1. Moisés y la religión monoteísta (1939 [1934-38]) 2. Esquema del psicoanálisis (1940 [1938])
Der Mann Moses und die vionotheistische Religion: Drei Abhandlungen
Nota introductoria(1)
Moisés, un egipcio
Quitarle a un pueblo el hombre a quien honra como al más grande de sus hijos no es algo que se emprenda con gusto o a la ligera, y menos todavía si uno mismo pertenece a ese pueblo. Mas ninguna ejecutoria podrá movernos a relegar la verdad en beneficio de unos presuntos intereses nacionales, tanto menos cuando del esclarecimiento de un estado de cosas se pueda esperar ganancia para nuestra intelección.El hombre Moisés(2), que para el pueblo judío fue libertador, legislador y fundador de su religión, pertenece a tiempos tan remotos que no se puede esquivar una pregunta previa, a saber, si fue una personalidad histórica o una creación de la saga. Si en efecto vivió, tuvo que ser en el siglo XIII, o quizás en el siglo XIV, antes de nuestra era; de él no tenemos más noticia que la proporcionada por los libros sagrados y las tradiciones escritas de los judíos. Y no obstante carecer así de una certeza definitiva para decidirse, la inmensa mayoría de los historiadores se han declarado en favor de su real existencia y de la realidad del éxodo de Egipto que a él se anuda. Con buen derecho, se afirma que la posterior historia del pueblo de Israel sería ininteligible si no admitiéramos esa premisa. Por otra parte, la ciencia de nuestros días se ha

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vuelto mucho más precavida y muestra más respeto por las tradiciones que el usual en los comienzos de la crítica histórica.
Lo primero que de la persona de Moisés nos interesa es el nombre, que en hebreo se dice Mosche. Cabe preguntar: ¿De dónde proviene? ¿Qué significa? Como se sabe, ya el relato de Exodo, capítulo 2, trae una respuesta. Allí se narra que la princesa egipcia que rescató al niñito abandonado al Nilo le dio ese nombre con el fundamento etimológico de haberlo recogido ella de las aguas (ver nota(3)). Empero, esa explicación es de una manifiesta insuficiencia. «La interpretación bíblica del nombre, "el recogido de las aguas" -juzga un autor del Jüdisches Lexikon(4)-es una etimología popular con la que no condice ya la forma hebrea activa ("Mosche" puede significar a lo sumo "el que recoge")». Cabe refrendar esta desautorización con otros dos argumentos, a saber, que es disparatado atribuir a una princesa egipcia derivar el nombre del hebreo, y que es muy verosímil que no fueran las del Nilo las aguas de las cuales recogieron al niño.
En cambio, desde hace tiempo, diversos autores se inclinan por la conjetura de que el nombre «Moisés» provendría del léxico egipcio. En lugar de citar a todos los autores que se han pronunciado en este sentido, intercalaré, traducido, el correspondiente pasaje de un reciente libro de J. H. Breasted, autor cuya History of Egipt (1906) se considera canónica: «Es digno de señalarse que su nombre, "Moisés", era egipcio. Es, simplemente, la palabra egipcia "mose", que significa "hijo", y la abreviatura de apelativos más completos como "Amen-mose", es decir, "hijo de Amen", o "Ptah-mose", o sea, "hijo de Ptah", nombres que a su vez son abreviaturas de oraciones más largas: "Amen (ha dado un) hijo", o "Ptah (ha dado un) hijo". El nombre "hijo" pasó a ser pronto un cómodo sustituto del nombre completo y detallado, y en monumentos egipcios no es raro hallar el apelativo "Mose". Sin duda, el padre de Moisés dio a su hijo un nombre compuesto con "Ptah" o "Amen", y el nombre divino se fue perdiendo más y más en la vida cotidiana hasta que al muchacho lo llamaron simplemente "Moisés" (la "s" al final del nombre proviene de la traducción griega del Antiguo Testamento; por lo demás, tampoco pertenece al hebreo, donde reza "Mosche")» (vernota(5)). He reproducido el pasaje literalmente y en modo alguno estoy dispuesto a compartir la responsabilidad por sus detalles. Además, me asombra un poco que Breasted, en su enumeración, omita los nombres teofóricos análogos que hallamos en la lista de los reyes de Egipto, como Ah-mose, Thut-mose (Thotmés) y Ra-mose (Ramsés).
Uno esperaría, pues, que entre los muchos que han discernido como egipcio el nombre de Moisés, alguno extrajera la conclusión o, al menos, aventurara la posibilidad de que el portador del nombre fuera también egipcio, Para tiempos modernos, nos permitimos tales inferencias sin reparo al guno, aunque en el presente una persona no lleve su nombre solo, sino dos -su apellido y su nombre de pila-, y aunque bajo condiciones más recientes no estén excluidos los cambios y asimilaciones de nombres. Así, no nos sorprende hallar confirmado que el poeta Chamisso(6) es de origen francés, que Napoleón Buonaparte, en cambio, es de linaje italiano, y que Benjamin Disraeli es realmente un judío italiano, como lo hacía esperar su nombre. Y para tiempos más antiguos, se creería, esa inferencia desde el nombre al pueblo a que pertenece quien lo lleva tendría que parecer todavía más confiable y, en verdad, convincente. Sin embargo, que yo sepa, en el caso de Moisés ningún historiador la ha extraído, ni siquiera uno de aquellos que, como el propio Breasted, están dispuestos a suponer que Moisés estaba «familiarizado con toda la sabiduría de los egipcios» (ver nota(7)).

Lo primero que de la persona de Moisés nos interesa es el nombre, que en hebreo se dice Mosche. Cabe preguntar: ¿De dónde proviene? ¿Qué significa? Como se sabe, ya el relato de Exodo, capítulo 2, trae una respuesta. Allí se narra que la princesa egipcia que rescató al niñito abandonado al Nilo le dio ese nombre con el fundamento etimológico de haberlo recogido ella de las aguas (ver nota(3)). Empero, esa explicación es de una manifiesta insuficiencia. «La interpretación bíblica del nombre, "el recogido de las aguas" -juzga un autor del Jüdisches Lexikon(4)-es una etimología popular con la que no condice ya la forma hebrea activa ("Mosche" puede significar a lo sumo "el que recoge")». Cabe refrendar esta desautorización con otros dos argumentos, a saber, que es disparatado atribuir a una princesa egipcia derivar el nombre del hebreo, y que es muy verosímil que no fueran las del Nilo las aguas de las cuales recogieron al niño.
En cambio, desde hace tiempo, diversos autores se inclinan por la conjetura de que el nombre «Moisés» provendría del léxico egipcio. En lugar de citar a todos los autores que se han pronunciado en este sentido, intercalaré, traducido, el correspondiente pasaje de un reciente libro de J. H. Breasted, autor cuya History of Egipt (1906) se considera canónica: «Es digno de señalarse que su nombre, "Moisés", era egipcio. Es, simplemente, la palabra egipcia "mose", que significa "hijo", y la abreviatura de apelativos más completos como "Amen-mose", es decir, "hijo de Amen", o "Ptah-mose", o sea, "hijo de Ptah", nombres que a su vez son abreviaturas de oraciones más largas: "Amen (ha dado un) hijo", o "Ptah (ha dado un) hijo". El nombre "hijo" pasó a ser pronto un cómodo sustituto del nombre completo y detallado, y en monumentos egipcios no es raro hallar el apelativo "Mose". Sin duda, el padre de Moisés dio a su hijo un nombre compuesto con "Ptah" o "Amen", y el nombre divino se fue perdiendo más y más en la vida cotidiana hasta que al muchacho lo llamaron simplemente "Moisés" (la "s" al final del nombre proviene de la traducción griega del Antiguo Testamento; por lo demás, tampoco pertenece al hebreo, donde reza "Mosche")» (vernota(5)). He reproducido el pasaje literalmente y en modo alguno estoy dispuesto a compartir la responsabilidad por sus detalles. Además, me asombra un poco que Breasted, en su enumeración, omita los nombres teofóricos análogos que hallamos en la lista de los reyes de Egipto, como Ah-mose, Thut-mose (Thotmés) y Ra-mose (Ramsés).
Uno esperaría, pues, que entre los muchos que han discernido como egipcio el nombre de Moisés, alguno extrajera la conclusión o, al menos, aventurara la posibilidad de que el portador del nombre fuera también egipcio, Para tiempos modernos, nos permitimos tales inferencias sin reparo al guno, aunque en el presente una persona no lleve su nombre solo, sino dos -su apellido y su nombre de pila-, y aunque bajo condiciones más recientes no estén excluidos los cambios y asimilaciones de nombres. Así, no nos sorprende hallar confirmado que el poeta Chamisso(6) es de origen francés, que Napoleón Buonaparte, en cambio, es de linaje italiano, y que Benjamin Disraeli es realmente un judío italiano, como lo hacía esperar su nombre. Y para tiempos más antiguos, se creería, esa inferencia desde el nombre al pueblo a que pertenece quien lo lleva tendría que parecer todavía más confiable y, en verdad, convincente. Sin embargo, que yo sepa, en el caso de Moisés ningún historiador la ha extraído, ni siquiera uno de aquellos que, como el propio Breasted, están dispuestos a suponer que Moisés estaba «familiarizado con toda la sabiduría de los egipcios» (ver nota(7)).
No se colige con certeza qué obstaba para ello. Acaso el respeto a la tradición bíblica fuera invencible. Acaso pareciera una enormidad la representación de que Moisés pudo no haber sido un hebreo. Lo cierto es que la admisión de su nombre egipcio no se entiende decisiva para juzgar sobre su linaje, y no se extraen más consecuencias de ella. Pero si uno considerase sustantiva la pregunta por la nacionalidad de este grande hombre, sería muy deseable y valioso presentar nuevo material para darle respuesta.
Es la empresa de este opúsculo mío. Sus títulos para ocupar un sitio en la revista Imago se basan en que su aporte tiene por contenido una aplicación del psicoanálisis. Sin duda, la argumentación así obtenida sólo impresionará a esa minoría de lectores que están familiarizados con el pensar analítico y saben apreciar sus resultados. Pero a ellos, confío, ha de parecerles de peso.
En 1909, Otto Rank, por entonces aun bajo mi influencia, publica por sugerencia mía un trabajo cuyo título es Der Mytbus von der Geburt des Helden (El mito del nacimiento del héroe} (ver nota(8)). Trata sobre el hecho de que «casi todos los pueblos de cultura importantes ( ... ) han glorificado muy temprano, en poemas y sagas, a sus héroes, legendarios reyes y príncipes, instituidores de su religión, fundadores de dinastías, imperios y ciudades; en suma, a sus héroes nacionales. En particular, han dotado de rasgos fantásticos a la historia del nacimiento y la juventud de estas personas, rasgos cuya desconcertante semejanza, que en parte llega hasta una literal concordancia entre pueblos diversos, muy separados entre sí y del todo independientes, es algo consabido desde hace mucho tiempo y que ha llamado la atención de los investigadores ». Si, tal como lo hace Rank, y siguiendo por asídecir la técnica de Galton(9), construimos una «saga promedio» que ponga de relieve las características esenciales de todas estas historias, obtendremos el siguiente cuadro:
«El héroe es hijo de padres nobilísimos, las más de las veces hijo de un rey.
»Su concepción está precedida de dificultades, como abstinencia, larga infecundidad o un comercio secreto entre los padres a consecuencia de prohibiciones o impedimentos exteriores. Durante el embarazo, o aun antes, un anuncio (sueño, oráculo) previene contra su nacimiento, casi siempre amenazando al padre con unos peligros.
»A raíz de ese anuncio, el recién nacido suele ser destinado a la muerte o al abandono por el padre o la persona que lo subroga; por regla general, lo dejan librado a su suerte en el agua, dentro de una canasta.
»Luego es rescatado por animales o gentes de baja condición (pastores), y amamantado por un animal hembra o una mujer de baja condición.
»Ya crecido, reencuentra a sus padres nobles tras azarosas peripecias, se venga del padre, por una parte, y, por la otra, es reconocido y alcanza la grandeza y la fama».

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El personaje histórico más antiguo a que se anudó este mito de nacimiento fue Sargón de Agadé, el fundador de Babilonia (hacia 2800 a. C.). Y justamente, no carece de interés para nosotros reproducir la narración que se le atribuye: «Yo soy Sargón, el rey poderoso, el rey de Agadé. Mi madre fue una vestal; a mi padre no lo conocí, en tanto que el hermano de mi padre moraba en la montaña. En mi ciudad de Azupirani, situada en el valle del Eufrates, quedó de mí embarazada mi madre, la vestal. Me parió a escondidas. Me puso en una canasta de cañas, tapó los orificios con betún y me abandonó a la corriente del río,pero la corriente no me ahogó. El río me llevó hasta Akki, el que saca el agua. Akki, el que saca el agua, en la bondad de su corazón me recogió. Akki, el que saca el agua, me crió como si fuera su propio hijo. Akki, el que saca el agua, me hizo su jardinero. En mi oficio de jardinero, [la diosa] Istar cobró amor por mí, me hice rey y durante 45 años ejercí el poder real».
Los nombres para nosotros más familiares de la serie que empieza con Sargón de Agadé son Moisés, Ciro y Rómulo. Pero, además de ellos, Rank ha compilado un gran número de figuras de héroes oriundos de la poesía o de la saga, de quienes se narra esa misma historia de juventud, sea íntegra o sólo en unos fragmentos bien reconocibles: Edipo, Karna, Paris, Télefos, Perseo, Hércules, Gilgamesh, Anfión y Zetos(10), entre otros.
La fuente y la tendencia de este mito se nos han vuelto consabidas por las indagaciones de Rank. Sólo necesito referirme a ellas con unas indicaciones sucintas. Un héroe es quien, osado, se alzó contra su padre y al final, triunfante, lo ha vencido. Nuestro mito persigue esa lucha hasta la época primordial del individuo haciendo que el hijo nazca contra la voluntad del padre y sea rescatado del maligno propósito de este. El abandono en la cesta es una inequívoca figuración simbólica del nacimiento; la cesta es el seno materno, el agua es el líquido amniótico. Son innumerables los sueños en que la relación padres-hijo se figura mediante un sacar-del-agua o un rescatar-del-agua (ver nota(11)). Si la fantasía popular adscribe a una personalidad sobresaliente el mito de nacimiento aquí considerado es porque así quiere reconocerla como héroe, proclamar que ha cumplido el esquema de una vida heroica. Ahora bien, la fuente de toda la poetización es la llamada «novela familiar» del niño, con la que el hijo varón reacciona frente al cambio de sus vínculos de sentimiento con los progenitores, en particular con el padre (ver nota(12)). Los primeros años de la infancia están gobernados por una grandiosa sobrestimación del padre -en consonancia con ella, en el sueño y en el cuento tradicional, rey y reina significan siempre los progenitores-, mientras que luego, bajo el influjo de una rivalidad y de un desengaño objetivo, sobrevienen el desasimiento de los progenitores y la actitud crítica frente al padre. Según esto, las dos familias del mito, la noble y la de baja condición, son ambas espejamientos de la familia propia, tal como al hijo le aparece en épocas sucesivas de su vida.
Es lícito aseverar que por estos esclarecimientos se vuelven plenamente inteligibles tanto la difusión como la uniformidad del mito del nacimiento del héroe. Y por eso tanto más merece nuestro interés que la saga de nacimiento y de abandono de Moisés ocupe una posición singular, y aun contradiga a las otras en un punto esencial.
Partamos de las dos familias entre las cuales la saga hace jugar el destino del hijo. Sabemos que ellas son una y la misma en la interpretación analítica, y sólo en el tiempo se separan una de la otra. En la forma típica de la saga, la primera familia ' aquella en que el niño nace, es la noble, las más de las veces una familia real; la segunda, aquella donde el niño crece, es la de baja condición o degradada, tal como corresponde, por otra parte, a las constelaciones [de la «novela familiar»] a que la interpretación nos remite. Sólo en la saga de Edipo se borra esta diferencia. Este niño, abandonado por una familia real, es recogido por otra pareja de reyes. Uno se dice: En modo alguno es casual que en este ejemplo, justamente, se trasluzca aun en la saga la identidad originaria de las dos familias. El contraste social entre estas abre para el mito -que, como sabemos, está destinado a destacar la naturaleza heroica del grande hombre- una segunda función que adquiere particular relevancia en personalidades históricas. Puede emplearse para extender al héroe una ejecutoria de nobleza, para elevarlo socialmente. Así, Ciro es para los medos un conquistador extranjero; por el camino de la saga de abandono, se convierte en nieto del rey medo. Algo semejante ocurre con Rómulo; si es que realmente vivió una persona que le correspondiera, se trató de un aventurero forastero, un advenedizo; en virtud de la saga pasa a ser descendiente y heredero de la casa real de Alba Longa.
Bien diverso es lo que sucede con Moisés. Aquí la familia primera, de ordinario la noble, es harto modesta. Es hijo de levitas judíos. Y la segunda, la de baja condición en que el héroe suele crecer, está sustituida por la casa real egipcia: la princesa lo recoge como a hijo propio. Esta desviación respecto del tipo ha causado extrañeza a muchos.Eduard Meyer(13), y otros tras él, han supuesto que la saga en su origen tuvo otro texto: El faraón habría sido advertido por un sueño profético(14) de que un hijo varón de su hija significaría un peligro para él y para su reino. Por eso lo abandona en el Nilo tras su nacimiento. Pero es rescatado por gentes judías, quienes lo crían como hijo. A raíz de «motivos nacionales», según lo expresa Rank(15), la saga habría experimentado su refundición en la forma que nos es consabida.
Pero la reflexión más somera enseña que no pudo haber existido esa saga originaria de Moisés, que ya no diferiría de las otras. En efecto, la saga es de origen o egipcio o judío. El primer caso queda excluido; los egipcios no tenían motivo alguno para glorificar a Moisés, no era un héroe para ellos. Por tanto, debió de ser creada dentro del pueblo judío, vale decir, anudarse, en la forma consabida, a la persona del caudillo. Y en relación con esto habría sido enteramente inapropiada, pues, ¿de qué serviría para el pueblo una saga que declaraba extranjero a su grande hombre?
En la forma en que la saga de Moisés se nos presenta hoy, defrauda de manera notable sus secretos propósitos. Si Moisés no es vástago de reyes, la saga no puede ponerle el marbete de héroe; si sigue siendo un judío, ella no ha hecho nada para exaltarlo. Sólo una pequeña pieza de todo el mito guarda su eficacia, a saber, la seguridad de que el niño se ha conservado con vida a despecho de serias violencias exteriores, y este rasgo se ha repetido luego en la historia de la infancia de Jesús, donde el rey Herodes desempeña el papel del faraón. De hecho, entonces, se nos ofrece el supuesto de que algún inhábil elaborador posterior del material de la saga se sintió movido a colocar en su héroe Moisés algo de la saga clásica de abandono, privativa de los héroes, pero ello, a causa de las particulares circunstancias del caso, no podía adecuársele.
Con este resultado insatisfactorio, e incierto por añadíidura, tendría que conformarse nuestra indagación, y tampoco habría esta contribuido en nada a responder la pregunta sobre si Moisés

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era egipcio. Empero, resta otro abordaje, acaso más promisorio, para apreciar la saga de abandono.
Volvamos a las dos familias del mito. En el nivel de la interpretación analítica, lo sabemos, son idénticas; en el nivel mítico se distinguen como la noble y la de baja condición. Ahora bien, cuando el mito se anuda a una persona histórica, existe un tercer nivel, el de la realidad. Una familia es la auténtica, aquella en que la persona, el gran hombre, ha nacido realmente y se ha criado; la otra es ficticia, una invención poética del mito que persigue sus propósitos. La regla es que la familia auténtica coincida con la de baja condición, y la de la invención poética, con la noble. En el caso de Moisés, las cosas parecerían dispuestas de otro modo. Quizá nos las aclare un punto de vista nuevo, a saber, que la primera familia, aquella que abandona al niño, es en todos los casos que se pueden estudiar la inventada; y la posterior, en cambio, en que es recogido y se cría, es la auténtica. Si tenemos la osadía de admitir como universal esta tesis, subsumiendo en ella también la saga de Moisés, lo discernimos de golpe con claridad: Moisés es un egipcio -probablemente noble- que la saga quiere convertir en judío. ¡Sería esta, pues, nuestra conclusión! El abandono en el agua ocupaba su correcto lugar; para adecuarse a la nueva tendencia fue preciso torcer su propósito, no sin forzar un poco las cosas; de abandono que era, se convirtió en medio para el rescate.
Entonces, la divergencia de esta saga respecto de todas las demás de su índole podría reconducirse a una particularidad del acontecer histórico {Geschichte(16)} de Moisés. Mientras que de ordinario un héroe se eleva en el curso de su vida sobre sus bajos comienzos, la vida heroica de Moisés se inició descendiendo él de su elevación, bajando hasta los hijos de Israel.
Emprendimos esta pequeña indagación en la expectativa de conseguir un segundo y nuevo argumento para la conjetura de que Moisés era egipcio. Sabemos ya que a muchos no les ha hecho una impresión decisiva el primer argumento, derivado del nombre (ver nota(17)). Estemos preparados, por eso, para que no haya de correr mejor suerte este otro, tomado del análisis de la saga de abandono. Sin duda se objetará que las constelaciones dentro de las cuales se forman y replasman las sagas son demasiado oscuras para convalidar una inferencia como la nuestra, y que fatalmente las tradiciones sobre la figura heroica de Moisés, por su confusión, sus contradicciones, y aun sus indicios inequívocos de haber sido tendenciosamente refundidas por un trabajo secular y de constar de capas superpuestas, harán abortar cualquier empeño por sacar a luz el núcleo de verdad histórico-vivencial {historisch} que pudiera haber tras ellas. Yo no comparto esta postura desautorizadora, pero tampoco estoy en condiciones de rechazarla.
Si no se podía alcanzar una certeza mayor, ¿por qué dar a publicidad mi indagación? Lamento tener que limitarme aquí, para justificar mi proceder, a meras indicaciones. Y ellas son: si uno se deja llevar por los dos argumentos señalados y ensaya tomar en serio el supuesto de que Moisés era un egipcio noble, obtiene unas perspectivas muy interesantes y amplias. Con ayuda de ciertos supuestos, nada incongruentes, uno cree comprender los motivos que guiaron a Moisés en su insólito paso y, en íntima trabazón, aprehender el fundamento posible de numerosos caracteres y particularidades de la ley y la religión dadas por él al pueblo de los judíos. Más aún: todo ello incita en uno ciertas visiones significativas sobre la génesis de las religiones monoteístas en general. Sólo que a unas elucidaciones de tanta importancia no se puede fundarlas únicamente en verosimilitudes psicológicas. Si, para sustentarlas, uno pretende tomar como único asidero histórico la condición de egipcio de Moisés, necesita por lo menos de otro punto firme para proteger las posibilidades que así afloran en profusión: se las podría criticar como meros engendros de la fantasía y cosa asaz distante de la realidad. Acaso habría satisfecho esa necesidad una demostración objetiva de la época en que vivió Moisés y, por tanto, se produjo el éxodo de Egipto. Mas no se la ha hallado, y entonces lo mejor será suspender la comunicación de todas las inferencias que se siguen de aquella intelección, la de que Moisés era egipcio.
Volvamos a las dos familias del mito. En el nivel de la interpretación analítica, lo sabemos, son idénticas; en el nivel mítico se distinguen como la noble y la de baja condición. Ahora bien, cuando el mito se anuda a una persona histórica, existe un tercer nivel, el de la realidad. Una familia es la auténtica, aquella en que la persona, el gran hombre, ha nacido realmente y se ha criado; la otra es ficticia, una invención poética del mito que persigue sus propósitos. La regla es que la familia auténtica coincida con la de baja condición, y la de la invención poética, con la noble. En el caso de Moisés, las cosas parecerían dispuestas de otro modo. Quizá nos las aclare un punto de vista nuevo, a saber, que la primera familia, aquella que abandona al niño, es en todos los casos que se pueden estudiar la inventada; y la posterior, en cambio, en que es recogido y se cría, es la auténtica. Si tenemos la osadía de admitir como universal esta tesis, subsumiendo en ella también la saga de Moisés, lo discernimos de golpe con claridad: Moisés es un egipcio -probablemente noble- que la saga quiere convertir en judío. ¡Sería esta, pues, nuestra conclusión! El abandono en el agua ocupaba su correcto lugar; para adecuarse a la nueva tendencia fue preciso torcer su propósito, no sin forzar un poco las cosas; de abandono que era, se convirtió en medio para el rescate.
Entonces, la divergencia de esta saga respecto de todas las demás de su índole podría reconducirse a una particularidad del acontecer histórico {Geschichte(16)} de Moisés. Mientras que de ordinario un héroe se eleva en el curso de su vida sobre sus bajos comienzos, la vida heroica de Moisés se inició descendiendo él de su elevación, bajando hasta los hijos de Israel.
Emprendimos esta pequeña indagación en la expectativa de conseguir un segundo y nuevo argumento para la conjetura de que Moisés era egipcio. Sabemos ya que a muchos no les ha hecho una impresión decisiva el primer argumento, derivado del nombre (ver nota(17)). Estemos preparados, por eso, para que no haya de correr mejor suerte este otro, tomado del análisis de la saga de abandono. Sin duda se objetará que las constelaciones dentro de las cuales se forman y replasman las sagas son demasiado oscuras para convalidar una inferencia como la nuestra, y que fatalmente las tradiciones sobre la figura heroica de Moisés, por su confusión, sus contradicciones, y aun sus indicios inequívocos de haber sido tendenciosamente refundidas por un trabajo secular y de constar de capas superpuestas, harán abortar cualquier empeño por sacar a luz el núcleo de verdad histórico-vivencial {historisch} que pudiera haber tras ellas. Yo no comparto esta postura desautorizadora, pero tampoco estoy en condiciones de rechazarla.
Si no se podía alcanzar una certeza mayor, ¿por qué dar a publicidad mi indagación? Lamento tener que limitarme aquí, para justificar mi proceder, a meras indicaciones. Y ellas son: si uno se deja llevar por los dos argumentos señalados y ensaya tomar en serio el supuesto de que Moisés era un egipcio noble, obtiene unas perspectivas muy interesantes y amplias. Con ayuda de ciertos supuestos, nada incongruentes, uno cree comprender los motivos que guiaron a Moisés en su insólito paso y, en íntima trabazón, aprehender el fundamento posible de numerosos caracteres y particularidades de la ley y la religión dadas por él al pueblo de los judíos. Más aún: todo ello incita en uno ciertas visiones significativas sobre la génesis de las religiones monoteístas en general. Sólo que a unas elucidaciones de tanta importancia no se puede fundarlas únicamente en verosimilitudes psicológicas. Si, para sustentarlas, uno pretende tomar como único asidero histórico la condición de egipcio de Moisés, necesita por lo menos de otro punto firme para proteger las posibilidades que así afloran en profusión: se las podría criticar como meros engendros de la fantasía y cosa asaz distante de la realidad. Acaso habría satisfecho esa necesidad una demostración objetiva de la época en que vivió Moisés y, por tanto, se produjo el éxodo de Egipto. Mas no se la ha hallado, y entonces lo mejor será suspender la comunicación de todas las inferencias que se siguen de aquella intelección, la de que Moisés era egipcio.
Si Moisés era egipcio...
En una contribución anterior a esta misma revista(18), procuré refirmar mediante un nuevo argumento la conjetura de que Moisés, el libertador y legislador del pueblo judío, no era un judío sino un egipcio. De antiguo se había señalado que su nombre proviene del léxico egipcio, aunque sin extrae, las conclusiones correspondientes; yo agregué que la interpretación del mito de abandono anudado a Moisés obligaba a inferir que él era un egipcio a quien la necesidad de un pueblo quiso hacer judío. Al final de mi ensayo dije que de ese supuesto se deducían unas importantes y muy vastas conclusiones; pero que no estaba yo dispuesto a abogar por ellas ante el público, pues descansaban sólo en unas verosimilitudes psicológicas y carecían de prueba objetiva. Cuanto más sustantivas son las intelecciones así obtenidas, más se me impone la cautela de no exponerlas a la crítica pública sin fundamento seguro, como sí fueran una figura de bronce sobre pies de barro. Ninguna verosimilitud, por seductora que sea, resguarda del error; aunque todas las partes de un problema parezcan ordenarse como las piezas de un rompecabezas, debiera tenerse en cuenta que lo verosímil no necesariamente es lo verdadero y la verdad no siempre es verosímil. Y, por último, no es nada halagüeño que a uno lo incluyan entre los escolásticos y talmudistas, quienes se solazan en el juego de su propia agudeza, sin importarles cuán ajena a la realidad efectiva pueda ser su tesis.A despecho de tales reparos, que hoy pesan tanto como entonces, de la querella entre mis motivos ha salido adelante la decisión de continuar, como aquí lo hago, aquella primera

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comunicación. Pero tampoco ahora es el todo, ni la pieza más importante de él. egipcios.
Si, pues, Moisés era egipcio ... la primera ganancia que de este supuesto obtenemos es un enigma nuevo y de difícil respuesta. Cuando un pueblo o una estirpe(19) se dispone a acometer una gran empresa, no se puede esperar sino que uno de sus miembros se erija en caudillo o sea elegido para ese papel. Pero que un egipcio noble -quizá príncipe, sacerdote, alto funcionario- fuera movido a ponerse a la cabeza de un grupo de inmigrantes, unos extranjeros culturalmente atrasados, y abandonara con ellos el país, he ahí algo que no se colige bien. El notorio desprecio de los egipcios hacia los extranjeros vuelve harto inverosímil un hecho así. Y por esto, pienso yo, incluso aquellos historiadores que discernieron el nombre como egipcio y atribuyeron a Moisés toda la sabiduría egipcia [AE, 23, págs. 8-9] no han querido admitir la posibilidad evidente de que Moisés fuera egipcio.
A esta primera dificultad se suma pronto una segunda. No debemos olvidar que Moisés no fue sólo el caudillo político de los judíos establecidos en Egipto, sino también su legislador, su educador, y los compelió a servir a una religión que todavía hoy es llamada, a causa de él, «mosaica». Pero, ¿tan fácilmente da un hombre en crear una religión nueva? Y si alguien quiere influir sobre la religión de otro, ¿no es lo más natural que lo convierta a su propia religión? Es seguro que el pueblo judío en Egipto no carecería de alguna forma de religión, y si Moisés, que le dio una nueva, era egipcio, no se puede rechazar la conjetura de que esta otra religión nueva fuera la egipcia.
Algo estorba esta posibilidad: el hecho de la fortísima oposición entre la religión judía, atribuida a Moisés, y la egipcia. La primera, un monoteísmo de grandioso rigor; sólo hay un Dios, es único, omnipotente, inaccesible; la vista humana no resiste su presencia, no es lícito crear ninguna imagen de él ni se puede pronunciar su nombre. En la religión egipcia, una multitud casi inabarcable de divinidades de diversa jerarquía y origen: algunas, personificaciones de grandes poderes naturales, como cielo y tierra, Sol y Luna; otras, abstracciones, como Maat (verdad, justicia), o una figura caricaturesca, como el enano Bes, pero la mayoría, dioses locales de la época en que el país se fragmentó en innumerables distritos; son teromorfos, como sí aún no hubieran superado el desarrollo desde los antiguos animales totémicos, y están mal diferenciados entre sí: casi no es posible atribuirles funciones particulares. Los himnos en honor de estos dioses dicen todos más o menos lo mismo, los identifican entre sí sin reparos, de un modo que nos embrollaría sin remedio. Nombres de dioses se combinan unos con otros, de suerte que uno es rebajado casi a apelativo del otro; así, en el apogeo del «Imperio Nuevo», el dios principal de la ciudad de Tebas se llama Amón-Re, composición cuyo primer término designa al dios de la ciudad, de cabeza de carnero, mientras que Re es el nombre del dios solar de On [Heliópolis], de cabeza de gavilán. Acciones mágicas y ceremoniales, fórmulas de ensalmo y amuletos, gobiernan el servicio de estos dioses así como la vida cotidiana de los Muchas de estas diversidades pueden derivarse fácilmente de la oposición de principio entre un monoteísmo riguroso y un politeísmo irrestricto. Otras son consecuencias evidentes del distinto nivel espiritual, pues mientras una religión está muy próxima a fases primitivas, la otra, en un ímpetu de elevación {aulschwingen}, ha subido hasta las alturas de una abstracción sublime. Acaso se pueda hacer remontar a esos dos factores la impresión que se recibe en ocasiones: que la oposición entre las religiones mosaica y egipcia se habría aguzado con voluntad y deliberación. Por ejemplo, una condena con el máximo rigor toda clase de magia y de hechicería, que en la otra, en cambio, proliferan enormemente. 10 bien al insaciable placer de los egipcios por corporizar a sus dioses en arcilla, piedra y bronce, al que tanto deben hoy nuestros museos, se contrapone la ríspida prohibición de figurar en efigie a seres vivos o imaginados. Pero hay además otra oposición entre ambas religiones, en la que no aciertan las explicaciones que hemos ensayado. Ningún pueblo de la antigüedad hizo tanto [como el egipcio] por desmentir la muerte, ni tomó tan concienzudas previsiones para posibilitar una existencia en el más allá; en consonancia con ello, Osiris, el dios de la muerte, el príncipe de ese otro mundo, fue el más popular e indiscutido de los dioses egipcios. En cambio, el judaísmo antiguo renunció por completo ' a la inmortalidad; nunca, ni en parte alguna, se menciona la posibilidad de una continuación de la existencia tras la muerte. Y ello es tanto más asombroso cuanto que posteriores experiencias han mostrado que la fe en una existencia en el más allá se puede avenir muy bien con una religión monoteísta.
Esperábamos que el supuesto de que Moisés era egipcio resultaría fecundo y esclarecedor en varías direcciones. Pero nuestra primera conclusión de ese supuesto -que la religión nueva por él dada a los judíos sería la suya propia, la egipcia- naufraga al inteligir la diversidad, y aun oposición, entre ambas religiones.
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Sin embargo, un hecho asombroso de la historia de la religión egipcia, que sólo tardíamente ha sido discernido y apreciado, nos abre una perspectiva. Sigue siendo posible que la religión dada por Moisés a su pueblo judío fuera la suya propia, una religión egipcia, aunque no la egipcia.
En la gloriosa dinastía decimoctava, aquella bajo la cual Egipto llegó a ser un imperio mundial, advino al trono, cerca de 1375 a. C., un faraón joven, que como su padre se llamó primero Amenhotep (IV)(20), pero luego trocó su nombre, y no sólo su nombre. Este rey se propuso imponer a sus egipcios una religión nueva que contrariaba sus milenarias tradiciones y todos sus familiares hábitos de vida. Era un monoteísmo riguroso, el primer ensayo de este tipo en la historia universal hasta donde nuestro conocimiento alcanza; y con la fe en un dios único nació, inevitablemente, la intolerancia religiosa que fuera ajena a la Antigüedad antes y hasta mucho tiempo más tarde. Pero el gobierno de Amenhotep duró sólo 17 años; muy poco después de su muerte, ocurrida en 1358, la religión nueva había sido eliminada, y proscrita la memoria del rey hereje. A las ruinas de la nueva residencia que él había erigido y consagrado a su dios, y a las inscripciones de las tumbas subterráneas adyacentes, debernos lo poco que de él sabemos.

A esta primera dificultad se suma pronto una segunda. No debemos olvidar que Moisés no fue sólo el caudillo político de los judíos establecidos en Egipto, sino también su legislador, su educador, y los compelió a servir a una religión que todavía hoy es llamada, a causa de él, «mosaica». Pero, ¿tan fácilmente da un hombre en crear una religión nueva? Y si alguien quiere influir sobre la religión de otro, ¿no es lo más natural que lo convierta a su propia religión? Es seguro que el pueblo judío en Egipto no carecería de alguna forma de religión, y si Moisés, que le dio una nueva, era egipcio, no se puede rechazar la conjetura de que esta otra religión nueva fuera la egipcia.
Algo estorba esta posibilidad: el hecho de la fortísima oposición entre la religión judía, atribuida a Moisés, y la egipcia. La primera, un monoteísmo de grandioso rigor; sólo hay un Dios, es único, omnipotente, inaccesible; la vista humana no resiste su presencia, no es lícito crear ninguna imagen de él ni se puede pronunciar su nombre. En la religión egipcia, una multitud casi inabarcable de divinidades de diversa jerarquía y origen: algunas, personificaciones de grandes poderes naturales, como cielo y tierra, Sol y Luna; otras, abstracciones, como Maat (verdad, justicia), o una figura caricaturesca, como el enano Bes, pero la mayoría, dioses locales de la época en que el país se fragmentó en innumerables distritos; son teromorfos, como sí aún no hubieran superado el desarrollo desde los antiguos animales totémicos, y están mal diferenciados entre sí: casi no es posible atribuirles funciones particulares. Los himnos en honor de estos dioses dicen todos más o menos lo mismo, los identifican entre sí sin reparos, de un modo que nos embrollaría sin remedio. Nombres de dioses se combinan unos con otros, de suerte que uno es rebajado casi a apelativo del otro; así, en el apogeo del «Imperio Nuevo», el dios principal de la ciudad de Tebas se llama Amón-Re, composición cuyo primer término designa al dios de la ciudad, de cabeza de carnero, mientras que Re es el nombre del dios solar de On [Heliópolis], de cabeza de gavilán. Acciones mágicas y ceremoniales, fórmulas de ensalmo y amuletos, gobiernan el servicio de estos dioses así como la vida cotidiana de los Muchas de estas diversidades pueden derivarse fácilmente de la oposición de principio entre un monoteísmo riguroso y un politeísmo irrestricto. Otras son consecuencias evidentes del distinto nivel espiritual, pues mientras una religión está muy próxima a fases primitivas, la otra, en un ímpetu de elevación {aulschwingen}, ha subido hasta las alturas de una abstracción sublime. Acaso se pueda hacer remontar a esos dos factores la impresión que se recibe en ocasiones: que la oposición entre las religiones mosaica y egipcia se habría aguzado con voluntad y deliberación. Por ejemplo, una condena con el máximo rigor toda clase de magia y de hechicería, que en la otra, en cambio, proliferan enormemente. 10 bien al insaciable placer de los egipcios por corporizar a sus dioses en arcilla, piedra y bronce, al que tanto deben hoy nuestros museos, se contrapone la ríspida prohibición de figurar en efigie a seres vivos o imaginados. Pero hay además otra oposición entre ambas religiones, en la que no aciertan las explicaciones que hemos ensayado. Ningún pueblo de la antigüedad hizo tanto [como el egipcio] por desmentir la muerte, ni tomó tan concienzudas previsiones para posibilitar una existencia en el más allá; en consonancia con ello, Osiris, el dios de la muerte, el príncipe de ese otro mundo, fue el más popular e indiscutido de los dioses egipcios. En cambio, el judaísmo antiguo renunció por completo ' a la inmortalidad; nunca, ni en parte alguna, se menciona la posibilidad de una continuación de la existencia tras la muerte. Y ello es tanto más asombroso cuanto que posteriores experiencias han mostrado que la fe en una existencia en el más allá se puede avenir muy bien con una religión monoteísta.
Esperábamos que el supuesto de que Moisés era egipcio resultaría fecundo y esclarecedor en varías direcciones. Pero nuestra primera conclusión de ese supuesto -que la religión nueva por él dada a los judíos sería la suya propia, la egipcia- naufraga al inteligir la diversidad, y aun oposición, entre ambas religiones.
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Sin embargo, un hecho asombroso de la historia de la religión egipcia, que sólo tardíamente ha sido discernido y apreciado, nos abre una perspectiva. Sigue siendo posible que la religión dada por Moisés a su pueblo judío fuera la suya propia, una religión egipcia, aunque no la egipcia.
En la gloriosa dinastía decimoctava, aquella bajo la cual Egipto llegó a ser un imperio mundial, advino al trono, cerca de 1375 a. C., un faraón joven, que como su padre se llamó primero Amenhotep (IV)(20), pero luego trocó su nombre, y no sólo su nombre. Este rey se propuso imponer a sus egipcios una religión nueva que contrariaba sus milenarias tradiciones y todos sus familiares hábitos de vida. Era un monoteísmo riguroso, el primer ensayo de este tipo en la historia universal hasta donde nuestro conocimiento alcanza; y con la fe en un dios único nació, inevitablemente, la intolerancia religiosa que fuera ajena a la Antigüedad antes y hasta mucho tiempo más tarde. Pero el gobierno de Amenhotep duró sólo 17 años; muy poco después de su muerte, ocurrida en 1358, la religión nueva había sido eliminada, y proscrita la memoria del rey hereje. A las ruinas de la nueva residencia que él había erigido y consagrado a su dios, y a las inscripciones de las tumbas subterráneas adyacentes, debernos lo poco que de él sabemos.

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Todo cuanto podamos averiguar sobre esta personalidad asombrosa y única será digno del máximo interés (ver nota(21)).
Nada nuevo puede carecer de preparativos y precondiciones en lo anterior. Los orígenes del monoteísmo egipcio pueden rastrearse hacia atrás, durante un tramo, con cierta seguridad (ver nota(22)). En la escuela sacerdotal del templo del Sol, en On (Heliópolis), se mantenían activas desde hacía mucho tiempo unas tendencias a desarrollar la representación de, un dios universal y a destacar el aspecto ético de su esencia.'! Maat, la diosa de la verdad, el orden y la justicia, era hija de Re, el dios del Sol. Ya bajo Amenhotep III, el padre y predecesor de nuestro reformador, cobró nuevo ímpetu ascendente {Aulschwung} el culto del dios solar, es probable que por enemistad con Amón de Tebas, devenido hiper-potente. Fue retomado un nombre antiquísimo del dios solar, Atón o Atum, y en esta religión de Atón el joven rey halló preexistente un movimiento al que podía adherir sin tener que promoverlo antes.
Por ese tiempo, las constelaciones políticas de Egipto habían empezado a influir de una manera continua sobre su religión. Por los hechos de armas del gran conquistador Thotmés III(23), Egipto se había convertido en un poder mundial; se habían agregado al imperio, por el sur, Nubia y, por el norte, Palestina, Siria y un fragmento de la Mesopotamia. Y bien, este imperialismo se espejó en la religión como universalismo y monoteísmo. Así como la tutela del faraón abarcaba ahora Nubia y Siria, además de Egipto, también la divinidad debió resignar su limitación nacional, y así como el faraón era el amo único e irrestricto del mundo conocido para los egipcios, eso mismo debía ser su nueva divinidad Además, era natural que al ampliarse las fronteras del imperio, Egipto fuese asequible a influjos extranjeros; muchas reinas eran princesas asiáticas(24), y es posible que desde Siria entraran incitaciones directas al monoteísmo.
Amenhotep nunca desmintió su adhesión al culto del Sol, de On. En dos himnos a Atón, que han llegado hasta nosotros por las inscripciones funerarias y acaso él mismo compusiera, alaba al Sol como creador y conservador de todo lo vivo tanto en Egipto como fuera de él, y lo hace con un fervor que sólo muchos siglos después retornaría en los Salmos en loor del Dios judío Yahvé. Pero no se conforma con esta asombrosa anticipación del discernimiento científico sobre los efectos de la irradiación solar. Es indudable que dio un paso más, y no veneró al Sol como objeto material, sino como símbolo de un ser divino cuya energía se trasuntaba en sus rayos (ver nota(25)).
Pero no haríamos justicia al rey si lo consideráramos sólo como el secuaz y el promotor de una religión de Atón que lo preexistió. Su actividad caló mucho más hondo. Aportó algo nuevo, lo único en virtud de lo cual la doctrina del Dios universal se convierte en monoteísmo: el factor de la exclusividad. En uno de sus himnos se declara directamente: «¡Oh, dios único junto al cual no existe ningún otro!(26)». Y no olvidemos que para apreciar la nueva doctrina no basta con la mera noticia de su contenido positivo; casi igual importancia posee su aspecto negativo, lo que ella desestima. También sería un error suponer que la nueva religión fue llamada a la vida de un golpe, ya lista y armada de todas armas, como salió Atenea de la cabeza de Zeus. Más bien todo indica que durante el gobierno de Amenhotep se fortaleció poco a poco hasta adquirir una claridad, una consecuencia, una aspereza y una intolerancia cada vez mayores. Es probable que este desarrollo se consumara bajo el influjo de la violenta oposición que entre los sacerdotes de Amón concitó la reforma del rey. En el sexto año de gobierno de Amenhotep, las hostilidades ya se habían extendido tanto como para que el rey trocara su nombre, del que era una parte el ahora desterrado nombre divino de Amón. En lugar de Amenhotep se llamó Ikhnatón (ver nota(27)). Mas no sólo de su nombre tachó al dios odiado, sino de todas las inscripciones, y aun allí donde se encontraba en el nombre de su padre Amenhotep III. A poco de trocarse el nombre, Ikhnatón abandonó la Tebas dominada por Amón y erigió río abajo una residencia nueva, que llamó «Akhetatón» («Horizonte de Atón»). El lugar de sus ruinas lleva hoy el nombre de Tellel-Amarna (ver nota(28)).
Las persecuciones del rey alcanzaron a Amón con la mayor dureza, pero no sólo a él. Por doquier en el reino se cerraron los templos, se prohibió el servicio divino, se expropió el patrimonio de aquellos. Y el celo del rey se extremó hasta el punto de hacer investigar los viejos monumentos para borrar en ellos la palabra «dios» cuando se la usaba en plural (ver nota(29)). No es asombroso que estas medidas de Ikhnatón despertaran, en el sacerdocio oprimido y el pueblo insatisfecho, un talante de fanática manía de venganza, que pudo manifestarse libremente tras la muerte del rey. La religión de Atón no se había hecho popular; es probable que permaneciera limitada a un pequeño círculo en derredor de su persona. La posteridad de Ikhnatón queda para nosotros envuelta en sombras. Sabemos de algunos sucesores efímeros y penumbrosos de su familia. Ya su yerno Tutankhatón se vio constreñido a volver a Tebas y a sustituir en su nombre al dios Atón por Amón. Siguió un período de anarquía, hasta que en 1350
a. C. el general Haremhab logró restablecer el orden. Así se extinguía la gloriosa dinastía decimoctava, al tiempo que se perdían sus conquistas en Nubia y Asia. En este turbio interregno fueron reinstituidas las antiguas religiones de Egipto. La religión de Atón fue suprimida, destruida y saqueada la residencia de Ikhnatón, y proscrita su memoria como la de un criminal.
Con un determinado propósito destacaremos ahora algunos puntos de la caracterización negativa de la religión de Atón. En primer lugar, que de ella se excluía todo lo mítico, mágico y ensalmador (ver nota(30)).
Además, el modo de figurar al dios solar, ya no, como en el período anterior, mediante una pequeña pirámide y un halcón,(31) sino de un modo que se puede llamar casi sobrio, mediante un disco redondo del que parten unos rayos rematados en manos humanas. No obstante el entusiasmo artístico del período de Amarna, no se ha hallado una figuración diversa del dios del Sol, una imagen personal de Atón, y es lícito decir, confiadamente, que no se la ha de encontrar (ver nota(32)).
Y, por último, el total silencio sobre Osiris, el dios de la muerte, y su reino de los muertos. Ni los himnos ni las inscripciones funerarias saben nada de quien acaso era el más cercano al corazón de los egipcios. No se podría ilustrar mejor la oposición respecto de la religión popular (ver nota(33)).
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Arriesgaríamos ahora la inferencia: si Moisés era egipcio y si trasmitió a los judíos su propia religión, fue la de Ikhnatón, la religión de Atón.
Comparamos antes la religión judía con la religión popular egipcia y establecimos la relación de oposición entre ambas. Debemos emprender ahora una comparación de la religión judía con la de Atón, en la expectativa de probar la identidad originaria entre ambas. Sabemos que no se nos plantea una tarea fácil. Por obra de la manía de venganza de los sacerdotes de Amón, quizá sea demasiado escaso lo que conocemos sobre la religión de Atón. Y en cuanto a la religión mosaica, sólo tenemos noticia de ella en su plasmación última, tal como la fijó el sacerdocio judío unos ochocientos años más tarde, en el período posterior al exilio. Y si a pesar del disfavor del material halláramos algunos indicios favorables a nuestro supuesto, tendríamos derecho a estimarlos en mucho.
Habría un atajo para probar nuestra tesis de que la religión mosaica no es otra que la de Atón, a saber, a través de una confesión, una proclamación. Pero, me temo, se nos dirá que ese camino no es transitable. Como es sabido, la confesión de la fe judía reza: «Shema Jisroel Adonai Elohenu Adonai Ejod(34)». Si el nombre del egipcio Atón (o Atum) no suena parecido a la palabra hebrea Adonai {Señor} y al nombre del dios sirio Adonis por mera casualidad, sino en virtud de una comunidad primordial de lengua y de sentido, uno podría traducir así aquella fórmula judía: «Escucha, Israel, nuestro dios Atón (Adonai) es el único Dios(35)». Por desdicha, no tengo competencia alguna para responder esta cuestión; además, muy poco pude hallar en la bibliografía sobre esto(36). Pero es improbable que nuestra tarea vaya a resultarnos tan fácil. Por otra parte, hemos de volver otra vez a los problemas del nombre de Dios.
Tanto las semejanzas como las diferencias entre ambas religiones se echan de ver bien, pero no nos brindan mayor esclarecimiento. Las dos son formas de un monoteísmo riguroso, y de antemano uno se inclinará a reconducir a este rasgo fundamental las coincidencias entre ellas. El monoteísmo judío tiene en muchos puntos un comportamiento más áspero que el egipcio: por ejemplo, su total prohibición de las artes figurativas. La diferencia esencial reside -prescindiendo del nombre de Dios- en que a la religión judía le falta por completo el culto solar, en que la egipcia se apuntalaba todavía. Habíamos recibido la impresión, en nuestro examen comparativo con la religión popular egipcia, de que en la diversidad entre ambas habría participado, además de la oposición de principio, una contradicción deliberada. Ahora bien, esa impresión nuestra parece justificarse sí en aquel examen comparativo sustituimos la religión judía por la de Atón, desarrollada por Ikhnatón, como sabemos, en voluntaria enemistad contra la religión popular. Con derecho nos asombrábamos de que la religión judía no quisiera saber nada del más allá ni de la vida tras la muerte, pues -decíamos- esa doctrina habría sido conciliable aun con el monoteísmo más riguroso. Tal asombro se disipa si de la religión judía nos remontamos a la de Atón y suponemos que esa desautorización procedía de esta última; en efecto, para Ihknatón ello era una necesidad en su combate contra la religión popular, en la que el dios de la muerte, Osiris, desempeñaba un papel quizá mayor que cualquiera de los dioses del mundo superior. La coincidencia de la religión judía con la de Atón en este importante punto es el primer argumento fuerte en favor de nuestra tesis. Veremos que no es el único.
Moisés no sólo dio a los judíos una religión nueva: con igual certeza se puede aseverar que introdujo entre ellos la costumbre de la circuncisión. A este hecho, que tiene una significatividad decisiva para nuestro problema, nunca se le ha otorgado su valor. Es cierto que el testimonio bíblico lo contradice en varios pasajes; por una parte, reconduce la circuncisión a la época de los padres primordiales, como signo de la alianza entre Dios y Abraham; por la otra, en un pasaje de notable oscuridad, narra que Dios se encolerizó con Moisés por haber omitido este el uso sagrado(37), quería por eso darle muerte, y la esposa de Moisés, una madianita, salvó de la cólera de Dios a su marido ejecutando con rapidez la operación (ver nota(38)). Pero son desfiguraciones; no deben despistarnos: más adelante lograremos inteligir sus motivos. Lo cierto es que para la pregunta sobre la procedencia de la costumbre de la circuncisión entre los judíos hay una sola respuesta: les vino de Egipto. Herodoto, el «padre de la historia», nos dice que regía allí desde tiempos remotos (ver nota(39)), y sus indicaciones han sido corroboradas por momias que se han hallado, y aun por figuraciones en las paredes de ciertas tumbas. Según lo que sabemos, ningún otro pueblo del Mediterráneo oriental practicaba esta costumbre; sobre los semitas, babilonios, sumerios, cabe suponer con certeza que no eran circuncisos. Acerca de los naturales de Canaán, la propia historia bíblica nos lo dice; es la premisa para el desenlace de la aventura de la hija de Jacob con el príncipe de Sichem (ver nota(40)). Podemos rechazar, como carente de todo asidero, la posibilidad de que los judíos establecidos en Egipto adoptaran por otro camino, no a raíz del magisterio religioso fundacional de Moisés, la costumbre de circuncidarse. Entonces, demos por establecido que la circuncisión se practicaba en Egipto como una costumbre popularmente difundida, y aceptemos por un momento el supuesto corriente de que Moisés era un judío que pretendía liberar a sus compatriotas del tributo egipcio y conducirlos fuera del país para que desarrollaran una existencia nacional autónoma y conciente de sí -lo cual aconteció, en efecto-; ¿qué sentido podía tener que al mismo tiempo les impusiera una gravosa costumbre que en cierta medida los convertía en egipcios, que no podía menos que mantener siempre vivo su recuerdo de Egipto, cuando la aspiración de Moisés sólo podía ir dirigida a lo contrarío: que su pueblo se enajenara del país de la servidumbre y venciera la añoranza por las «Ollas de Egipto»? No; aquel hecho de que partimos y el supuesto que le agregamos son tan inconciliables entre sí que uno encuentra osadía para extraer la conclusión Si Moisés no sólo dio a los judíos una religión nueva, sino también el mandamiento de la circuncisión, él no era un judío, sino un egipcio; entonces, es probable que la religión mosaica fuera una religión egipcia, y, por oposición a la popular, sería la de Atón, con la cual en verdad la posterior religión judía coincide en algunos puntos notables.Hemos apuntado ya que nuestro supuesto de no ser Moisés judío, sino egipcio, crea un nuevo enigma. La manera de obrar que parecía bien entendible en el judío se vuelve incomprensible en el egipcio. Pero si ahora situamos a Moisés en la época de Ikhnatón, y lo vinculamos con este faraón, aquel enigma se disipa, y se revela la posibilidad de una motivación que da respuesta a todas nuestras preguntas. Partamos de la premisa de que era Moisés un hombre noble y de alta posición, acaso realmente, como lo afirma la saga, un miembro de la casa real. Sin duda era conciente de sus grandes capacidades, ambicioso y activo; quizás hasta se le insinuaba la meta de ser un día el jefe de su pueblo, gobernar el reino. Allegado al faraón, era un partidario convencido de la religión nueva, cuyas ideas fundamentales había hecho suyas. A la muerte del rey, y sobrevenida la reacción, vio destruidas todas sus esperanzas y perspectivas; si no quería abjurar de sus convicciones, a él caras, Egipto ya no tenía nada más que ofrecerle: había perdido su patria. En este aprieto halló una insólita salida. El soñador Ikhnatón se había enajenado de su pueblo, y dejó que se le desmembrara su imperio mundial. Era acorde a la naturaleza enérgica de Moisés fundar un nuevo reino, hallar un nuevo pueblo a quien donarle la religión que los egipcios desdeñaron. Bien se lo discierne: era un intento heroico de cuestionar

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al destino, de resarcirse, en esos dos sentidos, de las pérdidas que le había traído la catástrofe {Katastrophe(41)} de Ikhnatón. Acaso por ese tiempo era él virrey de aquella provincia fronteriza (distrito) en que se habían asentado ciertas estirpes semíticas (¿todavía en tiempos de los hicsos(42)?). Y las escogió para que fueran su nuevo pueblo. ¡Una decisión histórica de alcance universal! (ver nota(43)). Se puso de acuerdo con ellos, asumió su jefatura, procuró su emigración «con mano fuerte» (ver nota(44)). En total oposición a la tradición bíblica, cabría suponer que el éxodo se consumó de manera pacífica y sin mediar persecución alguna. La autoridad de Moisés lo posibilitaba, y en ese momento no existía un poder central que se lo pudiera estorbar.
De acuerdo con esta construcción nuestra, el éxodo de Egipto ocurrió en el lapso entre 1358 y 1350 a. C., o sea tras la muerte de Ikhnatón y antes que Haremhab restableciera la autoridad estatal(45). La meta de la migración sólo podía ser la tierra de Canaán. Allí, tras la quiebra del imperio egipcio, habían irrumpido grupos de belicosos arameos en tren de conquista y pillaje, mostrando de ese modo dónde un pueblo valeroso podía conseguir un nuevo patrimonio territorial. Tenemos noticia de estos guerreros por las cartas halladas en 1887 en el archivo de las ruinas de Amarna. En ellas se los llama «habiru», y ese nombre, no se sabe cómo, pasó a los invasores judíos que llegaron después -«hebreos»-. Al sur de Palestina, en Canaán, moraban también aquellas estirpes que tenían el más cercano parentesco con los judíos ahora emigrantes de Egipto.
La motivación que hemos colegido para el éxodo como un todo alcanza también a la institución de la circuncisión. Es conocida la conducta de los seres humanos, pueblos e individuos, frente a este uso de antigüedad primordial, que apenas si es comprendido ya. A quienes no lo practican les parece muy extraño, y los asusta un poco; en cuanto a los otros, los que han adoptado la circuncisión, están orgullosos de ella. Se sienten elevados, como ennoblecidos, y miran con desprecio a los demás, estimándolos impuros. Todavía hoy el turco insulta al cristiano diciéndole «perro no circunciso». Es creíble que Moisés, circuncidado él mismo como egipcio, compartiera esta actitud. Los judíos con quienes abandonó la patria debían ser para él un sustituto mejor de los egipcios que dejaba atrás, en el país. De ningún modo podían irles en zaga. Quería hacer de ellos un «pueblo santo», según lo dice de manera expresa el propio texto bíblico(46) y como signo de esa santificación les impuso aquella costumbre que por lo menos los igualaba a los egipcios. Además, no podía dejar de congratularse de que un signo así los aislara y les impidiera mezclarse con los pueblos extranjeros hacia quienes debía llevarlos su migración, así como los propios egipcios se habían segregado de todos los extranjeros (ver nota(47)).
Sin embargo, la tradición judía se comportó más tarde como oprimida por la inferencia que nosotros acabamos de desarrollar. De admitirse que la circuncisión era una costumbre egipcia introducida por Moisés, importaba ello casi reconocer que la religión por él trasmitida había sido también egipcia. Pero se tenían buenas razones para desmentir este hecho; y en consecuencia, fue preciso contradecir también la relación de cosas con respecto a la circuncisión.
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En este punto espero que se me habrá de hacer un reproche. Según mi construcción, Moisés, el egipcio, se sitúa en la época de Ikhnatón; de las circunstancias políticas del país en esa época se deduce su decisión de asimilarse al pueblo judío, y la religión que él dona o impone a sus protegidos se discierne como la de Atón, que acababa de ser quebrantada en el propio Egipto: se me dirá, pues, que a este edificio de conjeturas yo lo he presentado con una precisión excesiva, no fundamentada en el material. Opino que el reproche es injustificado. Ya en mis palabras introductorias puse de relieve el aspecto de la duda, por así decir lo coloqué antes del paréntesis, y entonces tengo derecho a ahorrarme el repetirlo en cada término dentro del paréntesis (ver nota(48)).
Proseguiré la elucidación con algunas de mis propias puntualizaciones críticas. La pieza nuclear de nuestra tesis, la dependencia del monoteísmo judío respecto de aquel episodio monoteísta de la historia de Egipto, ha sido columbrada e indicada por diversos autores. Omito reproducir aquí estas voces, pues ninguna de ellas sabe señalar el camino por el cual se habría consumado ese influjo. Si para nosotros este último permanece anudado a la persona de Moisés, es cierto que cabe sopesar también posibilidades diversas de la que hemos preferido. Es imposible suponer que el abatimiento de la religión oficial de Atón acabara por completo con la corriente monoteísta en Egipto. La escuela sacerdotal de On, de la que había surgido, resistió la catástrofe, y todavía generaciones después de Ilchnatón pudo proseguir su ilación de pensamiento {Gedankengang}. Entonces, la hazaña de Moisés es concebible aunque no hubiera vivido en la época de Ikhnatón ni experimentado su influjo personal; bastaría con haber sido seguidor o aun miembro de la escuela de On. Esta posibilidad desplazaría el punto temporal del éxodo y lo situaría más próximo a la fecha que se suele admitir (en el siglo ' xiii a. C.), pero que no tiene en su favor nada más que la recomiende. Así se arruinaría la intelección de los motivos de Moisés, y el éxodo ya no estaría facilitado por la anarquía reinante en el país. Los reyes que siguieron, de la dinastía decimonovena, ejercieron un gobierno fuerte. Las condiciones externas e internas propicias al éxodo se conjugan sólo en la época inmediatamente posterior a la muerte del rey herético.
Los judíos poseen una abundante literatura extrabíblica, donde uno halla las sagas y mitos que en el curso de los siglos se formaron en torno de la grandiosa figura de su primer caudillo y fundador de su religión, glorificándola y oscureciéndola a la vez. Acaso dispersos en este material haya fragmentos de buena tradición que no hallaron sitio en el Pentateuco. Una de estas sagas describe en expresivos términos cómo la ambición de Moisés se exteriorizaba ya en su infancia. Cierta vez que el faraón lo alzó en sus brazos y, jugando, lo levantó bien alto, el niñito de tres años le arrebató la corona de la cabeza y se la colocó en la propia. El rey se espantó de este augurio y no dejó de inquirir a sus sabios sobre el asunto (ver nota(49)). En otra parte se narran unas victoriosas hazañas guerreras que consumó en Etiopía como general egipcio, y a ello se anuda su huida de Egipto, pues debía temer la envidia de un partido de la corte o del mismo faraón. El propio relato bíblico atribuye a Moisés algunos rasgos a los que uno otorgaría veracidad. Lo describe como colérico, irascible; presa de indignación, da muerte al brutal capataz que maltrata a un trabajador judío, tal como en su enojo por la apostasía del pueblo hace pedazos las Tablas de la Ley que recibiera de Dios en el monte [Sinaí] (ver nota(50)); y aun Dios mismo lo castiga, al final, a causa de un acto de impaciencia (no se nos

De acuerdo con esta construcción nuestra, el éxodo de Egipto ocurrió en el lapso entre 1358 y 1350 a. C., o sea tras la muerte de Ikhnatón y antes que Haremhab restableciera la autoridad estatal(45). La meta de la migración sólo podía ser la tierra de Canaán. Allí, tras la quiebra del imperio egipcio, habían irrumpido grupos de belicosos arameos en tren de conquista y pillaje, mostrando de ese modo dónde un pueblo valeroso podía conseguir un nuevo patrimonio territorial. Tenemos noticia de estos guerreros por las cartas halladas en 1887 en el archivo de las ruinas de Amarna. En ellas se los llama «habiru», y ese nombre, no se sabe cómo, pasó a los invasores judíos que llegaron después -«hebreos»-. Al sur de Palestina, en Canaán, moraban también aquellas estirpes que tenían el más cercano parentesco con los judíos ahora emigrantes de Egipto.
La motivación que hemos colegido para el éxodo como un todo alcanza también a la institución de la circuncisión. Es conocida la conducta de los seres humanos, pueblos e individuos, frente a este uso de antigüedad primordial, que apenas si es comprendido ya. A quienes no lo practican les parece muy extraño, y los asusta un poco; en cuanto a los otros, los que han adoptado la circuncisión, están orgullosos de ella. Se sienten elevados, como ennoblecidos, y miran con desprecio a los demás, estimándolos impuros. Todavía hoy el turco insulta al cristiano diciéndole «perro no circunciso». Es creíble que Moisés, circuncidado él mismo como egipcio, compartiera esta actitud. Los judíos con quienes abandonó la patria debían ser para él un sustituto mejor de los egipcios que dejaba atrás, en el país. De ningún modo podían irles en zaga. Quería hacer de ellos un «pueblo santo», según lo dice de manera expresa el propio texto bíblico(46) y como signo de esa santificación les impuso aquella costumbre que por lo menos los igualaba a los egipcios. Además, no podía dejar de congratularse de que un signo así los aislara y les impidiera mezclarse con los pueblos extranjeros hacia quienes debía llevarlos su migración, así como los propios egipcios se habían segregado de todos los extranjeros (ver nota(47)).
Sin embargo, la tradición judía se comportó más tarde como oprimida por la inferencia que nosotros acabamos de desarrollar. De admitirse que la circuncisión era una costumbre egipcia introducida por Moisés, importaba ello casi reconocer que la religión por él trasmitida había sido también egipcia. Pero se tenían buenas razones para desmentir este hecho; y en consecuencia, fue preciso contradecir también la relación de cosas con respecto a la circuncisión.
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En este punto espero que se me habrá de hacer un reproche. Según mi construcción, Moisés, el egipcio, se sitúa en la época de Ikhnatón; de las circunstancias políticas del país en esa época se deduce su decisión de asimilarse al pueblo judío, y la religión que él dona o impone a sus protegidos se discierne como la de Atón, que acababa de ser quebrantada en el propio Egipto: se me dirá, pues, que a este edificio de conjeturas yo lo he presentado con una precisión excesiva, no fundamentada en el material. Opino que el reproche es injustificado. Ya en mis palabras introductorias puse de relieve el aspecto de la duda, por así decir lo coloqué antes del paréntesis, y entonces tengo derecho a ahorrarme el repetirlo en cada término dentro del paréntesis (ver nota(48)).
Proseguiré la elucidación con algunas de mis propias puntualizaciones críticas. La pieza nuclear de nuestra tesis, la dependencia del monoteísmo judío respecto de aquel episodio monoteísta de la historia de Egipto, ha sido columbrada e indicada por diversos autores. Omito reproducir aquí estas voces, pues ninguna de ellas sabe señalar el camino por el cual se habría consumado ese influjo. Si para nosotros este último permanece anudado a la persona de Moisés, es cierto que cabe sopesar también posibilidades diversas de la que hemos preferido. Es imposible suponer que el abatimiento de la religión oficial de Atón acabara por completo con la corriente monoteísta en Egipto. La escuela sacerdotal de On, de la que había surgido, resistió la catástrofe, y todavía generaciones después de Ilchnatón pudo proseguir su ilación de pensamiento {Gedankengang}. Entonces, la hazaña de Moisés es concebible aunque no hubiera vivido en la época de Ikhnatón ni experimentado su influjo personal; bastaría con haber sido seguidor o aun miembro de la escuela de On. Esta posibilidad desplazaría el punto temporal del éxodo y lo situaría más próximo a la fecha que se suele admitir (en el siglo ' xiii a. C.), pero que no tiene en su favor nada más que la recomiende. Así se arruinaría la intelección de los motivos de Moisés, y el éxodo ya no estaría facilitado por la anarquía reinante en el país. Los reyes que siguieron, de la dinastía decimonovena, ejercieron un gobierno fuerte. Las condiciones externas e internas propicias al éxodo se conjugan sólo en la época inmediatamente posterior a la muerte del rey herético.
Los judíos poseen una abundante literatura extrabíblica, donde uno halla las sagas y mitos que en el curso de los siglos se formaron en torno de la grandiosa figura de su primer caudillo y fundador de su religión, glorificándola y oscureciéndola a la vez. Acaso dispersos en este material haya fragmentos de buena tradición que no hallaron sitio en el Pentateuco. Una de estas sagas describe en expresivos términos cómo la ambición de Moisés se exteriorizaba ya en su infancia. Cierta vez que el faraón lo alzó en sus brazos y, jugando, lo levantó bien alto, el niñito de tres años le arrebató la corona de la cabeza y se la colocó en la propia. El rey se espantó de este augurio y no dejó de inquirir a sus sabios sobre el asunto (ver nota(49)). En otra parte se narran unas victoriosas hazañas guerreras que consumó en Etiopía como general egipcio, y a ello se anuda su huida de Egipto, pues debía temer la envidia de un partido de la corte o del mismo faraón. El propio relato bíblico atribuye a Moisés algunos rasgos a los que uno otorgaría veracidad. Lo describe como colérico, irascible; presa de indignación, da muerte al brutal capataz que maltrata a un trabajador judío, tal como en su enojo por la apostasía del pueblo hace pedazos las Tablas de la Ley que recibiera de Dios en el monte [Sinaí] (ver nota(50)); y aun Dios mismo lo castiga, al final, a causa de un acto de impaciencia (no se nos

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dice cuál)(51). Como un rasgo así no seprestaba a la glorificación, acaso respondiera a la verdad histórico-vivencial {historisch}. Tampoco se puede rechazar la posibilidad de que muchos de los rasgos de carácter que los judíos imprimieron en la temprana representación de su Dios, llamándolo celoso, severo e implacable, provinieran en el fondo del recuerdo de Moisés, considerando que en realidad este hombre, y no un Dios invisible, los había sacado de Egipto.
Otro rasgo que se le adscribe posee particulares títulos para nuestro interés. Se dice que era «torpe de lengua», o sea, que tenía una inhibición de lenguaje o un defecto vocal, de suerte que en sus presuntos tratos con el faraón necesitó que lo auxiliara Aarón, de quien se nos dice que es su hermano (ver nota(52)). Acaso también esto sea una verdad histórica, y constituiría un deseable aporte para animar la fisonomía del grande hombre; pero es posible que tenga un significado diverso y más importante. Quizás esa noticia refiera con leve desfiguración el hecho de que Moisés hablaba una lengua diferente que sus neoegipcios semitas y era incapaz de tratar sin intérprete con ellos, al menos al comienzo de sus vínculos. Por tanto, otra confirmación de la tesis: Moisés era egipcio.
Ahora bien, parece que nuestro trabajo ha alcanzado un término provisional. De nuestro supuesto de que Moisés era egipcio, esté o no demostrado, no podemos por ahora deducir nada más. En cuanto al relato bíblico sobre Moisés y el éxodo, ningún historiador puede considerarlo sino como una piadosa pieza de ficción en la cual -al servicio de sus propias tendencias- ha sido refundida una tradición remota. Desconocemos la letra originaria de esa tradición; en cuanto a las tendencias que la desfiguraron, nos gustaría colegirlas, pero nuestra ignorancia de los procesos históricos vividos {historisch} nos deja a oscuras. No puede extraviarnos, pues, que nuestra reconstrucción se oponga al relato bíblico no dejando espacio alguno para muchos de sus ornamentos, como las diez plagas, el cruce del Mar Rojo o el .solemne estatuto de las leyes en el monte Sinaí. En cambio, no ha de sernos indiferente hallarnos en contradicción con los resultados de la investigación historiográfica positiva de nuestro tiempo.
Estos historiadores recientes, como exponente de los cuales reconoceríamos a E. Meyer (1906), siguen al relato bíblico en un punto decisivo. También ellos opinan que las estirpes judías de las que surgiría luego el pueblo de Israel adoptaron en cierto momento una religión nueva. Pero este suceso no se consumó en Egipto, tampoco al pie de un monte en la península del Sinaí, sino en un lugar que se llama Meribat-Qadesh(53), un oasis singularizado por su abundancia de manantiales y fuentes en la faja de tierra que se extiende al sur de Palestina, entre la salida oriental de la península del Sinaí y el borde occidental de Arabia (ver nota(54)). Allí adoptaron el culto de un dios Yahvé, probablemente de la estirpe arábiga de los madianitas, que vivían en esa comarca. Acaso otras estirpes vecinas eran también seguidoras de este dios.
Yahvé era, con seguridad, un dios volcánico. Ahora bien, como se sabe, en Egipto no hay volcanes y tampoco los montes de la península del Sinaí han sido nunca volcánicos; en cambio, se hallan volcanes, acaso activos hasta épocas tardías, a lo largo de la costa occidental de Arabia. Por tanto, uno de esos montes tiene que haber sido el Sinaí-Horeb, concebido como la morada de Yahvé(55). A pesar de las refundiciones sufridas por el informe bíblico, es posible, según Meyer, reconstruir la imagen originaria del carácter de este dios: es un demonio ominoso, sediento de sangre, que ronda por las noches y teme la luz del día (ver nota(56)).
El mediador entre Dios y el pueblo en esta fundación religiosa es llamado Moisés. Es yerno del sacerdote madianita Jethro, y guardaba los rebaños de este cuando recibió el llamado divino. Y allí mismo, en Qadesh, es visitado por Jethro, quien le imparte enseñanzas (ver nota(57)).Aunque Meyer dice no haber dudado nunca de que la historia de la residencia en Egipto y de la catástrofe de los egipcios contiene algún núcleo histórico (ver nota(58)), es evidente que no sabe cómo situar y valorar el hecho por él reconocido. Sólo a la costumbre de la circuncisión está dispuesto a derivarla de Egipto. Enriquece nuestra anterior argumentación mediante dos importantes referencias. La primera, que Josué exhorta al pueblo a circuncidarse «para quitarse el oprobio [o sea, el desdén] de los egipcios(59)»; la segunda, una cita de Herodoto, según la cual «los propios fenicios (sin duda los judíos) y los sitios de Palestina admiten haber aprendido de los egipcios la costumbre» (ver nota(60)). Pero Meyer ha dejado menos sitio para un Moisés egipcio: «El Moisés de quien tenemos noticia es el antepasado de los sacerdotes de Qadesh, vale decir, una figura de la saga genealógica que mantiene relación con el culto, no una personalidad histórica{geschichtlich}. Y por otra parte (salvo los que aceptan a pie juntillas la tradición como verdad histórica), ninguno de quienes lo consideran una figura histórica lo ha llenado de contenido, cualquiera que fuese este, ni ha sabido presentarlo como una individualidad concreta, ni indicar algo que él hubiera creado o que constituiría su obra histórica» (ver nota(61)).
En cambio, no se cansa de destacar el vínculo de Moisés con Qadesh y Madián: «La figura de Moisés, íntimamente enlazada a Madián y a los sitios de culto en el desierto» (ver nota(62)). «Ahora bien, esta figura de Moisés se conecta de manera inseparable con Qadesh (Massá y Meribá(63)), y su situación como yerno del sacerdote madianita proporciona el complemento. Por el contrario, su conexión con el éxodo y la íntegra historia de su juventud son de todo punto secundarias y simples consecuencias de haber sido entramado Moisés en una historia legendaria de secuencia coherente» (ver nota(64)). Puntualiza, además, que todos los motivos contenidos en la historia de la juventud de Moisés se abandonan más tarde: «Moisés en Madián ya no es un egipcio, nieto del faraón, sino un pastor a quien Yahvé se revela. En los relatos sobre las plagas nada se dice de sus antiguas vinculaciones, y eso que habría sido de gran efecto; también se ha olvidado por completo la orden de matar a los niños varones israelitas (ver nota(65)). En el éxodo y el sepultamiento {Untergang} de los egipcios, Moisés no desempeña papel alguno, y ni siquiera se lo menciona. El carácter heroico, presupuesto en la saga de su infancia, le falta por completo al Moisés posterior; ya es sólo el hombre de Dios, un taumaturgo provisto por Yahvé de poderes sobrenaturales. . . » (ver nota(66)).
No podemos nosotros poner en entredicho la impresión de que este Moisés de Qadesh y Madián, a quien la propia tradición pudo atribuirle erigir a una serpiente de metal como dios curativo (ver nota(67)), es muy otro de aquel gran señor egipcio por nosotros inferido, el que reveló al pueblo una religión de la que se proscribían de la manera más rigurosa toda magia y todo ensalmo. Acaso nuestro Moisés egipcio no se diferencia menos del Moisés madianita que el dios universal. Atón de Yahvé, aquel demonio que habitaba en la montaña de los dioses. Y entonces, si hemos de dar algún crédito a las averiguaciones de los historiadores recientes, habremos de admitir que se nos ha roto por segunda vez el hilo que pretendíamos devanar desde el supuesto de que Moisés era egipc io. Esta vez, según parece, sin esperanza de volver a anudarlo.

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Pero, inesperadamente, torna a presentársenos una salida. Los empeños por discernir en Moisés una figura que rebase al sacerdote de Qadesh y por confirmar una grandiosidad que la tradición le alaba no se han aquietado después de Meyer (cf. Gressmann(68) y otros). En 1922, Ernst Sellin ha hecho un descubrimiento que cobra decisivo influjo sobre nuestro problema. En el profeta Oseas (segunda mitad del siglo VIII a. C.) encontró los indicios inequívocos de una tradición cuyo contenido es que Moisés, el fundador de la religión, halló violento fin en una revuelta de su pueblo, díscolo y contumaz, que al mismo tiempo repudió la religión por él fundada. Ahora bien, esta tradición no se limita a Oseas; retorna en la mayoría de los profetas siguientes y, más todavía, según Sellin, se convirtió en la base de todas las ulteriores expectativas mesiánicas. Al término del exilio babilónico, se desarrolló en el pueblo judío la esperanza de que volviera de entre los muertos aquel tan ignominiosamente asesinado, y condujera a su arrepentido pueblo -acaso no sólo a este- al reino de la bienaventuranza duradera. No han de ocuparnos aquí los evidentes vínculos con el destino de un fundador de religión que después advendría.
Desde luego, tampoco en este caso estoy en condiciones de decidir si Sellin ha interpretado de manera correcta los pasajes proféticos. Pero si está en lo cierto, es lícito atribuir credibilidad histórica a la tradición por él discernida; en efecto, tales cosas no se inventan {erdichten} con facilidad. Para ello falta un motivo asible y, por otra parte, si realmente acontecieron, bien se comprende que se las quiera olvidar. No necesitamos admitir todos los detalles de la tradición. A juicio de Sellin, debe designarse a Schittim, en la Trasjordania, como el sitio donde se produjo el asesinato de Moisés. Enseguida veremos que esa localidad es inadmisible para nuestras consideraciones.
De Sellin tomamos el supuesto de que el Moisés egipcio fue asesinado por los judíos, quienes abandonaron la religión que él introdujo. Ese supuesto nos permite seguir devanando nuestros hilos sin contradecir unos creíbles resultados de la investigación histórica. Pero en lo demás osamos mantener independencia respecto de los autores, y «seguir la propia senda» de una manera autónoma. El éxodo de Egipto sigue siendo nuestro punto de partida. Debió de haber sido un número considerable de personas el que abandonara el país con Moisés; un grupo pequeño no habría merecido los afanes de este hombre ambicioso que aspiraba a la grandeza. Es probable que los inmigrantes permanecieran en el país el tiempo suficiente para convertirse en un pueblo de nutridas filas. Mas no erraremos, ciertamente, si, con la mayoría de los autores, suponemos que sólo una fracción del posterior pueblo judío experimentó los acontecimientos de Egipto. Con otras palabras: la estirpe que regresaba de Egipto se reunió luego, en la faja de tierra situada entre aquel país y Canaán, con otras estirpes emparentadas, allí establecidas hacía largo tiempo. Esa unión, de la cual surgió el pueblo de Israel, se expresó adoptando una religión nueva, común a todas las estirpes: la de Yahvé; suceso este que según Meyer(69) se consumó en Qadesh bajo influjo madianita. Tras ello, el pueblo se sintió con fuerzas bastantes para invadir el país de Canaán. Pues bien; con este curso de los hechos no se concilia que la catástrofe de Moisés y de su religión ocurriera en la Trasjordania: tuvo que acontecer mucho antes de aquella unificación.
Es cosa cierta que elementos asaz diversos confluyeron en la edificación del pueblo judío. Pero la mayor diferencia entre estas estirpes no pudo menos que ser esta: que hubieran co-vivenciado o no la estadía en Egipto, y lo que a ella siguió. Atendiendo a este punto, se puede decir que la nación procedía de la reunión de dos elementos; y en consonancia con este hecho se sitúa su separación, tras un breve período de unidad política, en dos fragmentos: el reino de Israel y el reino de Judea. El acontecer histórico {Geschichte} ama tales restauraciones en que se deshacen fusiones tardías, y anteriores divorcios salen de nuevo a la luz. Consabido es el ejemplo más notable de ello: la Reforma, que tras un intervalo de más de un milenio saca a la luz la frontera entre la Germania que antaño devino romana y la Germania que había preservado su independencia. Para el pueblo judío no podríamos probar nosotros una reproducción tan fiel del antiguo estado de cosas; nuestra noticia sobre esos tiempos es demasiado incierta para permitirnos afirmar que en el reino del Norte se reencontraron los allí avecindados desde siempre, y en el del Sur los que regresaron de Egipto, pero la posterior separación no puede haber dejado de entramarse con la soldadura anterior. Es probable que los antaño egipcios fueran menos numerosos que los otros, pero demostraron ser los más fuertes en lo cultural; ejercieron un influjo mayor sobre el ulterior desarrollo del pueblo porque traían consigo una tradición que faltaba a los otros.
Y quizás otra cosa aún, más asible que una tradición. Entre los mayores enigmas de la historia judía se incluye el origen de los levitas. Se los deriva de una de las doce tribus de Israel, la tribu de Levi, pero ninguna tradición ha osado indicar dónde seasentaba en su origen esta tribu o qué parte se le asignó en el conquistado país de Canaán. Ocupan los más importantes cargos sacerdotales. Sin embargo, se diferencian de los sacerdotes: un levita no es necesariamente un sacerdote; tampoco es el nombre de una casta. Nuestra premisa sobre la persona de Moisés nos sugiere una explicación. No es creíble que un gran señor como Moisés entrara sin acompañantes en ese pueblo para él extranjero. Sin duda trajo consigo su séquito, sus partidarios más próximos, sus escribas, sus criados. Y estos fueron originariamente los levitas. Lo que la tradición afirma, que Moisés era un levita, parece una trasparente desfiguración del estado de cosas: los levitas eran la gente de Moisés. Esta solución viene sustentada por el hecho, que mencioné en mi ensayo anterior(70), de que sólo entre los levitas siguen apareciendo más tarde nombres egipcios. Cabe suponer que buen número de esta gente de Moisés escapó a la catástrofe que se abatió sobre él y la religión que él fundó. En las siguientes generaciones se multiplicaron, se fusionaron con el pueblo dentro del cual vivían, pero permanecieron fieles a su señor, guardaron su memoria y cultivaron la tradición de sus enseñanzas. En la época de la reunión con los fieles de Yahvé, eran una minoría influyente, con superioridad cultural sobre las otras.
Establezco este supuesto provisional: entre el sepultamiento {Untergang} de Moisés y la fundación religiosa de Qadesh trascurrieron dos generaciones, y hasta quizás un siglo. No veo ningún camino que nos permita decidir si los neoegipcios, como me gustaría llamarlos para distinguirlos -vale decir, los que regresaban-, se encontraron con sus parientes por estirpe después que estos ya habían adoptado la religión de Yahvé, o antes. Esto último se puede considerar más verosímil. Pero no introduce diferencia alguna en el resultado final. Lo que sucedió en Qadesh fue una solución de compromiso en que es inequívoca la participación de la

Desde luego, tampoco en este caso estoy en condiciones de decidir si Sellin ha interpretado de manera correcta los pasajes proféticos. Pero si está en lo cierto, es lícito atribuir credibilidad histórica a la tradición por él discernida; en efecto, tales cosas no se inventan {erdichten} con facilidad. Para ello falta un motivo asible y, por otra parte, si realmente acontecieron, bien se comprende que se las quiera olvidar. No necesitamos admitir todos los detalles de la tradición. A juicio de Sellin, debe designarse a Schittim, en la Trasjordania, como el sitio donde se produjo el asesinato de Moisés. Enseguida veremos que esa localidad es inadmisible para nuestras consideraciones.
De Sellin tomamos el supuesto de que el Moisés egipcio fue asesinado por los judíos, quienes abandonaron la religión que él introdujo. Ese supuesto nos permite seguir devanando nuestros hilos sin contradecir unos creíbles resultados de la investigación histórica. Pero en lo demás osamos mantener independencia respecto de los autores, y «seguir la propia senda» de una manera autónoma. El éxodo de Egipto sigue siendo nuestro punto de partida. Debió de haber sido un número considerable de personas el que abandonara el país con Moisés; un grupo pequeño no habría merecido los afanes de este hombre ambicioso que aspiraba a la grandeza. Es probable que los inmigrantes permanecieran en el país el tiempo suficiente para convertirse en un pueblo de nutridas filas. Mas no erraremos, ciertamente, si, con la mayoría de los autores, suponemos que sólo una fracción del posterior pueblo judío experimentó los acontecimientos de Egipto. Con otras palabras: la estirpe que regresaba de Egipto se reunió luego, en la faja de tierra situada entre aquel país y Canaán, con otras estirpes emparentadas, allí establecidas hacía largo tiempo. Esa unión, de la cual surgió el pueblo de Israel, se expresó adoptando una religión nueva, común a todas las estirpes: la de Yahvé; suceso este que según Meyer(69) se consumó en Qadesh bajo influjo madianita. Tras ello, el pueblo se sintió con fuerzas bastantes para invadir el país de Canaán. Pues bien; con este curso de los hechos no se concilia que la catástrofe de Moisés y de su religión ocurriera en la Trasjordania: tuvo que acontecer mucho antes de aquella unificación.
Es cosa cierta que elementos asaz diversos confluyeron en la edificación del pueblo judío. Pero la mayor diferencia entre estas estirpes no pudo menos que ser esta: que hubieran co-vivenciado o no la estadía en Egipto, y lo que a ella siguió. Atendiendo a este punto, se puede decir que la nación procedía de la reunión de dos elementos; y en consonancia con este hecho se sitúa su separación, tras un breve período de unidad política, en dos fragmentos: el reino de Israel y el reino de Judea. El acontecer histórico {Geschichte} ama tales restauraciones en que se deshacen fusiones tardías, y anteriores divorcios salen de nuevo a la luz. Consabido es el ejemplo más notable de ello: la Reforma, que tras un intervalo de más de un milenio saca a la luz la frontera entre la Germania que antaño devino romana y la Germania que había preservado su independencia. Para el pueblo judío no podríamos probar nosotros una reproducción tan fiel del antiguo estado de cosas; nuestra noticia sobre esos tiempos es demasiado incierta para permitirnos afirmar que en el reino del Norte se reencontraron los allí avecindados desde siempre, y en el del Sur los que regresaron de Egipto, pero la posterior separación no puede haber dejado de entramarse con la soldadura anterior. Es probable que los antaño egipcios fueran menos numerosos que los otros, pero demostraron ser los más fuertes en lo cultural; ejercieron un influjo mayor sobre el ulterior desarrollo del pueblo porque traían consigo una tradición que faltaba a los otros.
Y quizás otra cosa aún, más asible que una tradición. Entre los mayores enigmas de la historia judía se incluye el origen de los levitas. Se los deriva de una de las doce tribus de Israel, la tribu de Levi, pero ninguna tradición ha osado indicar dónde seasentaba en su origen esta tribu o qué parte se le asignó en el conquistado país de Canaán. Ocupan los más importantes cargos sacerdotales. Sin embargo, se diferencian de los sacerdotes: un levita no es necesariamente un sacerdote; tampoco es el nombre de una casta. Nuestra premisa sobre la persona de Moisés nos sugiere una explicación. No es creíble que un gran señor como Moisés entrara sin acompañantes en ese pueblo para él extranjero. Sin duda trajo consigo su séquito, sus partidarios más próximos, sus escribas, sus criados. Y estos fueron originariamente los levitas. Lo que la tradición afirma, que Moisés era un levita, parece una trasparente desfiguración del estado de cosas: los levitas eran la gente de Moisés. Esta solución viene sustentada por el hecho, que mencioné en mi ensayo anterior(70), de que sólo entre los levitas siguen apareciendo más tarde nombres egipcios. Cabe suponer que buen número de esta gente de Moisés escapó a la catástrofe que se abatió sobre él y la religión que él fundó. En las siguientes generaciones se multiplicaron, se fusionaron con el pueblo dentro del cual vivían, pero permanecieron fieles a su señor, guardaron su memoria y cultivaron la tradición de sus enseñanzas. En la época de la reunión con los fieles de Yahvé, eran una minoría influyente, con superioridad cultural sobre las otras.
Establezco este supuesto provisional: entre el sepultamiento {Untergang} de Moisés y la fundación religiosa de Qadesh trascurrieron dos generaciones, y hasta quizás un siglo. No veo ningún camino que nos permita decidir si los neoegipcios, como me gustaría llamarlos para distinguirlos -vale decir, los que regresaban-, se encontraron con sus parientes por estirpe después que estos ya habían adoptado la religión de Yahvé, o antes. Esto último se puede considerar más verosímil. Pero no introduce diferencia alguna en el resultado final. Lo que sucedió en Qadesh fue una solución de compromiso en que es inequívoca la participación de la

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estirpe de Moisés.
Tenemos derecho a invocar de nuevo aquí el testimonio de la circuncisión, que ya repetidas veces, por así decir como un fósil de referencia, nos ha prestado los más importantes servicios. Esta costumbre pasó a ser un mandamiento también en la religión de Yahvé, y como se enlaza de manera indisoluble con Egipto, el aceptarla sólo pudo ser una concesión a la gente de Moisés -o a los levitas entre ellos- que no quería renunciar a este signo de su santificación. Era lo que pretendían rescatar de su antigua religión, y a cambio estaban dispuestos a aceptar la nueva divinidad y cuanto de ella referían los sacerdotes de Madián. Es posible que impusieran además otras concesiones. Ya hemos consignado que el ritual judío prescribía limitaciones en el uso del nombre de Dios. En vez de «Yahvé», se debía decir «Adonai». Parece sugerente introducir este precepto dentro de nuestra trama, pero es una conjetura que carece de otro asidero. Como se sabe, la prohibición respecto del nombre de Dios constituye un tabú de antigüedad primordial. Uno no comprende por qué se refrescaría justamente en la ley judía; no está excluido que ello aconteciera bajo el influjo de un nuevo motivo. No debe creerse que la prohibición se cumpla de modo consecuente; para la formación de nombres de pila teóforos (vale decir, compuestos), se podía emplear el nombre de Dios Yahvé (Johanán, Jehú, Josué(71)). Pero con este nombre ocurría un caso particular. Es sabido que la investigación crítica de la Biblia acepta dos fuentes escritas para el Hexateuco(72). Son designadas «Y» y
«E» porque para el nombre de Dios una emplea «Yahvé» y la otra «Elohim». Y este último, no «Adonai»; pero considérese lo que señala uno de nuestros autores: «Los nombres diferentes son el nítido signo distintivo de dioses diversos en su origen» (ver nota(73)).
Hemos considerado que el conservar la circuncisión era prueba de que en la fundación religiosa de Qadesh se produjo una solución de compromiso. Dilucidamos su contenido a partir de los informes coincidentes de «Y» y «E», que por tanto se remontan en este punto a una fuente común (a una tradición escrita u oral). La tendencia rectora era demostrar la grandeza y el poder del nuevo Dios Yahvé. Como la gente de Moisés asignaba tan alto valor a su vivencia del éxodo de Egipto, hubo que atribuirle a Yahvé ese acto libertador, y el suceso fue provisto de unos adornos que testimoniaban la terrible grandiosidad del dios volcánico, como la columna de humo [nube] que por la noche se mudaba en una columna de fuego, la tormenta que secó por un instante el Mar Rojo de suerte que los perseguidores se ahogaron con las masas de agua que volvían (ver nota(74)). De ese modo el éxodo y la fundación religios a se aproximaban entre sí, y se desmentía el largo intervalo que los había separado; tampoco la dación de la Ley se cumplía en Qadesh, sino al pie del monte de Dios bajo los signos de una erupción volcánica. Pero esta presentación cometía grave injusticia a la memoria de Moisés; había sido él, no el, dios volcánico, quien libertara al pueblo de su prisión egipcia. Se le debía un resarcimiento, y se lo halló trasladando a Moisés hasta Qadesh o hasta el Sinaí-Horeb, en remplazo de los sacerdotes madianitas. Que mediante esta solución se satisfacía una segunda tendencia, de irrechazable imperio, es cosa que elucidaremos más adelante. De esta manera se producía, por así decir, una compensación: Yahvé, quien moraba sobre un monte de Madián, era extendido hacia Egipto y, a cambio, la existencia y la actividad de Moisés se prolongaban hacia Qadesh y la Trasjordanía. Fue fusionado, así, con la persona del posterior fundador de religión, el yerno del madianita Jethro, a quien prestó su nombre de Moisés. Pero sobre este otro Moisés no sabemos enunciar nada personal: a tal punto está oscurecido por el otro, el Moisés egipcio. Ello, a menos que recurramos a las contradicciones que hallamos en el texto bíblico sobre la caracterización de Moisés. A menudo nos lo describe como despótico, colérico y aun violento, a pesar de lo cual se nos dice que fue el más manso y paciente de los hombres (vernota(75)). Es claro que estas últimas propiedades habrían convenido poco al Moisés egipcio, que emprendió con su pueblo tan grande y difícil hazaña; quizá pertenecieron al otro, al madianita. Yo creo que se tiene derecho a volver a separar entre sí ambas personas y a suponer que el Moisés egipcio nunca estuvo en Qadesh ni oyó jamás el nombre de Yahvé, así como el Moisés madianita nunca puso el pie en Egipto ni supo nada de Atón. Con el fin de soldar ambas personas, la tradición o la formación de saga se vio ante la tarea de llevar hasta Madián al Moisés egipcio, y ya sabemos que sobre esto circulaba más de una explicación.

Tenemos derecho a invocar de nuevo aquí el testimonio de la circuncisión, que ya repetidas veces, por así decir como un fósil de referencia, nos ha prestado los más importantes servicios. Esta costumbre pasó a ser un mandamiento también en la religión de Yahvé, y como se enlaza de manera indisoluble con Egipto, el aceptarla sólo pudo ser una concesión a la gente de Moisés -o a los levitas entre ellos- que no quería renunciar a este signo de su santificación. Era lo que pretendían rescatar de su antigua religión, y a cambio estaban dispuestos a aceptar la nueva divinidad y cuanto de ella referían los sacerdotes de Madián. Es posible que impusieran además otras concesiones. Ya hemos consignado que el ritual judío prescribía limitaciones en el uso del nombre de Dios. En vez de «Yahvé», se debía decir «Adonai». Parece sugerente introducir este precepto dentro de nuestra trama, pero es una conjetura que carece de otro asidero. Como se sabe, la prohibición respecto del nombre de Dios constituye un tabú de antigüedad primordial. Uno no comprende por qué se refrescaría justamente en la ley judía; no está excluido que ello aconteciera bajo el influjo de un nuevo motivo. No debe creerse que la prohibición se cumpla de modo consecuente; para la formación de nombres de pila teóforos (vale decir, compuestos), se podía emplear el nombre de Dios Yahvé (Johanán, Jehú, Josué(71)). Pero con este nombre ocurría un caso particular. Es sabido que la investigación crítica de la Biblia acepta dos fuentes escritas para el Hexateuco(72). Son designadas «Y» y
«E» porque para el nombre de Dios una emplea «Yahvé» y la otra «Elohim». Y este último, no «Adonai»; pero considérese lo que señala uno de nuestros autores: «Los nombres diferentes son el nítido signo distintivo de dioses diversos en su origen» (ver nota(73)).
Hemos considerado que el conservar la circuncisión era prueba de que en la fundación religiosa de Qadesh se produjo una solución de compromiso. Dilucidamos su contenido a partir de los informes coincidentes de «Y» y «E», que por tanto se remontan en este punto a una fuente común (a una tradición escrita u oral). La tendencia rectora era demostrar la grandeza y el poder del nuevo Dios Yahvé. Como la gente de Moisés asignaba tan alto valor a su vivencia del éxodo de Egipto, hubo que atribuirle a Yahvé ese acto libertador, y el suceso fue provisto de unos adornos que testimoniaban la terrible grandiosidad del dios volcánico, como la columna de humo [nube] que por la noche se mudaba en una columna de fuego, la tormenta que secó por un instante el Mar Rojo de suerte que los perseguidores se ahogaron con las masas de agua que volvían (ver nota(74)). De ese modo el éxodo y la fundación religios a se aproximaban entre sí, y se desmentía el largo intervalo que los había separado; tampoco la dación de la Ley se cumplía en Qadesh, sino al pie del monte de Dios bajo los signos de una erupción volcánica. Pero esta presentación cometía grave injusticia a la memoria de Moisés; había sido él, no el, dios volcánico, quien libertara al pueblo de su prisión egipcia. Se le debía un resarcimiento, y se lo halló trasladando a Moisés hasta Qadesh o hasta el Sinaí-Horeb, en remplazo de los sacerdotes madianitas. Que mediante esta solución se satisfacía una segunda tendencia, de irrechazable imperio, es cosa que elucidaremos más adelante. De esta manera se producía, por así decir, una compensación: Yahvé, quien moraba sobre un monte de Madián, era extendido hacia Egipto y, a cambio, la existencia y la actividad de Moisés se prolongaban hacia Qadesh y la Trasjordanía. Fue fusionado, así, con la persona del posterior fundador de religión, el yerno del madianita Jethro, a quien prestó su nombre de Moisés. Pero sobre este otro Moisés no sabemos enunciar nada personal: a tal punto está oscurecido por el otro, el Moisés egipcio. Ello, a menos que recurramos a las contradicciones que hallamos en el texto bíblico sobre la caracterización de Moisés. A menudo nos lo describe como despótico, colérico y aun violento, a pesar de lo cual se nos dice que fue el más manso y paciente de los hombres (vernota(75)). Es claro que estas últimas propiedades habrían convenido poco al Moisés egipcio, que emprendió con su pueblo tan grande y difícil hazaña; quizá pertenecieron al otro, al madianita. Yo creo que se tiene derecho a volver a separar entre sí ambas personas y a suponer que el Moisés egipcio nunca estuvo en Qadesh ni oyó jamás el nombre de Yahvé, así como el Moisés madianita nunca puso el pie en Egipto ni supo nada de Atón. Con el fin de soldar ambas personas, la tradición o la formación de saga se vio ante la tarea de llevar hasta Madián al Moisés egipcio, y ya sabemos que sobre esto circulaba más de una explicación.
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Estamos preparados para oír de nuevo el reproche de haber presentado con ilícita, con excesiva certeza nuestra reconstrucción de la historia primordial del pueblo de Israel. Fácil le será a esta crítica alcanzarnos, puesto que halla eco dentro de nuestro propio juicio. Bien sabemos que nuestro edificio tiene sus puntos débiles. Pero también muestra sus lados sólidos. En conjunto prevalece la impresión de que vale la pena proseguir la obra en la dirección iniciada.
El informe bíblico que poseemos contiene unas indicaciones histórico-vivenciales valiosas y hasta inapreciables, que, empero, han sido desfiguradas {dislocadas} por el influjo de poderosas tendencias y adornadas con las producciones de una invención poética. En el curso de nuestros anteriores empeños pudimos colegir una de esas tendencias desfiguradoras. Ese hallazgo nos señala el camino a seguir. Debemos poner en descubierto otras tendencias de esa índole. Si obtenemos puntos de apoyo para discernir las desfiguraciones que produjeron, sacaremos a la luz, por detrás de ellas, nuevos fragmentos de la verdadera relación de cosas.
Hagamos que primero la investigación crítica de la Biblia nos refiera lo que ella sabe decir sobre el acontecer histórico genético del Hexateuco (los cinco libros de Moisés y el libro de Josué, los únicos que aquí nos interesan) (ver nota(76)). Se considera que la fuente escrita más antigua es «Y», el «Yahvista», en quien recientemente se ha querido discernir al sacerdote Ebjatar, un contemporáneo del rey David (ver nota(77)). Algo después -no se sabe cuánto tiempo después-se agrega el «Elohísta» [«E»], originario del Reino del Norte (ver nota(78)). Tras la ruina de este último en 722 a. C., un sacerdote judío reunió entre sí fragmentos de «Y» y de «E», agregándoles aportes propios. Su compilación es designada «YE». En el siglo vii se suma el Deuteronomio, el quinto libro, que supuestamente habría sido reencontrado íntegro en el Templo. La refundición llamada «Código Sacerdotal» se sitúa en el período que siguió a la destrucción del Templo (586 a. C.), durante el exilio y tras el regreso; en el siglo v la obra experimenta su redacción definitiva, y desde entonces no fue alterada en lo esencial (ver nota(79)).
La historia del rey David y de su tiempo es, con mucha probabilidad, obra de un contemporáneo. Es verdadera historiografía, quinientos años anterior a Herodoto, el «padre de la historia». Uno se acerca a entender ese logro si, en el sentido de nuestro supuesto, orienta su pensamiento

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hacía una influencia egipcia (ver nota(80)). Hasta ha aflorado la conjetura de que los israelitas de aquel tiempo primordial, vale decir, los escribas de Moisés, no dejaron de partcipar en la invención del primer alfabeto(81). Desde luego que se sustrae de nuestra noticia saber cuánto de los informes sobre épocas anteriores se remonta a registros previos o a tradiciones orales, así como ignoramos los intervalos de tiempo que en cada caso trascurrieron entre suceso y fijación. Ahora bien, el texto como hoy lo poseemos nos narra bastantes cosas también sobre sus propios destinos. Dos tratamientos contrapuestos entre sí han dejado en él sus huellas. Por una parte, se apoderaron de él unas elaboraciones que lo falsearon, mutilaron y ampliaron, hasta lo trastornaron hacia su contrario {in sein Gegenteil verkehren; «desvirtuaron»}, en el sentido de sus secretos propósitos; por otro lado, reinaba en relación con él una respetuosa piedad que quería conservarlo todo como estaba, sin importar que armonizase entre sí o se anulase. Así, casi por todas partes aparecen lagunas llamativas, molestas repeticiones, contradicciones palmarias; indicios todos que nos denuncian cosas cuya comunicación no fue deliberada. Con la desfiguración de un texto pasa algo parecido a lo que ocurre con un asesinato: la dificultad no reside en perpetrar el hecho, sino en eliminar sus huellas. Habría que dar a la palabra «Entstellung»{«desfiguración»; «dislocación»} el doble sentido a que tiene derecho, por más que hoy no se lo emplee. No sólo debiera significar «alterar en su manifestación», sino, también, «poner en un lugar diverso», «desplazar a otra parte». Así, en muchos casos de desfiguración-dislocación de textos podemos esperar que, empero, hallaremos escondido en alguna parte lo sofocado y desmentido, si bien modificado y arrancado del contexto. Y no siempre será fácil discernirlo.
Las tendencias desfiguradoras que queremos atrapar tienen que haber influido ya sobre las tradiciones, antes de todo registro escrito. Hemos descubierto una de ellas, quizá la más fuerte. Dijimos que la institución del nuevo dios Yahvé en Qadesh constriñó a hacer algo para glorificarlo. Más correcto es decir: fue preciso instalarlo, crearle un espacio, borrar las huellas de religiones anteriores. Al parecer, respecto de la religión de las estirpes afincadas se lo consiguió en forma exhaustiva: ya no oiremos nada sobre ella. En cambio, no resultó tan fácil con los que regresaban, pues no se dejaron arrebatar su éxodo de Egipto, su Moisés ni la circuncisión. En efecto, habían estado en Egipto, pero habían vuelto a abandonarlo, y en lo sucesivo se debía desmentir cualquier huella de influjo egipcio. A Moisés se lo tramitó trasladándolo a Madián y a Qadesh, y fusionándolo con el sacerdote de Yahvé, de la fundación religiosa. En cuanto a la circuncisión, el más gravitante indicio de la dependencia respecto de Egipto, fue preciso mantenerla, pero no se omitió el intento de desligar a esta costumbre de Egipto, en desafío a toda evidencia. Y sólo así, como una contradicción deliberada a la delatadora relación de cosas, se puede concebir aquel enigmático pasaje del Exodo [4: 24-6], estilizado basta volverse incomprensible, según el cual Yahvé se encolerizó una vez con Moisés por omitir este la circuncisión, y su mujer madianita le salvó la vida haciéndole de prisa la operación {a su hijo}. Enseguida sabremos de otra invención destinada a neutralizar ese incómodo elemento de prueba.
Si asoman empeños por poner directamente en entredicho que Yahvé sea un dios nuevo, extranjero para los judíos, es difícil designarlos como la aparición de una tendencia nueva; antes bien, no harán sino continuar la anterior. Con aquel propósito se aducen las sagas de los padres primordiales del pueblo, Abraham, Isaac y Jacob. Yahvé asegura que ya ha sido el Dios de estos padres; no obstante, él mismo debe admitir qué no lo habían venerado bajo este nombre suyo (ver nota(82)). Omite decir bajo cuál otro lo hacían.
Y aquí se halla la ocasión para un golpe decisivo contra el origen egipcio de la costumbre de la circuncisión. Yahvé la demandó ya de Abraham, la instituyó como signo de la alianza entre él y los descendientes de Abraham (ver nota(83)). Sin embargo, esta es una invención particularmente indiestra. Como signo para separar a unos de otros y preferirlos frente a los demás, se escogería algo que no se encontrara entre estos, y no algo que millones de otras personas pudieran exhibir de igual manera. Un israelita trasladado a Egipto, en efecto, habría debido reconocer a todos los egipcios como hermanos en la alianza, como hermanos en Yahvé. Los israelitas que crearon el texto de la Biblia en modo alguno podían desconocer el hecho de que la circuncisión era costumbre nativa en Egipto. El pasaje de Josué citado por Meyer [cf. AE, 23, pág. 34] lo admite sin reparo alguno, pero ese hecho, justamente, debía ser desmentido a toda costa.
A unas formaciones de mitos religiosos no se les puede exigir que tengan gran miramiento por la coherencia lógica. De otro modo, en el sentir del pueblo habría podido mover a justificado escándalo la conducta de una divinidad que establece con los antepasados un contrato con obligaciones recíprocas, luego durante siglos no hace caso de su socio humano, hasta que de pronto se le ocurre revelarse de nuevo a los descendientes. Más extraña todavía parece la representación de que un dios «elija» a un pueblo de repente, lo haga su pueblo y se declare su dios. Creo que es el único caso en la, historia de las religiones humanas. De ordinario, Dios y pueblo se copertenecen de manera inseparable, son uno desde el comienzo mismo; nos enteramos de muchos casos en que un pueblo adopta otro dios, pero de ninguno en que un dios se busque otro pueblo. Quizá nos aproximemos a la inteligencia de este proceso único si consideramos los vínculos entre Moisés y el pueblo judío. Moisés había descendido hasta los judíos, los había hecho su pueblo; eran su «pueblo elegido» (ver nota(84)).
La referencia a los padres primordiales servía también a otro propósito. Ellos habían vivido en Canaán, su memoria iba unida a ciertos lugares del país. Hasta es posible que en su origen fueran héroes canaaneos o divinidades locales luego expropiados por los inmigrantes israelitas para su prehistoria. Invocarlos era un modo de proclamarse oriundos del mismo suelo y de prevenirse de la inquina que acompaña al conquistador extranjero. Era una hábil treta declarar que el dios Yahvé sólo estaba devolviéndoles lo que sus antepasados habían poseído una vez.
En los posteriores agregados al texto bíblico se abrió paso el propósito de evitar la mención de Qadesh. El monte de Dios, Sinaí-Horeb, se convirtió en el lugar definitivo de la fundación religiosa. El motivo para ello no se advierte con claridad; quizá no querían que les fuera recordado el influjo de Madián. En cuanto a todas las desfiguraciones posteriores, en particular de la época del llamado «Código Sacerdotal», sirven a un propósito diverso. Ya no hacía falta modificar en el sentido deseado informes sobre episodios, pues habían acontecido en tiempos antiguos. En cambio, se empeñaron en remitir mandamientos e instituciones del presente a épocas tempranas, fundándolas, por lo general, en la legislación mosaica para derivar de esta sus títulos de sacralidad y fuerza obligatoria. Por más que de ese modo pudiera falsearse la imagen del pasado, este proceder no carecía de cierta legitimidad psicológica. Espejaba el hecho de que en el curso de largas épocas -desde el éxodo de Egipto hasta la fijación del texto bíblico bajo Esdras y Nehemías trascurrieron alrededor de ochocientos años- la religión de Yahvé había involucionado hasta la concordancia, quizás hasta la identidad, con la religión originaria de Moisés.

Las tendencias desfiguradoras que queremos atrapar tienen que haber influido ya sobre las tradiciones, antes de todo registro escrito. Hemos descubierto una de ellas, quizá la más fuerte. Dijimos que la institución del nuevo dios Yahvé en Qadesh constriñó a hacer algo para glorificarlo. Más correcto es decir: fue preciso instalarlo, crearle un espacio, borrar las huellas de religiones anteriores. Al parecer, respecto de la religión de las estirpes afincadas se lo consiguió en forma exhaustiva: ya no oiremos nada sobre ella. En cambio, no resultó tan fácil con los que regresaban, pues no se dejaron arrebatar su éxodo de Egipto, su Moisés ni la circuncisión. En efecto, habían estado en Egipto, pero habían vuelto a abandonarlo, y en lo sucesivo se debía desmentir cualquier huella de influjo egipcio. A Moisés se lo tramitó trasladándolo a Madián y a Qadesh, y fusionándolo con el sacerdote de Yahvé, de la fundación religiosa. En cuanto a la circuncisión, el más gravitante indicio de la dependencia respecto de Egipto, fue preciso mantenerla, pero no se omitió el intento de desligar a esta costumbre de Egipto, en desafío a toda evidencia. Y sólo así, como una contradicción deliberada a la delatadora relación de cosas, se puede concebir aquel enigmático pasaje del Exodo [4: 24-6], estilizado basta volverse incomprensible, según el cual Yahvé se encolerizó una vez con Moisés por omitir este la circuncisión, y su mujer madianita le salvó la vida haciéndole de prisa la operación {a su hijo}. Enseguida sabremos de otra invención destinada a neutralizar ese incómodo elemento de prueba.
Si asoman empeños por poner directamente en entredicho que Yahvé sea un dios nuevo, extranjero para los judíos, es difícil designarlos como la aparición de una tendencia nueva; antes bien, no harán sino continuar la anterior. Con aquel propósito se aducen las sagas de los padres primordiales del pueblo, Abraham, Isaac y Jacob. Yahvé asegura que ya ha sido el Dios de estos padres; no obstante, él mismo debe admitir qué no lo habían venerado bajo este nombre suyo (ver nota(82)). Omite decir bajo cuál otro lo hacían.
Y aquí se halla la ocasión para un golpe decisivo contra el origen egipcio de la costumbre de la circuncisión. Yahvé la demandó ya de Abraham, la instituyó como signo de la alianza entre él y los descendientes de Abraham (ver nota(83)). Sin embargo, esta es una invención particularmente indiestra. Como signo para separar a unos de otros y preferirlos frente a los demás, se escogería algo que no se encontrara entre estos, y no algo que millones de otras personas pudieran exhibir de igual manera. Un israelita trasladado a Egipto, en efecto, habría debido reconocer a todos los egipcios como hermanos en la alianza, como hermanos en Yahvé. Los israelitas que crearon el texto de la Biblia en modo alguno podían desconocer el hecho de que la circuncisión era costumbre nativa en Egipto. El pasaje de Josué citado por Meyer [cf. AE, 23, pág. 34] lo admite sin reparo alguno, pero ese hecho, justamente, debía ser desmentido a toda costa.
A unas formaciones de mitos religiosos no se les puede exigir que tengan gran miramiento por la coherencia lógica. De otro modo, en el sentir del pueblo habría podido mover a justificado escándalo la conducta de una divinidad que establece con los antepasados un contrato con obligaciones recíprocas, luego durante siglos no hace caso de su socio humano, hasta que de pronto se le ocurre revelarse de nuevo a los descendientes. Más extraña todavía parece la representación de que un dios «elija» a un pueblo de repente, lo haga su pueblo y se declare su dios. Creo que es el único caso en la, historia de las religiones humanas. De ordinario, Dios y pueblo se copertenecen de manera inseparable, son uno desde el comienzo mismo; nos enteramos de muchos casos en que un pueblo adopta otro dios, pero de ninguno en que un dios se busque otro pueblo. Quizá nos aproximemos a la inteligencia de este proceso único si consideramos los vínculos entre Moisés y el pueblo judío. Moisés había descendido hasta los judíos, los había hecho su pueblo; eran su «pueblo elegido» (ver nota(84)).
La referencia a los padres primordiales servía también a otro propósito. Ellos habían vivido en Canaán, su memoria iba unida a ciertos lugares del país. Hasta es posible que en su origen fueran héroes canaaneos o divinidades locales luego expropiados por los inmigrantes israelitas para su prehistoria. Invocarlos era un modo de proclamarse oriundos del mismo suelo y de prevenirse de la inquina que acompaña al conquistador extranjero. Era una hábil treta declarar que el dios Yahvé sólo estaba devolviéndoles lo que sus antepasados habían poseído una vez.
En los posteriores agregados al texto bíblico se abrió paso el propósito de evitar la mención de Qadesh. El monte de Dios, Sinaí-Horeb, se convirtió en el lugar definitivo de la fundación religiosa. El motivo para ello no se advierte con claridad; quizá no querían que les fuera recordado el influjo de Madián. En cuanto a todas las desfiguraciones posteriores, en particular de la época del llamado «Código Sacerdotal», sirven a un propósito diverso. Ya no hacía falta modificar en el sentido deseado informes sobre episodios, pues habían acontecido en tiempos antiguos. En cambio, se empeñaron en remitir mandamientos e instituciones del presente a épocas tempranas, fundándolas, por lo general, en la legislación mosaica para derivar de esta sus títulos de sacralidad y fuerza obligatoria. Por más que de ese modo pudiera falsearse la imagen del pasado, este proceder no carecía de cierta legitimidad psicológica. Espejaba el hecho de que en el curso de largas épocas -desde el éxodo de Egipto hasta la fijación del texto bíblico bajo Esdras y Nehemías trascurrieron alrededor de ochocientos años- la religión de Yahvé había involucionado hasta la concordancia, quizás hasta la identidad, con la religión originaria de Moisés.

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Y este es el suceso esencial, el contenido con gravitación de destino en la historia religiosa judía.
Entre todos los episodios de la prehistoria cuya elaboración emprendieron poetas, sacerdotes e historiógrafos posteriores, se destaca uno que se imponía sofocar por los más evidentes y mejores motivos humanos. Era el asesinato del gran caudillo y libertador Moisés, que Sellin ha colegido por unas indicaciones de los profetas. No se puede llamar fantástica a la tesis de Sellin; es bastante verosímil. Moisés, oriundo de la escuela de Ikhnatón, no se serviría de otros métodos que el rey: impartiría órdenes, impondría su fe al pueblo (ver nota(85)). Acaso la doctrina de Moisés fuera aún más rigurosa que la de su maestro; no le hacía falta conservar el apuntalamiento en el dios solar pues la escuela de On carecía de todo significado para su pueblo extranjero. Moisés, como Ikhnatón, hallaron el destino que aguarda a todos los déspotas ilustrados. El pueblo judío de Moisés era tan incapaz como el egipcio de la dinastía decimoctava para tolerar una religión tan espiritualizada, para hallar en su programa una satisfacción a sus necesidades. En ambos casos aconteció lo mismo: los tutelados y empequeñecidos se irguieron y arrojaron de sí el lastre de la religión que se les imponía. Pero mientras que los domesticados egipcios esperaron hasta que el destino eliminara la santa persona del faraón, los silvestres semitas tomaron el destino en sus manos y abatieron al tirano (ver nota(86)).
Por otra parte, no se puede afirmar que el texto bíblico conservado no nos prepare para un desenlace así de Moisés. El informe sobre la «migración por el desierto» (ver nota(87)) -que acaso coincidió con la época del imperio de Moisés- describe una cadena de serias sublevaciones contra la autoridad, sofocadas -por mandamiento de Yahvé- con sangrientos castigos. Es fácil imaginar que alguna de esas revueltas no terminara como el texto pretende. También la apostasía del pueblo contra la nueva religión es narrada en el texto, si bien como un episodio. Es la historia del Becerro de Oro, en la cual, con diestra vuelta {Wendung}, la quiebra de las Tablas de la Ley («El ha quebrado las Tablas»), que ha de comprenderse simbólicamente, es atribuida al propio Moisés y motivada por su colérica indignación (ver nota(88)).
Llegó un tiempo en que se lamentó la muerte de Moisés y se procuró olvidarla. Sin duda ocurrió cuando el encuentro en Qadesh. Y entonces, al aproximar el éxodo a la fundación religiosa en el oasis [pág. 391 y al hacer obrar aquí a Moisés en remplazo del otro [el sacerdote madianita], no sólo se satisfacía el reclamo de su gente: también se desmentía con éxito el penoso hecho de su eliminación violenta. En realidad, es asaz improbable que Moisés, aunque no le abreviaran la vida, hubiera podido participar en los sucesos de Qadesh.
Aquí debemos intentar el esclarecimiento de las relaciones temporales entre estos episodios. Hemos situado el éxodo de Egipto en el período que siguió a la extinción de la dinastía decimoctava (1350 a. C.). Pudo ocurrir entonces o algo después; en efecto, los cronistas egipcios han incluido los subsiguientes años de anarquía dentro del período de gobierno de Haremhab, quien le puso fin y reinó hasta 1315 a. C. El siguiente, pero también el único, punto de apoyo para la cronología es proporcionado por la estela de Merneptah (1225-1215 a. C.), quien se gloria del triunfo sobre Isiraal (Israel) y la devastación de sus sembradíos (?). Por desdicha, hay dudas sobre el modo de valorar esta inscripción; se la suele considerar una prueba de que estirpes israelitas ya estaban asentadas en Canaán (ver nota(89)). Meyer infiere de esta estela, con razón, que Merneptah no pudo ser el faraón del éxodo, como antes se tendía a suponer. El éxodo tuvo que producirse en una época anterior. La pregunta por el faraón del éxodo nos parece por completo ociosa. No hubo tal, pues aquel sobrevino en un interregno. Pero en cuanto a la posible fecha de la reunión y la aceptación de la religión nueva en Qadesh, tampoco el descubrimiento de la estela de Merneptah arroja luz alguna. Todo cuanto podemos decir con certeza es que ocurrió en algún momento entre 1350 y 1215 a. C. Conjeturamos que, dentro de ese siglo, el éxodo se sitúa muy próximo a la fecha inicial, y los hechos de Qadesh, no muy distantes de la última fecha. Y nosotros preferiríamos reclamar la mayor parte de ese lapso para el intervalo entre ambos sucesos. En efecto, nos hace falta un período más largo para que pudieran aquietarse entre los que regresaban las pasiones desatadas tras el asesinato de Moisés, y el influjo de su gente, los levitas, se volviera tan grande como lo presupone el compromiso de Qadesh. Dos generaciones, sesenta años, acaso bastaran para ello; pero el lapso se nos estrecha demasiado. La fecha deducida de la estela de Merneptah nos resulta demasiado temprana, y como admitimos que en este lugar de nuestro edificio un supuesto sólo se funda sobre otro, confesamos que este examen pone en descubierto un punto débil de nuestra construcción. Lástima que sea tan oscuro y confuso todo cuanto se refiere al establecimiento del pueblo judío en Canaán. Acaso nos quede el expediente de que el nombre de Israel en aquella estela no se refiera a las estirpes cuyos destinos estamos empeñados en perseguir y que luego se reunieron en el posterior pueblo de Israel. Considérese que también se ha traspasado a este pueblo el nombre, del período de Amarna, de los habiru (hebreos) [AE, 23, pág. 29].
Ahora bien, no importa cuándo se reunieron las tribus en nación por el reconocimiento de una religión común; muy bien podría haber sido ese un acto indiferente para la historia universal. La nueva religión habría sido ahogada por la corriente de los acontecimientos, y así Yahvé habría tenido derecho a ocupar un puesto dentro de la procesión de los dioses preferidos que vio el poeta Flaubert(90), y de su pueblo se habrían «perdido» las doce tribus -y no sólo las diez que los anglosajones han buscado durante tanto tiempo-. Es probable que el dios Yahvé, a quien el Moisés madianita proporcionó entonces un pueblo nuevo, no fuera en ningún aspecto un ser sobresaliente. Un dios local rudo, mezquino, violento y sediento de sangre; había prometido a sus secuaces darles la tierra donde «mana leche y miel(91)», y los exhortó a desarraigar a los presentes moradores «a filo de espada(92)». Cabe asombrarse de que, a pesar de todas las refundiciones, se hayan dejado en los informes bíblicos tantos elementos que permiten discernir aquella su originaria naturaleza. Ni siquiera es seguro que su religión fuera un monoteísmo real, que cuestionara a las deidades de otros pueblos su naturaleza divina. Probablemente bastaba con que el dios propio fuera más poderoso que todos los extranjeros. Entonces, si en la ulterior trayectoria todo fue diverso de lo que hacían esperar tales comienzos, podemos hallar la causa de ello en un hecho, y sólo en uno. Una parte del pueblo había recibido del Moisés egipcio otra representación de Dios, más espiritualizada: la idea de una deidad única, abarcadora del universo entero, que a todos ama y es omnipotente; enemiga de todo ceremonial y todo ensalmo, ella fija a los hombres como meta suprema una vida en verdad y en justicia. En efecto, por fragmentarías que sean nuestras noticias sobre el lado ético de la religión de Atón, no puede ser irrelevante que Ikhnatón se califique de manera regular en sus inscripciones como «el que vive en Maat» (verdad, justicia) (ver nota(93)). A la larga no importó que el pueblo, probablemente al poco tiempo, repudiara la enseñanza de Moisés, eliminándolo además. De ella quedaba la tradición, y su influjo consiguió, es cierto que poco a poco en el curso de los

Entre todos los episodios de la prehistoria cuya elaboración emprendieron poetas, sacerdotes e historiógrafos posteriores, se destaca uno que se imponía sofocar por los más evidentes y mejores motivos humanos. Era el asesinato del gran caudillo y libertador Moisés, que Sellin ha colegido por unas indicaciones de los profetas. No se puede llamar fantástica a la tesis de Sellin; es bastante verosímil. Moisés, oriundo de la escuela de Ikhnatón, no se serviría de otros métodos que el rey: impartiría órdenes, impondría su fe al pueblo (ver nota(85)). Acaso la doctrina de Moisés fuera aún más rigurosa que la de su maestro; no le hacía falta conservar el apuntalamiento en el dios solar pues la escuela de On carecía de todo significado para su pueblo extranjero. Moisés, como Ikhnatón, hallaron el destino que aguarda a todos los déspotas ilustrados. El pueblo judío de Moisés era tan incapaz como el egipcio de la dinastía decimoctava para tolerar una religión tan espiritualizada, para hallar en su programa una satisfacción a sus necesidades. En ambos casos aconteció lo mismo: los tutelados y empequeñecidos se irguieron y arrojaron de sí el lastre de la religión que se les imponía. Pero mientras que los domesticados egipcios esperaron hasta que el destino eliminara la santa persona del faraón, los silvestres semitas tomaron el destino en sus manos y abatieron al tirano (ver nota(86)).
Por otra parte, no se puede afirmar que el texto bíblico conservado no nos prepare para un desenlace así de Moisés. El informe sobre la «migración por el desierto» (ver nota(87)) -que acaso coincidió con la época del imperio de Moisés- describe una cadena de serias sublevaciones contra la autoridad, sofocadas -por mandamiento de Yahvé- con sangrientos castigos. Es fácil imaginar que alguna de esas revueltas no terminara como el texto pretende. También la apostasía del pueblo contra la nueva religión es narrada en el texto, si bien como un episodio. Es la historia del Becerro de Oro, en la cual, con diestra vuelta {Wendung}, la quiebra de las Tablas de la Ley («El ha quebrado las Tablas»), que ha de comprenderse simbólicamente, es atribuida al propio Moisés y motivada por su colérica indignación (ver nota(88)).
Llegó un tiempo en que se lamentó la muerte de Moisés y se procuró olvidarla. Sin duda ocurrió cuando el encuentro en Qadesh. Y entonces, al aproximar el éxodo a la fundación religiosa en el oasis [pág. 391 y al hacer obrar aquí a Moisés en remplazo del otro [el sacerdote madianita], no sólo se satisfacía el reclamo de su gente: también se desmentía con éxito el penoso hecho de su eliminación violenta. En realidad, es asaz improbable que Moisés, aunque no le abreviaran la vida, hubiera podido participar en los sucesos de Qadesh.
Aquí debemos intentar el esclarecimiento de las relaciones temporales entre estos episodios. Hemos situado el éxodo de Egipto en el período que siguió a la extinción de la dinastía decimoctava (1350 a. C.). Pudo ocurrir entonces o algo después; en efecto, los cronistas egipcios han incluido los subsiguientes años de anarquía dentro del período de gobierno de Haremhab, quien le puso fin y reinó hasta 1315 a. C. El siguiente, pero también el único, punto de apoyo para la cronología es proporcionado por la estela de Merneptah (1225-1215 a. C.), quien se gloria del triunfo sobre Isiraal (Israel) y la devastación de sus sembradíos (?). Por desdicha, hay dudas sobre el modo de valorar esta inscripción; se la suele considerar una prueba de que estirpes israelitas ya estaban asentadas en Canaán (ver nota(89)). Meyer infiere de esta estela, con razón, que Merneptah no pudo ser el faraón del éxodo, como antes se tendía a suponer. El éxodo tuvo que producirse en una época anterior. La pregunta por el faraón del éxodo nos parece por completo ociosa. No hubo tal, pues aquel sobrevino en un interregno. Pero en cuanto a la posible fecha de la reunión y la aceptación de la religión nueva en Qadesh, tampoco el descubrimiento de la estela de Merneptah arroja luz alguna. Todo cuanto podemos decir con certeza es que ocurrió en algún momento entre 1350 y 1215 a. C. Conjeturamos que, dentro de ese siglo, el éxodo se sitúa muy próximo a la fecha inicial, y los hechos de Qadesh, no muy distantes de la última fecha. Y nosotros preferiríamos reclamar la mayor parte de ese lapso para el intervalo entre ambos sucesos. En efecto, nos hace falta un período más largo para que pudieran aquietarse entre los que regresaban las pasiones desatadas tras el asesinato de Moisés, y el influjo de su gente, los levitas, se volviera tan grande como lo presupone el compromiso de Qadesh. Dos generaciones, sesenta años, acaso bastaran para ello; pero el lapso se nos estrecha demasiado. La fecha deducida de la estela de Merneptah nos resulta demasiado temprana, y como admitimos que en este lugar de nuestro edificio un supuesto sólo se funda sobre otro, confesamos que este examen pone en descubierto un punto débil de nuestra construcción. Lástima que sea tan oscuro y confuso todo cuanto se refiere al establecimiento del pueblo judío en Canaán. Acaso nos quede el expediente de que el nombre de Israel en aquella estela no se refiera a las estirpes cuyos destinos estamos empeñados en perseguir y que luego se reunieron en el posterior pueblo de Israel. Considérese que también se ha traspasado a este pueblo el nombre, del período de Amarna, de los habiru (hebreos) [AE, 23, pág. 29].
Ahora bien, no importa cuándo se reunieron las tribus en nación por el reconocimiento de una religión común; muy bien podría haber sido ese un acto indiferente para la historia universal. La nueva religión habría sido ahogada por la corriente de los acontecimientos, y así Yahvé habría tenido derecho a ocupar un puesto dentro de la procesión de los dioses preferidos que vio el poeta Flaubert(90), y de su pueblo se habrían «perdido» las doce tribus -y no sólo las diez que los anglosajones han buscado durante tanto tiempo-. Es probable que el dios Yahvé, a quien el Moisés madianita proporcionó entonces un pueblo nuevo, no fuera en ningún aspecto un ser sobresaliente. Un dios local rudo, mezquino, violento y sediento de sangre; había prometido a sus secuaces darles la tierra donde «mana leche y miel(91)», y los exhortó a desarraigar a los presentes moradores «a filo de espada(92)». Cabe asombrarse de que, a pesar de todas las refundiciones, se hayan dejado en los informes bíblicos tantos elementos que permiten discernir aquella su originaria naturaleza. Ni siquiera es seguro que su religión fuera un monoteísmo real, que cuestionara a las deidades de otros pueblos su naturaleza divina. Probablemente bastaba con que el dios propio fuera más poderoso que todos los extranjeros. Entonces, si en la ulterior trayectoria todo fue diverso de lo que hacían esperar tales comienzos, podemos hallar la causa de ello en un hecho, y sólo en uno. Una parte del pueblo había recibido del Moisés egipcio otra representación de Dios, más espiritualizada: la idea de una deidad única, abarcadora del universo entero, que a todos ama y es omnipotente; enemiga de todo ceremonial y todo ensalmo, ella fija a los hombres como meta suprema una vida en verdad y en justicia. En efecto, por fragmentarías que sean nuestras noticias sobre el lado ético de la religión de Atón, no puede ser irrelevante que Ikhnatón se califique de manera regular en sus inscripciones como «el que vive en Maat» (verdad, justicia) (ver nota(93)). A la larga no importó que el pueblo, probablemente al poco tiempo, repudiara la enseñanza de Moisés, eliminándolo además. De ella quedaba la tradición, y su influjo consiguió, es cierto que poco a poco en el curso de los

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siglos, lo que a Moisés le había sido denegado. El dios Yahvé recibió unas honras inmerecidas cuando desde Qadesh se le atribuyó la hazaña libertadora de Moisés, pero tuvo una seria penitencia por esta usurpación. La sombra del dios cuyo puesto había usurpado se volvió más fuerte que él; al final del desarrollo salió a la luz, tras su naturaleza, la naturaleza del olvidado Dios mosaico. Nadie duda de que sólo la idea de este otro Dios ha permitido al pueblo de Israel sobrellevar todos los golpes del destino, y lo ha conservado con vida hasta nuestra época.
En el triunfo final del Dios mosaico sobre Yahvé, ya no se puede comprobar más la participación de los levitas. En su momento, cuando se concluyó el compromiso de Qadesh, estos habían abogado por Moisés con el recuerdo todavía vivo del señor cuyo séquito y cuyos compatriotas ellos eran. En los siglos siguientes se fusionaron con el pueblo o con la casta sacerdotal, y el principal logro de los sacerdotes fue desarrollar el ritual y velar por él, guardar además las escrituras sagradas y elaborarlas siguiendo sus propósitos. Pero todo sacrificio y todo ceremonial, ¿no eran en el fondo sólo magia y ensalmo, eso mismo que la vieja doctrina de Moisés había reprobado absolutamente? Y entonces, de las filas del pueblo se elevaron, en una serie que ya no se interrumpiría más, hombres que no estaban ligados con Moisés por su origen, pero sí cautivados por esa tradición grande y poderosa que había crecido poco a poco en la sombra; y esos hombres, los profetas, fueron los infatigables heraldos de la vieja enseñanza mosaica: la divinidad desdeña el sacrificio y el ceremonial, sólo demanda fe y una vida en verdad y en justicia (Maat). Los empeños de los profetas tuvieron éxito duradero; las enseñanzas con que restauraron la vieja fe se convirtieron en el contenido permanente de la religión judía. Inmensa gloria es para el pueblo judío haber conservado una tradición así y producido hombres que le dieran su voz, por más que la incitación a ello viniera de afuera, de un grande hombre extranjero.
No me sentiría seguro de esta exposición mía si no pudiera invocar el juicio de otros investigadores, de especialistas que ven bajo la misma luz el significado de Moisés para la historia de la religión judía, aunque no reconozcan su origen egipcio. En este sentido, dice Sellin(94): «Por tanto, tenemos que representarnos desde el comienzo la genuina religión de Moisés, la creencia en un Dios ético por él proclamada, como patrimonio de un pequeño círculo dentro del pueblo. En principio, no tenemos derecho a esperar encontrarla en el culto oficial, en la religión de los sacerdotes, en la fe del pueblo. Al comienzo sólo podemos contar con el surgimiento, ora aquí, ora allá, de una chispa del incendio espiritual que Moisés provocara; con que sus ideas no hayan muerto, sino que, calladamente, influyan aquí o allí sobre la fe y la costumbre, hasta que en algún momento, bajo el influjo de particulares vivencias o de personalidades cautivadas por el espíritu de él, irrumpan de nuevo con fuerza y cobren influjo sobre vastas masas del pueblo, La historia de la religión israelita antigua debe considerarse de antemano bajo este punto de vista. Quien pretendiera construir la religión mosaica según los documentos históricos de la vida popular durante los primeros cinco siglos en Canaán cometería los mayores errores de método». Y Volz se pronuncia con mayor nitidez todavía(95). Sostiene que «la obra celestial de Moisés al principio sólo halló un entendimiento y una ejecución débiles y mezquinos, hasta que en el curso de los siglos fue penetrando más y más y, por fin, encontró en los grandes profetas unos espíritus afines que prosiguieron la obra del solitario».
Con esto yo habría llegado a la conclusión de m¡ trabajo, cuyo único propósito era insertar la figura de un Moisés egipcio dentro de la trama de la historia judía. Para expresar nuestro resultado en la fórmula más breve: a las consabidas dualidades de esa historia -dos masas de pueblo, conjugadas para formar la nación; dos reinos, en que esta nación se fragmenta; dos nombres de Dios en las fuentes escritas de la Biblia-, agregamos nosotros dos nuevas: dos fundaciones de religión, reprimida{verdrüngen; «suplantada»} la primera por la segunda, si bien luego sale triunfante a la luz por detrás de esta; y además, dos fundadores de religión, ambos llamados con el mismo nombre de Moisés, pero cuyas personalidades nosotros tenemos que separar. Y todas esas dualidades son consecuencias necesarias de la primera: el hecho de que una parte del pueblo había tenido una vivencia valorada corno traumática, vivencia a que la otra parte permaneció ajena. Más allá de esto, quedaría aún mucho por elucidar, por explicar y aseverar. En verdad, sólo entonces hallaría justificación el interés por nuestro estudio puramente histórico. Seductora tarea sería estudiar en el caso especial de la historia judía en qué consiste la genuina naturaleza de una tradición y sobre qué descansa su particular poder; cuán imposible es desconocer el personal influjo de algunos grandes hombres sobre la historia universal; qué ultraje a la grandiosa diversidad de la vida humana se comete cuando sólo se quieren reconocer unos motivos derivados de necesidades materiales; de qué fuente extraen muchas ideas, en particular las religiosas, la fuerza con que subyugan a los hombres y a los pueblos. Semejante continuación de mi trabajo retomaría el hilo de unas puntualizaciones por mí consignadas hace veinticinco años en Tótem y tabú [1912-13]. Pero desconfío de mis fuerzas para llevarlo a cabo.
En el triunfo final del Dios mosaico sobre Yahvé, ya no se puede comprobar más la participación de los levitas. En su momento, cuando se concluyó el compromiso de Qadesh, estos habían abogado por Moisés con el recuerdo todavía vivo del señor cuyo séquito y cuyos compatriotas ellos eran. En los siglos siguientes se fusionaron con el pueblo o con la casta sacerdotal, y el principal logro de los sacerdotes fue desarrollar el ritual y velar por él, guardar además las escrituras sagradas y elaborarlas siguiendo sus propósitos. Pero todo sacrificio y todo ceremonial, ¿no eran en el fondo sólo magia y ensalmo, eso mismo que la vieja doctrina de Moisés había reprobado absolutamente? Y entonces, de las filas del pueblo se elevaron, en una serie que ya no se interrumpiría más, hombres que no estaban ligados con Moisés por su origen, pero sí cautivados por esa tradición grande y poderosa que había crecido poco a poco en la sombra; y esos hombres, los profetas, fueron los infatigables heraldos de la vieja enseñanza mosaica: la divinidad desdeña el sacrificio y el ceremonial, sólo demanda fe y una vida en verdad y en justicia (Maat). Los empeños de los profetas tuvieron éxito duradero; las enseñanzas con que restauraron la vieja fe se convirtieron en el contenido permanente de la religión judía. Inmensa gloria es para el pueblo judío haber conservado una tradición así y producido hombres que le dieran su voz, por más que la incitación a ello viniera de afuera, de un grande hombre extranjero.
No me sentiría seguro de esta exposición mía si no pudiera invocar el juicio de otros investigadores, de especialistas que ven bajo la misma luz el significado de Moisés para la historia de la religión judía, aunque no reconozcan su origen egipcio. En este sentido, dice Sellin(94): «Por tanto, tenemos que representarnos desde el comienzo la genuina religión de Moisés, la creencia en un Dios ético por él proclamada, como patrimonio de un pequeño círculo dentro del pueblo. En principio, no tenemos derecho a esperar encontrarla en el culto oficial, en la religión de los sacerdotes, en la fe del pueblo. Al comienzo sólo podemos contar con el surgimiento, ora aquí, ora allá, de una chispa del incendio espiritual que Moisés provocara; con que sus ideas no hayan muerto, sino que, calladamente, influyan aquí o allí sobre la fe y la costumbre, hasta que en algún momento, bajo el influjo de particulares vivencias o de personalidades cautivadas por el espíritu de él, irrumpan de nuevo con fuerza y cobren influjo sobre vastas masas del pueblo, La historia de la religión israelita antigua debe considerarse de antemano bajo este punto de vista. Quien pretendiera construir la religión mosaica según los documentos históricos de la vida popular durante los primeros cinco siglos en Canaán cometería los mayores errores de método». Y Volz se pronuncia con mayor nitidez todavía(95). Sostiene que «la obra celestial de Moisés al principio sólo halló un entendimiento y una ejecución débiles y mezquinos, hasta que en el curso de los siglos fue penetrando más y más y, por fin, encontró en los grandes profetas unos espíritus afines que prosiguieron la obra del solitario».
Con esto yo habría llegado a la conclusión de m¡ trabajo, cuyo único propósito era insertar la figura de un Moisés egipcio dentro de la trama de la historia judía. Para expresar nuestro resultado en la fórmula más breve: a las consabidas dualidades de esa historia -dos masas de pueblo, conjugadas para formar la nación; dos reinos, en que esta nación se fragmenta; dos nombres de Dios en las fuentes escritas de la Biblia-, agregamos nosotros dos nuevas: dos fundaciones de religión, reprimida{verdrüngen; «suplantada»} la primera por la segunda, si bien luego sale triunfante a la luz por detrás de esta; y además, dos fundadores de religión, ambos llamados con el mismo nombre de Moisés, pero cuyas personalidades nosotros tenemos que separar. Y todas esas dualidades son consecuencias necesarias de la primera: el hecho de que una parte del pueblo había tenido una vivencia valorada corno traumática, vivencia a que la otra parte permaneció ajena. Más allá de esto, quedaría aún mucho por elucidar, por explicar y aseverar. En verdad, sólo entonces hallaría justificación el interés por nuestro estudio puramente histórico. Seductora tarea sería estudiar en el caso especial de la historia judía en qué consiste la genuina naturaleza de una tradición y sobre qué descansa su particular poder; cuán imposible es desconocer el personal influjo de algunos grandes hombres sobre la historia universal; qué ultraje a la grandiosa diversidad de la vida humana se comete cuando sólo se quieren reconocer unos motivos derivados de necesidades materiales; de qué fuente extraen muchas ideas, en particular las religiosas, la fuerza con que subyugan a los hombres y a los pueblos. Semejante continuación de mi trabajo retomaría el hilo de unas puntualizaciones por mí consignadas hace veinticinco años en Tótem y tabú [1912-13]. Pero desconfío de mis fuerzas para llevarlo a cabo.
Moisés, su pueblo y la religión monoteísta

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Parte I
Advertencia Preliminar I
([Viena] Antes de marzo de 1938)
Con la temeridad de quien tiene muy poco o nada que perder, voy a quebrantar por segunda vez un bien fundado designio, haciendo seguir, a mis dos ensayos sobre Moisés publicados en Imago(96), esta pieza final que me había reservado. Había concluido aquellos con la declaración de que mis fuerzas no alcanzarían; desde luego, me refería al debilitamiento de las capacidades creadoras que la vejez conlleva(97), pero también tenía en mente otro obstáculo.
Vivimos en una época muy curiosa. Descubrimos con asombro que el progreso ha sellado un pacto con la barbarie. En la Rusia soviética se han lanzado a la empresa de elevar a unos cien millones de seres humanos, mantenidos en la sofocación, hasta formas de vida mejores. Se tuvo la osadía suficiente para quitarles el «opio» de la religión, y se fue lo bastante sabio para concederles una medida razonable de libertad sexual. Pero, en cambio, se los sometió a la compulsión más cruel, y se les arrebató toda posibilidad de pensar libremente. Con parecida violencia, el pueblo italiano es educado para el orden y el sentimiento del deber. Uno se siente casi aliviado de una aprehensión oprimente viendo, en el caso del pueblo alemán, que la recaída en una barbarie poco menos que prehistórica puede producirse sin apuntalamiento en ideas progresistas. Comoquiera que fuese, las cosas se han plasmado de tal suerte que hoy las democracias conservadoras se han convertido en las guardianas del progreso cultural y, curiosamente, la institución de la Iglesia Católica opone una vigorosa defensa contra la difusión de aquel peligro cultural. ¡Ella, hasta ahora la acérrima enemiga de la libertad de pensamiento y del progreso hacia el discernimiento de la verdad!
Vivimos aquí en un país católico, bajo la protección de esa Iglesia, sin saber por cuánto tiempo ha de ampararnos. Pero, mientras perdure, es natural que vacilemos en emprender cosa alguna que provoque la hostilidad de la Iglesia. No es cobardía, sino precaución; el nuevo enemigo, bajo cuya servidumbre no queremos caer, es más peligroso que el antiguo, con el cual ya hemos aprendido a convivir. Es que la investigación psicoanalítica que nosotros cultivamos es ya, de suyo, mirada con desconfianza por el catolicismo. Y no afirmaremos que injustamente. Si nuestro trabajo nos lleva al resultado de que la religión se reduce a una neurosis de la humanidad, y su poder grandioso se esclarece lo mismo que la compulsión neurótica que hallamos en algunos de nuestros pacientes, estamos seguros de atraernos el más fuerte enojo de los poderes que entre nosotros imperan. No es que hayamos dicho algo nuevo, algo que no se formulara con harta claridad ya un cuarto de siglo antes (ver nota(98)). Pero esto se ha olvidado, y no puede dejar de traer sus consecuencias que lo repitamos hoy y lo elucidemos en un ejemplo que es decisivo para todas las fundaciones de religión. Probablemente llevaría a que se nos prohibiera el quehacer psicoanalítico. Es que aquellos métodos de sofocación violenta no son en modo alguno ajenos a la Iglesia; antes bien, ella siente como usurpación de sus prerrogativas que otros se sirvan de ellos. Y el psicoanálisis, que en el curso de mi larga vida se ha difundido por doquier, aún no tiene un hogar más preciado que la ciudad donde ha nacido y crecido.
No sólo lo creo, sino que lo sé bien: este otro obstáculo, este peligro exterior, me disuadirá de publicar la última parte de mi estudio sobre Moisés. Todavía he intentado remover de mi camino la dificultad diciéndome que esa angustia tiene por fundamento una sobrestimación de mi valía personal. Es probable, me dije, que a las instancias decisivas les resulte indiferente lo que yo pueda escribir sobre Moisés y el origen de las religiones monoteístas. Pero no me siento seguro de este juicio. Me parece mucho más posible que la maldad y el placer sensacionalista hayan de compensar lo que a mí me falta en el reconocimiento de mis contemporáneos. Por tanto, no daré a la luz este trabajo, pero ello no podrá disuadirme de escribirlo; en particular, porque ya lo he redactado, hace hoy dos años(99), de suerte que sólo debo refundirlo y añadirlo a los dos ensayos previos. Y luego, que se conserve oculto hasta que llegue el tiempo en que pueda conocer la luz del día sin peligro, o hasta que alguien que sustente idénticos raciocinios y profese las mismas opiniones pueda decir: «Ya hubo uno, en tiempos oscuros, que pensó lo mismo que tú».
Advertencia Preliminar II
([Londres] Junio de 1938)
Las particularísimas dificultades que me asediaron durante la redacción de este estudio referido a la persona de Moisés -reparos íntimos y disuasiones exteriores- hicieron que este tercer ensayo, el de conclusión, lleve dos diversos prólogos que se contradicen y aun se anulan entre

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sí. En efecto, en el breve lapso que media entre ambos han variado radicalmente las circunstancias externas del autor. En aquel tiempo vivía bajo la protección de la Iglesia Católica y con la angustia de perderla con mi publicación y provocar, para los seguidores y discípulos del psicoanálisis una prohibición de trabajar en Austria. De pronto sobrevino la invasión alemana; el catolicismo reveló ser, para decirlo con palabras bíblicas, una «caña flexible». En la certidumbre de que ahora no me perseguirían sólo por mi modo de pensar, sino también por mi «raza», abandoné con muchos amigos la ciudad que había sido mi patria desde mi temprana infancia y durante 78 años.
Hallé la más amistosa acogida en la bella, libre y generosa Inglaterra. Aquí vivo ahora, como huésped bien visto, y he cobrado el aliento, pues aquella opresión se ha quitado de mí y ahora vuelvo a tener permitido hablar y escribir -casi estuve por decir: pensar- como quiero o debo. Oso, pues, dar a publicidad la última parte de mi trabajo.
Ya no hay más disuasivos exteriores, o por lo menos no de aquellos ante los que es preciso retroceder. En las pocas semanas de mi estadía aquí he recibido innúmeras salutaciones de amigos que se regocijan de mi presencia, de desconocidos, y aun de personas desinteresadas que sólo querían expresar su satisfacción por haber hallado yo aquí libertad y seguridad. Y a estos se sumaron, en número sorprendente para el extranjero, misivas de otra índole: se empeñaban en la salvación de mi alma, me enseñaban los caminos de Cristo y querían esclarecerme sobre el futuro de Israel.
Las buenas gentes que así me escribían acaso no supieran mucho sobre mí; pero mi expectativa es que cuando este trabajo sobre Moisés se conozca entre mis nuevos compatriotas, a través de una traducción, perderé sin duda bastante de las simpatías que cierto número de otras personas me han mostrado hasta ahora.
En cuanto a las dificultades interiores, en nada podían modificarlas la subversión política ni el cambio del lugar de residencia. Ahora como antes me siento inseguro frente a mi propio trabajo, echo de menos la conciencia de la unidad y coherencia que deben existir entre el autor y su obra. No es que me falte convencimiento sobre lo correcto del resultado. Lo adquirí ya hace un cuarto de siglo, en 1912, cuando escribí mi libro Tótem y tabú, y desde entonces no ha hecho sino refirmarse. No he puesto más en duda que los fenómenos religiosos sólo son comprensibles según el modelo de los síntomas neuróticos del individuo, con que hemos llegado a familiarizarnos: unos retornos de procesos sobrevenidos en el acontecer histórico primordial de la familia humana, procesos sustantivos, olvidados de antiguo; y que tales retornos deben a este origen, justamente, su carácter compulsivo y, por tanto, ejercen efecto sobre los seres humanos en virtud de su peso en verdad histórico-vivencial {historisch}. [Cf. AE, 23, págs. 123 y sigs.] La incertidumbre sólo me acude cuando me pregunto si he logrado demostrar esas tesis en el ejemplo aquí elegido, el del monoteísmo judío. Ante mi crítica, este trabajo que toma a Moisés como punto de partida aparece como una bailarina que se balanceara sobre la punta de un pie. Si no pudiera apoyarme en la interpretación analítica del mito de abandono y, desde ahí, pasar a la conjetura de Sellin sobre el final de Moisés, el todo habría debido quedar sin escribirse. Comoquiera que fuese, arriesguémonos ahora.
Hallé la más amistosa acogida en la bella, libre y generosa Inglaterra. Aquí vivo ahora, como huésped bien visto, y he cobrado el aliento, pues aquella opresión se ha quitado de mí y ahora vuelvo a tener permitido hablar y escribir -casi estuve por decir: pensar- como quiero o debo. Oso, pues, dar a publicidad la última parte de mi trabajo.
Ya no hay más disuasivos exteriores, o por lo menos no de aquellos ante los que es preciso retroceder. En las pocas semanas de mi estadía aquí he recibido innúmeras salutaciones de amigos que se regocijan de mi presencia, de desconocidos, y aun de personas desinteresadas que sólo querían expresar su satisfacción por haber hallado yo aquí libertad y seguridad. Y a estos se sumaron, en número sorprendente para el extranjero, misivas de otra índole: se empeñaban en la salvación de mi alma, me enseñaban los caminos de Cristo y querían esclarecerme sobre el futuro de Israel.
Las buenas gentes que así me escribían acaso no supieran mucho sobre mí; pero mi expectativa es que cuando este trabajo sobre Moisés se conozca entre mis nuevos compatriotas, a través de una traducción, perderé sin duda bastante de las simpatías que cierto número de otras personas me han mostrado hasta ahora.
En cuanto a las dificultades interiores, en nada podían modificarlas la subversión política ni el cambio del lugar de residencia. Ahora como antes me siento inseguro frente a mi propio trabajo, echo de menos la conciencia de la unidad y coherencia que deben existir entre el autor y su obra. No es que me falte convencimiento sobre lo correcto del resultado. Lo adquirí ya hace un cuarto de siglo, en 1912, cuando escribí mi libro Tótem y tabú, y desde entonces no ha hecho sino refirmarse. No he puesto más en duda que los fenómenos religiosos sólo son comprensibles según el modelo de los síntomas neuróticos del individuo, con que hemos llegado a familiarizarnos: unos retornos de procesos sobrevenidos en el acontecer histórico primordial de la familia humana, procesos sustantivos, olvidados de antiguo; y que tales retornos deben a este origen, justamente, su carácter compulsivo y, por tanto, ejercen efecto sobre los seres humanos en virtud de su peso en verdad histórico-vivencial {historisch}. [Cf. AE, 23, págs. 123 y sigs.] La incertidumbre sólo me acude cuando me pregunto si he logrado demostrar esas tesis en el ejemplo aquí elegido, el del monoteísmo judío. Ante mi crítica, este trabajo que toma a Moisés como punto de partida aparece como una bailarina que se balanceara sobre la punta de un pie. Si no pudiera apoyarme en la interpretación analítica del mito de abandono y, desde ahí, pasar a la conjetura de Sellin sobre el final de Moisés, el todo habría debido quedar sin escribirse. Comoquiera que fuese, arriesguémonos ahora.
La premisa histórica {historisch}
(Ver nota(100))
El trasfondo histórico de los sucesos que han cautivado nuestro interés es, pues, el siguiente. Por las conquistas de la dinastía decimoctava, Egipto se convierte en un imperio universal. El nuevo imperialismo se refleja en el desarrollo de las representaciones religiosas, si no de todo el pueblo, al menos de su estrato superior dominante y espiritualmente activo. Bajo el influjo de los sacerdotes del dios solar en On (Heliópolis), acaso reforzado aquel por incitaciones provenientes de Asia, se eleva la idea de un dios universal, Atón, ya no limitado a un país y a un pueblo. Con el joven Amenhotep IV adviene al poder un faraón que no conoce interés superior al desarrollo de esta idea de dios. Promueve la religión de Atón a religión de Estado; por obra suya, el dios universal se convierte en el dios único: todo cuanto se refiere sobre otros dioses es fraude y es mentira. Con grandiosa intransigencia resiste todas las tentaciones del pensamiento mágico, desestima la ilusión de una vida tras la muerte, ilusión tan cara al egipcio particularmente. En una asombrosa vislumbre de una posterior intelección científica, discierne en la energía de los rayos solares la fuente de toda vida sobre la Tierra, y la venera como el símbolo del poder de su dios. Se gloria por regocijarse él en la creación y por vivir en Maat (verdad y justicia).
Es el primer caso, y quizás el más puro, de religión monoteísta en la historia humana; una visión más profunda de las condiciones históricas y psicológicas de su génesis sería de valor inapreciable. Pero se ocuparon de que no nos llegaran demasiadas noticias sobre la religión de Atón. Ya bajo los débiles sucesores de Ikhnatón entró en quiebra todo cuanto él había creado. La venganza de la casta sacerdotal por él sofocada descargó su furia sobre su memoria, la religión de Atón fue abolida, y la residencia del faraón motejado de herético fue víctima de la destrucción y el saqueo. Hacia el año 1350 a. C. se extinguió la dinastía decimoctava; le sucedió una época de anarquía, tras la cual restableció el orden el general Haremhab, quien gobernó hasta 1315 a. C. La reforma de Ikhnatón parecía un episodio destinado al olvido.
Hasta aquí lo comprobado históricamente; lo que sigue es nuestra continuación hipotética. Entre las personas allegadas a Ikhnatón se encontraba un hombre que quizá se llamaba Thotmés, como muchos otros en esa época(101); el nombre no importa mucho, sino sólo que su segundo componente debió de ser «mose». Ocupaba un alto puesto, era un secuaz convencido

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de la religión de Atón, pero, por oposición al caviloso rey, era un hombre enérgico y apasionado. Para él, el final de Ikhnatón y la apostasía de su religión significaron el término de todas sus expectativas. Sólo como proscrito o como renegado habría podido seguir viviendo en Egipto. Acaso como jefe militar de una provincia fronteriza había entrado en contacto con una estirpe semita que inmigrara allí unas generaciones atrás. En el apremio del desengaño y la soledad, se volvió a estos extranjeros, buscó en ellos el resarcimiento de sus pérdidas. Los eligió como su pueblo, intentó realizar en ellos sus ideales. Luego que, acompañado por la gente de su séquito, hubo abandonado con ellos Egipto, los santificó mediante el signo de la circuncisión, les impartió leyes, los introdujo en las doctrinas de la religión de Atón que los egipcios acababan de abolir. Quizá los preceptos que este Moisés dictó a sus judíos fueran todavía más rígidos que los de su señor y maestro Ikhnatón; quizá resignara incluso el apuntalamiento en el dios solar de On, que este había conservado.
Al éxodo de Egipto tenemos que datarlo en el período del interregno, después de 1350 a. C. Los lapsos siguientes, hasta que se consuma la toma de posesión del país de Canaán, son particularmente inescrutables. Desde la oscuridad que el informe bíblico ha dejado aquí, o que más bien ha creado, la investigación historiográfica de nuestros días pudo entresacar dos hechos. El primero, descubierto por Ernst Sellin, es que los judíos, recalcitrantes y tercos aun de acuerdo con lo que la Biblia declara, un buen día se sublevaron contra su legislador y caudillo, lo asesinaron y, como antes lo habían hecho los egipcios, abolieron la religión de Atón que él les impusiera. Y el otro hecho, demostrado por Eduard Meyer: estos judíos que regresaban de Egipto se reunieron luego con otras estirpes, parientes cercanas de ellos, en la comarca situada entre Palestina, la península de Sinaí y Arabia, y allí, en Qadesh, un oasis, adoptaron, bajo el influjo de los árabes madianitas, una nueva religión, el culto del dios volcánico Yahvé. Poco tiempo después, se aprestaban para irrumpir como conquistadores en Canaán.
Son muy inciertas las relaciones cronológicas entre estos dos sucesos, y con el éxodo de Egipto. El siguiente asidero histórico nos lo proporciona una estela del faraón Merneptah (hasta 1215 a. C.), quien, en su informe sobre expediciones guerreras en Siria y Palestina, cita a «Israel» entre los vencidos. Si uno toma la fecha de esa estela como un terminus ad quem, queda para todo el decurso desde el éxodo más o menos un siglo (entre después de 1350 y antes de 1215 a. C.). Pero es posible que el nombre de Israel no se refiera a las estirpes cuyos destinos nosotros perseguimos, y que en realidad dispongamos de un lapso más largo. El asentamiento del posterior pueblo judío en Canaán no fue, sin duda, una conquista de rápida ejecución, sino un proceso que se consumó en oleadas y se extendió por una larga época. Si nos emancipamos de la restricción que nos impone la estela de Merneptah, tanto más fácil nos resultará ver el período de Moisés como el de una generación (treinta años)(102), y dejar luego trascurrir por lo menos dos generaciones, quizá más, hasta la reunificación en Qadesh(103), el período entre Qadesh y la irrupción en Canaán pudo haber sido breve; la tradición judía tenía buenas razones, como lo he mostrado en mi anterior ensayo [cf. AE, 23, págs. 46-71, para abreviar el intervalo trascurrido entre el éxodo y la fundación religiosa en Qadesh; en el interés de nuestra exposición vale lo inverso.
Pero todo esto es todavía historia conjetural {Historie}, intento de llenar las lagunas de nuestras noticias sobre el acontecer histórico real {Geschichte}, en parte repetición del segundo ensayo aparecido en Imago, Nuestro interés persigue los destinos de Moisés y sus doctrinas, a que en apariencia había puesto fin la sublevación de los judíos. Por el informe del Yahvista, redactado hacía el año 1000 a. C., pero que sin duda se basó en fijaciones(104) anteriores, hemos discernido que con la reunión y la fundación religiosa de Qadesh se estableció una solución de compromiso en que todavía se pueden discernir bien las dos partes. A. uno de los socios sólo le importaba desmentir la novedad y ajenidad del dios Yahvé y acrecentar su título a la devoción del pueblo; el otro no quería abandonar sus caros recuerdos de la liberación de Egipto y la grandiosa figura del caudillo Moisés, y en efecto logró introducir a ambos, la hazaña y el hombre, en el nuevo relato de la prehistoria, conservar por lo menos el signo externo de la religión de Moisés, la circuncisión, y acaso imponer ciertas limitaciones al uso del nuevo nombre de Dios. Hemos dicho que los subrogantes de estos reclamos eran los descendientes de la gente de Moisés, los levitas, distanciados sólo por unas pocas generaciones de los contemporáneos y compatriotas de aquel, y ligados todavía a su memoria por un recuerdo vivo. Los relatos engalanados de poesía que atribuimos al Yahvista y a su posterior competidor, el Elohísta, eran como los túmulos funerarios mediante los cuales se sustraía del saber de las siguientes generaciones la noticia verdadera de aquellas antiguas cosas, la naturaleza de la religión mosaica y la violenta eliminación del grande hombre; esa verdad, por así decir, estaba destinada a encontrar ahí su eterno descanso. Y si nosotros hemos colegido rectamente este proceso, ya no queda en él nada que nos parezca enigmático; no obstante ello, muy bien podría haber significado el término definitivo del episodio de Moisés en el acontecer histórico del pueblo judío.
Y bien, lo asombroso es que así no fuera: que los efectos más intensos de aquella vivencia del pueblo salieran a la luz sólo más tarde, hubieran de esforzarse hacia la realidad efectiva poco a poco en el curso de muchos siglos. No es probable que por su carácter Yahvé se diferenciara mucho de los dioses venerados por los pueblos y estirpes vecinos; sin duda luchaba con ellos, como los pueblos mismos se combatían entre sí, pero es lícito suponer que a ningún adorador de Yahvé en aquellos tiempos se le ocurriría desconocer la existencia de los dioses de Canaán, Moab, Amalek, etc., como no podía desconocer la de los pueblos mismos que en ellos creían.
La idea monoteísta que ardió con Ikhnatón se había vuelto a apagar y estaba destinada a permanecer todavía largo tiempo en la oscuridad. Descubrimientos en la isla Elefantina, próxima a la primera catarata del Nilo, han traído la sorprendente noticia de que allí existía una colonia militar judía, establecida siglos atrás, en cuyo templo, junto al dios principal Yahú, se veneraba a dos deidades femeninas, una de ellas llamada Anat-Yahú. Estos judíos sin duda se separaron de la madre patria, no acompañaron su desarrollo religioso; el gobierno imperial persa (siglo v a. C.) les trasmitió el conocimiento de los nuevos preceptos del culto de Jerusalén (ver nota(105)). Si nos remontamos a épocas más antiguas, tenemos derecho a decir que el dios Yahvé no se parecía en nada al dios mosaico. Atón había sido pacifista como su subrogante sobre la Tierra, su modelo en verdad, el faraón Ikhnatón, quien contempló, inactivo, cómo se derrumbaba el imperio universal conquistado por sus antepasados. Para un pueblo que se disponía a posesionarse de un nuevo suelo por la violencia, Yahvé resultaba sin duda más apropiado. Y todo aquello que era digno de veneración en el Dios mosaico se sustrajo por completo de la inteligencia de la masa primitiva.
Ya lo he dicho -invocando en esto de buena gana la coincidencia con otros autores-: el hecho central del desarrollo de la religión judía ha sido que el dios Yahvé perdiera en el curso de los tiempos sus caracteres propios y cobrara semejanza cada vez mayor con Atón, el antiguo dios de Moisés. Por cierto, subsisten diferencias que a primera vista uno se inclinaría a estimar en

Al éxodo de Egipto tenemos que datarlo en el período del interregno, después de 1350 a. C. Los lapsos siguientes, hasta que se consuma la toma de posesión del país de Canaán, son particularmente inescrutables. Desde la oscuridad que el informe bíblico ha dejado aquí, o que más bien ha creado, la investigación historiográfica de nuestros días pudo entresacar dos hechos. El primero, descubierto por Ernst Sellin, es que los judíos, recalcitrantes y tercos aun de acuerdo con lo que la Biblia declara, un buen día se sublevaron contra su legislador y caudillo, lo asesinaron y, como antes lo habían hecho los egipcios, abolieron la religión de Atón que él les impusiera. Y el otro hecho, demostrado por Eduard Meyer: estos judíos que regresaban de Egipto se reunieron luego con otras estirpes, parientes cercanas de ellos, en la comarca situada entre Palestina, la península de Sinaí y Arabia, y allí, en Qadesh, un oasis, adoptaron, bajo el influjo de los árabes madianitas, una nueva religión, el culto del dios volcánico Yahvé. Poco tiempo después, se aprestaban para irrumpir como conquistadores en Canaán.
Son muy inciertas las relaciones cronológicas entre estos dos sucesos, y con el éxodo de Egipto. El siguiente asidero histórico nos lo proporciona una estela del faraón Merneptah (hasta 1215 a. C.), quien, en su informe sobre expediciones guerreras en Siria y Palestina, cita a «Israel» entre los vencidos. Si uno toma la fecha de esa estela como un terminus ad quem, queda para todo el decurso desde el éxodo más o menos un siglo (entre después de 1350 y antes de 1215 a. C.). Pero es posible que el nombre de Israel no se refiera a las estirpes cuyos destinos nosotros perseguimos, y que en realidad dispongamos de un lapso más largo. El asentamiento del posterior pueblo judío en Canaán no fue, sin duda, una conquista de rápida ejecución, sino un proceso que se consumó en oleadas y se extendió por una larga época. Si nos emancipamos de la restricción que nos impone la estela de Merneptah, tanto más fácil nos resultará ver el período de Moisés como el de una generación (treinta años)(102), y dejar luego trascurrir por lo menos dos generaciones, quizá más, hasta la reunificación en Qadesh(103), el período entre Qadesh y la irrupción en Canaán pudo haber sido breve; la tradición judía tenía buenas razones, como lo he mostrado en mi anterior ensayo [cf. AE, 23, págs. 46-71, para abreviar el intervalo trascurrido entre el éxodo y la fundación religiosa en Qadesh; en el interés de nuestra exposición vale lo inverso.
Pero todo esto es todavía historia conjetural {Historie}, intento de llenar las lagunas de nuestras noticias sobre el acontecer histórico real {Geschichte}, en parte repetición del segundo ensayo aparecido en Imago, Nuestro interés persigue los destinos de Moisés y sus doctrinas, a que en apariencia había puesto fin la sublevación de los judíos. Por el informe del Yahvista, redactado hacía el año 1000 a. C., pero que sin duda se basó en fijaciones(104) anteriores, hemos discernido que con la reunión y la fundación religiosa de Qadesh se estableció una solución de compromiso en que todavía se pueden discernir bien las dos partes. A. uno de los socios sólo le importaba desmentir la novedad y ajenidad del dios Yahvé y acrecentar su título a la devoción del pueblo; el otro no quería abandonar sus caros recuerdos de la liberación de Egipto y la grandiosa figura del caudillo Moisés, y en efecto logró introducir a ambos, la hazaña y el hombre, en el nuevo relato de la prehistoria, conservar por lo menos el signo externo de la religión de Moisés, la circuncisión, y acaso imponer ciertas limitaciones al uso del nuevo nombre de Dios. Hemos dicho que los subrogantes de estos reclamos eran los descendientes de la gente de Moisés, los levitas, distanciados sólo por unas pocas generaciones de los contemporáneos y compatriotas de aquel, y ligados todavía a su memoria por un recuerdo vivo. Los relatos engalanados de poesía que atribuimos al Yahvista y a su posterior competidor, el Elohísta, eran como los túmulos funerarios mediante los cuales se sustraía del saber de las siguientes generaciones la noticia verdadera de aquellas antiguas cosas, la naturaleza de la religión mosaica y la violenta eliminación del grande hombre; esa verdad, por así decir, estaba destinada a encontrar ahí su eterno descanso. Y si nosotros hemos colegido rectamente este proceso, ya no queda en él nada que nos parezca enigmático; no obstante ello, muy bien podría haber significado el término definitivo del episodio de Moisés en el acontecer histórico del pueblo judío.
Y bien, lo asombroso es que así no fuera: que los efectos más intensos de aquella vivencia del pueblo salieran a la luz sólo más tarde, hubieran de esforzarse hacia la realidad efectiva poco a poco en el curso de muchos siglos. No es probable que por su carácter Yahvé se diferenciara mucho de los dioses venerados por los pueblos y estirpes vecinos; sin duda luchaba con ellos, como los pueblos mismos se combatían entre sí, pero es lícito suponer que a ningún adorador de Yahvé en aquellos tiempos se le ocurriría desconocer la existencia de los dioses de Canaán, Moab, Amalek, etc., como no podía desconocer la de los pueblos mismos que en ellos creían.
La idea monoteísta que ardió con Ikhnatón se había vuelto a apagar y estaba destinada a permanecer todavía largo tiempo en la oscuridad. Descubrimientos en la isla Elefantina, próxima a la primera catarata del Nilo, han traído la sorprendente noticia de que allí existía una colonia militar judía, establecida siglos atrás, en cuyo templo, junto al dios principal Yahú, se veneraba a dos deidades femeninas, una de ellas llamada Anat-Yahú. Estos judíos sin duda se separaron de la madre patria, no acompañaron su desarrollo religioso; el gobierno imperial persa (siglo v a. C.) les trasmitió el conocimiento de los nuevos preceptos del culto de Jerusalén (ver nota(105)). Si nos remontamos a épocas más antiguas, tenemos derecho a decir que el dios Yahvé no se parecía en nada al dios mosaico. Atón había sido pacifista como su subrogante sobre la Tierra, su modelo en verdad, el faraón Ikhnatón, quien contempló, inactivo, cómo se derrumbaba el imperio universal conquistado por sus antepasados. Para un pueblo que se disponía a posesionarse de un nuevo suelo por la violencia, Yahvé resultaba sin duda más apropiado. Y todo aquello que era digno de veneración en el Dios mosaico se sustrajo por completo de la inteligencia de la masa primitiva.
Ya lo he dicho -invocando en esto de buena gana la coincidencia con otros autores-: el hecho central del desarrollo de la religión judía ha sido que el dios Yahvé perdiera en el curso de los tiempos sus caracteres propios y cobrara semejanza cada vez mayor con Atón, el antiguo dios de Moisés. Por cierto, subsisten diferencias que a primera vista uno se inclinaría a estimar en

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mucho; pero es fácil esclarecerlas.
Atón había reinado en Egipto durante un período feliz de posesión segura, y aun cuando el imperio empezó a flaquear, sus veneradores pudieron aislarse de la perturbación y siguieron apreciando sus creaciones y gozando de ellas. Al pueblo judío, en cambio, le deparó el destino una serie de graves pruebas y dolorosas experiencias; su dios devino duro y riguroso, como ofuscado. Conservó el carácter del Dios universal, el que reina sobre todos los países y pueblos, pero el hecho de que su culto hubiera pasado de los egipcios a los judíos halló expresión en el agregado de que estos eran su pueblo elegido, cuyas particulares obligaciones hallarían al final una recompensa particular. Puede que al pueblo no le resultara fácil conciliar la creencia en que era el predilecto de su Dios omnipotente con las tristes experiencias de su desdichado destino. Pero no se dejaron extraviar; acrecentaron su propio sentimiento de culpa a fin de ahogar su duda en Dios, y acaso en definitiva se remitieran al «inescrutable decreto de Dios», como todavía hoy lo hacen los fieles. Sí podía maravillar que aparecieran siempre nuevos déspotas -asirios, babilonios, persas- por los cuales eran sometidos y maltratados, se discernía no obstante el poder de Dios en el hecho de que todos esos malignos enemigos caían derrotados una y otra vez, y desaparecían sus imperios.
En tres puntos importantes el posterior Dios judío terminó por igualarse al antiguo dios mosaico. El primero y más decisivo es que efectivamente fue reconocido como el Dios único, junto al cual otro era inconcebible. El monoteísmo de Ikhnatón fue tomado en serio por todo un pueblo, y aun tanto se aferró este a la idea, que ella pasó a constituir el contenido rector de su vida espiritual y le quitó todo interés por otra cosa. El pueblo y la casta sacerdotal devenida dominante estaban de acuerdo en este punto, pero los sacerdotes agotaron su actividad en edificar el ceremonial para su culto y así entraron en oposición con intensas corrientes populares, que buscaban reanimar otras dos entre las enseñanzas de Moisés sobre su Dios. Las voces de los profetas no se cansaron de proclamar que Dios desdeñaba el ceremonial y el sacrificio, y sólo exigía que uno tuviera fe en él y viviera en verdad y justicia. Y sin duda obraban bajo el influjo de los ideales mosaicos cuando alababan la simplicidad y santidad de la vida en el desierto.
Es tiempo de plantear una pregunta: si es a toda costa necesario invocar el influjo de Moisés sobre la plasmación final de la representación judía de Dios, y si no bastaría el supuesto de un desarrollo espontáneo hacia una espiritualidad superior en el curso de una vida cultural que se extiende a lo largo de siglos. Dos cosas se pueden decir sobre esta posibilidad explicativa que pondría término a todos nuestros acertijos. En primer lugar, que no explica nada. En el pueblo griego, sin duda de extraordinarias dotes, la misma constelación no llevó al monoteísmo, sino al aflojamiento de la religión politeísta y a los comienzos del pensar filosófico. En Egipto el monoteísmo había crecido, hasta donde lo comprendemos, como un efecto colateral del imperialismo; Dios era el espejamiento de un faraón que gobernaba sin restricciones sobre un vasto imperio universal. Entre los judíos, las circunstancias políticas eran en extremo desfavorables para el progreso desde la idea del dios exclusivo de un pueblo hasta la del que gobierna el universo entero. ¿Y de dónde esta nación diminuta e impotente extraería la audacia para presentarse como la predilecta del Gran Señor? Así quedaría sin responder la pregunta por la génesis del monoteísmo entre los judíos, a menos de contentarse con la respuesta corriente, a saber, que sería la expresión del particular genio religioso de este pueblo. Bien se sabe, el genio es insondable e irresponsable, y por eso no se debe recurrir a él como expediente explicativo basta que se haya denegado toda otra solución (ver nota(106)).
En segundo lugar, tropezamos con el hecho de que las propias narraciones e historiografía judías nos enseñan el camino; en efecto, y esta vez sin contradecirse, aseveran con la máxima decisión que la idea de un dios único fue aportada al pueblo por Moisés. Si cabe objetar algo a la credibilidad de este aserto, es, por cierto, que evidentemente en el texto trasmitido se reconducen a Moisés demasiadas cosas. Instituciones, así como preceptos rituales, cuya pertenencia a épocas posteriores es inequívoca son presentados como mandamientos mosaicos, con el nítido propósito de granjearles autoridad. He ahí, sin duda, un motivo de sospecha para nosotros, pero no basta para una desestimación. En efecto, es asaz claro el motivo más profundo de esa exageración. Los sacerdotes quieren figurar una secuencia continuada entre su presente y aquella temprana edad mosaica, quieren desmentir justamente lo que nosotros hemos designado el hecho más llamativo de la historia de la religión judía, a saber, que entre la legislación de Moisés y la posterior religión judía se abre una laguna llenada primero por el culto de Yahvé, y sólo después colmada poco a poco. Impugnan ese proceso con toda clase de medios, aunque su autenticidad histórica queda establecida fuera de toda duda por las figuraciones del relato sacerdotal; en efecto, a pesar del particular tratamiento que el texto bíblico ha experimentado, quedaron abundantes indicios que lo demuestran. La elaboración sacerdotal ha intentado aquí algo parecido a aquella tendencia desfiguradora que convirtió al nuevo dios Yahvé en el dios de los patriarcas [AE, 23, pág. 42]. Si tomamos en cuenta este motivo del Código Sacerdotal, se nos vuelve difícil denegar crédito a la afirmación de que, efectivamente, el propio Moisés dio a sus judíos la idea monoteísta. Y creerlo debiera resultarnos tanto más fácil a nosotros, puesto que sabemos decir de dónde le vino a Moisés esa idea, cosa que los sacerdotes judíos, por cierto, ya no sabían.
En este punto, alguien podría preguntar qué conseguimos derivando el monoteísmo judío del egipcio; así el problema no haría más que desplazarse un tramo; seguiríamos sin saber nada con respecto a la génesis de la idea monoteísta. La respuesta es la siguiente: No se trata de ganancia, sino de investigación. Y es probable que aprendamos algo si averiguamos el proceso efectivo.
Atón había reinado en Egipto durante un período feliz de posesión segura, y aun cuando el imperio empezó a flaquear, sus veneradores pudieron aislarse de la perturbación y siguieron apreciando sus creaciones y gozando de ellas. Al pueblo judío, en cambio, le deparó el destino una serie de graves pruebas y dolorosas experiencias; su dios devino duro y riguroso, como ofuscado. Conservó el carácter del Dios universal, el que reina sobre todos los países y pueblos, pero el hecho de que su culto hubiera pasado de los egipcios a los judíos halló expresión en el agregado de que estos eran su pueblo elegido, cuyas particulares obligaciones hallarían al final una recompensa particular. Puede que al pueblo no le resultara fácil conciliar la creencia en que era el predilecto de su Dios omnipotente con las tristes experiencias de su desdichado destino. Pero no se dejaron extraviar; acrecentaron su propio sentimiento de culpa a fin de ahogar su duda en Dios, y acaso en definitiva se remitieran al «inescrutable decreto de Dios», como todavía hoy lo hacen los fieles. Sí podía maravillar que aparecieran siempre nuevos déspotas -asirios, babilonios, persas- por los cuales eran sometidos y maltratados, se discernía no obstante el poder de Dios en el hecho de que todos esos malignos enemigos caían derrotados una y otra vez, y desaparecían sus imperios.
En tres puntos importantes el posterior Dios judío terminó por igualarse al antiguo dios mosaico. El primero y más decisivo es que efectivamente fue reconocido como el Dios único, junto al cual otro era inconcebible. El monoteísmo de Ikhnatón fue tomado en serio por todo un pueblo, y aun tanto se aferró este a la idea, que ella pasó a constituir el contenido rector de su vida espiritual y le quitó todo interés por otra cosa. El pueblo y la casta sacerdotal devenida dominante estaban de acuerdo en este punto, pero los sacerdotes agotaron su actividad en edificar el ceremonial para su culto y así entraron en oposición con intensas corrientes populares, que buscaban reanimar otras dos entre las enseñanzas de Moisés sobre su Dios. Las voces de los profetas no se cansaron de proclamar que Dios desdeñaba el ceremonial y el sacrificio, y sólo exigía que uno tuviera fe en él y viviera en verdad y justicia. Y sin duda obraban bajo el influjo de los ideales mosaicos cuando alababan la simplicidad y santidad de la vida en el desierto.
Es tiempo de plantear una pregunta: si es a toda costa necesario invocar el influjo de Moisés sobre la plasmación final de la representación judía de Dios, y si no bastaría el supuesto de un desarrollo espontáneo hacia una espiritualidad superior en el curso de una vida cultural que se extiende a lo largo de siglos. Dos cosas se pueden decir sobre esta posibilidad explicativa que pondría término a todos nuestros acertijos. En primer lugar, que no explica nada. En el pueblo griego, sin duda de extraordinarias dotes, la misma constelación no llevó al monoteísmo, sino al aflojamiento de la religión politeísta y a los comienzos del pensar filosófico. En Egipto el monoteísmo había crecido, hasta donde lo comprendemos, como un efecto colateral del imperialismo; Dios era el espejamiento de un faraón que gobernaba sin restricciones sobre un vasto imperio universal. Entre los judíos, las circunstancias políticas eran en extremo desfavorables para el progreso desde la idea del dios exclusivo de un pueblo hasta la del que gobierna el universo entero. ¿Y de dónde esta nación diminuta e impotente extraería la audacia para presentarse como la predilecta del Gran Señor? Así quedaría sin responder la pregunta por la génesis del monoteísmo entre los judíos, a menos de contentarse con la respuesta corriente, a saber, que sería la expresión del particular genio religioso de este pueblo. Bien se sabe, el genio es insondable e irresponsable, y por eso no se debe recurrir a él como expediente explicativo basta que se haya denegado toda otra solución (ver nota(106)).
En segundo lugar, tropezamos con el hecho de que las propias narraciones e historiografía judías nos enseñan el camino; en efecto, y esta vez sin contradecirse, aseveran con la máxima decisión que la idea de un dios único fue aportada al pueblo por Moisés. Si cabe objetar algo a la credibilidad de este aserto, es, por cierto, que evidentemente en el texto trasmitido se reconducen a Moisés demasiadas cosas. Instituciones, así como preceptos rituales, cuya pertenencia a épocas posteriores es inequívoca son presentados como mandamientos mosaicos, con el nítido propósito de granjearles autoridad. He ahí, sin duda, un motivo de sospecha para nosotros, pero no basta para una desestimación. En efecto, es asaz claro el motivo más profundo de esa exageración. Los sacerdotes quieren figurar una secuencia continuada entre su presente y aquella temprana edad mosaica, quieren desmentir justamente lo que nosotros hemos designado el hecho más llamativo de la historia de la religión judía, a saber, que entre la legislación de Moisés y la posterior religión judía se abre una laguna llenada primero por el culto de Yahvé, y sólo después colmada poco a poco. Impugnan ese proceso con toda clase de medios, aunque su autenticidad histórica queda establecida fuera de toda duda por las figuraciones del relato sacerdotal; en efecto, a pesar del particular tratamiento que el texto bíblico ha experimentado, quedaron abundantes indicios que lo demuestran. La elaboración sacerdotal ha intentado aquí algo parecido a aquella tendencia desfiguradora que convirtió al nuevo dios Yahvé en el dios de los patriarcas [AE, 23, pág. 42]. Si tomamos en cuenta este motivo del Código Sacerdotal, se nos vuelve difícil denegar crédito a la afirmación de que, efectivamente, el propio Moisés dio a sus judíos la idea monoteísta. Y creerlo debiera resultarnos tanto más fácil a nosotros, puesto que sabemos decir de dónde le vino a Moisés esa idea, cosa que los sacerdotes judíos, por cierto, ya no sabían.
En este punto, alguien podría preguntar qué conseguimos derivando el monoteísmo judío del egipcio; así el problema no haría más que desplazarse un tramo; seguiríamos sin saber nada con respecto a la génesis de la idea monoteísta. La respuesta es la siguiente: No se trata de ganancia, sino de investigación. Y es probable que aprendamos algo si averiguamos el proceso efectivo.
Período de latencia y tradición
Profesamos entonces la creencia de que la idea de un dios único, así como la desestimación
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del ceremonial de efecto mágico y la insistencia en el reclamo ético en nombre de ese dios, eran de hecho unas doctrinas mosaicas que primero no hallaron audiencia, pero luego, trascurrido un largo período intermedio, entraron en vigor y terminaron por imponerse para siempre. ¿Cómo explicaríamos un efecto así demorado, y en qué otro ámbito tropezamos con fenómenos parecidos?
La ocurrencia inmediata dice que no es raro hallarlos en muy diversos campos, y es probable que se produzcan de múltiples maneras, inteligibles con mayor o menor facilidad, Tomemos como ejemplo el destino de una nueva teoría científica como la doctrina de la evolución, de Darwin. Al principio tropieza con una desautorización enconada, se la impugna con violencia durante décadas, pero no hace falta más de una generación para que se la reconozca como un gran progreso hacia la verdad. Y a Darwin mismo se le discierne el honor de una tumba o cenotafio en Westminster. Un caso así nos deja pocos enigmas para desentrañar. La verdad nueva despierta resistencias afectivas; estas se hacen subrogar por unos argumentos que permiten poner en tela de juicio las pruebas en favor de la doctrina desagradable; la lucha de las opiniones demanda cierto tiempo, desde el comienzo mismo hay partidarios y oponentes, y el número de los primeros aumenta cada vez más hasta que al fin prevalecen; durante todo el período de la lucha, nadie ha olvidado de qué se trataba. Apenas nos asombra que el decurso entero haya requerido un tiempo largo; acaso no apreciamos lo bastante que estamos frente a un proceso de la psicología de las masas.
No ofrece dificultad alguna hallar para este proceso una analogía que le responda en todas sus partes dentro de la vida anímica de un individuo. Sería el caso de alguien enterado de algo nuevo que deba reconocer como verdad sobre la base de ciertas pruebas, pero que contradiga muchos de sus deseos y afrente algunas de sus preciadas convicciones. Titubeará entonces, buscará razones con que pueda poner en duda lo nuevo, y durante un tiempo luchará consigo mismo, hasta que al fin se confiese: «Sin embargo, es así, por más que no me resulte fácil aceptarlo, por más que me sea penoso tener que creer en ello». De este caso aprendemos solamente que pasa un tiempo antes que el trabajo de entendimiento del yo supere las objeciones que son sustentadas por unas fuertes investiduras afectivas. No es muy grande la semejanza entre este caso y aquel en inteligir el cual nos empeñamos.
El siguiente ejemplo a que acudimos tiene, aparentemente, todavía menos en común con nuestro problema. Supóngase que un hombre abandone indemne en apariencia los sitios donde ha vivenciado un terrible accidente, por ejemplo un choque ferroviario, pero que en el curso de las semanas siguientes desarrolle una serie de graves síntomas psíquicos y motores, que uno sólo puede derivar de aquel choque, aquella conmoción, o lo que obrase sobre él en ese momento. Tiene ahora una «neurosis traumática». He aquí un hecho que en modo alguno entendemos, vale decir, un hecho nuevo. Al tiempo trascurrido entre el accidente y la primera aparición de los síntomas se lo llama «período de incubación», con trasparente referencia a la patología de las enfermedades infecciosas. Ahora caemos por fuerza en la cuenta de que, a pesar de la diversidad fundamental, entre ambos casos, el problema de la neurosis traumática y el del monoteísmo judío, hay empero coincidencia en un punto, a saber, en el carácter que se podría llamar latencia. En efecto, de acuerdo con nuestro certificado supuesto hay en la historia de la religión judía una larga época, tras la apostasía de la religión de Moisés, en que no se registra nada de la idea monoteísta, ni del desdén por el ceremonial, ni de la hiperinsistencia en lo ético. Así, estamos preparados para la posibilidad de que la solución a nuestro problema deba buscarse dentro de una particular situación psicológica.
Ya hemos expuesto repetidas veces lo que aconteció en Qadesh cuando las dos partes del posterior pueblo judío se dieron cita para adoptar una religión nueva. Del lado de quienes habían estado en Egipto, los recuerdos del éxodo y de la figura de Moisés eran aún tan fuertes y vívidos que demandaron ser recogidos en un informe sobre la prehistoria. Acaso eran nietos de personas que habían conocido al propio Moisés, y algunos se sentían egipcios y llevaban nombres de ese origen. Pero tenían buenos motivos para reprimir {suplantar} el recuerdo del destino que se había deparado a su caudillo y legislador. Para los otros, el propósito decisivo era glorificar al nuevo dios y cuestionar su ajenidad. A ambas partes las guiaba el mismo interés por desmentir que hubieran tenido una religión anterior, y el contenido de esta. Así se produjo aquel primer compromiso, que probablemente hallara pronto una fijación escrita; la gente de Egipto traía consigo la escritura y el gusto por la historiografía, pero largas épocas debían pasar hasta que esta última discerniera como su obligación la veracidad intransigente. Al principio no tuvo escrúpulos en plasmar sus informes de acuerdo con sus necesidades y tendencias del momento, como si todavía no hubiera descubierto el concepto de la falsificación {Verfälschung}. En virtud de estas constelaciones, pudo configurarse una oposición entre la fijación escrita y la tradición oral de una misma sustancia, la sustancia de la tradición. Lo omitido o modificado en la trascripción (Niederschrift} muy bien pudo conservarse incólume en la tradición. Esta última era el complemento y a la vez la contradicción de la historiografía. Estaba menos sometida al influjo de las tendencias desfiguradoras, acaso en muchas de sus piezas se sustraía por entero de estas, y por eso podía ser más veraz que el informe fijado por escrito. Empero, perjudicaba su confiabilidad que fuera más variable e imprecisa que la trascripción; estaba expuesta a múltiples alteraciones y deformaciones por tener que trasferirse de una generación a otra mediante comunicación oral. Una tradición así podía experimentar diversos destinos. En primer lugar, esperaríamos que la trascripción la extinguiera, que no pudiera afirmarse al lado de esta, que se volviera cada vez más desvaída y finalmente cayera en el olvido. Empero, también son posibles otros destinos: uno de ellos, que la tradición misma termine en una fijación escrita; y en el curso de este trabajo habremos de considerar incluso otros.
Respecto del fenómeno que nos ocupa, la latencia en la historia de la religión judía, se nos ofrece entonces la explicación de que las circunstancias de hecho y los contenidos que la historiografía por así decir oficial desmentía de una manera deliberada en realidad no se perdieron nunca. Su saber pervivió en tradiciones que se conservaron en el pueblo. Y aun, según lo asegura Sellin, sobre el final de Moisés subsistía una tradición que llanamente contradecía a las figuraciones del relato oficial y se aproximaba más a la verdad. Y lo mismo ocurriría, tenemos derecho a suponerlo, con muchas otras cosas que en apariencia habían hallado su sepultamiento {Untergang} junto con Moisés, muchos contenidos de la religión mosaica que habían sido inaceptables para la mayoría de los contemporáneos de aquel.
Ahora bien, aquí tropezamos con un hecho asombroso: esas tradiciones, en vez de debilitarse con el tiempo, se volvieron cada vez más poderosas en el curso de los siglos, esforzaron su ingreso en las posteriores elaboraciones de la historiografía oficial, y al fin mostraron bastante fuerza para influir de una manera decisiva sobre el pensar y el obrar del pueblo. Es cierto que en un primer abordaje escapan de nuestra noticia las condiciones que pudieron posibilitar ese

La ocurrencia inmediata dice que no es raro hallarlos en muy diversos campos, y es probable que se produzcan de múltiples maneras, inteligibles con mayor o menor facilidad, Tomemos como ejemplo el destino de una nueva teoría científica como la doctrina de la evolución, de Darwin. Al principio tropieza con una desautorización enconada, se la impugna con violencia durante décadas, pero no hace falta más de una generación para que se la reconozca como un gran progreso hacia la verdad. Y a Darwin mismo se le discierne el honor de una tumba o cenotafio en Westminster. Un caso así nos deja pocos enigmas para desentrañar. La verdad nueva despierta resistencias afectivas; estas se hacen subrogar por unos argumentos que permiten poner en tela de juicio las pruebas en favor de la doctrina desagradable; la lucha de las opiniones demanda cierto tiempo, desde el comienzo mismo hay partidarios y oponentes, y el número de los primeros aumenta cada vez más hasta que al fin prevalecen; durante todo el período de la lucha, nadie ha olvidado de qué se trataba. Apenas nos asombra que el decurso entero haya requerido un tiempo largo; acaso no apreciamos lo bastante que estamos frente a un proceso de la psicología de las masas.
No ofrece dificultad alguna hallar para este proceso una analogía que le responda en todas sus partes dentro de la vida anímica de un individuo. Sería el caso de alguien enterado de algo nuevo que deba reconocer como verdad sobre la base de ciertas pruebas, pero que contradiga muchos de sus deseos y afrente algunas de sus preciadas convicciones. Titubeará entonces, buscará razones con que pueda poner en duda lo nuevo, y durante un tiempo luchará consigo mismo, hasta que al fin se confiese: «Sin embargo, es así, por más que no me resulte fácil aceptarlo, por más que me sea penoso tener que creer en ello». De este caso aprendemos solamente que pasa un tiempo antes que el trabajo de entendimiento del yo supere las objeciones que son sustentadas por unas fuertes investiduras afectivas. No es muy grande la semejanza entre este caso y aquel en inteligir el cual nos empeñamos.
El siguiente ejemplo a que acudimos tiene, aparentemente, todavía menos en común con nuestro problema. Supóngase que un hombre abandone indemne en apariencia los sitios donde ha vivenciado un terrible accidente, por ejemplo un choque ferroviario, pero que en el curso de las semanas siguientes desarrolle una serie de graves síntomas psíquicos y motores, que uno sólo puede derivar de aquel choque, aquella conmoción, o lo que obrase sobre él en ese momento. Tiene ahora una «neurosis traumática». He aquí un hecho que en modo alguno entendemos, vale decir, un hecho nuevo. Al tiempo trascurrido entre el accidente y la primera aparición de los síntomas se lo llama «período de incubación», con trasparente referencia a la patología de las enfermedades infecciosas. Ahora caemos por fuerza en la cuenta de que, a pesar de la diversidad fundamental, entre ambos casos, el problema de la neurosis traumática y el del monoteísmo judío, hay empero coincidencia en un punto, a saber, en el carácter que se podría llamar latencia. En efecto, de acuerdo con nuestro certificado supuesto hay en la historia de la religión judía una larga época, tras la apostasía de la religión de Moisés, en que no se registra nada de la idea monoteísta, ni del desdén por el ceremonial, ni de la hiperinsistencia en lo ético. Así, estamos preparados para la posibilidad de que la solución a nuestro problema deba buscarse dentro de una particular situación psicológica.
Ya hemos expuesto repetidas veces lo que aconteció en Qadesh cuando las dos partes del posterior pueblo judío se dieron cita para adoptar una religión nueva. Del lado de quienes habían estado en Egipto, los recuerdos del éxodo y de la figura de Moisés eran aún tan fuertes y vívidos que demandaron ser recogidos en un informe sobre la prehistoria. Acaso eran nietos de personas que habían conocido al propio Moisés, y algunos se sentían egipcios y llevaban nombres de ese origen. Pero tenían buenos motivos para reprimir {suplantar} el recuerdo del destino que se había deparado a su caudillo y legislador. Para los otros, el propósito decisivo era glorificar al nuevo dios y cuestionar su ajenidad. A ambas partes las guiaba el mismo interés por desmentir que hubieran tenido una religión anterior, y el contenido de esta. Así se produjo aquel primer compromiso, que probablemente hallara pronto una fijación escrita; la gente de Egipto traía consigo la escritura y el gusto por la historiografía, pero largas épocas debían pasar hasta que esta última discerniera como su obligación la veracidad intransigente. Al principio no tuvo escrúpulos en plasmar sus informes de acuerdo con sus necesidades y tendencias del momento, como si todavía no hubiera descubierto el concepto de la falsificación {Verfälschung}. En virtud de estas constelaciones, pudo configurarse una oposición entre la fijación escrita y la tradición oral de una misma sustancia, la sustancia de la tradición. Lo omitido o modificado en la trascripción (Niederschrift} muy bien pudo conservarse incólume en la tradición. Esta última era el complemento y a la vez la contradicción de la historiografía. Estaba menos sometida al influjo de las tendencias desfiguradoras, acaso en muchas de sus piezas se sustraía por entero de estas, y por eso podía ser más veraz que el informe fijado por escrito. Empero, perjudicaba su confiabilidad que fuera más variable e imprecisa que la trascripción; estaba expuesta a múltiples alteraciones y deformaciones por tener que trasferirse de una generación a otra mediante comunicación oral. Una tradición así podía experimentar diversos destinos. En primer lugar, esperaríamos que la trascripción la extinguiera, que no pudiera afirmarse al lado de esta, que se volviera cada vez más desvaída y finalmente cayera en el olvido. Empero, también son posibles otros destinos: uno de ellos, que la tradición misma termine en una fijación escrita; y en el curso de este trabajo habremos de considerar incluso otros.
Respecto del fenómeno que nos ocupa, la latencia en la historia de la religión judía, se nos ofrece entonces la explicación de que las circunstancias de hecho y los contenidos que la historiografía por así decir oficial desmentía de una manera deliberada en realidad no se perdieron nunca. Su saber pervivió en tradiciones que se conservaron en el pueblo. Y aun, según lo asegura Sellin, sobre el final de Moisés subsistía una tradición que llanamente contradecía a las figuraciones del relato oficial y se aproximaba más a la verdad. Y lo mismo ocurriría, tenemos derecho a suponerlo, con muchas otras cosas que en apariencia habían hallado su sepultamiento {Untergang} junto con Moisés, muchos contenidos de la religión mosaica que habían sido inaceptables para la mayoría de los contemporáneos de aquel.
Ahora bien, aquí tropezamos con un hecho asombroso: esas tradiciones, en vez de debilitarse con el tiempo, se volvieron cada vez más poderosas en el curso de los siglos, esforzaron su ingreso en las posteriores elaboraciones de la historiografía oficial, y al fin mostraron bastante fuerza para influir de una manera decisiva sobre el pensar y el obrar del pueblo. Es cierto que en un primer abordaje escapan de nuestra noticia las condiciones que pudieron posibilitar ese

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desenlace.
Y es tan asombroso este hecho que nos sentimos justificados a evocarlo otra vez. En él se encierra nuestro problema. El pueblo judío había abandonado la religión de Atón, que Moisés le brindara, para entregarse al culto de otro dios que se diferenciaba poco de los baalim {dioses locales} de los pueblos vecinos. No bastaron los empeños de posteriores tendencias para velar ese abochornante estado de cosas. Pero la religión de Moisés no se había sepultado sin dejar rastros: se había conservado una suerte de recuerdo de ella, una tradición acaso oscurecida y desfigurada. Y fue esta tradición de un gran pasado la que, por así decir, siguió produciendo efectos desde el trasfondo; poco a poco fue adquiriendo un imperio mayor sobre los espíritus, y al fin consiguió mudar al dios Yahvé en el dios mosaico y llamar de nuevo a la vida a la religión de Moisés, que, instituida muchos siglos antes, fue luego olvidada. Que una tradición ignorada ejerza un efecto tan poderoso sobre la vida anímica de un pueblo, he ahí una representación que en modo alguno nos resulta familiar. Nos encontramos en un campo de la psicología de las masas donde no nos sentimos en terreno propio. Buscamos con la vista unas analogías, unos hechos de naturaleza por lo menos afín, aunque provengan de otros ámbitos. Creemos poder hallarlos.
Por los tiempos en que se preparaba entre los judíos el retorno de la religión de Moisés, el pueblo griego se hallaba en posesión de un tesoro asaz abundante de sagas acerca de su estirpe y mitos sobre sus héroes. En los siglos ix u viii a. C., según se cree, nacieron las dos epopeyas homéricas que tomaron su asunto de aquel círculo de sagas. Con las intelecciones psicológicas que hoy poseemos se habría podido preguntar, mucho antes de Schliemann y de Evans: ¿De dónde tomaron los griegos todo el material de sagas elaborado después por Homero y los grandes dramaturgos áticos en sus obras maestras? La respuesta habría debido rezar: Es probable que este pueblo vivenciara en su prehistoria una época de brillo externo y florecimiento cultural sepultada en una catástrofe histórica, y en estas sagas se ha conservado una oscura tradición. La investigación arqueológica de nuestros días confirma esta conjetura, que formulada en aquel tiempo sin duda se habría declarado demasiado osada. Ha descubierto los testimonios de la grandiosa cultura minoico-micénica, que en la Grecia continental llegó a su fin probablemente ya antes de 1250 a. C. En los historiadores griegos de épocas posteriores apenas se encuentra referencia a ella. Sólo la observación de que hubo una época en que los cretenses poseían el imperio del mar, el nombre del rey Minos y el de su palacio, el Laberinto; eso es todo, y en lo demás sólo restaron las tradiciones recogidas por los poetas.
Conocemos epopeyas también de otros pueblos, como los germanos, los hindúes, los fineses. Es tarea de los historiadores de la literatura indagar si cabe suponer respecto de su génesis las mismas condiciones que en el caso de los griegos. Yo creo que esa indagación arrojará un resultado positivo. La condición que discernimos es: Un fragmento de prehistoria que inmediatamente después tuvo que aparecer como rico en contenido, sustantivo y grandioso, quizás en todos los casos heroico, pero tan remoto en el tiempo, perteneciente a épocas de un pasado tan distante, que las posteriores generaciones sólo recibieron noticia de él por una tradición oscura e incompleta, Ha causado asombro que en épocas más tardías se extinguiera la épica como género literario. Acaso la explicación esté en que aquella condición suya ya no se produjo más. El viejo asunto se había agotado, y para todos los episodios posteriores la historiografía remplazó a la tradición. Si las mayores hazañas heroicas de nuestro tiempo no fueron capaces de inspirar una épica, ya Alejandro el Grande tenía derecho a quejarse de que no hallaría un Homero.
Epocas de un remoto pasado poseen una atracción grande, a menudo enigmática, para la fantasía de los seres humanos. Toda vez que están insatisfechos con su presente -y ello ocurre con harta frecuencia-, se vuelven hacía atrás, hacia el pasado, donde esperan hallar realizado el inextinguible sueño de una Edad de Oro (ver nota(107)). Es probable que estén siempre bajo el ensalmo de su infancia, que un recuerdo no imparcial les espeja como una época de imperturbada bienaventuranza. Cuando del pasado no subsisten más que los recuerdos incompletos y nebulosos que llamamos «tradición», ellos ofrecen un particular atractivo para el artista, pues entonces queda en libertad de llenar las lagunas del recuerdo según las apetencias de su fantasía, y de plasmar de acuerdo con sus propios propósitos la imagen de la época que quiere reproducir. Casi se podría decir que cuanto más vaga se haya vuelto la tradición, más utilizable será para el poeta. No ha de asombrarnos, por tanto, la significatividad que la tradición posee para la poesía, y la analogía con el condicionamiento de la épica nos hará más aceptable la extraña hipótesis de que entre los judíos fue la tradición de Moisés la que mudó el culto de Yahvé en el espíritu de la religión mosaica. Pero en lo demás, estos dos casos todavía difieren demasiado. En uno el resultado es una poesía, en el otro una religión; y respecto del segundo hemos supuesto que, bajo la impulsión de la tradición, ella fue reproducida con una fidelidad de la que la épica no puede, desde luego, mostrar el correspondiente. De nuestro problema, pues, nos quedan bastantes cosas pendientes para que se justifique la busca de unas analogías más certeras.
Y es tan asombroso este hecho que nos sentimos justificados a evocarlo otra vez. En él se encierra nuestro problema. El pueblo judío había abandonado la religión de Atón, que Moisés le brindara, para entregarse al culto de otro dios que se diferenciaba poco de los baalim {dioses locales} de los pueblos vecinos. No bastaron los empeños de posteriores tendencias para velar ese abochornante estado de cosas. Pero la religión de Moisés no se había sepultado sin dejar rastros: se había conservado una suerte de recuerdo de ella, una tradición acaso oscurecida y desfigurada. Y fue esta tradición de un gran pasado la que, por así decir, siguió produciendo efectos desde el trasfondo; poco a poco fue adquiriendo un imperio mayor sobre los espíritus, y al fin consiguió mudar al dios Yahvé en el dios mosaico y llamar de nuevo a la vida a la religión de Moisés, que, instituida muchos siglos antes, fue luego olvidada. Que una tradición ignorada ejerza un efecto tan poderoso sobre la vida anímica de un pueblo, he ahí una representación que en modo alguno nos resulta familiar. Nos encontramos en un campo de la psicología de las masas donde no nos sentimos en terreno propio. Buscamos con la vista unas analogías, unos hechos de naturaleza por lo menos afín, aunque provengan de otros ámbitos. Creemos poder hallarlos.
Por los tiempos en que se preparaba entre los judíos el retorno de la religión de Moisés, el pueblo griego se hallaba en posesión de un tesoro asaz abundante de sagas acerca de su estirpe y mitos sobre sus héroes. En los siglos ix u viii a. C., según se cree, nacieron las dos epopeyas homéricas que tomaron su asunto de aquel círculo de sagas. Con las intelecciones psicológicas que hoy poseemos se habría podido preguntar, mucho antes de Schliemann y de Evans: ¿De dónde tomaron los griegos todo el material de sagas elaborado después por Homero y los grandes dramaturgos áticos en sus obras maestras? La respuesta habría debido rezar: Es probable que este pueblo vivenciara en su prehistoria una época de brillo externo y florecimiento cultural sepultada en una catástrofe histórica, y en estas sagas se ha conservado una oscura tradición. La investigación arqueológica de nuestros días confirma esta conjetura, que formulada en aquel tiempo sin duda se habría declarado demasiado osada. Ha descubierto los testimonios de la grandiosa cultura minoico-micénica, que en la Grecia continental llegó a su fin probablemente ya antes de 1250 a. C. En los historiadores griegos de épocas posteriores apenas se encuentra referencia a ella. Sólo la observación de que hubo una época en que los cretenses poseían el imperio del mar, el nombre del rey Minos y el de su palacio, el Laberinto; eso es todo, y en lo demás sólo restaron las tradiciones recogidas por los poetas.
Conocemos epopeyas también de otros pueblos, como los germanos, los hindúes, los fineses. Es tarea de los historiadores de la literatura indagar si cabe suponer respecto de su génesis las mismas condiciones que en el caso de los griegos. Yo creo que esa indagación arrojará un resultado positivo. La condición que discernimos es: Un fragmento de prehistoria que inmediatamente después tuvo que aparecer como rico en contenido, sustantivo y grandioso, quizás en todos los casos heroico, pero tan remoto en el tiempo, perteneciente a épocas de un pasado tan distante, que las posteriores generaciones sólo recibieron noticia de él por una tradición oscura e incompleta, Ha causado asombro que en épocas más tardías se extinguiera la épica como género literario. Acaso la explicación esté en que aquella condición suya ya no se produjo más. El viejo asunto se había agotado, y para todos los episodios posteriores la historiografía remplazó a la tradición. Si las mayores hazañas heroicas de nuestro tiempo no fueron capaces de inspirar una épica, ya Alejandro el Grande tenía derecho a quejarse de que no hallaría un Homero.
Epocas de un remoto pasado poseen una atracción grande, a menudo enigmática, para la fantasía de los seres humanos. Toda vez que están insatisfechos con su presente -y ello ocurre con harta frecuencia-, se vuelven hacía atrás, hacia el pasado, donde esperan hallar realizado el inextinguible sueño de una Edad de Oro (ver nota(107)). Es probable que estén siempre bajo el ensalmo de su infancia, que un recuerdo no imparcial les espeja como una época de imperturbada bienaventuranza. Cuando del pasado no subsisten más que los recuerdos incompletos y nebulosos que llamamos «tradición», ellos ofrecen un particular atractivo para el artista, pues entonces queda en libertad de llenar las lagunas del recuerdo según las apetencias de su fantasía, y de plasmar de acuerdo con sus propios propósitos la imagen de la época que quiere reproducir. Casi se podría decir que cuanto más vaga se haya vuelto la tradición, más utilizable será para el poeta. No ha de asombrarnos, por tanto, la significatividad que la tradición posee para la poesía, y la analogía con el condicionamiento de la épica nos hará más aceptable la extraña hipótesis de que entre los judíos fue la tradición de Moisés la que mudó el culto de Yahvé en el espíritu de la religión mosaica. Pero en lo demás, estos dos casos todavía difieren demasiado. En uno el resultado es una poesía, en el otro una religión; y respecto del segundo hemos supuesto que, bajo la impulsión de la tradición, ella fue reproducida con una fidelidad de la que la épica no puede, desde luego, mostrar el correspondiente. De nuestro problema, pues, nos quedan bastantes cosas pendientes para que se justifique la busca de unas analogías más certeras.
La analogía
La única analogía satisfactoria con el curioso proceso que hemos discernido en la historia de la religión judía se encuentra en un campo en apariencia muy alejado; pero es tan completa que llega casi a la identidad. Ahí volvemos a toparnos con el fenómeno de la latencia, el surgimiento de unos fenómenos que no se entienden y esperan explicación, y la condición de la vivencia temprana, olvidada luego. Y de igual modo, el carácter de la compulsión {Zwang, «obsesión»}, que se impone a la psique avasallando el pensar lógico, rasgo este que, por ejemplo, no interviene en la génesis de la épica.Hallamos esa analogía en el terreno psicopatológico, en la génesis de las neurosis humanas, vale decir, en un campo que pertenece a la psicología del individuo, mientras que los fenómenos religiosos se incluyen, desde luego, en la psicología de las masas. Se demostrará que esta analogía no es tan sorprendente como a primera vista se creerla, y, al contrario, responde a un

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postulado.
Llamamos traumas a esas impresiones de temprana vivencia, olvidadas luego, a las cuales atribuimos tan grande significatividad para la etiología de las neurosis. Quede sin decidir si es lícito considerar traumática la etiología de las neurosis en general. La objeción evidente a ello es que no en todos los casos se puede poner de relieve un trauma manifiesto en la historia primordial del individuo neurótico. A menudo hay que conformarse diciendo que sólo se está frente a una reacción extraordinaria, anormal, ante vivencias y requerimientos que alcanzan a todos los individuos, y que estos suelen procesar y tramitar de otra manera, que se llamaría normal. Toda vez que para la explicación sólo se disponga de unas predisposiciones hereditarias y constitucionales, es natural tentación decir que la neurosis no es adquirida, sino desarrollada.
Ahora bien, destaquemos dos puntos dentro de este contexto. El primero, que la génesis de la neurosis dondequiera y siempre se remonta a impresiones infantiles muy tempranas (ver nota(108)). Y el segundo: es correcto que hay casos designados «traumáticos» porque los efectos se remontan de manera inequívoca a una o varias impresiones de esa época temprana que se han sustraído de una tramitación normal, de suerte que uno juzgaría que, de no haber sobrevenido aquellas, tampoco se habría producido la neurosis. Pues bien; para nuestros propósitos bastaría que la analogía buscada se limitara a estos casos traumáticos. Sin embargo, el abismo entre ambos grupos no parece insalvable. Es muy posible reunir esas dos condiciones etiológicas en una sola concepción; importa, sólo, lo que se defina como traumático. Si es lícito suponer que la vivencia cobra carácter traumático únicamente a consecuencia de un factor cuantitativo; que, entonces, toda vez que una vivencia provoque reacciones insólitas, patológicas, el culpable de ello es un exceso de exigencia, con facilidad se puede formular el argumento de que en cierta constitución producirá el efecto de un trauma algo que en otra no lo tendría. Así obtenemos la representación de una de las llamadasseries complementarias(109), una serie variable en la que dos factores se dan cita para el cumplimiento etiológico: un más de uno de ellos es compensado por un menos del otro, se produce universalmente un efecto conjugado de ambos, y sólo en los dos extremos de la serie se puede hablar de una motivación simple. Tras esta consideración, es posible dejar de lado, pues no resulta esencial para la analogía por nosotros buscada, ese distingo entre etiología traumática y no traumática.
Quizá sea adecuado, no obstante el peligro de la repetición, resumir aquí los hechos que contienen la analogía para nosotros sustantiva. Son los siguientes: Se ha evidenciado para nuestra investigación que lo que llamamos fenómenos (síntomas) de la neurosis son las consecuencias de ciertas vivencias e impresiones a las que, justamente por ello, reconocemos como traumas etiológicos. Ahora tenemos dos tareas ante nosotros: en primer lugar, buscar el carácter común de estas vivencias y, en segundo, el de los síntomas neuróticos, en lo cual no podremos evitar ciertas esquematizaciones.
I. a) Todos esos traumas corresponden a la temprana infancia, hasta los cinco años aproximadamente. Las impresiones del período en que se inicia la capacidad del lenguaje se destacan como de particular interés; el período entre los dos y los cuatro años aparece como el más importante; no se puede establecer con certeza el momento, a partir del nacimiento, en que se inicia este período de receptividad. b) Por regla general, las vivencias pertinentes han caído bajo un completo olvido, no son asequibles al recuerdo, pertenecen al período de la amnesia infantil que las más de las veces es penetrado por restos mnémicos singulares, los llamados «recuerdos encubridores(110)». c) Se refieren a impresiones de naturaleza sexual y agresiva, y por cierto que también a daños tempranos del yo (mortificaciones narcisistas). Sobre esto cabe señalar que a tan temprana edad los niños no distinguen todavía de manera tajante, como sí lo hacen más tarde, entre las acciones sexuales y las puramente agresivas (malentendido sádico del acto sexual) (ver nota(111)). El predominio del factor sexual es, desde luego, muy llamativo y demanda ser apreciado en la teoría.
Estos tres puntos -aparición temprana dentro de los primeros cinco años, olvido y contenido sexual-agresivo- se copertenecen de manera estrecha. Los traumas son vivencias en el cuerpo propio o bien percepciones sensoriales, las más de las veces de lo visto y oído, vale decir, vivencias o impresiones. El nexo entre aquellos tres puntos es establecido por una teoría, un resultado del trabajo analítico, el único que ofrece una noticia sobre las vivencias olvidadas; dicho de manera más vívida, pero también más incorrecta: el único capaz de devolverlas al recuerdo. La teoría sostiene que, en oposición a la opinión popular, la vida sexual de los seres humanos -o lo que le corresponde en una época posterior- muestra un florecimiento temprano que termina hacia los cinco años, tras el cual sigue el llamado período de latencia -hasta la pubertad-, en el que no se produce ningún desarrollo de la sexualidad hacia adelante; antes bien, se deshace lo ya alcanzado. Esta doctrina es corroborada por la indagación anatómica del crecimiento de los genitales interiores; lleva a la conjetura de que el ser humano desciende de una especie animal que alcanzaba la madurez sexual a los cinco años, y despierta la sospecha de que la demora y la acometida en dos tiempos de la vida sexual se entraman de la manera más íntima con el acontecer histórico de la hominización {Menschwerdung}. El hombre parece ser el único animal con esa latencia y ese retardo sexual. Para el examen de la teoría sería indispensable hacer indagaciones, que yo sepa inexistentes, en primates. En lo psicológico, no puede ser indiferente que el período de la amnesia infantil coincida con este período temprano de la sexualidad. Acaso este estado de cosas aporte la condición eficaz para la posibilidad de la neurosis, que en cierto sentido es un privilegio humano y en este abordaje aparece como una supervivencia (survival) del tiempo primordial, lo mismo que ciertos elementos de la anatomía de nuestro cuerpo.
II. En cuanto a las propiedades o particularidades comunes de los fenómenos neuróticos, corresponde destacar dos puntos: a) Los efectos del trauma son de índole doble, positivos y negativos. Los primeros son unos empeños por devolver al trauma su vigencia, vale decir, recordar la vivencia olvidada o, todavía mejor, hacerla real-objetiva (real}, vivenciar de nuevo una repetición de ella: toda vez que se tratara sólo de un vínculo afectivo temprano, hacerlo revivir dentro de un vínculo análogo con otra persona. Resumimos tales empeños corno fijación al trauma y como compulsión de repetición. Pueden ser acogidos en el yo llamado normal y, como tendencias de él, prestarle unos rasgos de carácter inmutables, aunque su fundamento real y efectivo, su origen histórico-vivencial {historisch}, esté olvidado, o más bien justamente por ello.

Llamamos traumas a esas impresiones de temprana vivencia, olvidadas luego, a las cuales atribuimos tan grande significatividad para la etiología de las neurosis. Quede sin decidir si es lícito considerar traumática la etiología de las neurosis en general. La objeción evidente a ello es que no en todos los casos se puede poner de relieve un trauma manifiesto en la historia primordial del individuo neurótico. A menudo hay que conformarse diciendo que sólo se está frente a una reacción extraordinaria, anormal, ante vivencias y requerimientos que alcanzan a todos los individuos, y que estos suelen procesar y tramitar de otra manera, que se llamaría normal. Toda vez que para la explicación sólo se disponga de unas predisposiciones hereditarias y constitucionales, es natural tentación decir que la neurosis no es adquirida, sino desarrollada.
Ahora bien, destaquemos dos puntos dentro de este contexto. El primero, que la génesis de la neurosis dondequiera y siempre se remonta a impresiones infantiles muy tempranas (ver nota(108)). Y el segundo: es correcto que hay casos designados «traumáticos» porque los efectos se remontan de manera inequívoca a una o varias impresiones de esa época temprana que se han sustraído de una tramitación normal, de suerte que uno juzgaría que, de no haber sobrevenido aquellas, tampoco se habría producido la neurosis. Pues bien; para nuestros propósitos bastaría que la analogía buscada se limitara a estos casos traumáticos. Sin embargo, el abismo entre ambos grupos no parece insalvable. Es muy posible reunir esas dos condiciones etiológicas en una sola concepción; importa, sólo, lo que se defina como traumático. Si es lícito suponer que la vivencia cobra carácter traumático únicamente a consecuencia de un factor cuantitativo; que, entonces, toda vez que una vivencia provoque reacciones insólitas, patológicas, el culpable de ello es un exceso de exigencia, con facilidad se puede formular el argumento de que en cierta constitución producirá el efecto de un trauma algo que en otra no lo tendría. Así obtenemos la representación de una de las llamadasseries complementarias(109), una serie variable en la que dos factores se dan cita para el cumplimiento etiológico: un más de uno de ellos es compensado por un menos del otro, se produce universalmente un efecto conjugado de ambos, y sólo en los dos extremos de la serie se puede hablar de una motivación simple. Tras esta consideración, es posible dejar de lado, pues no resulta esencial para la analogía por nosotros buscada, ese distingo entre etiología traumática y no traumática.
Quizá sea adecuado, no obstante el peligro de la repetición, resumir aquí los hechos que contienen la analogía para nosotros sustantiva. Son los siguientes: Se ha evidenciado para nuestra investigación que lo que llamamos fenómenos (síntomas) de la neurosis son las consecuencias de ciertas vivencias e impresiones a las que, justamente por ello, reconocemos como traumas etiológicos. Ahora tenemos dos tareas ante nosotros: en primer lugar, buscar el carácter común de estas vivencias y, en segundo, el de los síntomas neuróticos, en lo cual no podremos evitar ciertas esquematizaciones.
I. a) Todos esos traumas corresponden a la temprana infancia, hasta los cinco años aproximadamente. Las impresiones del período en que se inicia la capacidad del lenguaje se destacan como de particular interés; el período entre los dos y los cuatro años aparece como el más importante; no se puede establecer con certeza el momento, a partir del nacimiento, en que se inicia este período de receptividad. b) Por regla general, las vivencias pertinentes han caído bajo un completo olvido, no son asequibles al recuerdo, pertenecen al período de la amnesia infantil que las más de las veces es penetrado por restos mnémicos singulares, los llamados «recuerdos encubridores(110)». c) Se refieren a impresiones de naturaleza sexual y agresiva, y por cierto que también a daños tempranos del yo (mortificaciones narcisistas). Sobre esto cabe señalar que a tan temprana edad los niños no distinguen todavía de manera tajante, como sí lo hacen más tarde, entre las acciones sexuales y las puramente agresivas (malentendido sádico del acto sexual) (ver nota(111)). El predominio del factor sexual es, desde luego, muy llamativo y demanda ser apreciado en la teoría.
Estos tres puntos -aparición temprana dentro de los primeros cinco años, olvido y contenido sexual-agresivo- se copertenecen de manera estrecha. Los traumas son vivencias en el cuerpo propio o bien percepciones sensoriales, las más de las veces de lo visto y oído, vale decir, vivencias o impresiones. El nexo entre aquellos tres puntos es establecido por una teoría, un resultado del trabajo analítico, el único que ofrece una noticia sobre las vivencias olvidadas; dicho de manera más vívida, pero también más incorrecta: el único capaz de devolverlas al recuerdo. La teoría sostiene que, en oposición a la opinión popular, la vida sexual de los seres humanos -o lo que le corresponde en una época posterior- muestra un florecimiento temprano que termina hacia los cinco años, tras el cual sigue el llamado período de latencia -hasta la pubertad-, en el que no se produce ningún desarrollo de la sexualidad hacia adelante; antes bien, se deshace lo ya alcanzado. Esta doctrina es corroborada por la indagación anatómica del crecimiento de los genitales interiores; lleva a la conjetura de que el ser humano desciende de una especie animal que alcanzaba la madurez sexual a los cinco años, y despierta la sospecha de que la demora y la acometida en dos tiempos de la vida sexual se entraman de la manera más íntima con el acontecer histórico de la hominización {Menschwerdung}. El hombre parece ser el único animal con esa latencia y ese retardo sexual. Para el examen de la teoría sería indispensable hacer indagaciones, que yo sepa inexistentes, en primates. En lo psicológico, no puede ser indiferente que el período de la amnesia infantil coincida con este período temprano de la sexualidad. Acaso este estado de cosas aporte la condición eficaz para la posibilidad de la neurosis, que en cierto sentido es un privilegio humano y en este abordaje aparece como una supervivencia (survival) del tiempo primordial, lo mismo que ciertos elementos de la anatomía de nuestro cuerpo.
II. En cuanto a las propiedades o particularidades comunes de los fenómenos neuróticos, corresponde destacar dos puntos: a) Los efectos del trauma son de índole doble, positivos y negativos. Los primeros son unos empeños por devolver al trauma su vigencia, vale decir, recordar la vivencia olvidada o, todavía mejor, hacerla real-objetiva (real}, vivenciar de nuevo una repetición de ella: toda vez que se tratara sólo de un vínculo afectivo temprano, hacerlo revivir dentro de un vínculo análogo con otra persona. Resumimos tales empeños corno fijación al trauma y como compulsión de repetición. Pueden ser acogidos en el yo llamado normal y, como tendencias de él, prestarle unos rasgos de carácter inmutables, aunque su fundamento real y efectivo, su origen histórico-vivencial {historisch}, esté olvidado, o más bien justamente por ello.

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Así, un hombre que pasó su infancia dentro de una ligazón-madre hiperpotente, hoy olvidada, durante toda su vida buscará una mujer de quien pueda hacerse dependiente, una mujer que lo alimente y mantenga. Una muchacha que en su temprana infancia fue objeto de una seducción sexual puede organizar su posterior vida sexual de manera de provocar una y otra vez tales ataques. Es fácil colegir que con estas intelecciones rebasamos el problema de las neurosis y avanzamos hacia la inteligencia de la formación del carácter en general.
Las reacciones negativas persiguen la meta contrapuesta; que no se recuerde ni se repita nada de los traumas olvidados. Podemos resumirlas como reacciones de defensa. Su expresión principal son las llamadas evitaciones, que pueden acrecentarse hasta ser inhibiciones y fobias. También estas reacciones negativas prestan las más intensas contribuciones á la acuñación del carácter; en el fondo, ellas son también, lo mismo que sus oponentes, fijaciones al trauma, sólo que unas fijaciones de tendencia contrapuesta. Los síntomas de la neurosis en el sentido estricto son formaciones de compromiso en las que se dan cita las dos clases de aspiraciones que parten del trauma, de suerte que en el síntoma halla expresión prevaleciente ora la participación de una de esas direcciones, ora la de otra. En virtud de esta oposición de las reacciones se producen conflictos que, en general, no pueden llegar a conclusión alguna.
b) Todos estos fenómenos, tanto los síntomas como las limitaciones del yo y las alteraciones estables del carácter, poseen naturaleza compulsiva; es decir que, a raíz de una gran intensidad psíquica, muestran una amplia independencia respecto de la organización de los otros procesos anímicos, adaptados estos últimos a los reclamos del mundo exterior real y obedientes a las leyes del pensar lógico. No son influidos, o no lo bastante, por la realidad exterior; no hacen caso de esta ni de su subrogación psíquica, de suerte que fácilmente entran en contradicción activa con ambas. Son, por así decir, un Estado dentro del Estado, un partido inaccesible, inviable para el trabajo conjunto, pero que puede llegar a vencer al otro, llamado normal, y constreñirlo a su servicio. Si esto acontece {geschehen}, se alcanza así el imperio de una realidad psíquica interior sobre la realidad del mundo exterior, y se abre el camino a la psicosis (ver nota(112)). Y aun en los casos en que no se llega tan lejos, difícilmente se sobrestimaría el significado práctico de estas constelaciones. La inhibición e incapacidad de vivir de las personas gobernadas por una neurosis es un factor muy sustantivo en la sociedad humana, y es lícito discernir ahí la expresión directa de su fijación a una temprana pieza de su pasado.
Y ahora preguntemos: ¿Qué ocurre con la latencia, que nos interesa particularmente para nuestra analogía? Al trauma de la infancia puede seguir de manera inmediata un estallido neurótico, una neurosis de infancia, poblada por los empeños defensivos y con formación de síntomas. Puede durar un tiempo largo, causar perturbaciones llamativas, pero también se la puede pasar latente e inadvertida. En ella prevalece, por lo común, la defensa; en todos los casos quedan como secuelas alteraciones del yo (ver nota(113)), comparables a unas cicatrices. Sólo rara vez la neurosis de la infancia se prolonga, sin interrupción, en la neurosis del adulto. Mucho más frecuente es que sea relevada por una época de desarrollo en apariencia imperturbado, proceso este sustentado o posibilitado por la intervención del período fisiológico de latencia. Sólo más tarde sobreviene el cambio con el cual la neurosis definitiva se vuelve manifiesta como efecto demorado del trauma. Esto acontece con la irrupción de la pubertad o un tiempo después. En el primer caso, porque las pulsiones reforzadas por la maduración física pueden retomar ahora la lucha en que inicialmente sucumbieron a la defensa; en el segundo, porque las reacciones y alteraciones del yo producidas por la defensa se revelan ahora como unos obstáculos para tramitar las nuevas tareas de la vida, y entonces se cae en conflictos graves entre las exigencias del mundo exterior real y el yo, que quiere preservar la organización que laboriosamente adquirió dentro de la lucha defensiva. El fenómeno de una latencia de la neurosis, entre las primeras reacciones frente al trauma y el posterior estallido de la enfermedad, tiene que ser reconocido como típico. También es lícito considerar la contracción de esta enfermedad como intento de curación, como empeño por volver a reconciliar con las demás las partes del yo escindidas por el influjo del trauma y reunirlas en un todo poderoso dirigido contra el mundo exterior. Pero sólo rara vez cuaja un intento así si no viene en su auxilio el trabajo analítico, y aun entonces no siempre. Asaz a menudo termina en una total devastación del yo y en su despedazamiento, o en su avasallamiento (ver nota(114)) por el sector tempranamente escindido, gobernado por el trauma.

Las reacciones negativas persiguen la meta contrapuesta; que no se recuerde ni se repita nada de los traumas olvidados. Podemos resumirlas como reacciones de defensa. Su expresión principal son las llamadas evitaciones, que pueden acrecentarse hasta ser inhibiciones y fobias. También estas reacciones negativas prestan las más intensas contribuciones á la acuñación del carácter; en el fondo, ellas son también, lo mismo que sus oponentes, fijaciones al trauma, sólo que unas fijaciones de tendencia contrapuesta. Los síntomas de la neurosis en el sentido estricto son formaciones de compromiso en las que se dan cita las dos clases de aspiraciones que parten del trauma, de suerte que en el síntoma halla expresión prevaleciente ora la participación de una de esas direcciones, ora la de otra. En virtud de esta oposición de las reacciones se producen conflictos que, en general, no pueden llegar a conclusión alguna.
b) Todos estos fenómenos, tanto los síntomas como las limitaciones del yo y las alteraciones estables del carácter, poseen naturaleza compulsiva; es decir que, a raíz de una gran intensidad psíquica, muestran una amplia independencia respecto de la organización de los otros procesos anímicos, adaptados estos últimos a los reclamos del mundo exterior real y obedientes a las leyes del pensar lógico. No son influidos, o no lo bastante, por la realidad exterior; no hacen caso de esta ni de su subrogación psíquica, de suerte que fácilmente entran en contradicción activa con ambas. Son, por así decir, un Estado dentro del Estado, un partido inaccesible, inviable para el trabajo conjunto, pero que puede llegar a vencer al otro, llamado normal, y constreñirlo a su servicio. Si esto acontece {geschehen}, se alcanza así el imperio de una realidad psíquica interior sobre la realidad del mundo exterior, y se abre el camino a la psicosis (ver nota(112)). Y aun en los casos en que no se llega tan lejos, difícilmente se sobrestimaría el significado práctico de estas constelaciones. La inhibición e incapacidad de vivir de las personas gobernadas por una neurosis es un factor muy sustantivo en la sociedad humana, y es lícito discernir ahí la expresión directa de su fijación a una temprana pieza de su pasado.
Y ahora preguntemos: ¿Qué ocurre con la latencia, que nos interesa particularmente para nuestra analogía? Al trauma de la infancia puede seguir de manera inmediata un estallido neurótico, una neurosis de infancia, poblada por los empeños defensivos y con formación de síntomas. Puede durar un tiempo largo, causar perturbaciones llamativas, pero también se la puede pasar latente e inadvertida. En ella prevalece, por lo común, la defensa; en todos los casos quedan como secuelas alteraciones del yo (ver nota(113)), comparables a unas cicatrices. Sólo rara vez la neurosis de la infancia se prolonga, sin interrupción, en la neurosis del adulto. Mucho más frecuente es que sea relevada por una época de desarrollo en apariencia imperturbado, proceso este sustentado o posibilitado por la intervención del período fisiológico de latencia. Sólo más tarde sobreviene el cambio con el cual la neurosis definitiva se vuelve manifiesta como efecto demorado del trauma. Esto acontece con la irrupción de la pubertad o un tiempo después. En el primer caso, porque las pulsiones reforzadas por la maduración física pueden retomar ahora la lucha en que inicialmente sucumbieron a la defensa; en el segundo, porque las reacciones y alteraciones del yo producidas por la defensa se revelan ahora como unos obstáculos para tramitar las nuevas tareas de la vida, y entonces se cae en conflictos graves entre las exigencias del mundo exterior real y el yo, que quiere preservar la organización que laboriosamente adquirió dentro de la lucha defensiva. El fenómeno de una latencia de la neurosis, entre las primeras reacciones frente al trauma y el posterior estallido de la enfermedad, tiene que ser reconocido como típico. También es lícito considerar la contracción de esta enfermedad como intento de curación, como empeño por volver a reconciliar con las demás las partes del yo escindidas por el influjo del trauma y reunirlas en un todo poderoso dirigido contra el mundo exterior. Pero sólo rara vez cuaja un intento así si no viene en su auxilio el trabajo analítico, y aun entonces no siempre. Asaz a menudo termina en una total devastación del yo y en su despedazamiento, o en su avasallamiento (ver nota(114)) por el sector tempranamente escindido, gobernado por el trauma.
Para obtener el convencimiento del lector se requeriría la comunicación detallada de numerosos historiales clínicos neuróticos. Pero dado lo prolijo y difícil del asunto, ello estropearía por completo el carácter de este trabajo. Se trasformaría en un tratado sobre doctrina de las neurosis, y aun así es probable que sólo resultara eficaz entre aquella minoría que ha escogido como la tarea de su vida el estudio y el ejercicio del psicoanálisis. Y como aquí me dirijo a un círculo más amplio, no puedo hacer otra cosa que rogar al lector que preste a las comunicaciones sumarios que acabo de hacer una cierta creencia provisional, lo cual impone la admisión, de mi parte, de que únicamente estará obligado a aceptar las conclusiones a que yo lo lleve si demuestran ser correctas las doctrinas que constituyen sus premisas.
Sin embargo, puedo tratar de narrar un caso que permita discernir con particular nitidez muchas de las mencionadas propiedades de la neurosis. Desde luego, de un solo caso no se puede esperar que lo muestre todo, y no se debe uno desilusionar sí por su contenido está muy distante de aquello en virtud de lo cual buscamos la analogía.
El varoncito que, como tan a menudo sucede en familias pequeño-burguesas, compartió durante los primeros años de su vida el dormitorio de sus padres, tuvo repetidas y aun regulares oportunidades, a la edad en que apenas había alcanzado la capacidad del lenguaje, de observar los procesos sexuales entre sus progenitores, de ver mucho y de escuchar mucho más todavía. En su posterior neurosis, que estalla inmediatamente después de la primera polución espontánea, el más temprano síntoma, y el más molesto, es la perturbación del dormir. Le entra una susceptibilidad extraordinaria a los ruidos nocturnos y, una vez que se ha despertado, no puede ya conciliar el sueño. Este insomnio es un verdadero síntoma de compromiso: por un lado, la expresión de su defensa contra aquellas percepciones nocturnas; por el otro, un intento de restablecer el estado de vigilia en que pudo espiar aquellas impresiones.
Despertado temprano, por tal observación, a una virilidad agresiva, el niño empezó a excitar con la mano su pequeño pene y a ensayar diversos ataques sexuales a su madre, identificándose con el padre, en cuyo lugar se ponía. Esto siguió hasta que al fin recibió de la madre la prohibición de tocarse el miembro y, además, oyó de ella la amenaza de que se lo diría al padre, quien, como castigo, le quitaría el miembro pecador. Esta amenaza de castración tuvo sobre el

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muchacho un efecto traumático de extraordinaria intensidad. Resignó su actividad sexual y cambió su carácter. En vez de identificarse con el padre le tuvo miedo, adoptó frente a él una actitud pasiva y lo provocó, mediante un comportamiento en ocasiones díscolo, a que le propinara unos castigos corporales que para él tenían significado sexual, de suerte que podía identificarse con la madre maltratada. Y a la propia madre se aferraba cada vez más angustiosamente, como si no pudiera prescindir un solo momento de su amor, en el cual veía la protección del peligro de castración con que el padre lo amenazaba. Dentro de esta modificación del complejo de Edipo pasó el período de latencia, que no experimentó perturbaciones llamativas. Devino un muchacho modelo, tuvo éxito en la escuela.
Hasta aquí hemos perseguido el efecto inmediato del trauma y comprobado el hecho de la latencia.
El advenimiento de la pubertad trajo la neurosis manifiesta y reveló su segundo síntoma principal, la impotencia sexual. Había perdido la sensibilidad de su miembro, no intentaba tocarlo, no osaba aproximarse a una mujer con propósito sexual. Su quehacer sexual permaneció limitado a un onanismo psíquico con fantasías sadomasoquistas en las que uno discierne, sin dificultad, los emisarios de aquellas tempranas observaciones de coito entre los padres. La oleada de virilidad reforzada que la pubertad conlleva se volcó a un furioso odio al padre y una oposición a él. Este comportamiento extremo hacia el padre, desconsiderado hasta la autodestrucción, fue además el culpable de su fracaso en la vida y de sus conflictos con el mundo exterior. No tuvo permitido lograr nada en su profesión porque el padre lo había esforzado a abrazarla. Tampoco hizo amigos, y nunca estuvo bien con sus jefes.
Cuando, aquejado por estos síntomas e incapacidades, halló por fin una mujer tras la muerte del padre, le salieron a relucir, como el núcleo de su ser, unos rasgos de carácter que volvían difícil su trato para todos sus allegados. Desarrolló una personalidad absolutamente egoísta, despótica y brutal, para quien era una evidente necesidad sofocar y mortificar a los demás. Era la copia fiel del padre tal como el retrato de este se había plasmado en su recuerdo: una reanimación de la identificación-padre en la cual el varoncito había entrado en su momento por motivos sexuales. En esta pieza discernimos el retorno de lo reprimido, que, junto a los efectos inmediatos del trauma y al fenómeno de la latencia, hemos descrito entre los rasgos esenciales de una neurosis. {Cf. AE, 23, pág. 123, n. 20.}
Aplicación
Trauma temprano-defensa-latencia-estallido de la neurosis-retorno parcial de lo reprimido: así rezaba la fórmula que establecimos para el desarrollo de una neurosis. Ahora invitamos al lector a dar el siguiente paso: adoptar el supuesto de que en la vida del género humano ha ocurrido algo semejante a lo que sucede en la vida de los individuos. Vale decir, que también en aquella hubo procesos de contenido sexual-agresivo que dejaron secuelas duraderas, pero las más de las veces cayeron bajo la defensa, fueron olvidados; y más tarde, tras un largo período de latencia, volvieron a adquirir eficacia y crearon fenómenos parecidos a los síntomas por su arquitectura y su tendencia.Creemos colegir esos procesos, y mostraremos que esas secuelas suyas parecidas a síntomas son los fenómenos religiosos. Una conclusión así posee casi el peso de un postulado, porque desde el surgimiento de la idea de evolución ya no se puede poner en duda que el género humano tiene una prehistoria, y porque esta no es consabida, vale decir, es olvidada. Y si llegamos a averiguar que los traumas eficientes y olvidados se refieren en uno y otro caso a la vida dentro de la familia humana, lo saludaremos como un suplemento en extremo bienvenido, que no había sido previsto ni lo exigían las elucidaciones anteriores.
Yo he formulado ya esas tesis hace un cuarto de siglo en mi libro Tótem y tabú (1912-13), y no tengo más que .repetirlas aquí. La construcción parte de una indicación de Darwin(115) e incorpora una conjetura de Atkinson(116). Enuncia que, en tiempos primordiales, el hombre primordial vivía en pequeñas hordas(117), cada una bajo el imperio de un macho fuerte. No podemos ofrecer la datación, por no poseer la referencia a las épocas geológicas con que estamos familiarizados. Es probable que aquel homínido no haya llegado muy lejos en el desarrollo del lenguaje. Una pieza esencial de la construcción es el supuesto de que los destinos que describiremos afectaron a todos los hombres primordiales; por tanto, a todos nuestros antepasados.
El acontecer histórico {Geschichte} será narrado en una condensación grandiosa, como si hubiera sucedido de un golpe lo que en realidad ha demandado milenios y en esa larga época se ha repetido innumerables veces. El macho fuerte era amo y padre de la horda entera, ¡limitado en su poder, que usaba con violencia. Todas las hembras eran propiedad suya: mujeres e hijas de la horda propia, y quizás otras robadas de hordas ajenas. El destino de los hijos varones era duro; cuando excitaban los celos del padre eran muertos, o castrados, o expulsados. Estaban obligados a convivir en pequeñas comunidades y a procurarse mujeres por robo, con lo cual uno que otro lograba alzarse hasta una posición parecida a la del padre en la horda primordial. Por razones naturales, los hijos menores tenían una posición excepcional: protegidos por el amor de la madre, sacaban ventaja de la avanzada edad del padre y podían sustituirlo tras su muerte. Tanto de la expulsión de los hijos varones mayores como de la predilección por los menores cree uno discernir los ecos en las sagas y los cuentos tradicionales.
El siguiente paso decisivo para el cambio de esta primitiva variedad de organización «social» debe de haber sido que los hermanos expulsados, que vivían en comunidad, se conjuraran, avasallaran al padre y, según la costumbre de aquellos tiempos, se lo comiesen crudo. Estaría fuera de lugar tomar a escándalo este canibalismo, pues persiste hasta épocas mucho más tardías. Ahora bien, lo esencial es que atribuimos a estos hombres primordiales las mismas actitudes de sentimiento que podemos comprobar entre los primitivos del presente, nuestros niños, por medio de exploración analítica. Vale decir, que no sólo odiaban y temían al padre, sino

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que lo veneraban como arquetipo, y en realidad cada uno de ellos quería ocupar su lugar. El acto canibálico se vuelve entonces inteligible como un intento de asegurarse la identificación con él por incorporación de una parte suya.
Cabe suponer que al parricidio siguiera una larga época en que los hermanos varones lucharon entre sí por la herencia paterna, que cada uno quería ganar para sí solo. La intelección de los peligros y de lo infructuoso de estas luchas, el recuerdo de la haz aña libertadora consumada en común, y las recíprocas ligazones de sentimiento que habían nacido entre ellos durante las épocas de la expulsión, los llevaron finalmente a unirse, a pactar una suerte de contrato social. Nació la primera forma de organización social con renuncia de lo pulsional(118), reconocimiento de obligaciones mutuas, erección de ciertas instituciones que se declararon inviolables (sagradas); vale decir: los comienzos de la moral y el derecho. Cada quien renunciaba al ideal de conquistar para sí la posición del padre, y a la posesión de madre y hermanas. Así se establecieron el tabú del incesto y el mantenimiento de la exogamia. Buena parte de la plenipotencia vacante por la eliminación del padre pasó a las mujeres; advino la época del matriarcado. La memoria del padre pervivía en este período de la «liga de hermanos». Como sustituto del padre hallaron un animal fuerte -al comienzo, acaso temido también-. Puede que semejante elección nos parezca extraña, pero el abismo que el hombre estableció más tarde entre él y los animales no existía entre los primitivos ni existe tampoco entre nuestros niños, cuyas zoofobias hemos podido discernir como angustia frente al padre. En el vínculo con el animal totémico se conservaba íntegra la originaria biescisión (ambivalencia) de la relación de sentimientos con el padre. Por un lado, el tótem era considerado el ancestro carnal y el espíritu protector del clan, se lo debía honrar y respetar; por otro lado, se instituyó un día festivo en que le deparaban el destino que había hallado el padre primordial. Era asesinado en común por todos los camaradas, y devorado (banquete totémico, según Ro bertson Smith(119)). Esta gran fiesta era en realidad una celebración del triunfo de los hijos varones, coligados, sobre el padre.
¿Qué se hizo de la religión en esta trama? Opino que tenemos pleno derecho a discernir en el totemismo -con su veneración de un sustituto del padre, la ambivalencia testimoniada por el banquete totémico, la institución de la fiesta conmemorativa y de prohibiciones cuya violación se castiga con la muerte-; estamos autorizados a discernir en el totemismo, digo, la primera forma en que se manifiesta la religión dentro de la historia humana, así como a comprobar que desde el comienzo mismo la religión se enlaza con configuraciones sociales y obligaciones morales. Aquí sólo podemos ofrecer el más sumario panorama sobre los ulteriores desarrollos de la religión. Sin duda, fueron paralelos a los progresos culturales del género humano y a las alteraciones en la configuración de las comunidades.
El progreso que sigue al totemismo es la humanización del ser a quien se venera. Los animales son remplazados por dioses humanos cuyo origen en el tótem no se oculta. Unas veces el dios es figurado todavía como un animal o, al menos, con rostro zoomorfo; otras, el tótem se convierte en el compañero predilecto del dios, inseparable de él; y otras, aún, en la saga el dios mata a ese mismo animal, pese a que este era su estadio anterior. En un punto de este desarrollo, que todavía no podemos situar con exactitud, aparecen grandes deidades maternas, es probable que con anterioridad a los dioses masculinos, y luego se mantienen largo tiempo junto a estos últimos. Entretanto, se ha consumado una gran subversión social. El derecho materno fue relevado por un régimen patriarcal restablecido. Empero, los nuevos padres nunca alcanzaron la omnipotencia del padre primordial; ellos eran muchos, convivían en asociaciones mayores que la antigua horda, tenían que tolerarse entre sí, permanecían limitados por estatutos sociales. Probablemente las deidades maternas nacieron en los tiempos iniciales de la limitación del matriarcado, como un resarcimiento para las madres relegadas. Las divinidades masculinas aparecen primero como hijos varones junto a la Gran Madre, y sólo después cobran los rasgos nítidos de figuras paternas. Estos dioses masculinos del politeísmo espejan las constelaciones de la época patriarcal. Son numerosos, se limitan unos a otros, en ocasiones se subordinan a un dios superior. Y bien; el paso siguiente nos lleva al tema que aquí nos ocupa, el retorno de un dios-padre único, que gobierna sin limitación alguna (ver nota(120)).
Hay que admitirlo: este panorama hístórico-conjetural {historisch} es lagunoso y en muchos puntos incierto. Pero quien pretendiera declarar puramente fantástica nuestra construcción del acontecer histórico primordial {Urgeschichte} incurriría en una enojosa subestimación de la riqueza y la fuerza probatoria del material que la íntegra. Grandes fragmentos del pasado que aquí enlazamos en un todo han sido atestiguados por la ciencia histórica: el totemismo, las ligas de varones. Y otros se han conservado en notables réplicas. Así, a más de un autor le ha sorprendido la fidelidad con que el rito de la comunión cristiana, en que los fieles incorporan de manera simbólica la carne y la sangre de su Dios, repite el sentido y el contenido del antiguo banquete totémico. Numerosos relictos del tiempo primordial olvidado se conservan en las sagas y cuentos tradicionales de los pueblos, y el estudio analítico de la vida anímica infantil nos ha brindado, con una riqueza inesperada, material para llenar las lagunas de nuestro conocimiento sobre los tiempos primordiales. Como unas contribuciones a la inteligencia del tan sustantivo comportamiento hacia el padre, no me hace falta más que mencionar las zoofobias, el miedo -que nos produce tan extraña impresión- de ser devorado por el padre, y la enorme intensidad de la angustia de castración. No; en nuestra construcción nada hay de invención libre, nada que no pueda apoyarse en sólidas bases,
Si se toma nuestra exposición del acontecer histórico-primordial como creíble en su conjunto, se discierne en las doc-trinas y ritos religiosos dos órdenes de elementos: por un lado, fijaciones a la antigua historia familiar y superviven-cias de ella; por el otro, restauraciones del pasado, retornos de lo olvidado tras largos intervalos. Este último componente ha sido el omitido hasta hoy, y por eso no se lo comprendió; aquí, al menos, se lo demostrará con un impresionante ejemplo.
Es digno de destacar, en especial, que cada fragmento que retorna del pasado se abre paso con un poder particular, ejerce sobre las masas humanas un influjo de intensidad incomparable y reclama unos títulos de verdad irresistibles, frente a los que permanece impotente el veto lógico. Ello es al modo del «Credo quia absurdum(121)». Este asombroso carácter sólo se puede comprender siguiendo el paradigma del extravío psicótico. Hace tiempo hemos caído en la cuenta de que en la idea delirante se esconde un fragmento de verdad olvidada que en su retorno tuvo que consentir desfiguraciones y malentendidos, y que el convencimiento compulsivo que obtiene el delirio parte de ese núcleo de verdad y se difunde por los errores que lo envuelven. Un contenido así, de verdad que se llamaríahistórico- vivencial {historisch}, debemos atribuir también a los artículos de fe de las religiones, las cuales ciertamente conllevan el carácter de unos síntomas psicóticos, pero, como fenómenos de masa que son, se sustraen a la maldición del aislamiento {Isolierung}. [Cf. AE, 23, págs. 123 y sigs.]

Cabe suponer que al parricidio siguiera una larga época en que los hermanos varones lucharon entre sí por la herencia paterna, que cada uno quería ganar para sí solo. La intelección de los peligros y de lo infructuoso de estas luchas, el recuerdo de la haz aña libertadora consumada en común, y las recíprocas ligazones de sentimiento que habían nacido entre ellos durante las épocas de la expulsión, los llevaron finalmente a unirse, a pactar una suerte de contrato social. Nació la primera forma de organización social con renuncia de lo pulsional(118), reconocimiento de obligaciones mutuas, erección de ciertas instituciones que se declararon inviolables (sagradas); vale decir: los comienzos de la moral y el derecho. Cada quien renunciaba al ideal de conquistar para sí la posición del padre, y a la posesión de madre y hermanas. Así se establecieron el tabú del incesto y el mantenimiento de la exogamia. Buena parte de la plenipotencia vacante por la eliminación del padre pasó a las mujeres; advino la época del matriarcado. La memoria del padre pervivía en este período de la «liga de hermanos». Como sustituto del padre hallaron un animal fuerte -al comienzo, acaso temido también-. Puede que semejante elección nos parezca extraña, pero el abismo que el hombre estableció más tarde entre él y los animales no existía entre los primitivos ni existe tampoco entre nuestros niños, cuyas zoofobias hemos podido discernir como angustia frente al padre. En el vínculo con el animal totémico se conservaba íntegra la originaria biescisión (ambivalencia) de la relación de sentimientos con el padre. Por un lado, el tótem era considerado el ancestro carnal y el espíritu protector del clan, se lo debía honrar y respetar; por otro lado, se instituyó un día festivo en que le deparaban el destino que había hallado el padre primordial. Era asesinado en común por todos los camaradas, y devorado (banquete totémico, según Ro bertson Smith(119)). Esta gran fiesta era en realidad una celebración del triunfo de los hijos varones, coligados, sobre el padre.
¿Qué se hizo de la religión en esta trama? Opino que tenemos pleno derecho a discernir en el totemismo -con su veneración de un sustituto del padre, la ambivalencia testimoniada por el banquete totémico, la institución de la fiesta conmemorativa y de prohibiciones cuya violación se castiga con la muerte-; estamos autorizados a discernir en el totemismo, digo, la primera forma en que se manifiesta la religión dentro de la historia humana, así como a comprobar que desde el comienzo mismo la religión se enlaza con configuraciones sociales y obligaciones morales. Aquí sólo podemos ofrecer el más sumario panorama sobre los ulteriores desarrollos de la religión. Sin duda, fueron paralelos a los progresos culturales del género humano y a las alteraciones en la configuración de las comunidades.
Hay que admitirlo: este panorama hístórico-conjetural {historisch} es lagunoso y en muchos puntos incierto. Pero quien pretendiera declarar puramente fantástica nuestra construcción del acontecer histórico primordial {Urgeschichte} incurriría en una enojosa subestimación de la riqueza y la fuerza probatoria del material que la íntegra. Grandes fragmentos del pasado que aquí enlazamos en un todo han sido atestiguados por la ciencia histórica: el totemismo, las ligas de varones. Y otros se han conservado en notables réplicas. Así, a más de un autor le ha sorprendido la fidelidad con que el rito de la comunión cristiana, en que los fieles incorporan de manera simbólica la carne y la sangre de su Dios, repite el sentido y el contenido del antiguo banquete totémico. Numerosos relictos del tiempo primordial olvidado se conservan en las sagas y cuentos tradicionales de los pueblos, y el estudio analítico de la vida anímica infantil nos ha brindado, con una riqueza inesperada, material para llenar las lagunas de nuestro conocimiento sobre los tiempos primordiales. Como unas contribuciones a la inteligencia del tan sustantivo comportamiento hacia el padre, no me hace falta más que mencionar las zoofobias, el miedo -que nos produce tan extraña impresión- de ser devorado por el padre, y la enorme intensidad de la angustia de castración. No; en nuestra construcción nada hay de invención libre, nada que no pueda apoyarse en sólidas bases,
Si se toma nuestra exposición del acontecer histórico-primordial como creíble en su conjunto, se discierne en las doc-trinas y ritos religiosos dos órdenes de elementos: por un lado, fijaciones a la antigua historia familiar y superviven-cias de ella; por el otro, restauraciones del pasado, retornos de lo olvidado tras largos intervalos. Este último componente ha sido el omitido hasta hoy, y por eso no se lo comprendió; aquí, al menos, se lo demostrará con un impresionante ejemplo.
Es digno de destacar, en especial, que cada fragmento que retorna del pasado se abre paso con un poder particular, ejerce sobre las masas humanas un influjo de intensidad incomparable y reclama unos títulos de verdad irresistibles, frente a los que permanece impotente el veto lógico. Ello es al modo del «Credo quia absurdum(121)». Este asombroso carácter sólo se puede comprender siguiendo el paradigma del extravío psicótico. Hace tiempo hemos caído en la cuenta de que en la idea delirante se esconde un fragmento de verdad olvidada que en su retorno tuvo que consentir desfiguraciones y malentendidos, y que el convencimiento compulsivo que obtiene el delirio parte de ese núcleo de verdad y se difunde por los errores que lo envuelven. Un contenido así, de verdad que se llamaríahistórico- vivencial {historisch}, debemos atribuir también a los artículos de fe de las religiones, las cuales ciertamente conllevan el carácter de unos síntomas psicóticos, pero, como fenómenos de masa que son, se sustraen a la maldición del aislamiento {Isolierung}. [Cf. AE, 23, págs. 123 y sigs.]

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Ningún otro fragmento del acontecer histórico de la religión se nos ha vuelto tan trasparente como la institución del monoteísmo en el judaísmo y su prosecución en el cristianismo, si dejamos de lado el desarrollo, inteligible también él sin lagunas, del animal totémico en dios humano con su compañero, que es regla que lo tenga. (Por otra parte, cada uno de los cuatro evangelistas cristianos tiene su animal predilecto.) Admitiendo provisionalmente que el imperio universal faraónico fue la ocasión para que aflorara la idea monoteísta, vemos que esta, desprendida de su suelo y trasferida a otro pueblo, es tomada en propiedad por este último tras un largo período de latencia, guardada como su posesión más preciada, y entonces, a su turno, ella mantiene en vida al pueblo regalándole el orgullo de ser el elegido.
Es la religión del padre primordial, a la que se anuda la esperanza de una recompensa, una distinción y, por fin, un imperio universal. Esta última fantasía de deseo, resignada hace tiempo por el pueblo judío, perdura todavía hoy entre sus enemigos con la creencia en el juramento de los «Sabios de Sión». Nos reservamos para exponer en un capítulo posterior cómo las particulares propiedades de la religión monoteísta tomada en préstamo a los egipcios ejercieron su efecto sobre el pueblo judío y dieron cuño duradero a su carácter por la desautorización de la magia y la mística, la incitación a progresos en la espiritualidad, la ' exigencia de sublimaciones; cómo el pueblo, arrobado por la posesión de la verdad, subyugado por la conciencia de ser el elegido, alcanzó la alta estima por lo intelectual y la insistencia en lo ético, y cómo los tristes destinos, las desilusiones reales de ese pueblo, pudieron reforzar todas esas tendencias. Ahora perseguiremos el desarrollo en otra dirección.
La reinstitución del padre primordial en los derechos que le correspondían en lo histórico-vivencial {historisch} era un gran progreso, mas no podía ser el final. También los otros fragmentos de la tragedia prehistórica esforzaban hacia su cumplimiento. No es fácil colegir qué puso en marcha este proceso. Parece que una creciente conciencia de culpa se había apoderado del pueblo judío, acaso de todo el universo de cultura de aquel tiempo, como precursora del retorno del contenido reprimido. Hasta que al fin alguien de este pueblo judío halló, en la absolución de culpa de un agitador político-religioso, la ocasión con la cual una religión nueva, la cristiana, se desasió del judaísmo. Pablo, un judío romano de Tarso, aprehendió esta conciencia de culpa y la recondujo certeramente a su fuente en el acontecer histórico primordial. La llamó el «pecado original», era un crimen contra Dios que sólo se podía expiar mediante la muerte. Con el pecado original había llegado la muerte al mundo. En realidad, ese crimen merecedor de la muerte había sido el asesinato del padre primordial después endiosado. Pero no se recordó el asesinato, sino que, en lugar de él, se fantaseó su expiación, y por eso esta fantasía pudo ser saludada como mensaje de redención (evangelium). Un Hijo de Dios se había hecho matar siendo inocente, y así tomaba sobre sí la culpa de todos. Tenía que ser un Hijo, pues había sido un asesinato perpetrado en el Padre. Es probable que tradiciones de misterios orientales y griegos hayan influido sobre la trama de la fantasía de redención. Lo esencial de ella parece ser contribución del propio Pablo. Era un hombre de disposición religiosa en el sentido genuino; las oscuras huellas del pasado acechaban en su alma, prontas a irrumpir en regiones más concientes.
Que el redentor se sacrificara siendo inocente era una desfiguración evidentemente tendenciosa que deparaba dificultades a la inteligencia lógica, pues, ¿cómo uno que era inocente del asesinato podía tomar sobre sí la culpa de los asesinos por el hecho de hacerse matar él mismo? En la efectividad histórico-vivencial no existía una contradicción semejante. El «redentor» no podía ser otro que el principal culpable, el caudillo de la liga de hermanos que había avasallado al padre. A mi juicio, hay que dejar sin decidir la existencia o no de ese rebelde principal y caudillo. Ella es muy posible, pero es preciso considerar también que cada uno de los que integraban la liga de hermanos tenía sin duda el deseo de perpetrar la hazaña por sí solo y, de ese modo, procurarse una posición excepcional y un sustituto para la identificación-padre que se resignaba, que se sepultaba en el interior de la comunidad. Si no existió tal caudillo, Cristo es el heredero de una fantasía de deseo incumplida; si existió, es su sucesor y su reencarnación. Pero sin importar que estemos aquí frente a una fantasía o a un retorno de una realidad objetiva olvidada, ha de hallarse en este lugar el origen de la representación del héroe, el héroe que siempre se subleva contra el padre y lo mata en alguna figura suya (ver nota(122)). También, el fundamento real de la «culpa trágica» del héroe en el drama, de otro modo difícil de rastrear. Apenas se puede dudar de que en el drama griego el héroe y el coro figurasen a este mismo héroe rebelde y a la liga de hermanos, y no deja de tener su significatividad que en la Edad Media el teatro recomenzara con la figuración de la historia de la Pasión.
Ya hemos dicho que la ceremonia cristiana de la sagrada comunión, en que los fieles incorporan sangre y carne del Salvador, repite el contenido del antiguo banquete totémico, si bien sólo en su sentido tierno, que expresa la veneración; no en su sentido agresivo. Ahora bien, la ambivalencia por la cual está gobernado el comportamiento hacia el padre se mostró con claridad en el resultado final de la innovación religiosa. Supuestamente destinada a la reconciliación con el padre-dios, terminó en su destronamiento y eliminación. El judaísmo había sido una religión del padre; el cristianismo devino una religión del hijo. El viejo dios-padre se oscureció detrás de Cristo, y Cristo, el hijo, advino a su lugar, en un todo como lo había ansiado cada hijo varón en aquel tiempo primordial. Pablo, el continuador del judaísmo, fue también su destructor. Sin duda que debió su éxito en primer término al hecho de conjurar, con la idea de redención, la conciencia de culpa de la humanidad; pero, junto a ello, lo debió a la circunstancia de resignar para su pueblo la condición de elegido y su distinción visible, la circuncisión, de suerte que la religión nueva pudo devenir universal, abrazar a todos los seres humanos. No importa si, para dar ese paso, gravitó en el ánimo de Pablo una manía personal de venganza por la contradicción que en los círculos judíos halló la innovación suya; lo cierto es que así se restablecía un carácter de la vieja religión de Atón, se cancelaba una estrechez por ella adquirida al pasar a un nuevo portador, el pueblo judío.
En algunos aspectos, la nueva religión significaba, con referencia a la antigua, la judía, una regresión cultural, como es regla que suceda cuando irrumpen o son admitidas masas de hombres de nivel inferior. La religión cristiana no mantuvo la altura de es piritualización hasta la cual se había elevado el judaísmo. No conservó un monoteísmo riguroso, tomó de los pueblos circundantes numerosos ritos simbólicos, restauró a la gran divinidad materna y halló sitio para colocar con trasparente disfraz, si bien en posiciones subordinadas, a muchas figuras divinas del politeísmo. Sobre todo, no se cerró, como la religión de Atón y su sucesora, la mosaica, a la injerencia de elementos supersticiosos, mágicos y míticos, que durante los dos milenios siguientes habrían de significar una inhibición grave para el desarrollo espiritual.
El triunfo del cristianismo fue una victoria renovada de los sacerdotes de Amón sobre el dios de Ikhnatón, tras un intervalo de mil quinientos años y sobre un escenario más vasto. Y a pesar de todo ello, el cristianismo, desde el punto de vista de la historia de la religión, vale decir, por

Es la religión del padre primordial, a la que se anuda la esperanza de una recompensa, una distinción y, por fin, un imperio universal. Esta última fantasía de deseo, resignada hace tiempo por el pueblo judío, perdura todavía hoy entre sus enemigos con la creencia en el juramento de los «Sabios de Sión». Nos reservamos para exponer en un capítulo posterior cómo las particulares propiedades de la religión monoteísta tomada en préstamo a los egipcios ejercieron su efecto sobre el pueblo judío y dieron cuño duradero a su carácter por la desautorización de la magia y la mística, la incitación a progresos en la espiritualidad, la ' exigencia de sublimaciones; cómo el pueblo, arrobado por la posesión de la verdad, subyugado por la conciencia de ser el elegido, alcanzó la alta estima por lo intelectual y la insistencia en lo ético, y cómo los tristes destinos, las desilusiones reales de ese pueblo, pudieron reforzar todas esas tendencias. Ahora perseguiremos el desarrollo en otra dirección.
La reinstitución del padre primordial en los derechos que le correspondían en lo histórico-vivencial {historisch} era un gran progreso, mas no podía ser el final. También los otros fragmentos de la tragedia prehistórica esforzaban hacia su cumplimiento. No es fácil colegir qué puso en marcha este proceso. Parece que una creciente conciencia de culpa se había apoderado del pueblo judío, acaso de todo el universo de cultura de aquel tiempo, como precursora del retorno del contenido reprimido. Hasta que al fin alguien de este pueblo judío halló, en la absolución de culpa de un agitador político-religioso, la ocasión con la cual una religión nueva, la cristiana, se desasió del judaísmo. Pablo, un judío romano de Tarso, aprehendió esta conciencia de culpa y la recondujo certeramente a su fuente en el acontecer histórico primordial. La llamó el «pecado original», era un crimen contra Dios que sólo se podía expiar mediante la muerte. Con el pecado original había llegado la muerte al mundo. En realidad, ese crimen merecedor de la muerte había sido el asesinato del padre primordial después endiosado. Pero no se recordó el asesinato, sino que, en lugar de él, se fantaseó su expiación, y por eso esta fantasía pudo ser saludada como mensaje de redención (evangelium). Un Hijo de Dios se había hecho matar siendo inocente, y así tomaba sobre sí la culpa de todos. Tenía que ser un Hijo, pues había sido un asesinato perpetrado en el Padre. Es probable que tradiciones de misterios orientales y griegos hayan influido sobre la trama de la fantasía de redención. Lo esencial de ella parece ser contribución del propio Pablo. Era un hombre de disposición religiosa en el sentido genuino; las oscuras huellas del pasado acechaban en su alma, prontas a irrumpir en regiones más concientes.
Que el redentor se sacrificara siendo inocente era una desfiguración evidentemente tendenciosa que deparaba dificultades a la inteligencia lógica, pues, ¿cómo uno que era inocente del asesinato podía tomar sobre sí la culpa de los asesinos por el hecho de hacerse matar él mismo? En la efectividad histórico-vivencial no existía una contradicción semejante. El «redentor» no podía ser otro que el principal culpable, el caudillo de la liga de hermanos que había avasallado al padre. A mi juicio, hay que dejar sin decidir la existencia o no de ese rebelde principal y caudillo. Ella es muy posible, pero es preciso considerar también que cada uno de los que integraban la liga de hermanos tenía sin duda el deseo de perpetrar la hazaña por sí solo y, de ese modo, procurarse una posición excepcional y un sustituto para la identificación-padre que se resignaba, que se sepultaba en el interior de la comunidad. Si no existió tal caudillo, Cristo es el heredero de una fantasía de deseo incumplida; si existió, es su sucesor y su reencarnación. Pero sin importar que estemos aquí frente a una fantasía o a un retorno de una realidad objetiva olvidada, ha de hallarse en este lugar el origen de la representación del héroe, el héroe que siempre se subleva contra el padre y lo mata en alguna figura suya (ver nota(122)). También, el fundamento real de la «culpa trágica» del héroe en el drama, de otro modo difícil de rastrear. Apenas se puede dudar de que en el drama griego el héroe y el coro figurasen a este mismo héroe rebelde y a la liga de hermanos, y no deja de tener su significatividad que en la Edad Media el teatro recomenzara con la figuración de la historia de la Pasión.
Ya hemos dicho que la ceremonia cristiana de la sagrada comunión, en que los fieles incorporan sangre y carne del Salvador, repite el contenido del antiguo banquete totémico, si bien sólo en su sentido tierno, que expresa la veneración; no en su sentido agresivo. Ahora bien, la ambivalencia por la cual está gobernado el comportamiento hacia el padre se mostró con claridad en el resultado final de la innovación religiosa. Supuestamente destinada a la reconciliación con el padre-dios, terminó en su destronamiento y eliminación. El judaísmo había sido una religión del padre; el cristianismo devino una religión del hijo. El viejo dios-padre se oscureció detrás de Cristo, y Cristo, el hijo, advino a su lugar, en un todo como lo había ansiado cada hijo varón en aquel tiempo primordial. Pablo, el continuador del judaísmo, fue también su destructor. Sin duda que debió su éxito en primer término al hecho de conjurar, con la idea de redención, la conciencia de culpa de la humanidad; pero, junto a ello, lo debió a la circunstancia de resignar para su pueblo la condición de elegido y su distinción visible, la circuncisión, de suerte que la religión nueva pudo devenir universal, abrazar a todos los seres humanos. No importa si, para dar ese paso, gravitó en el ánimo de Pablo una manía personal de venganza por la contradicción que en los círculos judíos halló la innovación suya; lo cierto es que así se restablecía un carácter de la vieja religión de Atón, se cancelaba una estrechez por ella adquirida al pasar a un nuevo portador, el pueblo judío.
En algunos aspectos, la nueva religión significaba, con referencia a la antigua, la judía, una regresión cultural, como es regla que suceda cuando irrumpen o son admitidas masas de hombres de nivel inferior. La religión cristiana no mantuvo la altura de es piritualización hasta la cual se había elevado el judaísmo. No conservó un monoteísmo riguroso, tomó de los pueblos circundantes numerosos ritos simbólicos, restauró a la gran divinidad materna y halló sitio para colocar con trasparente disfraz, si bien en posiciones subordinadas, a muchas figuras divinas del politeísmo. Sobre todo, no se cerró, como la religión de Atón y su sucesora, la mosaica, a la injerencia de elementos supersticiosos, mágicos y míticos, que durante los dos milenios siguientes habrían de significar una inhibición grave para el desarrollo espiritual.
El triunfo del cristianismo fue una victoria renovada de los sacerdotes de Amón sobre el dios de Ikhnatón, tras un intervalo de mil quinientos años y sobre un escenario más vasto. Y a pesar de todo ello, el cristianismo, desde el punto de vista de la historia de la religión, vale decir, por

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referencia al retorno de lo reprimido, fue un progreso; y la religión judía, a partir de entonces, fue en cierta medida un fósil.,
Sería bueno comprender cómo la idea monoteísta pudo hacer una impresión tan profunda justamente sobre el pueblo judío, y retenerla este con tanta tenacidad. Creo que se puede responder a esta cuestión. El destino había aproximado al pueblo judío la gran hazaña y el crimen atroz del tiempo primordial, el parricidio, dándole la ocasión de repetirlo él mismo en la persona de Moisés, una sobresaliente figura paterna. Fue un caso de «actuar» {«Agieren»} en lugar de recordar, como tan frecuentemente sucede en el neurótico durante el trabajo analítico (ver nota(123)).24 Ahora bien, a la incitación a recordar, que les trajo la enseñanza de Moisés, ellos reaccionaron con la desmentida de su acción, permanecieron atascados en el reconocimiento del gran padre y así se bloquearon el acceso al lugar desde donde Pablo anudaría luego la continuación del acontecer histórico primordial. Difícilmente sea indiferente o casual que la muerte violenta de otro grande hombre deviniera también el punto de partida para la creación religiosa de Pablo. Un hombre a quien un pequeño número de partidarios en Judea tenía por el Hijo de Dios y el Mesías anunciado, a quien además le fue traspasado luego un fragmento de la historia de infancia poetizada para Moisés [AE, 23, pág. 13], pero de quien apenas si sabemos algo con más certeza que acerca del propio Moisés -no sabemos si realmente fue el gran maestro que los Evangelios pintan, o si más bien el hecho y las circunstancias de su muerte fueron lo decisivo para la significatividad que su persona ha cobrado-. Pablo, que devino su apóstol, no lo conoció en persona.
El asesinato de Moisés por su pueblo judío, discernido por Sellin desde las huellas que dejó en la tradición, y asombrosamente supuesto también por el joven Goethe sin prueba alguna (ver nota(124)), pasa a ser entonces una pieza indispensable de nuestra construcción, un importante eslabón unitivo entre el proceso olvidado del tiempo primordial y su tardío reafloramiento en la forma de las religiones monoteístas (ver nota(125)). Es una atractiva conjetura que el arrepentimiento por el asesinato de Moisés diera la impulsión a la fantasía de deseo del Mesías, quien volvería y traería a su pueblo la redención y el imperio universal prometido. Si Moisés fue este primer Mesías, Cristo es su sustituto y su sucesor, y entonces Pablo podía apostrofar a los pueblos con cierta justificación históríco-vivencial: «¡Ved! El Mesías ha vuelto realmente, ha sido muerto ante vuestros ojos». Y, por tanto, también en la resurrección de Cristo hay cierta verdad histórico-vivencial, pues era [Moisés resurrecto, y, tras él(126)] el padre primordial retornado, de la horda primitiva; glorificado y situado, como hijo, en el lugar del padre.
El pobre pueblo judío, que con una obstinación consuetudinaria siguió desmintiendo el asesinato del padre, lo pagó con dura penitencia en el curso de las épocas. Una y otra vez se le reprochó: «Habéis muerto a nuestro Dios». Y este reproche es verdadero si se lo traduce correctamente. Reza, en efecto, referido a la historia de las religiones: «No queréis admitir haber dado muerte a vuestro Dios (la imagen primordial de Dios, el padre primordial, y sus posteriores reencarnaciones)». Un agregado debiera enunciar: «Nosotros, en cambio, hemos hecho lo mismo, pero lo hemos confesado, y desde entonces quedamos sin pecado». No todos los reproches con que el antisemitismo persigue a los descendientes del pueblo judío pueden invocar parecida justificación. Un fenómeno de la intensidad y permanencia del odio de los pueblos al judío debe de tener, desde luego, más de un fundamento. Uno puede colegir toda una serie de razones, muchas de ellas derivadas manifiestamente de la realidad objetiva y que no han menester de interpretación alguna, y otras situadas más en lo profundo, provenientes de fuentes secretas, que uno tendería a reconocer como los motivos específicos. Entre las primeras, el reproche de extranjería es sin duda el más frágil, pues en muchos lugares hoy dominados por el antisemitismo los judíos se cuentan entre los más antiguos integrantes de la población o estuvieron instalados ahí antes que los habitantes actuales. Por ejemplo, esto se aplica a la ciudad de Colonia, donde los judíos llegaron junto con los romanos, antes que ella fuera ocupada por germanos (ver nota(127)). Otros fundamentos del odio al judío son más intensos, como la circunstancia de vivir ellos las más de las veces como minorías entre otros pueblos, pues el sentimiento de comunidad de las masas ha menester para completarse de la hostilidad hacia una minoría extranjera, y la debilidad numérica de est os excluidos invita a su sofocación. En cuanto a otras dos propiedades de los judíos, son de todo punto imperdonables. La primera, que en muchos aspectos sean diferentes de sus «pueblos anfitriones». No de manera radical, pues no son unos asiáticos de raza extranjera, como aseveran los enemigos, sino, la mayoría de las veces, mezcla de los pueblos mediterráneos y herederos de su cultura. No obstante, son ajenos, y con frecuencia ajenos de una manera indefinible con respecto a los pueblos nórdicos, sobre todo. Y es cosa asombrosa, por otra parte: la intolerancia de las masas se exterioriza con más intensidad frente a diferencias pequeñas que frente a diferencias fundamentales (ver nota(128)). Más fuerte todavía es el efecto de la segunda propiedad: que desafían todas las opresiones, y ni las más crueles persecuciones han conseguido desarraigarlos; antes bien, muestran aptitud para afianzarse en la ganancia del sustento y, toda vez que les es permitido, prestan valiosas contribuciones a todos los logros culturales.
Los motivos más profundos del odio al judío arraigan en épocas del remoto pasado, producen sus efectos desde lo inconciente de los pueblos, y yo estoy preparado para que no parezcan creíbles a primera vista. Aventuro la tesis de que todavía hoy los otros pueblos no han superado los celos frente a aquel que se presentó como el hijo primogénito y predilecto de Dios Padre, ni más ni menos como si hubieran dado crédito a esa pretensión. Además, entre las costumbres por las cuales los judíos se segregaron, la circuncisión hizo una impresión desagradable, ominosa, que sin duda se explica por recordar a la castración temida y tocar así un fragmento del pasado de los tiempos primordiales, que de buena gana se olvidaría. Y, por último, el motivo más reciente de esta serie: uno no debería olvidar que todos estos pueblos que hoy se precian de odiar a los judíos sólo se hicieron cristianos tardíamente en la historia, a menudo forzados a ello por una sangrienta compulsión. Uno podría decir que todos son «falsos conversos», y bajo un delgado barniz de cristianismo han seguido siendo lo que sus antepasados eran, esos antepasados suyos que rendían tributo a un politeísmo bárbaro. No han superado su inquina contra la religión nueva que les fue impuesta, pero la desplazaron a la fuente desde la cual el cristianismo llegó a ellos. El hecho de que los Evangelios narren una historia que se desarrolla entre judíos y en verdad sólo trata de ellos les facilitó semejante desplazamiento. Su odio a los judíos es, en el fondo, odio a los cristianos; no cabe asombrarse, pues, si en la revolución nacional-socialista alemana este íntimo vínculo entre las dos religiones monoteístas halla tan nítida expresión en el hostil tratamiento dispensado a ambas (vernota(129)).

Sería bueno comprender cómo la idea monoteísta pudo hacer una impresión tan profunda justamente sobre el pueblo judío, y retenerla este con tanta tenacidad. Creo que se puede responder a esta cuestión. El destino había aproximado al pueblo judío la gran hazaña y el crimen atroz del tiempo primordial, el parricidio, dándole la ocasión de repetirlo él mismo en la persona de Moisés, una sobresaliente figura paterna. Fue un caso de «actuar» {«Agieren»} en lugar de recordar, como tan frecuentemente sucede en el neurótico durante el trabajo analítico (ver nota(123)).24 Ahora bien, a la incitación a recordar, que les trajo la enseñanza de Moisés, ellos reaccionaron con la desmentida de su acción, permanecieron atascados en el reconocimiento del gran padre y así se bloquearon el acceso al lugar desde donde Pablo anudaría luego la continuación del acontecer histórico primordial. Difícilmente sea indiferente o casual que la muerte violenta de otro grande hombre deviniera también el punto de partida para la creación religiosa de Pablo. Un hombre a quien un pequeño número de partidarios en Judea tenía por el Hijo de Dios y el Mesías anunciado, a quien además le fue traspasado luego un fragmento de la historia de infancia poetizada para Moisés [AE, 23, pág. 13], pero de quien apenas si sabemos algo con más certeza que acerca del propio Moisés -no sabemos si realmente fue el gran maestro que los Evangelios pintan, o si más bien el hecho y las circunstancias de su muerte fueron lo decisivo para la significatividad que su persona ha cobrado-. Pablo, que devino su apóstol, no lo conoció en persona.
El asesinato de Moisés por su pueblo judío, discernido por Sellin desde las huellas que dejó en la tradición, y asombrosamente supuesto también por el joven Goethe sin prueba alguna (ver nota(124)), pasa a ser entonces una pieza indispensable de nuestra construcción, un importante eslabón unitivo entre el proceso olvidado del tiempo primordial y su tardío reafloramiento en la forma de las religiones monoteístas (ver nota(125)). Es una atractiva conjetura que el arrepentimiento por el asesinato de Moisés diera la impulsión a la fantasía de deseo del Mesías, quien volvería y traería a su pueblo la redención y el imperio universal prometido. Si Moisés fue este primer Mesías, Cristo es su sustituto y su sucesor, y entonces Pablo podía apostrofar a los pueblos con cierta justificación históríco-vivencial: «¡Ved! El Mesías ha vuelto realmente, ha sido muerto ante vuestros ojos». Y, por tanto, también en la resurrección de Cristo hay cierta verdad histórico-vivencial, pues era [Moisés resurrecto, y, tras él(126)] el padre primordial retornado, de la horda primitiva; glorificado y situado, como hijo, en el lugar del padre.
El pobre pueblo judío, que con una obstinación consuetudinaria siguió desmintiendo el asesinato del padre, lo pagó con dura penitencia en el curso de las épocas. Una y otra vez se le reprochó: «Habéis muerto a nuestro Dios». Y este reproche es verdadero si se lo traduce correctamente. Reza, en efecto, referido a la historia de las religiones: «No queréis admitir haber dado muerte a vuestro Dios (la imagen primordial de Dios, el padre primordial, y sus posteriores reencarnaciones)». Un agregado debiera enunciar: «Nosotros, en cambio, hemos hecho lo mismo, pero lo hemos confesado, y desde entonces quedamos sin pecado». No todos los reproches con que el antisemitismo persigue a los descendientes del pueblo judío pueden invocar parecida justificación. Un fenómeno de la intensidad y permanencia del odio de los pueblos al judío debe de tener, desde luego, más de un fundamento. Uno puede colegir toda una serie de razones, muchas de ellas derivadas manifiestamente de la realidad objetiva y que no han menester de interpretación alguna, y otras situadas más en lo profundo, provenientes de fuentes secretas, que uno tendería a reconocer como los motivos específicos. Entre las primeras, el reproche de extranjería es sin duda el más frágil, pues en muchos lugares hoy dominados por el antisemitismo los judíos se cuentan entre los más antiguos integrantes de la población o estuvieron instalados ahí antes que los habitantes actuales. Por ejemplo, esto se aplica a la ciudad de Colonia, donde los judíos llegaron junto con los romanos, antes que ella fuera ocupada por germanos (ver nota(127)). Otros fundamentos del odio al judío son más intensos, como la circunstancia de vivir ellos las más de las veces como minorías entre otros pueblos, pues el sentimiento de comunidad de las masas ha menester para completarse de la hostilidad hacia una minoría extranjera, y la debilidad numérica de est os excluidos invita a su sofocación. En cuanto a otras dos propiedades de los judíos, son de todo punto imperdonables. La primera, que en muchos aspectos sean diferentes de sus «pueblos anfitriones». No de manera radical, pues no son unos asiáticos de raza extranjera, como aseveran los enemigos, sino, la mayoría de las veces, mezcla de los pueblos mediterráneos y herederos de su cultura. No obstante, son ajenos, y con frecuencia ajenos de una manera indefinible con respecto a los pueblos nórdicos, sobre todo. Y es cosa asombrosa, por otra parte: la intolerancia de las masas se exterioriza con más intensidad frente a diferencias pequeñas que frente a diferencias fundamentales (ver nota(128)). Más fuerte todavía es el efecto de la segunda propiedad: que desafían todas las opresiones, y ni las más crueles persecuciones han conseguido desarraigarlos; antes bien, muestran aptitud para afianzarse en la ganancia del sustento y, toda vez que les es permitido, prestan valiosas contribuciones a todos los logros culturales.
Los motivos más profundos del odio al judío arraigan en épocas del remoto pasado, producen sus efectos desde lo inconciente de los pueblos, y yo estoy preparado para que no parezcan creíbles a primera vista. Aventuro la tesis de que todavía hoy los otros pueblos no han superado los celos frente a aquel que se presentó como el hijo primogénito y predilecto de Dios Padre, ni más ni menos como si hubieran dado crédito a esa pretensión. Además, entre las costumbres por las cuales los judíos se segregaron, la circuncisión hizo una impresión desagradable, ominosa, que sin duda se explica por recordar a la castración temida y tocar así un fragmento del pasado de los tiempos primordiales, que de buena gana se olvidaría. Y, por último, el motivo más reciente de esta serie: uno no debería olvidar que todos estos pueblos que hoy se precian de odiar a los judíos sólo se hicieron cristianos tardíamente en la historia, a menudo forzados a ello por una sangrienta compulsión. Uno podría decir que todos son «falsos conversos», y bajo un delgado barniz de cristianismo han seguido siendo lo que sus antepasados eran, esos antepasados suyos que rendían tributo a un politeísmo bárbaro. No han superado su inquina contra la religión nueva que les fue impuesta, pero la desplazaron a la fuente desde la cual el cristianismo llegó a ellos. El hecho de que los Evangelios narren una historia que se desarrolla entre judíos y en verdad sólo trata de ellos les facilitó semejante desplazamiento. Su odio a los judíos es, en el fondo, odio a los cristianos; no cabe asombrarse, pues, si en la revolución nacional-socialista alemana este íntimo vínculo entre las dos religiones monoteístas halla tan nítida expresión en el hostil tratamiento dispensado a ambas (vernota(129)).

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Dificultades
Acaso en lo que precede se haya conseguido establecer la analogía entre procesos neuróticos y aconteceres religiosos y, así, señalar el insospechado origen de estos últimos. A raíz de esa trasferencia de la psicología individual a la de masas surgen dos dificultades de diversa naturaleza y jerarquía, que debemos considerar ahora. La primera es que aquí sólo tratamos de un único ejemplo entre la rica fenomenología de las religiones, sin arrojar luz alguna sobre los otros. Con pena debe el autor confesar su imposibilidad de ofrecer más que esta sola muestra, pues sus conocimientos especializados no le alcanzan para completar la indagación. De sus limitadas noticias quizá pueda agregar, todavía, que el caso de la fundación religiosa mahometana le parece una repetición abreviada de la judía, como cuya imitación entró en escena. Parece, en efecto, que el profeta tuvo originariamente el propósito de adoptar de manera plena el judaísmo para sí y para su pueblo. La reconquista del grande y único padre primordial produjo entre los árabes una elevación extraordinaria de la conciencia de sí, la cual condujo a grandes éxitos universales, mas, también, se agotó en estos. Alá se mostró mucho más agradecido hacia su pueblo elegido que, en su tiempo, Yahvé hacia el suyo. Pero el desarrollo interior de la religión nueva se detuvo pronto, acaso porque le faltó el ahondamiento causado, entre los judíos, por el asesinato del fundador de la religión. Las religiones orientales, en apariencia racionalistas, son por su núcleo un culto de los antepasados y, por tanto, se detienen en un estadio anterior de la reconstrucción del pasado. Si es cierto que entre pueblos primitivos contemporáneos hallamos el reconocimiento de un ser supremo como contenido único de su religión, sólo se puede concebir esto como una atrofia del desarrollo religioso y relacionarlo con los innumerables casos de neurosis rudimentarias que uno comprueba en aquel otro campo. En cuanto a saber por qué no se avanzó más ni en estos ni en aquellos, es algo que no llegamos a inteligir. Uno no puede menos que pensar que serían responsables de ello el talento individual de estos pueblos, la orientación de su actividad y sus condiciones sociales generales. Por lo demás, es una buena regla del trabajo analítico que uno se conforme con explicar lo existente, y no se empeñe en explicar lo que no se ha producido.La segunda dificultad que surge de esta trasferencia a la psicología de las masas es mucho más sustantiva, porque plantea un problema nuevo de naturaleza fundamental. Surge la pregunta por la forma en que la tradición eficiente ha podido mantener su presencia en la vida de los pueblos, una pregunta que no se aplica a los individuos, pues, en estos, la resuelve la existencia de las huellas mnémicas del pasado. Volvamos a nuestro ejemplo histórico. Hemos fundado el compromiso de Qadesh en la persistencia de una potente tradición entre quienes habían regresado de Egipto. Este caso no esconde problema alguno. Según nuestro supuesto, tal tradición se apoyaba sobre un recuerdo conciente de comunicaciones orales que esos hombres recibieron de sus predecesores, de apenas dos o tres generaciones atrás, quienes habían sido partícipes y testigos oculares de aquellos sucesos. Pero, ¿podemos creer respecto de posteriores siglos lo mismo, o sea, que la tradición tuvo por base un saber comunicado de manera normal, trasferido de abuelos a nietos? Ya no es posible indicar, como en el caso anterior, qué personas conservarían ese saber y lo propagarían por vía oral. Según Sellin, la tradición del asesinato de Moisés estuvo siempre presente en los círculos sacerdotales, hasta que por fin halló expresión escrita, único indicio este que permitió a Sellin colegirla. Pero sólo pudo ser consabida por unos pocos, no era un patrimonio popular. ¿Y basta ello para explicar su efecto? ¿Se puede atribuir a un saber así, de unos pocos, el poder de cautivar de manera tan eficaz a las masas tan pronto toman noticia de él? Por otra parte, parece como si aun en la masa ignorante tuviera que estar presente algo emparentado de algún modo con el saber de esos pocos y ofreciera solicitación {entgegenkommen} a este saber cuando es exteriorizado.
Más difícil todavía se nos torna apreciar las cosas si nos volvemos al caso análogo del tiempo primordial. Por cierto que al cabo de los milenios Se habrá olvidado por completo la existencia de un padre primordial con las peculiaridades consabidas y el destino que sufrió; y tampoco cabe suponer, acerca de él, una tradición oral como en el caso de Moisés. ¿En qué sentido, pues, cuenta una tradición como tal? ¿En qué forma ha estado presente?
Para facilitar las cosas a lectores que no quieran profundizar en complejas razones psicológicas, o que no estén preparados para ello, anticiparé el resultado de la indagación que sigue. Opino que la coincidencia entre el individuo y la masa es en este punto casi perfecta: también en las masas se conserva la impresión {impronta} del pasado en unas huellas mnémicas inconcientes.
En el caso del individuo creemos verlo claro. La huella mnémica de lo vivenciado antes ha permanecido conservada en su interior, sólo que dentro de un particular estado psicológico. Se puede decir que el individuo ha sabido siempre eso, del mismo modo como se sabe acerca de lo reprimido. Nos hemos formado unas representaciones precisas, de fácil corroboración por el análisis, sobre cómo algo puede ser olvidado y salir de nuevo a la luz después de un tiempo. Lo olvidado no fue borrado, sino sólo «reprimido» {desalojado}; sus huellas mnémicas están presentes en toda su frescura, pero aisladas por «contrainvestiduras». No pueden entrar en comercio con los otros procesos intelectuales, son inconcientes, inasequibles a la conciencia. También puede suceder que ciertas partes de lo reprimido se hayan sustraído del proceso, permanezcan asequibles al recuerdo, en ocasiones afloren en la conciencia, pero también entonces estén aisladas como unos cuerpos extraños carentes de todo nexo con lo demás. Puede, pero no es necesario que así suceda; es posible también que la represión sea completa, y a este caso nos atendremos en lo que sigue.
Esto reprimido conserva su pulsión emergente, su aspiración a avanzar hasta la conciencia. Alcanza su meta bajo tres condiciones:
1) si la intensidad de la contrainvestidura es rebajada por unos procesos patológicos que aquejen a lo otro, al llamado «yo», o por una diversa distribución de las energías de investidura en el interior de este yo, como por regla general acontece en el estado del dormir;

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2) cuando los sectores de pulsión que adhieren a lo reprimido experimentan un refuerzo particular, de lo cual el mejor ejemplo son los procesos que sobrevienen durante la pubertad;
3) cuando en el vivenciar reciente, en un momento cualquiera, aparecen impresiones, vivencias, tan semejantes a lo reprimido que tienen la capacidad de despertarlo; entonces lo reciente se refuerza mediante la energía latente de lo reprimido, y esto reprimido recobra eficacia a la zaga de lo reciente y con su ayuda. En ninguno de estos tres casos lo hasta entonces reprimido llega a la conciencia de una manera neta, inalterada, sino que siempre tiene que consentir unas desfiguraciones {dislocaciones} que dan testimonio del influjo de la resistencia, no superada del todo, que proviene de la contrainvestidura, o del influjo modificador ejercido por la vivencia reciente, o de ambas cosas.
Como signo distintivo y jalón para orientarnos nos ha servido el distingo, en cada caso, entre proceso psíquico conciente o inconciente. Lo reprimido es inconciente. Ahora bien, sería una simplificación bienvenida que esta frase admitiera inversión, a saber, que la diferencia de las cualidades «conciente» (cc(130)) e «inconciente» (icc(131)) coincidiera con la separación entre nativo del yo y reprimido. Ya sería nuevo y asaz importante el hecho de que en nuestra vida anímica existieran tales cosas aisladas e inconcientes. En realidad, el asunto es más complicado. Es cierto que todo lo reprimido es inconciente, pero ya no lo es que todo cuanto pertenezca al yo sea conciente. Reparamos en que la conciencia es una cualidad pasajera que sólo provisionalmente adhiere a un proceso psíquico. Por eso, para nuestros fines, tenemos que sustituir «conciente» por «susceptible de conciencia», y llamar «preconciente» (prcc(132)) a esta cualidad. De manera más correcta, pues, diremos que el yo es esencialmente preconciente (conciente virtualmente), pero que sectores del yo son inconcientes.
Esta última comprobación nos enseña que las cualidades a las que nos atuvimos hasta ahora para orientarnos en la oscuridad de la vida anímica no bastan. Tenemos que introducir otro distingo, ya no cualitativo, sino tópico y al mismo tiempo -lo cual le otorga un valor particular-genético. Separamos ahora dentro de nuestra vida anímica, que concebimos como un aparato compuesto por varias instancias, comarcas, provincias, una región que llamamos el yo genuino, de otra que llamamos el ello. El ello es el más antiguo; el yo se ha desarrollado desde él como un estrato cortical por obra del influjo del mundo exterior. Dentro del ello campean nuestras pulsiones originarias, en su interior todos los procesos trascurren inconcientes. El yo se superpone, según ya dijimos, con la comarca de lo preconciente; contiene sectores que normalmente permanecen inconcientes. Para los procesos psíquicos que ocurren en el interior del ello rigen leyes de decurso y de influjo recíproco enteramente diversas a las que gobiernan en el interior del yo. En realidad, fue descubrir este distingo lo que nos guió a esta concepción nueva, y es lo que la justifica.
Lo reprimido ha de imputarse al ello y está sometido también a sus mecanismos; sólo se separa del ello con respecto a la génesis. La diferenciación se cumple en la primera edad, mientras el yo se desarrolla desde el ello. Luego una parte del contenido del ello es recogida por el yo y elevada al estado preconciente; otra parte no es alcanzada por esta traducción y queda atrás como lo inconciente genuino dentro del ello. Ahora bien, en la ulterior trayectoria de la formación del yo ciertas impresiones y ciertos procesos psíquicos interiores al yo son excluidos mediante un proceso defensivo; se les sustrae el carácter de lo preconciente, de suerte que a su turno son degradados a la condición de integrantes del ello. Esto es pues, lo «reprimido» dentro del ello. Por lo que atañe al comercio entre ambas provincias anímicas, suponemos que por un lado el proceso inconciente dentro del ello es elevado al nivel de lo preconciente e incorporado al yo, y que por otro lado algo preconciente en el interior del yo puede recorrer el camino inverso y ser trasladado hacia atrás, dentro del ello. Queda fuera de nuestro interés actual que más tarde se deslinde dentro del yo un distrito particular, el del «superyó» (ver nota(133)).
Puede que todo esto parezca bien distante de la simplicidad (ver nota(134)); pero si se está familiarizado con la insólita concepción espacial del aparato anímico, nada de ello deparará dificultades particulares para representarlo. Apuntaré, además, que la tópica psíquica aquí desarrollada no tiene nada que ver con la anatomía encefálica; en verdad, sólo la roza en un punto(135). Lo insatisfactorio de esta representación,. que yo siento con tanta nitidez como cualquiera, procede de nuestra total ignorancia acerca de la naturaleza dinámica de los procesos anímicos. Nos decimos: lo que distingue a tina representación conciente de una preconciente, y a esta de una inconciente, no puede ser más que cierta modificación, acaso también una diversa distribución, de la energía psíquica. Hablamos de investiduras y sobreinvestiduras, pero acerca de esto carecemos de toda noticia y aun de cualquier asidero que nos permitiera formular una hipótesis de trabajo viable. En cuanto al fenómeno de la conciencia, podemos indicar, aún, que depende originariamente de la percepción. Todas las sensaciones que nacen por una percepción dolorosa, táctil, auditiva o visual, son por excelencia concientes. Los procesos del pensar, y lo que pueda serles análogo en el interior del ello, son en sí inconcientes y se conquistan el acceso a la conciencia mediante su enlace con restos mnémicos de percepciones visuales y auditivas por la vía de la función del lenguaje (ver nota(136)). En el animal, que carece de lenguaje, estas constelaciones habrán de ser por fuerza más simples.
Las impresiones de los traumas tempranos, que fueron nuestro punto de partida, o no son traducidas a lo preconciente o son trasladadas pronto hacia atrás, por la represión, al estado-ello. Sus restos mnémicos son, entonces, inconcientes y producen efectos desde el ello. Creemos poder perseguir bien su ulterior destino mientras se trate de algo vivenciado por uno mismo {Selbsterleb}; «vivenciado por sí-mismo»}. Pero una nueva complicación sobreviene si reparamos en la probabilidad de que en la vida psíquica del individuo puedan tener eficacia no sólo contenidos vivenciados por él mismo sino otros que le fueron aportados con el nacimiento, fragmentos de origen filogenético, una herencia arcaica. Surgen así estas preguntas: ¿En qué consiste ella? ¿Qué contenido tiene? ¿Cuáles son sus pruebas?
La respuesta más inmediata y segura reza: Consiste en determinadas predisposiciones(137), como las que son propias de todo ser vivo. Vale decir, en la aptitud y la inclinación para emprender determinadas direcciones de desarrollo y para reaccionar de particular manera frente a ciertas excitaciones, impresiones y estímulos. Como la experiencia enseña que entre los individuos de la especie humana existen diferencias en este aspecto, la herencia arcaica incluye estas diferencias; ellas constituyen lo que se reconoce como el factor constitucional en el individuo. Y puesto que todos los seres humanos, siquiera en su primera infancia, vivencian más o menos lo mismo, también reaccionan frente a ello de manera uniforme, y podría engendrarse la duda sobre si estas reacciones, junto con sus diferencias individuales, no

3) cuando en el vivenciar reciente, en un momento cualquiera, aparecen impresiones, vivencias, tan semejantes a lo reprimido que tienen la capacidad de despertarlo; entonces lo reciente se refuerza mediante la energía latente de lo reprimido, y esto reprimido recobra eficacia a la zaga de lo reciente y con su ayuda. En ninguno de estos tres casos lo hasta entonces reprimido llega a la conciencia de una manera neta, inalterada, sino que siempre tiene que consentir unas desfiguraciones {dislocaciones} que dan testimonio del influjo de la resistencia, no superada del todo, que proviene de la contrainvestidura, o del influjo modificador ejercido por la vivencia reciente, o de ambas cosas.
Como signo distintivo y jalón para orientarnos nos ha servido el distingo, en cada caso, entre proceso psíquico conciente o inconciente. Lo reprimido es inconciente. Ahora bien, sería una simplificación bienvenida que esta frase admitiera inversión, a saber, que la diferencia de las cualidades «conciente» (cc(130)) e «inconciente» (icc(131)) coincidiera con la separación entre nativo del yo y reprimido. Ya sería nuevo y asaz importante el hecho de que en nuestra vida anímica existieran tales cosas aisladas e inconcientes. En realidad, el asunto es más complicado. Es cierto que todo lo reprimido es inconciente, pero ya no lo es que todo cuanto pertenezca al yo sea conciente. Reparamos en que la conciencia es una cualidad pasajera que sólo provisionalmente adhiere a un proceso psíquico. Por eso, para nuestros fines, tenemos que sustituir «conciente» por «susceptible de conciencia», y llamar «preconciente» (prcc(132)) a esta cualidad. De manera más correcta, pues, diremos que el yo es esencialmente preconciente (conciente virtualmente), pero que sectores del yo son inconcientes.
Esta última comprobación nos enseña que las cualidades a las que nos atuvimos hasta ahora para orientarnos en la oscuridad de la vida anímica no bastan. Tenemos que introducir otro distingo, ya no cualitativo, sino tópico y al mismo tiempo -lo cual le otorga un valor particular-genético. Separamos ahora dentro de nuestra vida anímica, que concebimos como un aparato compuesto por varias instancias, comarcas, provincias, una región que llamamos el yo genuino, de otra que llamamos el ello. El ello es el más antiguo; el yo se ha desarrollado desde él como un estrato cortical por obra del influjo del mundo exterior. Dentro del ello campean nuestras pulsiones originarias, en su interior todos los procesos trascurren inconcientes. El yo se superpone, según ya dijimos, con la comarca de lo preconciente; contiene sectores que normalmente permanecen inconcientes. Para los procesos psíquicos que ocurren en el interior del ello rigen leyes de decurso y de influjo recíproco enteramente diversas a las que gobiernan en el interior del yo. En realidad, fue descubrir este distingo lo que nos guió a esta concepción nueva, y es lo que la justifica.
Lo reprimido ha de imputarse al ello y está sometido también a sus mecanismos; sólo se separa del ello con respecto a la génesis. La diferenciación se cumple en la primera edad, mientras el yo se desarrolla desde el ello. Luego una parte del contenido del ello es recogida por el yo y elevada al estado preconciente; otra parte no es alcanzada por esta traducción y queda atrás como lo inconciente genuino dentro del ello. Ahora bien, en la ulterior trayectoria de la formación del yo ciertas impresiones y ciertos procesos psíquicos interiores al yo son excluidos mediante un proceso defensivo; se les sustrae el carácter de lo preconciente, de suerte que a su turno son degradados a la condición de integrantes del ello. Esto es pues, lo «reprimido» dentro del ello. Por lo que atañe al comercio entre ambas provincias anímicas, suponemos que por un lado el proceso inconciente dentro del ello es elevado al nivel de lo preconciente e incorporado al yo, y que por otro lado algo preconciente en el interior del yo puede recorrer el camino inverso y ser trasladado hacia atrás, dentro del ello. Queda fuera de nuestro interés actual que más tarde se deslinde dentro del yo un distrito particular, el del «superyó» (ver nota(133)).
Puede que todo esto parezca bien distante de la simplicidad (ver nota(134)); pero si se está familiarizado con la insólita concepción espacial del aparato anímico, nada de ello deparará dificultades particulares para representarlo. Apuntaré, además, que la tópica psíquica aquí desarrollada no tiene nada que ver con la anatomía encefálica; en verdad, sólo la roza en un punto(135). Lo insatisfactorio de esta representación,. que yo siento con tanta nitidez como cualquiera, procede de nuestra total ignorancia acerca de la naturaleza dinámica de los procesos anímicos. Nos decimos: lo que distingue a tina representación conciente de una preconciente, y a esta de una inconciente, no puede ser más que cierta modificación, acaso también una diversa distribución, de la energía psíquica. Hablamos de investiduras y sobreinvestiduras, pero acerca de esto carecemos de toda noticia y aun de cualquier asidero que nos permitiera formular una hipótesis de trabajo viable. En cuanto al fenómeno de la conciencia, podemos indicar, aún, que depende originariamente de la percepción. Todas las sensaciones que nacen por una percepción dolorosa, táctil, auditiva o visual, son por excelencia concientes. Los procesos del pensar, y lo que pueda serles análogo en el interior del ello, son en sí inconcientes y se conquistan el acceso a la conciencia mediante su enlace con restos mnémicos de percepciones visuales y auditivas por la vía de la función del lenguaje (ver nota(136)). En el animal, que carece de lenguaje, estas constelaciones habrán de ser por fuerza más simples.
Las impresiones de los traumas tempranos, que fueron nuestro punto de partida, o no son traducidas a lo preconciente o son trasladadas pronto hacia atrás, por la represión, al estado-ello. Sus restos mnémicos son, entonces, inconcientes y producen efectos desde el ello. Creemos poder perseguir bien su ulterior destino mientras se trate de algo vivenciado por uno mismo {Selbsterleb}; «vivenciado por sí-mismo»}. Pero una nueva complicación sobreviene si reparamos en la probabilidad de que en la vida psíquica del individuo puedan tener eficacia no sólo contenidos vivenciados por él mismo sino otros que le fueron aportados con el nacimiento, fragmentos de origen filogenético, una herencia arcaica. Surgen así estas preguntas: ¿En qué consiste ella? ¿Qué contenido tiene? ¿Cuáles son sus pruebas?
La respuesta más inmediata y segura reza: Consiste en determinadas predisposiciones(137), como las que son propias de todo ser vivo. Vale decir, en la aptitud y la inclinación para emprender determinadas direcciones de desarrollo y para reaccionar de particular manera frente a ciertas excitaciones, impresiones y estímulos. Como la experiencia enseña que entre los individuos de la especie humana existen diferencias en este aspecto, la herencia arcaica incluye estas diferencias; ellas constituyen lo que se reconoce como el factor constitucional en el individuo. Y puesto que todos los seres humanos, siquiera en su primera infancia, vivencian más o menos lo mismo, también reaccionan frente a ello de manera uniforme, y podría engendrarse la duda sobre si estas reacciones, junto con sus diferencias individuales, no

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debieran imputarse a la herencia arcaica. Pero cabe rechazar esa duda; por el hecho de esa uniformidad no se enriquece nuestra noticia sobre la herencia arcaica.
Entretanto, la investigación analítica arrojó algunos resultados que nos dan que pensar. Tenemos, en primer término, la universalidad del simbolismo del lenguaje. La subrogación simbólica de un asunto por otro -lo mismo vale en el caso de los desempeños- es cosa corriente, por así decir natural, en todos nuestros niños. No podemos pesquisarles cómo la aprendieron, y en muchos casos tenemos que admitir que un aprendizaje fue imposible. Se trata de un saber originario que el adulto ha olvidado. Es cierto que él emplea esos mismos símbolos en sus sueños, pero no los comprende si el analista no se los interpreta, y aun entonces no da crédito de buena gana a la traducción. Sí se ha servido de uno de los giros lingüísticos tan usuales en que ese simbolismo se encuentra fijado, tiene que admitir que su sentido genuino se le ha escapado por completo. Además, el simbolismo se abre paso por encima de la diversidad de las lenguas; si se emprendieran indagaciones, probablemente su resultado sería que es ubicuo, el mismo en todos los pueblos. Al parecer, pues, estaríamos frente a un caso seguro de herencia arcaica, del tiempo en que se desarrolló el lenguaje. Sin embargo, se podría ensayar otra explicación. En efecto, acaso alguien diría que se trata de unos vínculos cognitivos entre representaciones, establecidos durante el desarrollo histórico del lenguaje, y que ahora no podrían menos que ser repetidos cada vez que un individuo recorre su desarrollo lingüístico. Sería un caso en que se heredaría una predisposición cognitiva, como se podría heredar una predisposición pulsional; tampoco obtenemos de esto una contribución nueva para nuestro problema.
Ahora bien, el trabajo analítico también ha traído a la luz otras cosas cuyo alcance rebasa en mucho todo lo anterior. Cuando estudiamos las reacciones frente a traumas tempranos, con harta frecuencia nos sorprende hallar que no se atienen de manera estricta a lo real y efectivamente vivenciado por sí-mismo, sino que se distancian de esto de una manera que se adecua mucho más al modelo de un suceso filogenético y, en términos universales, sólo en virtud de su influjo se pueden explicar. La conducta del niño neurótico hacia sus progenitores dentro del complejo de Edipo y de castración sobreabunda en tales reacciones que parecen injustificadas para el individuo y sólo se vuelven concebibles filogenéticamente, por la referencia al vivenciar de generaciones anteriores. Bien valdría la pena dar a publicidad en una compilación este material que aquí me es posible invocar. Su fuerza probatoria me parece bastante grande para dar otro paso y formular la tesis de que la herencia arcaica del ser humano no abarca sólo predisposiciones, sino también contenidos, huellas mnémicas de lo vivenciado por generaciones anteriores. Con ello, tanto el alcance como la significatividad de la herencia arcaica se acrecentarían de manera sustantiva.
Ante una meditación más ceñida, no podemos sino confesarnos que desde hace tiempo nos comportamos como sí la herencia de huellas mnémicas de lo vivenciado por los antepasados, independiente de su comunicación directa o del influjo de la educación por el ejemplo, estuviera fuera de cuestión. Cuando hablamos de la persistencia de una tradición antigua en un pueblo, de la formación del carácter de un pueblo, las más de las veces tenemos en mente una tradición así, heredada, y no una que se propague por comunicación. O, al menos, no hemos distinguido entre ambas si nos hemos puesto en claro sobre la temeridad que cometemos con tal descuido. Además, nuestra situación es dificultada por la actitud presente de la ciencia biológica, que no quiere saber nada de la herencia, en los descendientes, de unos caracteres adquiridos. Nosotros, por nuestra parte, con toda modestia confesamos que, sin embargo, no podemos prescindir de este factor en el desarrollo biológico. Es cierto que no se trata de lo mismo en los dos casos: en uno, son caracteres adquiridos difíciles de asir; en el otro, son huellas mnémicas de impresiones exteriores, algo en cierto modo asible. Pero acaso suceda que no podamos representarnos lo uno sin lo otro.

Entretanto, la investigación analítica arrojó algunos resultados que nos dan que pensar. Tenemos, en primer término, la universalidad del simbolismo del lenguaje. La subrogación simbólica de un asunto por otro -lo mismo vale en el caso de los desempeños- es cosa corriente, por así decir natural, en todos nuestros niños. No podemos pesquisarles cómo la aprendieron, y en muchos casos tenemos que admitir que un aprendizaje fue imposible. Se trata de un saber originario que el adulto ha olvidado. Es cierto que él emplea esos mismos símbolos en sus sueños, pero no los comprende si el analista no se los interpreta, y aun entonces no da crédito de buena gana a la traducción. Sí se ha servido de uno de los giros lingüísticos tan usuales en que ese simbolismo se encuentra fijado, tiene que admitir que su sentido genuino se le ha escapado por completo. Además, el simbolismo se abre paso por encima de la diversidad de las lenguas; si se emprendieran indagaciones, probablemente su resultado sería que es ubicuo, el mismo en todos los pueblos. Al parecer, pues, estaríamos frente a un caso seguro de herencia arcaica, del tiempo en que se desarrolló el lenguaje. Sin embargo, se podría ensayar otra explicación. En efecto, acaso alguien diría que se trata de unos vínculos cognitivos entre representaciones, establecidos durante el desarrollo histórico del lenguaje, y que ahora no podrían menos que ser repetidos cada vez que un individuo recorre su desarrollo lingüístico. Sería un caso en que se heredaría una predisposición cognitiva, como se podría heredar una predisposición pulsional; tampoco obtenemos de esto una contribución nueva para nuestro problema.
Ahora bien, el trabajo analítico también ha traído a la luz otras cosas cuyo alcance rebasa en mucho todo lo anterior. Cuando estudiamos las reacciones frente a traumas tempranos, con harta frecuencia nos sorprende hallar que no se atienen de manera estricta a lo real y efectivamente vivenciado por sí-mismo, sino que se distancian de esto de una manera que se adecua mucho más al modelo de un suceso filogenético y, en términos universales, sólo en virtud de su influjo se pueden explicar. La conducta del niño neurótico hacia sus progenitores dentro del complejo de Edipo y de castración sobreabunda en tales reacciones que parecen injustificadas para el individuo y sólo se vuelven concebibles filogenéticamente, por la referencia al vivenciar de generaciones anteriores. Bien valdría la pena dar a publicidad en una compilación este material que aquí me es posible invocar. Su fuerza probatoria me parece bastante grande para dar otro paso y formular la tesis de que la herencia arcaica del ser humano no abarca sólo predisposiciones, sino también contenidos, huellas mnémicas de lo vivenciado por generaciones anteriores. Con ello, tanto el alcance como la significatividad de la herencia arcaica se acrecentarían de manera sustantiva.
Ante una meditación más ceñida, no podemos sino confesarnos que desde hace tiempo nos comportamos como sí la herencia de huellas mnémicas de lo vivenciado por los antepasados, independiente de su comunicación directa o del influjo de la educación por el ejemplo, estuviera fuera de cuestión. Cuando hablamos de la persistencia de una tradición antigua en un pueblo, de la formación del carácter de un pueblo, las más de las veces tenemos en mente una tradición así, heredada, y no una que se propague por comunicación. O, al menos, no hemos distinguido entre ambas si nos hemos puesto en claro sobre la temeridad que cometemos con tal descuido. Además, nuestra situación es dificultada por la actitud presente de la ciencia biológica, que no quiere saber nada de la herencia, en los descendientes, de unos caracteres adquiridos. Nosotros, por nuestra parte, con toda modestia confesamos que, sin embargo, no podemos prescindir de este factor en el desarrollo biológico. Es cierto que no se trata de lo mismo en los dos casos: en uno, son caracteres adquiridos difíciles de asir; en el otro, son huellas mnémicas de impresiones exteriores, algo en cierto modo asible. Pero acaso suceda que no podamos representarnos lo uno sin lo otro.
Si suponemos la persistencia de tales huellas mnémicas en la herencia arcaica, habremos tendido un puente sobre el abismo entre psicología individual y de las masas; podremos tratar a los pueblos como a los neuróticos individuales. Concedido que por el momento no poseemos, respecto de las huellas mnémicas dentro de la herencia arcaica, ninguna prueba más fuerte que la brindada por aquellos fenómenos residuales del trabajo analítico que piden que se los derive de la filogénesis; empero, esa prueba nos parece lo bastante fuerte para postular una relación así de cosas. Si fuera de otro modo, por el camino emprendido no daríamos un paso más ni en el análisis ni en la psicología de las masas. Es una temeridad inevitable.
Así conseguimos todavía otra cosa. Reducimos el abismo excesivo que el orgullo humano de épocas anteriores abrió entre hombre y animal. Si los llamados «instintos» de los animales, que les permiten comportarse desde el comienzo mismo en la nueva situación vital corno si ella fuera antigua, familiar de tiempo atrás; sí la vida instintiva de los animales admite en general una explicación, sólo puede ser que llevan congénitas a su nueva existencia propia las experiencias de su especie, vale decir, que guardan en su interior unos recuerdos de lo vivenciado por sus antepasados. Y en el animal humano las cosas no serían en el fondo diversas. Su propia herencia arcaica correspondería a los instintos de los animales, aunque su alcance y contenido fueran diversos.
Tras estas elucidaciones, no vacilo en declarar que los seres humanos han sabido siempre -de aquella particular manera- que antaño poseyeron un padre primordial y lo mataron.
Cabe responder aquí a otras dos preguntas. La primera: ¿Bajo qué condiciones ingresa un recuerdo así en la herencia arcaica? La segunda: ¿Bajo qué circunstancias puede devenir activo, es decir, avanzar desde su estado inconciente dentro del ello hasta la conciencia, si bien alterado y desfigurado? La respuesta a la primera pregunta es fácil de formular: Cuando el suceso tuvo suficiente importancia o se repitió con frecuencia bastante, o ambas cosas. En el caso del parricidio, ambas condiciones se cumplen. Acerca de la segunda pregunta se puede puntualizar: Es posible que entren en cuenta toda una serie de influjos, que no necesariamente han de ser todos consabidos; también es concebible un decurso espontáneo, análogo al proceso que se advierte en muchas neurosis. Pero, sin duda, es de una significatividad decisiva el despertar de la huella mnémica olvidada por obra de una repetición real reciente del suceso. Una repetición así fue el asesinato de Moisés; y más tarde, el presunto asesinato legal de Cristo, de suerte que tales episodios avanzan hasta el primer plano de la causación. Es como si la génesis del monoteísmo no hubiera podido prescindir de estos sucesos. A uno le viene a la memoria la sentencia del poeta:

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«Lo que está destinado a una vida inmortal en el canto, tiene que sucumbir en la vida». (Ver nota(138))
Para concluir una puntualización que aporta un argumento psicológico. Una tradición fundada sólo en el hecho de ser comunicada no podría testimoniar el carácter compulsivo que corresponde a los fenómenos religiosos. Sería escuchada, juzgada y, llegado el caso, rechazada como cualquier otra noticia que llega de afuera: nunca alcanzaría el privilegio de librarse de la compulsión del pensar lógico. Es preciso que haya recorrido antes el destino de la represión, pasado por el estado de permanencia dentro de lo inconciente, para que con su retorno se desplieguen efectos tan poderosos y pueda constreñir a las masas en su embrujo, como lo hemos visto con asombro, y sin entenderlo hasta ahora, en el caso de la tradición religiosa. Y esta reflexión pesa mucho en la balanza para hacernos creer que las cosas en efecto ocurrieron como nos hemos empeñado en pintarlas, o, al menos, ocurrieron aproximadamente así. (Ver nota(139)).
Parte II
Resumen y recapitulación
La parte que sigue de estos estudios no se puede dar a publicidad sin unas circunstanciadas explicaciones y disculpas. En efecto, no es otra cosa que una repetición fiel, a menudo literal, de la primera parte, abreviada en muchas de sus indagaciones críticas y aumentada con agregados que se refieren al problema de la génesis del particular carácter del pueblo judío. Sé que este modo de exposición es tan inadecuado como contrario al arte. Yo mismo lo desapruebo sin reservas.
¿Por qué no lo he evitado? La respuesta es para mí fácil de hallar, mas no de confesar. No fui capaz de borrar las huellas de la historia genética, en todo caso insólita, de este trabajo.En realidad fue escrito dos veces. Primero hace algunos años en Viena, donde yo no creía en la posibilidad de poder publicarlo. Me resolví a dejarlo estar; pero me martirizaba como un espíritu no apaciguado, y hallé la escapatoria de volver independientes dos fragmentos de él y publicarlos en nuestra revista Imago: el preludio psicoanalítico del todo «<Moisés, un egipcio») y la construcción histórica edificada sobre aquel («Si Moisés era egipcio. . . »). Al resto, que contenía lo verdaderamente chocante y peligroso, la aplicación [de los hallazgos] a la génesis del monoteísmo y a la concepción de la religión en general, lo retuve, según creía, para siempre. Sobrevino entonces, en marzo de 1938, la inesperada invasión alemana; me compelió a abandonar la patria, pero también me libró del cuidado de que su publicación le valiera al psicoanálisis una prohibición allí donde era tolerado. Apenas llegado a Inglaterra, hallé irresistible la tentación de poner al alcance de mis contemporáneos mi guardado saber, y empecé a reorganizar el tercer fragmento del estudio como una continuación de los dos ya aparecidos. Ello suponía, desde luego, cierto reordenamiento del material. Ahora bien, no logré incluirlo todo en esta segunda elaboración; por otra parte, no pude resolverme a renunciar por completo a las anteriores, y así di en el expediente de añadir todo un fragmento de la primera exposición, intacta, a la segunda, lo que aparejaba justamente la desventaja de unas extensas repeticiones.
Ahora podría consolarme reflexionando que las cosas de que trato son, de todos modos, tan nuevas y sustantivas, prescindiendo del acierto que pueda tener mi exposición, que no puede ser una desdicha mover al público para que lea dos veces lo mismo. Hay cosas que deben ser dichas más de una vez, y que nunca pueden ser dichas suficientes veces. Pero será decisión libre del lector demorarse en este asunto o darle la espalda. No es lícito sorprender su buena fe presentándole lo mismo dos veces en un solo libro. Ello sigue siendo una torpeza y es preciso asumir los reproches que se le hagan. Pero, desgraciadamente, la fuerza creadora de un autor no siempre obedece a su voluntad; la obra sale todo lo bien que puede, y a menudo se contrapone al autor como algo independiente, y aun ajeno. (Vernota(140)).
El pueblo de Israel
Sí uno tiene en claro que un procedimiento como el nuestro, de tomar lo que nos parece útil del material trasmitido, desestimar lo que no nos conviene y componer los fragmentos singulares según la verosimilitud psicológica; si uno piensa que una técnica semejante no ofrece seguridad
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ninguna de hallar la verdad, se pregunta con derecho para qué emprender un trabajo como este. La respuesta se remite a su resultado, Si uno mitiga en mucho la severidad de los requisitos que se demandan de una indagación histórico-psicológica, acaso se vuelva posible esclarecer problemas que siempre parecieron dignos de atención y que se han impuesto de nuevo al observador a consecuencia de sucesos recientes. Se sabe que entre todos los pueblos que en la Antigüedad habitaron la cuenca del Mediterráneo, el pueblo judío es casi el único que subsiste hoy tanto en el nombre como en la sustancia. Con una capacidad de resistencia sin parangón, ha desafiado infortunios y maltratos, ha desarrollado particulares rasgos de carácter y, junto a ello, se ha ganado la franca antipatía de todos los demás pueblos. ¿De dónde les viene a los judíos esa vitalidad, y cómo se entrama su carácter con sus destinos? He ahí lo que a uno le gustaría comprender mejor.
Es lícito partir de un rasgo de carácter de los judíos que gobierna su relación con los demás. No hay duda de que tienen de sí mismos una opinión particularmente elevada, se consideran más nobles, de más alto nivel, superiores a los otros, de quienes se han segregado, además, por muchas de sus costumbres (ver nota(141)). Y a raíz de ello los anima tina particular seguridad en la vida, como la que proporcionaría la secreta posesión de un bien precioso, una suerte de optimismo; las personas piadosas lo denominarían «confianza en Dios».
Conocemos el fundamento de esta conducta y sabemos cuál es ese tesoro secreto. Se tienen, realmente, por el pueblo elegido de Dios, creen estar muy próximos a El, y esto los vuelve orgullosos y confiados. Según fidedignas noticias, ya se comportaban del mismo modo que hoy en épocas helenísticas. Por tanto, el judío ya estaba plasmado entonces, y los griegos, entre quienes y junto a quienes vivían, reaccionaron frente a la especificidad judía de la misma manera que los «pueblos anfitriones» de nuestro tiempo. Uno diría que reaccionaban como si también ellos creyeran en la preferencia que el pueblo de Israel reclamaba para sí. Si uno es el predilecto declarado del temido padre, no le asombrarán los celos de los hermanos; y adónde pueden conducir estos celos, bien lo muestra la saga judía de José y sus hermanos. Y la trayectoria de la historia universal pareció justificar la arrogancia judía, pues cuando luego Dios hubo de enviar a la humanidad un Mesías y Redentor, volvió a escogerlo entre el pueblo de los judíos. Los otros pueblos habrían podido decirse entonces: «Realmente tenían razón, son el pueblo elegido de Dios». Pero, en lugar de ello, aconteció que la redención por Jesucristo les trajo sólo un refuerzo de su odio a los judíos, mientras que estos últimos no obtuvieron ventaja alguna de esta segunda predilección, pues no reconocieron al Redentor.
Sobre la base de nuestras elucidaciones anteriores, nos está permitido aseverar que fue Moisés quien imprimió en el pueblo judío este rasgo, significativo para todo el futuro. Elevó su sentimiento de sí asegurándoles que eran el pueblo elegido de Dios, les impartió la santidad [cf. AE, 23, pág. 116] y los comprometió a segregarse de los demás. No es que a los otros pueblos les faltara sentimiento de sí. Lo mismo que hoy, cada nación se consideraba entonces mejor que las demás. Pero por obra de Moisés el sentimiento de sí de los judíos ancló en lo religioso, pasó a ser parte de su creencia religiosa. Por su vínculo particularmente estrecho con su Dios, adquirieron una participación en su grandiosidad. Y como nosotros sabemos que tras el Dios que escogió a los judíos y los libertó de Egipto está la persona de Moisés, que lo había hecho presuntamente por encargo de El, nos atrevemos a decir: fue un hombre, Moisés, quien creó a los judíos. A él le debe este pueblo su tenaz vitalidad, pero también buena parte de la hostilidad que ha experimentado y todavía experimenta.
Es lícito partir de un rasgo de carácter de los judíos que gobierna su relación con los demás. No hay duda de que tienen de sí mismos una opinión particularmente elevada, se consideran más nobles, de más alto nivel, superiores a los otros, de quienes se han segregado, además, por muchas de sus costumbres (ver nota(141)). Y a raíz de ello los anima tina particular seguridad en la vida, como la que proporcionaría la secreta posesión de un bien precioso, una suerte de optimismo; las personas piadosas lo denominarían «confianza en Dios».
Conocemos el fundamento de esta conducta y sabemos cuál es ese tesoro secreto. Se tienen, realmente, por el pueblo elegido de Dios, creen estar muy próximos a El, y esto los vuelve orgullosos y confiados. Según fidedignas noticias, ya se comportaban del mismo modo que hoy en épocas helenísticas. Por tanto, el judío ya estaba plasmado entonces, y los griegos, entre quienes y junto a quienes vivían, reaccionaron frente a la especificidad judía de la misma manera que los «pueblos anfitriones» de nuestro tiempo. Uno diría que reaccionaban como si también ellos creyeran en la preferencia que el pueblo de Israel reclamaba para sí. Si uno es el predilecto declarado del temido padre, no le asombrarán los celos de los hermanos; y adónde pueden conducir estos celos, bien lo muestra la saga judía de José y sus hermanos. Y la trayectoria de la historia universal pareció justificar la arrogancia judía, pues cuando luego Dios hubo de enviar a la humanidad un Mesías y Redentor, volvió a escogerlo entre el pueblo de los judíos. Los otros pueblos habrían podido decirse entonces: «Realmente tenían razón, son el pueblo elegido de Dios». Pero, en lugar de ello, aconteció que la redención por Jesucristo les trajo sólo un refuerzo de su odio a los judíos, mientras que estos últimos no obtuvieron ventaja alguna de esta segunda predilección, pues no reconocieron al Redentor.
Sobre la base de nuestras elucidaciones anteriores, nos está permitido aseverar que fue Moisés quien imprimió en el pueblo judío este rasgo, significativo para todo el futuro. Elevó su sentimiento de sí asegurándoles que eran el pueblo elegido de Dios, les impartió la santidad [cf. AE, 23, pág. 116] y los comprometió a segregarse de los demás. No es que a los otros pueblos les faltara sentimiento de sí. Lo mismo que hoy, cada nación se consideraba entonces mejor que las demás. Pero por obra de Moisés el sentimiento de sí de los judíos ancló en lo religioso, pasó a ser parte de su creencia religiosa. Por su vínculo particularmente estrecho con su Dios, adquirieron una participación en su grandiosidad. Y como nosotros sabemos que tras el Dios que escogió a los judíos y los libertó de Egipto está la persona de Moisés, que lo había hecho presuntamente por encargo de El, nos atrevemos a decir: fue un hombre, Moisés, quien creó a los judíos. A él le debe este pueblo su tenaz vitalidad, pero también buena parte de la hostilidad que ha experimentado y todavía experimenta.
El gran hombre
¿Cómo es posible que un solo hombre despliegue tan extraordinaria eficacia, que de unos individuos y familias independientes entre sí forme un pueblo, le imprima su carácter definitivo y determine su destino por milenios? ¿No es este supuesto un retroceso a la mentalidad de la que nacieron los mitos del héroe fundador y su culto, a épocas en que la historiografía se agotaba en la narración de hazañas y peripecias de personas individuales, gobernantes o conquistadores? Nuestra época se inclina más bien a reconducir los procesos de la historia humana a factores más escondidos, universales e impersonales: el constrictivo influjo de constelaciones económicas, los cambios en el modo de procurarse medios de sustento, los progresos en el uso de materiales e instrumentos, las migraciones ocasionadas por el aumento de la población y las alteraciones del clima. Y en ello a los individuos no les cabe otro papel que el de exponentes o representantes de aspiraciones de las masas, que de manera necesaria tenían que encontrar una expresión y la encontraron, en buena parte por obra del azar, en aquellas personas.Esos puntos de vista están por entero justificados, pero nos dan ocasión para advertir sobre una sustantiva discordancia entre la postura de nuestro órgano del pensar y la organización del mundo, la cual debe ser aprehendida por medio de nuestro pensar. A nuestra necesidad de hallar causas, necesidad imperiosa en verdad, le satisface que todo proceso tenga una causa rastreable (ver nota(142)). Pero en la realidad efectiva, fuera de nosotros, difícilmente sea ese el caso; más bien, todo suceso parece estar sobredeterminado, se revela como el efecto de varias causas convergentes. Amedrentada por la inabarcable complicación del acontecer, nuestro estudio toma partido en favor de un nexo y en contra de otro, formula oposiciones que no existen y que nacieron sólo por el desgarramiento de tramas más comprensivas (ver nota(143)). Por tanto, si la indagación de un cierto caso nos prueba el sobresaliente influjo de una personalidad individual, no hemos de reprocharnos en nuestra conciencia moral haber afrentado con ese supuesto la doctrina que afirma la significatividad de aquellos factores universales, impersonales. En principio, hay espacio para ambas cosas. Respecto de la génesis del monoteísmo, en verdad, somos incapaces de apuntar otro factor externo que el ya mencionado, a saber, que este desarrollo se enlaza con el establecimiento de vínculos más íntimos entre diversas naciones y con la edificación de un gran imperio.
Guardemos, pues, para el «gran hombre».un lugar en la cadena o, más bien, en la red de las

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causaciones. Ahora bien, acaso no sea ocioso preguntarse por las condiciones bajo las cuales otorgamos ese título de honor. Y aquí, una sorpresa: no hallamos del todo fácil responder esa pregunta. Una primera formulación sería: «Cuando un hombre posee en medida muy alta las cualidades que más apreciamos»; pero evidentemente no acierta en ningún sentido. La belleza, por ejemplo, o la fuerza muscular, por envidiadas que sean, no proporcionan título alguno para la «grandeza». Habrán de ser, entonces, cualidades espirituales, excelencias psíquicas e intelectuales. Pero sobre estas últimas nos acude un reparo, pues no llamaríamos sin más «gran hombre» a quien descollara extraordinariamente en cualquier campo. No, sin duda, a un maestro de ajedrez ni al virtuoso de un instrumento musical. Pero tampoco llamaríamos con facilidad así a un destacado artista o investigador. En un caso como ese corresponde decir que se trata de un gran poeta, pintor, matemático o físico, un pionero en el campo de esta o estotra actividad, pero nos abstenemos de reconocer en él a un gran hombre. Entonces, cuando declaramos sin vacilar como grandes hombres a un Goethe, un Leonardo da Vinci o un Beethoven, es preciso que lo hagamos movidos por otra cosa que la admiración por sus grandiosas creaciones. Y si no topásemos con esos ejemplos, es probable que diéramos en la idea de que el título de «gran hombre» se reservaría por excelencia para hombres de acción -vale decir, conquistadores, jefes militares, gobernantes- y reconocería la grandeza de sus logros, la intensidad del efecto que de ellos parte. Pero también esto resulta insuficiente, y lo refuta por completo nuestra condena de tantas personas de nula valía a quienes, empero, no se les puede negar influjo sobre sus contemporáneos y la posteridad. Tampoco sería lícito escoger al éxito como signo distintivo de la grandeza; piénsese, si no, en el sinnúmero de grandes hombres que, lejos de tener éxito, han perecido en el infortunio.
Por lo dicho uno se inclina, provisionalmente, a decidir que no merece la pena buscar un contenido unívoco y preciso para el concepto de «gran hombre». No seria más que un reconocimiento, de aplicación vaga y discernido con bastante arbitrariedad, del desarrollo hiperdimensionado de ciertas cualidades humanas, muy cercano al sentido literal originario de la «grandeza». También podríamos acordarnos de que no nos interesa tanto la esencia del gran hombre cuanto averiguar la vía por la cual produce efectos sobre sus prójimos. No obstante, hemos de abreviar en todo lo posible esta indagación, ya que amenaza apartarnos demasiado de nuestra meta.
Admitamos, pues, que el gran hombre influye sobre sus prójimos por dos caminos: el de su personalidad y el de la idea por la cual aboga. Esta idea puede acentuar una antigua figura de deseo de las masas, mostrarles una meta nueva de deseo, o cautivarlas de alguna otra manera. En ocasiones -y es sin duda el caso más originario-, lo que influye es la personalidad sola, y la idea desempeña un papel ínfimo. En cuanto a saber por qué el gran hombre está destinado a cobrar significatividad, he ahí algo que en todo momento hemos tenido en claro. Sabemos que en la masa de seres humanos existe una fuerte necesidad de tener alguna autoridad que uno pueda admirar, ante la cual uno se incline, por quien sea gobernado y, llegado el caso, hasta maltratado. Por la psicología de los individuos hemos averiguado de dónde proviene esta necesidad de la masa. Es la añoranza del padre -añoranza inherente a todos desde su niñez-, de ese mismo padre a quien el héroe de la saga se gloria de haber vencido. Y ahora tenemos la vislumbre de un discernimiento, y es que todos los rasgos con que dotamos al gran hombre son rasgos paternos, y en esa coincidencia consiste la esencia de aquel, que en vano buscábamos. La claridad en el pensamiento, la fuerza de la voluntad, la pujanza en la acción, son constitutivas de la imagen del padre, pero, sobre todo, la autonomía e independencia del gran hombre, su divina desprevención, que puede extremarse hasta la falta de miramientos. Uno se ve forzado a admirarlo, tiene permitido confiar en él, pero no podrá dejar de temerlo. Debimos dejarnos guiar por la literalidad de la palabra: ¿quién otro que el padre pudo ser en la infancia el «gran hombre(144)»?
Sin duda alguna, fue un vigoroso arquetipo paterno el que en la persona de Moisés descendió hasta los pobres siervos judíos para asegurarles que ellos eran sus hijos amados. Y un efecto no menos avasallador hubo de ejercer sobre ellos la representación de un dios único, eterno, omnipotente, para el que no eran tan insignificantes y que por ende debió establecer una alianza, prometiéndoles velar por ellos si permanecían fieles a su culto. Es probable que no les resultara fácil separar la imagen del hombre Moisés de la del dios de él, y no erraba en esto su vislumbre, pues acaso Moisés había incluido en el carácter de su dios unos rasgos de su propia persona, como la irascibilidad y la intransigencia. Y cuando luego dieron muerte a este su grande hombre, no hicieron más que repetir un crimen que en tiempos primordiales se había instituido como ley contra el rey divino y que, como sabemos, se remontaba a un arquetipo todavía más antiguo (ver nota(145)).
Entonces, si por una parte la figura del gran hombre ha crecido hasta presentársenos como una figura divina, por la otra es tiempo de reparar en que también el padre fue hijo a su turno. Según lo hemos puntualizado, la gran idea religiosa subrogada por Moisés no era propiedad suya, pues la recibió de su rey Ikhnatón. Y este, cuya grandeza como fundador de religión está probada de manera indubitable, acaso siguiera unas incitaciones que pudieron llegarle -por mediación de su madre(146) o por otros caminos- del Asia más cercana o más lejana.
No podemos perseguir la cadena más lejos, pero si estos primeros eslabones han sido discernidos con acierto, la idea monoteísta volvió como si fuera un boomeranga su patria de origen. Así, parece infructuoso querer atribuir a un solo individuo el mérito de una idea nueva. Es evidente que muchos participaron en su desarrollo y contribuyeron a ella. Por otra parte, sería manifiesta injusticia interrumpir en Moisés la cadena de la causación y desdeñar los logros de sus sucesores y continuadores, los profetas judíos. La simiente del monoteísmo no había fructificado en Egipto; lo mismo habría podido acontecer en Israel, luego que el pueblo se sacudió esa religión gravosa y exigente. Pero del pueblo judío se elevaron una y otra vez hombres que refrescaron la empalidecida tradición, que renovaron las amonestaciones y demandas de Moisés y no descansaron hasta restaurar lo perdido. En el continuo empeño de siglos y, por último, por medio de dos grandes reformas, anterior una y posterior la otra al exilio babilónico, se consumó la mudanza del dios popular Yahvé en el Dios cuya veneración Moisés había impuesto a los judíos. Y es prueba de una particular aptitud psíquica en la masa que devino pueblo judío el haber producido tantas personas prontas a tomar sobre sí las cargas de la religión de Moisés a cambio de la recompensa de ser los elegidos, y acaso de otros premios de parecido rango.

Por lo dicho uno se inclina, provisionalmente, a decidir que no merece la pena buscar un contenido unívoco y preciso para el concepto de «gran hombre». No seria más que un reconocimiento, de aplicación vaga y discernido con bastante arbitrariedad, del desarrollo hiperdimensionado de ciertas cualidades humanas, muy cercano al sentido literal originario de la «grandeza». También podríamos acordarnos de que no nos interesa tanto la esencia del gran hombre cuanto averiguar la vía por la cual produce efectos sobre sus prójimos. No obstante, hemos de abreviar en todo lo posible esta indagación, ya que amenaza apartarnos demasiado de nuestra meta.
Admitamos, pues, que el gran hombre influye sobre sus prójimos por dos caminos: el de su personalidad y el de la idea por la cual aboga. Esta idea puede acentuar una antigua figura de deseo de las masas, mostrarles una meta nueva de deseo, o cautivarlas de alguna otra manera. En ocasiones -y es sin duda el caso más originario-, lo que influye es la personalidad sola, y la idea desempeña un papel ínfimo. En cuanto a saber por qué el gran hombre está destinado a cobrar significatividad, he ahí algo que en todo momento hemos tenido en claro. Sabemos que en la masa de seres humanos existe una fuerte necesidad de tener alguna autoridad que uno pueda admirar, ante la cual uno se incline, por quien sea gobernado y, llegado el caso, hasta maltratado. Por la psicología de los individuos hemos averiguado de dónde proviene esta necesidad de la masa. Es la añoranza del padre -añoranza inherente a todos desde su niñez-, de ese mismo padre a quien el héroe de la saga se gloria de haber vencido. Y ahora tenemos la vislumbre de un discernimiento, y es que todos los rasgos con que dotamos al gran hombre son rasgos paternos, y en esa coincidencia consiste la esencia de aquel, que en vano buscábamos. La claridad en el pensamiento, la fuerza de la voluntad, la pujanza en la acción, son constitutivas de la imagen del padre, pero, sobre todo, la autonomía e independencia del gran hombre, su divina desprevención, que puede extremarse hasta la falta de miramientos. Uno se ve forzado a admirarlo, tiene permitido confiar en él, pero no podrá dejar de temerlo. Debimos dejarnos guiar por la literalidad de la palabra: ¿quién otro que el padre pudo ser en la infancia el «gran hombre(144)»?
Sin duda alguna, fue un vigoroso arquetipo paterno el que en la persona de Moisés descendió hasta los pobres siervos judíos para asegurarles que ellos eran sus hijos amados. Y un efecto no menos avasallador hubo de ejercer sobre ellos la representación de un dios único, eterno, omnipotente, para el que no eran tan insignificantes y que por ende debió establecer una alianza, prometiéndoles velar por ellos si permanecían fieles a su culto. Es probable que no les resultara fácil separar la imagen del hombre Moisés de la del dios de él, y no erraba en esto su vislumbre, pues acaso Moisés había incluido en el carácter de su dios unos rasgos de su propia persona, como la irascibilidad y la intransigencia. Y cuando luego dieron muerte a este su grande hombre, no hicieron más que repetir un crimen que en tiempos primordiales se había instituido como ley contra el rey divino y que, como sabemos, se remontaba a un arquetipo todavía más antiguo (ver nota(145)).
Entonces, si por una parte la figura del gran hombre ha crecido hasta presentársenos como una figura divina, por la otra es tiempo de reparar en que también el padre fue hijo a su turno. Según lo hemos puntualizado, la gran idea religiosa subrogada por Moisés no era propiedad suya, pues la recibió de su rey Ikhnatón. Y este, cuya grandeza como fundador de religión está probada de manera indubitable, acaso siguiera unas incitaciones que pudieron llegarle -por mediación de su madre(146) o por otros caminos- del Asia más cercana o más lejana.
No podemos perseguir la cadena más lejos, pero si estos primeros eslabones han sido discernidos con acierto, la idea monoteísta volvió como si fuera un boomeranga su patria de origen. Así, parece infructuoso querer atribuir a un solo individuo el mérito de una idea nueva. Es evidente que muchos participaron en su desarrollo y contribuyeron a ella. Por otra parte, sería manifiesta injusticia interrumpir en Moisés la cadena de la causación y desdeñar los logros de sus sucesores y continuadores, los profetas judíos. La simiente del monoteísmo no había fructificado en Egipto; lo mismo habría podido acontecer en Israel, luego que el pueblo se sacudió esa religión gravosa y exigente. Pero del pueblo judío se elevaron una y otra vez hombres que refrescaron la empalidecida tradición, que renovaron las amonestaciones y demandas de Moisés y no descansaron hasta restaurar lo perdido. En el continuo empeño de siglos y, por último, por medio de dos grandes reformas, anterior una y posterior la otra al exilio babilónico, se consumó la mudanza del dios popular Yahvé en el Dios cuya veneración Moisés había impuesto a los judíos. Y es prueba de una particular aptitud psíquica en la masa que devino pueblo judío el haber producido tantas personas prontas a tomar sobre sí las cargas de la religión de Moisés a cambio de la recompensa de ser los elegidos, y acaso de otros premios de parecido rango.

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El progreso en la espiritualidad
(Ver nota(147))
Para producir efectos psíquicos duraderos en un pueblo no basta, evidentemente, asegurarle que la divinidad lo ha elegido. Es preciso probárselo de algún modo si es que ha de creer en ello y extraer consecuencias de esa fe. En la religión de Moisés, el éxodo de Egipto hizo las veces de tal prueba; Dios, o Moisés en su nombre, no cesó de invocar ese testimonio de gracia. La Pascua se instituyó para conservar el recuerdo de ese suceso, o, más bien, una fiesta antigua, preexistente, se llenó con el contenido de ese recuerdo. Sin embargo, no era más que un recuerdo, el éxodo pertenecía a un nebuloso pasado. En el presente, los signos del favor de Dios eran harto mezquinos, los destinos del pueblo indicaban más bien que este no poseía Su gracia. Los pueblos primitivos suelen deponer a sus dioses o aun castigarlos si no cumplen con su deber, si no les aseguran la victoria, la dicha y el bienestar. En todas las épocas, los reyes no recibieron diferente trato que los dioses; en esto se comprueba una antigua identidad, la génesis desde una raíz común. También los pueblos modernos suelen destronar a sus reyes cuando empañan el brillo de su reinado las derrotas, con sus consiguientes pérdidas de territorio y de dinero. Ahora bien, ¿por qué el pueblo de Israel dependía más y más sumisamente de su Dios mientras peor era tratado por este? He ahí un problema que dejaremos de lado por el momento.
Esto puede sugerirnos indagar si la religión de Moisés no había proporcionado al pueblo otra cosa que un acrecentado sentimiento de sí por la conciencia de su condición de elegido. Y, en realidad, es fácil descubrir un factor adicional. La religión también proporcionó a los judíos una representación de Dios mucho más grandiosa o, como se podría decir con mayor sobriedad, la representación de un Dios más grandioso. Quien creía en ese Dios participaba en cierta medida de su grandeza, tenía derecho a sentirse él mismo enaltecido. Esto no es del todo evidente para un incrédulo, pero acaso se lo aprehenda más fácilmente si nos remitimos al sentimiento orgulloso de un británico en un país extranjero que se ha vuelto inseguro a causa de una revuelta, sentimiento que faltará por completo al ciudadano de alguna pequeña ciudad de la Europa continental. Y es que el británico da por sentado que su Government enviará un buque de guerra si a él le tocan un pelo, y que los extranjeros lo saben muy bien, mientras que la pequeña ciudad no posee barco de guerra alguno. El orgullo por la grandeza del British Empire tiene también una raíz, por tanto, en la conciencia de la mayor seguridad, de la protección de que goza el británico individual. Quizá suceda algo semejante a raíz de la representación del Dios grandioso, y como es bien raro ser requerido para asistir a Dios en la administración del universo, el orgullo por la grandeza de Dios confluye con el de ser el elegido.
Entre los preceptos de la religión de Moisés hay uno mucho más sustantivo de lo que a primera vista parece. Es la prohibición de crearse imágenes de Dios, o sea, la compulsión a venerar a un Dios al que uno no puede ver. [Cf. AE, 23, pág. 25.] Conjeturamos que en este punto Moisés sobrepujó el rigor de la religión de Atón; acaso sólo quiso ser consecuente, y que entonces su Dios no tuviera ni nombre ni rostro, o acaso se trató de una nueva cautela contra abusos mágicos (ver nota(148)). Ahora bien, aceptada esta prohibición, ella no pudo menos que ejercer un profundo efecto. Es que significaba un retroceso de la percepción sensorial frente a una representación que se diría abstracta, un triunfo de la espiritualidad sobre la sensualidad; en rigor: una renuncia de lo pulsional con sus consecuencias necesarias en lo psicológico.Para hallar creíble esto que no parece evidente a primera vista, es preciso recordar otros procesos de igual carácter en el desarrollo de la cultura humana. El más temprano de ellos, acaso el más importante, se pierde en la oscuridad del tiempo primordial. Son sus asombrosos efectos los que nos constriñen a aseverarlo. En nuestros niños, en los adultos neuróticos, así como en los pueblos primitivos, observamos el fenómeno anímico al que designamos creencia en la «omnipotencia de los pensamientos». Según nuestro juicio, es una sobrestimación del influjo que nuestros actos anímicos, los intelectuales en nuestro caso, pueden ejercer sobre la alteración del mundo exterior. En el fondo, toda magia, la precursora de nuestra técnica, descansa sobre esta premisa. A ella pertenece también todo ensalmo de las palabras, así como el convencimiento sobre el poder que va conectado al conocimiento de un nombre o a su declaración. Suponemos que la «omnipotencia de los pensamientos» era la expresión del orgullo de la humanidad por el desarrollo del lenguaje, que tuvo por secuela una tan extraordinaria promoción de las actividades intelectuales. Se inauguraba el nuevo reino de la espiritualidad, en el que representaciones, recuerdos y procesos de razonamiento se volvían decisivos por oposición a la actividad psíquica inferior, que tenía por contenido percepciones inmediatas de los órganos sensoriales. Fue, sin lugar a dudas, una de las etapas más importantes en el camino de la hominización [cf. AE, 23, pág. 72].
Mucho más palpable nos aparece otro proceso de un tiempo posterior. Bajo el influjo de factores externos que no necesitamos rastrear aquí y que, por añadidura, en parte no se conocen bien, aconteció que el régimen de la sociedad matriarcal fue relevado por el patriarcal, a lo cual se conectaba, desde luego, un trastrueque de las relaciones jurídicas que imperaban hasta entonces. Se cree registrar todavía el eco de esta revolución en la Orestíada, de Esquilo(149). Ahora bien, esta vuelta de la madre al padre define además un triunfo de la espiritualidad sobre la sensualidad, o sea, un progreso de la cultura, pues la maternidad es demostrada por el testimonio de. los sentidos, mientras que la paternidad es un supuesto edificado sobre un razonamiento y sobre una premisa. La toma de partido que eleva el proceso del pensar por encima de la percepción sensible se acredita como un paso grávido en consecuencias.
En algún momento entre los dos sucesos antes mencionados(150) ocurrió otro que muestra el mayor parentesco con el indagado por nosotros en la historia de la religión. El ser humano se vio movido a reconocer dondequiera unos poderes «espirituales », es decir, que no se podían aprehender con los sentidos (en particular la vista), no obstante lo cual exteriorizaban efectos indudables, y aun hiperintensos. Si nos es lícito confiar en el testimonio del lenguaje, fue el aire en movimiento lo que proporcionó el modelo de la espiritualidad, pues el espíritu toma prestado su nombre del soplo de viento (animus, spiritus (ver nota(151)); en hebreo: ruach, soplo). Ello implicaba el descubrimiento del alma como el principio espiritual en el individuo. La observación reencontró el aire en movimiento en la respiración del hombre, que cesaba con la muerte; todavía hoy el moribundo «espira su alma». Así pues, se inauguraba para el ser humano el reino de los espíritus; estaba pronto a atribuir a todo lo otro en la naturaleza el alma que había descubierto dentro de sí. Fue animado el universo entero, y la ciencia, que advino tanto tiempo

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después, harto trabajo tuvo para volver a desanimar una parte del universo, y ni siquiera hoy ha llevado a su término esa tarea.
En virtud de la prohibición mosaica, Dios fue enaltecido a un estadio superior de la espiritualidad; así se inauguraba el camino para ulteriores cambios en la representación de Dios, de que luego hablaremos. Por ahora, nos ocuparemos de otro efecto de aquella prohibición. Todos estos progresos en la espiritualidad tienen por resultado acrecentar el sentimiento de sí de la persona, volverla orgullosa, haciéndola sentirse superior a otros que permanecen cautivos de la sensualidad. Sabemos que Moisés había trasmitido a los judíos el sentimiento arrogante de ser un pueblo elegido; en virtud de la desmaterialización de Dios se agregó una nueva y valiosa pieza al tesoro secreto del pueblo. Los judíos conservaron la orientación hacia intereses espirituales; el infortunio político de la nación les enseñó a estimar en todo su valor el único patrimonio que les había quedado: su escritura. Inmediatamente después de la destrucción del templo de Jerusalén por Tito, el rabino Johanán ben Zakkai obtuvo el permiso para inaugurar la primera escuela de la Torá en Iabne (ver nota(152)). En lo sucesivo fueron la Sagrada Escritura y el empeño espiritual en torno de ella lo que mantuvo cohesionado al pueblo disperso.
Hasta aquí, lo consabido y admitido por todos. Sólo he querido agregar que este desarrollo característico de la esencia judía fue introducido por la prohibición de Moisés de venerar a Dios en una figura visible.
La precedencia que durante unos dos mil años se otorgó a los empeños espirituales dentro de la vida del pueblo judío tuvo, desde luego, su efecto: ayudó a poner diques a la rudeza y la inclinación a la violencia que suelen instalarse donde el desarrollo de la fuerza muscular es el ideal del pueblo. La armonía en la configuración de actividad espiritual y corporal, como la alcanzada por el pueblo griego, permaneció denegada a los judíos. Pero en la disyuntiva se decidieron, al menos, por lo más valioso(153).
En virtud de la prohibición mosaica, Dios fue enaltecido a un estadio superior de la espiritualidad; así se inauguraba el camino para ulteriores cambios en la representación de Dios, de que luego hablaremos. Por ahora, nos ocuparemos de otro efecto de aquella prohibición. Todos estos progresos en la espiritualidad tienen por resultado acrecentar el sentimiento de sí de la persona, volverla orgullosa, haciéndola sentirse superior a otros que permanecen cautivos de la sensualidad. Sabemos que Moisés había trasmitido a los judíos el sentimiento arrogante de ser un pueblo elegido; en virtud de la desmaterialización de Dios se agregó una nueva y valiosa pieza al tesoro secreto del pueblo. Los judíos conservaron la orientación hacia intereses espirituales; el infortunio político de la nación les enseñó a estimar en todo su valor el único patrimonio que les había quedado: su escritura. Inmediatamente después de la destrucción del templo de Jerusalén por Tito, el rabino Johanán ben Zakkai obtuvo el permiso para inaugurar la primera escuela de la Torá en Iabne (ver nota(152)). En lo sucesivo fueron la Sagrada Escritura y el empeño espiritual en torno de ella lo que mantuvo cohesionado al pueblo disperso.
Hasta aquí, lo consabido y admitido por todos. Sólo he querido agregar que este desarrollo característico de la esencia judía fue introducido por la prohibición de Moisés de venerar a Dios en una figura visible.
La precedencia que durante unos dos mil años se otorgó a los empeños espirituales dentro de la vida del pueblo judío tuvo, desde luego, su efecto: ayudó a poner diques a la rudeza y la inclinación a la violencia que suelen instalarse donde el desarrollo de la fuerza muscular es el ideal del pueblo. La armonía en la configuración de actividad espiritual y corporal, como la alcanzada por el pueblo griego, permaneció denegada a los judíos. Pero en la disyuntiva se decidieron, al menos, por lo más valioso(153).
Renuncia de lo pulsional
No es evidente, ni es inteligible sin más, la razón por la cual un progreso en la espiritualidad, un relegamiento de la sensualidad, haya de elevar la conciencia de sí de una persona o de un pueblo. Ello parece presuponer un determinado patrón de valores, y otra persona o instancia que lo aplique. Para aclararlo, acudamos a un caso análogo tomado de la psicología del individuo, un caso que hemos llegado a entender.Si en un ser humano el ello eleva una exigencia pulsional de naturaleza erótica o agresiva, lo más simple y natural es que el yo, que tiene a su disposición el aparato cognitivo y muscular, la satisfaga por medio de una acción. Esta satisfacción de la pulsión será sentida por el yo como un placer, así como la insatisfacción sin duda alguna se habría convertido en fuente de un displacer. Pues bien; puede darse el caso de que el yo omita satisfacer la pulsión por miramiento a obstáculos exteriores, a saber, si intelige que la acción correspondiente provocaría un serio peligro para el yo. Semejante abstención de satisfacer, semejante renuncia de lo pulsional a consecuencia de una disuasión exterior -diríamos: en obediencia al principio de realidad-, en ningún caso es placentera. La renuncia de lo pulsional tendría por consecuencia una duradera tensión de displacer, de no conseguirse rebajar la intensidad pulsional misma por medio de unos desplazamientos de energía. Ahora bien, esa renuncia de lo pulsional puede ser arrancada también por otras razones, unas razones que tenemos derecho a llamar interiores. En el curso del desarrollo individual, una parte de los poderes inhibidores situados en el mundo exterior es interiorizada, se forma dentro del yo una instancia que se contrapone a lo restante observando, criticando y prohibiendo. Llamamos superyó a esa nueva instancia. En lo sucesivo, el yo, antes de poner en obra las satisfacciones pulsionales requeridas por el ello, tiene que tomar en consideración no sólo los peligros del mundo exterior sino también el veto del superyó, y en esa misma medida tendrá más ocasiones para omitir la satisfacción pulsional. Pero mientras que la renuncia de lo pulsional debida a razones externas es sólo displacentera, lo que ocurre por razones interiores, por obediencia al superyó, tiene otro efecto económico. Además de la inevitable consecuencia de displacer, le trae al yo también una ganancia de placer, por así decir una satisfacción sustitutiva. El yo se siente enaltecido, la renuncia de lo pulsional lo llena de orgullo como una operación valiosa. Creemos comprender el mecanismo de esta ganancia de placer. El superyó es sucesor y subrogador de los progenitores (y educadores) que vigilaron las acciones del individuo en su primer período de vida; continúa las funciones de ellos casi sin alteración. Mantiene al yo en servidumbre, ejerce sobre él una presión permanente. Lo mismo que en la infancia, el yo se cuida de arriesgar el amor del amo, siente su reconocimiento como liberación y satisfacción, y sus reproches, como remordimiento de la conciencia moral. Cuando el yo le ha ofrendado al superyó el sacrificio de una renuncia de lo pulsional, espera a cambio, como recompensa, ser amado más por él. Siente como orgullo la conciencia de merecer este amor. En el tiempo en que la autoridad todavía no estaba interiorizada como superyó, el vínculo entre amenaza de pérdida de amor y exigencia pulsional acaso fue 'el mismo. Sobrevenía un sentimiento de seguridad y de satisfacción cuando uno había producido una renuncia de lo pulsional por amor a los progenitores. Este sentimiento bueno sólo pudo cobrar el carácter del orgullo, que es específicamente narcisista, luego que la autoridad misma hubo devenido parte del yo.
¿En qué nos ayuda este esclarecimiento de la satisfacción por una renuncia de lo pulsional para entender el proceso que queremos estudiar, a saber, la elevación de la conciencia de sí a raíz de progresos en la espiritualidad? Al parecer, en muy poco. Las constelaciones son del todo diversas. No se trata de renuncia alguna de lo pulsional, y no hay ahí una persona segunda o instancia por amor de la cual se haga el sacrificio. Pero respecto de este segundo aserto, enseguida entramos a vacilar. Se puede decir que justamente el gran hombre es la autoridad por cuyo amor uno consuma el logro, y puesto que a su vez él ejerce una acción eficiente merced a su semejanza con el padre, no cabe asombrarse de que en la psicología de las

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masas le corresponda el papel del superyó. Y esto también valdría, por tanto, para Moisés en su relación con el pueblo judío. En otros puntos, sin embargo, no quiere establecerse una analogía justa. El progreso en la espiritualidad consiste en decidirse uno contra la percepción sensorial directa en favor de los procesos intelectuales llamados superiores, vale decir, recuerdos, reflexiones, razonamientos; determinar, por ejemplo, que la paternidad es más importante que la maternidad, aunque no pueda ser demostrada, como esta última, por el testimonio de los sentidos. Por eso el hijo debe llevar el nombre del padre y heredar patrilinealmente. O así: nuestro dios es el más grande y el más poderoso, aunque sea invisible como los vientos del huracán y las almas. El rechazo de una exigencia pulsional sexual o agresiva parece ser algo por entero diferente. Y, por otra parte, en muchos progresos de lo espiritual (p. ej., el triunfo del derecho paterno) no se puede rastrear qué autoridad habría impartido el criterio según el cual algo debiera considerarse superior. El padre no puede ser en este caso, pues sólo es enaltecido y recibe autoridad merced al progreso. Estamos, por tanto, ante el fenómeno de que en el desarrollo de la humanidad lo sensual es avasallado poco a poco por lo espiritual y los seres humanos se sienten orgullosos y enaltecidos por cada progreso en ese sentido. Pero uno no sabe decir por qué habría de ser así. Y luego sucede, además, que la espiritualidad misma es avasallada por el fenómeno emocional, de todo punto enigmático, de la creencia. Es el famoso «Credo quia absurdum» [cf. AE, 23, págs. 81-2]; y también quien ha producido esto lo ve como un logro supremo. Acaso lo común a todas estas situaciones psicológicas sea algo diverso. Acaso el ser humano declare superior simplemente aquello que es más difícil, y su orgullo no sea más que el narcisismo acrecentado por la conciencia de haber superado una dificultad.
Son estas, por cierto, unas elucidaciones poco fecundas, y uno podría creer que no tienen nada que ver con nuestra indagación sobre aquello que ha comandado el carácter del pueblo judío. Si así fuera, sólo redundaría en nuestra ventaja, pero cierta pertinencia respecto de nuestro problema se trasluce en un hecho que más adelante volverá a ocuparnos. La religión que se ha iniciado prohibiendo hacer imágenes de Dios se desarrolla cada vez más, en el curso de los siglos, como una religión de la renuncia de lo pulsional. No era que exigiese la abstinencia sexual; se conformaba con una restricción marcada de la libertad sexual. Pero Dios es apartado por completo de la sexualidad y enaltecido al ideal de una perfección ética. Ahora bien, ética es limitación de lo pulsional. Los profetas no se cansan de amonestar que Dios no demanda de su pueblo más que una vida justa y virtuosa, o sea, una abstención de todas las satisfacciones pulsionales que aún la moral de nuestros días sigue condenando por viciosas. Y hasta la exigencia de creer en él parece relegada frente a la seriedad de estos requerimientos éticos. Así, la renuncia de lo pulsional parece desempeñar un sobresaliente papel dentro de la religión, aunque no surja en ella desde el comienzo.
Ahora bien, aquí corresponde disipar un posible malentendido. Podría parecer que la renuncia de lo pulsional -y la ética fundada en ella- no pertenece al contenido esencial de la religión; empero, se conecta genéticamente con esta última de modo muy íntimo. El totemismo [cf. AE, 23, págs. 77 y sigs.], la primera forma de religión que conocemos, conlleva como patrimonio indispensable del sistema cierto número de mandamientos y prohibiciones que, desde luego, no significan otra cosa que una renuncia de lo pulsional: la veneración del tótem, que incluye la prohibición de hacerle daño o matarlo; la exogamia, esto es, la renuncia, dentro de la propia horda, a la madre y las hermanas anheladas con pasión; la concesión de derechos iguales a todos los miembros de la liga de hermanos, vale decir, unos límites impuestos a la tendencia a la rivalidad violenta entre ellos. En estas estipulaciones no podemos menos que ver los comienzos de un orden ético y social. No se nos escapa que se hacen valer aquí dos diversas motivaciones. Las dos primeras' prohibiciones van en el sentido del padre eliminado, por así decir prolongan su voluntad; el tercer mandamiento, que establece la igualdad de derechos entre los hermanos de la liga, prescinde del padre, se justifica por invocación a la necesidad de dotar de permanencia al orden nuevo, nacido tras la eliminación del padre. De otro modo habría sido inevitable la recaída en el estado anterior. Aquí los mandamientos sociales se separan de los otros, que, como tendríamos derecho a decir, provienen directamente de vínculos religiosos.
En el desarrollo compendiado del individuo se repite la pieza esencial de aquel proceso. También en él es la autoridad de los progenitores -en lo esencial la del padre irrestricto, que amenaza con el poder de castigar- la que reclama del hijo una renuncia de lo pulsional y establece para él lo que le está permitido y lo que tiene prohibido. Aquello que con respecto al niño se denomina «juicioso» o «díscolo» es llamado luego, cuando la sociedad y el superyó han entrado en escena en lugar de los progenitores, «bueno» o «malo», «virtuoso» o «vicioso», Pero siempre se trata de lo mismo: una renuncia de lo pulsional impuesta por la presión de la autoridad que sustituye y prolonga al padre.
Estas intelecciones se profundizan más si emprendemos una indagación sobre el asombroso concepto de lo sagrado(154). ¿Qué nos aparece en verdad como sagrado, elevándose sobre otras cosas por las que tenemos sumo aprecio y a las que reconocemos significación? Por un lado, es inequívoco el nexo de lo sagrado con lo religioso; se lo destaca con insistencia: todo lo religioso es sagrado, es lisa y llanamente el núcleo de la sacralidad, Por otra parte, enturbian nuestro juicio los numerosos intentos de reclamar sacralidad para muchas otras cosas -personas, instituciones, desempeños- que poco tienen que ver con la religión. Tales intentos están al servicio de tendencias manifiestas. Partamos del carácter de prohibido, que con tanta firmeza adhiere a lo sagrado. Evidentemente, lo sagrado es algo que no es lícito tocar. Una prohibición sagrada posee un intensísimo tinte afectivo, pero ello, en verdad, sin un fundamento ajustado a la ratio. En efecto, ¿por qué sería un crimen muy grave cometer incesto con una hija
o una hermana, por qué sería este comercio sexual muchísimo más maligno que cualquier otro? (ver nota(155)). Si uno inquiere por tal fundamento, oirá sin duda que todos nuestros sentimientos se revuelven contra ello. Pero esto sólo significa que se tiene a la prohibición por cosa obvia, que uno no sabe fundamentar.
Es bastante fácil probar la nulidad de semejante explicación. Lo que, según se supone, afrentaría nuestros sentimientos más sagrados era costumbre universal en las familias gobernantes del antiguo Egipto y otros pueblos anteriores; se diría que era un uso sagrado. Se daba por sentado que el faraón hallaría en su hermana a su primera y más noble esposa, y los tardíos sucesores de los faraones, los Ptolomeos de origen griego, no vacilaron en' imitar ese arquetipo. Así nos vemos llevados a inteligir más bien que el incesto -entre hermano y hermana, en este caso- era un privilegio que no poseían los comunes mortales, pues estaba reservado a los reyes, subrogantes de los dioses, de igual modo, el universo de las sagas griegas y germanas no tomaba a escándalo tales vínculos incestuosos. Es lícito conjeturar que la angustiosa conservación de la pureza de sangre en nuestra nobleza es un residuo de aquel antiguo privilegio, y se puede comprobar que hoy Europa está regida por una o dos familias a consecuencia del apareamiento consanguíneo durante tantas generaciones, en sus más altos estratos sociales.

Son estas, por cierto, unas elucidaciones poco fecundas, y uno podría creer que no tienen nada que ver con nuestra indagación sobre aquello que ha comandado el carácter del pueblo judío. Si así fuera, sólo redundaría en nuestra ventaja, pero cierta pertinencia respecto de nuestro problema se trasluce en un hecho que más adelante volverá a ocuparnos. La religión que se ha iniciado prohibiendo hacer imágenes de Dios se desarrolla cada vez más, en el curso de los siglos, como una religión de la renuncia de lo pulsional. No era que exigiese la abstinencia sexual; se conformaba con una restricción marcada de la libertad sexual. Pero Dios es apartado por completo de la sexualidad y enaltecido al ideal de una perfección ética. Ahora bien, ética es limitación de lo pulsional. Los profetas no se cansan de amonestar que Dios no demanda de su pueblo más que una vida justa y virtuosa, o sea, una abstención de todas las satisfacciones pulsionales que aún la moral de nuestros días sigue condenando por viciosas. Y hasta la exigencia de creer en él parece relegada frente a la seriedad de estos requerimientos éticos. Así, la renuncia de lo pulsional parece desempeñar un sobresaliente papel dentro de la religión, aunque no surja en ella desde el comienzo.
Ahora bien, aquí corresponde disipar un posible malentendido. Podría parecer que la renuncia de lo pulsional -y la ética fundada en ella- no pertenece al contenido esencial de la religión; empero, se conecta genéticamente con esta última de modo muy íntimo. El totemismo [cf. AE, 23, págs. 77 y sigs.], la primera forma de religión que conocemos, conlleva como patrimonio indispensable del sistema cierto número de mandamientos y prohibiciones que, desde luego, no significan otra cosa que una renuncia de lo pulsional: la veneración del tótem, que incluye la prohibición de hacerle daño o matarlo; la exogamia, esto es, la renuncia, dentro de la propia horda, a la madre y las hermanas anheladas con pasión; la concesión de derechos iguales a todos los miembros de la liga de hermanos, vale decir, unos límites impuestos a la tendencia a la rivalidad violenta entre ellos. En estas estipulaciones no podemos menos que ver los comienzos de un orden ético y social. No se nos escapa que se hacen valer aquí dos diversas motivaciones. Las dos primeras' prohibiciones van en el sentido del padre eliminado, por así decir prolongan su voluntad; el tercer mandamiento, que establece la igualdad de derechos entre los hermanos de la liga, prescinde del padre, se justifica por invocación a la necesidad de dotar de permanencia al orden nuevo, nacido tras la eliminación del padre. De otro modo habría sido inevitable la recaída en el estado anterior. Aquí los mandamientos sociales se separan de los otros, que, como tendríamos derecho a decir, provienen directamente de vínculos religiosos.
En el desarrollo compendiado del individuo se repite la pieza esencial de aquel proceso. También en él es la autoridad de los progenitores -en lo esencial la del padre irrestricto, que amenaza con el poder de castigar- la que reclama del hijo una renuncia de lo pulsional y establece para él lo que le está permitido y lo que tiene prohibido. Aquello que con respecto al niño se denomina «juicioso» o «díscolo» es llamado luego, cuando la sociedad y el superyó han entrado en escena en lugar de los progenitores, «bueno» o «malo», «virtuoso» o «vicioso», Pero siempre se trata de lo mismo: una renuncia de lo pulsional impuesta por la presión de la autoridad que sustituye y prolonga al padre.
Estas intelecciones se profundizan más si emprendemos una indagación sobre el asombroso concepto de lo sagrado(154). ¿Qué nos aparece en verdad como sagrado, elevándose sobre otras cosas por las que tenemos sumo aprecio y a las que reconocemos significación? Por un lado, es inequívoco el nexo de lo sagrado con lo religioso; se lo destaca con insistencia: todo lo religioso es sagrado, es lisa y llanamente el núcleo de la sacralidad, Por otra parte, enturbian nuestro juicio los numerosos intentos de reclamar sacralidad para muchas otras cosas -personas, instituciones, desempeños- que poco tienen que ver con la religión. Tales intentos están al servicio de tendencias manifiestas. Partamos del carácter de prohibido, que con tanta firmeza adhiere a lo sagrado. Evidentemente, lo sagrado es algo que no es lícito tocar. Una prohibición sagrada posee un intensísimo tinte afectivo, pero ello, en verdad, sin un fundamento ajustado a la ratio. En efecto, ¿por qué sería un crimen muy grave cometer incesto con una hija
o una hermana, por qué sería este comercio sexual muchísimo más maligno que cualquier otro? (ver nota(155)). Si uno inquiere por tal fundamento, oirá sin duda que todos nuestros sentimientos se revuelven contra ello. Pero esto sólo significa que se tiene a la prohibición por cosa obvia, que uno no sabe fundamentar.
Es bastante fácil probar la nulidad de semejante explicación. Lo que, según se supone, afrentaría nuestros sentimientos más sagrados era costumbre universal en las familias gobernantes del antiguo Egipto y otros pueblos anteriores; se diría que era un uso sagrado. Se daba por sentado que el faraón hallaría en su hermana a su primera y más noble esposa, y los tardíos sucesores de los faraones, los Ptolomeos de origen griego, no vacilaron en' imitar ese arquetipo. Así nos vemos llevados a inteligir más bien que el incesto -entre hermano y hermana, en este caso- era un privilegio que no poseían los comunes mortales, pues estaba reservado a los reyes, subrogantes de los dioses, de igual modo, el universo de las sagas griegas y germanas no tomaba a escándalo tales vínculos incestuosos. Es lícito conjeturar que la angustiosa conservación de la pureza de sangre en nuestra nobleza es un residuo de aquel antiguo privilegio, y se puede comprobar que hoy Europa está regida por una o dos familias a consecuencia del apareamiento consanguíneo durante tantas generaciones, en sus más altos estratos sociales.

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La referencia al incesto entre dioses, reyes y héroes contribuye también a liquidar otro ensayo: el que pretendiera explicar en términos biológicos el horror al incesto, reconducirlo a un oscuro saber sobre los perjuicios del apareamiento consanguíneo. Pero ni siquiera es seguro que exista ese efecto dañino, y todavía menos que los primitivos lo hubieran discernido y reaccionaran por su causa. Y por otra parte, la incertidumbre en la estipulación de los grados de parentesco permitidos y prohibidos no abona el supuesto de un «sentimiento natural» como razón primordial del horror al incesto.
La prehistoria por nosotros construida nos impone otra explicación. El mandamiento de la exogamia, cuya expresión negativa es el horror al incesto, responde a la voluntad del padre y la prolonga tras la eliminación de él. De ahí la intensidad de su tono afectivo, y la imposibilidad de darle un fundamento acorde a laratio; de ahí, por tanto, su carácter sagrado. Quedamos en la confiada expectativa de que el estudio de todos los otros casos de prohibición sagrada arroje el mismo resultado que el del horror al incesto, y que en su origen lo sagrado no sea otra cosa que la voluntad prolongada del padre primordial. Así se echaría luz también sobre la ambivalencia, no entendida hasta ahora, de las palabras que expresan el concepto de lo sagrado. Es la ambivalencia que gobierna toda la relación con el padre. «Sacer» {en latín} no sólo significa «sagrado», «santificado», sino también algo que podríamos traducir por «impío», «aborrecible» («auri sacra fames(156)»). Ahora bien, la voluntad del padre no sólo era algo incues tionable, que se debía honrar, sino también algo ante lo cual uno se encogía porque demandaba una dolorosa renuncia de lo pulsional. Si ahora nos enteramos de que Moisés «santificó» [AE, 23, pág. 29] a su pueblo al impartirle la costumbre de la circuncisión, comprenderemos el sentido profundo de lo que se afirma. La circuncisión es el sustituto simbólico de la castración que el padre primordial fulminó sobre sus hijos varones desde su total plenipotencia; y quien así recibía ese símbolo mostraba estar dispuesto a someterse a la voluntad del padre, aunque este le impusiese el más doloroso de los sacrificios.
Para volver a la ética, diríamos a modo de conclusión: una parte de sus preceptos se justifican con arreglo a la ratio por la necesidad de deslindar los derechos de la comunidad frente a los individuos, los derechos de estos últimos frente a la sociedad, y los de ellos entre sí. Sin embargo, lo que en la ética nos aparece grandioso, misterioso, cosa místicamente evidente, debe tales caracteres a su nexo con la religión, a su origen en la voluntad del padre.
La prehistoria por nosotros construida nos impone otra explicación. El mandamiento de la exogamia, cuya expresión negativa es el horror al incesto, responde a la voluntad del padre y la prolonga tras la eliminación de él. De ahí la intensidad de su tono afectivo, y la imposibilidad de darle un fundamento acorde a laratio; de ahí, por tanto, su carácter sagrado. Quedamos en la confiada expectativa de que el estudio de todos los otros casos de prohibición sagrada arroje el mismo resultado que el del horror al incesto, y que en su origen lo sagrado no sea otra cosa que la voluntad prolongada del padre primordial. Así se echaría luz también sobre la ambivalencia, no entendida hasta ahora, de las palabras que expresan el concepto de lo sagrado. Es la ambivalencia que gobierna toda la relación con el padre. «Sacer» {en latín} no sólo significa «sagrado», «santificado», sino también algo que podríamos traducir por «impío», «aborrecible» («auri sacra fames(156)»). Ahora bien, la voluntad del padre no sólo era algo incues tionable, que se debía honrar, sino también algo ante lo cual uno se encogía porque demandaba una dolorosa renuncia de lo pulsional. Si ahora nos enteramos de que Moisés «santificó» [AE, 23, pág. 29] a su pueblo al impartirle la costumbre de la circuncisión, comprenderemos el sentido profundo de lo que se afirma. La circuncisión es el sustituto simbólico de la castración que el padre primordial fulminó sobre sus hijos varones desde su total plenipotencia; y quien así recibía ese símbolo mostraba estar dispuesto a someterse a la voluntad del padre, aunque este le impusiese el más doloroso de los sacrificios.
Para volver a la ética, diríamos a modo de conclusión: una parte de sus preceptos se justifican con arreglo a la ratio por la necesidad de deslindar los derechos de la comunidad frente a los individuos, los derechos de estos últimos frente a la sociedad, y los de ellos entre sí. Sin embargo, lo que en la ética nos aparece grandioso, misterioso, cosa místicamente evidente, debe tales caracteres a su nexo con la religión, a su origen en la voluntad del padre.
La sustancia de verdad de la religión
¡Cuán envidiables aparecen ante nosotros, pobres de fe, aquellos investigadores convencidos de que existe un ser supremo! Para este gran espíritu, el universo no esconde problema alguno, porque él mismo ha creado todos sus dispositivos, ¡Cuán abarcadoras, exhaustivas y definitivas son las doctrinas de los creyentes por comparación con los laboriosos, mezquinos y fragmentarios intentos de explicación, lo máximo que nosotros podemos producir! El espíritu divino, que es por otra parte el ideal de una perfecta ética, ha implantado en los seres humanos la noticia de ese ideal y al mismo tiempo el esfuerzo por igualar su ser a su ideal. Sienten de una manera inmediata lo que es alto y noble, y lo que es inferior y ordinario. Su vida sensible se acomoda según la distancia a que estén del ideal en cada caso. Este les aporta elevada satisfacción cuando se le aproximan, por así decir en el perihelio; y los castiga con un serio displacer cuando, en el afelio, se le distancian. Así de simples y de inconmovibles están establecidas todas las cosas. Sólo nos cabe lamentar que ciertas experiencias vitales y observaciones del mundo nos impidan aceptar la premisa de semejante ser supremo. Como si el universo no presentara suficientes enigmas, se nos propone por añadidura la tarea de comprender de qué manera aquellos otros pudieron adquirir la creencia en el ser divino, y de dónde cobró esta creencia su poder enorme, que avasalla «razón y ciencia(157)».Volvamos al problema más modesto que nos ha venido ocupando. Queríamos explicar de dónde proviene el peculiar carácter del pueblo judío, que verosímilmente le permitió conservarse hasta nuestros días. Hallamos que Moisés les acuñó ese carácter dándoles una religión que elevó su sentimiento de sí hasta el punto de creerse superiores a todos los otros pueblos. Y luego se conservaron manteniéndose ajenos a los demás. En esto las mezclas de sangre perturbaban poco, pues lo que preservaba su cohesión era un factor ideal, la posesión en común de determinados bienes intelectuales y emocionales. La religión de Moisés tuvo ese efecto porque: 1) hizo participar al pueblo de la grandiosidad de una nueva representación de Dios; 2) aseveraba que este pueblo había sido elegido por ese gran Dios y estaba destinado a recibir las pruebas de su favor particular, y 3) constriñó al pueblo a progresar en la espiritualidad, lo cual, asaz significativo por sí mismo, inauguró además el camino hacia la alta estima por el trabajo intelectual y hacía ulteriores renuncias de lo pulsional.
He ahí nuestro resultado, y aunque no queramos retractarnos de él en nada, no podemos disimularnos que tiene algo de insatisfactorio. La causación, por así decir, no lo recubre; el hecho que pretendemos explicar parece de un orden de magnitud diferente de todo aquello a través de lo cual lo explicamos. ¿Podrá ser que todas las indagaciones que hemos realizado hasta aquí no pusieran de manifiesto la motivación entera, sino sólo un estrato de ella en alguna medida superficial, tras el que aguarda ser descubierto todavía otro factor muy sustantivo? Estamos preparados para algo así, dada la extraordinaria complejidad de toda causación en la vida y el acontecer histórico.
El acceso a esa motivación más profunda se abre en un preciso lugar de las elucidaciones que preceden. La religión de Moisés no ha ejercido sus efectos de una manera inmediata, sino asombrosamente indirecta. Esto no se refiere a que no obrara enseguida, a que necesitara largo tiempo, siglos, para desplegar su pleno efecto, pues eso es algo que se comprende de suyo tratándose de la acuñación del carácter de un pueblo. Antes bien, aquella limitación se circunscribe al hecho que hemos extraído de la historia religiosa judía o, si se quiere, que hemos introducido en ella: hemos dicho que el pueblo judío, pasado cierto tiempo, volvió a

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sacudirse la religión de Moisés -no podemos colegir si por completo o conservando algunos de sus preceptos-. Con el supuesto de que, en las largas épocas de la toma de posesión de Canaán y de la lucha contra los pueblos que ahí habitaban, la religión de Yahvé no se distinguía en lo esencial del culto a los otros baalim [cf. AE, 23, pág. 67], nos situamos en un terreno histórico-vivencial a pesar de los empeños de posteriores tendencias por velar ese bochornoso estado de cosas.
Pero la religión de Moisés no se había sepultado sin dejar huellas; se había conservado como un recuerdo de ella, oscurecido y desfigurado, apoyado quizá por antiguos escritos entre algunos miembros de la casta sacerdotal. Y esta tradición de un gran pasado fue lo que continuó produciendo efectos desde el trasfondo, poco a poco cobró cada vez más poder sobre los espíritus y al fin logró mudar al dios Yahvé en el dios de Moisés, llamando de nuevo a la vida a la religión de Moisés, instituida muchos siglos antes y abandonada luego.
En secciones anteriores de este ensayo [cf. AE, 23, págs. 69-99] hemos elucidado el supuesto que parece irrecusable para que podamos conceptualizar semejante logro de la tradición.
El retorno de lo reprimido
Hay una multitud de procesos similares entre aquellos de que nos ha dado noticia la exploración analítica de la vida anímica. De estos, a una parte se los llama patológicos y a otra parte se los incluye en la diversidad de lo normal. Pero ello poco importa, pues las fronteras entre ambos no son netas, los mecanismos son en vasta medida los mismos; y es mucho más importante que las alteraciones en cuestión se consumen en el yo mismo o se le contrapongan como algo ajeno, en cuyo caso son llamadas síntomas.
Del abundante material destaco, en primer lugar, casos que se refieren al desarrollo del carácter. Tomemos a la joven que se ha dado a la más decidida oposición frente a su madre, cultiva todas las cualidades que se echan de menos en esta y evita todo cuanto a ella recuerda. Tenemos derecho a completar que en años más tempranos, como toda niña, había emprendido una identificación con la madre y ahora se le subleva enérgicamente. Pero cuando esta muchacha se casa, y ella misma deviene esposa y madre, no hemos de asombrarnos si empieza a volverse cada vez más semejante a su madre enemiga, hasta que al fin se restablece de una manera inequívoca la vencida identificación-madre. Lo mismo acontece en el varón, y aun el gran Goethe, que en la época de despliegue de su genio sin duda menospreció a su padre rígido y pedante, de anciano desarrolló unos rasgos que pertenecían al cuadro de carácter de aquel. El resultado puede ser todavía más llamativo cuando es más aguda la oposición entre las dos personas. Un joven a quien el destino le deparó criarse junto a un padre indigno, se desarrolló primero, en desafío a él, como un hombre virtuoso, confiable y honorable. En el apogeo de su vida su carácter sufrió un vuelco, y desde entonces se comportó como si hubiera tomado como modelo a ese mismo padre. Para no perder el nexo con nuestro tema, es preciso tener presente que en el comienzo de un decurso así se sitúa siempre una identificación con el padre en la temprana infancia. Expulsada luego, y aun sobrecompensada, al final vuelve a abrirse paso.
Hace tiempo que se ha vuelto patrimonio común saber que las vivencias de los primeros cinco años cobran un influjo de comando sobre la vida, al que nada posterior contrariará. Acerca del modo en que estas impresiones tempranas se afirman contra todas las injerencias de épocas más maduras habría mucho para decir, digno de ser sabido, pero no vendría al caso aquí. Sin embargo, puede que resulte menos familiar lo siguiente: la influencia compulsiva más intensa proviene de aquellas impresiones que alcanzaron al niño en una época en que no podemos atribuir receptividad plena a su aparato psíquico. Del hecho mismo no cabe dudar, pero es tan asombroso que quizá la comparación con una impresión fotográfica, que puede ser desarrollada y mudada en una imagen luego de un intervalo cualquiera, nos facilite el entenderlo. Comoquiera que fuese, nos agradará señalar que un creador literario rebosante de fantasía, con la audacia consentida a los poetas, se ha anticipado a este incómodo descubrimiento nuestro.
E. T. A. Hoffmann solía reconducir la riqueza de figuras que se le ofrecían para sus creaciones literarias a la alternancia de imágenes e impresiones que él, lactando aún del pecho materno, había vivenciado durante un viaje de varías semanas en coche-correo (ver nota(158)). Lo que los niños han vivenciado a la edad de dos años, sin entenderlo entonces, pueden no recordarlo luego nunca, salvo en sueños; sólo mediante un tratamiento psicoanalítico puede volvérseles consabido. Pero en algún momento posterior irrumpe en su vida con impulsos obsesivos, dirige sus acciones, les impone simpatías y antipatías, y con harta frecuencia decide sobre su elección amorosa, tan a menudo imposible de fundamentar con arreglo a la ratio. Son inequívocos los dos puntos en que estos hechos se tocan con nuestro problema.
En primer lugar, por lo remoto en el tiempo(159), que aquí es discernido como el genuino factor decisivo -p. ej., en el estado particular del recuerdo, que respecto de estas vivencias infantiles clasificamos como «inconciente»- Sobre esto, esperamos encontrar una analogía con el estado que pretendemos atribuir a la tradición dentro de la vida anímica del pueblo. No era fácil, claro, introducir la representación de lo inconciente en la psicología de las masas.
[En segundo lugar] los mecanismos que llevan a la formación de neurosis ofrecen contribuciones regulares a los fenómenos que indagamos. También aquí los sucesos decisivos entran en escena en la primera infancia, pero el acento no recae en este caso sobre el tiempo, sino sobre el proceso que salió al encuentro de ese suceso: sobre la reacción frente a este. En una exposición esquemática uno puede decir: Debido a la vivencia se eleva una demanda pulsional que pide satisfacción. El yo rehusa esta última, sea porque lo paralice la magnitud de la demanda, sea por discernir en ella un peligro. De esos dos fundamentos, el primero es el más originario; ambos desembocan en la evitación de una situación de peligro(160). El yo se defiende del peligro mediante el proceso de la represión. La moción pulsional es inhibida de algún modo, y es olvidada la ocasión, junto con las percepciones y representaciones

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pertinentes. Sin embargo, el proceso no concluye con esto: o la pulsión ha conservado su intensidad, o rehace sus fuerzas, o es despertada por una nueva ocasión. Renueva entonces su demanda, y como aquello que podemos llamar la cicatriz de represión le mantiene cerrado el camino hacía la satisfacción normal, se facilita en alguna parte, por un lugar débil, otro camino hacia una satisfacción llamada «sustitutiva», que ahora sale a la luz como un síntoma sin la aquiescencia del yo, pero también sin que el yo entienda de qué se trata. Todos los fenómenos de la formación de síntoma pueden describirse con buen derecho como un «retorno de lo reprimido(161)». Ahora bien, su carácter saliente es la vasta desfiguración que lo retornante ha experimentado por comparación con lo originario. Podría creerse que con este último grupo de hechos nos hemos distanciado excesivamente de la semejanza con la tradición. Mas no hemos de arrepentirnos, pues así nos aproximamos a los problemas de la renuncia de lo pulsional.
La verdad históríco-vivencial
Hemos emprendido todas estas digresiones psicológicas para volvernos creíble que la religión de Moisés produjera su efecto sobre el pueblo judío sólo en calidad de tradición. Quizá no hayamos obtenido más que una cierta verosimilitud. Pero supongamos haber alcanzado la demostración plena; pese a ella, nos queda la impresión de haber cumplido sólo con el factor cualitativo, no con el cuantitativo. A todo cuanto se refiere a la génesis de una religión, por cierto que también la judía, le es propio algo grandioso que las explicaciones que hasta aquí llevamos dadas no han recubierto. Es que por fuerza tuvo que participar otro factor del que hay pocos análogos y ninguno homogéneo, algo único y del mismo orden de magnitud que lo que de él devino, la religión misma. [Cf. AE, 23, pág. 119.]
Intentemos aproximarnos al problema desde el lado contrario. Comprendemos que el primitivo necesite de un dios como creador del universo, autoridad de la estirpe y tutelador personal. Este dios tiene su lugar tras los padres difuntos [de la estirpe], de quienes la tradición todavía sabe decir algo. El hombre de épocas posteriores, el de nuestro tiempo, se comporta de igual modo. También él, aun de adulto, sigue siendo infantil y menesteroso de protección; cree no poder prescindir del apoyo en su dios. Hasta aquí, todo es indiscutido. Pero es menos fácil comprender por qué había de existir un dios único, por qué justamente el progreso del henoteísmo(162) al monoteísmo adquiere esa avasalladora significación. Es cierto que, según dijimos [AE, 23, págs. 103 y 119], el creyente participa en la grandeza de su dios, y cuanto más grande sea este, tanto más confiará en la protección que es capaz de dispensarle. Pero el poder de un dios no tiene por premisa necesaria su unicidad. Muchos pueblos sólo veían un enaltecimiento de su dios supremo en el hecho de gobernar él sobre otras divinidades subordinadas, y no lo consideraban empequeñecido por que existieran además otros dioses. Y, por otra parte, importaba un sacrificio de intimidad que ese dios deviniera universal y cuidara de todos los países y pueblos. Por así decir, uno compartía su dios con los extranjeros, y no podía menos que resarcirse con esta reserva: uno era el predilecto. Que la representación del dios único significaba por sí misma un progreso en la espiritualidad sería otro argumento, pero no se le puede atribuir tanta importancia.Ahora bien, los creyentes saben llenar con suficiencia esta manifiesta laguna en la motivación. Dicen: La idea de un dios único ha ejercido un efecto tan avasallador sobre los hombres por ser ella un fragmento de la verdad eterna que, largo tiempo oculta, salió por fin a la luz y entonces no pudo menos que arrastrar a todos consigo. Tenemos que admitirlo; un factor de esta índole es, en definitiva, conmensurable con la magnitud del asunto y del resultado.
También nosotros querríamos aceptar esa solución. Pero tropezamos con un reparo. El argumento piadoso descansa sobre una premisa optimista-idealista. No se ha demostrado en otros campos que el intelecto humano posea una pituitaria particularmente fina para la verdad, ni que la vida anímica de los hombres muestre una inclinación particular a reconocer la verdad. Antes al contrario, hemos experimentado que nuestro intelecto se extravía muy pronto sin aviso alguno, y que con la mayor facilidad, y sin miramiento por la verdad, creemos en aquello que es solicitado por nuestras ilusiones de deseo. Por eso hemos de restringir aquella aceptación nuestra. También nosotros creemos que la solución de los creyentes contiene la verdad, pero no la verdad material sino la verdad histórico-vivencial. Y nos atribuimos el derecho de corregir cierta desfiguración que esta verdad ha experimentado con su retorno. Esto es: no creemos que hoy exista un único gran dios, sino que en tiempos primordiales hubo una única persona que entonces debió de aparecer hipergrande, y que luego ha retornado en el recuerdo de los seres humanos enaltecida a la condición divina.
Habíamos supuesto que la religión de Moisés fue primero desestimada y a medias olvidada, y luego irrumpió como tradición. Ahora suponemos que ese proceso se repetía entonces por segunda vez. Cuando Moisés aportó al pueblo la idea del dios único, ella no era nada nuevo, sino que significaba la reanimación de una vivencia de las épocas primordiales de la familia humana, desaparecida desde largo tiempo de la memoria conciente de los hombres. Pero había sido tan importante, había engendrado o encaminado unas alteraciones de tan profunda injerencia en la vida de los hombres, que es imposible no creer que dejara como secuela en el alma humana unas huellas duraderas, comparables a una tradición.
Por los psicoanálisis de personas individuales hemos averiguado que sus tempranísimas impresiones, recibidas en una época en que el niño era apenas capaz de lenguaje, exteriorizan en algún momento efectos de carácter compulsivo sin que se tenga de ellas un recuerdo conciente. Nos consideramos con derecho a suponer lo mismo respecto de las tempranísimas vivencias de la humanidad entera. Uno de esos efectos sería el afloramiento de la idea de un único gran dios, que uno se ve precisado a reconocer como un recuerdo, sin duda que desfigurado, pero plenamente justificado. Una idea así tiene carácter compulsivo, es forzoso que halle creencia. Hasta donde alcanza su desfiguración, es lícito llamarla delirio; y en la medida en que trae el retorno de lo pasado es preciso llamarla verdad. También el delirio psiquiátrico contiene un grano de verdad, y el convencimiento del enfermo desborda desde esa

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verdad hacia su envoltura delirante (ver nota(163)).
Lo que sigue, hasta el final, es una repetición poco modificada de las puntualizaciones contenidas en la primera parte [de este tercer ensayo].
En 1912 intenté, en Tótem y tabú, reconstruir la antigua situación de la cual partieron tales efectos. Para ello me serví de ciertas ideas teóricas de Darwin, Atkinson y, sobre todo, Robertson Smith, combinándolas con hallazgos e indicios extraídos del psicoanálisis. De Darwin tomé la hipótesis de que los hombres vivieron originariamente en hordas pequeñas, bajo el violento imperio, cada una, de un macho más viejo que se apropiaba de todas las hembras y castigaba y eliminaba a los varones jóvenes, incluidos sus hijos. Y de Atkinson -quien prosiguió con esa pintura-, que este sistema patriarcal halló su término en una sublevación de los hijos varones, que se unieron contra el padre, lo avasallaron y lo devoraron en común, Y basándome en la teoría de Robertson Smith sobre el tótem, supuse que luego la horda paterna dejó sitio al clan fraterno totemista. A fin de poder convivir en paz, los hermanos triunfantes renunciaron a las -mujeres por cuya causa, sin embargo, habían dado muerte al padre, y se sometieron a la exogamia. El poder paterno fue quebrantado y las familias se organizaron según el derecho materno. La ambivalente postura de sentimientos de los hijos varones hacia el padre se mantuvo en vigencia a lo largo de todo el desarrollo ulterior. En lugar del padre se instituyó un animal como tótem; se lo consideraba antepasado y espíritu protector, no estaba permitido hacerle daño ni matarlo, pero una vez al año toda la comunidad de los varones se reunía en un banquete ceremonial en que se despedazaba y se devoraba en común al animal totémico venerado en todo otro caso. Nadie podía excluirse de este banquete; era la repetición ceremonial del parricidio con el cual se habían iniciado el orden social, las leyes éticas y la religión. La concordancia entre el banquete totémico, según Robertson Smith, y laeucaristía cristiana había llamado la atención a muchos autores antes que a mí. [Cf. AE, 23, págs. 77 y sigs.]
Sigo sosteniendo esa construcción. Repetidas veces tuve que oír violentos reproches por no haber modificado mis opiniones en posteriores ediciones del libro, no obstante que etnólogos más modernos han desestimado de manera unánime las tesis de Robertson Smith y postulado en parte otras teorías, por entero divergentes. Tengo para replicar que me son bien familiares estos presuntos progresos, pero no he quedado convencido en absoluto ni de la corrección de tales novedades ni de los errores de Robertson Smith. Una contradicción no es todavía una refutación, ni tampoco una novedad es necesariamente un progreso. Pero, sobre todo, yo no soy etnólogo, sino psicoanalista. Tenía el derecho de espigar entre la bibliografía etnológica aquello que pudiera utilizar para el quehacer analítico. Los trabajos del genial Robertson Smith me han proporcionado valiosos contactos con el material psicológico del análisis, anudamientos para su valoración. Con sus oponentes nunca he coincidido
Lo que sigue, hasta el final, es una repetición poco modificada de las puntualizaciones contenidas en la primera parte [de este tercer ensayo].
En 1912 intenté, en Tótem y tabú, reconstruir la antigua situación de la cual partieron tales efectos. Para ello me serví de ciertas ideas teóricas de Darwin, Atkinson y, sobre todo, Robertson Smith, combinándolas con hallazgos e indicios extraídos del psicoanálisis. De Darwin tomé la hipótesis de que los hombres vivieron originariamente en hordas pequeñas, bajo el violento imperio, cada una, de un macho más viejo que se apropiaba de todas las hembras y castigaba y eliminaba a los varones jóvenes, incluidos sus hijos. Y de Atkinson -quien prosiguió con esa pintura-, que este sistema patriarcal halló su término en una sublevación de los hijos varones, que se unieron contra el padre, lo avasallaron y lo devoraron en común, Y basándome en la teoría de Robertson Smith sobre el tótem, supuse que luego la horda paterna dejó sitio al clan fraterno totemista. A fin de poder convivir en paz, los hermanos triunfantes renunciaron a las -mujeres por cuya causa, sin embargo, habían dado muerte al padre, y se sometieron a la exogamia. El poder paterno fue quebrantado y las familias se organizaron según el derecho materno. La ambivalente postura de sentimientos de los hijos varones hacia el padre se mantuvo en vigencia a lo largo de todo el desarrollo ulterior. En lugar del padre se instituyó un animal como tótem; se lo consideraba antepasado y espíritu protector, no estaba permitido hacerle daño ni matarlo, pero una vez al año toda la comunidad de los varones se reunía en un banquete ceremonial en que se despedazaba y se devoraba en común al animal totémico venerado en todo otro caso. Nadie podía excluirse de este banquete; era la repetición ceremonial del parricidio con el cual se habían iniciado el orden social, las leyes éticas y la religión. La concordancia entre el banquete totémico, según Robertson Smith, y laeucaristía cristiana había llamado la atención a muchos autores antes que a mí. [Cf. AE, 23, págs. 77 y sigs.]
Sigo sosteniendo esa construcción. Repetidas veces tuve que oír violentos reproches por no haber modificado mis opiniones en posteriores ediciones del libro, no obstante que etnólogos más modernos han desestimado de manera unánime las tesis de Robertson Smith y postulado en parte otras teorías, por entero divergentes. Tengo para replicar que me son bien familiares estos presuntos progresos, pero no he quedado convencido en absoluto ni de la corrección de tales novedades ni de los errores de Robertson Smith. Una contradicción no es todavía una refutación, ni tampoco una novedad es necesariamente un progreso. Pero, sobre todo, yo no soy etnólogo, sino psicoanalista. Tenía el derecho de espigar entre la bibliografía etnológica aquello que pudiera utilizar para el quehacer analítico. Los trabajos del genial Robertson Smith me han proporcionado valiosos contactos con el material psicológico del análisis, anudamientos para su valoración. Con sus oponentes nunca he coincidido
El desarrollo en el acontecer histórico-objetivo. {geschichtllche}
No puedo repetir aquí en detalle el contenido de Tótem y tabú, pero debo ocuparme de llenar el largo tramo que se extiende entre aquel tiempo primordial supuesto y el triunfo del monoteísmo en épocas históricas {historisch}. Después que fue instituido el conjunto {Ensemble} de clan fraterno, derecho materno, exogamia y totemismo, se inició un desarrollo que cabe describir como un lento «retorno de lo reprimido». Aquí usamos el término «lo reprimido» {«lo esforzado al desalojo»} en el sentido no genuino. Se trata de algo pasado, desaparecido, vencido en la vida de los pueblos, que nosotros osamos equiparar a lo reprimido en la vida anímica del individuo. No sabemos decir a primera vista cuál fue la forma psicológica en que eso pasado estuvo presente en el período de su oscurecimiento. No nos resultará fácil trasferir a la psicología de las masas los conceptos de la psicología individual, y no creo que logremos nada introduciendo el concepto de un inconciente «colectivo». Es que de suyo el contenido de lo inconciente es colectivo, patrimonio universal de los seres humanos. Por eso, provisionalmente hemos de valernos de analogías. Los procesos que aquí estudiamos en el vivenciar de los pueblos son muy semejantes a aquellos con los cuales estamos familiarizados por la psicopatología, aunque no del todo idénticos. Por fin nos decidimos en favor del supuesto de que los precipitados psíquicos de aquellos tiempos primordiales habían devenido patrimonio hereditario: en cada generación sólo era menester que despertaran, no que fueran adquiridos. Pensamos, respecto de ello, en el ejemplo del simbolismo, con seguridad «congénito», que proviene de la época del desarrollo del lenguaje, es familiar a todos los niños sin haber sido instruidos, y reza igual en todos los pueblos a pesar de la diversidad de las lenguas. Lo que todavía pueda faltarnos en materia de certidumbre lo obtenemos de otros resultados de la investigación psicoanalítica. Experimentamos que en cierto número de sustantivas relaciones nuestros niños no reaccionan como correspondería a su vivenciar propio, sino instintivamente, de una manera comparable a los animales, como sólo se lo podría explicar mediante adquisición filogenética (ver nota(164)).El retorno de lo reprimido se consuma poco a poco, no por cierto de un modo espontáneo, sino bajo el influjo de todos los cambios en las condiciones de vida que llenan la historia de la cultura humana. No puedo dar aquí un panorama de esas relaciones de dependencia, ni tampoco más que un recuerdo lagunoso de las etapas de ese retorno. El padre vuelve a ser el jefe de la familia, pero ni con mucho tan irrestricto como lo fuera el padre de la horda primordial. El animal totémico cede paso al dios siguiendo unas transiciones bien nítidas. Al comienzo el dios de figura humana sigue llevando la cabeza del animal; luego se trasforma de preferencia en ese animal determinado, después este le deviene sagrado y su compañero predilecto, o bien ha dado muerte a ese animal y lleva su nombre como epíteto. Entre el animal totémico y el dios

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emerge el héroe, a menudo como un estadio previo de la divinización. La idea de una deidad suprema parece advenir temprano, al principio sólo vagamente, sin entrelazarse con los intereses cotidianos de los hombres. Con la fusión de las estirpes y pueblos en unidades mayores, se organizan también los dioses en familias, en jerarquías. Uno de ellos suele ser enaltecido a soberano de dioses y hombres. Luego, de una manera vacilante, acontec e el ulterior paso de adorar a un solo dios y, por último, sobreviene la decisión de atribuir a un dios único todo poder y de no tolerar a otros dioses junto a él. Sólo así se restauró el imperio del padre de la horda primordial y pudieron ser repetidos los afectos que sobre él recaían.
El primer efecto del encuentro con lo echado de menos y anhelado de antiguo fue avasallador y tal como lo describe la tradición del otorgamiento de la Ley en el monte Sinaí. Admiración, reverencia y agradecimiento por haber hallado gracia a sus ojos: la religión de Moisés no conoce otros sentimientos que estos, positivos, hacía el padre-dios. El convencimiento sobre su fuerza irresistible, la sumisión a su voluntad, no pudieron ser más incondicionales en el hijo varón desvalido, amedrentado, del padre de la horda; más todavía: se vuelven plenamente concebibles por el traslado al medio primitivo e infantil. Las mociones del sentimiento infantil son intensas y de una profundidad inagotable en una dimensión muy otra que las adultas; sólo el éxtasis religioso puede reflejarlas. Así, un rapto de sumisión a Dios es la primera reacción frente al retorno del gran padre.
La orientación de esta religión del padre quedaba con ello fijada para todos los tiempos, pero su desarrollo no concluía allí. A la esencia de la relación-padre es inherente la ambivalencia; era infaltable que en el curso de las épocas quisiera moverse {regen} también aquella hostilidad que antaño impulsó a los hijos varones a dar muerte al padre admirado y temido. En el marco de la religión de Moisés no había sitio alguno para la expresión directa del odio parricida; sólo podía salir a la luz una reacción poderosa frente a él, la conciencia de culpa a causa de esa hostilidad, la mala conciencia moral {schlechte Gewissen} de haber pecado contra Dios y no dejar de pecar. Esta conciencia de culpa, que los profetas no cesaron de avivar y que pronto formaría un contenido integrante del sistema religioso, tenía también otra motivación, superficial, que enmascaraba diestramente su origen real, Pesaba mucho al pueblo que las esperanzas puestas en la gracia de Dios no quisieran concretarse; no era fácil conservar la ilusión, amada por sobre todas las cosas, de que se era el pueblo elegido de Dios. Si no se quería renunciar a esa dicha, el sentimiento de culpa por la propia pecaminosidad ofrecía una bienvenida disculpa de Dios. Uno no merecía nada mejor que ser castigado por él, porque no observaba sus mandamientos; y en el afán de satisfacer ese sentimiento de culpa, que era insaciable y brotaba cada vez de una fuente más profunda, uno debía hacer que esos preceptos se volvieran más rigurosos, penosos, hasta incluir pequeñeces. En un rapto de ascetismo moral, uno se imponía nuevas renuncias de lo pulsional, y al menos alcanzaba, en la doctrina y el precepto, unas alturas éticas que habían permanecido inasequibles a los otros pueblos de la Antigüedad. En este desarrollo elevado, muchos judíos ven el segundo rasgo preeminente y el segundo gran logro de su religión. Nuestras elucidaciones ponen en evidencia cómo se entrama con el primero, la idea del dios único. Ahora bien, esta ética no puede desmentir que tiene su origen en la conciencia de culpa por la sofocada hostilidad hacia Dios. Posee el carácter inconcluso y no concluible de las formaciones reactivas de la neurosis obsesiva; uno colige también que sirve a los secretos propósitos del castigo.
El desarrollo ulterior va más allá del judaísmo. Lo restante que se repetía de la tragedia del padre primordial ya no era conciliable de ninguna manera con la religión de Moisés. Hacía tiempo que la conciencia de culpa de aquella época ya no estaba limitada al pueblo judío; como un sordo malestar, como una vislumbre de infortunio cuyo fundamento nadie sabía indicar, había hecho presa de todos los pueblos mediterráneos. La historiografía de nuestra época habla de un envejecimiento de la cultura antigua; yo conjeturo que sólo ha aprehendido causas ocasionales y subsidiarias de aquella desazón de los pueblos. La aclaración de esa situación oprimente partió del judaísmo. Sin tener en cuenta todas las aproximaciones y preparaciones que surgían por doquier, fue un tal Saulo, de Tarso, llamado Pablo como ciudadano romano, aquel en cuyo espíritu irrumpió por primera vez el discernimiento: «Somos tan desdichados porque hemos dado muerte a Dios-padre». Y es de todo punto inteligible que no pudiera aprehender este fragmento de verdad fuera del disfraz delirante de estas albricias: «Estamos redimidos de toda culpa desde que uno de nosotros ha sacrificado su vida para expiar nuestros pecados». En esta formulación no se mencionaba, desde luego, el asesinato de Dios, pero un crimen que tenía que ser expiado por un sacrificio de muerte sólo podía haber sido un asesinato. Y la mediación entre el delirio y la verdad histórico-vivencial produjo la seguridad de que la víctima tuvo que ser Hijo de Dios. Con la fuerza que le afluía desde la fuente de la verdad histórico-vivencial, esta nueva creencia abatió todos los obstáculos; la feliz condición de ser el elegido dejó sitio a la redención liberadora. Pero el hecho del parricidio, en su regreso al recuerdo de la humanidad, tenía que vencer resistencias mayores que el otro, el que había constituido el contenido del monoteísmo(165); por eso tuvo que consentir una desfiguración más intensa. El crimen innombrable fue sustituido por el supuesto de un pecado original en verdad fantasmal.

El primer efecto del encuentro con lo echado de menos y anhelado de antiguo fue avasallador y tal como lo describe la tradición del otorgamiento de la Ley en el monte Sinaí. Admiración, reverencia y agradecimiento por haber hallado gracia a sus ojos: la religión de Moisés no conoce otros sentimientos que estos, positivos, hacía el padre-dios. El convencimiento sobre su fuerza irresistible, la sumisión a su voluntad, no pudieron ser más incondicionales en el hijo varón desvalido, amedrentado, del padre de la horda; más todavía: se vuelven plenamente concebibles por el traslado al medio primitivo e infantil. Las mociones del sentimiento infantil son intensas y de una profundidad inagotable en una dimensión muy otra que las adultas; sólo el éxtasis religioso puede reflejarlas. Así, un rapto de sumisión a Dios es la primera reacción frente al retorno del gran padre.
La orientación de esta religión del padre quedaba con ello fijada para todos los tiempos, pero su desarrollo no concluía allí. A la esencia de la relación-padre es inherente la ambivalencia; era infaltable que en el curso de las épocas quisiera moverse {regen} también aquella hostilidad que antaño impulsó a los hijos varones a dar muerte al padre admirado y temido. En el marco de la religión de Moisés no había sitio alguno para la expresión directa del odio parricida; sólo podía salir a la luz una reacción poderosa frente a él, la conciencia de culpa a causa de esa hostilidad, la mala conciencia moral {schlechte Gewissen} de haber pecado contra Dios y no dejar de pecar. Esta conciencia de culpa, que los profetas no cesaron de avivar y que pronto formaría un contenido integrante del sistema religioso, tenía también otra motivación, superficial, que enmascaraba diestramente su origen real, Pesaba mucho al pueblo que las esperanzas puestas en la gracia de Dios no quisieran concretarse; no era fácil conservar la ilusión, amada por sobre todas las cosas, de que se era el pueblo elegido de Dios. Si no se quería renunciar a esa dicha, el sentimiento de culpa por la propia pecaminosidad ofrecía una bienvenida disculpa de Dios. Uno no merecía nada mejor que ser castigado por él, porque no observaba sus mandamientos; y en el afán de satisfacer ese sentimiento de culpa, que era insaciable y brotaba cada vez de una fuente más profunda, uno debía hacer que esos preceptos se volvieran más rigurosos, penosos, hasta incluir pequeñeces. En un rapto de ascetismo moral, uno se imponía nuevas renuncias de lo pulsional, y al menos alcanzaba, en la doctrina y el precepto, unas alturas éticas que habían permanecido inasequibles a los otros pueblos de la Antigüedad. En este desarrollo elevado, muchos judíos ven el segundo rasgo preeminente y el segundo gran logro de su religión. Nuestras elucidaciones ponen en evidencia cómo se entrama con el primero, la idea del dios único. Ahora bien, esta ética no puede desmentir que tiene su origen en la conciencia de culpa por la sofocada hostilidad hacia Dios. Posee el carácter inconcluso y no concluible de las formaciones reactivas de la neurosis obsesiva; uno colige también que sirve a los secretos propósitos del castigo.
El desarrollo ulterior va más allá del judaísmo. Lo restante que se repetía de la tragedia del padre primordial ya no era conciliable de ninguna manera con la religión de Moisés. Hacía tiempo que la conciencia de culpa de aquella época ya no estaba limitada al pueblo judío; como un sordo malestar, como una vislumbre de infortunio cuyo fundamento nadie sabía indicar, había hecho presa de todos los pueblos mediterráneos. La historiografía de nuestra época habla de un envejecimiento de la cultura antigua; yo conjeturo que sólo ha aprehendido causas ocasionales y subsidiarias de aquella desazón de los pueblos. La aclaración de esa situación oprimente partió del judaísmo. Sin tener en cuenta todas las aproximaciones y preparaciones que surgían por doquier, fue un tal Saulo, de Tarso, llamado Pablo como ciudadano romano, aquel en cuyo espíritu irrumpió por primera vez el discernimiento: «Somos tan desdichados porque hemos dado muerte a Dios-padre». Y es de todo punto inteligible que no pudiera aprehender este fragmento de verdad fuera del disfraz delirante de estas albricias: «Estamos redimidos de toda culpa desde que uno de nosotros ha sacrificado su vida para expiar nuestros pecados». En esta formulación no se mencionaba, desde luego, el asesinato de Dios, pero un crimen que tenía que ser expiado por un sacrificio de muerte sólo podía haber sido un asesinato. Y la mediación entre el delirio y la verdad histórico-vivencial produjo la seguridad de que la víctima tuvo que ser Hijo de Dios. Con la fuerza que le afluía desde la fuente de la verdad histórico-vivencial, esta nueva creencia abatió todos los obstáculos; la feliz condición de ser el elegido dejó sitio a la redención liberadora. Pero el hecho del parricidio, en su regreso al recuerdo de la humanidad, tenía que vencer resistencias mayores que el otro, el que había constituido el contenido del monoteísmo(165); por eso tuvo que consentir una desfiguración más intensa. El crimen innombrable fue sustituido por el supuesto de un pecado original en verdad fantasmal.
Pecado original y redención por el sacrificio de muerte se convirtieron en los pilares que sustentaron la nueva religión fundada por Pablo. Queda sin resolver si en la banda de hermanos que se sublevó contra el padre primordial hubo en realidad un jefe y un instigador del asesinato,
o sí esa figura fue creada luego e introducida en la tradición por la fantasía de los poetas con miras a tornar heroica la persona propia. Luego que la doctrina cristiana hubo hecho saltar los marcos del judaísmo, recogió elementos de muchas otras fuentes, renunció a numerosos rasgos del monoteísmo puro, se adecuó en muchos detalles al ritual de los restantes pueblos mediterráneos. Era como si otra vez Egipto se tomara venganza de los herederos de Ikhnatón. Es digno de tomar nota el modo en que la nueva religión dio razón de la antigua ambivalencia en la relación-padre. Su principal contenido fue por cierto la reconciliación con Dios-padre, la expiación del crimen contra él cometido. Pero el otro lado del vínculo de sentimiento se mostró en que el Hijo, quien ha asumido los pecados, deviniera él mismo Dios junto al Padre y, en verdad, en lugar del Padre. Surgido de una religión del Padre, el cristianismo devino una religión del Hijo: no ha escapado a la fatalidad de tener que eliminar al padre.
Sólo una parte del pueblo judío aceptó la nueva doctrina. Los que se rehusaron se llaman todavía hoy judíos. Por esa división se segregaron de los demás todavía más tajantemente que antes. Tuvieron que oír de la nueva comunidad religiosa, que además de judíos incluyó a egipcios, griegos, sirios, romanos y, por último, también a germanos, el reproche de haber dado muerte a Dios. Explicitado, ese reproche rezaría: «No quieren tener por cierto {wahr haben} que ellos han dado muerte a Dios, mientras que nosotros lo admitimos y hemos sido purificados de esa culpa». Y entonces, uno intelige fácilmente cuánta verdad se esconde tras ese reproche. Sería asunto de una indagación particular averiguar por qué les fue imposible a los judíos acompañar el progreso contenido, a pesar de toda su desfiguración, en la confesión del

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asesinato de Dios. Con ello cargaron, en cierto modo, con una culpa trágica, a cambio de lo cual se les ha impuesto dura penitencia.
Acaso nuestra indagación haya echado alguna luz sobre el problema de saber cómo el pueblo judío adquirió las propiedades que lo singularizan. Menos esclarecimiento halló otro problema, el de averiguar de qué modo pudo conservarse como una individualidad hasta nuestros días. Pero no se puede con justicia pedir ni esperar respuestas exhaustivas a tales enigmas. Una contribución, que ha de enjuiciarse según las limitaciones mencionadas al comienzo de este ensayo [AE, 23, pág. 102], es todo cuanto yo puedo ofrecer.