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lunes, 13 de enero de 2014

Volumen XXIII - Moisés y la religión monoteista, Esquema del psicoanálisis, y otras obras (1937-1939): 3. Análisis terminable e interminable (1937) 4. Construcciones en el análisis (1937)


3. Análisis terminable e interminable (1937) 4. Construcciones en el análisis (1937)
«Die endliche und die unendliche Analyse»
(Ver nota(197)) Nota introductoria(198)
I
La experiencia nos ha enseñado que la terapia psicoanalítica, o sea, el librar a un ser humano de sus síntomas neuróticos, de sus inhibiciones y anormalidades de carácter, es un trabajo largo. Por eso desde el comienzo mismo se emprendieron intentos de abreviar la duración de los análisis. Tales empeños no necesitaban ser justificados; podían invocar los móviles más razonables y acordes al fin. Pero es probable que obrara en ellos todavía un resto de aquel impaciente menosprecio con que en un período anterior de la medicina se abordaban las neurosis, como unos resultados ociosos de daños invisibles. Y si ahora uno estaba obligado a considerarlas, trataba de acabar con ellas lo más pronto posible.
Un intento particularmente enérgico en esta dirección fue el que hizo Otto Rank basándose en su libro El trauma del nacimiento (1924). Supuso que el acto del nacimiento era la genuina fuente de la neurosis, pues conllevaba la posibilidad de que la «fijación primordial» a la madre no se superara y prosiguiera como «represión primordial». Mediante el trámite analítico, emprendido con posterioridad, de ese trauma primordial, Rank esperaba eliminar la neurosis íntegra, de suerte que una piecita de trabajo analítico ahorrara todo el resto. Unos pocos meses bastarían para esa operación. Uno no duda de que la ilación de pensamiento de Rank fue audaz y conceptuosa; pero no resistió a un examen crítico. Por lo demás, el intento de Rank era hijo de su época: fue concebido bajo el influjo de la oposición entre la miseria europea de posguerra y la «prosperity» norteamericana, y estaba destinado a acompasar el tempo de la terapia analítica a la prisa de la vida norteamericana. No se ha sabido mucho de lo conseguido con la ejecución del plan de Rank para casos patológicos. No más, probablemente, de lo que conseguiría el cuerpo de bomberos si para apagar el incendio de una casa, provocado por el vuelco de una lámpara de petróleo, se conformara con retirar esta de la habitación donde nació el incendio. Es cierto que de tal manera se alcanzaría una abreviación considerable del procedimiento de extinción. Hoy, la teoría y la práctica del intento de Rank pertenecen al pasado ... no menos que la propia «prosperity» norteamericana(199).
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Aun antes de la guerra, yo mismo ensayé otro camino para apresurar el decurso de una cura analítica. En esa época emprendí el tratamiento de un joven ruso, quien, malcriado por la riqueza, había llegado a Viena en un estado de total desvalimiento, acompañado por su médico personal y un valet (ver nota(200)). En el curso de algunos años se logró devolverle gran parte de su autonomía, despertar su interés por la vida, poner en orden sus vínculos con las personas más importantes para él. Pero ahí se atascó el progreso; no avanzaba el esclarecimiento de la neurosis infantil sobre la cual sin duda se fundaba la afección posterior, y se discernía con toda nitidez que el paciente sentía asaz cómodo el estado en que se encontraba y no quería dar paso alguno que lo acercase a la terminación del tratamiento. Era un caso de autoinhibición de la cura; corría esta el riesgo de fracasar a causa de su propio éxito parcial. En esta situación, recurrí al medio heroico de fijarle un plazo (ver nota(201)). Al comienzo de una nueva temporada de trabajo, revelé al paciente que ese año sería el último del tratamiento, sin que importase lo que él consiguiera en el tiempo que así se le concedía. Primero no me dio crédito alguno, pero luego que se hubo convencido de la seriedad absoluta de mi propósito, le sobrevino el cambio deseado. Sus resistencias se quebraron, y en esos últimos meses pudo reproducir todos los recuerdos y hallar todos los nexos que parecían necesarios para entender su neurosis temprana y dominar su neurosis presente. Cuando se despidió de mí en pleno verano de 1914, sin sospecha alguna, como todos nosotros, de los sucesos tan inminentes que habrían de sobrevenir, yo lo consideré curado radical y duraderamente.
En una nota agregada al historial clínico en 1923 informé ya que estaba en un error. Hacia el final de la guerra regresó a Viena como fugitivo sin recursos; debí prestarle entonces auxilio para dominar una pieza no tramitada de la trasferencia; se lo consiguió en algunos meses, y pude concluir aquel agregado comunicando que «el paciente, a quien la guerra privó de su patria, de su fortuna y de todos sus vínculos familiares, se sintió normal y tuvo un comportamiento intachable». Si los quince años que siguieron no aportaron un mentís a ese juicio, hicieron necesarias empero ciertas salvedades. El paciente ha permanecido en Viena, conservando cierta posición social, aunque modesta. Pero en ese lapso su bienestar fue interrumpido varías veces por unos episodios patológicos que sólo podían ser aprehendidos como unos vástagos de su vieja neurosis. La habilidad de una de mis discípulas, la doctora Ruth Mack Brunswick, puso término a esos estados, uno por uno, tras breve tratamiento; espero que ella habrá de informar pronto sobre estas experiencias (ver nota(202)). Algunos de esos ataques estaban referidos todavía a restos trasferenciales; mostraron con nitidez, a pesar de su fugacidad, un carácter paranoico. En otros, sin embargo, el material patógeno consistía en fragmentos de su historia infantil que en su análisis conmigo no habían salido a la luz y ahora eran repelidos con efecto retardado {nachträgtich} -no puede uno evitar la comparación- como unos hilos tras una operación o unos fragmentos óseos neuróticos. Encontré el historial de curación de este paciente casi tan interesante como su historial clínico.
Después, en otros casos, he utilizado la fijación de un plazo, y también he tenido noticias de las experiencias de otros analistas. No puede dudarse del valor de esta medida coactiva. Ella es eficaz, bajo la premisa de que se la adopte en el momento justo, pero no puede dar ninguna garantía de la tramitación completa de la tarea. Al contrario, se puede estar seguro de que mientras una parte del material se vuelve asequible bajo la compulsión de la amenaza, otra parte permanece retenida y en cierto modo enterrada; así, se pierde para el empeño terapéutico. En efecto, no es lícito extender el plazo una vez que se lo fijó; de lo contrario, el paciente no prestaría crédito alguno a la continuación. El expediente inmediato sería proseguir la cura con otro analista; pero bien se sabe que semejante cambio de vía implica una nueva pérdida de tiempo y una renuncia al rédito del trabajo gastado. Por otra parte, no se puede indicar con carácter de validez universal el momento justo para la introducción de este violento recurso técnico; queda librado al tacto. Un yerro será irreparable. No se debe olvidar el aforismo de que el león salta una vez sola.
II
Las elucidaciones sobre el problema técnico del modo en que se podría apresurar el lento decurso de un análisis nos llevan ahora a otra cuestión de más profundo interés, a saber: si existe un término natural para cada análisis, si en general es posible llevar un análisis a un término tal. El uso lingüístico de los analistas parece propiciar ese supuesto, pues a menudo se oye manifestar, a modo de lamento o de disculpa, sobre una criatura humana cuya imperfección se discierne: «Su análisis no fue terminado», o «No fue analizado hasta el final».
Primero hay que ponerse de acuerdo sobre lo que se mienta con el multívoco giro «final o término de un análisis». En la práctica es fácil decirlo. El análisis ha terminado cuando analista y paciente ya no se encuentran en la sesión de trabajo analítico. Y esto ocurrirá cuando estén aproximadamente cumplidas dos condiciones: la primera, que el paciente ya no padezca a causa de sus síntomas y haya superado sus angustias así como sus inhibiciones, y la segunda, que el analista juzgue haber hecho conciente en el enfermo tanto de lo reprimido, esclarecido tanto de lo incomprensible, eliminado tanto de la resistencia interior, que ya no quepa temer que se repitan los procesos patológicos en cuestión. Y si se está impedido de alcanzar esta meta por dificultades externas, mejor se hablará de un análisis imperfecto {unvollständig} que de uno no terminado {unvollendet}.
El otro significado de «término» de un análisis es mucho más ambicioso. En nombre de él se inquiere si se ha promovido el influjo sobre el paciente hasta un punto en que la continuación del análisis no prometería ninguna ulterior alteración. Vale decir, la pregunta es si mediante el análisis se podría alcanzar un nivel de normalidad psíquica absoluta, al cual pudiera atribuirse además la capacidad para mantenerse estable -p. ej., sí se hubiera logrado resolver todas las represiones sobrevenidas y llenar todas las lagunas del recuerdo-. Primero examinaremos la experiencia para ver si tal cosa ocurre, y luego la teoría, para saber si ello es en general posible.
Todo analista habrá tratado algunos casos con tan feliz desenlace. Se ha conseguido eliminar la perturbación neurótica preexistente, y ella no ha retornado ni ha sido sustituida por ninguna otra. Por lo demás, no se carece de una intelección sobre las condiciones de tales éxitos. El yo de los pacientes no estaba alterado(203) de una manera notable, y la etiología de la perturbación era esencialmente traumática. Es que la etiología de todas las perturbaciones neuróticas es mixta; o se trata de pulsiones hiperintensas, esto es, refractarias a su domeñamiento [cf. AE, 23, pág. 227 y n. 8] por el yo, o del efecto de unos traumas tempranos, prematuros, de los que
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un yo inmaduro no pudo enseñorearse. Por regla general, hay una acción conjugada de ambos factores, el constitucional y el accidental. Mientras más intenso sea el primero, tanto más un trauma llevará a la fijación y dejará como secuela una perturbación del desarrollo; y cuanto más intenso el trauma, tanto más seguramente exteriorizará su perjuicio, aun bajo constelaciones pulsionales normales. No hay ninguna duda de que la etiología traumática ofrece al análisis, con mucho, la oportunidad más favorable.
Sólo en el caso con predominio traumático conseguirá el análisis aquello de que es magistralmente capaz: merced al fortalecimiento del yo, sustituir la decisión deficiente que viene de la edad temprana por una tramitación correcta. Sólo en un caso así se puede hablar de un análisis terminado definitivamente. Aquí el análisis ha hecho su menester y no necesita ser continuado. Si el paciente así restablecido nunca vuelve a producir una perturbación que le hiciere necesitar del análisis, uno en verdad no sabe cuánto de esta inmunidad se debe al favor del destino, que quizá le ha ahorrado unas pruebas demasiado severas.
La intensidad constitucional de las pulsiones y la alteración perjudicial del yo, adquirida en la lucha defensiva, en el sentido de un desquicio y una limitación, son los factores desfavorables para el efecto del análisis y capaces de prolongar su duración hasta lo inconcluible. Uno está tentado de responsabilizar a la primera -la intensidad pulsional- por la plasmación de la otra -la alteración del yo-, pero parece que esta última tiene su propia etiología, y en verdad hay que confesar que con estas constelaciones no estamos lo bastante familiarizados. Es que sólo ahora se han convertido en asunto del estudio analítico. Me parece que en este campo el interés de los analistas en modo alguno tiene el enfoque correcto. En vez de indagar cómo se produce la curación por el análisis, cosa que yo considero suficientemente esclarecida, el planteo del problema debería referirse a los impedimentos que obstan a la curación analítica.
En este contexto, me gustaría abordar dos problemas que brotan de manera directa de la práctica analítica, como habrán de mostrarlo los siguientes ejemplos. Un hombre que ha ejercido él mismo el análisis con gran éxito juzga que su relación con el hombre y con la mujer -con los hombres que son sus competidores y con la mujer a quien a mano está, empero, exenta de estorbos neuróticos, y por eso se hace objeto analítico de otro a quien considera superior a él(204). Este alumbramiento crítico de su persona propia le trae pleno éxito. Desposa a la mujer amada y se convierte en el amigo y el maestro de los presuntos rivales. Así pasan varios años, en los que permanece también imperturbado el vínculo con su antiguo analista. Pero luego, sin ocasión externa registrable, sobreviene una perturbación. El analizado entra en oposición con el analista, le reprocha haber omitido brindarle un análisis integral {vollständig}. Es que habría debido saber, y debió tenerlo en cuenta, que un vínculo trasferencial nunca puede ser meramente positivo; tendría que haber hecho caso de la posibilidad de una trasferencia negativa. El analista se disculpa diciendo que en la época del análisis no se notaba nada de una trasferencia negativa. Pero aun suponiendo que hubiera descuidado unos levísimos indicios de esta última -lo cual no estaría excluido, dada la estrechez del horizonte en aquella temprana época del análisis-, seguiría siendo dudoso que tuviera el poder de activar por su mero señalamiento un tema o, como dice, un «complejo», mientras este no fuera actual en el paciente mismo. Para ello, sin duda habría necesitado emprender alguna acción contra el paciente, una acción inamistosa en el sentido objetivo. Y además, no toda buena relación entre analista y analizado, en el curso del análisis y después de él, ha de ser estimada como una trasferencia. Existen también -siguió diciendo el analista- vínculos amistosos de fundamento objetivo y que demuestran ser viables.
Agrego enseguida el segundo ejemplo, que plantea el mismo problema. Una señorita mayor está desde su pubertad aquejada de una incapacidad para caminar a consecuencia de unos fuertes dolores en las piernas, lo cual la ha apartado de la vida corriente. El estado, de evidente naturaleza histérica, ha desafiado a muchos tratamientos; una cura analítica de tres trimestres lo elimina y devuelve a esta persona capaz y valiosa sus derechos a participar de la vida. Los años que siguen a la curación no aportan nada bueno: hay catástrofes en la familia, pérdida de la fortuna, y, con lo avanzado de la edad, se esfuma toda perspectiva de dicha amorosa y casamiento. Pero la ex enferma todo lo soporta con valentía y en tiempos difíciles obra como un sostén para los suyos. Ya no sé sí doce o catorce años después de terminado el tratamiento, unas profusas hemorragias hicieron necesario el examen ginecológico. Se halló un mioma, que justificaba la extirpación total del útero. Desde esta operación la señorita volvió a enfermar. Se enamoró del cirujano; se regodeaba en fantasías masoquistas sobre las terribles alteraciones producidas en su interior, con las cuales escondía su novela de amor; probó ser inasequible para un nuevo intento analítico y hasta el final de su vida ya no volvió a ser normal. Aquel exitoso tratamiento es tan remoto que no es lícito hacerle grandes demandas: corresponde a los primeros años de mi actividad analítica. Comoquiera que sea, es posible que la segunda contracción de enfermedad brotara de la misma raíz que la primera, felizmente superada; que fuera una expresión alterada de las mismas mociones reprimidas que en el análisis sólo habían hallado una tramitación imperfecta {unvollkommen}. Pero yo me inclino a creer que sin el nuevo trauma no se habría llegado al estallido más reciente de la neurosis.
Estos dos casos, que he escogido adrede entre muchos otros semejantes, han de bastar para iniciar la discusión sobre nuestros temas. Escépticos, optimistas, ambiciosos, los valorarán de manera por entero diversa. Los primeros dirán que así quedó probado: ni siquiera un tratamiento analítico exitoso protege a la persona por el momento curada de contraer luego otra neurosis, y hasta una neurosis de la misma raíz pulsional, vale decir, en verdad, un retorno del antiguo padecer. Los otros no darán por aportada esa prueba. Objetarán que ambas experiencias provenían de las épocas tempranas del análisis, veinte y treinta años atrás. Desde entonces -argüirán- nuestras intelecciones se han profundizado y ensanchado, y nuestra técnica se ha alterado en consonancia con las nuevas conquistas. Hoy sí sería lícito pedir y esperar que una curación analítica demostrara ser duradera o, al menos, qué una afección más reciente no se revelara como reanimación de la perturbación pulsional anterior dentro de nuevas formas expresivas. La experiencia -concluirán- no nos constriñe a limitar de una manera tan sustancial los reclamos hechos a nuestra terapia.
Desde luego, he escogido aquellas dos observaciones por ser muy distantes en el tiempo. Bien se entiende que, mientras más reciente sea el éxito del tratamiento, menos se prestará para nuestras reflexiones, pues no tenemos medio alguno de prever el destino ulterior de una curación. Es manifiesto que las expectativas de los optimistas presuponen muchas cosas en modo alguno evidentes: en primer lugar, que es perfectamente posible tramitar de manera definitiva y para todo tiempo un conflicto pulsional (mejor: un conflicto del yo con una pulsión); en segundo lugar, que, mientras se trata a un hombre a raíz de un conflicto pulsional, es hacedero vacunarlo, por así decir, contra todas las posibilidades de conflicto semejantes; y, en tercer lugar, que uno tiene el poder de despertar, con el fin de realizar un tratamiento profiláctico, un conflicto patógeno así, el cual por el momento no se denuncia en indicio alguno, y que es sabio
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obrar de ese modo. Yo formulo estas cuestiones sin pretender responderlas en el presente. Es que quizá nos resulte imposible dar por ahora una respuesta cierta.
Es probable que unas reflexiones teóricas nos permitan contribuir en algo para su apreciación. Pero otra cosa se nos ha vuelto clara desde ahora: el camino para cumplimentar esas demandas acrecentadas que se dirigen a la cura analítica no lleva al acortamiento de su duración o no pasa por este atajo.
Una experiencia analítica que ya tiene varias décadas y un cambio sobrevenido en la modalidad de mi quehacer me alientan a ensayar la respuesta a las preguntas planteadas. En épocas anteriores me veía frente a una mayoría de pacientes que, como es natural, esforzaban hacia una tramitación rápida; en los últimos años me dediqué de manera prevaleciente a los análisis didácticos, y un número proporcionalmente menor de enfermos graves siguió conmigo un tratamiento continuado, si bien interrumpido por pausas más o menos largas. En estos últimos, la meta terapéutica había devenido otra. No entraba en cuenta una abreviación de la cura; el propósito era producir un agotamiento radical de las posibilidades de enfermedad y una alteración profunda de la persona.
De los tres factores que hemos reconocido como decisivos para las posibilidades de la terapia analítica -influjo de traumas, intensidad constitucional de las pulsiones, alteración del yo- nos interesa aquí sólo el del medio, la intensidad de las pulsiones. La más somera reflexión nos sugiere la duda sobre si es indispensable la limitación que introduce el atributo «constitucional» (o «congénita»). Por decisivo que sea desde todo comienzo el factor constitucional, es empero concebible que un refuerzo pulsional sobrevenido más tarde en la vida exteriorice los mismos efectos. Habría, pues, que modificar la fórmula: intensidad pulsional «por el momento», en lugar de «constitucional». La primera de nuestras cuestiones rezaba: ¿Es posible tramitar de manera duradera y definitiva, mediante la terapia analítica, un conflicto de la pulsión con el yo o una demanda pulsional patógena dirigida al yo? Acaso no sea ocioso, para evitar malentendidos, puntualizar con más precisión lo que ha de entenderse por la frase «tramitación duradera de una exigencia pulsional». No es, por cierto, que se la haga desaparecer de suerte que nunca más dé noticias de ella. Esto es en general imposible, y tampoco sería deseable. No, queremos significar otra cosa, que en términos aproximados se puede designar como el «domeñamiento(205)» de la pulsión: esto quiere decir que la pulsión es admitida en su totalidad dentro de la armonía del yo, es asequible a toda clase de influjos por las otras aspiraciones que hay en el interior del yo, y ya no sigue más su camino propio hacia la satisfacción. Si se pregunta por qué derroteros y con qué medios acontece ello, no es fácil responder. Uno no puede menos que decirse: «Entonces es preciso que intervenga la bruja(206)». La bruja metapsicología, quiere decir. Sin un especular y un teorizar metapsicológicos -a punto estuve de decir: fantasear- no se da aquí un solo paso adelante. Por desgracia, los informes de la bruja tampoco esta vez son muy claros ni muy detallados. Tenemos sólo un punto de apoyo -si bien inestimable-: la oposición entre proceso primario y secundario, y a este he de remitir aquí.
Si ahora regresamos a la primera pregunta, hallamos que nuestro nuevo punto de vista nos impone una precisa decisión. Aquella indagaba si es posible tramitar de manera duradera y definitiva cierto conflicto pulsional, o sea, «domeñar» de esa manera la exigencia pulsional. En este planteo del problema, la intensidad pulsional ni se menciona, pero justamente de ella depende el desenlace. Partamos de que el análisis no consigue en el neurótico más de lo que el sano lleva a cabo sin ese auxilio. Ahora bien, en el sano, como lo enseña la experiencia cotidiana, toda decisión de un conflicto pulsional vale sólo para una determinada intensidad de la pulsión; mejor dicho, sólo es válida dentro de una determinada relación entre robustez de la pulsión y robustez del yo (ver nota(207)). Si esta última se relaja, por enfermedad, agotamiento, etc., todas las pulsiones domeñadas con éxito hasta entonces volverán a presentar de nuevo sus títulos y pueden aspirar a sus satisfacciones sustitutivas por caminos anormales (ver nota(208)). La prueba irrefutable de ello la proporciona ya el sueño nocturno, que frente al acomodamiento del yo para dormir reacciona con el despertar de las exigencias pulsionales.
Tampoco da lugar a dudas el material del otro lado [la intensidad pulsional]. Por dos veces en el curso del desarrollo individual emergen refuerzos considerables de ciertas pulsiones: durante la pubertad y, en la mujer, cerca de la menopausia. En nada nos sorprende que personas que antes no eran neuróticas devengan tales hacia esas épocas. El domeñamiento de las pulsiones, que habían logrado cuando estas eran de menor intensidad, fracasa ahora con su refuerzo. Las represiones se comportan como unos diques contra el esfuerzo de asalto {Andrang} de las aguas. Lo mismo que producen aquellos dos refuerzos pulsionales puede sobrevenir de manera irregular en cualquier otra época de la vida por obra de influjos accidentales. Se llega a refuerzos pulsionales en virtud de nuevos traumas, frustraciones impuestas, influjos colaterales recíprocos de las pulsiones. El resultado es en todos los casos el mismo y confirma el poder incontrastable del factor cuantitativo en la causación de la enfermedad.
En este punto tengo la impresión de que debería avergonzarme por todas estas trabajosas elucidaciones, ya que lo que ellas dicen es algo hace mucho consabido y evidente. Y, en efecto, siempre nos hemos comportado como si lo supiéramos; sólo que en nuestras representaciones teóricas las más de las veces hemos omitido tomar en cuenta el punto de vista económico en la misma medida que el dinámico y el tópico. Mi disculpa es, pues, advertir así sobre esa omisión (ver nota(209)).
Ahora bien, antes que nos decidamos por cierta respuesta a nuestra pregunta, hemos de atender a una objeción cuya fuerza consiste en que probablemente nos tenga ganados de antemano. Ella dice que todos nuestros argumentos han sido derivados de los procesos espontáneos entre el yo y la pulsión, y presuponen que la terapia analítica no puede hacer nada que no acontecería por sí solo en condiciones normales, favorables. Pero, ¿es efectivamente así? ¿Acaso nuestra teoría no reclama para sí el título de producir un estado que nunca preexistió de manera espontánea en el interior del yo, y cuya neocreación constituye la diferencia esencial entre el hombre analizado y el no analizado? Veamos en qué se basa ese título. Todas las re. presiones acontecen en la primera infancia; son unas medidas de defensa primitivas del yo inmaduro, endeble. En años posteriores no se consuman represiones nuevas,
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pero son conservadas las antiguas, y el yo recurre en vasta me. dida a sus servicios para gobernar las pulsiones. En nuestra terminología, los conflictos nuevos son tramitados por una «posrepresión» {«Nachverdrängung»} (ver nota(210)). Acerca de las represiones infantiles, acaso valga lo que hemos sostenido con carácter universal, a saber: que dependen enteramente de la proporción relativa entre las fuerzas y no son capaces de sostenerse frente a un acrecentamiento de la intensidad de las pulsiones. Y bien, el análisis hace que el yo madurado y fortalecido emprenda una revisión de estas antiguas represiones; algunas serán liquidadas y otras reconocidas, pero a estas se las edificará de nuevo sobre un material más sólido. Estos nuevos diques tienen una consistencia por entero diversa que los anteriores; es lícito confiar en que no cederán tan fácil a la pleamar del acrecentamiento de las pulsiones. La rectificación, con posterioridad{nachträglich}, del proceso represivo originario, la cual pone término al hiperpoder del factor cuantitativo, sería entonces la operación genuina de la terapia analítica.
Hasta ahí nuestra teoría, a la que no podemos renunciar si no media una compulsión irrecusable. ¿Y qué dice la experiencia sobre esto? Quizá no sea todavía lo bastante abarcadora para pronunciar una decisión segura. Asaz a menudo corrobora nuestras expectativas, pero no siempre. Uno tiene la impresión de que no habría derecho a sorprenderse si, al cabo, resultara que el distingo entre el no analizado y la conducta ulterior del analizado no es tan radical como lo ambicionamos, esperamos y afirmamos. Según eso, el análisis lograría, sí, muchas veces, desconectar el influjo del refuerzo pulsional, pero no lo conseguiría de manera regular. O bien su efecto se limitaría a elevar la fuerza de resistencia de las inhibiciones, de suerte que tras el análisis ellas estarían a la altura de unos reclamos mucho más intensos que antes de él o sin él. Realmente no me atrevo a formular aquí decisión alguna, y tampoco sé si ella es posible por el momento.
Pero hay otro ángulo desde el cual aproximarse al entendimiento de este efecto inconstante del análisis. Sabemos que el primer paso hacia el dominio intelectual del mundo circundante en que vivimos es hallar universalidades reglas, leyes, que pongan orden en el caos. Mediante ese trabajo simplificamos el mundo de los fenómenos, pero no podemos evitar el falsearlo también, en particular cuando se trata de procesos de desarrollo y trasmudación. Nos interesa asir un cambio cualitativo, y para hacerlo solemos descuidar, al menos en un principio, un factor cuantitativo. En la realidad objetiva, las transiciones y las etapas intermedias son mucho más frecuentes que los estados opuestos por separaciones tajantes. En el caso de desarrollos y mudanzas, nuestra atención se dirige sólo al resultado; tendemos a omitir que tales procesos de ordinario se consuman de manera más o menos imperfecta, o sea que en el fondo son propiamente unas alteraciones sólo parciales. El agudo satírico del viejo imperio austríaco, Johann Nestroy, manifestó cierta vez: «Todo progreso nunca es sino la mitad de grande de lo que al comienzo se esperaba(211)». Uno estaría tentado de atribuir validez universal a esta maliciosa sentencia. Casi siempre hay fenómenos residuales, un retraso parcial. Si el dadivoso mecenas nos sorprende con un rasgo aislado de mezquindad, si el hiperbueno se deja llevar de pronto a una acción hostil, he ahí unos «fenómenos residuales» inapreciables para la investigación genética. Nos muestran que aquellas loables y valiosas cualidades descansan sobre una compensación y sobrecompensación, que, como era de suponer, no han cuajado por entero, no han cuajado en la plenitud de su monto. En nuestra primera descripción del desarrollo libidinal dijimos que una fase oral originaria deja sitio a la fase sádicoanal, y esta a la fálico-genital; la investigación ulterior no lo ha contradicho, pero ha agregado, a modo de enmienda, que estas sustituciones no se producen de manera repentina, sino poco a poco, de suerte que en cada momento unos fragmentos de la organización anterior persisten junto a la más reciente, y aun en el caso del desarrollo normal la trasmudación nunca acontece de modo integral {vollständig}; por eso, en la plasmación definitiva pueden conservarse unos restos de las fijaciones libidinales anteriores. Vemos lo mismo en ámbitos totalmente diversos. De las supuestamente superadas supersticiones y creencias erróneas de la humanidad, no hay ninguna de la que no pervivan restos hoy entre nosotros, en los estratos más bajos de los pueblos civilizados o aun en los estamentos superiores de la sociedad culta. Una vez que algo ha nacido a la vida, sabe afirmarse con tenacidad. Uno a menudo dudaría de que los dragones del tiempo primordial se hayan extinguido realmente.
Apliquemos lo dicho a nuestro caso; opino que la respuesta a la pregunta sobre cómo se explica la inconstancia de nuestra terapia analítica bien podría ser esta: No hemos alcanzado siempre en toda su extensión, o sea, no lo bastante a fondo, nuestro propósito de sustituir las represiones permeables por unos dominios{BewäItigung} confiables y acordes al yo. La trasmudación se consigue, pero a menudo sólo parcialmente; sectores del mecanismo antiguo permanecen intocados por el trabajo analítico. Es difícil probar que en efecto sea así; para apreciarlo no poseemos otro camino que el resultado mismo que es preciso explicar. Ahora bien, las impresiones que uno recibe en el curso del trabajo analítico no contradicen nuestro supuesto; por el contrario, parecen corroborarlo. Sólo que no debe tomarse la claridad de nuestra propia intelección como medida del convencimiento que despertamos en el analizado. Acaso le falte «profundidad», podemos decir; se trata siempre del factor cuantitativo, que tanto se descuida. Si esta es la solución, cabe afirmar que el título reivindicado por el análisis, de que él cura las neurosis asegurando el gobierno sobre lo pulsional, es siempre justo en la teoría, pero no siempre lo es en la práctica. Y ello porque no siempre consigue asegurar en medida suficiente las bases para el gobierno sobre lo pulsional. Es fácil descubrir la razón de este fracaso parcial. El factor cuantitativo de la intensidad pulsional se había contrapuesto en su momento a los empeños defensivos del yo; por eso debimos recurrir al trabajo analítico, y ahora aquel mismo factor pone un límite a la eficacia de este nuevo empeño. Dada una intensidad pulsional hipertrófica, el yo madurado y sustentado por el análisis fracasa en la tarea de manera semejante a lo que antes le ocurriera al yo desvalido; el gobierno sobre lo pulsional mejora, pero sigue incompleto, porque la trasmudación del mecanismo de defensa ha sido imperfecta, Nada hay de asombroso en ello, pues el análisis no trabaja con recursos ¡limitados, sino restringidos, y el resultado final depende siempre de la proporción relativa entre las fuerzas de las instancias en recíproca lucha.
Es sin duda deseable abreviar la duración de una cura analítica, pero el camino para el logro de nuestro propósito terapéutico sólo pasa por el robustecimiento del auxilio que pretendemos aportar con el análisis al yo. El influjo hipnótico parecía ser un destacado medio para nuestro fin; es bien conocida la razón por la cual debimos renunciar a él, Hasta ahora no se ha hallado un sustituto de la hipnosis. Desde este punto de vista uno comprende los empeños terapéuticos, vanos por desdicha, a que un maestro del análisis como Ferenczi consagró los últimos años de su vida.
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Las dos cuestiones subsiguientes -si durante el tratamiento de un conflicto pulsional uno puede proteger al paciente de conflictos futuros, y si es realizable y acorde al fin despertar con fines profilácticos un conflicto pulsional no manifiesto por el momento- deben tratarse juntas, pues es evidente que la primera tarea sólo se puede solucionar si se resuelve la segunda, vale decir, si uno muda en conflicto actual, y somete a su influjo, el conflicto posible en el futuro. Este nuevo planteo del problema no es en el fondo sino continuación del anterior, Si antes se trataba de prevenir el retorno del mismo conflicto, ahora se trata de su posible sustitución por otro. Lo que así se emprende suena muy ambicioso, pero uno sólo quiere tener en claro los límites con que tropieza la capacidad de operación de una terapia analítica.
Por atractivo que resulte para la ambición terapéutica plantearse semejantes tareas, la experiencia nos ha preparado un rotundo rechazo. Si un conflicto pulsional no es actual, no se exterioriza, es imposible influir sobre él mediante el análisis. La advertencia de no despertar a los perros dormidos, que tan a menudo se opone a nuestros empeños por explorar el mundo psíquico subterráneo, es particularmente ociosa respecto de las constelaciones de la vida anímica. En efecto, sí las pulsiones crean perturbaciones, eso es prueba de que los perros no están dormidos; y sí en efecto parecen dormir, no está en nuestro poder despertarlos. Esta última afirmación, sin embargo, no parece del todo acertada; reclama un examen más detallado. Reflexionemos sobre los medios que poseemos para volver actual un conflicto pulsional latente por el momento. Es evidente que sólo dos cosas podemos hacer: producir situaciones donde devenga actual, o conformarse con hablar de él en el análisis, señalar su posibilidad. El primer propósito puede ser alcanzado por dos diversos caminos: primero, dentro de la realidad objetiva, y segundo, dentro de la trasferencia, exponiendo al paciente en ambos casos a cierta medida de padecer objetivo mediante frustración y estasis libidinal. Ahora bien, es cierto que ya en el ejercicio corriente del análisis nos servimos de una técnica así. Si no, ¿cuál sería el sentido del precepto según el cual el análisis tiene que ejecutarse «en la frustración» {Versagung, «denegación»}? (Ver nota(212)). Pero esa es una técnica para el tratamiento de un conflicto ya actual. Buscamos agudizar ese conflicto, llevarlo a su plasmación más neta para acrecentar la fuerza pulsional que habrá de solucionarlo. La experiencia analítica nos ha mostrado que lo mejor es enemigo de lo bueno, que en cada fase del restablecimiento tenemos que luchar con la inercia del paciente, quien está pronto a conformarse con una tramitación imperfecta.
Pero si procuramos un tratamiento profiláctico de conflictos pulsionales no actuales, sino meramente posibles, no bastará regular un padecer presente e inevitable; habrá que resolverse a llamar a la vida un padecer nuevo, cosa que hasta hoy acertadamente se dejó librada al destino. De todas partes le advertirían a uno contra la temeridad de entrar en competencia con el destino mediante unos experimentos tan crueles con las pobres criaturas humanas. ¿Y de qué índole serían tales intentos? ¿Puede uno, al servicio de la profilaxis, hacerse responsable por destruir un matrimonio satisfactorio, o por imponer la renuncia a un empleo del que obtiene el analizado la seguridad de su sustento? Por suerte, nunca se llega a la situación de reflexionar siquiera sobre la legitimidad de tales intervenciones en la vida real; es que en modo alguno está uno facultado a efectuarlas, y el individuo que es objeto de ese experimento terapéutico ciertamente no lo aceptaría. Así pues, semejante cosa está poco menos que excluida en la práctica; por su parte, la teoría tiene otras objeciones que hacerle. En efecto, el trabajo analítico se cumple de manera óptima cuando las vivencias patógenas pertenecen al pasado, de suerte que el yo pudo ganar distancia de ellas. En estados de crisis aguda, el análisis es poco menos que inutilizable. En tal caso, todo interés del yo será reclamado por la dolorosa realidad objetiva y se rehusará al análisis, que pretende penetrar tras esa superficie y poner en descubierto los influjos del pasado. Así, crear un conflicto fresco no haría más que prolongar y dificultar el trabajo analítico.
Se objetará que estas elucidaciones son de todo punto ociosas. Nadie piensa en crear la posibilidad de tratar el conflicto pulsional latente convocando, de manera deliberada, una nueva situación de padecer. Y no seria ese, por lo demás, un glorioso logro profiláctico. También se dirá, por ejemplo, que si bien una escarlatina deja inmunidad para el retorno de esa misma enfermedad, no por eso se les ocurre a los internistas infectar con escarlatina a un sano, que tiene la posibilidad de padecerla, a fin de obtener aquella garantía . A la acción protectora no le está permitido producir idéntica situación de peligro que la enfermedad misma, sino sólo una de peligro mucho menor, tal como se la consigue con la vacunación antivariólica y muchos otros procedimientos. Por tanto, en una profilaxis de los conflictos pulsionales sólo entrarían en cuenta los otros dos métodos: la producción artificial de conflictos nuevos dentro de la trasferencia, a los que les faltará el carácter de la realidad objetiva, y el despertar tales conflictos en la representación del analizado hablando de ellos y familiarizándolo con su posibilidad.
Yo no sé si es lícito aseverar que el primero de estos dos procedimientos más benignos sería totalmente inaplicable en el análisis. Faltan para ello indagaciones especiales. Lo cierto es que al punto emergen dificultades que no hacen aparecer muy promisoria la empresa. En primer lugar, que se está muy limitado en la selección de tales situaciones para la trasferencia. El analizado mismo no puede colocar todos sus conflictos dentro de la trasferencia; y tampoco el analista puede, desde la situación trasferencial, despertar todos los conflictos pulsionales posibles del paciente. Tal vez, por ejemplo, le dé celos o le haga vivenciar desengaños de amor, mas para ello no hace falta ningún propósito técnico. Tales cosas sobrevienen de todos modos, espontáneamente, en la mayoría de los análisis. En segundo lugar, no se olvide que todas esas escenificaciones necesitan de unas acciones inamistosas hacia el analizado, y mediante ellas uno daña la actitud tierna hacia el analista, la trasferencia positiva, que es el motivo más poderoso para la participación del analizado en el trabajo analítico en común. Por tanto, no sería lícito esperar demasiado de este procedimiento.
Sólo resta, entonces, aquel camino que es probable que haya sido el único originariamente considerado. Uno le cuenta al paciente sobre las posibilidades de otros conflictos pulsionales y despierta su expectativa de que tales cosas podrían suceder también en él. Ahora bien, uno espera que tal comunicación y advertencia tendrá por resultado activar en el paciente uno de los conflictos indicados, en una medida moderada, aunque suficiente para el tratamiento. Pero esta vez la experiencia da una respuesta unívoca. El resultado que se esperaba no comparece. El paciente escucha, sí, la nueva, pero no hay eco alguno. Acaso piense entre sí: «Esto es muy interesante, pero no registro nada de eso». Uno ha aumentado el saber del paciente, sin alterar nada más en él. El caso es más o menos el mismo que el de la lectura de escritos psicoanalíticos. El lector sólo se «emocionará» con aquellos pasajes en los que se sienta tocado, vale decir, que afecten los conflictos eficaces en su interior por el momento. Todo lo
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demás lo dejará frío. Opino que es posible hacer experiencias análogas si se dan esclarecimientos sexuales a niños. Lejos estoy de afirmar que sea este un proceder dañino o superfluo, pero es evidente que se ha sobrestimado en mucho el efecto profiláctico de estas liberales prevenciones. Los niños saben ahora algo que antes ignoraban, pero no atinan a nada. con las nuevas noticias que les regalaron. Uno se convence de que ni siquiera están prontos a sacrificar tan rápido aquellas teorías sexuales -uno diría: naturales- que ellos han formado en acuerdo con su organización libidinal imperfecta y en dependencia de esta: el papel de la cigüeña, la naturaleza del comercio sexual, la manera en que los niños vienen al mundo. Todavía largo tiempo después de haber recibido el esclarecimiento sexual se comportan como los primitivos a quienes se les ha impuesto el cristianismo y siguen venerando en secreto a sus viejos ídolos (ver nota(213)).
Comenzamos averiguando cómo se podría abreviar la duración fatigosamente larga de un tratamiento analítico, y luego, guiados siempre por nuestro interés en las relaciones de tiempo, hemos pasado a preguntarnos si se puede alcanzar una curación duradera y si mediante un tratamiento profiláctico es posible prevenir enfermedades futuras. Así llegamos a discernir como decisivos para el éxito de nuestro empeño terapéutico los influjos de la etiología traumática, la intensidad relativa de las pulsiones que es preciso gobernar, y algo que llamamos alteración del yo. [Cf. AE, 23, pág. 227.]. Sólo consideramos en detalle el segundo de esos factores, y al hacerlo tuvimos ocasión de reconocer la sobresaliente importancia del factor cuantitativo y de insistir en los títulos con que cuenta el abordaje metapsicológico para cualquier intento de explicación.
Acerca del tercer factor, la alteración del yo, no hemos manifestado nada todavía. Si nos volvemos hacia él, recibimos como primera impresión que hay aquí mucho por preguntar y por responder, y lo que tenemos para decir demostrará ser asaz insuficiente. Es ta primera impresión se sostiene aun luego de habernos ocupado más del problema. Como es sabido, la situación analítica consiste en aliarnos nosotros con el yo de la persona objeto a fin de someter sectores no gobernados de su ello, o sea, de integrarlos en la síntesis del yo. El hecho de que una cooperación así fracase comúnmente con el psicótico ofrece un punto firme para nuestro juicio. El yo, para que podamos concertar con él un pacto así, tiene que ser un yo normal. Pero ese yo normal, como la normalidad en general, es una ficción ideal. El yo anormal, inutilizable para nuestros propósitos, no es por desdicha una ficción. Cada persona normal lo es sólo en promedio, su yo se aproxima al del psicótico en esta o aquella pieza, en grado mayor o menor, y el monto del distanciamiento respecto de un extremo de la serie y de la aproximación al otro nos servirá provisionalmente como una medida de aquello que se ha designado, de manera tan imprecisa, «alteración del yo».
Si preguntamos de dónde provienen las modalidades y los grados, tan diversos, de la alteración del yo, he aquí la inevitable alternativa que se presenta: son originarios o adquiridos. El segundo caso será más fácil de tratar. Si se los ha adquirido, fue sin duda en el curso del desarrollo desde las primeras épocas de la vida. Desde el comienzo mismo, en efecto, el yo tiene que procurar el cumplimiento de su tarea, mediar entre su ello y el mundo exterior al servicio del principio de placer, precaver al ello de los peligros del mundo exterior. Si en el curso de este empeño aprende a adoptar una actitud defensiva también frente al ello propio, y a tratar sus exigencias pulsionales como peligros ex. ternos, esto acontece, al menos en parte, porque comprende que la satisfacción pulsional llevaría a conflictos con el mundo exterior. El yo se acostumbra entonces, bajo el influjo de la educación, a trasladar el escenario de la lucha de afuera hacia adentro, a dominar el peligrointerior antes que haya devenido un peligro exterior, y es probable que las más de las veces obre bien haciéndolo. Durante esta lucha en dos frentes -más tarde se agregará un tercer frente(214)-, el yo se vale de diversos procedimientos para cumplir su tarea, que, dicho en términos generales, consiste en evitar el peligro, la angustia, el displacer. Llamamos «mecanismos de defensa» a estos procedimientos. No nos resultan todavía consabidos de manera exhaustiva. Un trabajo publicado por Anna Freud (1936) nos ha permitido echar una primera mirada a su diversidad y su multilateral intencionalidad
{Bedeutung}.
De uno de esos mecanismos, la represión {esfuerzo de desalojo y suplantación}, ha partido el estudio de los procesos neuróticos en general. Nunca se dudó de que la represión no es el único procedimiento de que dispone el yo para sus propósitos. Empero, es algo particularísimo, separado de los otros mecanismos de manera más tajante que estos entre sí. Querría patentizar su relación con ellos por medio de una comparación, pero bien sé que en estos campos las comparaciones no nos llevan muy lejos. Piénsese, pues, en los posibles destinos de un libro en la época en que todavía no se hacían ediciones impresas, sino que se los copiaba uno por uno; y que uno de estos libros contuviera referencias que en épocas posteriores se consideraron indeseadas -tal como, según Robert Eisler (1929), los escritos de Flavio Josefo debieron de contener pasajes sobre Jesucristo chocantes para la posterior cristiandad-. La censura oficial de nuestros días no emplearía otro mecanismo de defensa que la confiscación y destrucción de cada ejemplar de la edición entera. En aquella época se utilizaban métodos diversos para volver inocuo el libro. O bien los pasajes chocantes se tachaban con un trazo grueso, de suerte que se volvían ilegibles, y, si después no se los reescribía, el siguiente copista del libro brindaba un texto irreprochable, pero lagunoso en algunos pasajes y quizás ininteligible ahí. O bien, no conformes con ello, querían evitar también el indicio de la mutilación del texto; procedíase entonces a desfigurar {dislocar} el texto. Se omitían algunas palabras o se las sustituía por otras, se interpolaban frases nuevas; lo mejor era suprimir todo el pasaje e insertar en su lugar otro, que quería decir exactamente lo contrario. El copista siguiente del libro podía producir entonces un texto insospechable, pero que estaba falsificado; ya no contenía lo que el autor había querido comunicar, y muy probablemente las correcciones introducidas no se orientaban en el sentido de la verdad.
Si no se establece la comparación en términos demasiado estrictos, se puede decir que la represión es a los otros métodos de defensa como la omisión a la desfiguración de] texto, y en las diversas formas de esta falsificación puede uno hallar analogías para las múltiples variedades de la alteración del yo. Alguien podría objetar que esta comparación falla en un punto esencial, pues la desfiguración del texto es obra de una censura tendenciosa, de la que el desarrollo yoico no muestra ningún correspondiente; pero no hay tal, pues esa tendencia está subrogada en vasta medida por la compulsión del principio de placer. El aparato psíquico no
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tolera el displacer, tiene que defenderse de él a cualquier precio, y si la percepción de la realidad objetiva trae displacer, ella -o sea, la percepción- tiene que ser sacrificada. Contra el peligro exterior, uno puede encontrar socorro durante un tiempo en la huida y la evitación de la situación peligrosa, hasta adquirir fortaleza bastante para cancelar la amenaza mediante una alteración activa de la realidad objetiva. Pero de sí mismo uno no puede huir; contra el peligro interior no vale huida alguna, y por eso los mecanismos de defensa del yo están condenados a falsificar la percepción interna y a posibilitarnos sólo una noticia deficiente y desfigurada de nuestro ello. El yo queda entonces,. en sus relaciones con el ello, paralizado por sus limitaciones o enceguecido por sus errores, y el resultado en el acontecer psíquico será por fuerza el mismo que si un peregrino no conociera la comarca por la que anda y no tuviera vigor para la marcha.
Los mecanismos de defensa sirven al propósito de apartar peligros. Es incuestionable que lo consiguen; es dudoso que el yo, durante su desarrollo, pueda renunciar por completo a ellos, pero es también seguro que ellos mismos pueden convertirse en peligros. Muchas veces el resultado es que el yo ha pagado un precio demasiado alto por los servicios que ellos le prestan. El gasto dinámico que se requiere para solventarlos, así como las limitaciones del yo que conllevan casi regularmente, demuestran ser unos pesados lastres para la economía psíquica. Y, por otra parte, estos mecanismos no son resignados después que socorrieron al yo en los años difíciles de su desarrollo. Desde luego que cada persona no emplea todos los mecanismos de defensa posibles, sino sólo cierta selección de ellos, pero estos se fijan en el interior del yo, devienen unos modos regulares de reacción del carácter, que durante toda la vida se repiten tan pronto como retorna una situación parecida a la originaria. Así pasan a ser infantilismos, comparten el destino de tantas instituciones que se afanan en conservarse cuando ha pasado la época de su idoneidad. «La razón para en locura, la obra de bien en azote», según la queja del poeta(215). El yo fortalecido del adulto sigue defendiéndose de unos peligros que ya no existen en la realidad objetiva, y aun se ve esforzado a rebuscar aquellas situaciones de la realidad que puedan servir como sustitutos aproximados del peligro originario, a fin de justificar su aferramiento a los modos habituales de reacción. Bien se entiende, pues, que los mecanismos de defensa, mediante una enajenación respecto del mundo exterior, que gana más y más terreno, y mediante un debilitamiento permanente del yo, preparen y favorezcan el estallido de la neurosis.
Pero en este momento nuestro interés no se dirige al papel patógeno de los mecanismos de defensa; queremos indagar cómo influye sobre nuestro empeño terapéutico la alteración del yo que les corresponde. El ya citado libro de Anna Freud proporciona el material para responder esta pregunta. Lo esencial respecto de esto es que el analizado repite tales modos de reacción aun durante el trabajo analítico, los muestra a nuestros ojos, por así decir; en verdad, sólo por esa vía tomamos noticia de ellos. No querernos decir con esto que imposibiliten el análisis. Más bien, conforman una mitad de nuestra tarea analítica, La otra, la que el análisis abordó primero en su historia temprana, es el descubrimiento de lo escondido en el ello. Durante el tratamiento, nuestro empeño terapéutico oscila en continuo péndulo entre un pequeño fragmento de análisis del ello y otro de análisis del yo. En un caso queremos hacer conciente algo del ello; en el otro, corregir algo en el yo. Y el hecho decisivo es que los mecanismos de defensa frente a antiguos peligros retornan en la cura como resistencias al restablecimiento. Se desemboca en esto: que la curación misma es tratada por el yo corno un peligro nuevo.
El efecto terapéutico se liga con el hacer conciente lo reprimido -en el sentido más lato- en el interior del ello; preparamos el camino a este hacer conciente mediante interpretaciones y construcciones(216), pero habremos interpretado sólo para nosotros, no para el analizado, mientras el yo se aferre al defender anterior, mientras no resigne las resistencias. Ahora bien, estas resistencias, aunque pertenecientes al yo, son empero inconcientes y en cierto sentido están segregadas dentro del yo. El analista las discierne más fácilmente que a lo escondido en el ello; debería bastar que se las tratase como partes del ello y, haciéndolas concientes, se las vinculase con el yo restante. Por este camino habría que tramitar una mitad de la tarea analítica; no cabría contar con una resistencia al descubrimiento de resistencias. No obstante, sucede lo siguiente. Durante el trabajo con las resistencias, el yo se sale -más o menos seriamente- del pacto en que reposa la situación analítica. El yo deja de compartir nuestro empeño por poner en descubierto al ello, lo contraría, no observa la regla analítica fundamental, no deja que afloren otros retoños de lo reprimido. No se puede esperar del paciente una convicción sólida sobre el poder curativo del análisis; acaso ya traía alguna confianza en el analista, confianza que se refuerza y se torna productiva en virtud de los factores, que es preciso despertar, de la trasferencia positiva. Bajo el Influjo de las mociones de displacer, que se registran ahora por la reescenificación de los conflictos defensivos, pueden cobrar preeminencia unas trasferencias negativas y cancelar por completo la situación analítica. El analista es ahora sólo un hombre extraño que le dirige al paciente desagradables propuestas, y este se comporta frente a aquel en un todo como el niño a quien el extraño no le gusta, y no le cree nada. Si el analista intenta demostrar al paciente una de las desfiguraciones emprendidas en la defensa y corregírsela, lo halla irrazonable e inaccesible para los buenos argumentos. Así pues, existe realmente una resistencia a la puesta en descubierto de las resistencias, y los mecanismos de defensa merecen realmente el nombre con que se los designó al comienzo, antes de ser investigados con precisión; son resistencias no sólo contra el hacer-concientes los contenidos-ello, sino también contra el análisis en general y, por ende, contra la curación.
Al efecto que en el interior del yo tiene el defender podemos designarlo «alteración del yo», siempre que por tal comprendamos la divergencia respecto de un yo normal ficticio que aseguraría al trabajo psicoanalítico una alianza de fidelidad inconmovible. Ahora es fácil creer lo que la experiencia cotidiana enseña: tratándose del desenlace de una cura analítica, este depende en lo esencial de la intensidad y la profundidad de arraigo de estas resistencias de la alteración del yo. De nuevo nos sale al paso aquí la significatividad del factor cuantitativo, de nuevo somos advertidos de que el análisis puede costear sólo unos volúmenes determinados y limitados de energías, que han de medirse con las fuerzas hostiles. Y es como si efectivamente el triunfo fuera, las más de las veces, para los batallones más fuertes.
VI
El próximo interrogante es si toda alteración del yo -en el sentido en que nosotros la entendemos- es adquirida durante las luchas defensivas de la edad temprana. La respuesta es inequívoca. No hay razón alguna para impugnar la existencia y significatividad de diversidades
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originarias, congénitas, del yo. Un hecho es decisivo: cada persona selecciona siempre sólo algunos de los mecanismos de defensa posibles, y los emplea luego de continuo [AE, 23, págs. 239-40].
Esto señala que el yo singular está dotado desde el comienzo de predisposiciones y tendencias individuales, sólo que nosotros no somos capaces de indicar su índole ni su condicionamiento. Además, sabemos que no es lícito extremar el distingo entre propiedades heredadas y adquiridas hasta convertirlo en una oposición; entre lo heredado, lo adquirido por los antepasados constituye sin duda un sector importante. Cuando hablamos de «herencia arcaica(217)», solemos pensar únicamente en el ello y al parecer suponemos que un yo no está todavía presenta al comienzo de la vida singular. Pero no descuidemos que ello y yo originariamente son uno, y no significa ninguna sobrestimación mística de la herencia considerar verosímil que el yo todavía no
existente tenga ya establecidas las orientaciones del desarrollo, las tendencias y reacciones que sacará a la luz más tarde. Las particularidades psicológicas de familias, razas y naciones, incluso en su conducta frente al análisis, no admiten ninguna otra explicación. Más aún: la experiencia analítica nos ha impuesto la convicción de que incluso ciertos contenidos psíquicos como el simbolismo no poseen otra fuente que la trasferencia heredada, y diversas indagaciones de la psicología de los pueblos nos sugieren presuponer en la herencia arcaica todavía otros precipitados, igualmente especializados, del desarrollo de la humanidad temprana.
Con la intelección de que las propiedades del yo que registramos como resistencia pueden ser tanto de condicionamiento hereditario cuanto adquiridas en las luchas defensivas, el distingo tópico entre yo y ello ha perdido mucho de su valor para nuestra indagación. Un paso ulterior en nuestra experiencia analítica nos lleva a resistencias de otra índole, que ya no podemos localizar y que parecen depender de constelaciones fundamentales dentro del aparato anímico. Sólo puedo ofrecer algunas muestras de ese género, pues todo este campo es todavía ajeno y enmarañado, no está bien explorado. Por ejemplo, uno encuentra personas a quienes atribuiría una particular «viscosidad de la libido(218)». Los procesos que la cura inicia en ellas trascurren mucho más lentamente que en otras, porque, según parece, no pueden decidirse a desasir investiduras libidinales de un objeto y desplazarlas a uno nuevo, aunque no se encuentren particulares razones para tal fidelidad a las investiduras. También uno se topa con el tipo contrapuesto, en que la libido aparece dotada de una especial movilidad, entra con rapidez en las investiduras nuevas propuestas por el análisis y resigna a cambio las anteriores. Es un distingo como el que podría registrar el artista plástico según trabaje con piedra dura o con blanda arcilla. Por desdicha, los resultados analíticos en este segundo tipo suelen ser muy lábiles: las investiduras nuevas se abandonan muy pronto, y uno recibe la impresión, no de haber trabajado con arcilla, sino de haber escrito en el agua. Vale aquí la admonición: «Lo que pronto se gana, más rápido se pierde».
En otro grupo de casos, uno es sorprendido por una conducta que no puede referir sino a un agotamiento de la plasticidad, de la capacidad para variar y para seguir desarrollándose, que de ordinario se espera. Sin duda que en el análisis estamos preparados para hallar cierto grado de inercia psíquica; cuando el trabajo analítico ha abierto caminos nuevos a la moción pulsional, se observa casi siempre que no se los emprende sin una nítida vacilación. A esta conducta la hemos designado, de manera quizá no del todo correcta, «resistencia del ello(219)». Pero en los casos que ahora consideramos, todos los decursos, vínculos y distribuciones de fuerza prueban ser inmutables, fijos, petrificados. En gente de edad muy avanzada, a esto uno lo halla explicable por la llamada «fuerza de la costumbre», el agotamiento de la capacidad receptiva -una suerte de entropía psíquica(220)-; pero aquí se trata de individuos todavía jóvenes. Nuestra preparación teórica parece insuficiente para concebir correctamente los tipos que responden a esa descripción; tal vez intervengan unos caracteres temporales, variaciones, dentro de la vida psíquica, de un ritmo de desarrollo que todavía no ha sido apreciado.
Acaso provengan de una base diversa, más honda aún, las diferencias yoicas a las cuales, en un grupo más amplio de casos, cabe inculpar como fuentes de la resistencia a la cura analítica e impedimentos del éxito terapéutico. Aquí entra en juego lo último que la exploración psicológica es capaz de discernir: la conducta de las dos pulsiones primordiales, su distribución, mezcla y desmezcla, cosas estas que no se deben representar limitadas a una sola provincia del aparato anímico (ello, yo o superyó). Durante el trabajo analítico no hay impresión más fuerte de las resistencias que la de una fuerza que se defiende por todos los medios contra la curación y a toda costa quiere aferrarse a la enfermedad y el padecimiento. A una parte de esa fuerza la hemos individualizado, con acierto sin duda, como conciencia de culpa y necesidad de castigo, y la hemos localizado en la relación del yo con el superyó. Pero se trata sólo de aquella parte que ha sido, por así decir, psíquicamente ligada por el superyó, en virtud de lo cual se tienen noticias de ella; ahora bien: de esa misma fuerza pueden estar operando otros montos, no se sabe dónde, en forma ligada o libre. Si uno se representa en su totalidad el cuadro que componen los fenómenos del masoquismo inmanente de tantas personas, la reacción terapéutica negativa y la conciencia de culpa de los neuróticos, no podrá ya sustentar la creencia de que el acontecer anímico es gobernado exclusivamente por el afán de placer. Estos fenómenos apuntan de manera inequívoca a la presencia en la vida anímica de un poder que, por sus metas, llamamos pulsión de agresión o destrucción y derivamos de la pulsión de muerte originaria, propia de la materia animada. No cuenta aquí tina oposición entre teoría optimista y pesimista de la vida; sólo la acción eficaz conjugada y contraria (ver nota(221)) de las dos pulsiones primordiales, Eros y pulsión de muerte, explica la variedad de los fenómenos vitales, nunca una sola de ellas.
De qué manera sectores de las dos variedades pulsionales se conjugan entre sí para la ejecución de las diversas funciones vitales; bajo qué condiciones tales reuniones se aminoran o descomponen; qué perturbaciones corresponden a esas alteraciones, y con qué sensaciones responde a ellas la escala perceptiva del principio de placer: poner en claro todo ello sería la tarea más lucrativa de la investigación psicológica. Provisionalmente nos inclinamos frente al hiperpoder de las potencias ante las cuales vemos naufragar nuestros empeños. Ya conseguir influjo psíquico sobre el masoquismo simple pone a dura prueba nuestro poder.
En el estudio de los fenómenos que prueban el quehacer de la pulsión de destrucción no estamos limitados a observaciones de material patológico. Numerosos hechos de la vida anímica normal exigen una explicación así, y cuanto más se aguce nuestra mirada, tanto más abundantes habrán de parecernos. Es un tema demasiado nuevo e importante como para tratarlo en esta elucidación de pasada; me limitaré a espigar unas pocas muestras.
Valga lo siguiente como ejemplo. Es notorio que en todas las épocas existieron, y existen todavía, hombres que pueden tomar como objeto sexual a personas de su mismo sexo tanto
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como del otro. Los llamamos «bisexuales», señalamos su existencia sin asombrarnos mucho por ello. Pero hemos aprendido que todos los seres humanos son bisexuales en ese sentido; que distribuyen su libido, de manera manifiesta o latente, entre objetos de ambos sexos. Sólo que algo nos llama la atención sobre esto. Mientras que en el primer caso las dos orientaciones se han conciliado sin recíproco choque, en el otro y más frecuente caso se hallan en el estado de un conflicto no conciliado. La heterosexualidad de un varón no tolera ninguna homosexualidad, y lo mismo a la inversa. Si la primera es la más fuerte, consigue mantener latente a la segunda y la esfuerza a apartarse {abdrängen} de la satisfacción real; por otra parte, no hay mayor peligro para la función heterosexual de un varón que su perturbación por la homosexualidad latente. Se podría ensayar la explicación de que sólo se dispone de un monto preciso de libido, por el cual se ven obligadas a luchar las dos orientaciones que rivalizan entre sí; pero no se intelige por qué los rivales no se reparten el monto disponible de libido según su fuerza relativa, como en muchos casos pueden hacerlo. Uno tiene toda la impresión de que la inclinación al conflicto es algo particular, algo nuevo que viene a sumarse a la situación, independientemente de la cantidad de libido. Y semejante inclinación al conflicto, que aparece de manera independiente, difícilmente se pueda reducir a otra cosa que a la injerencia de un fragmento de agresión libre.
Si el caso aquí elucidado se reconoce como una exteriorización de la pulsión de destrucción o de agresión, se plantea enseguida este problema: si no se debería extender esta misma concepción a otros ejemplos de conflicto, y, más aún, si todo nuestro saber sobre el conflicto psíquico en general no debería revisarse desde este nuevo punto de vista. Es que suponemos que en el camino de desarrollo desde el primitivo al hombre de cultura sobreviene una muy considerable interiorización, una vuelta hacia adentro de la agresión, y los conflictos internos serían sin duda el equivalente exacto de las luchas externas así suspendidas. Sé perfectamente bien que la teoría dualista que pretende poner una pulsión de muerte, de destrucción o de agresión como copartícipe con iguales derechos junto a Eros, que se da a conocer en la libido, ha hallado en general poco eco y en verdad no se ha abierto paso ni siquiera entre los psicoanalistas. Por ello mismo debía regocijarme el reencontrar nuestra teoría, no hace mucho tiempo, en uno de los grandes pensadores de la aurora griega. A esta corroboración sacrifico de buena gana el prestigio de la originalidad, tanto más cuanto que, dada la extensión de mis lecturas en años tempranos, nunca puedo estar seguro de que mi supuesta creación nueva no fuera una operación de la criptomnesia (ver nota(222)).
Empédocles de Acragas (Girgenti(223)) (ver nota(224)) nacido hacia 495 a. C., aparece como una de las figuras más grandiosas y asombrosas de la historia de la cultura griega. Su multifacética personalidad se afirmó en las más diversas orientaciones; fue investigador y pensador, profeta y mago, político, filántropo y médico naturista; de él se cuenta que libró de la malaria a la ciudad de Selinonte, y sus contemporáneos lo veneraban como a un dios. Su espíritu parece haber reunido dentro de sí los más tajantes opuestos; exacto y sobrio en sus investigaciones tísicas y fisiológicas, no retrocede ante una oscura mística, y edifica una especulación cósmica de una osadía asombrosamente fantástica. Capelle lo compara con el doctor Fausto, «a quien tantos secretos fueron revelados(225)». Nacido en una época en que el reino del saber no se fragmentaba aún en tantas provincias, muchas de sus doctrinas no pueden sino sonarnos primitivas. Explicó la diversidad de las cosas por unas mezclas de los cuatro elementos: tierra, agua, fuego y aire; creyó en el carácter animado de la naturaleza
entera, y en la trasmigración de las almas; pero también entran en su edificio doctrinal ideas tan modernas como un desarrollo por etapas de los seres vivos, la supervivencia de los más aptos y el reconocimiento del papel del azar (tuch) en ese desarrollo.
Pero aquí merece nuestro interés aquella doctrina de Empédocles tan próxima a la teoría psicoanalítica de las pulsiones que uno está tentado de afirmar que ambas serían idénticas, si no mediara el distingo de que la del griego es una fantasía cósmica, mientras que la nuestra se ciñe a pretender una validez biológica. Es cierto que sustrae a esta diferencia buena parte de su significado la circunstancia de que Empédocles atribuyera al universo el mismo carácter animado que al ser vivo singular.
El filósofo enseña, pues, que existen dos principios del acontecer así en la vida del mundo como en la del alma, dos principios que mantienen eterna lucha entre sí. Los llama jilia (amor) y ueicoz (discordia). Uno de estos poderes, que en el fondo son para él «unas fuerzas naturales de eficiencia pulsional, en modo alguno unas inteligencias concientes de fines» (ver nota(226)) aspira a aglomerar en una unidad las partículas primordiales de los cuatro elementos; el otro, al contrario, quiere deshacer todas esas mezclas y separar entre sí esas partículas primordiales. Empédocles concibe al proceso del mundo como una alternancia continuada, que nunca cesa, de períodos en que una u otra de las dos fuerzas fundamentales conquista la victoria, de suerte que una vez el amor y la vez siguiente la discordia imponen de manera plena su propósito y gobiernan al mundo, tras lo cual la otra parte, la derrotada, se recobra y a su turno vence al copartícipe.
Los dos principios básicos de Empédocles, jilia y ueicoz , son, por su nombre y por su función, lo mismo que nuestras dos pulsiones primordiales, Eros y destrucción, empeñada la una en reunir lo existente en unidades más y más grandes, y la otra en disolver esas reuniones y en destruir los productos por ellas generados. Mas no ha de asombrarnos que esta teoría haya reaparecido alterada luego de dos mil quinientos años. Aun si prescindimos de la limitación
a lo biopsíquico, que nos es impuesta, nuestras sustancias básicas ya no son los cuatro elementos de Empédocles; la vida se ha separado para nosotros tajantemente de lo inanimado, ya no pensamos en una mezcla y un divorcio de partículas de sustancia, sino en una soldadura y una desmezcla de componentes pulsionales. Por otra parte, en cierta medida hemos dado infraestructura biológica al principio de la «discordia» reconduciendo nuestra pulsíón de destrucción a la pulsión de muerte, el esfuerzo de lo vivo por regresar a lo inerte. Esto no pone en entredicho que una pulsión análoga pueda haber existido ya antes, y desde luego no pretende afirmar que una pulsión así se ha engendrado sólo con la aparición de la vida. Y nadie puede prever bajo qué vestidura el núcleo de verdad de la doctrina de Empédocles habrá de mostrarse a una intelección posterior (ver nota(227)).
VII
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Una conferencia de rico contenido, pronunciada por S. Ferenczi en 1927, «El problema de la terminación de los análisis(228)», concluy e con esta consoladora seguridad: « ... el análisis no es un proceso sin término, sino que puede ser llevado a un cierre natural si el analista tiene la pericia y paciencia debidas». Opino que ese trabajo equivale más bien a una advertencia de no poner como meta del análisis su abreviación, sino su profundización. Ferenczi añade todavía la valiosa puntualización de que es igualmente decisivo para el éxito que el analista haya aprendido bastante de sus propios «yerros y errores», y cobrado imperio sobre los «puntos débiles de su propia personalidad». Esto proporciona un importante complemento para nuestro tema. No sólo la complexión yoica del paciente: también la peculiaridad del analista demanda su lugar entre los factores que influyen sobre las perspectivas de la cura analítica y dificultan esta tal como lo hacen las resistencias.
Es indiscutible que los psicoanalistas no han alcanzado por entero en su propia personalidad la medida de normalidad psíquica en que pretenden educar a sus pacientes. Opositores del análisis suelen señalar en son de burla ese hecho y emplearlo como argumento para demostrar la inutilidad del empeño analítico. Uno podría rechazar esta crítica como reclamo ilegítimo. Los analistas son personas que han aprendido a ejercer un arte determinado y, junto a ello, tienen derecho a ser hombres como los demás. En otro orden, nadie afirma que un individuo es inepto como médico para enfermedades internas si sus propios órganos internos no están sanos; al contrario, se puede hallar cierta ventaja en que alguien amenazado de tuberculosis se especialice en el tratamiento de tuberculosos. Sin embargo, no son iguales los casos. Al médico enfermo de los pulmones o del corazón, siempre que haya conservado la capacidad de trabajar, su condición de enfermo no lo estorbará en el diagnóstico ni en la terapia de las afecciones internas, mientras que el analista, a consecuencia de las particulares condiciones del trabajo analítico, será efectivamente estorbado por sus propios defectos para asir de manera correcta las constelaciones del paciente y reaccionar ante ellas con arreglo a fines. Por tanto, tiene su buen sentido que al analista se le exija, como parte de su prueba de aptitud, una medida más alta de normalidad y de corrección anímicas; y a esto se suma que necesita de alguna superioridad para servir al paciente como modelo en ciertas situaciones analíticas, y como maestro en otras. Por último, no se olvide que el vínculo analítico se funda en el amor por la verdad, es decir, en el reconocimiento de la realidad objetiva, y excluye toda ilusión y todo engaño.
Detengámonos un momento para asegurar al analista nuestra simpatía sincera por tener que cumplir él con tan difíciles requisitos en el ejercicio de su actividad. Y hasta pareciera que analizar sería la tercera de aquellas profesiones «imposibles» en que se puede dar anticipadamente por cierta la insuficiencia del resultado. Las otras dos, ya de antiguo consabidas, son el educar y el gobernar (ver nota(229)). No puede pedirse, es evidente, que el futuro analista sea un hombre perfecto antes de empeñarse en el análisis, esto es, que sólo abracen esa profesión personas de tan alto y tan raro acabamiento. Entonces, ¿dónde y cómo adquiriría el pobre diablo aquella aptitud ideal que le hace falta en su profesión? La respuesta rezará: en el análisis propio, con el que comienza su preparación para su actividad futura. Por razones prácticas, aquel sólo puede ser breve e incompleto; su fin principal es posibilitar que el didacta juzgue si se puede admitir al candidato para su ulterior formación. Cumple su cometido si instila en el aprendiz la firme convicción en la existencia de lo inconciente, le proporciona las de otro modo increíbles percepciones de sí a raíz de la emergencia de lo reprimido, y le enseña, en una primera muestra, la técnica únicamente acreditada en la actividad analítica. Esto por sí solo no bastaría como instrucción, pero se cuenta con que las incitaciones recibidas en el análisis propio no han de finalizar una vez cesado aquel, con que los procesos de la recomposición del yo continuarán de manera espontánea en el analizado y todas las ulteriores experiencias serán aprovechadas en el sentido que se acaba de adquirir. Ello en efecto acontece, y en la medida en que acontece otorga al analizado aptitud de analista.
Es lamentable que además de ello acontezca otra cosa todavía. Cuando quiere describirlo, uno sólo puede basarse en ciertas impresiones. Hostilidad por un lado, partidismo por el otro, crean una atmósfera que no es favorable a la exploración objetiva. Parece, pues, que numerosos analistas han aprendido a aplicar unos mecanismos de defensa que les permiten desviar de la persona propia ciertas consecuencias y exigencias del análisis, probablemente dirigiéndolas a otros, de suerte que ellos mismos siguen siendo como son y pueden sustraerse del influjo crítico y rectificador de aquel. Acaso este hecho da razón al poeta cuando nos advierte que, si a un hombre se le confiere poder, difícil le resultará no abusar de ese poder (ver nota(230)). Entretanto, a quien se empeña en entender esto se le impone la desagradable analogía con el efecto de los rayos X cuando se los maneja sin particulares precauciones. No sería asombroso que el hecho de ocuparse constantemente de todo lo reprimido que en el alma humana pugna por libertarse conmoviera y despertara también en el analista todas aquellas exigencias pulsionales que de ordinario él es capaz de mantener en la sofocación. También estos son «peligros del análisis», que por cierto no amenazan al copartícipe pasivo, sino al copartícipe activo de la situación analítica, y no se debería dejar de salirles al paso. En cuanto al modo, no pueden caber dudas. Todo analista debería hacerse de nuevo objeto de análisis periódicamente, quizá cada cinco años, sin avergonzarse por dar ese paso. Ello significaría, entonces, que el análisis propio también, y no sólo el análisis terapéutico de enfermos, se convertiría de una tarea terminable {finita} en una interminable {infinita}.
No obstante, es tiempo de aventar aquí un malentendido. No tengo el propósito de aseverar que el análisis como tal sea un trabajo sin conclusión. Comoquiera que uno se formule esta cuestión en la teoría, la terminación de un análisis es, opino yo, un asunto práctico. Todo analista experimentado podrá recordar una serie de casos en que se despidió del paciente para siempre «rebus bene gestis(231)»Mucho menos se distancia la práctica de la teoría en casos del llamado «análisis del carácter». Aquí no se podrá prever fácilmente un término natural, por más que uno evite expectativas exageradas y no pida del análisis unas tareas extremas. Uno no se propondrá como meta limitar todas las peculiaridades humanas en favor de una normalidad esquemática, ni demandará que los «analizados a fondo» no registren pasiones ni puedan desarrollar conflictos internos de ninguna índole. El análisis debe crear las condiciones psicológicas más favorables para las funciones del yo; con ello quedaría tramitada su tarea.
VIII
Tanto en los análisis terapéuticos como en los de carácter es llamativo el hecho de que dos temas se destaquen en particular y den guerra al analista en medida desacostumbrada. No pasa mucho tiempo sin que se reconozca lo acorde a ley que ahí se exterioriza. Los dos temas
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están ligados a la diferencia entre los sexos; uno es tan característico del hombre como lo es el otro de la mujer. A pesar de la diversidad de su contenido, son correspondientes manifiestos. Algo que es común a ambos sexos ha sido comprimido, en virtud de la diferencia entre los sexos, en una forma de expresión otra.
Esos dos temas en recíproca correspondencia son, parala mujer, la envidia del pene -el positivo querer-alcanzar la posesión de un genital masculino-, y para el hombre, la revuelta contra su actitud pasiva o femenina hacia otro hombre. Eso común ha sido destacado muy temprano en la nomenclatura psicoanalítica como conducta frente al complejo de castración, y más tarde Alfred Adler ha impuesto el uso de la designación, enteramente acertada para el caso del hombre, de «protesta masculina(232)»; yo creo que «desautorización de la feminidad» habría sido desde el comienzo la descripción correcta de este fragmento tan asombroso de la vida anímica de los seres humanos.
En el intento de articularlo dentro de nuestro edificio doctrinal teórico, no se podría descuidar que este factor, por su naturaleza, no admite la misma colocación en ambos sexos. En el varón, la aspiración de masculinidad aparece desde el comienzo mismo y es por entero acorde con el yo; la actitud pasiva, puesto que presupone la castración, es enérgicamente reprimida, y muchas veces sólo unas sobre-compensaciones excesivas señalan su presencia. También en la mujer el querer-alcanzar la masculinidad es acorde con el yo en cierta época, a saber, en la fase fálica, antes del desarrollo hacia la feminidad. Pero luego sucumbe a aquel sustantivo proceso de represión, de cuyo desenlace, como a menudo se ha expuesto, dependen los destinos de la feminidad (ver nota(233)). Mucho importa, para estos, que se haya sustraído de la represión en bastante medida el complejo de masculinidad, influyendo de manera permanente sobre el carácter; grandes sectores del complejo son trasmudados de manera normal para contribuir a la edificación de la feminidad; del insaciable deseo del pene devendrán el deseo del hijo y del varón, portador del pene. Pero con insólita frecuencia hallaremos que el deseo de masculinidad se ha conservado en lo inconciente y despliega desde la represión sus efectos perturbadores.
Como se advierte por lo dicho, lo que en ambos casos cae bajo la represión es lo propio del sexo contrario. Ya he mencionado en otro lugar(234) que este punto de vista me fue expuesto en su tiempo por Wilhelm Fliess, quien se inclinaba a declarar que la oposición entre los sexos era la ocasión genuina y el motivo primordial de la represión. No hago más que repetir mi discrepancia de entonces si desautorizo sexualizar la represión de esa manera, vale decir, fundarla en lo biológico en vez de hacerlo en términos puramente psicológicos.
La sobresaliente significatividad de ambos temas -el deseo del pene en la mujer y la revuelta contra la actitud pasiva en el varón- no ha escapado a la atención de Ferenczi. En su conferencia de 1927 plantea, para todo análisis exitoso, el requisito de haber dominado esos dos complejos(235). Por experiencia propia yo agregaría que hallo a Ferenczi demasiado exigente en este punto. En ningún momento del trabajo analítico se padece más bajo el sentimiento opresivo de un empeño que se repite infructuosamente, bajo la sospecha de «predicar en el vacío», que cuando se quiere mover a las mujeres a resignar su deseo del pene por irrealizable, y cuando se pretende convencer a los hombres de que una actitud pasiva frente al varón no siempre tiene el significado de una castración y es indispensable en muchos vínculos de la vida. De la sobrecompensación desafiante del varón deriva una de las más fuertes resistencias trasferenciales. El hombre no quiere someterse a un sustituto del padre, no quiere estar obligado a agradecerle, y por eso no quiere aceptar del médico la curación. No puede establecerse una trasferencia análoga desde el deseo del pene de la mujer; en cambio, de esa fuente provienen estallidos de depresión grave, por la certeza interior de que la cura analítica no servirá para nada y de que no es posible obtener remedio. No se le hará injusticia si se advierte que la esperanza de recibir, empero, el órgano masculino que echa de menos dolidamente fue el motivo más intenso que la esforzó a la cura.
Pero de ahí uno aprende que no es importante la forma en que se presenta la resistencia, si como trasferencia o no. Lo decisivo es que la resistencia no permite que se produzca cambio alguno, que todo permanece como es. A menudo uno tiene la impresión de haber atravesado todos los estratos psicológicos y llegado, con el deseo del pene y la protesta masculina, a la «roca de base» y, de este modo, al término de su actividad. Y así tiene que ser, pues para lo psíquico lo biológico desempeña realmente el papel del basamento rocoso subyacente. En efecto, la desautorización de la feminidad no puede ser más que un hecho biológico, una pieza de aquel gran enigma de la sexualidad (ver nota(236)). Difícil es decir si en una cura analítica hemos logrado dominar este factor, y cuándo lo hemos logrado. Nos consolamos con la seguridad de haber ofrecido al analizado toda la incitación posible para reexaminar y variar su actitud frente a él.

«Konstruktionen in der Analyse»
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Nota introductoria(237)
Un investigador muy meritorio, a quien le estoy siempre agradecido por haber tratado con equidad al psicoanálisis en una época en que la mayoría de los otros no sentían el deber de hacerlo, manifestó cierta vez, a pesar de ello, una apreciación tan mortificante como injusta sobre nuestra técnica analítica. Dijo que cuando nosotros presentábamos a un paciente nuestras interpretaciones procedíamos con él siguiendo el desacreditado principio de «Heads I win, tails you lose(238)». O sea, si él nos da su aquiescencia, todo es correcto; pero si nos contradice, entonces no es más que un signo de su resistencia, y por lo tanto igualmente es correcto. De esta manera, siempre tenemos razón contra el pobre diablo inerme a quien analizamos, sin que importe su conducta frente a nuestras propuestas. Ahora bien, como es verdad que un «No» de nuestro paciente no nos mueve en general a resignar por desacertada nuestra interpretación, semejante desenmascaramiento de nuestra técnica ha sido bienvenido por los opositores al análisis. Por eso vale la pena exponer en profundidad cómo solemos apreciar, en el curso del tratamiento analítico, el «Sí» y el «No» del paciente, la expresión de su aquiescencia y de su contradicción. Por cierto que en esta justificación ningún analista ejercitado aprenderá nada que ya no sepa (ver nota(239)).
El consabido propósito del trabajo analítico es mover al paciente para que vuelva a cancelar las represiones -entendidas en el sentido más lato- de su desarrollo temprano y las sustituya por unas reacciones como las que corresponderían a un estado de madurez psíquica. A tal fin debe volver a recordar ciertas vivencias, así como las mociones de afecto por ellas provocadas, que están por el momento olvidadas en él. Sabemos que sus síntomas e inhibiciones presentes son las consecuencias de esas represiones, vale decir, el sustituto de eso olvidado. ¿Qué clase de materiales nos ofrece, aprovechando los cuales podemos conducirlo al camino por el que ha de reconquistar los recuerdos perdidos? Son de muy diversa índole: jirones de esos recuerdos en sus sueños, en sí de incomparable valor, pero por regla general asaz desfigurados por todos los factores que participan en la formación del sueño; ocurrencias que él produce cuando se entrega a la «asociación libre», de las que podemos nosotros entresacar unas alusiones a las vivencias reprimidas, retoños de las mociones de afecto sofocadas, así como de las reacciones contra estas; por último, indicios de repeticiones de los afectos pertenecientes a lo reprimido en las acciones más importantes o ínfimas del paciente, tanto dentro de la situación analítica como fuera de ella Hemos hecho la experiencia de que la relación trasferencial que se establece respecto del analista es particularmente apta para favorecer el retorno de tales vínculos afectivos. Con esta materia prima -por así llamarla-, debemos nosotros producir lo deseado.
Y lo deseado es una imagen confiable, e íntegra en todas sus piezas esenciales, de los años olvidados de la vida del paciente. Pero aquí somos advertidos de que el trabajo analítico consta de dos piezas por entero diferentes, que se consuma sobre dos separados escenarios, se cumple en dos personas, cada una de las cuales tiene un cometido diverso. Por un instante, uno se pregunta por qué no fue llevado a notar hace ya mucho tiempo este hecho fundamental; pero uno se dice enseguida que aquí nada le ha sido mantenido en reserva, pues se trata de un dato de hecho por todos consabido, en cierto modo evidente, que sólo aquí, con un propósito particular, es puesto de relieve y apreciado por sí mismo. Todos sabemos que el analizado debe ser movido a recordar algo vivenciado y reprimido por él, y las condiciones dinámicas de este proceso son tan interesantes que la otra pieza del trabajo, la operación del analista, pasa en cambio a un segundo plano. El analista no ha vivenciado ni reprimido nada de lo que interesa; su tarea no puede ser recordar algo. ¿En qué consiste, pues, su tarea? Tiene que colegir lo olvidado desde los indicios que esto ha dejado tras sí; mejor dicho: tiene que construirlo. Cómo habrá él de comunicar sus construcciones al analizado, cuándo lo hará y con qué elucidaciones, he ahí lo que establece la conexión entre ambas piezas del trabajo analítico, entre su participación y la del analizado.
Su trabajo de construcción o, si se prefiere, de reconstrucción muestra vastas coincidencias con el del arqueólogo que exhuma unos hogares o unos monumentos destruidos y sepultados. En verdad es idéntico a él, sólo que el analista trabaja en mejores condiciones, dispone de más material auxiliar, porque su empeño se dirige a algo todavía vivo, no a un objeto destruido; y quizá por otra razón además. Pero así como el arqueólogo a partir de unos restos de muros que han quedado en pie levanta las paredes, a partir de unas excavaciones en el suelo determina el número y la posición de las columnas, a partir de unos restos ruinosos restablece los que otrora fueron adornos y pinturas murales, del mismo modo procede el analista cuando extrae sus conclusiones a partir de unos jirones de recuerdo, unas asociaciones y unas exteriorizaciones activas del analizado. Y es incuestionable el derecho de ambos a reconstruir mediante el completamiento y ensambladura de los restos conservados. También muchas dificultades y fuentes de error son las mismas para los dos. Una de las tareas más peliagudas de la arqueología es, notoriamente, determinar la edad relativa de un hallazgo; si un objeto sale a la luz en cierto estrato, ello a menudo no decide si pertenece a este o ha sido trasladado a esa profundidad por una posterior perturbación. Bien se colige el correspondiente de esa duda en las construcciones analíticas.
Hemos dicho que el analista trabaja en condiciones más favorables que el arqueólogo porque dispone además de un material del cual las exhumaciones no pueden proporcionar correspondiente alguno; por ejemplo, las repeticiones de reacciones que provienen de la edad temprana y todo cuanto es mostrado a través de la trasferencia a raíz de tales repeticiones. Pero cuenta, asimismo, el hecho de que el exhumador trata con objetos destruidos, de los que grandes e importantes fragmentos se han perdido irremediablemente, sea por obra de fuerzas mecánicas, del fuego o del pillaje. Por más empeño que se ponga, no se podrá hallarlos para componerlos con los restos conservados. Uno se ve remitido única y exclusivamente a la reconstrucción, que por eso con harta frecuencia no puede elevarse más allá de una cierta verosimilitud. Diversamente ocurre con el objeto psíquico, cuya prehistoria el analista quiere establecer. Aquí se logra de una manera regular lo que en el objeto arqueológico sólo sucede en felices casos excepcionales, como los de Pompeya y la tumba de Tutankhamón.
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Todo lo esencial se ha conservado, aun lo que parece olvidado por completo; está todavía presente de algún modo y en alguna parte, sólo que soterrado, inasequible al individuo. Como es sabido, es lícito poner en duda que una formación psíquica cualquiera pueda sufrir realmente una destrucción total. Es sólo una cuestión de técnica analítica que se consiga o no traer a la luz de manera completa lo escondido. Unicamente otros dos hechos obstan a este extraordinario privilegio del trabajo analítico, a saber: que el objeto psíquico es incomparablemente más complicado que el objeto material del exhumador, y que nuestro conocimiento no está preparado en medida suficiente para lo que ha de hallarse, pues su estructura íntima esconde todavía muchos secretos. Y en este punto termina nuestra comparación entre ambos trabajos, pues la principal diferencia entre los dos reside en que para la arqueología la reconstrucción es la meta y el término del empeño, mientras que para el análisis la construcción es sólo una labor preliminar.
Labor preliminar, en verdad, no en el sentido de que deba ser tramitada primero en su totalidad antes de comenzar con los detalles, como en la edificación de una casa, donde tienen que levantarse todas las paredes y colocarse todas las ventanas antes que pueda uno ocuparse de la decoración del interior. Todo analista sabe que en el tratamiento analítico las cosas suceden de otro modo, que ambas modalidades de trabajo corren lado a lado, adelante siempre la una, y la otra reuniéndosele. El analista da cima a una pieza de construcción y la comunica al analizado para que ejerza efecto sobre él; luego construye otra pieza a partir del nuevo material que afluye, procede con ella de la misma manera, y en esta alternancia sigue hasta el final. Si en las exposiciones de la técnica analítica se oye tan poco sobre «construcciones», la razón de ello es que, a cambio, se habla de «interpretaciones» y su efecto. Pero yo opino que «construcción» es, con mucho, la designación más apropiada. «Interpretación» se refiere a lo que uno emprende con un elemento singular del material: una ocurrencia, una operación fallida, etc. Es «construcción», en cambio, que al analizado se le presente una pieza de su prehistoria olvidada, por ejemplo de la siguiente manera: «Usted, hasta su año x, se ha considerado el único e irrestricto poseedor de su madre. Vino entonces un segundo hijo y, con él, una seria desilusión. La madre lo abandonó a usted por un tiempo, y luego nunca volvió a consagrársele con exclusividad. Sus sentimientos hacia la madre devinieron ambivalentes, el padre ganó un nuevo significado para usted», etc.
En este ensayo, nuestra atención se dirige únicamente a ese trabajo preliminar de las construcciones. Entonces se nos plantea, antes que cualquier otra, esta pregunta: ¿Qué garantías tenemos, durante nuestro trabajo con las construcciones, de que no andamos errados y ponemos en juego el éxito del tratamiento por defender una construcción incorrecta? Puede parecernos que esta pregunta no admitiría una respuesta universal, pero antes de pasar a elucidarlo prestemos oídos a una consoladora noticia que nos de la experiencia analítica. Ella nos enseña que no produce daño alguno equivocarnos en alguna oportunidad y presentar al paciente una construcción incorrecta como la verdad histórica probable. Desde luego, ello significa una pérdida de tiempo, y quien sólo sepa referir al paciente combinaciones erróneas no le hará buena impresión ni obtendrá gran cosa en su tratamiento; pero tales errores aislados son inofensivos (ver nota(240)). Lo que en tal caso sucede es, más bien, que el paciente queda como no tocado, no reacciona a ello ni por sí ni por no. Es posible que esto sólo sea un retardo de la reacción; pero si persiste, estamos autorizados a inferir que nos hemos equivocado, y en la ocasión apropiada se lo confesaremos al paciente sin menoscabo de nuestra autoridad. Esa ocasión se presenta cuando sale a la luz material nuevo que permite una construcción mejor y, de tal suerte, rectificar el error. La construcción falsa cae fuera como sí nunca hubiera sido hecha, y aun en muchos casos se tiene la impresión, para decirlo con Polonio, de haber capturado uno de los esturiones de la verdad con ayuda del señuelo de la mentira. El peligro de descaminar al paciente por sugestión, «apalabrándole» cosas en las que uno mismo cree, pero que él no habría admitido nunca, se ha exagerado sin duda por encima de toda medida. El analista tendría que haberse comportado muy incorrectamente para que pudiera incurrir en semejante torpeza; sobre todo, tendría que reprocharse no haber concedido la palabra al paciente. Puedo afirmar, sin jactancia, que un abuso así de la «sugestión» nunca ha sobrevenido en mí actividad.
De lo que precede surge ya que en modo alguno estamos inclinados a descuidar los indicios que derivan de la reacción del paciente a la comunicación de una de nuestras construcciones. Tratemos a fondo este punto. Es correcto que no aceptemos como de pleno valor un «No» del analizado, pero tampoco otorgamos validez a su «Sí»; es totalmente injustificado culparnos de reinterpretar en todos los casos su manifestación como una corroboración. En la realidad las cosas no son tan simples; no supongamos tan fácil la decisión.
El «Sí» directo del analizado es multívoco. Puede en efecto indicar que reconoce la construcción oída como correcta, pero también puede carecer de significado, o aun ser lo que podríamos llamar «hipócrita», pues resulta cómodo para su resistencia seguir escondiendo, mediante tal aquiescencia, la verdad no descubierta. Este «Sí» sólo posee valor cuando es seguido por corroboraciones indirectas; cuando el paciente produce, acoplados inmediatamente a su «Sí», recuerdos nuevos que complementan y amplían la construcción. Sólo en este caso reconocemos al «Sí» como la tramitación cabal del punto en cuestión (ver nota(241)).
El «No» del analizado es igualmente multívoco y, en verdad, todavía menos utilizable que su «Sí». Rara vez expresa una desautorización justificada; muchísimo más a menudo exterioriza una resistencia que es provocada por el contenido de la construcción que se ha comunicado, pero que de igual manera puede provenir de otro factor de la situación analítica compleja. Por tanto, el «No» del paciente no prueba nada respecto de la justeza de la construcción, pero se concilia muy bien con esta posibilidad. Como toda construcción de esta índole es incompleta, apresa sólo un pequeño fragmento del acaecer olvidado, tenemos siempre la libertad de suponer que el analizado no desconoce propiamente lo que se le comunicó, sino que su contradicción viene legitimada por el fragmento todavía no descubierto. Por regla general, sólo exteriorizará su aquiescencia cuando se haya enterado de la verdad íntegra, y esta suele ser bastante extensa. La única interpretación segura de su «No» es, por ende, que aquella no es integral; la construcción, ciertamente, no se lo ha dicho todo.
Así pues, de las exteriorizaciones directas del paciente después que uno le comunicó una
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construcción, son pocos los puntos de apoyo que pueden obtenerse para saber si uno ha colegido recta o equivocadamente. Más interesante es, por eso, que existan variedades indirectas de corroboración, plenamente confiables. Una de ellas es el giro que uno oye de las más diversas personas, con apenas algunas palabras cambiadas, como si se hubiesen puesto de acuerdo: «No me parece» o «Nunca se me ha pasado» (o «No se me pasaría nunca») «por la cabeza»(242). Sin vacilar, se puede traducir así esta exteriorización: «Sí, en este golpe acertó usted con lo inconciente». Por desdicha, el analista oye esta tan deseada fórmula mucho más a menudo tras interpretaciones de detalle que a raíz de comunicaciones más vastas. Una confirmación igualmente valiosa, esta vez de expresión positiva, es que el analizado responda con una asociación que incluya algo semejante o análogo al contenido de la construcción. En vez de tomar de algún análisis un ejemplo para esto -fácil de hallar, pero de exposición prolija-, referiré aquí una pequeña vivencia extraanalítica, que figura un estado de cosas así, con un sesgo de efecto casi cómico. Se trataba de un colega que me había escogido -hace mucho tiempo de esto- para una consulta médica. Pero un buen día me trajo a su joven esposa, quien le estaba causando molestias, Bajo toda clase de pretextos le rehusaba el comercio sexual, y evidentemente él esperaba de mí que la esclareciera sobre las consecuencias de su inadecuado comportamiento, Condescendí, y le expliqué que era probable que su rehusamiento al marido provocara lamentables perturbaciones a la salud de este, o unas tentaciones que podrían llevar a la quiebra de su matrimonio, Estando en eso, él me interrumpió de pronto para decirme: «El inglés en quien usted ha diagnosticado un tumor cerebral se ha muerto también». El dicho pareció ininteligible al comienzo, y enigmático el «también» de la frase, pues no se había hablado de ningún otro fallecido. Pero un ratito después comprendí. Era obvio que el marido quería corroborarme, quería decir: «Sí, usted tiene toda la razón, su diagnóstico del paciente se ha ratificado también». Era un cabal correspondiente de las confirmaciones indirectas mediante asociaciones, que recibimos en los análisis. No he de poner en tela de juicio que en la manifestación de mí colega hubieran participado además otros pensamientos, hechos a un lado por él.
La confirmación indirecta mediante asociaciones adecuadas al contenido de la construcción, que conllevan un parecido «también», proporciona al juicio nuestro unos valiosos asideros para colegir sí esa construcción habrá de corroborarse en lo que resta del análisis. Es particularmente impresionante el caso en que la confirmación se filtra en la contradicción directa con ayuda de una operación fallida. Ya he publicado en otro lugar un buen ejemplo de esta índole. En los sueños del paciente afloraba el apellido «Jauner», muy conocido en Viena, sin que hallara suficiente esclarecimiento en sus asociaciones. Ensayé entonces la interpretación de que cuando él decía «Jauner» quería decir «Gauner» {«pícaro»}, y el paciente respondió de inmediato: «Esto me parece demasiado jewagt» {por «gewagt»,«aventurado», permutando la
«g» por «j»(243)}. O bien el paciente quiere rechazar la idea de que determinado pago le parece demasiado alto, con estas palabras: «Diez dólares no significan nada para mí», pero en vez de «dólares» menciona la unidad monetaria inferior: «centavos».
Cuando el análisis está bajo la presión de factores intensos que arrancan una reacción terapéutica negativa (ver nota(244)), como conciencia de culpa, necesidad masoquista de padecimiento, revuelta contra el socorro del analista, la conducta del paciente luego de serle comunicada la construcción suele facilitarnos mucho la decisión buscada. Si la construcción es falsa no modifica nada en el paciente; pero si es correcta, o aporta una aproximación a la verdad, él reacciona frente a ella con un inequívoco empeoramiento de sus síntomas y de su estado general.
A modo de síntesis, podemos establecer que no merecemos el reproche de desdeñar la posición que el analizado adopte ante nuestras construcciones. La tomamos en cuenta y a menudo extraemos de ella valiosos puntos de apoyo. Pero estas reacciones del paciente son las más de las veces multívocas y no consienten una decisión definitiva. Sólo la continuación del análisis puede decidir si nuestra construcción es correcta o inviable. Y a cada construcción la consideramos apenas una conjetura, que aguarda ser examinada, confirmada o desestimada. No reclamamos para ella ninguna autoridad, no demandamos del paciente un asentimiento inmediato, no discutimos con él cuando al comienzo la contradice. En suma, nos comportamos siguiendo el arquetipo de un consabido personaje de Nestroy(245), aquel mucamo que, para cualquier pregunta u objeción, tiene pronta esta única respuesta: «En el curso de los acontecimientos todo habrá de aclararse».
III
Ni vale la pena exponer cómo sobreviene ello en la continuación del análisis, tampoco los caminos por los cuales nuestra conjetura se muda en el convencimiento del paciente; es algo que la experiencia cotidiana de todo analista vuelve notorio, y comprenderlo no ofrece dificultad alguna. Sólo un punto reclama, en relación con esto, indagación y esclarecimiento. El camino que parte de la construcción del analista debía culminar en el recuerdo del analizado; ahora bien, no siempre lleva tan lejos. Con harta frecuencia, no consigue llevar al paciente hasta el recuerdo de lo reprimido. En lugar de ello, sí el análisis ha sido ejecutado de manera correcta, uno alcanza en él una convicción cierta sobre la verdad de la construcción, que en lo terapéutico rinde lo mismo que un recuerdo recuperado. Bajo qué condiciones acontece esto, y cómo es posible que un sustituto al parecer no integral produzca, no obstante, todo el efecto, he ahí materia de una investigación ulterior.
Concluiré esta breve comunicación con algunas puntualizaciones que abren una perspectiva más vasta. En algunos análisis noté en los analizados un fenómeno sorprendente, e incomprensible a primera vista, tras comunicarles yo una construcción a todas luces certera. Les acudían unos vívidos recuerdos, calificados de «hipernítido» por ellos mismos(246), pero tales que no recordaban el episodio que era el contenido de la construcción, sino detalles próximos a ese contenido; por ejemplo, los rostros -hipermarcados- de las personas allí nombradas, los lugares donde algo semejante habría podido ocurrir o, un paso más allá, los objetos que amoblaban tales lugares, de los cuales, como es natural, la construcción nuestra no habría podido saber nada. Esto acontecía tanto en sueños, inmediatamente después de la comunicación, cuanto en la vigilia, en unos estados parecidos al fantaseo. Nada seguía luego a estos recuerdos; parecía verosímil concebirlos como resultado de un compromiso. La «pulsión emergente» {«Aultrieb»} de lo reprimido, puesta en movimiento al comunicarse la construcción, había querido trasportar hasta la conciencia aquellas sustantivas huellas mnémicas, y una resistencia había conseguido, no por cierto atajar el movimiento, pero sí desplazarlo
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{descentrarlo} sobre objetos vecinos, circunstanciales.
Habría sido posible llamar «alucinaciones » a estos recuerdos de haberse sumado a su nitidez la creencia en su actualidad. Ahora bien, esta analogía cobró significación cuando llamó mi atención la ocasional ocurrencia de efectivas alucinaciones en otros casos, en modo alguno psicóticos. La ilación de pensamiento prosiguió entonces: Acaso sea un carácter universal de la alucinación, no apreciado lo bastante hasta ahora, que dentro de ella retorne algo vivenciado en la edad temprana y olvidado luego, algo que el niño vio u oyó en la época en que apenas era capaz de lenguaje todavía, y que ahora esfuerza su ascenso a la conciencia, probablemente desfigurado y desplazado por efecto de las fuerzas que contrarían ese retorno. Y sí la alucinación es referida de manera más próxima a formas determinadas de psicosis, nuestra ilación de pensamiento puede dar un paso más. Quizá las formaciones delirantes en que con gran regularidad hallamos articuladas estas alucinaciones no sean tan independientes, como de ordinario suponíamos, de la pulsión emergente de lo inconciente y del retorno de lo reprimido. En el mecanismo de una formación delirante sólo destacamos por lo común dos factores: el extrañamiento respecto de la realidad y de sus motivos, por un lado, y el influjo del cumplimiento de deseo sobre el contenido del delirio, por el otro. Ahora bien, ¿el proceso dinámico no podría ser, en cambio, que la pulsión emergente de lo reprimido aprovechase el extrañamiento respecto de la realidad objetiva para imponer su contenido a la conciencia, en lo cual las resistencias excitadas por este proceso y la tendencia al cumplimiento de deseo compartieran la responsabilidad por la desfiguración {dislocación} y el desplazamiento {descentramiento} de lo vuelto a recordar? Y, en efecto, es este el consabido mecanismo del sueño, que una antiquísima vislumbre ha equiparado al delirio.
Yo no creo que esta concepción del delirio sea nueva en todas sus partes, pero lo cierto es que destaca un punto de vista que por lo corriente no es situado en el primer plano. Lo esencial en ella es la afirmación de que no sólo hay método en la locura, como ya lo discernió el poeta(247), sino que esta también contiene un fragmento de verdad histórico-vivencial {historisch}; lo cual nos lleva a suponer que la creencia compulsiva que halla el delirio cobra su fuerza, justamente, de esa fuente infantil. Hoy, para probar esta teoría, apenas dispongo de unas reminiscencias, no de impresiones frescas. Probablemente valga la pena ensayar el estudio de los correspondientes casos patológicos siguiendo las premisas aquí desarrolladas, y encaminar también de acuerdo con ellas su tratamiento. Así se resignaría el vano empeño por convencer al enfermo sobre el desvarío de su delirio, su contradicción con la realidad objetiva, y en cambio se hallaría en el reconocimiento de ese núcleo de verdad un suelo común sobre el cual pudiera desarrollarse el trabajo terapéutico. Este trabajo consistiría en librar el fragmento de verdad histórico-vivencial de sus desfiguraciones y apuntalamientos en el presente real-objetivo, y resituarlo en los lugares del pasado a los que pertenece. En efecto, este traslado de la prehistoria olvidada al presente o a la expectativa del futuro es un suceso regular también en el neurótico. Harto a menudo, cuando un estado de angustia le hace prever que algo terrible sucederá, simplemente está bajo el influjo de un recuerdo reprimido que querría acudir a la conciencia y no puede devenir conciente: el recuerdo de que ocurrió efectivamente algo terrible en aquel tiempo. Opino que tales empeños con psicóticos habrán de enseñarnos mucho de valioso, aunque el éxito terapéutico les sea denegado.
Yo sé que no es encomiable tratar de pasada, como aquí hemos hecho, un tema tan importante. Pero es que me ha seducido una analogía. Las formaciones delirantes de los
enfermos me aparecen como unos equivalentes de las construcciones que nosotros edificamos en los tratamientos analíticos, unos intentos de explicar y de restaurar, que, es cierto, bajo las condiciones de la psicosis sólo pueden conducir a que el fragmento de realidad objetiva que uno desmiente en el presente sea sustituido por otro fragmento que, de igual modo, uno había desmentido en la temprana prehistoria. Tarea de una indagación en detalle será poner en descubierto los vínculos íntimos entre el material de la desmentida presente y la represión de aquel tiempo. Así como nuestra construcción produce su efecto por restituir un fragmento de biografía {Lebengeschichte} «historia objetiva de vida»} del pasado, así también el delirio debe su fuerza de convicción a la parte de verdad histórico-vivencial que pone en el lugar de la realidad rechazada. De tal suerte, también al delirio se aplicará el aserto que yo hace tiempo he declarado exclusivamente para la histeria, a saber, que el enfermo padece por sus reminiscencias (ver nota(248)). Tampoco en aquella época esa breve fórmula pretendía poner en tela de juicio la complicada causación de la enfermedad, ni excluir el efecto de tantísimos otros factores.
Si uno toma a la humanidad como un todo y la pone en lugar del individuo humano aislado, halla que también ella ha desarrollado formaciones delirantes inasequibles a la crítica lógica y que contradicen la realidad efectiva. Si, no obstante, han podido exteriorizar un poder tan extraordinario sobre los hombres, la indagación lleva a la misma conclusión que en el caso del individuo: deben su poder a su peso de verdad históríco-vivencial, que ellas han recogido de la represión de épocas primordiales olvidadas (ver nota(249)).