto. Por añadidura, cierra el camino que lleva a la visión más profunda de todo cuanto se designa uniformemente como homosexualidad, al rechazar dos hechos fundamentales que la investigación psicoanalítica ha descubierto. El primero, que los hombres homosexuales han experimentado una fijación particularmente fuerte a la madre; el segundo, que todos los normales, junto a su heterosexualidad manifiesta, dejan ver una cuota muy elevada de homosexualidad latente o inconciente. Y cuando se ha tomado en cuenta este descubrimiento, no ha sido sino para abonar el supuesto de un «tercer sexo» que la naturaleza habría creado por travieso capricho.No es misión del psicoanálisis solucionar el problema de la homosexualidad. Tiene que conformarse con revelar los mecanismos psíquicos que han llevado a decidir la elección de objeto, y rastrear desde ahí los caminos que llevan hasta las disposiciones pulsionales. En ese punto cesa su tarea y abandona el resto a la investigación biológica, que precisamente hoy, en los experimentos de Steinach,(199) ha producido esclarecimientos tan importantes sobre la influencia de la primera de las series mencionadas sobre la segunda y la tercera, El psicoanálisis se sitúa en un terreno común con la biología en la medida en que adopta como premisa una originaria bisexualidad del individuo humano (así corno del animal). Pero no puede esclarecer la esencia de aquello que en sentido convencional o biológico se llama «masculino» y «femenino»; adopta ambos conceptos y basa en ellos sus trabajos. En el intento de una reconducción más avanzada, lo masculino se le volatiliza en actividad y lo femenino en pasividad(200), y eso es harto poco. Ya antes [AE, 18, pág. 144] ensayé puntualizar la medida en que es admisible o está corroborada la expectativa de obtener un punto de apoyo para modificar la inversión mediante el trabajo de esclarecimiento que cae dentro del ámbito del análisis. Si se compara esa cuota de influencia con los grandes vuelcos que ha conseguido Steinach en casos singulares mediante intervenciones quirúrgicas, no produce aquella una impresión imponente. No obstante, sería apresuramiento o exageración perjudicial abrigar desde ahora la esperanza de una «terapia» de la inversión que fuera de aplicación universal. Los casos de homosexualidad masculina en que Steinach obtuvo éxito satisfacían la condición, no siempre presente, de un «hermafroditismo» somático en extremo marcado. La terapia de una homosexualidad femenina por caminos análogos es, a primera vista, del todo oscura. Si hubiera de consistir en la extirpación de los ovarios probablemente hermafroditas y en la implantación de otros que, según se confía, son de un solo sexo, tendría pocas perspectivas de aplicación práctica. Un individuo femenino que se siente viril y ha amado de la manera masculina harto difícilmente se dejará empujar al papel femenino si tiene que pagar esta trasmudación, no en todo ventajosa, con la renuncia a la maternidad (ver nota(201)).

«Psychoanalyse und Telepathie»
Nota introductoria(202)
Informe preliminar
No parece nuestro destino trabajar en paz en la construcción de nuestra ciencia. Apenas acabamos de rechazar con éxito dos ataques -uno, reciente, pretendía desmentir todo cuanto hemos traído a la luz, y en vez de aportar un contenido no hacía sino mostrar el motivo de esa negativa; el otro quería persuadirnos de que habíamos equivocado la naturaleza de este contenido y debíamos permutarlo a la ligera por otro- (ver nota(203)); apenas, entonces, acabamos de sentirnos a salvo de estos enemigos, y ya se eleva frente a nosotros un peligro

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nuevo, esta vez algo grandioso, elemental, que no sólo nos amenaza a nosotros, sino, y quizá todavía más, a nuestros oponentes.
Ya no parece posible rechazar el estudio de los hechos llamados ocultos, aquellas cosas que supuestamente acreditan la existencia real de poderes psíquicos diversos de los que conocemos en el alma del hombre y del animal, o que revelan en esta alma capacidades que hasta el momento no se creía que tuviera. El vuelco hacia esta investigación parece de una fuerza incontrastable; en estas cortas vacaciones tuve tres veces ocasión de declinar mi colaboración en revistas que acababan de fundarse al servicio de estos estudios. Creemos comprender, también, de dónde extrae su fuerza esta corriente. Expresa la desvalorización que se abatió sobre todo lo existente desde la catástrofe mundial de la Gran Guerra y, además, es parte de los tanteos que se hacen con esa gran subversión a que estamos enfrentados, y cuyo alcance todavía no podemos colegir; y por cierto, es también un ensayo de compensación para cosechar en otro ámbito -supraterreno- el perdido encanto de la vida en esta Tierra. Y hasta, quizá, muchos de los procesos habidos en la ciencia exacta pueden haber favorecido este desarrollo. El descubrimiento del radio ha arrojado tanta confusión cuanto ha ampliado las posibilidades de explicación del mundo físico, y la intelección que acaba de obtenerse de la llamada teoría de la relatividad ha tenido el efecto, en muchos de sus incomprensivos admiradores, de reducir su confianza en la credibilidad objetiva de la ciencia. Recuérdese que el propio Einstein, no hace mucho, tuvo ocasión de protestar contra semejante malentendido.
No es tan seguro que ese acrecido interés por el ocultismo signifique un peligro para el psicoanálisis. Al contrario; se esperarían unas recíprocas simpatías entre ambos. Han sufrido el mismo trato despreciativo y altanero de parte de la ciencia oficial. Todavía hoy se mira al psicoanálisis como sospechoso de mística, y su inconciente es, entre cielo y tierra, una de aquellas cosas con que la sabiduría académica ni se atreve a soñar. Las numerosas invitaciones al trabajo conjunto que nos han dirigido los ocultistas muestran que quieren tratarnos como medio aliados, y contar con nuestro apoyo para resistir la presión de la autoridad exacta. Por otra parte, el psicoanálisis no tiene interés alguno en defender esa autoridad con sacrificio de sí; él mismo está en oposición a todo lo estrechado por convenciones, a lo establecido, a lo admitido universalmente; no sería la primera vez que hiciera valer las oscuras pero indestructibles vislumbres del pueblo en contra del fatuo saber de los doctos. Una alianza y una comunidad de trabajo entre analistas y ocultistas parecería tan natural como promisoria.
No obstante, una consideración más atenta pone de manifiesto dificultades. En su enorme mayoría, los ocultistas no están movidos por un apetito de saber, ni, avergonzados de que la ciencia desdeñara durante tanto tiempo tomar conocimiento de unos problemas imposibles de ignorar, los guía el afán de someter a ella un nuevo campo de fenómenos. Más bien son unos convencidos, no buscan sino corroboraciones; quieren tener una justificación para profesar francamente su fe. Pero la fe que ellos primero confiesan y después querrían imponer a otros es la vieja fe religiosa que fue siendo arrinconada en el curso del desarrollo de la humanidad, u otra que está todavía más cerca de las superadas convicciones de los primitivos. Los analistas, en cambio, no pueden desmentir que son del linaje del pensamiento científico exacto y se cuentan entre sus sostenedores. Penetrados de la máxima desconfianza hacia el poder de las mociones de deseo de los hombres, contrariando las tentaciones del principio de placer, están dispuestos a sacrificarlo todo para conseguir una partícula de certeza objetiva: sacrificar el refulgente brillo de una teoría sin lagunas, la empinada conciencia de poseer una cosmovisión acabada, la tranquilidad de alma que una motivación de anchas bases daría a un obrar ético y acorde a fines. En vez de eso, se conforman con unos jirones fragmentarios de conocimiento y unos supuestos básicos no del todo delimitados, a la espera de cualquier remodelamiento. En lugar de acechar el momento que les permitiría sustraerse de la coerción de las leyes físicas y químicas conocidas, los anima la esperanza de que aparezcan leyes naturales más abarcadoras y que calen más hondo, a las que están dispuestos a someterse. Los analistas son en el fondo unos mecanicistas y unos materialistas incorregibles, aunque quieren cuidarse de robar a lo anímico y a lo mental sus peculiaridades todavía desconocidas. Y si abordan la indagación del material oculto, ello sólo se debe a que por ese medio esperan discriminar definitivamente, de la realidad material, los productos del deseo de los hombres.
En vista de una complexión mental tan diversa, la comunidad de trabajo entre analistas y ocultistas promete poca ganancia. El analista tiene su campo de trabajo, que no debe abandonar: lo inconciente de la vida anímica. Si en el curso de su tarea quisiera estar al acecho de fenómenos ocultos, correría el riesgo de descuidar todo cuanto se halla más cercano. Ello le haría perder esa falta de cerrazón, esa neutralidad, esa desprevención que han constituido una pieza esencial de su armamento y dotación analíticos. Si unos fenómenos ocultos hubieran de imponérsele como lo hacen otros, los desechará tan poco como a estos. Parece ser este el único designio compatible con la actividad del analista.
De uno de los peligros, el subjetivo, de desperdigar su interés en los fenómenos ocultos, el analista puede precaverse por autodisciplina. No ocurre lo mismo con el peligro objetivo. Poca duda cabe de que el ocuparse con los fenómenos ocultos muy pronto traerá como resultado corroborar el carácter fáctico de cierto número de ellos; es de presumir que pasará mucho tiempo hasta que se obtenga una teoría aceptable de estos nuevos hechos. Pero los hombres ávidos de novedades no esperarán tanto. Desde la primera admisión, los ocultistas proclamarán triunfante su empeño, extenderán la fe desde una aseveración a todas las otras, y de los fenómenos avanzarán a las explicaciones que les son más caras y próximas. Los métodos de la indagación científica no les servirán sino como una escala para remontarse por encima de la ciencia. ¡Lástima que hayan trepado tan alto! Y ningún escepticismo de circunstantes y oyentes les instilará dudas, ninguna objeción de las multitudes los detendrá. Serán saludados como los libertadores de una gravosa coerción conceptual, jubilosamente se les aceptará todo aquello que se está presto a creer desde los días de la infancia de la humanidad y desde los años infantiles de los individuos. Una terrible quiebra del pensamiento crítico, de la exigencia determinista, de la ciencia mecanicista puede producirse entonces; ¿podrá preservarlos la técnica, con su inflexible perseverancia en la magnitud de la fuerza, en la masa y en la cualidad del material?
Vana esperanza es que precisamente el trabajo analítico, porque atañe a lo inconciente arcano, escapará a tal trastrueque de valores. Si esos espíritus bien familiares a los hombres son quienes dan las explicaciones últimas, se agotará todo interés por las trabajosas aproximaciones de la exploración analítica en los poderes desconocidos del alma. También se abandonarán los caminos de la técnica analítica si asoma la esperanza de entrar mediante unos manejos ocultistas en conexión directa con los espíritus operantes, y del mismo modo se resignarán los hábitos de un trabajo paciente de los detalles si asoma la esperanza de enriquecerse de golpe mediante una especulación exitosa. Durante la presente guerra, hemos sabido de personas que estaban situadas entre dos naciones enemigas: de una eran miembros

Ya no parece posible rechazar el estudio de los hechos llamados ocultos, aquellas cosas que supuestamente acreditan la existencia real de poderes psíquicos diversos de los que conocemos en el alma del hombre y del animal, o que revelan en esta alma capacidades que hasta el momento no se creía que tuviera. El vuelco hacia esta investigación parece de una fuerza incontrastable; en estas cortas vacaciones tuve tres veces ocasión de declinar mi colaboración en revistas que acababan de fundarse al servicio de estos estudios. Creemos comprender, también, de dónde extrae su fuerza esta corriente. Expresa la desvalorización que se abatió sobre todo lo existente desde la catástrofe mundial de la Gran Guerra y, además, es parte de los tanteos que se hacen con esa gran subversión a que estamos enfrentados, y cuyo alcance todavía no podemos colegir; y por cierto, es también un ensayo de compensación para cosechar en otro ámbito -supraterreno- el perdido encanto de la vida en esta Tierra. Y hasta, quizá, muchos de los procesos habidos en la ciencia exacta pueden haber favorecido este desarrollo. El descubrimiento del radio ha arrojado tanta confusión cuanto ha ampliado las posibilidades de explicación del mundo físico, y la intelección que acaba de obtenerse de la llamada teoría de la relatividad ha tenido el efecto, en muchos de sus incomprensivos admiradores, de reducir su confianza en la credibilidad objetiva de la ciencia. Recuérdese que el propio Einstein, no hace mucho, tuvo ocasión de protestar contra semejante malentendido.
No es tan seguro que ese acrecido interés por el ocultismo signifique un peligro para el psicoanálisis. Al contrario; se esperarían unas recíprocas simpatías entre ambos. Han sufrido el mismo trato despreciativo y altanero de parte de la ciencia oficial. Todavía hoy se mira al psicoanálisis como sospechoso de mística, y su inconciente es, entre cielo y tierra, una de aquellas cosas con que la sabiduría académica ni se atreve a soñar. Las numerosas invitaciones al trabajo conjunto que nos han dirigido los ocultistas muestran que quieren tratarnos como medio aliados, y contar con nuestro apoyo para resistir la presión de la autoridad exacta. Por otra parte, el psicoanálisis no tiene interés alguno en defender esa autoridad con sacrificio de sí; él mismo está en oposición a todo lo estrechado por convenciones, a lo establecido, a lo admitido universalmente; no sería la primera vez que hiciera valer las oscuras pero indestructibles vislumbres del pueblo en contra del fatuo saber de los doctos. Una alianza y una comunidad de trabajo entre analistas y ocultistas parecería tan natural como promisoria.
No obstante, una consideración más atenta pone de manifiesto dificultades. En su enorme mayoría, los ocultistas no están movidos por un apetito de saber, ni, avergonzados de que la ciencia desdeñara durante tanto tiempo tomar conocimiento de unos problemas imposibles de ignorar, los guía el afán de someter a ella un nuevo campo de fenómenos. Más bien son unos convencidos, no buscan sino corroboraciones; quieren tener una justificación para profesar francamente su fe. Pero la fe que ellos primero confiesan y después querrían imponer a otros es la vieja fe religiosa que fue siendo arrinconada en el curso del desarrollo de la humanidad, u otra que está todavía más cerca de las superadas convicciones de los primitivos. Los analistas, en cambio, no pueden desmentir que son del linaje del pensamiento científico exacto y se cuentan entre sus sostenedores. Penetrados de la máxima desconfianza hacia el poder de las mociones de deseo de los hombres, contrariando las tentaciones del principio de placer, están dispuestos a sacrificarlo todo para conseguir una partícula de certeza objetiva: sacrificar el refulgente brillo de una teoría sin lagunas, la empinada conciencia de poseer una cosmovisión acabada, la tranquilidad de alma que una motivación de anchas bases daría a un obrar ético y acorde a fines. En vez de eso, se conforman con unos jirones fragmentarios de conocimiento y unos supuestos básicos no del todo delimitados, a la espera de cualquier remodelamiento. En lugar de acechar el momento que les permitiría sustraerse de la coerción de las leyes físicas y químicas conocidas, los anima la esperanza de que aparezcan leyes naturales más abarcadoras y que calen más hondo, a las que están dispuestos a someterse. Los analistas son en el fondo unos mecanicistas y unos materialistas incorregibles, aunque quieren cuidarse de robar a lo anímico y a lo mental sus peculiaridades todavía desconocidas. Y si abordan la indagación del material oculto, ello sólo se debe a que por ese medio esperan discriminar definitivamente, de la realidad material, los productos del deseo de los hombres.
En vista de una complexión mental tan diversa, la comunidad de trabajo entre analistas y ocultistas promete poca ganancia. El analista tiene su campo de trabajo, que no debe abandonar: lo inconciente de la vida anímica. Si en el curso de su tarea quisiera estar al acecho de fenómenos ocultos, correría el riesgo de descuidar todo cuanto se halla más cercano. Ello le haría perder esa falta de cerrazón, esa neutralidad, esa desprevención que han constituido una pieza esencial de su armamento y dotación analíticos. Si unos fenómenos ocultos hubieran de imponérsele como lo hacen otros, los desechará tan poco como a estos. Parece ser este el único designio compatible con la actividad del analista.
De uno de los peligros, el subjetivo, de desperdigar su interés en los fenómenos ocultos, el analista puede precaverse por autodisciplina. No ocurre lo mismo con el peligro objetivo. Poca duda cabe de que el ocuparse con los fenómenos ocultos muy pronto traerá como resultado corroborar el carácter fáctico de cierto número de ellos; es de presumir que pasará mucho tiempo hasta que se obtenga una teoría aceptable de estos nuevos hechos. Pero los hombres ávidos de novedades no esperarán tanto. Desde la primera admisión, los ocultistas proclamarán triunfante su empeño, extenderán la fe desde una aseveración a todas las otras, y de los fenómenos avanzarán a las explicaciones que les son más caras y próximas. Los métodos de la indagación científica no les servirán sino como una escala para remontarse por encima de la ciencia. ¡Lástima que hayan trepado tan alto! Y ningún escepticismo de circunstantes y oyentes les instilará dudas, ninguna objeción de las multitudes los detendrá. Serán saludados como los libertadores de una gravosa coerción conceptual, jubilosamente se les aceptará todo aquello que se está presto a creer desde los días de la infancia de la humanidad y desde los años infantiles de los individuos. Una terrible quiebra del pensamiento crítico, de la exigencia determinista, de la ciencia mecanicista puede producirse entonces; ¿podrá preservarlos la técnica, con su inflexible perseverancia en la magnitud de la fuerza, en la masa y en la cualidad del material?
Vana esperanza es que precisamente el trabajo analítico, porque atañe a lo inconciente arcano, escapará a tal trastrueque de valores. Si esos espíritus bien familiares a los hombres son quienes dan las explicaciones últimas, se agotará todo interés por las trabajosas aproximaciones de la exploración analítica en los poderes desconocidos del alma. También se abandonarán los caminos de la técnica analítica si asoma la esperanza de entrar mediante unos manejos ocultistas en conexión directa con los espíritus operantes, y del mismo modo se resignarán los hábitos de un trabajo paciente de los detalles si asoma la esperanza de enriquecerse de golpe mediante una especulación exitosa. Durante la presente guerra, hemos sabido de personas que estaban situadas entre dos naciones enemigas: de una eran miembros

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por nacimiento; de la otra, por opción y por su lugar de residencia; su destino fue que una de ellas los trató primero como enemigos, y después, si salieron salvos, lo hizo la otra. Tal podría ser también el destino del psicoanálisis. Ahora bien, cualesquiera que fuesen los destinos de uno, debe soportarlos. También el psicoanálisis tendrá que habérselas de algún modo con ellos.
Volvámonos al presente, a la tarea inmediata. En el curso de los últimos años he hecho algunas observaciones que no quiero reservarme, al menos frente al círculo de los más allegados. La repugnancia a dejarse llevar por una corriente que gobierna nuestro tiempo, el cuidado para que no se reste interés al psicoanálisis y la falta absoluta de un velo de discreción son motivos que cooperan para que no dé a mi comunicación una publicidad más vasta. Pretendo para mi material dos ventajas que es raro hallar. En primer lugar, está libre de los reparos y dudas de que adolecen la mayoría de las observaciones de los ocultistas y, en segundo lugar, despliega su fuerza probatoria sólo después que fue sometido a la elaboración analítica. Por lo demás, consta únicamente de dos casos que presentan un carácter común; un tercero es de otra índole, se lo agrega sólo a manera de apéndice y está abierto a un diverso enjuiciamiento. Los dos casos que ahora expondré con amplitud atañen a sucedidos de la misma clase, profecías de adivinos profesionales, que no se cumplieron. A pesar de ello, causaron una impresión extraordinaria sobre las personas a quienes les fueron formuladas, de suerte que lo esencial en ellas no puede ser el vinculo con el futuro. Saludaré en extremo complacido toda contribución a su explicación, así como cualquier reparo sobre su virtud probatoria. Mi actitud personal hacia este material sigue siendo de renuencia, ambivalente.
Años antes de la guerra entró en análisis conmigo un joven de origen alemán con la queja de que se había vuelto incapaz para el trabajo, todo lo de su vida lo había olvidado, perdido todo interés (ver nota(204)). Estaba próximo a graduarse en filosofía, estudiaba en Munich, le aguardaba su examen final; por lo demás, era un ladino de gran cultura, infantilmente taimado, hijo de un fínancista, que, según después se vio, había elaborado con éxito un colosal erotismo anal. Al preguntarle si nada de su vida o de su círculo de intereses le restaba actualmente, confesó el plan de una novela que había esbozado, que se desarrollaría en Egipto en la época de Amenofis IV, en la que cierto anillo cobraría gran importancia. Desde esta novela empezamos a hilar; el anillo resultó ser símbolo del matrimonio, y siguiendo por ahí logramos refrescar todos sus recuerdos e intereses. Resultó que su quiebra había sido la consecuencia de un gran renunciamiento. Tenía una única hermana, unos años más joven que él, de la que estaba prendado con un amor total, sin disimulo ninguno. «¿Por qué no podríamos casarnos nosotros dos?», se habían dicho muchas veces entre ellos. No obstante, su ternura jamás había ido más allá de la medida permitida entre hermanos.
De esta hermana se había enamorado un joven ingeniero. Halló correspondencia en ella, pero ninguna gracia a ojos de los severos padres. En su aprieto, la pareja se volvió al hermano en
busca de ayuda. Este abrazó la causa de los amantes, les procuró su correspondencia, hizo posibles sus citas cuando estaba en casa a raíz de las vacaciones y, por último, influyó sobre los padres para que prestaran su aquiescencia a los esponsales y al casamiento de los enamorados.Durante el noviazgo, cierta vez sucedió algo muy sospechoso. El hermano emprendió con su futuro cuñado una excursión por el Zugspitze(205), en que él hacía de guía. Pero ambos se extraviaron en el monte, estuvieron a punto de despeñarse y sólo a duras penas se salvaron. El paciente no contradijo mucho cuando yo interpreté esta aventura como un intento de asesinato y de suicidio. Pocas semanas después del casamiento de la hermana, el joven inició el análisis.
Pasados de seis a nueve meses, recuperó su plena capacidad de trabajo para rendir sus exámenes, escribir su tesis, y después de un año cumplido volvió como doctor en filosofía para proseguir el análisis, porque, según dijo, para éI como filósofo el psicoanálisis tenía un interés que iba más allá del éxito terapéutico. Sé que reinició en octubre. Unas semanas después me contó, a propósito de cualquier otro asunto, la siguiente vivencia.
En Munich vive una decidora de la suerte que goza de gran fama. Los príncipes de Baviera suelen acudir a ella cuando tienen entre manos alguna empresa. Ella no exige otra cosa sino que se le indique una fecha. (Omití preguntar si era preciso también el año). Se da por supuesto que la fecha se refiere al día de nacimiento de una determinada persona, pero no pregunta quién es. En posesión de esta fecha, hojea libros de astrología, hace unos largos cálculos y, por fin, pronuncia una profecía referida a esa persona. En marzo último, mi paciente se dejó mover a visitar a la adivina y le dio la fecha de nacimiento de su cuñado, naturalmente que sin decirle el nombre de él ni dejar traslucir que lo tenía en el seso. El oráculo manifestó que en julio o agosto próximos esa persona moriría a causa de un envenenamiento con langostas u ostras. Después que me hubo contado esto, el paciente agregó: «¡Y eso fue grandioso!».
Yo no comprendí y lo contradije vivamente: «¿Qué es lo que usted halla grandioso? Ahora hace ya unas semanas que está usted conmigo; si su cuñado hubiera realmente muerto, hace tiempo me lo habría contado; por tanto, vive. La profecía se dio en marzo, debía cumplirse en mitad del verano, ahora ya estamos en noviembre. No se ha cumplido, entonces; ¿qué halla usted de maravilloso en ello?». Y él, ante eso: «Es cierto que no se cumplió. Pero lo maravilloso es esto: Mi cuñado es un gran aficionado a las langostas, ostras y cosas parecidas, y realmente en agosto del año anterior tuvo un envenenamiento con langostas por cuya causa estuvo a punto de morir». No se volvió a hablar más sobre el asunto.
Quieran ustedes ahora examinar conmigo el caso.
Yo creo en la veracidad de mi relator. Es hombre enteramente serio, en la actualidad se desempeña como profesor de filosofía en K. No sé de motivo alguno que pudiera haberlo movido a hacerme objeto de una mistificación. El relato fue episódico y no tendencioso, a él no se anudó nada más ni se extrajo de ahí ninguna conclusión. El no perseguía el propósito de convencerme acerca de la existencia de fenómenos anímicos ocultos, y aun tuve la impresión de que no alcanzaba a darse clara cuenta de la importancia de su vivencia. Yo mismo quedé tan sentido, en verdad penosamente tocado, que renuncié a la aplicación analítica de su comunicación.

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Igualmente inobjetable me parece la observación en otro sentido. Está comprobado que la adivina no conocía al inquiridor. Pero pregúntense ustedes mismos qué grado de intimidad se requeriría con una persona, aun manteniendo trato con ella, para conocer una fecha como el día de nacimiento de su cuñado. Por otra parte, quieran ustedes poner conmigo en duda, y con la máxima obstinación, que por unas fórmulas, cualesquiera que sean, con el auxilio de unas tablas, pueda discernirse a partir de la fecha de nacimiento un destino tan particularizado como es un envenenamiento con langostas. No olvidemos cuántos hombres han nacido el mismo día; ¿juzgan ustedes posible que la comunidad de los destinos que se fundarían en una idéntica fecha de nacimiento pudiera alcanzar a tanto detalle? Por eso me atrevo a excluir por completo de la discusión todos esos manejos de cálculos astrológicos; yo creo que la adivina habría podido hacer cualquier otra cosa sin que por eso se modificase el resultado de la inquisición. Por eso me parece también enteramente descartada una fuente de fraude del lado de la adivina -digamos casi: de la médium-.
Si convienen ustedes en el carácter fáctico y en la veracidad de esta observación, una explicación nos aguarda. Y entonces aparece enseguida lo que cuadra a la mayoría de estos fenómenos, a saber, que su explicación mediante supuestos ocultistas presenta una rara suficiencia, cubre sin residuo lo que debe explicarse, sólo que en sí misma es harto insatisfactoria. No pudo estar presente en la adivina el saber del envenenamiento por langostas que había sufrido la persona nacida el día que se le indicó; tampoco pudo adquirirlo gracias a sus tablas y cálculos. Pero sí estaba presente en el inquiridor. El hecho se explica sin resto si que remos suponer que ese saber se trasfirió de él a ella, la supuesta profetisa, y por caminos ignorados, que excluyen las maneras de comunicación por nosotros conocidas. Vale decir, nos veríamos precisados a extraer esta conclusión: Existe trasferencia de pensamiento. El trabajo astrológico de la adivina cobra así el papel de una actividad que distrae sus fuerzas psíquicas propias, la ocupa de manera inofensiva, de suerte que puede volverse receptiva y permeable para el pensamiento del otro, que repercute sobre ella; puede volverse una verdadera «médium». Parecida disposición de las cosas hemos conocido, por ejemplo, en el caso del chiste, cuando se trataba de asegurarle a un proceso anímico un discurrir más o menos automático (ver nota(206)).
Ahora bien, el recurso al análisis rinde más en este caso y realza su importancia. Nos enseña que no cualquier pieza de un saber indiferente se ha comunicado por la vía de la inducción sobre una segunda persona, sino que un deseo de una persona, extraordinariamente poderoso, que mantiene con su conciencia un vínculo particular, pudo crearse, con el auxilio de una segunda persona, una expresión conciente levemente velada, del mismo modo que el final del espectro se anuncia a los sentidos sobre la placa sensible a la luz como continuación coloreada. Uno cree poder reconstruir la ilación de pensamiento del joven tras la enfermedad y el restablecimiento de ese cuñado a quien odiaba como rival. Esta vez, es cierto, se ha sanado, mas no por eso ha renunciado a su peligrosa afición, y es de esperarque la próxima vez ella lo eche a pique. Ese «es de esperar» es lo que se traspone a la profecía. Como correspondiente a esto podría comunicarles el sueño de otra persona en que una profecía aparece como material, y el análisis del sueño revela que el contenido de aquella coincide con un cumplimiento de deseo (ver nota(207)).
No puedo simplificar mi enunciado caracterizando al deseo de muerte de mi paciente en contra de su cuñado como reprimido inconcientemente. Es que en la cura del año anterior fue hecho conciente, y las consecuencias que partían de su represión habían cedido. Pero aquel pervivió, no ya patógeno, pero sí con intensidad bastante. Podría describírselo como un deseo «sofocado».

Si convienen ustedes en el carácter fáctico y en la veracidad de esta observación, una explicación nos aguarda. Y entonces aparece enseguida lo que cuadra a la mayoría de estos fenómenos, a saber, que su explicación mediante supuestos ocultistas presenta una rara suficiencia, cubre sin residuo lo que debe explicarse, sólo que en sí misma es harto insatisfactoria. No pudo estar presente en la adivina el saber del envenenamiento por langostas que había sufrido la persona nacida el día que se le indicó; tampoco pudo adquirirlo gracias a sus tablas y cálculos. Pero sí estaba presente en el inquiridor. El hecho se explica sin resto si que remos suponer que ese saber se trasfirió de él a ella, la supuesta profetisa, y por caminos ignorados, que excluyen las maneras de comunicación por nosotros conocidas. Vale decir, nos veríamos precisados a extraer esta conclusión: Existe trasferencia de pensamiento. El trabajo astrológico de la adivina cobra así el papel de una actividad que distrae sus fuerzas psíquicas propias, la ocupa de manera inofensiva, de suerte que puede volverse receptiva y permeable para el pensamiento del otro, que repercute sobre ella; puede volverse una verdadera «médium». Parecida disposición de las cosas hemos conocido, por ejemplo, en el caso del chiste, cuando se trataba de asegurarle a un proceso anímico un discurrir más o menos automático (ver nota(206)).
Ahora bien, el recurso al análisis rinde más en este caso y realza su importancia. Nos enseña que no cualquier pieza de un saber indiferente se ha comunicado por la vía de la inducción sobre una segunda persona, sino que un deseo de una persona, extraordinariamente poderoso, que mantiene con su conciencia un vínculo particular, pudo crearse, con el auxilio de una segunda persona, una expresión conciente levemente velada, del mismo modo que el final del espectro se anuncia a los sentidos sobre la placa sensible a la luz como continuación coloreada. Uno cree poder reconstruir la ilación de pensamiento del joven tras la enfermedad y el restablecimiento de ese cuñado a quien odiaba como rival. Esta vez, es cierto, se ha sanado, mas no por eso ha renunciado a su peligrosa afición, y es de esperarque la próxima vez ella lo eche a pique. Ese «es de esperar» es lo que se traspone a la profecía. Como correspondiente a esto podría comunicarles el sueño de otra persona en que una profecía aparece como material, y el análisis del sueño revela que el contenido de aquella coincide con un cumplimiento de deseo (ver nota(207)).
No puedo simplificar mi enunciado caracterizando al deseo de muerte de mi paciente en contra de su cuñado como reprimido inconcientemente. Es que en la cura del año anterior fue hecho conciente, y las consecuencias que partían de su represión habían cedido. Pero aquel pervivió, no ya patógeno, pero sí con intensidad bastante. Podría describírselo como un deseo «sofocado».
II
En la ciudad de F. se criaba una niña, la mayor de cinco hermanas, todas mujeres(208). La más joven es diez años menor que ella; cierta vez, siendo esta un bebé, la dejó caer de los brazos; luego la llamará «su híja». La hermanita que le sigue en edad tiene con ella la diferencia mínima, han nacido el mismo año. La madre es mayor que el padre, no es una mujer afable; el padre, más joven no sólo en años, se consagra mucho a sus hijitas, las deslumbra con sus habilidades. En otros campos, por desdicha, no es nada deslumbrante; deficiente como, hombre de negocios, no puede mantener a su familia sin el auxilio de unos parientes. La hija mayor, desde edad muy temprana, deviene la confidente de todos los aprietos que le causa su deficiencia para ganarse el sustento.
Tras vencer su carácter infantil apasionado y obcecado, ella se cría como un verdadero espejo de virtudes. Su elevado pathos ético se asocia a una inteligencia rígidamente limitada. Se ha convertido en maestra de escuela, y es muy respetada. El tímido galanteo de un pariente joven, su maestro de música, poco la conmueve. Ningún otro hombre ha despertado todavía su interés.
Cierto día aparece un pariente de la madre, bastante mayor que la muchacha, pero aún joven, puesto que ella tiene sólo diecinueve años. Es extranjero, vive en Rusia, donde dirige una gran empresa comercial, se ha hecho muy rico. Nada menos que una guerra mundial y la caída del máximo despotismo harían falta {luego} para empobrecerlo a él también. Se enamora de su joven y rigurosa prima, y quiere tenerla por mujer. Los padres no le dicen palabra, pero ella comprende lo que desean. Por detrás de todos los ideales éticos se le asoma el cumplimiento del deseo de su fantasía: auxiliar a su padre, salvarlo de sus penurias. Cuenta con poder apoyar al padre con dinero mientras conduzca su negocio, y procurarle una pensión cuando por fin se retire; dará a sus hermanas dote y ajuar para que puedan casarse. Y se enamora de él, poco después se casa y lo sigue a Rusia.
En ese matrimonio todo marcha a pedir de boca hasta un pequeño suceso, no bien comprendido, que sólo cobra significación en una ojeada retrospectiva. Mujer, se convierte en una tierna amante, sensualmente satisfecha, la bienhechora de su familia. Sólo una cosa faltaba: no tenia hijos. Ahora tiene 27 años, casada hace 8, vive en Alemania y tras vencer todos los reparos acudió a un ginecólogo de allí. Pero este, con la desaprensión habitual en los especialistas, le prometió éxito si se sometía a una pequeña operación. Ella está dispuesta, al

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atardecer del día anterior habla con su marido. Van cayendo las sombras, ella quiere encender la luz. El marido le pide que no lo haga, tiene algo que decirle para lo cual prefiere la oscuridad. Que desista de la operación, la culpa de la falta de hijos está en él. Durante un congreso médico, hace dos años, se enteró de que ciertas enfermedades pueden quitar al hombre la capacidad para engendrar hijos, y un examen le mostró después que también él caía dentro de este caso. Tras esta franqueza, se suspende la operación. En ella se consuma instantáneamente un quebrantamiento, que en vano procura guardar en secreto. Sólo lo había podido amar como sustituto del padre, y ahora se entera de que nunca podrá serlo. Tres caminos se abren frente a ella, todos intransitables: la infidelidad, renunciar a tener hijos, divorciarse de su marido. A este último no podía seguirlo por los mejores motivos prácticos, y al segundo, por los más poderosos motivos' inconcientes, que ustedes coligen con facilidad. Toda su infancia había estado dominada por el deseo, tres veces defraudado, de tener un hijo del padre. Entonces le resta aquella salida que para nosotros la volverá tan interesante. Cae presa de grave neurosis. Durante largo tiempo se defiende de diversas tentaciones con el auxilio de una histeria de angustia, pero luego se produce un vuelco a graves acciones compulsivas. Ingresa en sanatorios y por fin, tras diez años de arrastrar la enfermedad, acude a mí. Su síntoma más llamativo era que, puesta en el lecho, prendía [anstecken] su ropa de cama a las sábanas con unos imperdibles. Así dejaba traslucir el secreto de la infección [Ansteckung] de su marido, que la había dejado sin hijos.
La paciente tenía quizás unos cuarenta años(209) cuando me contó una vivencia del tiempo de su incipiente desazón, todavía antes que estallase la neurosis obsesiva. Para distraerla, su marido la llevó consigo en un viaje de negocios a París. La pareja estaba sentada en el vestíbulo del hotel junto con un amigo de negocios del marido, cuando una cierta inquietud y un movimiento se hicieron sentir en el lugar. Ella inquirió a uno de los servidores del hotel por lo que sucedía, y se enteró de que Monsieur le profes seur había llegado para atender consultas en su camarín próximo a la entrada. Monsieur le professeur era un gran adivino, no dirigía preguntas, sólo hacía que el visitante imprimiera su mano en una escudilla llena de arena y le anunciaba el futuro por el estudio de la marca. Declaró que ella también quería ir ahí, hacerse decir la buena ventura; el marido la disuadió, eso era un disparate. Pero cuando él se hubo retirado junto con su amigo de negocios, se quitó del dedo el anillo matrimonial y se coló en el gabinete del adivino. Este estudió largo rato la impresión de la mano, y le dijo después: «En los próximos tiempos librará usted grandes luchas, pero todo le saldrá bien, se casará y a los 32 años tendrá dos hijos». Esta historia la contó ella con evidente maravilla y desconcierto. Mi observación de que lamentablemente el plazo de la profecía ya había terminado 8 años atrás no le hizo impresión alguna. Pude pensar entre mí que acaso la fascinaba la resuelta audacia de esta predicción, como al fiel discípulo del rabino de penetrante mirada(210).
Por desgracia, mi memoria, confiable en lo demás, no está cierta si la primera parte de la profecía había rezado: «Todo le saldrá bien, usted se casará» o, en cambio, «Usted será dichosa». Mi atención se concentró en demasía en la frase final, nítidamente modelada, con su llamativo detalle. De hecho, las primeras frases acerca de las luchas que saldrían bien responden a esos giros imprecisos que aparecen en todas las profecías, aun las que pueden comprarse ya hechas. Por eso se realzan y saltan más a la vista las dos determinaciones numéricas de la frase final. Empero, no habría carecido de interés saber si el profesor habló realmente de sucasamiento. Es verdad que ella se había despojado del anillo matrimonial y, con sus 27 años, era su aspecto muy juvenil, fácilmente se la podía tomar por una muchacha soltera; pero, por otra parte, no hace falta mucha perspicacia para descubrir en el dedo la marca del anillo. Circunscribámonos al problema de la última frase, la que prometía dos hijos a la edad de 32 años.

La paciente tenía quizás unos cuarenta años(209) cuando me contó una vivencia del tiempo de su incipiente desazón, todavía antes que estallase la neurosis obsesiva. Para distraerla, su marido la llevó consigo en un viaje de negocios a París. La pareja estaba sentada en el vestíbulo del hotel junto con un amigo de negocios del marido, cuando una cierta inquietud y un movimiento se hicieron sentir en el lugar. Ella inquirió a uno de los servidores del hotel por lo que sucedía, y se enteró de que Monsieur le profes seur había llegado para atender consultas en su camarín próximo a la entrada. Monsieur le professeur era un gran adivino, no dirigía preguntas, sólo hacía que el visitante imprimiera su mano en una escudilla llena de arena y le anunciaba el futuro por el estudio de la marca. Declaró que ella también quería ir ahí, hacerse decir la buena ventura; el marido la disuadió, eso era un disparate. Pero cuando él se hubo retirado junto con su amigo de negocios, se quitó del dedo el anillo matrimonial y se coló en el gabinete del adivino. Este estudió largo rato la impresión de la mano, y le dijo después: «En los próximos tiempos librará usted grandes luchas, pero todo le saldrá bien, se casará y a los 32 años tendrá dos hijos». Esta historia la contó ella con evidente maravilla y desconcierto. Mi observación de que lamentablemente el plazo de la profecía ya había terminado 8 años atrás no le hizo impresión alguna. Pude pensar entre mí que acaso la fascinaba la resuelta audacia de esta predicción, como al fiel discípulo del rabino de penetrante mirada(210).
Por desgracia, mi memoria, confiable en lo demás, no está cierta si la primera parte de la profecía había rezado: «Todo le saldrá bien, usted se casará» o, en cambio, «Usted será dichosa». Mi atención se concentró en demasía en la frase final, nítidamente modelada, con su llamativo detalle. De hecho, las primeras frases acerca de las luchas que saldrían bien responden a esos giros imprecisos que aparecen en todas las profecías, aun las que pueden comprarse ya hechas. Por eso se realzan y saltan más a la vista las dos determinaciones numéricas de la frase final. Empero, no habría carecido de interés saber si el profesor habló realmente de sucasamiento. Es verdad que ella se había despojado del anillo matrimonial y, con sus 27 años, era su aspecto muy juvenil, fácilmente se la podía tomar por una muchacha soltera; pero, por otra parte, no hace falta mucha perspicacia para descubrir en el dedo la marca del anillo. Circunscribámonos al problema de la última frase, la que prometía dos hijos a la edad de 32 años.
Estos detalles parecen del todo arbitrarios e inexplicables. Ni el más crédulo osará derivarlos de la interpretación de las líneas de la mano. Habrían hallado una justificación incontrastable de haberse cumplido ese destino, pero eso no ocurrió: ella tiene ahora 40 años y no tuvo ningún hijo. ¿Cuál era entonces el origen y el significado de estas cifras? La paciente misma no tenía barrunto alguno de ello. Lo más .indicado era desechar del todo la cuestión y arrojarla, como cosa sin valor, junto a tantas otras comunicaciones carentes de sentido, supuestamente de carácter oculto.
Y por cierto que sería esa la solución más simple y el más deseado alivio si, yo tengo que decirlo por desdicha, precisamente el análisis no estuviera en condiciones de esclarecer estas dos cifras y sin duda, de nuevo, de una manera por completo satisfactoria y aun obvia respecto de la situación. En efecto, las dos cifras concuerdan notablemente con la biografía de la madre de nuestra paciente. Casada después de los 30 años, su año 32 había sido justamente aquel en que, apartándose del usual destino de la mujer y como para recuperar ese retraso, pudo dar a luz dos hijos. La profecía es entonces de fácil traducción: No te aflijas por tu actual falta de hijos, eso todavía no significa nada; siempre puedes tener el destino de tu madre, que a tu edad ni se había casado y con todo eso tuvo a los 32 años sus dos hijos. La profecía le promete el cumplimiento de aquella identificación con la madre que fue el secreto de su infancia, y por boca del adivino, que no era sabedor de todas estas circunstancias personales y manejaba una marca en la arena. Queda a nuestro albedrío hacer la sustitución de ese cumplimiento de deseo, inconciente en todo sentido: «Te quitarás de encima, por la muerte, a tu inútil marido, o cobrarás la fuerza para divorciarte de él». A la naturaleza de la neurosis obsesiva responde mejor lo primero, y a la segunda posibilidad apuntan esas luchas que serán triunfos, de que habla la profecía.
Como bien ven ustedes, el papel de la interpretación analítica es aquí todavía más significativo que en el caso anterior; puede decirse que sólo ella ha creado al destino ocultista. Y de acuerdo con eso, también habría que concederle a este ejemplo una virtud probatoria directamente forzosa respecto de la posibilidad de trasferencia de un deseo inconciente intenso y de los pensamientos y conocimientos que de él dependen. Veo un único camino para sustraernos a la forzosidad de este caso, y a buen seguro no lo callaré. Es posible que la paciente, en los 12 o 13 años(211) trascurridos entre la profecía y su relato durante la cura, hubiera conformado un espejismo del recuerdo [paramnesia], de suerte que el profesor sólo expresó algo a modo de un consuelo incoloro, que no podía despertar asombro, y ella poco a poco fue introduciendo desde su inconciente las cifras significativas. Esto haría evaporarse al hecho que nos forzaría a una conclusión tan grave. De buena gana queremos identificarnos con el escéptico que pretende apreciar una comunicación así sólo si se ha producido inmediatamente después de la vivencia. Pero quizá no sin un escrúpulo. Recuerdo que tras mi nombramiento como profesor solicité una audiencia con el ministro para agradecerle. De regreso de esa audiencia, me sorprendí queriendo falsear los dichos intercambiados entre él y yo, y nunca más atiné a recordar con exactitud el diálogo que realmente tuvimos. Pero tengo que dejar al juicio de ustedes si consideran admisible este esclarecimiento. Me resulta tan imposible refutarlo como probarlo. Así pues, esta segunda observación, aunque en sí más impresionante que la primera, no

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quedaría a salvo de dudas en la misma medida que esta.
Los dos casos que les acabo de exponer atañen, ambos, a profecías no cumplidas. Creo que tales observaciones pueden aportar el mejor material para el problema de la trasferencia del pensamiento, y querría incitarlos a que hagan colección de ellas. También les había preparado un ejemplo de un material distinto, un caso, un paciente muy particular, quien en una sesión refirió cosas que coincidían de la manera más maravillosa con una vivencia mía inmediatamente anterior (ver nota(212)). Pero tendrán ahora ustedes una prueba palpable de que yo me ocupo de estas cuestiones del ocultismo sólo con la máxima resistencia. Cuando, estando en Gastein, fui en busca de las notas que había reunido para la confección de ese informe, el papel en que apuntara esta última observación no estaba ahí, y en su lugar había otro, puesto por error, que contenía señalamientos indiferentes, de un tema por entero diverso. Contra una resistencia tan nítida no hay nada que hacerle, me veo obligado a quedarles debiendo este caso, no puedo completarlo de memoria.
A cambio, quiero agregar algunas observaciones sobre una persona muy conocida en Viena, un grafólogo, Rafael Schermann, de quien se cuentan los hechos más asombrosos. Se dice que no sólo está en condiciones de sacar por una muestra de escritura todo el carácter de la persona, sino de sumarle su descripción y anudar predicciones que más tarde son corroboradas por el destino. Muchas de estas maravillosas destrezas, por lo demás, descansan en sus propios relatos. Un amigo, sin mi previo conocimiento, hizo una vez el ensayo de hacerlo fantasear sobre una muestra de escritura de mi mano. Sólo sacó que el escrito procedía de un señor de edad -fácil de colegir- con quien era difícil la convivencia, porque es un insoportable tirano en su casa. Ahora bien, difícilmente lo corroborarían quienes comparten mi hogar. Pero es sabido que en el campo de lo oculto rige el cómodo principio: casos negativos nada prueban.
No he hecho en Schermann observaciones directas, pero por la mediación de un paciente he entrado con él en un lazo del cual nada sabe. Sobre eso quiero contarles ahora(213). Hace unos años acudió a mí un hombre joven que me hizo una impresión particularmente simpática, de suerte que le di preferencia sobre muchos otros. Resultó que se había enredado con una de las más notorias mujeres de vida galante, de la cual quería desembarazarse a fin de recuperar su pleno albedrío, pero no podía. Me fue posible liberarlo y con eso obtener una intelección cabal de su compulsión; hace unos pocos meses celebró un matrimonio normal, burguesamente satisfactorio. Dentro del análisis se vio pronto que la compulsión contra la que se revolvía no estaba atada a esa dama de vida galante, sino a una señora de su propio círculo, con quien había anudado una relación desde su más temprana juventud. La dama galante había sido tomada sólo como el chivo emisario para satisfacer en ella toda la sed de venganza y los celos que en verdad correspondían a la amada. Según modelos que nos son notorios, él se había sustraído de la inhibición de la ambivalencia por desplazamiento sobre un nuevo objeto.
A esta dama de vida galante, que a su vez se había enamorado de él casi desinteresadamente, solía torturarla de la manera más refinada. Pero cuando ella ya no podía ocultar más su sufrimiento, él le traspasaba también la ternura que sentía por aquel su amor de juventud, la agasajaba, se reconciliaba y después el ciclo recomenzaba su curso. Cuando bajo la guía de la cura finalmente rompió con ella, se hizo claro qué era lo que su comportamiento quería alcanzar en este subrogado de la amada: el resarcimiento de un intento de suicidio que él había hecho en sus años mozos, cuando la amada no quería escucharlo. Tras ese intento de suicidio logró por fin conquistar a la amada, de mayor edad que él. Por esta época del tratamiento solía ir en busca de Schermann, conocido de él, quien repetidas veces le sacó, de las muestras de escritura de la dama galante, la interpretación de que ella estaba al cabo de sus fuerzas, estaba a punto de suicidarse y con toda seguridad se mataría. Pero ella no lo hizo, sino que se sacudió sus flaquezas humanas y recordó los principios de su oficio y sus deberes hacia su amigo oficial. Para mí fue claro que el taumaturgo no había hecho sino revelar a mi paciente su deseo íntimo.
Tras renunciar a esta persona desplazada {dislocada}, mi paciente se puso seriamente a soltarse de su cadena real. Por unos sueños colegí un plan que se formaba en él, sobre el modo en que podía desasirse del vínculo con su amor de juventud sin agraviarla gravemente ni inferirle daño material. Ella tenía una hija que se mostraba muy tierna con el joven amigo de la casa, y supuestamente nada sabía de su papel secreto. A esta muchacha quería desposar. Poco después se hizo conciente el plan, y el hombre emprendió los primeros pasos para ejecutarlo. Yo lo apoyé en ese propósito, que respondía a una salida irregular, pero de todos modos posible, de una difícil situación. Pero al poco tiempo vino un sueño en el que se volcaba con hostilidad contra la muchacha, y hete aquí que él consulta de nuevo a Schermann, quien dio este veredicto: la muchacha era infantil, neurótica y no buena para desposarla. El gran conocedor de hombres tuvo esta vez razón: el comportamiento de la muchacha, a quien ya se juzgaba la novia de este hombre, se hizo cada vez más contradictorio y se tomó el consejo de llevarla a un análisis. El resultado del análisis fue el desechamiento de ese plan de matrimonio. La muchacha tenía cabal conocimiento inconciente de los vínculos entre su madre y su prometido, y estaba prendada de este sólo a consecuencia de su complejo de Edipo.
Por entonces se interrumpió nuestro análisis. El paciente quedó libre y capaz de abrirse por sí solo su ulterior camino. Escogió por esposa a una muchacha respetable, ajena a su círculo familiar, sobre quien Schermann había pronunciado un juicio favorable. Ojalá que esta vez haya acertado de nuevo.
Han comprendido ustedes el sentido en que yo querría interpretar estas experiencias mías con Schermann. Ven que todo mi material trata de este único punto, la inducción de pensamientos; sobre todas las otras maravillas que el ocultismo asevera no tengo nada que decir. Mi propia vida, según ya lo he confesado en público, ha trascurrido particularmente huera en estas cosas ocultas (ver nota(214)). Quizás el problema de la trasferencia del pensamiento les parezca ínfimo en comparación con el grandioso mundo encantado de lo oculto. Pero reparen en el enorme paso que por sí solo sería este supuesto más allá de nuestro actual punto de vista. Sigue siendo verdadero lo que el custodio de [la basílica del San Dionisio solía acotar acerca del martirio del santo. San Dionisio debía, después que le tronchasen la cabeza, recogerla y con ella bajo el brazo marchar aún todo un trecho. El custodio, empero, observó sobre esto: «Dans des cas pareits, ce n'est que le premier pas qui coûte(215)». Lo demás viene solo (ver nota(216)).

Los dos casos que les acabo de exponer atañen, ambos, a profecías no cumplidas. Creo que tales observaciones pueden aportar el mejor material para el problema de la trasferencia del pensamiento, y querría incitarlos a que hagan colección de ellas. También les había preparado un ejemplo de un material distinto, un caso, un paciente muy particular, quien en una sesión refirió cosas que coincidían de la manera más maravillosa con una vivencia mía inmediatamente anterior (ver nota(212)). Pero tendrán ahora ustedes una prueba palpable de que yo me ocupo de estas cuestiones del ocultismo sólo con la máxima resistencia. Cuando, estando en Gastein, fui en busca de las notas que había reunido para la confección de ese informe, el papel en que apuntara esta última observación no estaba ahí, y en su lugar había otro, puesto por error, que contenía señalamientos indiferentes, de un tema por entero diverso. Contra una resistencia tan nítida no hay nada que hacerle, me veo obligado a quedarles debiendo este caso, no puedo completarlo de memoria.
A cambio, quiero agregar algunas observaciones sobre una persona muy conocida en Viena, un grafólogo, Rafael Schermann, de quien se cuentan los hechos más asombrosos. Se dice que no sólo está en condiciones de sacar por una muestra de escritura todo el carácter de la persona, sino de sumarle su descripción y anudar predicciones que más tarde son corroboradas por el destino. Muchas de estas maravillosas destrezas, por lo demás, descansan en sus propios relatos. Un amigo, sin mi previo conocimiento, hizo una vez el ensayo de hacerlo fantasear sobre una muestra de escritura de mi mano. Sólo sacó que el escrito procedía de un señor de edad -fácil de colegir- con quien era difícil la convivencia, porque es un insoportable tirano en su casa. Ahora bien, difícilmente lo corroborarían quienes comparten mi hogar. Pero es sabido que en el campo de lo oculto rige el cómodo principio: casos negativos nada prueban.
No he hecho en Schermann observaciones directas, pero por la mediación de un paciente he entrado con él en un lazo del cual nada sabe. Sobre eso quiero contarles ahora(213). Hace unos años acudió a mí un hombre joven que me hizo una impresión particularmente simpática, de suerte que le di preferencia sobre muchos otros. Resultó que se había enredado con una de las más notorias mujeres de vida galante, de la cual quería desembarazarse a fin de recuperar su pleno albedrío, pero no podía. Me fue posible liberarlo y con eso obtener una intelección cabal de su compulsión; hace unos pocos meses celebró un matrimonio normal, burguesamente satisfactorio. Dentro del análisis se vio pronto que la compulsión contra la que se revolvía no estaba atada a esa dama de vida galante, sino a una señora de su propio círculo, con quien había anudado una relación desde su más temprana juventud. La dama galante había sido tomada sólo como el chivo emisario para satisfacer en ella toda la sed de venganza y los celos que en verdad correspondían a la amada. Según modelos que nos son notorios, él se había sustraído de la inhibición de la ambivalencia por desplazamiento sobre un nuevo objeto.
A esta dama de vida galante, que a su vez se había enamorado de él casi desinteresadamente, solía torturarla de la manera más refinada. Pero cuando ella ya no podía ocultar más su sufrimiento, él le traspasaba también la ternura que sentía por aquel su amor de juventud, la agasajaba, se reconciliaba y después el ciclo recomenzaba su curso. Cuando bajo la guía de la cura finalmente rompió con ella, se hizo claro qué era lo que su comportamiento quería alcanzar en este subrogado de la amada: el resarcimiento de un intento de suicidio que él había hecho en sus años mozos, cuando la amada no quería escucharlo. Tras ese intento de suicidio logró por fin conquistar a la amada, de mayor edad que él. Por esta época del tratamiento solía ir en busca de Schermann, conocido de él, quien repetidas veces le sacó, de las muestras de escritura de la dama galante, la interpretación de que ella estaba al cabo de sus fuerzas, estaba a punto de suicidarse y con toda seguridad se mataría. Pero ella no lo hizo, sino que se sacudió sus flaquezas humanas y recordó los principios de su oficio y sus deberes hacia su amigo oficial. Para mí fue claro que el taumaturgo no había hecho sino revelar a mi paciente su deseo íntimo.
Tras renunciar a esta persona desplazada {dislocada}, mi paciente se puso seriamente a soltarse de su cadena real. Por unos sueños colegí un plan que se formaba en él, sobre el modo en que podía desasirse del vínculo con su amor de juventud sin agraviarla gravemente ni inferirle daño material. Ella tenía una hija que se mostraba muy tierna con el joven amigo de la casa, y supuestamente nada sabía de su papel secreto. A esta muchacha quería desposar. Poco después se hizo conciente el plan, y el hombre emprendió los primeros pasos para ejecutarlo. Yo lo apoyé en ese propósito, que respondía a una salida irregular, pero de todos modos posible, de una difícil situación. Pero al poco tiempo vino un sueño en el que se volcaba con hostilidad contra la muchacha, y hete aquí que él consulta de nuevo a Schermann, quien dio este veredicto: la muchacha era infantil, neurótica y no buena para desposarla. El gran conocedor de hombres tuvo esta vez razón: el comportamiento de la muchacha, a quien ya se juzgaba la novia de este hombre, se hizo cada vez más contradictorio y se tomó el consejo de llevarla a un análisis. El resultado del análisis fue el desechamiento de ese plan de matrimonio. La muchacha tenía cabal conocimiento inconciente de los vínculos entre su madre y su prometido, y estaba prendada de este sólo a consecuencia de su complejo de Edipo.
Por entonces se interrumpió nuestro análisis. El paciente quedó libre y capaz de abrirse por sí solo su ulterior camino. Escogió por esposa a una muchacha respetable, ajena a su círculo familiar, sobre quien Schermann había pronunciado un juicio favorable. Ojalá que esta vez haya acertado de nuevo.
Han comprendido ustedes el sentido en que yo querría interpretar estas experiencias mías con Schermann. Ven que todo mi material trata de este único punto, la inducción de pensamientos; sobre todas las otras maravillas que el ocultismo asevera no tengo nada que decir. Mi propia vida, según ya lo he confesado en público, ha trascurrido particularmente huera en estas cosas ocultas (ver nota(214)). Quizás el problema de la trasferencia del pensamiento les parezca ínfimo en comparación con el grandioso mundo encantado de lo oculto. Pero reparen en el enorme paso que por sí solo sería este supuesto más allá de nuestro actual punto de vista. Sigue siendo verdadero lo que el custodio de [la basílica del San Dionisio solía acotar acerca del martirio del santo. San Dionisio debía, después que le tronchasen la cabeza, recogerla y con ella bajo el brazo marchar aún todo un trecho. El custodio, empero, observó sobre esto: «Dans des cas pareits, ce n'est que le premier pas qui coûte(215)». Lo demás viene solo (ver nota(216)).

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«Traum und Telepathie»
Nota introductoria(217)
Un anuncio como el mío tiene que despertar muy determinadas expectativas en estos tiempos, tan llenos de interés por los fenómenos llamados ocultos. Me apresuro por eso a disiparlas. De mi conferencia no averiguarán nada sobre el enigma de la telepatía, ni siquiera se informarán si yo creo o no en la existencia de una «telepatía». Aquí me he propuesto la muy modesta tarea de indagar la relación de los sucesos telepáticos, cualquiera que sea el origen de estos, con el sueño; más precisamente: con nuestra teoría del sueño. Conocido es de ustedes que suele en general juzgarse muy estrecho el vínculo entre sueño y telepatía; defenderé aquí la opinión de que ambos no tienen tanto que ver entre sí, y que, sí la existencia de sueños telepáticos llegara a certificarse, no por ello habría que cambiar nada en nuestra concepción del sueño.
El material que sirve de base a la presente comunicación es muy escaso. Lo primero que debo decir es que, por desdicha, no puedo trabajar con sueños propios, como hice otrora, cuando escribí La interpretación de los sueños (1900a). Es que nunca tuve un sueño telepático. No es que me faltaran sueños de esos que contienen la comunicación de que en cierto lugar distante se desarrolla determinado suceso, quedando librado a la concepción del soñante el decidir si el suceso acaba de iniciarse ahora o lo hará en algún tiempo futuro; y aun he registrado en mí a menudo, en medio de la vida de vigilia, premoniciones de procesos distantes. Pero todos esos indicios, predicciones y premoniciones, para decirlo con la expresión que solemos, no se han cumplido; se demostró que no les correspondía ninguna realidad exterior, y por eso hubo que concebirlos como unas expectativas puramente subjetivas.
Cierta vez, por ejemplo, durante la guerra, soñé que uno de mis hijos que se encontraba en el frente había caído. El sueño no lo decía directamente, pero era inequívoco; lo expresaba con los medios del conocido simbolismo de la muerte, que W. Stekel [1911a] fue el primero en señalar. (¡No dejemos de cumplir aquí el deber, con frecuencia incómodo, de la honestidad bibliográfica!) Vi al joven guerrero de pie sobre una pasarela de desembarco, en las lindes entre tierra y agua; se me antojó muy pálido, le dirigí la palabra, mas no me respondió. A esto se sumaron otras alusiones sobre las que no podía haber malentendido alguno. No llevaba uniforme militar, sino un traje de esquiador como el que tenía puesto cuando, muchos años antes de la guerra, sufrió una grave caída mientras practicaba ese deporte. Estaba parado sobre algo elevado como un taburete, frente a un aparador; esa situación tuvo que sugerirme interpretar el «caer» con referencia a un recuerdo de mi propia infancia, pues yo mismo, siendo un niño de poco más de dos años, me había trepado a un taburete así para buscar algo en un aparador -probablemente algo bueno-, y en eso me caí, infligiéndome una herida cuya huella todavía hoy puedo mostrar. No obstante, mi hijo, a quien aquel sueño proclamaba muerto, volvió sano y salvo de los peligros de la guerra (ver nota(218)).
Hace poco he tenido otro sueño anunciador de desgracia; fue, creo, inmediatamente antes de que me decidiera a redactar esta pequeña comunicación; esta vez no se gastó mucho en disfraces; vi a mis dos sobrinas, las que viven en Inglaterra; llevaban luto, y me dijeron: «El jueves la enterramos». Yo sabía que se referían a la muerte de su madre, ahora de ochenta y siete años, la mujer de mí hermano mayor, ya fallecido.
Hubo en mí, desde luego, un período de penosa expectativa; el deceso repentino de una mujer tan anciana nada tendría de sorprendente, y, sin embargo, sería tan indeseable que mi sueño coincidiera justamente con ese suceso ... Pero la siguiente carta venida de Inglaterra aventó esos temores. Para todos aquellos que estén preocupados por la teoría del deseo del sueño, quiero intercalar el aseguramiento tranquilizador de que al análisis no le fue difícil descubrir también para estos sueños de muerte los motivos inconcientes presumibles.
Y ahora no me interrumpan con la objeción de que tales comunicaciones carecen de valor porque unas experiencias negativas son tan incapaces de probar algo aquí como en otros campos menos ocultos. Yo lo sé también, y en modo alguno he traído estos ejemplos para aducir una prueba o instilarles a ustedes de contrabando una determinada actitud. Sólo quise justificar lo restringido de mi material.
Más importante, en todo caso, me parece otro hecho, a saber: que durante mi actividad como analista, y ya van unos veintisiete años, nunca tuve oportunidad de covivenciar en alguno de mis pacientes un genuino sueño telepático. Y no obstante, los hombres con quienes trabajé eran una buena colección de naturalezas gravemente neuropáticas de «sensitividad extremada»; muchos de ellos me contaron los más maravillosos sucesos de su vida anterior, en los que se apoyaba su fe en influjos secretamente ocultos. Acontecimientos tales como accidentes, enfermedades de parientes próximos, en particular casos de muerte de uno de los padres, me

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fueron contados abundantemente durante la cura y la interrumpieron, pero ni una sola vez estas contingencias, tan apropiadas para ello por su naturaleza, me brindaron la oportunidad de capturar un sueño telepático, sea que la cura se extendiera por medio año, por un año íntegro o por una cantidad de ellos. En cuanto a la explicación de este hecho, que de nuevo trae consigo una restricción de mi material, que se empeñe en lograrla el que quiera hacerlo. Verán que ella no afecta el contenido de mi comunicación.
Menos todavía podría ponerme en aprietos esta pregunta: ¿Por qué no he espigado en el rico acervo de sueños telepáticos consignados en la bibliografía? No habría tenido que buscar mucho, pues dispongo de las publicaciones de la Society for Psychical Research, tanto de la inglesa como de la norteamericana, como afiliado a ellas. En ninguna de esas comunicaciones se ensaya una apreciación analítica de los sueños, tal como la que a nosotros tiene que interesarnos en primera línea (ver nota(219)). Por otra parte, pronto entenderán ustedes que para los propósitos de esta comunicación ha de bastar con un único ejemplo de sueño.
Así, mi material consta única y exclusivamente de dos informes que he recibido de corresponsales de Alemania. No los conozco personalmente, pero ellos indican nombre y lugar de residencia; no tengo razón alguna para creer que en sus escritos los guíe un propósito de engaño.
Con uno de ellos(220) había mantenido intercambio epistolar desde antes; tuvo la amabilidad de comunicarme, como lo hacen muchos otros lectores, observaciones de la vida cotidiana y cosas de ese tenor. Esta vez, ese hombre, a todas luces culto e inteligente, pone a mi disposición su material expresamente por si yo quisiera «utilizarlo en algún escrito».
He aquí su carta:
«Al siguiente sueño lo juzgo de suficiente interés para brindárselo a usted como material para sus estudios.
»Tengo que hacer una aclaración previa: Mí hija, casada en Berlín, esperaba para mediados de diciembre de este año su primer alumbramiento. Yo tenía el propósito de viajar en esa época a Berlín con mi (segunda) mujer, la madrastra de mi hija. La noche del 16 al 17 de noviembre soñé, y por cierto de una manera tan vívida y plástica como nunca lo había hecho, que mi mujer ha dado a luz mellizos. Veo a los dos niños, de magnífico aspecto; los veo nítidamente, con sus sonrosadas mejillas, yacen uno junto al otro en su cunita. No establezco su sexo; uno, de cabellos de un rubio ceniciento, lleva nítidamente mis rasgos, mezclados con rasgos de mi
mujer; el otro, de cabellos castaños, lleva nítidamente los rasgos de mi mujer, mezclados con rasgos míos. Digo a mi mujer, quien tiene los cabellos rojizos: "Con probabilidad 'tu' niño, el de los cabellos castaños, los tendrá más tarde también rojizos". Mi mujer da el pecho a los niños. En una palangana había puesto a cocer mermelada (en el sueño) y los dos niños se encaraman ahí gateando y la rebañan.»He ahí el sueño. Estando en eso, unas cuatro o cinco veces medio me desperté; me preguntaba si era cierto que me habían sido dado mellizos, y no del todo seguro llego a la conclusión de que sólo he soñado. El sueño dura hasta que me despierto y aún después dura un rato, hasta que me he puesto en claro acerca de la verdad. Durante el desayuno le cuento a mi mujer el sueño, que le gusta mucho. Dice, pensativa: "Ilse (mi hija), ¿no tendrá mellizos?". Yo replico: "Me es difícil creerlo, pues ni en mi familia ni en la de G. (el marido de mi hija) hubieron mellizos". El 18 de noviembre, a las diez de la mañana, recibí un telegrama de mi yerno, despachado la tarde anterior, en que me anunciaba el nacimiento de mellizos, un varón y una niña. Por tanto, el nacimiento se produjo por el tiempo en que yo soñé que mí mujer había tenido mellizos. El parto sobrevino cuatro semanas antes de lo que todos suponíamos, sobre la base de las conjeturas de mi hija y su marido.
»Y algo más todavía: A la noche siguiente soñé que mi difunta mujer, la madre de mí hija, había adoptado para su crianza cuarenta y ocho niños recién nacidos. Cuando nos envían la primera docena, yo protesto. Ahí termina el sueño.
»Mi difunta mujer era muy amante de los niños. A menudo decía que le gustaría tener toda una cuadrilla a su alrededor, tanto más cuanto que sería totalmente apta para mantener una guardería de niños, y ello la haría sentirse bien. Los lloriqueos y la grita de los niños eran su música. Y hasta en cierta ocasión convidó a toda una pandilla de niños de la calle y los agasajó en el patio de nuestra casa con chocolate y pastelillos. Mi hija, tras el alumbramiento y en particular tras la sorpresa por su anticipación, por haber tenido mellizos y por la diferencia de sus sexos, sin duda pensó también en su madre, sabiendo que habría recibido con viva alegría y contento ese suceso. "¿Qué diría mamita si ahora estuviera junto a mí, junto a mi lecho de parturienta?". Este pensamiento indudablemente se le pasó por la cabeza. Y ahora yo tengo este sueño sobre mi difunta primera mujer, con quien rara vez sueño, aunque tras el primer sueño ni había hablado de ella ni le había dirigido mis pensamientos.
. »Juzga usted que la coincidencia de sueño y suceso es en ambos casos fruto del azar? Mi hija, que me tiene mucho apego, con seguridad en sus horas difíciles ha pensado particularmente en mí, tanto más cuanto que yo a menudo mantuve correspondencia con ella sobre la conducta durante el embarazo y le he dado consejos una y otra vez».
Es fácil colegir lo que respondí a esta carta. Me pesaba que también en mi corresponsal el interés analítico fuera tan totalmente arrollado por el telepático; por eso me desvié de su pregunta directa, le observé que el sueño contenía muchas otras cosas además de su referencia al nacimiento de los mellizos, y le rogué que me comunicase aquellas ilustraciones y ocurrencias que pudieran posibilitarme una interpretación del sueño. A vuelta de correo recibí esta segunda carta, que en verdad no daba plena satisfacción a mis deseos:

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«Sólo hoy paso a responder su amable carta del 24 del corriente mes. De buena gana le comunicaré "sin lagunas ni reservas" todas las asociaciones que me acudan. Por desdicha no han sido muchas; en una conversación saldrían a relucir más.
»Y bien: Entre mi mujer y yo no deseamos más hijos. Apenas si tenemos, pues, comercio carnal; al menos para la época del sueño no amenazaba ninguna clase de "peligro". El alumbramiento de mi hija, que se esperaba para mediados de diciembre, fue, como es natural, tema frecuente de nuestra conversación. Mí hija había sido examinada con rayos X en el verano, y el médico que entonces la revisó estableció que sería un varón. Mi mujer expresó en esa oportunidad: "Me daría risa si a pesar de eso naciera niña". También opinó de pasada que sería mejor si fuera un H. y no un G. (apellido de mí yerno), pues mi hija es más guapa y de figura más elegante que mi yerno, aunque él fue oficial de la marina. Yo me interesaba por cuestiones de herencia y tenía el hábito de mirar en mis hijitos a quién se parecían. ¡Y una cosa más! Tenemos una perrita que en las comidas se sienta a la mesa, recibe su alimento y rebaña platos y escudillas. Todo este material regresa en el sueño.
»Me gustan los niños pequeños y tengo dicho, ya muchas veces, que querría criar otro, ahora que podría hacerlo con inteligencia, interés y tranquilidad mucho mayores, pero no me gustaría tener ninguno con mi mujer, que no posee las aptitudes que la educación racional de un niño requiere. Y hete aquí que el sueño me depara dos (el sexo, no lo he establecido). Todavía los veo yacer en la cuna y reconozco con precisión los rasgos, uno más "yo", el otro más "mi mujer", pero los dos con pequeños rasgos de la otra parte. Mi mujer tiene el cabello rojizo, y uno de los niños, castaño (rojizo). Yo digo: "¡Bah! Ese más tarde se pondrá también pelirrojo". Los dos niños se encaraman a una gran palangana donde mi mujer revolvió mermelada, y rebañan el fondo y los bordes (sueño). El origen de este detalle es de explicación fácil, así como el sueño en general no es difícil de comprender ni de interpretar, si el nacimiento anticipado de mis nietos contra toda expectativa (tres semanas antes) no coincidiera casi con la hora del sueño (no sé decir con exactitud cuándo empezó; entre nueve y diez menos cuarto nacieron mis nietos, a eso de las once me metí en cama y por la noche soñé) y si no hubiéramos sabido ya de antemano que sería un varón. Es cierto, la duda acerca de si había sido bien comprobado que fuera varón o niña puede haber hecho que en el sueño emergieran unos mellizos; no obstan. te, siempre queda en pie la coincidencia temporal del sueño de los mellizos con los que mi hija dio a luz inesperadamente, tres semanas antes.
»No es la primera vez que acontecimientos distantes se me hacen concientes antes de recibir la noticia de ellos. Uno entre muchos otros: En octubre me visitaron mis tres hermanos. Hacía treinta años que no nos veíamos de nuevo juntos (aisladamente unos con otros, desde luego, nos vimos más a menudo), excepto durante un lapso brevísimo para el sepelio de mi padre y para el de mi madre. Ambas muertes eran previsibles, y en ninguno de los dos casos las "presentí". Pero, hace unos veinticinco años, cuando mi hermano menor murió de manera repentina e inesperada a la edad de diez años, en el momento en que el mensajero me entregaba la carta con la noticia de su muerte, y sin que la hubiese mirado siquiera, me vino al punto este pensamiento: Ahí se dice que tu hermano ha muerto. Era el único que quedaba en la casa paterna, un muchacho fuerte y sano, mientras los cuatro hermanos mayores ya habíamos volado de ella y estábamos ausentes. A raíz de la visita de mis hermanos, por azar recayó la conversación sobre esa vivencia mía de entonces, y los tres, como respondiendo a una consigna, declararon que a ellos les había pasado exactamente lo mismo que a mí. Sí de idéntica manera, no puedo decirlo; lo cierto es que todos declararon haber recibido la muerte como certidumbre en su sentimiento antes que se los señalase la noticia que enseguida la corroboraría y que en modo alguno era de prever. Aunque los cuatro somos hombres grandes y fuertes, tenemos, de parte de madre, naturalezas sensibles. Ahora bien, ninguno de nosotros tiene inclinación por el espiritismo o el ocultismo; al contrario, los rechazamos decididamente a ambos. Mis tres hermanos son, todos, universitarios; dos, profesores de la escuela media, uno agrimensor, más pedantes que fantaseadores.
»Esto es todo cuanto sé decirle sobre el sueño. Si usted quisiera utilizarlo en algún escrito, con gusto lo pongo a su disposición».
No puedo menos que temerlo: ustedes se comportarán de manera parecida al autor de las dos cartas. También ustedes se interesarán sobre todo por saber si es lícito considerar este sueño, realmente, como una señal telepática del inesperado nacimiento de los mellizos, y en modo alguno se inclinarán a someterlo al análisis como a cualquier otro. Preveo que siempre será así cuando psicoanálisis y ocultismo entren en colisión. El primero tiene en su contra todos los instintos del alma; con el segundo transigen unas simpatías oscuras y poderosas. Empero, no me encerraré en el punto de vista de que yo no soy más que un psicoanalista y las cuestiones del ocultismo no me importan; ustedes lo juzgarían una huida frente al problema. Asevero, en cambio, que me daría gran contento si pudiera convencerme a mí mismo y convencer a otros, por observaciones intachables, acerca de la existencia de procesos telepáticos, pero que las comunicaciones dadas sobre este sueño son harto insuficientes para justificar una decisión así. Fíjense ustedes; este hombre inteligente e interesado por los problemas de su sueño ni siquiera atina a indicarnos cuándo vio por última vez a su hija grávida, ni las noticias que recientemente recibió de ella; en la primera carta escribe que el nacimiento se anticipó un mes, en la segunda son sólo tres semanas, y en ninguna se nos anoticia si el nacimiento realmente se anticipó o si los interesados, como es tan frecuente que ocurra, erraron sus cálculos. Pero este y otros detalles del hecho serían indispensables si debiéramos apreciar la probabilidad de que se hubieran producido en el soñante un tasar y un colegir inconcientes. De nada serviría ' me dije también, que se me diese respuesta a algunas de tales inquisiciones. En el curso de ese esforzado procedimiento de prueba emergerían cada vez dudas nuevas que sólo podrían despejarse si uno tuviera al hombre frente a sí y refrescara en él todos los recuerdos atinentes; que quizá dejó de lado por triviales. Tiene por cierto razón cuando dice, al comienzo de su segunda carta, que en una conversación se habría conseguido más.
Piensen ustedes en otro caso, parecido, en que el perturbador interés por el ocultismo no tiene participación alguna. Cuántas veces habrán tenido la oportunidad de comparar la anamnesis y el informe de su enfermedad que un neurótico cualquiera les dio en la primera entrevista con lo que ustedes han averiguado de él tras unos meses de psicoanálisis. Prescindiendo de la comprensible abreviación, ¡cuántas comunicaciones esenciales ha omitido o sofocado, cuántos vínculos ha desplazado {dislocado}! En el fondo, ¡cuántas cosas desacertadas y falsas les ha contado la primera vez! Creo que no me declararán exagerado en mis reparos si en la presente circunstancia declino juzgar si el suceso que se nos ha comunicado corresponde a un hecho telepático, a una operación inconciente particularmente fina del soñante o, simplemente, tiene

»Y bien: Entre mi mujer y yo no deseamos más hijos. Apenas si tenemos, pues, comercio carnal; al menos para la época del sueño no amenazaba ninguna clase de "peligro". El alumbramiento de mi hija, que se esperaba para mediados de diciembre, fue, como es natural, tema frecuente de nuestra conversación. Mí hija había sido examinada con rayos X en el verano, y el médico que entonces la revisó estableció que sería un varón. Mi mujer expresó en esa oportunidad: "Me daría risa si a pesar de eso naciera niña". También opinó de pasada que sería mejor si fuera un H. y no un G. (apellido de mí yerno), pues mi hija es más guapa y de figura más elegante que mi yerno, aunque él fue oficial de la marina. Yo me interesaba por cuestiones de herencia y tenía el hábito de mirar en mis hijitos a quién se parecían. ¡Y una cosa más! Tenemos una perrita que en las comidas se sienta a la mesa, recibe su alimento y rebaña platos y escudillas. Todo este material regresa en el sueño.
»Me gustan los niños pequeños y tengo dicho, ya muchas veces, que querría criar otro, ahora que podría hacerlo con inteligencia, interés y tranquilidad mucho mayores, pero no me gustaría tener ninguno con mi mujer, que no posee las aptitudes que la educación racional de un niño requiere. Y hete aquí que el sueño me depara dos (el sexo, no lo he establecido). Todavía los veo yacer en la cuna y reconozco con precisión los rasgos, uno más "yo", el otro más "mi mujer", pero los dos con pequeños rasgos de la otra parte. Mi mujer tiene el cabello rojizo, y uno de los niños, castaño (rojizo). Yo digo: "¡Bah! Ese más tarde se pondrá también pelirrojo". Los dos niños se encaraman a una gran palangana donde mi mujer revolvió mermelada, y rebañan el fondo y los bordes (sueño). El origen de este detalle es de explicación fácil, así como el sueño en general no es difícil de comprender ni de interpretar, si el nacimiento anticipado de mis nietos contra toda expectativa (tres semanas antes) no coincidiera casi con la hora del sueño (no sé decir con exactitud cuándo empezó; entre nueve y diez menos cuarto nacieron mis nietos, a eso de las once me metí en cama y por la noche soñé) y si no hubiéramos sabido ya de antemano que sería un varón. Es cierto, la duda acerca de si había sido bien comprobado que fuera varón o niña puede haber hecho que en el sueño emergieran unos mellizos; no obstan. te, siempre queda en pie la coincidencia temporal del sueño de los mellizos con los que mi hija dio a luz inesperadamente, tres semanas antes.
»No es la primera vez que acontecimientos distantes se me hacen concientes antes de recibir la noticia de ellos. Uno entre muchos otros: En octubre me visitaron mis tres hermanos. Hacía treinta años que no nos veíamos de nuevo juntos (aisladamente unos con otros, desde luego, nos vimos más a menudo), excepto durante un lapso brevísimo para el sepelio de mi padre y para el de mi madre. Ambas muertes eran previsibles, y en ninguno de los dos casos las "presentí". Pero, hace unos veinticinco años, cuando mi hermano menor murió de manera repentina e inesperada a la edad de diez años, en el momento en que el mensajero me entregaba la carta con la noticia de su muerte, y sin que la hubiese mirado siquiera, me vino al punto este pensamiento: Ahí se dice que tu hermano ha muerto. Era el único que quedaba en la casa paterna, un muchacho fuerte y sano, mientras los cuatro hermanos mayores ya habíamos volado de ella y estábamos ausentes. A raíz de la visita de mis hermanos, por azar recayó la conversación sobre esa vivencia mía de entonces, y los tres, como respondiendo a una consigna, declararon que a ellos les había pasado exactamente lo mismo que a mí. Sí de idéntica manera, no puedo decirlo; lo cierto es que todos declararon haber recibido la muerte como certidumbre en su sentimiento antes que se los señalase la noticia que enseguida la corroboraría y que en modo alguno era de prever. Aunque los cuatro somos hombres grandes y fuertes, tenemos, de parte de madre, naturalezas sensibles. Ahora bien, ninguno de nosotros tiene inclinación por el espiritismo o el ocultismo; al contrario, los rechazamos decididamente a ambos. Mis tres hermanos son, todos, universitarios; dos, profesores de la escuela media, uno agrimensor, más pedantes que fantaseadores.
»Esto es todo cuanto sé decirle sobre el sueño. Si usted quisiera utilizarlo en algún escrito, con gusto lo pongo a su disposición».
No puedo menos que temerlo: ustedes se comportarán de manera parecida al autor de las dos cartas. También ustedes se interesarán sobre todo por saber si es lícito considerar este sueño, realmente, como una señal telepática del inesperado nacimiento de los mellizos, y en modo alguno se inclinarán a someterlo al análisis como a cualquier otro. Preveo que siempre será así cuando psicoanálisis y ocultismo entren en colisión. El primero tiene en su contra todos los instintos del alma; con el segundo transigen unas simpatías oscuras y poderosas. Empero, no me encerraré en el punto de vista de que yo no soy más que un psicoanalista y las cuestiones del ocultismo no me importan; ustedes lo juzgarían una huida frente al problema. Asevero, en cambio, que me daría gran contento si pudiera convencerme a mí mismo y convencer a otros, por observaciones intachables, acerca de la existencia de procesos telepáticos, pero que las comunicaciones dadas sobre este sueño son harto insuficientes para justificar una decisión así. Fíjense ustedes; este hombre inteligente e interesado por los problemas de su sueño ni siquiera atina a indicarnos cuándo vio por última vez a su hija grávida, ni las noticias que recientemente recibió de ella; en la primera carta escribe que el nacimiento se anticipó un mes, en la segunda son sólo tres semanas, y en ninguna se nos anoticia si el nacimiento realmente se anticipó o si los interesados, como es tan frecuente que ocurra, erraron sus cálculos. Pero este y otros detalles del hecho serían indispensables si debiéramos apreciar la probabilidad de que se hubieran producido en el soñante un tasar y un colegir inconcientes. De nada serviría ' me dije también, que se me diese respuesta a algunas de tales inquisiciones. En el curso de ese esforzado procedimiento de prueba emergerían cada vez dudas nuevas que sólo podrían despejarse si uno tuviera al hombre frente a sí y refrescara en él todos los recuerdos atinentes; que quizá dejó de lado por triviales. Tiene por cierto razón cuando dice, al comienzo de su segunda carta, que en una conversación se habría conseguido más.
Piensen ustedes en otro caso, parecido, en que el perturbador interés por el ocultismo no tiene participación alguna. Cuántas veces habrán tenido la oportunidad de comparar la anamnesis y el informe de su enfermedad que un neurótico cualquiera les dio en la primera entrevista con lo que ustedes han averiguado de él tras unos meses de psicoanálisis. Prescindiendo de la comprensible abreviación, ¡cuántas comunicaciones esenciales ha omitido o sofocado, cuántos vínculos ha desplazado {dislocado}! En el fondo, ¡cuántas cosas desacertadas y falsas les ha contado la primera vez! Creo que no me declararán exagerado en mis reparos si en la presente circunstancia declino juzgar si el suceso que se nos ha comunicado corresponde a un hecho telepático, a una operación inconciente particularmente fina del soñante o, simplemente, tiene

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que aceptárselo como una coincidencia casual. Deberemos posponer nuestro apetito de saber para otra oportunidad en que nos sea permitida una exploración oral, y a fondo, del soñante. Ahora bien, no pueden decir que este desenlace de nuestra indagación los ha decepcionado, pues yo los había preparado para ello, señalándoles que no averiguarían nada que echase luz sobre el problema de la telepatía.
Si ahora pasamos al tratamiento analítico de este sueño, tenemos que confesar de nuevo nuestro descontento. El material de pensamientos que el soñante anuda al contenido manifiesto del sueño es, también, insuficiente; con él no podemos hacer ningún análisis del sueño. Este se demora prolijamente, por ejemplo, en la semejanza de los hijos con los padres, elucida el color de sus cabellos y la previsible mudanza de estos en tiempos posteriores, y para el esclarecimiento de este detalle sobre el que tanto se urde disponemos sólo de esa pobre información del soñante: que él siempre se interesó por cuestiones del parecido y la herencia; ¡nosotros estamos habituados a requerimientos mucho mayores! Pero en un lugar el sueño permite una interpretación analítica, y justamente aquí el análisis (que en lo demás nada tiene que ver con el ocultismo) viene asombrosamente en socorro de la telepatía. Y es a causa de este pasaje único que he llamado la atención de ustedes sobre el sueño trascrito.
Si lo miran bien, este sueño no tiene derecho alguno al nombre de «telepático». No comunica al soñante nada -sustraído de su saber por otras vías- que se consumase al mismo tiempo en otro lugar; lo que el sueño cuenta es algo por entero diverso del suceso de que informa el telegrama recibido el segundo día tras la noche del sueño. Sueño y suceso divergen de manera muy especial en un punto importante, y sólo concuerdan, prescindiendo de la simultaneidad en otro elemento, muy interesante. En el sueño, la mujer del soñante ha tenido mellizos. Pero lo que resulta es que su hija, que vive lejos, los ha dado a luz. El soñante no descuida esta diferencia, no parece atinar con ningún camino para superarla y, según él mismo lo indica, no tiene predilección alguna por el ocultismo, se limita a preguntar tímidamente si la coincidencia de sueño y suceso en el punto del nacimiento de mellizos puede ser más que una casualidad. Ahora bien, la interpretación psicoanalítica del sueño cancela este distingo entre sueño y suceso, y les da a ambos idéntico contenido. Si traemos a consideración el material de asociaciones sobre este sueño, nos muestra, a pesar de su parquedad, que hay aquí un estrecho lazo afectivo entre padre e hija, uno tan común y natural que habría que dejar de avergonzarse por él; en la vida sólo llega a expresarse, por cierto, como interés tierno, y únicamente en el sueño se extraen sus consecuencias últimas. El padre sabe que la hija le tiene mucho apego, está convencido de que en sus horas difíciles pensó mucho en él; yo creo que en el fondo su yerno no le es muy simpático, pues en la carta lo roza apenas con algunas alusiones despreciativas. Con ocasión del parto de ella (esperado, o captado telepáticamente), se agita en lo reprimido este deseo inconciente: Preferiría que ella fuera mi (segunda) mujer, y es este deseo el que desfigura los pensamientos oníricos y el responsable de la diferencia entre el contenido manifiesto del sueño y el suceso. Tenemos el derecho de cambiar en el sueño la segunda mujer por la hija. Si poseyésemos más material sobre el sueño, sin duda podríamos certificar esta interpretación y profundizarla.
Y ya estoy en lo que quería mostrarles. Nos hemos empeñado en la neutralidad más estricta y en admitir como igualmente posibles e igualmente probadas dos concepciones del sueño. Según la primera, el sueño es la reacción frente a un mensaje telepático: «Tu hija acaba de dar a luz mellizos». De acuerdo con la segunda, hay en la base de él un trabajo inconciente de pensamiento que, tal vez, se dejaría traducir así: «Hoy es el día en que tendría que producirse el parto si los jóvenes de Berlín han equivocado realmente la cuenta en un mes, como yo en verdad creo. ¡Y si mi (primera) mujer viviera todavía, no se conformaría con un solo nieto! Para ella tendrían que ser por lo menos mellizos». Si esta segunda concepción es la justa, no surgen para nosotros problemas nuevos. Es un sueño como cualquier otro. A estos pensamientos oníricos (preconcientes) mencionados se sumó el deseo (inconciente) de que no otra que la hija habría debido ser la segunda mujer del soñante, y así nació el sueño manifiesto que se nos ha comunicado.
Pero si ustedes prefieren suponer que el mensaje telepático del parto de la hija llegó hasta el durmiente, entonces se plantean nuevos interrogantes sobre el vínculo de un mensaje así con el sueño y sobre su influencia en la formación de este. La respuesta está al alcance de la mano y es enteramente unívoca. El mensaje telepático se tratará como un fragmento del material para la formación del sueño, como cualquier otro estímulo externo o interno, como un ruido perturbador que viene de la calle, como una sensación intensa de un órgano del durmiente. En nuestro ejemplo es visible el modo en que con el auxilio de un deseo reprimido, acechante, eso es retrabajado hasta el cumplimiento de deseo, y por desdicha es menos nítido mostrar que se ha fundido en un sueño con otro material activado contemporáneamente. El mensaje telepático -si es que ha de admitírselo en la realidad- no puede, por tanto, cambiar nada en la formación del sueño; la telepatía nada tiene que ver con la esencia del sueño. Y para evitar la impresión de que tras un enunciado abstracto y que suena elegante yo me propondría esconder una oscuridad, estoy dispuesto a repetir: La esencia del sueño consiste en el proceso peculiar del trabajo onírico, que, con el auxilio de una moción inconciente de deseo, trasporta unos pensamientos preconcientes (restos diurnos) al contenido manifiesto del sueño. Ahora bien, el problema de la telepatía importa tan poco para el sueño como el problema de la angustia (ver nota(221)).
Espero que ustedes convendrán conmigo en esto; pero enseguida objetarán: hay otros sueños telepáticos en los que no subsiste distingo alguno entre suceso y sueño y en los que no hallamos nada más que la reproducción no desfigurada del suceso. Tampoco conozco por experiencia propia sueños telepáticos de esta índole, pero sé que a menudo se ha informado de ellos. Supongamos que estamos frente a uno de esos sueños telepáticos incontaminados y no desfigurados; entonces se eleva otra pregunta: ¿Debe llamarse «sueño» a un suceso telepático de esa suerte? Lo harán ustedes, sin duda, en tanto y en cuanto vayan de la mano con el uso popular del lenguaje, para el cual todo sueño dice lo que acontece en la vida del alma de ustedes mientras dura el lapso en el que duermen. Quizá digan, también: «Me he revolcado en el sueño»; y con mayor razón, no encuentran incorrección alguna en decir: «Yo he llorado en el sueño» o «Me he angustiado en el sueño». Pero, reparen bien, en todos estos casos permutan, sin distinguirlos, «sueño» y «dormir» o «estado del dormir». Yo opino que iría en beneficio de la precisión científica separar mejor «sueño» y «estado del dormir». ¿Por qué habríamos de entrar en el juego de esa confusión convocada por Maeder, quien descubrió para el sueño una función nueva, por cuanto se negó rotundamente a separar el trabajo del sueño de los pensamientos oníricos latentes? (Ver nota(222)) Así pues, si hubiéramos de toparnos con un «sueño» telepático puro de esa clase, preferiríamos llamarlo un suceso telepático dentro del estado del dormir. Un sueño sin condensación, desfiguración, dramatización, sobre todo sin cumplimiento de deseo, no merece el nombre de tal. Me harán recordar ustedes que durante el dormir hay todavía otras producciones anímicas a las que tendría que negarse el derecho al nombre de

Si ahora pasamos al tratamiento analítico de este sueño, tenemos que confesar de nuevo nuestro descontento. El material de pensamientos que el soñante anuda al contenido manifiesto del sueño es, también, insuficiente; con él no podemos hacer ningún análisis del sueño. Este se demora prolijamente, por ejemplo, en la semejanza de los hijos con los padres, elucida el color de sus cabellos y la previsible mudanza de estos en tiempos posteriores, y para el esclarecimiento de este detalle sobre el que tanto se urde disponemos sólo de esa pobre información del soñante: que él siempre se interesó por cuestiones del parecido y la herencia; ¡nosotros estamos habituados a requerimientos mucho mayores! Pero en un lugar el sueño permite una interpretación analítica, y justamente aquí el análisis (que en lo demás nada tiene que ver con el ocultismo) viene asombrosamente en socorro de la telepatía. Y es a causa de este pasaje único que he llamado la atención de ustedes sobre el sueño trascrito.
Si lo miran bien, este sueño no tiene derecho alguno al nombre de «telepático». No comunica al soñante nada -sustraído de su saber por otras vías- que se consumase al mismo tiempo en otro lugar; lo que el sueño cuenta es algo por entero diverso del suceso de que informa el telegrama recibido el segundo día tras la noche del sueño. Sueño y suceso divergen de manera muy especial en un punto importante, y sólo concuerdan, prescindiendo de la simultaneidad en otro elemento, muy interesante. En el sueño, la mujer del soñante ha tenido mellizos. Pero lo que resulta es que su hija, que vive lejos, los ha dado a luz. El soñante no descuida esta diferencia, no parece atinar con ningún camino para superarla y, según él mismo lo indica, no tiene predilección alguna por el ocultismo, se limita a preguntar tímidamente si la coincidencia de sueño y suceso en el punto del nacimiento de mellizos puede ser más que una casualidad. Ahora bien, la interpretación psicoanalítica del sueño cancela este distingo entre sueño y suceso, y les da a ambos idéntico contenido. Si traemos a consideración el material de asociaciones sobre este sueño, nos muestra, a pesar de su parquedad, que hay aquí un estrecho lazo afectivo entre padre e hija, uno tan común y natural que habría que dejar de avergonzarse por él; en la vida sólo llega a expresarse, por cierto, como interés tierno, y únicamente en el sueño se extraen sus consecuencias últimas. El padre sabe que la hija le tiene mucho apego, está convencido de que en sus horas difíciles pensó mucho en él; yo creo que en el fondo su yerno no le es muy simpático, pues en la carta lo roza apenas con algunas alusiones despreciativas. Con ocasión del parto de ella (esperado, o captado telepáticamente), se agita en lo reprimido este deseo inconciente: Preferiría que ella fuera mi (segunda) mujer, y es este deseo el que desfigura los pensamientos oníricos y el responsable de la diferencia entre el contenido manifiesto del sueño y el suceso. Tenemos el derecho de cambiar en el sueño la segunda mujer por la hija. Si poseyésemos más material sobre el sueño, sin duda podríamos certificar esta interpretación y profundizarla.
Y ya estoy en lo que quería mostrarles. Nos hemos empeñado en la neutralidad más estricta y en admitir como igualmente posibles e igualmente probadas dos concepciones del sueño. Según la primera, el sueño es la reacción frente a un mensaje telepático: «Tu hija acaba de dar a luz mellizos». De acuerdo con la segunda, hay en la base de él un trabajo inconciente de pensamiento que, tal vez, se dejaría traducir así: «Hoy es el día en que tendría que producirse el parto si los jóvenes de Berlín han equivocado realmente la cuenta en un mes, como yo en verdad creo. ¡Y si mi (primera) mujer viviera todavía, no se conformaría con un solo nieto! Para ella tendrían que ser por lo menos mellizos». Si esta segunda concepción es la justa, no surgen para nosotros problemas nuevos. Es un sueño como cualquier otro. A estos pensamientos oníricos (preconcientes) mencionados se sumó el deseo (inconciente) de que no otra que la hija habría debido ser la segunda mujer del soñante, y así nació el sueño manifiesto que se nos ha comunicado.
Pero si ustedes prefieren suponer que el mensaje telepático del parto de la hija llegó hasta el durmiente, entonces se plantean nuevos interrogantes sobre el vínculo de un mensaje así con el sueño y sobre su influencia en la formación de este. La respuesta está al alcance de la mano y es enteramente unívoca. El mensaje telepático se tratará como un fragmento del material para la formación del sueño, como cualquier otro estímulo externo o interno, como un ruido perturbador que viene de la calle, como una sensación intensa de un órgano del durmiente. En nuestro ejemplo es visible el modo en que con el auxilio de un deseo reprimido, acechante, eso es retrabajado hasta el cumplimiento de deseo, y por desdicha es menos nítido mostrar que se ha fundido en un sueño con otro material activado contemporáneamente. El mensaje telepático -si es que ha de admitírselo en la realidad- no puede, por tanto, cambiar nada en la formación del sueño; la telepatía nada tiene que ver con la esencia del sueño. Y para evitar la impresión de que tras un enunciado abstracto y que suena elegante yo me propondría esconder una oscuridad, estoy dispuesto a repetir: La esencia del sueño consiste en el proceso peculiar del trabajo onírico, que, con el auxilio de una moción inconciente de deseo, trasporta unos pensamientos preconcientes (restos diurnos) al contenido manifiesto del sueño. Ahora bien, el problema de la telepatía importa tan poco para el sueño como el problema de la angustia (ver nota(221)).
Espero que ustedes convendrán conmigo en esto; pero enseguida objetarán: hay otros sueños telepáticos en los que no subsiste distingo alguno entre suceso y sueño y en los que no hallamos nada más que la reproducción no desfigurada del suceso. Tampoco conozco por experiencia propia sueños telepáticos de esta índole, pero sé que a menudo se ha informado de ellos. Supongamos que estamos frente a uno de esos sueños telepáticos incontaminados y no desfigurados; entonces se eleva otra pregunta: ¿Debe llamarse «sueño» a un suceso telepático de esa suerte? Lo harán ustedes, sin duda, en tanto y en cuanto vayan de la mano con el uso popular del lenguaje, para el cual todo sueño dice lo que acontece en la vida del alma de ustedes mientras dura el lapso en el que duermen. Quizá digan, también: «Me he revolcado en el sueño»; y con mayor razón, no encuentran incorrección alguna en decir: «Yo he llorado en el sueño» o «Me he angustiado en el sueño». Pero, reparen bien, en todos estos casos permutan, sin distinguirlos, «sueño» y «dormir» o «estado del dormir». Yo opino que iría en beneficio de la precisión científica separar mejor «sueño» y «estado del dormir». ¿Por qué habríamos de entrar en el juego de esa confusión convocada por Maeder, quien descubrió para el sueño una función nueva, por cuanto se negó rotundamente a separar el trabajo del sueño de los pensamientos oníricos latentes? (Ver nota(222)) Así pues, si hubiéramos de toparnos con un «sueño» telepático puro de esa clase, preferiríamos llamarlo un suceso telepático dentro del estado del dormir. Un sueño sin condensación, desfiguración, dramatización, sobre todo sin cumplimiento de deseo, no merece el nombre de tal. Me harán recordar ustedes que durante el dormir hay todavía otras producciones anímicas a las que tendría que negarse el derecho al nombre de

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«sueño». Sucede que vivencias reales del día se repiten simplemente en el dormir, y las reproducciones de escenas traumáticas en el «sueño» nos han desafiado hace poco a una revisión de la teoría sobre el sueño (ver nota(223)); existen sueños que se distinguen de la clase habitual por ciertas propiedades muy especiales, y que en verdad no son sino unas fantasías nocturnas intactas e incontaminadas, enteramente semejantes a las conocidas fantasías diurnas. Sería por cierto aventurado excluir estas formaciones de la designación «sueños» (ver nota(224)). Es que todas ellas vienen de adentro, son productos de nuestra vida anímica, mientras que el «sueño telepático» puro, de acuerdo con su concepto, sería una percepción de afuera, respecto de la cual la vida del alma se comportaría de manera receptiva y pasiva (ver nota(225)).
II
El segundo caso del que quiero informarles se sitúa en verdad en una línea diversa. No nos trae ningún sueño telepático, sino uno que recurre desde los años de la infancia en una persona que ha tenido muchas vivencias telepáticas. Su carta, que reproduzco a continuación, contiene muchas cosas maravillosas sobre las cuales nos está vedado juzgar. Algo de esto puede aplicarse al nexo de la telepatía con el sueño.
1
« ... Mi médico, el doctor N., me aconseja contarle a usted un sueño que me persigue desde hace unos treinta o treinta y dos años, Me pliego a su consejo, quizás el sueño tenga interés para usted en el aspecto científico. Puesto que, según su opinión, tales sueños han de retrotraerse a una vivencia en el campo sexual habida en los primeros años de la infancia, le trasmito ciertos recuerdos infantiles; son vivencias que todavía hoy hacen impresión sobre mí, y han sido tan fuertes que me han movido a abrazar mi religión.
»Después que usted se informe, me atrevo a pedirle me comunique quizás el modo en que usted explica este sueño, y si no es posible hacer que desaparezca de mi vida, pues me acosa corno un fantasma y por las circunstancias que lo acompañan -me caigo siempre de la cama y ya me he inferido no pocas heridas, nada leves- es para mí muy desagradable y penoso.
2.
»Tengo treinta y siete años, soy fuerte y sana de cuerpo; en la infancia, además de sarampión y escarlatina, padecí una nefritis. A los cinco años tuve una grave inflamación en los ojos, cuya secuela fue una diplopía. Las imágenes me aparecen oblicuas una respecto de la otra, los contornos están borrados porque las escaras de las úlceras deterioran la claridad. A juicio de un especialista, empero, nada más puede modificarse o mejorarse en el ojo. En el empeño por abrir el ojo izquierdo para ver más claro, la mitad izquierda de mi rostro se ha desfigurado hacia arriba. A fuerza de ejercicio y voluntad pude ejecutar los más finos trabajos manuales; de igual modo, siendo una niña de seis años aprendí frente al espejo a eliminar la visión torcida, de suerte que hoy exteriormente no se advierte nada de mi defecto visual.
»Desde mi más tierna infancia he sido siempre solitaria, me retraje de otros niños y tuve ya visiones (clariaudiencia y clarividencia); no podía distinguirlas de la realidad y por eso a menudo caí en conflictos que hicieron de mí una persona muy retraída y tímida. Puesto que desde pequeñita supe mucho más de lo que hubiera podido aprender, simplemente no comprendía a los niños de mí edad. Soy la mayor de doce hermanos.
. »Desde los seis hasta los diez años frecuenté la escuela primaria, y después, hasta los dieciséis años, la escuela media de las ursulinas en B. A los diez años, en el lapso de cuatro semanas (eran ocho horas de clase) aprendí tanto francés como otros niños suelen hacerlo en dos años. No tenía más que repetir; era como si ya lo tuviera aprendido y sólo lo hubiera olvidado. En años posteriores nunca me hizo falta aprender el francés, a diferencia del inglés, que por cierto no me costó trabajo alguno, pero me era desconocido. Algo parecido que con el francés me ocurrió con el latín, que a decir verdad nunca aprendí en regla, sino lo conozco sólo por el latín eclesiástico, a pesar de lo cual me es enteramente familiar. Sí hoy leo una obra en francés, al punto pienso también en ese idioma, mientras que eso nunca me sucedió con el inglés, a pesar de que lo domino mejor. Mis padres son campesinos que por generaciones no han hablado otra lengua que el alemán y el polaco.
»Visiones: Algunas veces la realidad desaparece un instante y yo veo algo por entero diverso. En mi casa veo muy a menudo, por ejemplo, a un matrimonio anciano y un niño; la casa tiene entonces una instalación diferente. Estando todavía en el sanatorio, temprano, hacia las cuatro de la madrugada, entró mi amiga en mi habitación; yo estaba despierta, había encendido la lámpara y estaba sentada a la mesa leyendo, pues sufría mucho de insomnio. Esta aparición siempre me provocó fastidio, también esa vez.
»En 1914 mi hermano se encontraba en el frente; yo no estaba en casa de mis padres en B., sino en Ch. Era un 22 de agosto, a las 10 de la mañana; entonces oí la voz de mí hermano que exclamaba "¡Madre, madre!". Pasados diez minutos, la oí otra vez, pero no vi nada. El 24 de agosto llegué a casa, hallé a mi madre acongojada y, a mis preguntas, declaró que el joven se le había anunciado el 22 de agosto. Estaba ella a media mañana en el jardín, y ahí habría oído al joven que clamaba "¡Madre, madre!". La consolé y nada le dije de lo mío. Tres semanas después llegó una carta de mi hermano, que había escrito el 22 de agosto entre las 9 y las 10 de la mañana, poquito antes de morir.
»El 27 de setiembre de 1921 se me anunció algo en el sanatorio. Por dos o tres veces golpearon con violencia en la cama de mi compañera de pieza. Las dos estábamos despiertas; le pregunté si ella había golpeado, pero ni siquiera había oído nada. Tras ocho semanas me

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enteré de que una de mis amigas había muerto la noche del 26 al 27.
»¡Y ahora algo que debe de ser un espejismo de los sentidos, cosa de ilusión! Una amiga mía se ha casado con un viudo que tiene cinco hijos; sólo por intermedio de ella trabé conocimiento con este hombre. En casa de ellos veo casi todas las veces que allí estoy a una dama que entra y sale. Era sugerente la conjetura de que se trataba de la primera mujer del marido. En una oportunidad pedí un retrato, pero no pude identificar la aparición por la fotografía. Siete años después, veo, en casa de uno de los hijos, un retrato con los rasgos de la dama. Era nomás la primera mujer. En el retrato se la vela de mejor semblante, acababa de hacer una cura de engorde y de ahí el cambio de aspecto, usual en una tísica. Son sólo unos ejemplos entre muchos.
»El sueño [recurrente]: Veo una península rodeada de agua. Las olas se elevan contra la rompiente y vuelven a deshacerse cada vez. Sobre la península se yergue una palma, algo encorvada hacia el agua. Una mujer enlaza sus brazos al tronco de la palma y se agacha hasta lo hondo en el agua, donde un hombre procura llegar a tierra. Al final ella hace pie en el suelo, se tiene con la izquierda de la palma y alarga la derecha todo lo que puede hacía el hombre que está en el agua, sin alcanzarlo. Entonces me caigo de la cama y me despierto. Tendría de quince a dieciséis años cuando percibí que yo misma era esa mujer, y ahora no sólo vivencio la angustia de la mujer por el hombre, sino que muchas veces estoy ahí como un tercero que no participa y mira. También soñé esta vivencia en etapas. Cuando se despertó en mí el interés por el varón (entre los dieciocho y los veinte años), intenté individualizar el rostro del hombre, pero nunca me fue posible. La espuma sólo deja ver el cuello y la parte inferior de la cabeza. Yo he estado enamorada dos veces, pero por la cabeza y el porte del cuerpo no era ninguno de estos hombres. Cierta vez, estando en el sanatorio bajo la influencia del paraldehído, vi el rostro del hombre que desde entonces veo en cada sueño. Es el del médico que me trata en el sanatorio, que sin duda me es simpático como tal, pero con quien nada me une.
»Recuerdos: Entre los seis y los nueve meses. Yo en mi cochecito, a mi derecha dos caballos; uno, tostado, me mira intensa y expresivamente. Esta es la vivencia más fuerte; tuve el sentimiento de que era un ser humano.
»Un año de edad. Padre y yo en el parque de la ciudad, donde un guardián me pone en la mano un pajarito. Sus ojos me devuelven la mirada, yo siento, este es un ser como tú.
»Matanzas caseras. Cuando los cerdos empezaban a gruñir siempre pedía socorro y gritaba: "Están matando a un hombre" (cuatro años de edad). Siempre rechacé la carne como alimento. La carne de cerdo siempre me provocó vómitos. Sólo durante la guerra aprendí a comer carne, pero sólo a desgana, y ahora me he desacostumbrado de nuevo.
»Cinco años. Madre da a luz y la oigo gritar. Tuve la sensación, ahí hay un animal o un hombre en penuria extrema, lo mismo que cuando las matanzas.
»En el aspecto sexual he sido de niña por completo indiferente; a los diez años no tenía aún la capacidad de comprender los pecados contra la castidad. A los doce años tuve mi primera menstruación. Sólo a los veintiséis años, después que hube dado la vida a un hijo, despertó en mí la mujer; hasta entonces (durante unos seis meses) el coito me provocaba siempre violentas náuseas. Aun más tarde me sobrevenían, cuando la más pequeña desazón me acongojaba.»Tengo un don de observación extraordinariamente aguzado y un oído excepcionalmente fino; mi olfato es también notable. A las personas que me son familiares puedo reconocerlas, entre muchas, por el olfato.
»No atribuyo ese mi "plus" de visión y de audición a una naturaleza enfermiza, sino a una sensibilidad más fina y a una capacidad más rápida de combinación. Empero, sobre eso sólo he hablado con mí maestro de religión y con el doctor... y con este último aun con harta renuencia, porque temo me diga que tengo unas capacidades disminuidas, donde yo personalmente las veo extremadas, y porque el ser incomprendida en mi juventud me ha hecho tímida».
El sueño cuya interpretación nos pide nuestra corresponsal no es difícil de comprender. Es un sueño de rescate del agua, y por tanto un sueño típico de nacimiento (ver nota(226)). El lenguaje del simbolismo no conoce, como ustedes saben, gramática alguna; es un lenguaje de infinitivo extremado, donde voz activa y voz pasiva se figuran mediante la misma imagen. Cuando en el sueño una mujer rescata del agua a un hombre (o quiere hacerlo), esto puede significar que ella quiere ser su madre (lo reconoce como hijo, según hizo la hija del faraón con Moisés), o también que por obra de él quiere ser madre, quiere tener un hijo de él, que se le parezca como su retrato. El tronco de árbol del que la mujer se tiene es fácilmente reconocible como símbolo del falo, aunque no esté derecho, sino inclinado -en el sueño se dice encorvado- hacia la superficie del agua. En cuanto al ataque y al retroceso de la rompiente, otra soñante, cierta vez, los comparó con las contracciones intermitentes; ella nunca había dado a luz, y cuando yo le pregunté de dónde conocía este carácter del trabajo del parto, me dijo que uno se figura las contracciones como una suerte de cólico, lo cual es de todo punto intachable fisiológicamente. A esto ella asoció Las olas del mar y del amor(227). No sé decir, desde luego, de dónde puede haber tomado nuestra soñante en años tan tiernos la constitución más fina del símbolo (península, palma). Por lo demás, no olvidemos esto: Cuando las personas aseveran que desde hace años son perseguidas por el mismo sueño, a menudo resulta que su manera manifiesta no es del todo la misma. Sólo el núcleo del sueño se reitera cada vez; detalles del contenido han sido retocados o se agregan otros nuevos (ver nota(228)).
Al final de este sueño manifiestamente angustioso, la soñante se cae de la cama. He ahí una figuración novedosa del parto. La exploración analítica de las fobias a la altura, de la angustia frente al impulso de precipitarse por la ventana, les ha brindado sin duda a todos ustedes idéntico resultado.
Ahora bien, ¿quién es el hombre del cual la soñante se desea un hijo o querría ser madre de quien fuera su retrato? Muchas veces se esforzó por verle el rostro, pero el sueño no se lo concede; el hombre estaba destinado a permanecer incógnito. Por incontables análisis sabemos lo que significa este enmascaramiento, y nuestro razonamiento por analogía es refirmado por otra indicación de la soñante. En un estado de embriaguez por paraldehído individualizó cierta vez el rostro del hombre del sueño como el del médico del sanatorio, que la trataba, y que para su vida afectiva conciente no le importaba nada más. El original nunca se le

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había mostrado, pero su copia en la «trasferencia» autoriza la conclusión de que habría debido de ser desde siempre el padre. ¡Cuánta razón tuvo entonces Ferenczi [1917] cuando señaló los «sueños de los desprevenidos» como valiosos documentos para la corroboración de nuestras conjeturas analíticas! Nuestra soñante era la mayor de doce hermanos; ¡cuántas veces la habrán martirizado los celos y el desengaño cuando no ella, sino la madre, recibía el anhelado hijo del padre!
Con total acierto comprendió nuestra soñante que sus primeros recuerdos infantiles serían valiosos para la interpretación de su sueño temprano y desde entonces recurrente. En la primera escena, antes de cumplir el año, está sentada en su cochecito, y junto a ella hay dos caballos, uno de los cuales le aparece grande e impresionante. Define esto como su vivencia más fuerte, tuvo el sentimiento de que era un ser humano. Nosotros, empero, sólo podemos convenir en ese sentimiento apreciativo si dos caballos hacen aquí las veces, como tan a menudo sucede, de un matrimonio, de padre y madre. Es entonces como un destello del totemismo infantil. Sí pudiéramos hablar con nuestra corresponsal, le haríamos esta pregunta: ¿No es lícito reconocer, por su color, al padre en el caballo tostado que la mira tan humanamente? El segundo recuerdo está enlazado asociativamente con el primero por la misma «mirada inteligente». Pero el tomar-en-la-mano el pajarito avisa al analista, que tiene sus prevenciones, acerca de un rasgo del sueño que pone la mano de la mujer en relación con otro símbolo del falo.
Los dos recuerdos que siguen están coordinados; ofrecen a la interpretación dificultades todavía menores. La grita de la madre en el parto le recuerda directamente el gruñir de los cerdos cuando los sacrifican y la pone en el mismo frenesí compasivo. Pero, sospechamos también, ahí asoma una violenta reacción contra un malvado deseo de muerte dirigido a la madre.
Con estas alusiones a la ternura por el padre, a los contactos genitales con él y a los deseos de muerte hacia la madre, queda trazado el esbozo del complejo de Edipo femenino. La ignorancia sexual por mucho tiempo conservada y la posterior frigidez corresponden a estas premisas. Nuestra corresponsal se convirtió virtualmente -y por un tiempo, sin duda, también de hecho- en una neurótica histérica. Para su ventura, los poderes de la vida la han arrastrado consigo, le han posibilitado su sensibilidad sexual femenina, la dicha de ser madre y múltiples aptitudes para el trabajo; pero una parte de su libido sigue adherida a los puntos de fijación de su infancia, le sobreviene todavía aquel sueño que la arroja de la cama y la castiga con «heridas nada leves» a causa de aquella incestuosa elección de objeto.
Lo que las influencias más potentes de su vivenciar posterior no consiguieron, tiene que ofrecerlo ahora el esclarecimiento epistolar de un médico extranjero. Probablemente lo conseguiría en un lapso prolongado un analista en toda la regla. Tal como estaban las cosas, me vi forzado a escribirle que estaba convencido de que ella padecía el efecto retardado de una fuerte atadura afectiva con su padre y de la correspondiente identificación con la madre, pero que yo mismo no esperaba que este esclarecimiento le sirviese de algo. Por lo general, curaciones espontáneas de neurosis suelen dejar como secuela cicatrices, y estas se vuelven de nuevo dolorosas de tanto en tanto. Bien orgullosos estamos de nuestro arte cuando hemos consumado una curación por psicoanálisis; empero, tampoco nosotros podemos evitar siempre un desenlace así, la formación de una dolorosa cicatriz.
La pequeña serie de recuerdos debe retener un poco más aún nuestra atención. He aseverado en una oportunidad que tales escenas de infancia son «recuerdos encubridores» (ver nota(229)) rebuscados, forjados y, así, no rara vez falseados en un tiempo posterior. Entretanto, puede colegirse la tendencia a que sirve este retrabajo tardío. En nuestro caso, escuchamos directamente al yo de la corresponsal alabarse y tranquilizarse por medio de esta serie de recuerdos: Aun de pequeña yo era una criatura particularmente noble y compasiva. Advertí muy temprano que los animales tienen un alma lo mismo que nosotros, y no he soportado la crueldad hacia ellos.
Los pecados de la carne me eran ajenos, y he conservado mi castidad hasta época bien tardía. Contradicen flagrantemente tal declaración los supuestos que sobre la base de nuestra experiencia analítica tenemos que hacer acerca de su primera infancia: rebosaba de prematuras mociones sexuales y de violentas mociones de odio hacia la madre y los hermanitos menores. (El pajarito, además del significado genital que se le asignó, puede tener también el de un símbolo de un niñito, lo mismo que todos los animales pequeños, y el recuerdo destaca con demasiada insistencia la igualdad de derechos de este pequeño ser con ella misma.) Esta breve serie de recuerdos nos da así un bonito ejemplo de una formación psíquica de doble aspecto. Superficialmente considerada, expresa un pensamiento abstracto que aquí, como casi siempre, se refiere a lo ético; posee, según la designación de H. Silberer, un contenido anagógico; ante una indagación que cale más hondo, aparece como una cadena de hechos que viene del ámbito de la vida pulsional reprimida, revela su dimensión psicoanalítica. Como ustedes saben, Silberer, uno de los primeros en soltarnos la advertencia de que no olvidáramos la parte más noble del alma humana, ha sentado esta tesis: todos los sueños, o los más de ellos, son susceptibles de una interpretación doble de esa índole; de una más pura, anagógica, además de la común, psicoanalítica. Ahora bien, por desdicha no es este el caso; al contrario, una sobreinterpretación así rara vez corresponde; y que yo sepa no se ha publicado hasta ahora ningún ejemplo utilizable de semejante análisis de sueños de doble interpretación. Pero en las series asociativas que nuestros pacientes presentan en la cura analítica pueden ustedes hacer con relativa frecuencia tales observaciones. Las ocurrencias que se siguen unas a otras se enlazan, por una parte, mediante una asociación que las recorre y se trasluce claramente; por otra parte, les llaman a ustedes la atención sobre un tema situado más en lo hondo, que se mantiene en secreto y participa simultáneamente de todas esas ocurrencias. La oposición entre ambos temas, dominantes dentro de la misma serie de ocurrencias, no es siempre la que media entre lo elevado-anagógico y lo común-analítico; es, más bien, la que media entre lo chocante y lo decoroso o indiferente, que, entonces, les permite reconocer con facilidad el motivo para la génesis de semejante cadena asociativa. Dentro de nuestro ejemplo no es casual, desde luego, que anagogía e interpretación psicoanalítica se sitúen en oposición tan aguda; ambas se refieren al mismo material, y la tendencia más tardía es justamente la de las formaciones reactivas que se habían elevado en contra de las mociones pulsionales desmentidas (ver nota(230)).
Ahora bien, ¿por qué nos empeñamos en buscar una interpretación psicoanalítica y no nos conformamos con la anagógica, más próxima? Ello se conecta con muchas cosas: con la existencia de las neurosis en general, con las explicaciones que ellas necesariamente exigen, con el hecho de que la virtud no hace a los seres humanos tan piadosos ni tan fuertes para afrontar la vida como podría esperarse (como si ella todavía llevara demasiado en sí la marca de su origen -tampoco nuestra soñante fue bien recompensada por su virtud), y con muchas

Con total acierto comprendió nuestra soñante que sus primeros recuerdos infantiles serían valiosos para la interpretación de su sueño temprano y desde entonces recurrente. En la primera escena, antes de cumplir el año, está sentada en su cochecito, y junto a ella hay dos caballos, uno de los cuales le aparece grande e impresionante. Define esto como su vivencia más fuerte, tuvo el sentimiento de que era un ser humano. Nosotros, empero, sólo podemos convenir en ese sentimiento apreciativo si dos caballos hacen aquí las veces, como tan a menudo sucede, de un matrimonio, de padre y madre. Es entonces como un destello del totemismo infantil. Sí pudiéramos hablar con nuestra corresponsal, le haríamos esta pregunta: ¿No es lícito reconocer, por su color, al padre en el caballo tostado que la mira tan humanamente? El segundo recuerdo está enlazado asociativamente con el primero por la misma «mirada inteligente». Pero el tomar-en-la-mano el pajarito avisa al analista, que tiene sus prevenciones, acerca de un rasgo del sueño que pone la mano de la mujer en relación con otro símbolo del falo.
Los dos recuerdos que siguen están coordinados; ofrecen a la interpretación dificultades todavía menores. La grita de la madre en el parto le recuerda directamente el gruñir de los cerdos cuando los sacrifican y la pone en el mismo frenesí compasivo. Pero, sospechamos también, ahí asoma una violenta reacción contra un malvado deseo de muerte dirigido a la madre.
Con estas alusiones a la ternura por el padre, a los contactos genitales con él y a los deseos de muerte hacia la madre, queda trazado el esbozo del complejo de Edipo femenino. La ignorancia sexual por mucho tiempo conservada y la posterior frigidez corresponden a estas premisas. Nuestra corresponsal se convirtió virtualmente -y por un tiempo, sin duda, también de hecho- en una neurótica histérica. Para su ventura, los poderes de la vida la han arrastrado consigo, le han posibilitado su sensibilidad sexual femenina, la dicha de ser madre y múltiples aptitudes para el trabajo; pero una parte de su libido sigue adherida a los puntos de fijación de su infancia, le sobreviene todavía aquel sueño que la arroja de la cama y la castiga con «heridas nada leves» a causa de aquella incestuosa elección de objeto.
Lo que las influencias más potentes de su vivenciar posterior no consiguieron, tiene que ofrecerlo ahora el esclarecimiento epistolar de un médico extranjero. Probablemente lo conseguiría en un lapso prolongado un analista en toda la regla. Tal como estaban las cosas, me vi forzado a escribirle que estaba convencido de que ella padecía el efecto retardado de una fuerte atadura afectiva con su padre y de la correspondiente identificación con la madre, pero que yo mismo no esperaba que este esclarecimiento le sirviese de algo. Por lo general, curaciones espontáneas de neurosis suelen dejar como secuela cicatrices, y estas se vuelven de nuevo dolorosas de tanto en tanto. Bien orgullosos estamos de nuestro arte cuando hemos consumado una curación por psicoanálisis; empero, tampoco nosotros podemos evitar siempre un desenlace así, la formación de una dolorosa cicatriz.
La pequeña serie de recuerdos debe retener un poco más aún nuestra atención. He aseverado en una oportunidad que tales escenas de infancia son «recuerdos encubridores» (ver nota(229)) rebuscados, forjados y, así, no rara vez falseados en un tiempo posterior. Entretanto, puede colegirse la tendencia a que sirve este retrabajo tardío. En nuestro caso, escuchamos directamente al yo de la corresponsal alabarse y tranquilizarse por medio de esta serie de recuerdos: Aun de pequeña yo era una criatura particularmente noble y compasiva. Advertí muy temprano que los animales tienen un alma lo mismo que nosotros, y no he soportado la crueldad hacia ellos.
Los pecados de la carne me eran ajenos, y he conservado mi castidad hasta época bien tardía. Contradicen flagrantemente tal declaración los supuestos que sobre la base de nuestra experiencia analítica tenemos que hacer acerca de su primera infancia: rebosaba de prematuras mociones sexuales y de violentas mociones de odio hacia la madre y los hermanitos menores. (El pajarito, además del significado genital que se le asignó, puede tener también el de un símbolo de un niñito, lo mismo que todos los animales pequeños, y el recuerdo destaca con demasiada insistencia la igualdad de derechos de este pequeño ser con ella misma.) Esta breve serie de recuerdos nos da así un bonito ejemplo de una formación psíquica de doble aspecto. Superficialmente considerada, expresa un pensamiento abstracto que aquí, como casi siempre, se refiere a lo ético; posee, según la designación de H. Silberer, un contenido anagógico; ante una indagación que cale más hondo, aparece como una cadena de hechos que viene del ámbito de la vida pulsional reprimida, revela su dimensión psicoanalítica. Como ustedes saben, Silberer, uno de los primeros en soltarnos la advertencia de que no olvidáramos la parte más noble del alma humana, ha sentado esta tesis: todos los sueños, o los más de ellos, son susceptibles de una interpretación doble de esa índole; de una más pura, anagógica, además de la común, psicoanalítica. Ahora bien, por desdicha no es este el caso; al contrario, una sobreinterpretación así rara vez corresponde; y que yo sepa no se ha publicado hasta ahora ningún ejemplo utilizable de semejante análisis de sueños de doble interpretación. Pero en las series asociativas que nuestros pacientes presentan en la cura analítica pueden ustedes hacer con relativa frecuencia tales observaciones. Las ocurrencias que se siguen unas a otras se enlazan, por una parte, mediante una asociación que las recorre y se trasluce claramente; por otra parte, les llaman a ustedes la atención sobre un tema situado más en lo hondo, que se mantiene en secreto y participa simultáneamente de todas esas ocurrencias. La oposición entre ambos temas, dominantes dentro de la misma serie de ocurrencias, no es siempre la que media entre lo elevado-anagógico y lo común-analítico; es, más bien, la que media entre lo chocante y lo decoroso o indiferente, que, entonces, les permite reconocer con facilidad el motivo para la génesis de semejante cadena asociativa. Dentro de nuestro ejemplo no es casual, desde luego, que anagogía e interpretación psicoanalítica se sitúen en oposición tan aguda; ambas se refieren al mismo material, y la tendencia más tardía es justamente la de las formaciones reactivas que se habían elevado en contra de las mociones pulsionales desmentidas (ver nota(230)).
Ahora bien, ¿por qué nos empeñamos en buscar una interpretación psicoanalítica y no nos conformamos con la anagógica, más próxima? Ello se conecta con muchas cosas: con la existencia de las neurosis en general, con las explicaciones que ellas necesariamente exigen, con el hecho de que la virtud no hace a los seres humanos tan piadosos ni tan fuertes para afrontar la vida como podría esperarse (como si ella todavía llevara demasiado en sí la marca de su origen -tampoco nuestra soñante fue bien recompensada por su virtud), y con muchas

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otras cosas que no me hace falta elucidar ante ustedes.
Pero hasta aquí hemos dejado por completo de lado la telepatía, el otro determinante de nuestro interés en este caso. Es tiempo de volver a ella. En cierto sentido, las cosas nos resultan aquí más fáciles que en el caso del señor H(231). En una persona a quien con tanta prontitud y ya en la primera juventud la realidad le desaparece para dejar lugar a un mundo de fantasía, es irresistible la tentación de conjugar sus vivencias telepáticas y sus «visiones» con su neurosis y deducirlas de esta, por más que tampoco en este caso tengamos derecho a ilusionarnos acerca de la fuerza obligatoria de nuestras inferencias. No hacemos sino poner posibilidades comprensibles en el lugar de lo desconocido y de lo incomprensible.
El 22 de agosto de 1914 a las 10 de la mañana, la corresponsal recibe la percepción telepática de que su hermano, que se encuentra en el frente, clama «¡Madre, madre!». El fenómeno es puramente acústico, se repite poco después, pero ella no tiene visión alguna. Dos días más tarde ve a su madre y la encuentra presa de grave congoja, pues el joven se le anunció con la repetida exclamación «¡Madre, madre!». Ella se acuerda enseguida del idéntico mensaje telepático que al mismo tiempo le había sido deparado, y en la realidad se comprueba, unas semanas después, que el joven guerrero había muerto aquel día a la hora apuntada.
No puede probarse, pero tampoco descartarse, que el proceso fue más bien el siguiente: La madre le hace un día la comunicación de que el hijo se le ha anunciado telepáticamente. Al punto nace en ella la convicción de que en ese mismo tiempo había tenido ella idéntica vivencia. Tales espejismos del recuerdo emergen con una fuerza compulsiva como si provinieran de fuentes reales; en verdad, empero, trasponen una realidad psíquica en realidad material. Lo fuerte en ese espejismo del recuerdo es que puede constituir una buena expresión para la tendencia preexistente en la hermana a identificarse con la madre. «Tú te preocupas por el muchacho, pero en verdad soy yo su madre. Por eso me dirigió a mí su llamado, yo recibí aquel mensaje telepático». La hermana rechazaría decididamente, desde luego, nuestro intento de explicación, y refirmaría su creencia en la vivencia propia. Sólo que no podría hacer otra cosa; está obligada a creer en la realidad del resultado patológico todo el tiempo que le sea desconocida la realidad de la premisa inconciente. La fuerza y la inatacabilidad de un delirio cualquiera se deben, en efecto, a que descienden de una realidad psíquica inconciente. Diré de pasada que no nos corresponde aquí explicar la vivencia de la madre ni indagar su carácter fáctico.
El hermano muerto, empero, no es sólo el hijo imaginario de nuestra soñante; ocupa el puesto de un rival recibido con odio ya cuando nació. Con mucho, la enorme mayoría de los anuncios telepáticos se refieren a la muerte y a posibilidades de muerte; a los pacientes bajo análisis que nos informan de la frecuencia e infalibilidad de sus más aciagas premoniciones podemos demostrarles, con igual regularidad, que alimentan en el inconciente deseos de muerte de notable intensidad contra sus parientes próximos y por eso los han sofocado desde hace tiempo. El paciente cuya historia relaté en 1909(232) era un ejemplo de ello; sus parientes lo llamaban también «pájaro de mal agüero»; pero cuando, al avanzar en su mejoría, se tornó el más amable y espiritual de los hombres -también él cayó en la guerra-, él mismo me ayudó a echar luz sobre sus prestidigitaciones psicológicas. La comunicación contenida en la carta de nuestro primer corresponsal -que él y sus tres hermanos menores habían recibido como algo interiormente sabido desde hacía tiempo la noticia de la muerte de su hermano más joven-, parece no necesitar tampoco de un esclarecimiento diverso. Los hermanos mayores, todos, habrán desarrollado entre sí idéntico convencimiento acerca de la superfluidad de este retoño más nuevo.Quizá, por medio de una intelección analítica, se hará más fácil comprender otra «visión» de nuestra soñante. Es evidente que las amigas poseen una gran importancia para su vida afectiva. La muerte de una de ellas se le anunció hace poco por un golpeteo nocturno en la cama de una compañera de pieza en el sanatorio. Otra amiga, muchos años atrás, se había casado con un viudo con muchos (cinco) hijos. En casa de ellos vio regularmente, en sus visitas, la aparición de una dama que, debió conjeturarlo, era la primera mujer difunta, lo que al principio no pudo corroborar y sólo trascurridos siete años se le hizo certeza por el descubrimiento de una nueva fotografía de la extinta. Esta operación visionaria se sitúa, respecto de los complejos familiares de la corresponsal, que ya conocemos, en la misma estrecha dependencia que su presagio de la muerte del hermano. Si ella se identificó con su amiga, pudo hallar en su persona el cumplimiento de su deseo, pues todas las hijas mayores de familias con muchos hijos engendran en el inconciente la fantasía de convertirse en la segunda mujer del padre por la muerte de la madre. Cuando la madre está enferma o muere, la hija mayor, como es lógico, se desplaza hasta el lugar de aquella en la relación con los hermanos y entonces puede adoptar también frente al padre una parte de las funciones de la mujer. El deseo inconciente completa la otra parte.
Es esto todo lo que quería contarles. Podría agregar aún la observación de que los casos de mensaje o de operación telepática de que hemos hablado aquí se anudan nítidamente a excitaciones que pertenecen al ámbito del complejo de Edipo. Quizá suene sorprendente, pero no querría presentarlo como un gran descubrimiento. Prefiero retroceder hasta el resultado a que llegamos en la indagación del sueño en el primero de los casos considerados. La telepatía nada tiene que ver con la esencia del sueño, tampoco puede ahondar nuestra comprensión analítica de él. Al contrario, el psicoanálisis puede hacer avanzar el estudio de la telepatía aproximando a nuestra comprensión, con el auxilio de sus interpretaciones, muchas cosas inconcebibles de los fenómenos telepáticos, o demostrando por primera vez que otros fenómenos, todavía dudosos, son de naturaleza telepática.
En cuanto a esa apariencia de lazo íntimo entre telepatía y sueño, resta considerar el indiscutido favorecimiento de la telepatía por el estado del dormir. Por cierto, no es esta una condición indispensable para el advenimiento de procesos telepáticos, consistan ellos en mensajes o en una operación inconciente. Si ustedes aún no lo sabían, tiene que enseñárselos el ejemplo de nuestro segundo caso, en que el joven se anuncia entre las 9 y las 10 de la mañana. Pero no podemos menos que decir: no hay derecho alguno a objetar observaciones telepáticas alegando que suceso y premonición (o mensaje) no ocurrieron en idéntico instante astronómico. Es bien concebible que el mensaje telepático pueda advenir contemporáneo al acontecimiento y, no obstante, la conciencia lo perciba sólo durante el estado del dormir de la noche siguiente -o aun, en la vida de vigilia, después de un rato, durante una pausa de la actividad mental activa-. Más todavía: opinamos que la formación del sueño no necesariamente empieza sólo cuando se instala el estado del dormir (vernota(233)). Quizá los pensamientos oníricos latentes se han ido preparando a lo largo de todo el día hasta que, a la noche, pueden engancharse al deseo inconciente que los refunde en el sueño. Ahora bien, si el fenómeno telepático no es más

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que una operación del inconciente, esto no presenta ningún problema nuevo. La aplicación de las leyes de la vida anímica inconciente, por sí sola, bastaría entonces para la telepatía.
¿He despertado en ustedes la impresión de que solapadamente quiero tomar partido en favor de la realidad de la telepatía en el sentido del ocultismo? Mucho lo lamentaría. Es que es tan difícil evitar una impresión así... En realidad, yo quiero ser totalmente imparcial. Además, tengo todas las razones para serlo, pues no me he formado juicio alguno, yo no sé nada sobre eso.

«Über einige neurotische Mechanismen bei Elfersucht, Paranoia und Homosexualität»
Nota introductoria(234)
A
Los celos se cuentan entre los estados afectivos, como el duelo, que es lícito llamar normales. Toda vez que parecen faltar en el carácter y la conducta de un hombre, está justificado concluir que han sufrido una fuerte represión y por eso cumplen un papel tanto mayor dentro de la vida anímica inconciente. Los casos de celos reforzados hasta lo anormal, que dan intervención al análisis, se presentan como de estratificación triple. Los tres estratos o niveles de los celos merecen los nombres de: 1) de competencia o normales: 2) proyectados, y 3) delirantes.Sobre los celos normales hay poco que decir desde el punto de vista analítico. Se echa de ver fácilmente que en lo esencial están compuestos por el duelo, el dolor por el objeto de amor que se cree perdido, y por la afrenta narcisista, en la medida en que esta puede distinguirse de las otras; además, por sentimientos de hostilidad hacia los rivales que han sido preferidos, y por un monto mayor o menor de autocrítica, que quiere hacer responsable al yo propio por la pérdida del amor. Estos celos, por más que los llamemos normales, en modo alguno son del todo acordes a la ratio, vale decir, nacidos de relaciones actuales, proporcionados a las circunstancias efectivas y dominados sin residuo por el yo conciente; en efecto, arraigan en lo profundo del inconciente, retoman las más tempranas mociones de la afectividad infantil y brotan del complejo de Edipo o del complejo de los hermanos del primer período sexual. Comoquiera que fuese, es digno de notarse que en muchas personas son vivenciados bisexualmente, esto es: en el hombre, además del dolor por la mujer amada y el odio hacia los rivales masculinos, adquiere eficacia de refuerzo también un duelo por el hombre al que se ama inconcientemente y un odio hacia la mujer como rival frente a aquel. Y aun sé de un hombre que padecía cruelmente con sus ataques de celos y que, según él sostenía, era traspasado por las torturas más terribles al trasladarse inconcientemente a la posición de la mujer infiel. La sensación de encontrarse inerme, las imágenes que hallaba para su estado -como si él, cual Prometeo, hubiera sido expuesto para pasto de los buitres o, encadenado, lo hubiesen arrojado a un nido de serpientes-, las refería a la impresión de varios ataques homosexuales que había vivenciado de muchacho.
Los celos del segundo estrato, o proyectados, provienen, así en el hombre como en la mujer, de la propia infidelidad, practicada de hecho, o de impulsiones a la infidelidad que han caído bajo la represión. Es una experiencia cotidiana que la fidelidad, sobre todo la exigida en el matrimonio, sólo puede mantenerse luchando contra permanentes tentaciones. Quien las desmiente dentro de sí mismo, siente empero sus embates con tanta fuerza que es proclive a echar mano de un mecanismo inconciente para hallar alivio. Se procura tal alivio, y hasta una absolución de su conciencia moral, proyectando a la otra parte, hacia quien es deudor de fidelidad, sus propias impulsiones a la infidelidad. Este poderoso motivo puede servirse después del material de percepciones que delata mociones inconcientes del mismo género en la otra parte, y acaso se justifique con la reflexión de que el compañero o la compañera probablemente no son mucho mejores que uno mismo (ver nota(235)).
Las costumbres sociales han saldado cuentas sabiamente con este universal estado de cosas permitiendo cierto juego a la coquetería de la mujer casada y al donjuanismo del marido, con la esperanza de purgar y neutralizar así la innegable inclinación a la infidelidad. La convención establece que las dos partes no han de echarse en cara estos pasitos en dirección a la

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infidelidad, y las más de las veces consigue que el encendido apetito por el objeto ajeno se satisfaga, mediante un cierto retroceso a la fidelidad, en el objeto propio. Pero el celoso no. quiere admitir esta tolerancia convencional; no cree posibles la detención o la vuelta en ese camino que una vez se emprendió, ni que el «flirt» social pueda ser, incluso, una garantía contra la infidelidad efectiva. En el tratamiento de uno de estos celosos es preciso evitar ponerle en entredicho el material en que él se apoya; sólo puede procurarse moverlo a que lo aprecie de otro modo.
Los celos nacidos de una proyección así tienen, es cierto, un carácter casi delirante, pero no ofrecen resistencia al trabajo analítico, que descubre las fantasías inconcientes de la infidelidad propia. Peor es la situación en el caso de los celos del tercer estrato, los delirantes en sentido estricto. También estos provienen de anhelos de infidelidad reprimidos, pero los objetos de tales fantasías son del mismo sexo. Los celos delirantes corresponden a una homosexualidad fermentada, y con derecho reclaman ser situados entre las formas clásicas de la paranoia. En su calidad de intento de defensa frente a una moción homosexual en extremo poderosa, podrían acotarse (en el caso del hombre) con esta fórmula: «Yo no soy quien lo ama; ella lo ama(236)».
Frente a un caso de delirio de celos, habrá que estar preparado para hallar celos de los tres estratos, nunca del tercero solamente.
B
Paranoia. Por razones conocidas, los casos de paranoia se sustraen la mayoría de las veces de la indagación analítica. No obstante, en estos últimos tiempos el estudio intenso de dos paranoicos me permitió aclarar algo nuevo para mí.
El primer caso fue el de un hombre joven con una paranoia de celos bien marcada, cuyo objeto era su mujer, de una intachable fidelidad. Un período tormentoso en que el delirio lo dominó sin interrupción ya era asunto del pasado para él. Cuando lo vi, sólo seguía produciendo ataques aislados; duraban varios días y, cosa interesante, por lo general sobrevenían al día siguiente de un acto sexual, por lo demás satisfactorio para ambas partes. Es lícito inferir que en cada caso, después de saciada la libido heterosexual, el componente homosexual coexcitado se conquistaba su expresión en el ataque de celos.
El ataque extraía su material de la observación de mínimos indicios, por los cuales se le había traslucido la coquetería de la mujer, por completo inconciente e imperceptible para otro. Ora había rozado inadvertidamente con su mano al señor que se sentaba junto a ella, ora había inclinado demasiado su rostro hacia él o le había exhibido una sonrisa más amistosa, que no Usaba a solas con su marido. El ponía un grado extraordinario de atención en todas las exteriorizaciones del inconciente de ella, y siempre sabía interpretarlas rectamente, de suerte que en verdad siempre tenía razón y aun podía acudir al análisis para justificar sus celos.
Ciertamente, su anormalidad se reducía a que él observaba lo inconciente de su mujer con mayor agudeza, y luego lo tasaba en más de lo que a otro se le ocurriría hacerlo.Nos viene a la memoria que también los paranoicos perseguidos se comportan de una manera en un todo similar. Tampoco ellos admiten nada indiferente en otro, y en su «delirio de ilación» usan los mínimos indicios que les ofrecen esos otros, extraños. El sentido de su delirio de ilación es, en efecto, que esperan de todo extraño algo como amor; pero estos otros no les demuestran nada semejante, se les ríen en la cara, agitan su bastón o hasta escupen en el suelo cuando ellos pasan, y eso es algo que realmente no se hace cuando se tiene algún interés amistoso hacia la persona que está cercana. Sólo se lo hace cuando a uno esa persona le resulta del todo indiferente, cuando puede tratarla como si nada se le importase de ella, y el paranoico no anda tan errado en cuanto al parentesco fundamental de los conceptos «extraño» y «enemigo» cuando siente esa indiferencia, en relación con su demanda de amor, como hostilidad.
Ahora sospechamos que describimos de modo harto insatisfactorio la conducta del paranoico, tanto del celoso como del perseguido, cuando decimos que proyectan hacia afuera, sobre otros, lo que no quieren percibir en su propia interioridad. Sin duda que lo hacen, pero no proyectan en el aire, por así decir, ni allí donde no hay nada semejante, sino que se dejan guiar por su conocimiento de lo inconciente y desplazan sobre lo inconciente del otro la atención que sustraen de su inconciente propio. Nuestro celoso discierne la infidelidad de su mujer en lugar de la suya propia; y en la medida en que se hace conciente de la de su mujer aumentada a escala gigantesca, logra mantener inconciente la propia. Si juzgamos que su ejemplo sirve como patrón, nos es lícito inferir que también la hostilidad que el perseguido encuentra en otros es el reflejo especular de sus propios sentimientos hostiles hacia esos otros. Y como sabemos que en el paranoico precisamente la persona más amada del mismo sexo deviene el perseguidor, damos en preguntarnos de dónde proviene esta inversión del afecto, y la respuesta más inmediata sería que el sentimiento de ambivalencia, presente de continuo, proporciona la base para el odio, y lo refuerza el incumplimiento de los requerimientos de amor. Así, para defenderse de la homosexualidad, la ambivalencia de sentimientos presta al perseguido el mismo servicio que los celos prestaban a nuestro paciente.
Los sueños de mi paciente celoso me depararon una gran sorpresa. Es cierto que no se presentaron contemporáneos al estallido del ataque, pero lo hicieron todavía bajo el imperio del delirio: estaban totalmente exentos de delirio, y permitían reconocer las mociones homosexuales subyacentes con un grado de disfraz no mayor que el habitual. Dada mi escasa experiencia en materia de sueños de paranoicos, ello me indujo a suponer, con carácter general, que la paranoia no se introduce en el sueño.
El estado de homosexualidad era fácil de apreciar en este paciente. No había entablado amistades ni intereses sociales ningunos; se imponía la impresión de que el delirio había tomado a su exclusivo cargo el ulterior desarrollo de sus vínculos con el varón, como para restituir un fragmento de lo omitido. La poca importancia del padre en su familia y un bochornoso trauma homosexual que él sufrió en su temprana adolescencia habían cooperado para empujar su homosexualidad a la represión y atajarle el camino de la sublimación. Toda su juventud estuvo dominada por un fuerte vínculo con la madre. Entre varios hijos era, declaradamente, el preferido de la madre, y desarrolló con relación a ella unos fuertes celos de

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tipo normal. Más tarde, cuando hizo su elección matrimonial, dominado en lo esencial por el motivo de enriquecer a la madre, su anhelo de una madre virginal se exteriorizó en dudas obsesivas sobre la virginidad de su novia. Los primeros años de su matrimonio trascurrieron sin celos. Después fue infiel a su mujer y entabló una prolongada relación con otra. Sólo cuando, sobrecogido por una determinada sospecha, hubo abandonado esta relación amorosa, estallaron en él unos celos del segundo tipo, el tipo proyectivo, con los que pudo apaciguar los reproches que se hacía a causa de su infidelidad. Esos celos se complicaron pronto, por la injerencia de mociones homosexuales cuyo objeto era el suegro, hasta convertirse en una paranoia de celos plenamente desarrollada.
Mi segundo caso probablemente no se habría clasificado en ausencia de análisis como paranoia persecutoria, pero me vi forzado a concebir a este joven como un candidato a ese desenlace patológico. Había en él una ambivalencia, extraordinaria por su envergadura, en la relación con el padre. Por una parte, él era el rebelde más declarado, que en todos los aspectos se había desarrollado en manifiesta divergencia con los deseos e ideales de su padre; por la otra, empero, y en un estrato más profundo, era el hijo más sumiso, que tras la muerte del padre se denegó el goce de la mujer, presa de una tierna conciencia de culpa. Sus relaciones reales con hombres estaban presididas a todas luces por la desconfianza; con su potente intelecto supo racionalizar esta actitud y disponer las cosas para que conocidos y amigos lo engañasen y explotasen. Lo nuevo que aprendí en él fue que pensamientos clásicos de persecución pueden estar presentes sin que se les dé crédito ni se les atribuya valor. Durante su análisis, destellaron en ocasiones, pero él no les asignaba importancia ninguna y por lo general se mofaba de ellos. Quizá suceda algo semejante en muchos casos de paranoia, y en el momento en que se contrae esa enfermedad tal vez juzguemos las ideas delirantes exteriorizadas como producciones nuevas, cuando en verdad pudieron existir desde mucho tiempo atrás.
Una importante intelección es, me parece, que un factor cualitativo, la presencia de ciertas formaciones neuróticas, tiene menor valor práctico que el factor cuantitativo: el grado de atención o, mejor dicho, el grado de investidura que estos productos puedan atraer sobre sí. La elucidación de nuestro primer caso, el de la paranoia de celos, nos había invitado a una idéntica apreciación del factor cuantitativo, puesto que nos mostró que ahí la anormalidad consistía, esencialmente, en la sobreinvestidura de las interpretaciones de lo inconciente del otro. Por el análisis de la histeria hace mucho que conocemos un hecho análogo. Las fantasías patógenas, retoños de mociones pulsionales reprimidas, son toleradas largo tiempo junto a la vida anímica normal y no producen efectos patógenos hasta que no reciben una sobreinvestidura por un vuelco de la economía libidinal; sólo entonces estalla el conflicto que conduce a la formación de síntoma. De tal suerte, en el progreso de nuestro conocimiento nos vemos llevados cada vez más a situar en el primer plano el punto de vista económico. Me gustaría dejar planteado también este interrogante: ¿No basta el factor cuantitativo que hemos destacado aquí para cubrir los fenómenos a raíz de los cuales recientemente Bleuler [1916] y otros han querido introducir el concepto de «conmutador»? Sólo habría que suponer que un incremento de la resistencia en cierta dirección del decurso psíquico origina una sobreinvestidura de otro camino y, así, la interpolación de este en dicho decurso(ver nota(237)).
Una instructiva oposición se presentó en mis dos casos de paranoia en cuanto al comportamiento de los sueños. Mientras que en el primer caso, como dijimos, los sueños estaban exentos de delirio, el otro paciente producía en gran número sueños de persecución que podían considerarse los precursores o las formaciones sustitutivas de las ideas delirantes de idéntico contenido. Lo persecutorio, de lo cual sólo con gran angustia podía sustraerse, era por regla general un potente toro o algún otro símbolo de la virilidad que él mismo muchas veces, todavía en el sueño, reconocía como subrogación del padre. Cierta vez informó de un sueño paranoico de trasferencia muy característico. Vio que yo me rasuraba en presencia de él, y notó, por el olor, que usaba para eso el mismo jabón que su padre. Yo lo hacía para compelerlo a que trasfiriese a su padre sobre mi persona. En la elección de la situación soñada se revelaba de manera inocultable el menosprecio del paciente por sus fantasías paranoicas y su incredulidad hacia ellas, pues el examen cotidiano podía enseñarle que yo nunca me veía en el caso de usar jabón de afeitar, y por tanto en este punto no ofrecía asidero alguno a la trasferencia paterna.

Mi segundo caso probablemente no se habría clasificado en ausencia de análisis como paranoia persecutoria, pero me vi forzado a concebir a este joven como un candidato a ese desenlace patológico. Había en él una ambivalencia, extraordinaria por su envergadura, en la relación con el padre. Por una parte, él era el rebelde más declarado, que en todos los aspectos se había desarrollado en manifiesta divergencia con los deseos e ideales de su padre; por la otra, empero, y en un estrato más profundo, era el hijo más sumiso, que tras la muerte del padre se denegó el goce de la mujer, presa de una tierna conciencia de culpa. Sus relaciones reales con hombres estaban presididas a todas luces por la desconfianza; con su potente intelecto supo racionalizar esta actitud y disponer las cosas para que conocidos y amigos lo engañasen y explotasen. Lo nuevo que aprendí en él fue que pensamientos clásicos de persecución pueden estar presentes sin que se les dé crédito ni se les atribuya valor. Durante su análisis, destellaron en ocasiones, pero él no les asignaba importancia ninguna y por lo general se mofaba de ellos. Quizá suceda algo semejante en muchos casos de paranoia, y en el momento en que se contrae esa enfermedad tal vez juzguemos las ideas delirantes exteriorizadas como producciones nuevas, cuando en verdad pudieron existir desde mucho tiempo atrás.
Una importante intelección es, me parece, que un factor cualitativo, la presencia de ciertas formaciones neuróticas, tiene menor valor práctico que el factor cuantitativo: el grado de atención o, mejor dicho, el grado de investidura que estos productos puedan atraer sobre sí. La elucidación de nuestro primer caso, el de la paranoia de celos, nos había invitado a una idéntica apreciación del factor cuantitativo, puesto que nos mostró que ahí la anormalidad consistía, esencialmente, en la sobreinvestidura de las interpretaciones de lo inconciente del otro. Por el análisis de la histeria hace mucho que conocemos un hecho análogo. Las fantasías patógenas, retoños de mociones pulsionales reprimidas, son toleradas largo tiempo junto a la vida anímica normal y no producen efectos patógenos hasta que no reciben una sobreinvestidura por un vuelco de la economía libidinal; sólo entonces estalla el conflicto que conduce a la formación de síntoma. De tal suerte, en el progreso de nuestro conocimiento nos vemos llevados cada vez más a situar en el primer plano el punto de vista económico. Me gustaría dejar planteado también este interrogante: ¿No basta el factor cuantitativo que hemos destacado aquí para cubrir los fenómenos a raíz de los cuales recientemente Bleuler [1916] y otros han querido introducir el concepto de «conmutador»? Sólo habría que suponer que un incremento de la resistencia en cierta dirección del decurso psíquico origina una sobreinvestidura de otro camino y, así, la interpolación de este en dicho decurso(ver nota(237)).
Una instructiva oposición se presentó en mis dos casos de paranoia en cuanto al comportamiento de los sueños. Mientras que en el primer caso, como dijimos, los sueños estaban exentos de delirio, el otro paciente producía en gran número sueños de persecución que podían considerarse los precursores o las formaciones sustitutivas de las ideas delirantes de idéntico contenido. Lo persecutorio, de lo cual sólo con gran angustia podía sustraerse, era por regla general un potente toro o algún otro símbolo de la virilidad que él mismo muchas veces, todavía en el sueño, reconocía como subrogación del padre. Cierta vez informó de un sueño paranoico de trasferencia muy característico. Vio que yo me rasuraba en presencia de él, y notó, por el olor, que usaba para eso el mismo jabón que su padre. Yo lo hacía para compelerlo a que trasfiriese a su padre sobre mi persona. En la elección de la situación soñada se revelaba de manera inocultable el menosprecio del paciente por sus fantasías paranoicas y su incredulidad hacia ellas, pues el examen cotidiano podía enseñarle que yo nunca me veía en el caso de usar jabón de afeitar, y por tanto en este punto no ofrecía asidero alguno a la trasferencia paterna.
Ahora bien, la comparación de los sueños de nuestros dos pacientes nos enseña que nuestro planteo, a saber, si la paranoia (u otra psiconeurosis) puede instilarse también en el sueño, descansa en una concepción incorrecta de este. El sueño se diferencia del pensamiento de vigilia en que puede acoger contenidos (del ámbito de lo reprimido) cuya presentación en el pensamiento de vigilia no se autorizaría. Aparte de ello, es sólo una forma del pensar, una remodelación del material de pensamiento preconciente por obra del trabajo del sueño y sus condiciones (ver nota(238)). Nuestra terminología de las neurosis es inaplicable a lo reprimido; no se lo puede llamar histérico, ni neurótico obsesivo, ni paranoico. En cambio, la otra parte del material sometido a la formación del sueño, los pensamientos preconcientes, puede ser normal
o llevar en sí el carácter de una neurosis cualquiera. Los pensamientos preconcientes pueden ser los resultados de todos aquellos procesos patógenos en que reconocemos la esencia de una neurosis. Y no vemos la razón por la cual una idea enfermiza cualquiera de esa índole no podría experimentar su remodelamiento en un sueño. Por tanto, un sueño puede corresponder sin más a una fantasía histérica, a una representación obsesiva, a una idea delirante, vale decir, destilarse como tal en su interpretación. En nuestra observación de los dos paranoicos hallamos que el sueño del uno es normal mientras ese hombre se encuentra todavía en medio del ataque, y que el del otro tiene un contenido paranoico mientras él aún se burla de sus ideas delirantes. Por consiguiente, el sueño ha recogido en los dos casos lo que en la vida de vigilia estaba en ese momento esforzado hacia atrás. Pero tampoco esa es necesariamente la regla.
C
Homosexualidad. Reconocer el factor orgánico de la homosexualidad no nos dispensa de la obligación de estudiar los procesos psíquicos que concurren en su génesis. El proceso típico(239), establecido para incontables casos, consiste en que el hombre joven, intensamente fijado a la madre, algunos años después de la pubertad emprende una vuelta {Wendung}, se identifica él mismo con la madre y se pone a la busca de objetos de amor en los que pueda

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reencontrarse, para amarlos entonces como la madre lo amó a él. Como marca de este proceso se establece por muchos años esta condición de amor: los objetos masculinos deben tener la edad en que se produjo en él esa trasmudación. Hemos tomado conocimiento de diversos factores que contribuyen a este resultado, probablemente en grados variables. En primer lugar, la fijación a la madre, que dificulta el pasaje a otro objeto femenino. La identificación con la madre es un desenlace de este vínculo de objeto y al mismo tiempo permite permanecer fiel, en cierto sentido, a ese primer objeto. Después, la inclinación a la elección narcisista de objeto, que en general es más asequible y de ejecución más fácil que el giro {Wendung} hacia el otro sexo. Tras este factor se oculta otro de fuerza muy especial, o que quizá coincide con él: la alta estima por el órgano viril y la incapacidad de renunciar a su presencia en el objeto de amor. El menosprecio por la mujer, la repugnancia y aun el horror a ella, por lo general derivan del descubrimiento, hecho tempranamente, de que la mujer no posee pene. Más tarde hemos llegado a conocer todavía, como poderoso motivo para la elección homosexual de objeto, la deferencia por el padre o la angustia frente a él, pues la renuncia a la mujer tiene el significado de «hacerse a un lado» en la competencia con él (o con todas las personas de sexo ' masculino que hacen sus veces). Estos dos últimos motivos, el aferrarse a la condición del pene así como el hacerse a un lado, pueden imputarse al complejo de castración. Vínculo con la madre, narcisismo, angustia de castración: he ahí los factores (en manera alguna específicos, por lo demás) que habíamos descubierto hasta el presente en la etiología psíquica de la homosexualidad, y a ellos se sumaban todavía la influencia de la seducción, culpable de una fijación prematura de la libido, así como la del factor orgánico, que favorece la adopción de un papel pasivo en la vida amorosa.
Pero nunca creímos que este análisis de la génesis de la homosexualidad fuese completo. Hoy puedo señalar un nuevo mecanismo que lleva a la elección homosexual de objeto, aunque no sé indicar en cuánto deba estimarse su papel en la conformación de la homosexualidad extrema, la manifiesta y exclusiva. La observación llamó mi atención sobre muchos casos en los cuales habían emergido en la temprana infancia mociones de celos de particular intensidad [en los varones], que provenían del complejo materno e iban dirigidos a rivales, las más de las veces hermanos mayores. Estos celos provocaban actitudes intensamente hostiles y agresivas hacia los hermanos, que podían extremarse hasta desearles la muerte; empero, sucumbían en el proceso de desarrollo. Bajo los influjos de la educación, y sin duda también por la continua impotencia de estas mociones, se llegaba a su represión y a una trasmudación de sentimientos, de suerte que los que antes eran rivales devenían ahora los primeros objetos de amor homosexual. Un desenlace así del vínculo con la madre exhibe múltiples e interesantes relaciones con otros procesos que conocemos. Es, en primer lugar, la cabal contraparte del desarrollo de la paranoia persecutoria, en la cual las personas a quienes primero se amó devienen los odiados perseguidores, mientras que aquí los odiados rivales se trasmudan en objetos de amor. Además, se presenta como una exageración del proceso que, según mi opinión, conduce a la génesis individual de las pulsiones sociales (ver nota(240)). Aquí como allí, están presentes al comienzo mociones hostiles y de celos que no pueden alcanzar la satisfacción, y los sentimientos de identificación tiernos, así como los sociales, se engendran como formaciones reactivas contra los impulsos de agresión reprimidos.
1 Con este nuevo mecanismo de la elección homosexual de objeto (su génesis en una rivalidad refrenada y una inclinación agresiva reprimida) van mezcladas en muchos casos las condiciones típicas que ya conocemos. No es raro enterarse, por la biografía de homosexuales, que su vuelta {giro} sobrevino después que la madre alabó a otro muchacho o lo ensalzó como modelo. Por ese medio se estimuló la tendencia a la elección narcisista de objeto, y tras una breve fase de agudos celos el rival fue convertido en objeto de amor. Pero en lo restante este nuevo mecanismo se diferencia por el hecho de que en él la trasmudación se produce a edad muy temprana y, la identificación con la madre aparece en el trasfondo. Además, en los casos que yo observé, provocó sólo actitudes homosexuales que no excluían la heterosexualidad ni conllevaban un horror feminae.
Es sabido que un número considerable de personas homosexuales se distinguen por un particular desarrollo de las mociones pulsionales sociales y por su consagración a intereses colectivos. Se estaría tentado de dar esta explicación teórica: un hombre que ve en otros hombres objetos posibles de amor tiene que comportarse hacia la comunidad de los hombres diferentemente que otro, que se vea precisado a discernir en el hombre, ante todo, el rival frente a la mujer. Contradice esto, empero, el que también. en el amor homosexual hay celos y rivalidad, y que la comunidad de los hombres incluye a estos rivales posibles. Pero aun aparte de esta fundamentación especulativa, no puede ser indiferente, respecto de la alianza entre homosexualidad y sensibilidad social, el hecho de que la elección homosexual de objeto no pocas veces proviene de un refrenamiento precoz de la rivalidad con el hombre.
En la consideración psicoanalítica estamos habituados a concebir los sentimientos sociales como sublimaciones de actitudes homosexuales de objeto. En los homosexuales de inclinación social, no se habría consumado plenamente el desasimiento de los sentimientos sociales respecto de la elección de objeto.

Pero nunca creímos que este análisis de la génesis de la homosexualidad fuese completo. Hoy puedo señalar un nuevo mecanismo que lleva a la elección homosexual de objeto, aunque no sé indicar en cuánto deba estimarse su papel en la conformación de la homosexualidad extrema, la manifiesta y exclusiva. La observación llamó mi atención sobre muchos casos en los cuales habían emergido en la temprana infancia mociones de celos de particular intensidad [en los varones], que provenían del complejo materno e iban dirigidos a rivales, las más de las veces hermanos mayores. Estos celos provocaban actitudes intensamente hostiles y agresivas hacia los hermanos, que podían extremarse hasta desearles la muerte; empero, sucumbían en el proceso de desarrollo. Bajo los influjos de la educación, y sin duda también por la continua impotencia de estas mociones, se llegaba a su represión y a una trasmudación de sentimientos, de suerte que los que antes eran rivales devenían ahora los primeros objetos de amor homosexual. Un desenlace así del vínculo con la madre exhibe múltiples e interesantes relaciones con otros procesos que conocemos. Es, en primer lugar, la cabal contraparte del desarrollo de la paranoia persecutoria, en la cual las personas a quienes primero se amó devienen los odiados perseguidores, mientras que aquí los odiados rivales se trasmudan en objetos de amor. Además, se presenta como una exageración del proceso que, según mi opinión, conduce a la génesis individual de las pulsiones sociales (ver nota(240)). Aquí como allí, están presentes al comienzo mociones hostiles y de celos que no pueden alcanzar la satisfacción, y los sentimientos de identificación tiernos, así como los sociales, se engendran como formaciones reactivas contra los impulsos de agresión reprimidos.
1 Con este nuevo mecanismo de la elección homosexual de objeto (su génesis en una rivalidad refrenada y una inclinación agresiva reprimida) van mezcladas en muchos casos las condiciones típicas que ya conocemos. No es raro enterarse, por la biografía de homosexuales, que su vuelta {giro} sobrevino después que la madre alabó a otro muchacho o lo ensalzó como modelo. Por ese medio se estimuló la tendencia a la elección narcisista de objeto, y tras una breve fase de agudos celos el rival fue convertido en objeto de amor. Pero en lo restante este nuevo mecanismo se diferencia por el hecho de que en él la trasmudación se produce a edad muy temprana y, la identificación con la madre aparece en el trasfondo. Además, en los casos que yo observé, provocó sólo actitudes homosexuales que no excluían la heterosexualidad ni conllevaban un horror feminae.
Es sabido que un número considerable de personas homosexuales se distinguen por un particular desarrollo de las mociones pulsionales sociales y por su consagración a intereses colectivos. Se estaría tentado de dar esta explicación teórica: un hombre que ve en otros hombres objetos posibles de amor tiene que comportarse hacia la comunidad de los hombres diferentemente que otro, que se vea precisado a discernir en el hombre, ante todo, el rival frente a la mujer. Contradice esto, empero, el que también. en el amor homosexual hay celos y rivalidad, y que la comunidad de los hombres incluye a estos rivales posibles. Pero aun aparte de esta fundamentación especulativa, no puede ser indiferente, respecto de la alianza entre homosexualidad y sensibilidad social, el hecho de que la elección homosexual de objeto no pocas veces proviene de un refrenamiento precoz de la rivalidad con el hombre.
En la consideración psicoanalítica estamos habituados a concebir los sentimientos sociales como sublimaciones de actitudes homosexuales de objeto. En los homosexuales de inclinación social, no se habría consumado plenamente el desasimiento de los sentimientos sociales respecto de la elección de objeto.

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Nota introductoria(241)
«Psicoanálisis»
Psicoanálisis es el nombre: 1) de un procedimiento que sirve para indagar procesos anímicos difícilmente accesibles por otras vías; 2) de un método de tratamiento de perturbaciones neuróticas, fundado en esa indagación, y 3) de una serie de intelecciones psicológicas, ganadas por ese camino, que poco a poco se han ido coligando en una nueva disciplina científica.Historia. Lo mejor para comprender al psicoanálisis es estudiar su génesis y su desarrollo. Entre 1880 y 1881, el doctor Josef Breuer, de Viena, conocido como internista y fisiólogo experimental, se ocupó del tratamiento de una muchacha que había contraído una grave histeria mientras curaba a su padre enfermo, y cuyo cuadro clínico se componía de parálisis motrices, inhibiciones y perturbaciones de la conciencia. Obedeciendo a una insinuación de la propia paciente, mujer de gran inteligencia, la puso en estado de hipnosis y así obtuvo que por comunicación del talante y de los pensamientos que la dominaban recobrara en cada oportunidad una condición anímica normal. Mediante la repetición consecuente de idéntico, laborioso procedimiento, pudo liberarla de todas sus inhibiciones y parálisis, de suerte que al final su empeño se vio recompensado por un gran éxito terapéutico, así como por inesperadas intelecciones sobre la esencia de la enigmática neurosis. No obstante, Breuer se abstuvo de seguir adelante con su descubrimiento y de publicar nada sobre él por un decenio más o menos, hasta que el autor de este artículo (Freud, de regreso en Viena en 1886 después de concurrir a la escuela de Charcot) logró moverlo a retomar el tema y a emprender sobre él un trabajo en común. Ambos, Breuer y Freud, publicaron entonces, en 1893, una comunicación provisional, «Sobre el mecanismo psíquico de fenómenos histéricos», y en 1895, un libro,Estudios sobre la histeria (reimpreso en 1922 en cuarta edición), donde llamaron «catártico» a su procedimiento terapéutico.
La catarsis. De las indagaciones que sirvieron de base a los estudios de Breuer y Freud, se obtuvieron ante todo dos resultados que ni siquiera la experiencia ulterior conmovió. En primer lugar: los síntomas histéricos poseen sentido y significado, por cuanto son sustitutos de actos anímicos normales; y en segundo lugar: el descubrimiento de este sentido desconocido coincide con la cancelación de los síntomas y así, en este punto, investigación científica y empeño terapéutico coinciden. Las observaciones se hicieron en una serie de enfermos tratados como lo hizo Breuer con su primera paciente, vale decir, en estado de hipnosis profunda. Los resultados parecieron brillantes, hasta que más tarde se reveló su lado débil. Las representaciones teóricas que Breuer y Freud se formaron en esa época estaban influidas por las doctrinas de Charcot sobre la histeria traumática y pudieron apuntalarse en las comprobaciones del discípulo de aquel, Pierre Janet, por cierto publicadas con anterioridad a los Estudios, pero posteriores en el tiempo al primer caso de Breuer. Desde el comienzo se trajo en ellas al primer plano el factorafectivo; se sostuvo que los síntomas histéricos debían su génesis a que a un proceso anímico cargado con intenso afecto se le impidió de alguna manera nivelarse por el camino normal que lleva hasta la conciencia y la motilidad (se le impidió abreaccionar), tras lo cual el afecto por así decir «estrangulado» cayó en una vía falsa y encontró desagote dentro de la inervación corporal (conversión). Las oportunidades en que se engendran esas « representaciones » patógenas fueron designadas por Breuer y Freud «traumas psíquicos», y como casi siempre correspondían a un pasado lejano, los autores pudieron decir que los histéricos padecían en gran parte de reminiscencias (no tramitadas).
La «catarsis» se lograba entonces, en el tratamiento, por apertura de la vía hasta la conciencia y descarga normal del afecto. El supuesto de unos procesos anímicosinconcientes fue, según se advierte, una pieza indispensable de esta teoría. También Janet había trabajado con actos inconcientes dentro de la vida del alma, pero, según lo destacó en posteriores polémicas en contra del psicoanálisis, no era para él sino una expresión auxiliar, «une manière de parler», con la que no quería indicar ninguna intelección nueva.
En una sección teórica de los Estudios, Breuer comunico algunas ideas especulativas acerca de los procesos de excitación que ocurren en el interior de lo anímico. Quedaron como unas orientaciones para el futuro, y todavía hoy no se han apreciado cabalmente. Con esto, Breuer puso fin a sus contribuciones a este campo del saber, y poco después se retiró del trabajo en común.
El paso al psicoanálisis. Ya en los Estudios se habían insinuado disensos en las concepciones de ambos autores. Breuer adoptó el supuesto de que las representaciones patógenas exteriorizan un efecto traumático porque se han engendrado dentro de «estados hipnoides» en

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que la operación anímica está sometida a particulares restricciones. El que esto escribe rechazó tal explicación y sostuvo que una representación deviene patógena cuando su contenido aspira en la dirección contraria a las tendencias dominantes en la vida anímica, provocando así la «defensa» del individuo (Janet había atribuido a los histéricos una incapacidad constitucional para la unificación coherente de sus contenidos psíquicos; en este punto se apartan del suyo los caminos de Breuer y de Freud). Por otra parte, las dos innovaciones con que el autor abandonó poco después el terreno de la catarsis ya habían sido mencionadas en los Estudios. Tras el retiro de Breuer se convirtieron en el punto de arranque de ulteriores desarrollos.
Renuncia a la hipnosis. Una de estas innovaciones se apoyó en una experiencia práctica y llevó a un cambio de la técnica; la otra consistió en un progreso dentro del conocimiento clínico de las neurosis. Pronto se demostró que las esperanzas terapéuticas puestas en el tratamiento catártico en estado de hipnosis quedaban, en cierto sentido, incumplidas. Es verdad que la desaparición de los síntomas se producía paralelamente a la catarsis, pero el resultado global demostró ser por entero dependiente del vínculo del paciente con el médico; se comportaba, por tanto, como un resultado de la «sugestión», y si este vínculo se destruía, volvían a emerger todos los síntomas como si nunca hubieran tenido solución. Y a esto se sumaba la considerable restricción que desde el punto de vista médico significaba para la aplicación del procedimiento catártico el escaso número de las personas que pueden ser puestas en estado de hipnosis profunda. Por estas razones, el autor se decidió a abandonar la hipnosis. Pero al mismo tiempo, de las impresiones que de ella había recogido extrajo los medios para sustituirla.
La asociación libre. El estado hipnótico había traído aparejado un gran aumento de la capacidad de asociación del paciente. Sabía hallar enseguida el camino, inaccesible para su reflexión conciente, que llevaba desde el síntoma hasta los pensamientos y recuerdos enlazados con él. El abandono de la hipnosis pareció crear una situación de desvalimiento, pero el autor recordó aquella demostración de Bernheim: lo vivenciado en estado de sonambulismo sólo en apariencia se había olvidado y en cualquier momento podía emerger su recuerdo si el médico aseguraba con insistencia al sujeto que él lo sabía. El que esto escribe intentó entonces esforzar también a sus pacientes no hipnotizados a que comunicasen asociaciones, y ello con el objeto de hallar por medio de ese material la vía hacia lo olvidado o lo caído bajo la defensa. Más tarde notó que ese esforzar no era necesario, pues en el paciente casi siempre emergían copiosas ocurrencias, sólo que las apartaba de la comunicación, y aun de la conciencia, en virtud de determinadas objeciones que él mismo se hacía. En la expectativa (en ese tiempo todavía indemostrada, pero más tarde corroborada por una rica experiencia) de que todo cuanto al paciente se le ocurría acerca de un determinado punto de partida se hallaba por fuerza en íntima trabazón con este, se obtuvo la técnica de educarlo para que renunciase a todas: sus actitudes críticas, y de aplicar el material de ocurrencias así traído a la luz para el descubrimiento de los nexos buscados. En el vuelco hacia esa técnica, destinada a sustituir a la hipnosis, desempeñó sin duda un papel la sólida confianza en la existencia de un rígido determinismo dentro de lo anímico.
La «regla técnica fundamental», ese procedimiento de la «asociación libre», se ha afirmado desde entonces en el trabajo psicoanalítico. El tratamiento se inicia exhortando al paciente a que se ponga en la situación de un atento y desapasionado observador de sí mismo, a que espigue únicamente en la superficie de su conciencia y se obligue, por una parte, a la sinceridad más total, y por la otra a no excluir de la comunicación ocurrencia alguna, por más que: 1) la sienta asaz desagradable, 2) no pueda menos que juzgarla disparatada, 3) la considere demasiado nimia, o 4) piense que no viene al caso respecto de lo que se busca. Por lo general, se revela que justamente aquellas ocurrencias que provocan las censuras que acabamos de mencionar poseen particular valor para el descubrimiento de lo olvidado.El psicoanálisis como arte de interpretación. La nueva técnica modificó tanto el aspecto del tratamiento, introdujo al médico en vínculos tan nuevos con el enfermo y brindó tantos y tan sorprendentes resultados que pareció justificado distinguir este procedimiento, mediante un nombre, del método catártico. El autor escogió para este modo de tratamiento, que ahora podía extenderse a muchas otras formas de perturbación neurótica, el nombre de psicoanálisis. Pues bien; este psicoanálisis era, en primer lugar, un arte de la interpretación, y se proponía la tarea de ahondar en el primero de los grandes descubrimientos de Breuer, a saber, que los síntomas neuróticos son un sustituto, pleno de sentido, de otros actos anímicos que han sido interrumpidos. Importaba ahora concebir el material brindado por las ocurrencias de los pacientes como si apuntase a un sentido oculto, a fin de colegir a partir de él este sentido. La experiencia mostró pronto que la conducta más adecuada para el médico que debía realizar el análisis era que él mismo se entregase, con una atención parejamente flotante, a su propia actividad mental inconciente, evitase en lo posible la reflexión y la formación de expectativas concientes, y no pretendiese fijar particularmente en su memoria nada de lo escuchado; así capturaría lo inconciente del paciente con su propio inconciente. Entonces pudo notarse, cuando las circunstancias no eran demasiado desfavorables, que las ocurrencias del paciente eran en cierta medida como unas alusiones arrojadas al tanteo hacia un determinado tema, y sólo hizo falta atreverse a dar otro paso para colegir eso que le era oculto y poder comunicárselo. Por cierto, este trabajo de interpretación no podía encuadrarse en reglas rigurosas y dejaba un amplio campo al tacto y a la destreza del médico; no obstante, cuando se conjugaban neutralidad y ejercitación se obtenían resultados confiables, vale decir, que se confirmaban por su repetición en casos similares. En una época en que aún se sabía muy poco acerca del inconciente, de la estructura de las neurosis y de los procesos patológicos que hay tras ellas, era preciso conformarse con poder utilizar una técnica así, aunque no estuviese mejor fundada en la teoría. Por lo demás, en el análisis de hoy se la practica de igual manera, sólo que con el sentimiento de una mayor seguridad y con una mejor comprensión de sus limitaciones.
La interpretación de las operaciones fallidas y de las acciones casuales. Fue un triunfo para el arte interpretativo del psicoanálisis el que lograra demostrar que ciertos actos anímicos, frecuentes en los hombres normales y para los cuales hasta entonces ni siquiera se había

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exigido una explicación psicológica, debían comprenderse de igual modo que los síntomas de los neuróticos; vale decir: poseían un sentido que la persona no conocía y que fácilmente podía hallarse mediante un empeño analítico. Los fenómenos correspondientes, el olvido temporario de palabras y nombres por lo demás bien conocidos, el olvido de designios, los tan frecuentes deslices en el habla, en la lectura, en la escritura, la pérdida y el extravío de objetos, muchos errores, actos en que la persona se infiere un daño en apariencia casual y, por último, movimientos que se ejecutan como por hábito, como sin quererlo y jugando, melodías que uno «canturrea» «inadvertidamente», y tantos otros de ese tipo: se demostró que todo eso, que se sustraía de la explicación fisiológica cada vez que se la había intentado, estaba rígidamente determinado y se lo individualizó como exteriorización de propósitos sofocados de la persona, o como resultado de la interferencia de dos propósitos, uno de los cuales era inconciente de manera duradera o temporaria. El valor de esta contribución para la psicología fue múltiple. Amplió en forma insospechada el campo del determinismo anímico; redujo el abismo que se había supuesto entre el acontecer anímico normal y el patológico; en muchos casos se obtuvo una cómoda visión del juego de fuerzas anímicas que no podían menos que conjeturarse tras los fenómenos. Por último, se obtuvo así un material apto como ningún otro para hacer que dieran crédito a la existencia de actos anímicos inconcientes aun aquellos a quienes el supuesto de algo psíquico inconciente les parecía extraño y hasta absurdo. El estudio de las operaciones fallidas y acciones casuales en que uno mismo incurre, para el cual se ofrecen abundantes oportunidades a la mayoría de las personas, es todavía hoy la mejor preparación para penetrar en el psicoanálisis. En el tratamiento analítico, la interpretación de las operaciones fallidas se asegura un lugar como medio para descubrir lo inconciente, junto a la interpretación de las ocurrencias, enormemente más importante.
La interpretación de los sueños. Un nuevo acceso a lo profundo de la vida anímica se abrió al aplicarse la técnica de la asociación libre a los sueños, los propios o los de pacientes en análisis. De hecho, de la interpretación de los sueños procede lo más y lo mejor que sabemos acerca de los procesos que ocurren en los estratos inconcientes del alma. El psicoanálisis ha devuelto al sueño la importancia que universalmente se le reconoció en épocas antiguas, pero le aplica un procedimiento diverso. No se confía en el ingenio del intérprete de sueños, sino que trasfiere la tarea en su mayor parte al soñante mismo, pues le inquiere por sus asociaciones sobre los elementos singulares del sueño. Mediante la ulterior persecución de estas asociaciones se llega a conocer unos pensamientos que coinciden en un todo con el sueño, y es el caso que -hasta cierto punto- se individualizan como fragmentos de pleno derecho y enteramente com. prensibles de la actividad anímica de vigilia, Así, al sueño recordado como contenido onírico manifiesto se contraponen los pensamientos oníricos latentes hallados por interpretación. El proceso que ha traspuesto estos últimos en aquel, vale decir en el «sueño», y que es enderezado en sentido retrocedente por el trabajo interpretativo, puede llamarse trabajo del sueño.
A los pensamientos oníricos latentes los llamamos también, a causa de su vínculo con la vida de vigilia, restos diurnos. Por obra del trabajo del sueño, al que sería por completo erróneo atribuir carácter «creador», son condensados de manera extraordinaria, desfigurados por el desplazamiento de las intensidades psíquicas, arreglados con miras a la figuración en imágenes visuales, y además, antes de pasar a conformar el sueño manifiesto, sometidos a una elaboración secundaría que querría dar al nuevo producto algún sentido y alguna coherencia. Este último proceso ya no pertenece propiamente al trabajo del sueño (ver nota(242)).

La interpretación de los sueños. Un nuevo acceso a lo profundo de la vida anímica se abrió al aplicarse la técnica de la asociación libre a los sueños, los propios o los de pacientes en análisis. De hecho, de la interpretación de los sueños procede lo más y lo mejor que sabemos acerca de los procesos que ocurren en los estratos inconcientes del alma. El psicoanálisis ha devuelto al sueño la importancia que universalmente se le reconoció en épocas antiguas, pero le aplica un procedimiento diverso. No se confía en el ingenio del intérprete de sueños, sino que trasfiere la tarea en su mayor parte al soñante mismo, pues le inquiere por sus asociaciones sobre los elementos singulares del sueño. Mediante la ulterior persecución de estas asociaciones se llega a conocer unos pensamientos que coinciden en un todo con el sueño, y es el caso que -hasta cierto punto- se individualizan como fragmentos de pleno derecho y enteramente com. prensibles de la actividad anímica de vigilia, Así, al sueño recordado como contenido onírico manifiesto se contraponen los pensamientos oníricos latentes hallados por interpretación. El proceso que ha traspuesto estos últimos en aquel, vale decir en el «sueño», y que es enderezado en sentido retrocedente por el trabajo interpretativo, puede llamarse trabajo del sueño.
A los pensamientos oníricos latentes los llamamos también, a causa de su vínculo con la vida de vigilia, restos diurnos. Por obra del trabajo del sueño, al que sería por completo erróneo atribuir carácter «creador», son condensados de manera extraordinaria, desfigurados por el desplazamiento de las intensidades psíquicas, arreglados con miras a la figuración en imágenes visuales, y además, antes de pasar a conformar el sueño manifiesto, sometidos a una elaboración secundaría que querría dar al nuevo producto algún sentido y alguna coherencia. Este último proceso ya no pertenece propiamente al trabajo del sueño (ver nota(242)).
Teoría dinámica de la formación del sueño. No ofreció demasiadas dificultades penetrar la dinámica de la formación del sueño. Su fuerza impulsora no es aportada por los pensamientos oníricos latentes o restos diurnos, sino por una aspiración inconciente, reprimida durante el día, con la que los restos diurnos pudieron ponerse en conexión, y que a partir del material de los pensamientos latentes compuso para sí un cumplimiento de deseo. Todo sueño es, pues, por una parte un cumplimiento de deseo del inconciente; y por la otra, en la medida en que logre mantener libre de perturbación el estado del dormir, es un cumplimiento del deseo normal de dormir, que da comienzo al dormir. Si se prescinde de la contribución inconciente a la formación del sueño, y se reduce este a sus pensamientos latentes, en él puede estar subrogado todo cuanto ocupó a la vida despierta: una reflexión, una advertencia, un designio, una preparación para el futuro próximo o aun la satisfacción de un deseo incumplido. El carácter irreconocible, extraño, absurdo, del sueño manifiesto es consecuencia, en parte, del trasporte de los pensamientos oníricos a otro modo de expresión, que ha de calificarse de arcaico, y, en parte, de una instancia restrictiva, de repulsa crítica, que tampoco durante el dormir se cancela del todo. Es natural suponer que la «censura del sueño», a la que hacemos responsable en primera línea por la desfiguración de los pensamientos oníricos en el sueño manifiesto, es una exteriorización de las mismas fuerzas anímicas que a lo largo del día mantuvieron a raya, reprimida, la moción inconciente de deseo.
Valió la pena abordar con detalle el esclarecimiento de los sueños; en efecto, el trabajo analítico ha mostrado que la dinámica de la formación del sueño es la misma que la de la formación de síntoma. Aquí como allí individualizamos una disputa entre dos tendencias: una inconciente, en todo otro caso reprimida, que aspira a una satisfacción -cumplimiento de deseo-, y una que reprime y repele, y con probabilidad pertenece al yo conciente; como resultado de este conflicto tenemos una formación de compromiso el sueño, el síntoma en la que las dos tendencias han hallado una expresión incompleta. El :significado teórico de esta concordancia es esclarecedor. Puesto que el sueño no es un fenómeno patológico, ella aporta la demostración de que los mecanismos anímicos productores de los síntomas patológicos preexisten ya en la vida anímica normal, una misma legalidad abarca lo normal y lo anormal, y los resultados de la investigación de neuróticos o enfermos mentales tienen que ser pertinentes para la comprensión de la psique sana.
El simbolismo. En el estudio de los modos de expresión creados por el trabajo del sueño se tropieza con un hecho sorprendente: ciertos objetos, ciertas acciones y relaciones están figurados en el sueño de una manera indirecta mediante «símbolos» que el soñante emplea sin conocer su significado, y respecto de los cuales por lo común su asociación nada produce. Es el analista el que tiene que traducirlos, y ello sólo puede lograrse por vía empírica, mediante su introducción tentativa dentro de la trama. Más tarde se vio que los usos lingüísticos, la mitología y el folklore contienen las más ricas analogías con los símbolos oníricos. Los símbolos, a los
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cuales se anudan los más interesantes problemas, todavía irresueltos, parecen ser el fragmento de una antiquísima herencia anímica. La comunidad de símbolos rebasa las fronteras de la comunidad de lenguaje.
El valor etiológico de la vida sexual. La segunda novedad a que se llegó tras sustituir la técnica hipnótica por la asociación libre fue de naturaleza clínica y se halló a raíz de la continua busca de las vivencias traumáticas de que parecían derivarse los síntomas histéricos. Mientras más cuidado se ponía en rastrearlas, tanto más abundantemente se revelaba el encadenamiento de impresiones de esa clase, de importancia etiológica, pero tanto más se remontaban también hasta la pubertad o la infancia del neurótico. Al mismo tiempo iban cobrando un carácter unitario y, por fin, fue preciso rendirse a la evidencia y reconocer que en la raíz de toda formación de síntoma se hallaban impresiones traumáticas procedentes de la vida sexual temprana. Así el trauma sexual remplazó al trauma ordinario, y este último debía su valor etiológico a su referencia asociativa o simbólica al primero, que lo había precedido. A la vez se había emprendido la indagación de casos de neurosis común, clasificados como neurastenia y neurosis de angustia. Por ella se llegó a saber que estas perturbaciones se reconducían a malas prácticas actuales en la vida sexual, y se las podía eliminar aboliendo estas últimas. Parecía lógico concluir entonces que las neurosis eran en general la expresión de perturbaciones en la vida sexual: las llamadas neurosis actuales, de daños presentes (por agente químico), y las psiconeurosis, de daños producidos en un lejano pasado (por procesamiento psíquico) en esta función tan importante en el terreno biológico, que hasta ese momento había sido gravemente descuidada por la ciencia. Ninguna de las tesis que ha formulado el psicoanálisis ha despertado una incredulidad tan obstinada ni una resistencia tan encarnizada como esta, que afirma el sobresaliente valor etiológico de la vida :sexual para las neurosis. Pero también ha de dejarse constancia expresa de que el psicoanálisis, en su desarrollo hasta el día de hoy, no ha hallado razón alguna para retractarse de esta aseveración.
La sexualidad infantil. La investigación etiológica llevada a cabo por el psicoanálisis lo puso en la situación de ocuparse de un tema cuya existencia apenas se había sospechado antes de él. En la ciencia se acostumbraba hacer comenzar la vida sexual con la pubertad, y eventuales exteriorizaciones de sexualidad infantil se juzgaban como ratos indicios de precocidad anormal y de degeneración. Pues bien, el psicoanálisis reveló una multitud de fenómenos tan singulares cuanto regulares, que hicieron preciso hacer coincidir el comienzo de la función sexual en el niño casi con el comienzo de la vida extrauterina. Pudo preguntarse, con asombro, cómo fue posible omitir todo eso. Es verdad que las primeras intelecciones de la sexualidad infantil se obtu. vieron mediante la exploración de adultos, y por eso adolecían de todas las dudas y fuentes de error que podían atribuirse a una visión retrospectiva tan tardía. Pero cuando más tarde (desde 1908) se empezó a analizar y a observar sin restricciones a los niños mismos, se obtuvo la corroboración directa para todo el contenido fáctico de la nueva concepción.
La sexualidad infantil mostró en muchos aspectos un cuadro diverso que la de los adultos, y sorprendió hallar en ella numerosos rasgos de lo que en estos se había condenado como «perversión». Fue preciso ampliar el concepto de lo sexual para que abarcase algo más que la aspiración a la unión de los dos sexos en el acto sexual o a la producción de determinadas sensaciones placenteras en los genitales. Pero esta ampliación fue recompensada por el hecho de que resultó posible conceptualizar la vida sexual infantil, la normal y la perversa, a partir de un conjunto unitario de nexos.
La investigación analítica del autor cayó primero en el error de sobrestimar en mucho la seducción como fuente de las manifestaciones sexuales infantiles y germen de la formación de síntomas neuróticos. Este espejismo pudo superarse cuando se llegó a conocer la extraordinaria importancia que la actividad fantaseadora tiene en la vida anímica de los neuróticos; para la neurosis, resultó evidente, era más decisiva que la realidad exterior. Además, tras estas fantasías salió a la luz el material que permitió ofrecer el siguiente cuadro del desarrollo de la función sexual.
El desarrollo de la libido. La pulsión sexual, cuya exteriorización dinámica en la vida del alma ha de llamarse «libido», está compuesta por pulsiones parciales en las que puede volver a descomponerse, y que sólo poco a poco se unifican en organizaciones definidas. Fuentes de estas pulsiones parciales son los órganos del cuerpo, en particular ciertas destacadas zonas erógenas. Pero todos los procesos corporales que revisten importancia funcional brindan contribuciones a la libido. Las pulsiones parciales singulares aspiran al comienzo a satisfacerse independientemente unas de otras, pero en el curso del desarrollo son conjugadas cada vez más: son centradas. Como primer estadio de organización (pregenital) puede discernirse al estadio oral, en el cual, de acuerdo con el principal interés del lactante, la zona de la boca desempeña el papel cardinal. Le sigue la organización sádico-anal, en la cual la pulsión parcial del sadismo y la zona del ano se destacan particularmente; la diferencia entre los sexos es subrogada aquí por la oposición entre activo y pasivo. El tercer estadio de organización, y el definitivo, es la conjugación de la mayoría de las pulsiones parciales bajo el primado de las zonas genitales. Este desarrollo trascurre por lo general de manera rápida e inadvertida; no obstante, partes singulares de las pulsiones se quedan detenidas en los estadios previos al resultado final y, así, proporcionan las fijaciones de la libido; estas, en calidad de disposiciones, revisten importancia para ulteriores estallidos de aspiraciones reprimidas y mantienen una determinada relación con el desarrollo de ulteriores neurosis y perversiones. (Véase el artículo «Teoría de la libido» [AE, 18, págs. 250 y sigs.]).
El hallazgo de objeto y el complejo de Edipo. La pulsión parcial oral halla primero su satisfacción apuntalándose en el saciamiento de la necesidad de nutrición, y su objeto, en el pecho materno. Después se desprende, se vuelve autónoma y al mismo tiempo autoerótica, es decir, halla su objeto en el cuerpo propio. Hay otras pulsiones parciales que se comportan primero de manera autoerótica y sólo más tarde se dirigen a un objeto ajeno. Particular importancia reviste el hecho de que las pulsiones parciales de la zona genital atraviesen por lo regular un período de satisfacción autoerótica intensa. Para la definitiva organización genital de la libido, no todas las pulsiones parciales son igualmente utilizables; algunas (p. ej., las anales) son por eso dejadas de lado, sofocadas o sometidas a complejas trasmudaciones.

El valor etiológico de la vida sexual. La segunda novedad a que se llegó tras sustituir la técnica hipnótica por la asociación libre fue de naturaleza clínica y se halló a raíz de la continua busca de las vivencias traumáticas de que parecían derivarse los síntomas histéricos. Mientras más cuidado se ponía en rastrearlas, tanto más abundantemente se revelaba el encadenamiento de impresiones de esa clase, de importancia etiológica, pero tanto más se remontaban también hasta la pubertad o la infancia del neurótico. Al mismo tiempo iban cobrando un carácter unitario y, por fin, fue preciso rendirse a la evidencia y reconocer que en la raíz de toda formación de síntoma se hallaban impresiones traumáticas procedentes de la vida sexual temprana. Así el trauma sexual remplazó al trauma ordinario, y este último debía su valor etiológico a su referencia asociativa o simbólica al primero, que lo había precedido. A la vez se había emprendido la indagación de casos de neurosis común, clasificados como neurastenia y neurosis de angustia. Por ella se llegó a saber que estas perturbaciones se reconducían a malas prácticas actuales en la vida sexual, y se las podía eliminar aboliendo estas últimas. Parecía lógico concluir entonces que las neurosis eran en general la expresión de perturbaciones en la vida sexual: las llamadas neurosis actuales, de daños presentes (por agente químico), y las psiconeurosis, de daños producidos en un lejano pasado (por procesamiento psíquico) en esta función tan importante en el terreno biológico, que hasta ese momento había sido gravemente descuidada por la ciencia. Ninguna de las tesis que ha formulado el psicoanálisis ha despertado una incredulidad tan obstinada ni una resistencia tan encarnizada como esta, que afirma el sobresaliente valor etiológico de la vida :sexual para las neurosis. Pero también ha de dejarse constancia expresa de que el psicoanálisis, en su desarrollo hasta el día de hoy, no ha hallado razón alguna para retractarse de esta aseveración.
La sexualidad infantil. La investigación etiológica llevada a cabo por el psicoanálisis lo puso en la situación de ocuparse de un tema cuya existencia apenas se había sospechado antes de él. En la ciencia se acostumbraba hacer comenzar la vida sexual con la pubertad, y eventuales exteriorizaciones de sexualidad infantil se juzgaban como ratos indicios de precocidad anormal y de degeneración. Pues bien, el psicoanálisis reveló una multitud de fenómenos tan singulares cuanto regulares, que hicieron preciso hacer coincidir el comienzo de la función sexual en el niño casi con el comienzo de la vida extrauterina. Pudo preguntarse, con asombro, cómo fue posible omitir todo eso. Es verdad que las primeras intelecciones de la sexualidad infantil se obtu. vieron mediante la exploración de adultos, y por eso adolecían de todas las dudas y fuentes de error que podían atribuirse a una visión retrospectiva tan tardía. Pero cuando más tarde (desde 1908) se empezó a analizar y a observar sin restricciones a los niños mismos, se obtuvo la corroboración directa para todo el contenido fáctico de la nueva concepción.
La sexualidad infantil mostró en muchos aspectos un cuadro diverso que la de los adultos, y sorprendió hallar en ella numerosos rasgos de lo que en estos se había condenado como «perversión». Fue preciso ampliar el concepto de lo sexual para que abarcase algo más que la aspiración a la unión de los dos sexos en el acto sexual o a la producción de determinadas sensaciones placenteras en los genitales. Pero esta ampliación fue recompensada por el hecho de que resultó posible conceptualizar la vida sexual infantil, la normal y la perversa, a partir de un conjunto unitario de nexos.
La investigación analítica del autor cayó primero en el error de sobrestimar en mucho la seducción como fuente de las manifestaciones sexuales infantiles y germen de la formación de síntomas neuróticos. Este espejismo pudo superarse cuando se llegó a conocer la extraordinaria importancia que la actividad fantaseadora tiene en la vida anímica de los neuróticos; para la neurosis, resultó evidente, era más decisiva que la realidad exterior. Además, tras estas fantasías salió a la luz el material que permitió ofrecer el siguiente cuadro del desarrollo de la función sexual.
El desarrollo de la libido. La pulsión sexual, cuya exteriorización dinámica en la vida del alma ha de llamarse «libido», está compuesta por pulsiones parciales en las que puede volver a descomponerse, y que sólo poco a poco se unifican en organizaciones definidas. Fuentes de estas pulsiones parciales son los órganos del cuerpo, en particular ciertas destacadas zonas erógenas. Pero todos los procesos corporales que revisten importancia funcional brindan contribuciones a la libido. Las pulsiones parciales singulares aspiran al comienzo a satisfacerse independientemente unas de otras, pero en el curso del desarrollo son conjugadas cada vez más: son centradas. Como primer estadio de organización (pregenital) puede discernirse al estadio oral, en el cual, de acuerdo con el principal interés del lactante, la zona de la boca desempeña el papel cardinal. Le sigue la organización sádico-anal, en la cual la pulsión parcial del sadismo y la zona del ano se destacan particularmente; la diferencia entre los sexos es subrogada aquí por la oposición entre activo y pasivo. El tercer estadio de organización, y el definitivo, es la conjugación de la mayoría de las pulsiones parciales bajo el primado de las zonas genitales. Este desarrollo trascurre por lo general de manera rápida e inadvertida; no obstante, partes singulares de las pulsiones se quedan detenidas en los estadios previos al resultado final y, así, proporcionan las fijaciones de la libido; estas, en calidad de disposiciones, revisten importancia para ulteriores estallidos de aspiraciones reprimidas y mantienen una determinada relación con el desarrollo de ulteriores neurosis y perversiones. (Véase el artículo «Teoría de la libido» [AE, 18, págs. 250 y sigs.]).
El hallazgo de objeto y el complejo de Edipo. La pulsión parcial oral halla primero su satisfacción apuntalándose en el saciamiento de la necesidad de nutrición, y su objeto, en el pecho materno. Después se desprende, se vuelve autónoma y al mismo tiempo autoerótica, es decir, halla su objeto en el cuerpo propio. Hay otras pulsiones parciales que se comportan primero de manera autoerótica y sólo más tarde se dirigen a un objeto ajeno. Particular importancia reviste el hecho de que las pulsiones parciales de la zona genital atraviesen por lo regular un período de satisfacción autoerótica intensa. Para la definitiva organización genital de la libido, no todas las pulsiones parciales son igualmente utilizables; algunas (p. ej., las anales) son por eso dejadas de lado, sofocadas o sometidas a complejas trasmudaciones.

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Ya en los primeros años de la infancia (de los dos a los cinco, más o menos) se establece una conjugación de las aspiraciones sexuales cuyo objeto es, en el varón, la madre. Esta elección de objeto, junto a la correspondiente actitud de rivalidad y hostilidad hacia el padre, es el contenido del llamado complejo de Edipo, que en todos los hombres posee el máximo valor para la conformación final de su vida amorosa. Se ha establecido como característico de las personas normales el hecho de que aprenden a dominar el complejo de Edipo, mientras que los neuróticos permanecen adheridos a él.
La acometida en dos tiempos del desarrollo sexual. Este período temprano de la vida sexual encuentra su término normalmente hacia el quinto año de vida, y es relevado por una época de latencia más o menos completa, durante la cual se edifican las restricciones éticas como formaciones protectoras contra las mociones de deseo del complejo de Edipo. En el período que sigue, el de la pubertad, el complejo de Edipo experimenta una reanimación en el inconciente y arrostra sus ulteriores remodelamientos. Sólo el período de la pubertad desarrolla las pulsiones sexuales hasta su intensidad plena; ahora bien, la orientación de este desarrollo y todas las disposiciones adheridas a él ya tienen marcado su destino por el florecimiento temprano de la sexualidad infantil, ya trascurrido. Este desarrollo de la función sexual en dos etapas, interrumpido por el período de latencia, parece ser una particularidad biológica de la especie humana y contener la condición para la génesis de las neurosis.
La doctrina de la represión. La conjunción de estos conocimientos teóricos con las impresiones inmediatas recogidas en el trabajo analítico lleva a una concepción de las neurosis que en su más tosco esbozo puede resumirse así: Las neurosis son la expresión de conflictos entre el yo y unas aspiraciones sexuales que le aparecen como inconciliables con su integridad o sus exigencias éticas. El yo ha reprimido estas aspiraciones no acordes con el yo, es decir, les ha sustraído su interés y les ha bloqueado el acceso a la conciencia así como la descarga motriz en la satisfacción. Cuando en el trabajo analítico se intenta hacer concientes estas mociones reprimidas, las fuerzas represoras son sentidas como resistencia. Pero la operación de la represión fracasa con particular facilidad en el caso de las pulsiones sexuales. Su libido estancada se crea desde el inconciente otras salidas regresando a anteriores fases de desarrollo y actitudes respecto del objeto, e irrumpiendo hacia la conciencia y la descarga allí donde preexisten fijaciones infantiles, en los puntos débiles del desarrollo libidinal. Lo que así nace es un síntoma,que, según eso, es en el fondo una satisfacción sexual sustitutiva. Pero tampoco el síntoma puede sustraerse del todo a la influencia de las fuerzas represoras del yo; tiene que admitir entonces modificaciones y desplazamientos -tal como sucede en el sueño-, en virtud de los cuales se vuelve irreconocible su carácter de satisfacción sexual. El síntoma cobra así la índole de una formación de compromiso entre las pulsiones sexuales reprimidas y las pulsiones yoicas represoras, de un cumplimiento de deseo simultáneo para los dos participantes en el conflicto, aunque incompleto para ambos. Esto es rigurosamente válido para los síntomas de la histeria, mientras que en los de la neurosis obsesiva la participación de la instancia represora alcanza a menudo una expresión más potente por el establecimiento de formaciones reactivas (aseguramientos contra la satisfacción sexual).
La trasferencia. Si todavía hiciera falta otra prueba para la tesis de que las fuerzas impulsoras de la formación de síntomas neuróticos son de naturaleza sexual, se la hallaría en el siguiente hecho: en el curso del tratamiento analítico se establece, de manera regular, un particular vínculo afectivo del paciente con el médico; ese vínculo rebasa con mucho la medida de lo que sería acorde a la ratio, varía desde la tierna entrega hasta la más terca hostilidad, y toma prestadas todas sus propiedades de actitudes eróticas anteriores del paciente, devenidas inconcientes. Esta trasferencia, que tanto en su forma positiva cuanto en la negativa entra al servicio de la resistencia, se convierte para el médico en el más poderoso medio auxiliar del tratamiento y desempeña en la dinámica de la cura un papel que sería difícil exagerar.
Los pilares básicos de la teoría psicoanalítica. El supuesto de que existen procesos anímicos inconcientes; la admisión de la doctrina de la resistencia y de la represión; la apreciación de la sexualidad y del complejo de Edipo: he ahí los principales contenidos del psicoanálisis y las bases de su teoría, y quien no pueda admitirlos todos no debería contarse entre los psicoanalistas.
Ulteriores vicisitudes del psicoanálisis. Más o menos hasta donde lo llevamos expuesto, el psicoanálisis avanzó merced al trabajo del que esto escribe, quien, durante más de un decenio, fue su único sostenedor. En 1906 los psiquiatras suizos Eugen Bleuler y Carl G. Jung empezaron a participar activamente en el análisis. En 1907 se realizó en Salzburgo un primer encuentro de sus partidarios(243), y pronto la joven ciencia ocupó el centro del interés tanto de los psiquiatras como de los legos. Su recepción en la Alemania maniática de la autoridad no fue precisamente un título de gloria para la ciencia alemana. Incluso un partidario tan sereno como Bleuler se vio llevado a recoger el desafío y a emprender una enérgica defensa. Empero, todas las condenas y todos los veredictos de los congresos oficiales no pudieron detener el crecimiento interno ni la difusión externa del psicoanálisis, que, en los diez años que siguieron, rebasó las fronteras de Europa y se hizo popular sobre todo en Estados Unidos, en no poca medida merced a las actividades de promoción o colaboración de James Putnam (Boston), Ernest Jones (Toronto, después Londres), Flournoy (Ginebra), Ferenczi (Budapest), Abraham (Berlín) y muchos otros. El anatema pronunciado contra el psicoanálisis movió a sus partidarios a congregarse en una organización internacional. En el presente año (1922), ella celebra su octavo congreso privado en Berlín, y en la actualidad incluye los siguientes grupos locales: Viena, Budapest, Berlín, Holanda, Zurich, Londres, Nueva York, Calcuta y Moscú. Ni siquiera la Guerra Mundial interrumpió este desarrollo. En 1918-19, el doctor Anton von Freund (Budapest) fundó la Internationaler Psychoanalytischer Verlag {Editorial Psicoanalítica Internacional}, encargada de publicar revistas y libros que hacen contribuciones al psicoanálisis. En 1920, el doctor Max Eitingon inauguró en Berlín la primera «Policlínica Psicoanalítica» para el tratamiento de neuróticos sin recursos económicos. Traducciones de las principales obras del autor de este artículo al francés, al italiano y al español, que en estos momentos se preparan, atestiguan el creciente interés que despierta el psicoanálisis también en los países de lengua latina. Entre 1911 y 1913, se escindieron del psicoanálisis dos orientaciones que, era evidente, se afanaban

La acometida en dos tiempos del desarrollo sexual. Este período temprano de la vida sexual encuentra su término normalmente hacia el quinto año de vida, y es relevado por una época de latencia más o menos completa, durante la cual se edifican las restricciones éticas como formaciones protectoras contra las mociones de deseo del complejo de Edipo. En el período que sigue, el de la pubertad, el complejo de Edipo experimenta una reanimación en el inconciente y arrostra sus ulteriores remodelamientos. Sólo el período de la pubertad desarrolla las pulsiones sexuales hasta su intensidad plena; ahora bien, la orientación de este desarrollo y todas las disposiciones adheridas a él ya tienen marcado su destino por el florecimiento temprano de la sexualidad infantil, ya trascurrido. Este desarrollo de la función sexual en dos etapas, interrumpido por el período de latencia, parece ser una particularidad biológica de la especie humana y contener la condición para la génesis de las neurosis.
La doctrina de la represión. La conjunción de estos conocimientos teóricos con las impresiones inmediatas recogidas en el trabajo analítico lleva a una concepción de las neurosis que en su más tosco esbozo puede resumirse así: Las neurosis son la expresión de conflictos entre el yo y unas aspiraciones sexuales que le aparecen como inconciliables con su integridad o sus exigencias éticas. El yo ha reprimido estas aspiraciones no acordes con el yo, es decir, les ha sustraído su interés y les ha bloqueado el acceso a la conciencia así como la descarga motriz en la satisfacción. Cuando en el trabajo analítico se intenta hacer concientes estas mociones reprimidas, las fuerzas represoras son sentidas como resistencia. Pero la operación de la represión fracasa con particular facilidad en el caso de las pulsiones sexuales. Su libido estancada se crea desde el inconciente otras salidas regresando a anteriores fases de desarrollo y actitudes respecto del objeto, e irrumpiendo hacia la conciencia y la descarga allí donde preexisten fijaciones infantiles, en los puntos débiles del desarrollo libidinal. Lo que así nace es un síntoma,que, según eso, es en el fondo una satisfacción sexual sustitutiva. Pero tampoco el síntoma puede sustraerse del todo a la influencia de las fuerzas represoras del yo; tiene que admitir entonces modificaciones y desplazamientos -tal como sucede en el sueño-, en virtud de los cuales se vuelve irreconocible su carácter de satisfacción sexual. El síntoma cobra así la índole de una formación de compromiso entre las pulsiones sexuales reprimidas y las pulsiones yoicas represoras, de un cumplimiento de deseo simultáneo para los dos participantes en el conflicto, aunque incompleto para ambos. Esto es rigurosamente válido para los síntomas de la histeria, mientras que en los de la neurosis obsesiva la participación de la instancia represora alcanza a menudo una expresión más potente por el establecimiento de formaciones reactivas (aseguramientos contra la satisfacción sexual).
La trasferencia. Si todavía hiciera falta otra prueba para la tesis de que las fuerzas impulsoras de la formación de síntomas neuróticos son de naturaleza sexual, se la hallaría en el siguiente hecho: en el curso del tratamiento analítico se establece, de manera regular, un particular vínculo afectivo del paciente con el médico; ese vínculo rebasa con mucho la medida de lo que sería acorde a la ratio, varía desde la tierna entrega hasta la más terca hostilidad, y toma prestadas todas sus propiedades de actitudes eróticas anteriores del paciente, devenidas inconcientes. Esta trasferencia, que tanto en su forma positiva cuanto en la negativa entra al servicio de la resistencia, se convierte para el médico en el más poderoso medio auxiliar del tratamiento y desempeña en la dinámica de la cura un papel que sería difícil exagerar.
Los pilares básicos de la teoría psicoanalítica. El supuesto de que existen procesos anímicos inconcientes; la admisión de la doctrina de la resistencia y de la represión; la apreciación de la sexualidad y del complejo de Edipo: he ahí los principales contenidos del psicoanálisis y las bases de su teoría, y quien no pueda admitirlos todos no debería contarse entre los psicoanalistas.
Ulteriores vicisitudes del psicoanálisis. Más o menos hasta donde lo llevamos expuesto, el psicoanálisis avanzó merced al trabajo del que esto escribe, quien, durante más de un decenio, fue su único sostenedor. En 1906 los psiquiatras suizos Eugen Bleuler y Carl G. Jung empezaron a participar activamente en el análisis. En 1907 se realizó en Salzburgo un primer encuentro de sus partidarios(243), y pronto la joven ciencia ocupó el centro del interés tanto de los psiquiatras como de los legos. Su recepción en la Alemania maniática de la autoridad no fue precisamente un título de gloria para la ciencia alemana. Incluso un partidario tan sereno como Bleuler se vio llevado a recoger el desafío y a emprender una enérgica defensa. Empero, todas las condenas y todos los veredictos de los congresos oficiales no pudieron detener el crecimiento interno ni la difusión externa del psicoanálisis, que, en los diez años que siguieron, rebasó las fronteras de Europa y se hizo popular sobre todo en Estados Unidos, en no poca medida merced a las actividades de promoción o colaboración de James Putnam (Boston), Ernest Jones (Toronto, después Londres), Flournoy (Ginebra), Ferenczi (Budapest), Abraham (Berlín) y muchos otros. El anatema pronunciado contra el psicoanálisis movió a sus partidarios a congregarse en una organización internacional. En el presente año (1922), ella celebra su octavo congreso privado en Berlín, y en la actualidad incluye los siguientes grupos locales: Viena, Budapest, Berlín, Holanda, Zurich, Londres, Nueva York, Calcuta y Moscú. Ni siquiera la Guerra Mundial interrumpió este desarrollo. En 1918-19, el doctor Anton von Freund (Budapest) fundó la Internationaler Psychoanalytischer Verlag {Editorial Psicoanalítica Internacional}, encargada de publicar revistas y libros que hacen contribuciones al psicoanálisis. En 1920, el doctor Max Eitingon inauguró en Berlín la primera «Policlínica Psicoanalítica» para el tratamiento de neuróticos sin recursos económicos. Traducciones de las principales obras del autor de este artículo al francés, al italiano y al español, que en estos momentos se preparan, atestiguan el creciente interés que despierta el psicoanálisis también en los países de lengua latina. Entre 1911 y 1913, se escindieron del psicoanálisis dos orientaciones que, era evidente, se afanaban

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por atemperar sus aspectos chocantes. Una, iniciada por Carl G. Jung, en un esfuerzo por amoldarse a los requerimientos éticos, despojó al complejo de Edipo de su significado objetivo subvirtiendo su valor al concebirlo simbólicamente, y descuidó en la práctica el descubrimiento del período infantil olvidado, que ha de llamarse «prehistórico». La otra, que tiene por inspirador al doctor Alfred Adler, de Viena, ofreció muchos aspectos del psicoanálisis bajo otro nombre (p. ej., llamó «protesta masculina» a la represión, en una concepción sexualizada), pero en lo demás prescindió del inconciente y de las pulsiones sexuales, e intentó reconducir a la voluntad de poder el desarrollo del carácter así como el de las neurosis; esta voluntad de poder aspira a conjurar por vía de sobrecompensación los peligros que amenazan desde las inferioridades de órgano. Ninguna de estas orientaciones, construidas a modo de sistemas, influyó de manera duradera sobre el psicoanálisis; respecto de la de Adler, pronto quedó en claro que tenía muy poco en común con el psicoanálisis, al que pretendía sustituir.
Progresos más recientes del psicoanálisis. Desde entonces, el psicoanálisis se ha convertido en campo de trabajo de un número muy grande de observadores, enriqueciéndose y profundizándose con aportes que por desgracia en este esbozo apenas si pueden consignarse de la manera más sucinta.
El narcisismo. Su progreso teórico más importante fue la aplicación de la doctrina de la libido al yo represor. Se llegó a concebir al yo mismo como un reservorio de libido -llamada narcisista-del que fluyen las investiduras libidinales de los objetos y 'en el cual estas pueden ser recogidas de nuevo. Con ayuda de esta imagen fue posible abordar el análisis del yo y trazar la división clínica de las psiconeurosis en neurosis de trasferencia y afecciones narcisistas. En las primeras (histeria y neurosis obsesiva) se dispone de una cuota de libido que aspira a trasferirse a objetos ajenos y es requerida para la ejecución del tratamiento analítico; las perturbaciones narcisistas (dementia praecox, paranoia, melancolía) se caracterizan, al contrario, por el quite de la libido de los objetos, y por eso son difícilmente accesibles para la terapia analítica. Empero, esta insuficiencia terapéutica no ha impedido que el análisis diera los primeros pasos, fecundísimos, hacia una comprensión más honda de estas enfermedades, que se cuentan entre las psicosis.
Cambio de la técnica. Luego que el despliegue de la técnica de interpretación hubo satisfecho, por así decir, el apetito de saber del analista, fue natural que el interés se volcara al problema de las vías por las cuales pudiera lograrse la influencia más apropiada sobre el paciente. Pronto se vio que la tarea inmediata del médico era ayudar a aquel a conocer, y después a vencer, las resistencias que en él emergen en el curso del tratamiento y de las que al comienzo no tiene conciencia. Al mismo tiempo se reconoció que la pieza esencial del trabajo terapéutico consiste en el vencimiento de estas resistencias, y que sin esta operación no puede alcanzarse una trasformación anímica duradera del paciente. Desde que el trabajo del analista se atuvo de esta suerte a la resistencia del enfermo, la técnica analítica adquirió una precisión y una finura que compiten con la técnica quirúrgica. Por eso debe desaconsejarse enérgicamente que se emprendan tratamientos psicoanalíticos sin un adiestramiento riguroso, y el médico que lo haga confiado en el diploma que le extendió el Estado no será más idóneo que un lego.
El psicoanálisis como método terapéutico. El psicoanálisis nunca se presentó como una panacea ni pretendió hacer milagros. En uno de los ámbitos más difíciles de la actividad médica constituye, para ciertas enfermedades, el único método posible; para otras, el que ofrece los resultados mejores o más duraderos, pero nunca sin el correspondiente gasto de tiempo y trabajo. Si el médico no es absorbido enteramente por la práctica terapéutica, el psicoanálisis recompensa con creces sus empeños mediante insospechadas intelecciones en la maraña de la vida anímica y de los nexos entre lo anímico y lo corporal. Y allí donde hoy no puede remediar, sino sólo procurar una comprensión teórica, acaso allana el camino para una posterior influencia más directa sobre las perturbaciones neuróticas. Su campo de trabajo lo constituyen, sobre todo, las dos neurosis de trasferencia, histeria y neurosis obsesiva, cuya estructura interna y cuyos mecanismos eficaces contribuyó a descubrir; pero, además, todas las variedades de fobias, inhibiciones, deformaciones de carácter, perversiones sexuales y dificultades de la vida amorosa. Y según lo indican algunos analistas (Jelliffe, Groddeck, Felix Deutsch), tampoco el tratamiento analítico de graves enfermedades orgánicas deja de ser promisorio, pues no es raro que un factor psíquico participe en la génesis y la perduración de esas afecciones. Puesto que el psicoanálisis reclama de sus pacientes cierto grado de plasticidad psíquica, debe seleccionarlos ateniéndose a ciertos límites de edad; y puesto que exige ocuparse larga e intensamente de cada enfermo, sería antieconómico dilapidar ese gasto en individuos carentes de todo valor, que además sean neuróticos. Sólo la experiencia obtenida en policlínicas enseñará las modificaciones requeridas para hacer accesible la terapia psicoanalítica a capas populares más amplias y adecuarla a inteligencias más débiles.
Comparación del psicoanálisis con los métodos hipnóticos y sugestivos. El procedimiento psicoanalítico se distingue de todos los métodos sugestivos, persuasivos, etc., por el hecho de que no pretende sofocar mediante la autoridad ningún fenómeno anímico. Procura averiguar la causación del fenómeno y cancelarlo mediante una trasformación permanente de sus condiciones generadoras. El inevitable influjo sugestivo del médico es guiado en el psicoanálisis hacía la tarea, que compete al enfermo, de vencer sus resistencias, o sea, de efectuar el trabajo de la curación. Un cauteloso manejo de la técnica precave del peligro de falsear por vía sugestiva las indicaciones mnémicas del enfermo. Pero, en general, es el despertar de las resistencias lo que protege contra eventuales efectos engañosos del influjo sugestivo. Como meta del tratamiento, puede enunciarse la siguiente: Producir, por la cancelación de las resistencias y la pesquisa de las represiones, la unificación y el fortalecimiento más vastos del yo del enfermo, ahorrándole el gasto psíquico que suponen los conflictos interiores, dándole la mejor formación que admitan sus disposiciones y capacidades y haciéndolo así, en todo lo posible, capaz de producir y de gozar. La eliminación de los síntomas patológicos no se persigue como meta especial, sino que se obtiene, digamos, como una ganancia colateral si el análisis se ejerce de acuerdo con las reglas. El analista respeta la especificidad del paciente, no procura remodelarlo según sus ideales personales -los del médico-, y se alegra cuando puede ahorrarse consejos y despertar en cambio la iniciativa del analizado.

Progresos más recientes del psicoanálisis. Desde entonces, el psicoanálisis se ha convertido en campo de trabajo de un número muy grande de observadores, enriqueciéndose y profundizándose con aportes que por desgracia en este esbozo apenas si pueden consignarse de la manera más sucinta.
El narcisismo. Su progreso teórico más importante fue la aplicación de la doctrina de la libido al yo represor. Se llegó a concebir al yo mismo como un reservorio de libido -llamada narcisista-del que fluyen las investiduras libidinales de los objetos y 'en el cual estas pueden ser recogidas de nuevo. Con ayuda de esta imagen fue posible abordar el análisis del yo y trazar la división clínica de las psiconeurosis en neurosis de trasferencia y afecciones narcisistas. En las primeras (histeria y neurosis obsesiva) se dispone de una cuota de libido que aspira a trasferirse a objetos ajenos y es requerida para la ejecución del tratamiento analítico; las perturbaciones narcisistas (dementia praecox, paranoia, melancolía) se caracterizan, al contrario, por el quite de la libido de los objetos, y por eso son difícilmente accesibles para la terapia analítica. Empero, esta insuficiencia terapéutica no ha impedido que el análisis diera los primeros pasos, fecundísimos, hacia una comprensión más honda de estas enfermedades, que se cuentan entre las psicosis.
Cambio de la técnica. Luego que el despliegue de la técnica de interpretación hubo satisfecho, por así decir, el apetito de saber del analista, fue natural que el interés se volcara al problema de las vías por las cuales pudiera lograrse la influencia más apropiada sobre el paciente. Pronto se vio que la tarea inmediata del médico era ayudar a aquel a conocer, y después a vencer, las resistencias que en él emergen en el curso del tratamiento y de las que al comienzo no tiene conciencia. Al mismo tiempo se reconoció que la pieza esencial del trabajo terapéutico consiste en el vencimiento de estas resistencias, y que sin esta operación no puede alcanzarse una trasformación anímica duradera del paciente. Desde que el trabajo del analista se atuvo de esta suerte a la resistencia del enfermo, la técnica analítica adquirió una precisión y una finura que compiten con la técnica quirúrgica. Por eso debe desaconsejarse enérgicamente que se emprendan tratamientos psicoanalíticos sin un adiestramiento riguroso, y el médico que lo haga confiado en el diploma que le extendió el Estado no será más idóneo que un lego.
El psicoanálisis como método terapéutico. El psicoanálisis nunca se presentó como una panacea ni pretendió hacer milagros. En uno de los ámbitos más difíciles de la actividad médica constituye, para ciertas enfermedades, el único método posible; para otras, el que ofrece los resultados mejores o más duraderos, pero nunca sin el correspondiente gasto de tiempo y trabajo. Si el médico no es absorbido enteramente por la práctica terapéutica, el psicoanálisis recompensa con creces sus empeños mediante insospechadas intelecciones en la maraña de la vida anímica y de los nexos entre lo anímico y lo corporal. Y allí donde hoy no puede remediar, sino sólo procurar una comprensión teórica, acaso allana el camino para una posterior influencia más directa sobre las perturbaciones neuróticas. Su campo de trabajo lo constituyen, sobre todo, las dos neurosis de trasferencia, histeria y neurosis obsesiva, cuya estructura interna y cuyos mecanismos eficaces contribuyó a descubrir; pero, además, todas las variedades de fobias, inhibiciones, deformaciones de carácter, perversiones sexuales y dificultades de la vida amorosa. Y según lo indican algunos analistas (Jelliffe, Groddeck, Felix Deutsch), tampoco el tratamiento analítico de graves enfermedades orgánicas deja de ser promisorio, pues no es raro que un factor psíquico participe en la génesis y la perduración de esas afecciones. Puesto que el psicoanálisis reclama de sus pacientes cierto grado de plasticidad psíquica, debe seleccionarlos ateniéndose a ciertos límites de edad; y puesto que exige ocuparse larga e intensamente de cada enfermo, sería antieconómico dilapidar ese gasto en individuos carentes de todo valor, que además sean neuróticos. Sólo la experiencia obtenida en policlínicas enseñará las modificaciones requeridas para hacer accesible la terapia psicoanalítica a capas populares más amplias y adecuarla a inteligencias más débiles.
Comparación del psicoanálisis con los métodos hipnóticos y sugestivos. El procedimiento psicoanalítico se distingue de todos los métodos sugestivos, persuasivos, etc., por el hecho de que no pretende sofocar mediante la autoridad ningún fenómeno anímico. Procura averiguar la causación del fenómeno y cancelarlo mediante una trasformación permanente de sus condiciones generadoras. El inevitable influjo sugestivo del médico es guiado en el psicoanálisis hacía la tarea, que compete al enfermo, de vencer sus resistencias, o sea, de efectuar el trabajo de la curación. Un cauteloso manejo de la técnica precave del peligro de falsear por vía sugestiva las indicaciones mnémicas del enfermo. Pero, en general, es el despertar de las resistencias lo que protege contra eventuales efectos engañosos del influjo sugestivo. Como meta del tratamiento, puede enunciarse la siguiente: Producir, por la cancelación de las resistencias y la pesquisa de las represiones, la unificación y el fortalecimiento más vastos del yo del enfermo, ahorrándole el gasto psíquico que suponen los conflictos interiores, dándole la mejor formación que admitan sus disposiciones y capacidades y haciéndolo así, en todo lo posible, capaz de producir y de gozar. La eliminación de los síntomas patológicos no se persigue como meta especial, sino que se obtiene, digamos, como una ganancia colateral si el análisis se ejerce de acuerdo con las reglas. El analista respeta la especificidad del paciente, no procura remodelarlo según sus ideales personales -los del médico-, y se alegra cuando puede ahorrarse consejos y despertar en cambio la iniciativa del analizado.

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Su relación con la psiquiatría. La psiquiatría es en la actualidad una ciencia esencialmente descriptiva y clasificatoria cuya orientación sigue siendo más somática que psicológica, y que carece de posibilidades de explicar los fenómenos observados. Empero, el psicoanálisis no se encuentra en oposición a ella, como se creería por la conducta casi unánime de los psiquiatras. Antes bien, en su calidad de psicología' de lo profundo -psicología de los procesos de la vida anímica sustraídos de la conciencia-, está llamado a ofrecerle la base indispensable y a remediar sus limitaciones presentes. El futuro creará, previsiblemente, una psiquiatría científica a la que el psicoanálisis. habrá servido de introducción.
Críticas al psicoanálisis y malentendídos acerca de él. Casi todo lo que se reprocha al psicoanálisis, aun en obras científicas, descansa en una información insuficiente que, a su vez, parece fundada en resistencias afectivas. Así, es erróneo acusarlo de «pansexualismo» y reprocharle maliciosamente que derivaría todo acontecer anímico de la sexualidad, y lo reconduciría a ella. Desde el comienzo mismo, el psicoanálisis distinguió las pulsiones sexuales de otras, que llamó «pulsiones yoicas». Nunca se le ocurrió explicarlo «todo», y ni siquiera a las neurosis las derivó de la sexualidad solamente, sino del conflicto entre las aspiraciones sexuales y el yo. El nombre «libido» no significa en psicoanálisis (excepto en Carl G. Jung) energía psíquica lisa y llanamente, sino la fuerza pulsional de las pulsiones sexuales. jamás se formularon ciertas aseveraciones, como la de que todo sueño sería el cumplimiento de un deseo sexual. Al psicoanálisis, que tiene como preciso y limitado ámbito de trabajo el de ser ciencia de lo inconciente en el alma, sería tan impertinente reprocharle unilateralidad como a la química. Un malicioso malentendido, justificado sólo por la ignorancia, es creer que el psicoanálisis esperaría la curación de los trastornos neuróticos del «libre gozar de la vida» sexualmente. Cuando hace concientes los apetitos sexuales reprimidos, el análisis posibilita, más bien, dominarlos en un grado que antes era imposible a causa de la represión. Con más derecho se diría que el análisis emancipa al neuróticode los grilletes de su sexualidad. Además, es enteramente acientífico enjuiciar al psicoanálisis por su aptitud para enterrar religión, autoridad y eticidad, puesto que, como toda ciencia, está por completo libre de tendencia y sólo conoce un propósito: aprehender, sin contradicciones, un fragmento de la realidad. Por último, puede calificarse directamente de majadería el temor de que el psicoanálisis restaría valor o dignidad a los llamados bienes supremos de la humanidad -la investigación científica, el arte, el amor, la sensibilidad ética y social- porque puede mostrar que descienden de mociones pulsionales elementales, animales.
Las aplicaciones no médicas y las relaciones del psicoanálisis. La apreciación del psicoanálisis quedaría incompleta si se omitiera comunicar que es la única entre las disciplinas médicas que mantiene los vínculos más amplios con las ciencias del espíritu y está en vías de obtener, para la historia de las religiones y de la cultura, para la mitología y la ciencia de la literatura, un valor semejante al que ya posee para la psiquiatría. Esto podría maravillar sí se creyera que por su origen no tuvo otra meta que comprender síntomas neuróticos e influir sobre ellos. Pero no es difícil indicar el lugar en que se echaron los puentes hacia las ciencias del espíritu. Cuando el análisis de los sueños permitió inteligir los procesos anímicos inconcientes y mostró que los mecanismos creadores de los síntomas patológicos se encontraban activos también en la vida anímica normal, el psicoanálisis devino psicología de lo profundo y, como tal, susceptible de aplicarse a las ciencias del espíritu; así pudo resolver buen número de cuestiones ante las cuales debía detenerse inerme la psicología escolar de la conciencia. Desde temprano se establecieron los vínculos con la filogénesis humana. Se advirtió que a menudo la función patológica no es más que una regresión a un estadio anterior del desarrollo normal. Carl G. Jung fue el primero en señalar la sorprendente concordancia entre las desenfrenadas fantasías de los enfermos de dementia praecox y las formaciones de mitos de los pueblos primitivos; el autor de este artículo llamó la atención sobre el hecho de que las dos mociones de deseo que componen el complejo de Edipo presentan una completa coincidencia de contenido con las dos prohibiciones principales del totemismo (no matar al antepasado y no desposar mujer de la estirpe a que se pertenece), y extrajo de ahí vastas inferencias. El valor del complejo de Edipo empezó a crecer en medida gigantesca; se vislumbró que el régimen político, la eticidad, el derecho y la religión habían nacido en la época primordial de la humanidad como una formación reactiva frente al complejo de Edipo. Otto Rank arrojó clara luz sobre la mitología e historia de la literatura aplicando las ideas psicoanalíticas, y Theodor Reik hizo lo propio en el campo de la historia de, las costumbres y las religiones; el padre Oscar Pfister (Zurich) despertó el interés de los pastores de almas y maestros e hizo comprender el valor de los puntos de vista psicoanalíticos para la pedagogía. No es este el lugar apropiado para seguir detallando tales aplicaciones del psicoanálisis; baste observar que su extensión no se alcanza a ver todavía.
Carácter del psicoanálisis como ciencia empírica. El psicoanálisis no es un sistema como los filosóficos, que parten de algunos conceptos básicos definidos con precisión y procuran apresar con ellos el universo todo, tras lo cual ya no resta espacio para nuevos descubrimientos y mejores intelecciones. Más bien adhiere a los hechos de su campo de trabajo, procura resolver los problemas inmediatos de la observación, sigue tanteando en la experiencia, siempre inacabado y siempre dispuesto a corregir o variar sus doctrinas. Lo mismo que la química o la física, soporta que sus conceptos máximos no sean claros, que sus premisas sean provisionales, y espera del trabajo futuro su mejor precisión.

Críticas al psicoanálisis y malentendídos acerca de él. Casi todo lo que se reprocha al psicoanálisis, aun en obras científicas, descansa en una información insuficiente que, a su vez, parece fundada en resistencias afectivas. Así, es erróneo acusarlo de «pansexualismo» y reprocharle maliciosamente que derivaría todo acontecer anímico de la sexualidad, y lo reconduciría a ella. Desde el comienzo mismo, el psicoanálisis distinguió las pulsiones sexuales de otras, que llamó «pulsiones yoicas». Nunca se le ocurrió explicarlo «todo», y ni siquiera a las neurosis las derivó de la sexualidad solamente, sino del conflicto entre las aspiraciones sexuales y el yo. El nombre «libido» no significa en psicoanálisis (excepto en Carl G. Jung) energía psíquica lisa y llanamente, sino la fuerza pulsional de las pulsiones sexuales. jamás se formularon ciertas aseveraciones, como la de que todo sueño sería el cumplimiento de un deseo sexual. Al psicoanálisis, que tiene como preciso y limitado ámbito de trabajo el de ser ciencia de lo inconciente en el alma, sería tan impertinente reprocharle unilateralidad como a la química. Un malicioso malentendido, justificado sólo por la ignorancia, es creer que el psicoanálisis esperaría la curación de los trastornos neuróticos del «libre gozar de la vida» sexualmente. Cuando hace concientes los apetitos sexuales reprimidos, el análisis posibilita, más bien, dominarlos en un grado que antes era imposible a causa de la represión. Con más derecho se diría que el análisis emancipa al neuróticode los grilletes de su sexualidad. Además, es enteramente acientífico enjuiciar al psicoanálisis por su aptitud para enterrar religión, autoridad y eticidad, puesto que, como toda ciencia, está por completo libre de tendencia y sólo conoce un propósito: aprehender, sin contradicciones, un fragmento de la realidad. Por último, puede calificarse directamente de majadería el temor de que el psicoanálisis restaría valor o dignidad a los llamados bienes supremos de la humanidad -la investigación científica, el arte, el amor, la sensibilidad ética y social- porque puede mostrar que descienden de mociones pulsionales elementales, animales.
Las aplicaciones no médicas y las relaciones del psicoanálisis. La apreciación del psicoanálisis quedaría incompleta si se omitiera comunicar que es la única entre las disciplinas médicas que mantiene los vínculos más amplios con las ciencias del espíritu y está en vías de obtener, para la historia de las religiones y de la cultura, para la mitología y la ciencia de la literatura, un valor semejante al que ya posee para la psiquiatría. Esto podría maravillar sí se creyera que por su origen no tuvo otra meta que comprender síntomas neuróticos e influir sobre ellos. Pero no es difícil indicar el lugar en que se echaron los puentes hacia las ciencias del espíritu. Cuando el análisis de los sueños permitió inteligir los procesos anímicos inconcientes y mostró que los mecanismos creadores de los síntomas patológicos se encontraban activos también en la vida anímica normal, el psicoanálisis devino psicología de lo profundo y, como tal, susceptible de aplicarse a las ciencias del espíritu; así pudo resolver buen número de cuestiones ante las cuales debía detenerse inerme la psicología escolar de la conciencia. Desde temprano se establecieron los vínculos con la filogénesis humana. Se advirtió que a menudo la función patológica no es más que una regresión a un estadio anterior del desarrollo normal. Carl G. Jung fue el primero en señalar la sorprendente concordancia entre las desenfrenadas fantasías de los enfermos de dementia praecox y las formaciones de mitos de los pueblos primitivos; el autor de este artículo llamó la atención sobre el hecho de que las dos mociones de deseo que componen el complejo de Edipo presentan una completa coincidencia de contenido con las dos prohibiciones principales del totemismo (no matar al antepasado y no desposar mujer de la estirpe a que se pertenece), y extrajo de ahí vastas inferencias. El valor del complejo de Edipo empezó a crecer en medida gigantesca; se vislumbró que el régimen político, la eticidad, el derecho y la religión habían nacido en la época primordial de la humanidad como una formación reactiva frente al complejo de Edipo. Otto Rank arrojó clara luz sobre la mitología e historia de la literatura aplicando las ideas psicoanalíticas, y Theodor Reik hizo lo propio en el campo de la historia de, las costumbres y las religiones; el padre Oscar Pfister (Zurich) despertó el interés de los pastores de almas y maestros e hizo comprender el valor de los puntos de vista psicoanalíticos para la pedagogía. No es este el lugar apropiado para seguir detallando tales aplicaciones del psicoanálisis; baste observar que su extensión no se alcanza a ver todavía.
Carácter del psicoanálisis como ciencia empírica. El psicoanálisis no es un sistema como los filosóficos, que parten de algunos conceptos básicos definidos con precisión y procuran apresar con ellos el universo todo, tras lo cual ya no resta espacio para nuevos descubrimientos y mejores intelecciones. Más bien adhiere a los hechos de su campo de trabajo, procura resolver los problemas inmediatos de la observación, sigue tanteando en la experiencia, siempre inacabado y siempre dispuesto a corregir o variar sus doctrinas. Lo mismo que la química o la física, soporta que sus conceptos máximos no sean claros, que sus premisas sean provisionales, y espera del trabajo futuro su mejor precisión.

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distinguirse en ella un objeto y una meta. La meta era siempre la descarga-satisfacción;
«Teoría de la libido»
Libido es un término de la doctrina de las pulsiones, usado en este sentido ya por Albert Moll (1898)(244) e introducido en el psicoanálisis por el autor. En lo que sigue se expondrán sólo los desarrollos -no concluidos todavía- que la doctrina de las pulsiones ha experimentado en el psicoanálisis.Oposición entre pulsiones sexuales y pulsiones yoicas. El psicoanálisis reconoció pronto que todo acontecer anímico debía edificarse sobre el juego de fuerzas de las pulsiones elementales. Así se vio en pésima situación, puesto que en la psicología no existía una doctrina de las pulsiones, y nadie podía decirle qué era verdaderamente una pulsión. Reinaba una total arbitrariedad, cada psicólogo solía admitir tales y tantas pulsiones como mejor le parecía. El primer campo de fenómenos estudiados por el psicoanálisis fueron las llamadas neurosis de trasferencia (histeria y neurosis obsesiva). Sus síntomas se engendraban porque las mociones pulsionales habían sido rechazadas (reprimidas) de la personalidad (del yo) y, a través de desvíos por lo inconciente, se habían procurado una expresión. Se pudo dar razón de ello contraponiendo a las pulsiones sexuales unas pulsiones yoicas (pulsiones de autoconservación), lo cual armonizaba con la frase del poeta, que alcanzó difusión popular: la fábrica del mundo es mantenida «por hambre y por amor». La libido era la exteriorización de fuerza del amor, en idéntico sentido que el hambre lo era de la pulsión de autoconservación. De ese modo, la naturaleza de las pulsiones yoicas quedó al comienzo indeterminada e inaccesible al análisis, como todos los otros caracteres del yo. No era posible indicar si debían suponerse diferencias cualitativas entre ambas variedades de pulsiones, y cuáles serían estas.
La libido primordial. Carl G. Jung procuró superar esta oscuridad por un camino especulativo: supuso una única libido primordial que podía ser sexualizada y desexualizada, y por tanto coincidía en esencia con la energía anímica. Esta innovación era metodológicamente objetable, sembraba mucha confusión, rebajaba el término «libido» a la condición de un sinónimo superfluo; además, en la práctica seguía siendo preciso distinguir entre libido sexual y asexual. En efecto, la diferencia entre las pulsiones sexuales y las pulsiones con otras metas no podía suprimirse por la vía de una definición nueva.
La sublimación. Entretanto, el estudio cuidadoso de las aspiraciones sexuales, las únicas asequibles al análisis, había proporcionado notables intelecciones. Lo que se llamaba pulsión sexual era de naturaleza extremadamente compuesta y podía volver a descomponerse en sus pulsiones parciales. Cada pulsión parcial se hallaba caracterizada invariablemente por su fuente, esto es, la región o zona del cuerpo de la que recibía su excitación. Además, debían empero, podía experimentar una mudanza de la actividad a la pasividad. El objeto pertenecía a la pulsión de manera menos fija de lo que se pensó al comienzo: era fácilmente trocado por otro, y además la pulsión que había tenido un objeto exterior podía ser vuelta hacia la persona propia. Las pulsiones singulares podían permanecer independientes unas de otras o (de un modo todavía no imaginable) combinarse, fusionarse para el trabajo común. Podían también remplazarse mutuamente, trasferirse su investidura libidinal, de modo que la satisfacción de una hiciera las veces de la satisfacción de la otra. El destino de pulsión más importante pareció ser la sublimación, en la que objeto y meta sufren un cambio de vía, de suerte que la pulsión originariamente sexual halla su satisfacción en una operación que ya no es más sexual, sino que recibe una valoración social o ética superior. Todos los enumerados son rasgos que aún no se combinan en una imagen de conjunto.
El narcisismo. Se produjo un progreso decisivo cuando se osó pasar al análisis de la dementia praecox y de otras afecciones psicóticas y así se empezó a estudiar al yo mismo, que hasta ese momento se había conocido sólo como instancia represora y contrarrestante. Se discernió del siguiente modo el proceso patógeno de la demencia: la libido era debitada de los objetos e introducida en el yo, mientras que los fenómenos patógenos paralizantes procedían del vano afán de la libido por hallar el camino de regreso a los objetos. Era posible, entonces, que una libido de objeto se trasmudase e invirtiese en investidura yoica. Ulteriores ponderaciones mostraron que este proceso debía suponerse en la máxima escala, que era preciso ver en el yo más bien un gran reservorio de libido, desde el cual esta última era enviada a los objetos, y que siempre estaba dispuesto a acoger la libido que refluye desde los objetos. Por tanto, también las pulsiones de autoconservación eran de naturaleza libidinosa; eran pulsiones sexuales que habían tomado como objeto al yo propio en vez de los objetos externos. Por la experiencia clínica se conocían personas que se comportaban llamativamente como si estuvieran enamoradas de sí mismas, y esta perversión había recibido el nombre de narcisismo. Pues bien; la libido de las pulsiones de autoconservación fue llamada libido narcisista, y se reconoció que una elevada medida de tal amor de sí mismo era el estado primario y normal. La fórmula anterior para las neurosis de trasferencia requería entonces, no por cierto una enmienda, sino una modificación; en vez de hablar de un conflicto entre pulsiones sexuales y pulsiones yoicas, sería mejor decir un conflicto entre libido de objeto y libido yoica o, puesto que la naturaleza de las pulsiones era la misma, entre las investiduras de objeto y el yo.
Aparente acercamiento a la concepción de Jung. De esa manera se suscitó la apariencia de que la lenta investigación analítica no había hecho sino seguir con retraso a la especulación de Jung sobre la libido primordial, en particular porque la trasmudación de la libido de objeto en narcisismo conllevaba inevitablemente una cierta desexualización, una resignación de las metas sexuales especiales. Empero, se impone esta reflexión: el hecho de que las pulsiones de autoconservación del yo hayan de reconocerse como libidinosas no prueba que en el yo no actúen otras pulsiones.

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La pulsión gregaria. Muchos autores sostienen que existe una «pulsión gregaria» particular, innata y no susceptible de ulterior descomposición. Ella regularía la conducta social de los seres humanos, y esforzaría a los individuos a unirse en comunidades mayores. El psicoanálisis se ve obligado a contradecir esa tesis. Aun si la pulsión social es innata, se la puede reconducir sin dificultad a investiduras de objeto originariamente libidinosas, y en el individuo infantil se desarrolla como formación reactiva frente a actitudes hostiles de rivalidad. Descansa en un tipo particular de identificación con los otros.
Aspiraciones sexuales de meta inhibida. Las pulsiones sociales pertenecen a una clase de mociones pulsionales que todavía no hace falta llamar «sublimadas», aunque se aproximan a estas. No han resignado sus metas directamente sexuales, pero resistencias internas les coartan su logro; se conforman con ciertas aproximaciones a la satisfacción, y justamente por ello establecen lazos particularmente fijos y duraderos entre los seres humanos. A esta clase pertenecen, sobre todo, los vínculos de ternura -plenamente sexuales en su origen- entre padres e hijos, los sentimientos de la amistad y los lazos afectivos en el matrimonio -que proceden de una inclinación sexual-.
Reconocimiento de dos clases de pulsiones en la vida anímica. Si bien el trabajo psicoanalítico se afana en general por desarrollar sus doctrinas con la máxima independencia posible de las otras ciencias, se ve precisado, con relación a la doctrina de las pulsiones, a buscar apuntalamiento en la biología. Sobre la base de reflexiones de alto vuelo acerca de los procesos que constituyen la vida y conducen a la muerte, parece verosímil que deban admitirse dos variedades de pulsiones, en correspondencia con los procesos orgánicos contrapuestos de anabolismo y catabolismo. Un grupo de estas pulsiones, que trabajan en el fundamento sin ruido, persiguen la meta de conducir el ser vivo hasta la muerte, por lo cual merecerían el nombre de «pulsiones de muerte», y saldrían a la luz, vueltas hacia afuera por la acción conjunta de los múltiples organismos celulares elementales, como tendencias de destrucción o de agresión. Las otras serían las pulsiones libidinosas sexuales o de vida, más conocidas por nosotros en el análisis; su mejor designación sintética sería la de «Eros», y su propósito sería configurar a partir de la sustancia viva unidades cada vez mayores, para obtener así la perduración de la vida y conducirla a desarrollos cada vez más altos. En el ser vivo, las pulsiones eróticas y las de muerte entrarían en mezclas, en amalgamas regulares; pero también serían posibles desmezclas(245) de ellas; la vida consistiría en las exteriorizaciones del conflicto o de la interferencia de ambas clases de pulsiones, y aportaría al individuo el triunfo de las pulsiones de destrucción por la muerte, pero también el triunfo del Eros por la reproducción.
La naturaleza de las pulsiones. Sobre la base de esta concepción puede proponerse esta caracterización de las pulsiones: serían tendencias, inherentes a la sustancia viva, a reproducir un estado anterior; serían entonces históricamente condicionadas, de naturaleza conservadora, y por así decir la expresión de una inercia o elasticidad de lo orgánico. Ambas variedades de pulsiones, el Eros y la pulsión de muerte, actuarían y trabajarían una en contra de la otra desde la génesis misma de la vida.
Aspiraciones sexuales de meta inhibida. Las pulsiones sociales pertenecen a una clase de mociones pulsionales que todavía no hace falta llamar «sublimadas», aunque se aproximan a estas. No han resignado sus metas directamente sexuales, pero resistencias internas les coartan su logro; se conforman con ciertas aproximaciones a la satisfacción, y justamente por ello establecen lazos particularmente fijos y duraderos entre los seres humanos. A esta clase pertenecen, sobre todo, los vínculos de ternura -plenamente sexuales en su origen- entre padres e hijos, los sentimientos de la amistad y los lazos afectivos en el matrimonio -que proceden de una inclinación sexual-.
Reconocimiento de dos clases de pulsiones en la vida anímica. Si bien el trabajo psicoanalítico se afana en general por desarrollar sus doctrinas con la máxima independencia posible de las otras ciencias, se ve precisado, con relación a la doctrina de las pulsiones, a buscar apuntalamiento en la biología. Sobre la base de reflexiones de alto vuelo acerca de los procesos que constituyen la vida y conducen a la muerte, parece verosímil que deban admitirse dos variedades de pulsiones, en correspondencia con los procesos orgánicos contrapuestos de anabolismo y catabolismo. Un grupo de estas pulsiones, que trabajan en el fundamento sin ruido, persiguen la meta de conducir el ser vivo hasta la muerte, por lo cual merecerían el nombre de «pulsiones de muerte», y saldrían a la luz, vueltas hacia afuera por la acción conjunta de los múltiples organismos celulares elementales, como tendencias de destrucción o de agresión. Las otras serían las pulsiones libidinosas sexuales o de vida, más conocidas por nosotros en el análisis; su mejor designación sintética sería la de «Eros», y su propósito sería configurar a partir de la sustancia viva unidades cada vez mayores, para obtener así la perduración de la vida y conducirla a desarrollos cada vez más altos. En el ser vivo, las pulsiones eróticas y las de muerte entrarían en mezclas, en amalgamas regulares; pero también serían posibles desmezclas(245) de ellas; la vida consistiría en las exteriorizaciones del conflicto o de la interferencia de ambas clases de pulsiones, y aportaría al individuo el triunfo de las pulsiones de destrucción por la muerte, pero también el triunfo del Eros por la reproducción.
La naturaleza de las pulsiones. Sobre la base de esta concepción puede proponerse esta caracterización de las pulsiones: serían tendencias, inherentes a la sustancia viva, a reproducir un estado anterior; serían entonces históricamente condicionadas, de naturaleza conservadora, y por así decir la expresión de una inercia o elasticidad de lo orgánico. Ambas variedades de pulsiones, el Eros y la pulsión de muerte, actuarían y trabajarían una en contra de la otra desde la génesis misma de la vida.