Nota introductoria(1)
I
En la teoría psicoanalítica adoptamos sin reservas el supuesto de que el decurso de los procesos anímicos es regulado automáticamente por el principio de placer. Vale decir: creemos que en todos los casos lo pone en marcha una tensión displacentera, y después adopta tal orientación que su resultado final coincide con una disminución de aquella, esto es, con una evitación de displacer o una producción de placer. Cuando consideramos con referencia a ese decurso los procesos anímicos por nosotros estudiados, introducimos en nuestro trabajo el punto de vista económico. A nuestro juicio, una exposición que además de los aspectos tópico y dinámico intente apreciar este otro aspecto, el económico, es la más completa que podamos concebir por el momento y merece distinguirse con el nombre de «exposición metapsicológica». (Ver nota(2))
En todo esto, no tiene para nosotros interés alguno indagar si nuestra tesis del principio de placer nos aproxima o nos afilia a un determinado sistema filosófico formulado en la historia. Es que hemos llegado a tales supuestos especulativos a raíz de nuestro empeño por describir y justipreciar los hechos de observación cotidiana en nuestro campo. Ni la prioridad ni la originalidad se cuentan entre los objetivos que se ha propuesto el trabajo psicoanalítico, y las impresiones que sirven de sustento a la formulación de este principio son tan palmarias que apenas se podría desconocerlas. Por otra parte, estaríamos dispuestos a confesar la precedencia de una teoría filosófica o psicológica que supiera indicarnos los significados de las sensaciones de placer y displacer, tan imperativas para nosotros. Por desdicha, sobre este punto no se nos ofrece nada utilizable. Es el ámbito más oscuro e inaccesible de la vida anímica y, puesto que no podemos evitar el tocarlo, yo creo que la hipótesis más laxa' que adoptemos será la mejor. Nos hemos resuelto a referir placer y displacer a la cantidad de excitación presente en la vida anímica -y no ligada de ningún modo- (ver nota(3)), así: el displacer corresponde a un incremento de esa cantidad, y el placer a una reducción de ella. No tenemos en mente una relación simple entre la intensidad de tales sensaciones y esas alteraciones a que las referimos; menos aún -según lo enseñan todas las experiencias de la psicofisiología-, una proporcionalidad directa; el factor decisivo respecto de la sensación es, probablemente, la medida del incremento o reducción en un período de tiempo. Es posible que

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la experimentación pueda aportar algo en este punto, pero para nosotros, los analistas, no es aconsejable adentrarnos más en este problema hasta que observaciones bien precisas puedan servirnos de guía (ver nota(4)).Ahora bien, no puede resultarnos indiferente hallar que un investigador tan penetrante como G.
T. Fecnner ha sustentado, sobre el placer y el displacer, una concepción coincidente en lo esencial con la que nos impuso el trabajo psicoanalítico. El enunciado de Fechner está contenido en su opúsculo Einige Ideen zur Schöpfungs- und Entwicklungs- geschichte der Organismen, 1873 (parte XI, suplemento, pág. 94), y reza como sigue: «Por cuanto las impulsiones concientes siempre van unidas con un placer o un displacer, estos últimos pueden concebirse referidos, en términos psicofísicos, a proporciones de estabilidad o de inestabilidad; y sobre esto puede fundarse la hipótesis que desarrollaré con más detalle en otro lugar, según la cual todo movimiento psicofísico que rebase el umbral de la conciencia va afectado de placer en la medida en que se aproxime, más allá de cierta frontera, a la estabilidad plena, y afectado de displacer en la medida en que más allá de cierta frontera se desvíe de aquella, existiendo entre ambas fronteras, que han de caracterizarse como umbrales cualitativos del placer y el displacer, un cierto margen de indiferencia estética... » (Ver nota(5)).
Los hechos que nos movieron a creer que el principio de placer rige la vida anímica encuentran su expresión también en la hipótesis de que el aparato anímico se afana por mantener lo más baja posible, o al menos constante, la cantidad de excitación presente en él. Esto equivale a decir lo mismo, sólo que de otra manera, pues si el trabajo del aparato anímico se empeña en mantener baja la cantidad de excitación, todo cuanto sea apto para incrementarla se sentirá como disfuncional, vale decir, displacentero. El principio de placer se deriva del principio de constancia; en realidad, el principio de constancia(6) se discernió a partir de los hechos que nos impusieron la hipótesis del principio de placer. Por otra parte, en un análisis más profundizado descubriremos que este afán, por nosotros supuesto, del aparato anímico se subordina como caso especial bajo el principio de Fechner de la tendencia a la estabilidad, a la que él refirió las sensaciones de placer y displacer.
Pero entonces debemos decir que, en verdad, es incorrecto hablar de un imperio del principio de placer sobre el decurso de los procesos anímicos. Si así fuera, la abrumadora mayoría de nuestros procesos anímicos tendría que ir acompañada de placer o llevar a él; y la experiencia más universal refuta enérgicamente esta conclusión. Por tanto, la situación no puede ser sino esta: en el alma existe una fuerte tendencia al principio de placer, pero ciertas otras fuerzas o constelaciones la contrarían, de suerte que el resultado final no siempre puede corresponder a la tendencia al placer. Compárese la observación que hace Fechner (1873, pág. 90) a raíz de un problema parecido: «Pero puesto que la tendencia a la meta no significa todavía su logro, y en general esta meta sólo puede alcanzarse por aproximaciones ... » . Si ahora atendemos a la pregunta por las circunstancias capaces de impedir que el principio de placer prevalezca, volvemos a pisar un terreno seguro y conocido, y para dar la respuesta podemos aducir en sobrado número nuestras experiencias analíticas.
El primer caso de una tal inhibición del principio de placer nos es familiar; tiene el carácter de una ley (gesetzmüssig}. Sabemos que el principio de placer es propio de un modo de trabajo primario del aparato anímico, desde el comienzo mismo inutilizable, y aun peligroso en alto grado, para la autopreservación del organismo en medio de las dificultades del mundo exterior.
Bajo el influjo de las pulsiones de autoconservación del yo, es relevado por el principio de realidad (ver nota(7)), que, sin resignar el propósito de una ganancia final de placer, exige y consigue posponer la satisfacción, renunciar a diversas posibilidades de lograrla y tolerar provisionalmente el displacer en el largo rodeo hacia el placer. Ahora bien, el principio de placer sigue siendo todavía por largo tiempo el modo de trabajo de las pulsiones sexuales, difíciles de «educar»; y sucede una y otra vez que, sea desde estas últimas, sea en el interior del mismo yo, prevalece sobre el principio de realidad en detrimento del organismo en su conjunto.
Es indudable, no obstante, que el relevo del principio de placer por el principio de realidad puede ser responsabilizado sólo de una pequeña parte, y no la más intensa, de las experiencias de displacer. Otra fuente del desprendimiento de displacer, no menos sujeta a ley, surge de los conflictos y escisiones producidos en el aparato anímico mientras el yo recorre su desarrollo hacia organizaciones de superior complejidad. Casi toda la energía que llena al aparato proviene de las mociones pulsionales congénitas, pero no se las admite a todas en una misma fase del desarrollo. En el curso de este, acontece repetidamente que ciertas pulsiones o partes de pulsiones se muestran, por sus metas o sus requerimientos, inconciliables con las restantes que pueden conjugarse en la unidad abarcadora del yo. Son segregadas entonces de esa unidad por el proceso de la represión; se las retiene en estadios inferiores del desarrollo psíquico y se les corta, en un comienzo, la posibilidad de alcanzar :satisfacción. Y si luego consiguen (como tan fácilmente sucede en el caso de las pulsiones sexuales reprimidas) procurarse por ciertos rodeos una satisfacción directa o sustitutiva, este éxito, que normalmente habría sido una posibilidad de placer, es sentido por el yo como displacer. A consecuencia del viejo conflicto que desembocó en la represión, el principio de placer experimenta otra ruptura justo en el momento en que ciertas pulsiones laboraban por ganar un placer nuevo en obediencia a ese principio. Los detalles del proceso por el cual la represión trasforma una posibilidad de placer en una fuente de displacer no son todavía bien inteligibles o no pueden exponerse con claridad, pero seguramente todo displacer neurótico es de esa índole, un placer que no puede ser sentido como tal. (Ver nota agregada en 1925(8))
Las dos fuentes del displacer que hemos indicado están muy lejos de abarcar la mayoría de nuestras vivencias de displacer; pero de las restantes puede afirmarse, con visos de justificación, que su existencia no contradice al imperio del principio de placer. En su mayor parte, el displacer que sentimos es un displacer de percepción. Puede tratarse de la percepción del esfuerzo de pulsiones insatisfechas, o de una percepción exterior penosa en sí misma o que excite expectativas displacenteras en el aparato anímico, por discernirla este como «peligro». La reacción frente a esas exigencias pulsionales y amenazas de peligro, reacción en que se exterioriza la genuina actividad del aparato anímico, puede ser conducida luego de manera correcta por el principio de placer o por el de realidad, que lo modifica. No parece entonces necesario admitir una restricción considerable del principio de placer; empero, justamente la indagación de la reacción anímica frente al peligro exterior puede brindar un nuevo material y nuev os planteos con relación al problema que nos ocupa.

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Ya es de antigua data la descripción de un estado que sobreviene tras conmociones mecánicas, choques ferroviarios y otros accidentes que aparejaron riesgo de muerte, por lo cual le ha quedado el nombre de «neurosis traumática». La horrorosa guerra que acaba de terminar la provocó en gran número, y al menos puso fin al intento de atribuirla a un deterioro orgánico del sistema nervioso por acción de una violencia mecánica (ver nota(9)). El cuadro de la neurosis traumática se aproxima al de la histeria por presentar en abundancia síntomas motores similares; pero lo sobrepasa, por lo regular, en sus muy acusados indicios de padecimiento subjetivo -que la asemejan a una hipocondría o una melancolía-, así como en la evidencia de un debilitamiento y una destrucción generales mucho más vastos de las operaciones anímicas. Hasta ahora no se ha alcanzado un conocimiento pleno(10) de las neurosis de guerra ni de las neurosis traumáticas de tiempos de paz. En el caso de las primeras, resultó por un lado escla-recedor, aunque por el otro volvió a confundir las cosas, el hecho de que el mismo cuadro patológico sobrevenía en ocasiones sin la cooperación de una violencia mecánica cruda; en la neurosis traumática común se destacan dos rasgos que podrían tomarse como punto de partida de la reflexión: que el centro de gravedad de la causación parece situarse en el factor de la sorpresa, en el terror, y que un simultáneo daño físico o herida contrarresta en la mayoría de los casos la producción de la neurosis. Terror, miedo, angustia, se usan equivocadamente como expresiones sinónimas; se las puede distinguir muy bien en su relación con el peligro. La angustia designa cierto estado como de expectativa frente al peligro y preparación para él, aunque se trate de un peligro desconocido; el miedo requiere un objeto determinado, en presencia del cual uno lo siente; en cambio, se llama terror al estado en que se cae cuando se corre un peligro sin estar preparado: destaca el factor de la sorpresa. No creo que la angustia pueda producir una neurosis traumática; en la angustia hay algo que protege contra el terror y por tanto también contra la neurosis de terror. Más adelante volveremos sobre esta tesis [cf. AE, 18, pág. 31]. (Ver nota(11))Nos es lícito considerar el estudio del sueño como la vía más confiable para explorar los procesos anímicos profundos. Ahora bien, la vida onírica de la neurosis traumática muestra este carácter: reconduce al enfermo, una y otra vez, a la situación de su accidente, de la cual despierta con renovado terror. Esto no provoca el suficiente asombro: se cree que si la vivencia traumática lo asedia de continuo mientras duerme, ello prueba la fuerza de la impresión que le provocó. El enfermo -se sostiene- está, por así decir, fijado psíquicamente al trauma. Tales fijaciones a la vivencia que desencadenó la enfermedad nos son conocidas desde hace tiempo en la histeria. Breuer y Freud manifestaron en 1893(12) que «el histérico padece por la mayor parte de reminiscencias». También respecto de las neurosis de guerra, observadores como Ferenczi y Simmel explicaron muchos síntomas motores por una fijación al momento del trauma.
Sin embargo, no he sabido que los enfermos de neurosis traumática frecuenten mucho en su vida de vigilia el recuerdo de su accidente. Quizá se esfuercen más bien por no pensar en él. Cuando se admite como cosa obvia que el sueño nocturno los traslada de nuevo a la situación patógena, se desconoce la naturaleza del sueño. Más propio de este sería presentar al enfermo imágenes del tiempo en que estaba sano, o de su esperada curación. Suponiendo que los sueños de estos neuróticos traumáticos no nos disuadan de afirmar que la tendencia del sueño es el cumplimiento de un deseo, tal vez nos quede el expediente de sostener que en este estado la función del sueño, como tantas otras cosas, resultó afectada y desviada de sus propósitos; o bien tendríamos que pensar en las enigmáticas tendencias masoquistas del yo.(13)
Ahora propongo abandonar el oscuro y árido tema de la neurosis traumática y estudiar el modo de trabajo del aparato anímico en una de sus prácticas normales más tempranas. Me refiero al juego infantil.
Hace poco, S. Pfeifer (1919) ha ofrecido un resumen y una apreciación psicoanalítica de las diversas teorías sobre el juego infantil; puedo remitirme aquí a su trabajo. Estas teorías se esfuerzan por colegir los motivos que llevan al niño a jugar, pero no lo hacen dando precedencia al punto de vista económico, vale decir, considerando la ganancia de placer. Por mí parte, y sin pretender abarcar la totalidad de estos fenómenos, he aprovechado una oportunidad que se me brindó para esclarecer el primer juego, autocreado, de un varoncito de un año y medio. Fue más que una observación hecha de pasada, pues conviví durante algunas semanas con el niño y sus padres bajo el mismo techo, y pasó bastante tiempo hasta que esa acción enigmática y repetida de continuo me revelase su sentido.
El desarrollo intelectual del niño en modo alguno era precoz; al año y medio, pronunciaba apenas unas pocas palabras inteligibles y disponía, además, de varios sonidos significativos, comprendidos por quienes lo rodeaban. Pero tenía una buena relación con sus padres y con la única muchacha de servicio, y le elogiaban su carácter «juicioso». No molestaba a sus padres durante la noche, obedecía escrupulosamente las prohibiciones de tocar determinados objetos y de ir a ciertos lugares, y, sobre todo, no lloraba cuando su madre lo abandonaba durante horas; esto último a pesar de que sentía gran ternura por ella, quien no sólo lo había amamantado por sí misma, sino que lo había cuidado y criado sin ayuda ajena. Ahora bien, este buen niño exhibía el hábito, molesto en ocasiones, de arrojar lejos de sí, a un rincón o debajo de una cama, etc., todos los pequeños objetos que hallaba a su alcance, de modo que no solía ser tarea fácil juntar sus juguetes. Y al hacerlo profería, con expresión de interés y satisfacción, un fuerte y prolongado «o-o-ci-o», que, según el juicio coincidente de la madre y de este observador, no era una interjección, sino que significaba «fort» {se fue}. Al fin caí en la cuenta de que se trataba de un juego y que el niño no hacía otro uso de sus juguetes que el de jugar a que «se iban». Un día hice la observación que corroboró mi punto de vista. El niño tenía un carretel de madera atado con un piolín. No se le ocurrió, por ejemplo, arrastrarlo tras sí por el piso para jugar al carrito, sino que con gran destreza arrojaba el carretel, al que sostenía por el piolín, tras la baranda de su cunita con mosquitero; el carretel desaparecía ahí dentro, el niño pronunciaba su significativo «o-o-o-o», y después, tirando del piolín, volvía a sacar el carretel de la cuna, saludando ahora su aparición con un amistoso «Da» (acá está}. Ese era, pues, el juego completo, el de desaparecer y volver. Las más de las veces sólo se había podido ver el primer acto, repetido por sí solo incansablemente en calidad de juego, aunque el mayor placer, sin ninguna duda, correspondía al segundo (ver nota(14)).

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La interpretación del juego resultó entonces obvia. Se entramaba con el gran logro cultural del niño: su renuncia pulsional (renuncia a la satisfacción pulsional) de admitir sin protestas la partida de la madre. Se resarcía, digamos, escenificando por sí mismo, con los objetos a su alcance, ese desaparecer y regresar. Para la valoración afectiva de este juego no tiene importancia, desde luego, que el niño mismo lo inventara o se lo apropiara a raíz de una incitación Externa]. Nuestro interés se dirigirá a otro punto. Es imposible que la partida de la madre le resultara agradable, o aun indiferente. Entonces, ¿cómo se concilia con el principio de placer que repitiese en calidad de juego esta vivencia penosa para él? Acaso se responderá que jugaba a la partida porque era la condición previa de la gozosa reaparición, la cual contendría el genuino propósito del juego. Pero lo contradice la observación de que el primer acto, el de la partida, era escenificado por sí solo y, en verdad, con frecuencia incomparablemente mayor que el juego íntegro llevado hasta su final placentero.El análisis de un único caso de esta índole no permite zanjar con certeza la cuestión. Si lo consideramos sin prevenciones, recibimos la impresión de que el niño convirtió en juego esa vivencia a raíz de otro motivo. En la vivencia era pasivo, era afectado por ella; ahora se ponía en un papel activo repitiéndola como juego, a pesar de que fue displacentera. Podría atribuirse este afán a una pulsión de apoderamiento que actuara con independencia de que el recuerdo en sí mismo fuese placentero o no. Pero también cabe ensayar otra interpretación. El acto de arrojar el objeto para que «se vaya» acaso era la satisfacción de un impulso, sofocado por el niño en su conducta, a vengarse de la madre por su partida; así vendría a tener este arrogante significado: «Y bien, vete pues; no te necesito, yo mismo te echo». Este mismo niño cuyo primer juego observé teniendo él un año y medio solía un año después arrojar al suelo un juguete con el que se había irritado, diciéndole: «¡Vete a la gue(r)ra!». Le habían contado por entonces que su padre ausente se encontraba en la guerra; y por cierto no lo echaba de menos, sino que daba los más claros indicios de no querer ser molestado en su posesión exclusiva de la madre (ver nota(15)). También de otros niños sabemos que son capaces de expresar similares mociones hostiles botando objetos en lugar de personas (ver nota(16)). Así se nos plantea esta duda: ¿Puede el esfuerzo{Drang} de procesar psíquicamente algo impresionante, de apoderarse enteramente de eso, exteriorizarse de manera primaria e independiente del principio de placer? Comoquiera que sea, sí en el caso examinado ese esfuerzo repitió en el juego una impresión desagradable, ello se debió únicamente a que la repetición iba conectada a una ganancia de placer de otra índole, pero directa.
Ahora bien, el estudio del juego infantil, por más que lo profundicemos, no remediará esta fluctuación nuestra entre dos concepciones. Se advierte que los niños repiten en el juego todo cuanto les ha hecho gran impresión en la vida; de ese modo abreaccionan la intensidad de la impresión y se adueñan, por así decir, de la situación. Pero, por otro lado, es bastante claro que todos sus juegos están presididos por el deseo dominante en la etapa en que ellos se encuentran: el de ser grandes y poder obrar como los mayores. También se observa que el carácter displacentero de la vivencia no siempre la vuelve inutilizable para el juego. Si el doctor examina la garganta del niño o lo somete a una pequeña operación, con toda certeza esta vivencia espantable pasará a ser el contenido del próximo juego. Pero la ganancia de placer que proviene de otra fuente es palmaria aquí. En cuanto el niño trueca la pasividad del vivenciar por la actividad del jugar, inflige a un compañero de juegos lo desagradable que a él mismo le ocurrió y así se venga en la persona de este sosias (ver nota(17)).
Sea como fuere, de estas elucidaciones resulta que les superfluo suponer una pulsión particular de imitación como motivo del jugar. Unas reflexiones para terminar: el juego(18) y la imitación artísticos practicados por los adultos, que a diferencia de la conducta del niño apuntan a la persona del espectador, no ahorran a este último las impresiones más dolorosas (en la tragedia, por ejemplo), no obstante lo cual puede sentirlas como un elevado goce (ver nota(19)). Así nos convencemos de que aun bajo el imperio del principio de placer existen suficientes medios y vías para convertir en objeto de recuerdo y elaboración anímica lo que en sí mismo es displacentero. Una estética de inspiración económica debería ocuparse de estos casos y situaciones que desembocan en una ganancia final de placer; pero no nos sirven de nada para nuestro propósito, pues presuponen la existencia y el imperio del principio de placer y no atestiguan la acción de tendencias situadas más allá de este, vale decir, tendencias que serían más originarias que el principio de placer e independientes de él.
III
Veinticinco años de trabajo intenso han hecho que las metas inmediatas de la técnica psicoanalítica sean hoy por entero diversas que al empezar. En aquella época, el médico dedicado al análisis no podía tener otra aspiración que la de colegir, reconstruir y comunicar en el momento oportuno lo inconciente oculto para el enfermo. El psicoanálisis era sobre todo un arte de interpretación. Pero como así no se solucionaba la tarea terapéutica, enseguida se planteó otro propósito inmediato: instar al enfermo a corroborar la construcción mediante su propio recuerdo. A raíz de este empeño, el centro de gravedad recayó en las resistencias de aquel; el arte consistía ahora en descubrirlas a la brevedad, en mostrárselas Y. por medio de la influencia humana (este era el lugar de la sugestión, que actuaba como «trasferencia»), moverlo a que las resignase.
Después, empero, se hizo cada vez más claro que la meta propuesta, el devenir-conciente de lo inconciente, tampoco podía alcanzarse plenamente por este camino. El enfermo puede no recordar todo lo que hay en él de reprimido, acaso justamente lo esencial. Si tal sucede, no adquiere convencimiento ninguno sobre la justeza de la construcción que se le comunicó. Más bien se ve forzado a repetir lo reprimido como vivencia presente, en vez de recordarlo, como el médico preferiría, en calidad de fragmento del pasado (ver nota(20)). Esta reproducción, que emerge con fidelidad no deseada, tiene siempre por contenido un fragmento de la vida sexual infantil y, por tanto, del complejo de Edipo y sus ramificaciones; y regularmente se juega {se escenifica} en el terreno de la trasferencia, esto es, de la relación con el médico. Cuando en el tratamiento las cosas se han llevado hasta este punto, puede decirse que la anterior neurosis ha sido sustituida por una nueva, una neurosis de trasferencia. El médico se ha empeñado por restringir en todo lo posible el campo de esta neurosis de trasferencia, por esforzar el máximo recuerdo y admitir la mínima repetición. La proporción que se establece entre recuerdo y

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reproducción es diferente en cada caso. Por lo general, el médico no puede ahorrar al analizado esta fase de la cura; tiene que dejarle revivenciar cierto fragmento de su vida olvidada, cuidando que al par que lo hace conserve cierto grado de reflexión en virtud del cual esa realidad aparente pueda individualizarse cada vez como reflejo de un pasado olvidado. Con esto se habrá ganado el convencimiento del paciente y el éxito terapéutico que depende de aquel.
Para hallar más inteligible esta «compulsión de repetición» que se exterioriza en el curso del tratamiento psicoanalítico de los neuróticos, es preciso ante todo librarse de un error, a saber, que en la lucha contra las resistencias uno se enfrenta con la resistencia de lo «inconciente». Lo inconciente, vale decir, lo «reprimido», no ofrece resistencia alguna a los esfuerzos de la cura; y aun no aspira a otra cosa que a irrumpir hasta la conciencia -a despecho de la presión que lo oprime- o hasta la descarga -por medio de la acción real-. La resistencia en la cura proviene de los mismos estratos y sistemas superiores de la vida psíquica que en su momento llevaron a cabo la represión. Pero, dado que los motivos de las resistencias, y aun estas mismas, son al comienzo inconcientes en la cura (según nos lo enseña la experiencia), esto nos advierte que hemos de salvar un desacierto de nuestra terminología. Eliminamos esta oscuridad poniendo en oposición, no lo conciente y lo inconciente, sino el yo(21) coherente y lo reprimido. Es que sin duda también en el interior del yo es mucho lo inconciente: justamente lo que puede llamarse el «núcleo del yo(22)»; abarcamos sólo una pequeña parte de eso con el nombre de preconciente. (Ver nota(23)). Tras sustituir así tina terminología meramente descriptiva por una sistemática o dinámica, podemos decir que la resistencia del analizado parte de su yo (ver nota(24)); hecho esto, enseguida advertimos que hemos de adscribir la compulsión de repetición a lo reprimido inconciente. Es probable que no pueda exteriorizarse antes que el trabajo solicitante de la cura haya aflojado la represión. (Ver nota agregada en 1923(25))
No hay duda de que la resistencia del yo conciente y preconciente está al servicio del principio de placer. En efecto: quiere ahorrar el displacer que se excitaría por la liberación de lo reprimido, en tanto nosotros nos empeñamos en conseguir que ese displacer se tolere invocando el principio de realidad. Ahora bien, ¿qué relación guarda con el principio de placer la compulsión de repetición, la exteriorización forzosa de lo reprimido? Es claro que, las más de las veces, lo que la compulsión de repetición hace revivenciar no puede menos que provocar displacer al yo, puesto que saca a luz operaciones de mociones pulsionales reprimidas. Empero, ya hemos considerado esta clase de displacer: no contradice al principio de placer, es displacer para un sistema y, al mismo tiempo, satisfacción para el otro (ver nota(26)). Pero el hecho nuevo y asombroso que ahora debemos describir es que la compulsión de repetición devuelve también vivencias pasadas que no contienen posibilidad alguna de placer, que tampoco en aquel momento pudieron ser satisfacciones, ni siquiera de las mociones pulsionales reprimidas desde entonces.
El florecimiento temprano de la vida sexual infantil estaba destinado a sepultarse {Untergang} porque sus deseos eran inconciliables con la realidad y por la insuficiencia de la etapa evolutiva en que se encontraba el niño. Ese florecimiento se fue a pique {zugrunde gehen} a raíz de las más penosas ocasiones y en medio de sensaciones hondamente dolorosas. La pérdida de amor y el fracaso dejaron como secuela un daño permanente del sentimiento de sí, en calidad de cicatriz narcisista, que, tanto según mis experiencias como según las puntualizaciones de Marcinowski (1918), es el más poderoso aporte al frecuente «sentimiento de inferioridad» de los neuróticos. La investigación sexual, que chocó con la barrera del desarrollo corporal del niño, no obtuvo conclusión satisfactoria; de ahí la queja posterior: «No puedo lograr nada; nada me sale bien». El vínculo tierno establecido casi siempre con el progenitor del otro sexo sucumbió al desengaño, a la vana espera de una satisfacción, a los celos que provocó el nacimiento de un hermanito, prueba indubitable de la infidelidad del amado o la amada; su propio intento, emprendido con seriedad trágica, de hacer él mismo un hijo así, fracasó vergonzosamente; el retiro de la ternura que se prodigaba al niñito, la exigencia creciente de la educación, palabras serias y un ocasional castigo habían terminado por revelarle todo el alcance del desaire que le reservaban. Así llega a su fin el amor típico de la infancia; su ocaso responde a unos pocos tipos, que aparecen con regularidad.Ahora bien, los neuróticos repiten en la trasferencia todas estas ocasiones indeseadas y estas situaciones afectivas dolorosas, reanimándolas con gran habilidad. Se afanan por interrumpir la cura incompleta, saben procurarse de nuevo la impresión del desaire, fuerzan al médico a dirigirles palabras duras y a conducirse fríamente con ellos, hallan los objetos apropiados para sus celos, sustituyen al hijo tan ansiado del tiempo primordial por el designio o la promesa de un gran regalo, casi siempre tan poco real como aquel. Nada de eso pudo procurar placer entonces; se creería que hoy produciría un displacer menor si emergiera como recuerdo o en sueños, en vez de configurarse como vivencia nueva. Se trata, desde luego, de la acción de pulsiones que estaban destinadas a conducir a la satisfacción; pero ya en aquel momento no la produjeron, sino que conllevaron únicamente displacer. Esa experiencia se hizo en vano (ver nota(27)). Se la repite a pesar de todo; una compulsión esfuerza a ello.
Eso mismo que el psicoanálisis revela en los fenómenos de trasferencia de los neuróticos puede reencontrarse también en la vida de personas no neuróticas. En estas hace la impresión de un destino que las persiguiera, de un sesgo demoníaco en su vivenciar; y desde el comienzo el psicoanálisis juzgó que ese destino fatal era autoinducido y estaba determinado por influjos de la temprana infancia. La compulsión que así se exterioriza no es diferente de la compulsión de repetición de los neuróticos, a pesar de que tales personas nunca han presentado los signos de un conflicto neurótico tramitado mediante la formación de síntoma. Se conocen individuos en quienes toda relación humana lleva a idéntico desenlace: benefactores cuyos protegidos (por disímiles que sean en lo demás) se muestran ingratos pasado cierto tiempo, y entonces parecen destinados a apurar entera la amargura de la ingratitud; hombres en quienes toda amistad termina con la traición del amigo; otros que en su vida repiten incontables veces el acto de elevar a una persona a la condición de eminente autoridad para sí mismos o aun para el público, y tras el lapso señalado la destronan para sustituirla por una nueva; amantes cuya relación tierna con la mujer recorre siempre las mismas fases y desemboca en idéntico final, etc. Este «eterno retorno de lo igual» nos asombra poco cuando se trata de una conducta activa de tales personas y podemos descubrir el rasgo de carácter que permanece igual en ellas, exteriorizándose forzosamente en la repetición de idénticas vivencias. Nos sorprenden mucho más los casos en que la persona parece vivenciar pasivamente algo sustraído a su poder, a despecho de lo cual vivencia una y otra vez la repetición del mismo destino. Piénsese, por ejemplo, en la historia de aquella mujer que se casó tres veces sucesivas, y las tres el marido enfermó y ella debió cuidarlo en su lecho de muerte (ver nota(28)). La figuración poética más tocante de un destino fatal como este la ofreció Tasso en su epopeya romántica, la Jerusalén liberada. El héroe, Tancredo, dio muerte sin saberlo a su amada Clorinda cuando ella lo desafió revestida con la armadura de un caballero enemigo. Ya sepultada, Tancredo se interna en un

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ominoso bosque encantado, que aterroriza al ejército de los cruzados. Ahí hiende un alto árbol con su espada, pero de la herida del árbol mana sangre, y la voz de Clorinda, cuya alma estaba aprisionada en él, le reprocha que haya vuelto a herir a la amada.
En vista de estas observaciones relativas a la conducta durante la trasferencia y al destino fatal de los seres humanos, osaremos suponer que en la vida anímica existe realmente una compulsión de repetición que se instaura más allá del principio de placer. Y ahora nos inclinaremos a referir a ella los sueños de los enfermos de neurosis traumática y la impulsión al juego en el niño.
Debemos admitir, es cierto, que sólo en raros casos podemos aprehender puros, sin la injerencia de otros motivos, los efectos de la compulsión de repetición. Respecto del juego infantil, ya pusimos de relieve las otras interpretaciones que admite su génesis: compulsión de repetición y satisfacción pulsional placentera directa parecen entrelazarse en íntima comunidad. En cuanto a los fenómenos de la trasferencia, es evidente que están al servicio de la resistencia del yo, obstinado en la represión; se diría que la compulsión de repetición, que la cura pretendía poner a su servicio, es ganada para el bando del yo, que quiere aferrarse al principio de placer (ver nota(29)). Y con respecto a lo que podría llamarse la compulsión de destino, nos parece en gran parte explicable por la ponderación ajustada a la ratio {rationelle Erwügung}, de suerte que no se siente la necesidad de postular un nuevo y misterioso motivo. El caso menos dubitable es quizás el de los sueños traumáticos; pero tras una reflexión más detenida es preciso confesar que tampoco en los otros ejemplos los motivos que nos resultan familiares abarcan íntegramente la constelación de los hechos.
Lo que resta es bastante para justificar la hipótesis de la compulsión de repetición, y esta nos aparece como más originaria, más elemental, más pulsional(30) que el principio de placer que ella destrona. Ahora bien, si en lo anímico existe una tal compulsión de repetición, nos gustaría saber algo sobre la función que le corresponde, las condiciones bajo las cuales puede aflorar y la relación que guarda con el principio de placer, al que hasta hoy, en verdad, habíamos atribuido el imperio sobre el decurso de los procesos de excitación en la vida anímica.
Lo que sigue es especulación, a menudo de largo vuelo, que cada cual estimará o desdeñará de acuerdo con su posición subjetiva. Es, además, un intento de explotar consecuentemente una idea, por curiosidad de saber adónde lleva.La especulación psicoanalítica arranca de la impresión, recibida a raíz de la indagación de procesos inconcientes, de que la conciencia no puede ser el carácter más universal de los procesos anímicos, sino sólo una función particular de ellos. En terminología metapsicológica sostiene que la conciencia es la operación de un, sistema particular, al que llama Cc (ver nota(31)). Puesto que la conciencia brinda en lo esencial percepciones de excitaciones que vienen del mundo exterior, y sensaciones de placer y displacer que sólo pueden originarse en el interior del aparato anímico, es posible atribuir al sistema P-Cc(32) una posición espacial. Tiene que encontrarse en la frontera entre lo exterior y lo interior, estar vuelto hacia el mundo exterior y envolver a los otros sistemas psíquicos. Así caemos en la cuenta de que con estas hipótesis no hemos ensayado algo nuevo, sino seguido las huellas de la anatomía cerebral localizadora que sitúa la «sede» de la conciencia en la corteza del cerebro, en el estrato más exterior, envolvente, del órgano central. La anatomía cerebral no necesita ocuparse de la razón por la cual -dicho en términos anatómicos- la conciencia está colocada justamente en la superficie del encéfalo, en vez de estar alojada en alguna otra parte, en lo más recóndito de él. Quizá nosotros, respecto de nuestro sistema P-Cc, podamos llegar más lejos en cuanto a deducir esa ubicación.
La conciencia no es la única propiedad que adscribimos a los procesos de ese sistema. No hacemos sino apoyarnos en las impresiones que nos brinda nuestra experiencia psicoanalítica si adoptamos la hipótesis de que todos los procesos excitatorios de los otros sistemas les dejan como secuela huellas permanentes que son la base de la memoria, vale decir, restos mnémicos que nada tienen que ver con el devenir-conciente. A menudo los más fuertes y duraderos son los dejados por un proceso que nunca llegó a la conciencia. Pues bien: nos resulta difícil creer que esas huellas permanentes de la excitación puedan producirse asimismo en el sistema P-Cc. Si permanecieran siempre concientes, muy pronto reducirían la aptitud de este sistema para la recepción de nuevas excitaciones (ver nota(33)); y si por el contrario devinieran inconcientes, nos enfrentarían con la tarea de explicar la existencia de procesos inconcientes en un sistema cuyo funcionamiento va acompañado en general por el fenómeno de la conciencia. Entonces no habríamos modificado ni ganado nada, por así decir, con esta hipótesis nuestra por la cual remitimos el devenir-conciente a un sistema particular. Aunque esta consideración carezca de fuerza lógica concluyente, puede movernos a conjeturar que para un mismo sistema son inconciliables el devenir-conciente y el dejar como secuela una huella mnémica. Así, podríamos decir que en el sistema Cc el proceso excitatorio deviene conciente, pero no le deja como secuela ninguna huella duradera; todas las huellas de ese proceso, huellas en que se apoya el recuerdo, se producirían a raíz de la propagación de la excitación a los sistemas internos contiguos, y en estos. En tal sentido apuntaba va el esquema que en 1900 introduje en el capítulo especulativo deLa interpretación de los sueños(34). Si se considera cuán poco sabemos de otras fuentes acerca de la génesis de la conciencia, se atribuirá a la siguiente tesis, al menos, el valor de un aserto que exhibe cierta precisión: La conciencia surge en remplazo de la huella mnémica.
El sistema Cc se singularizaría entonces por la particularidad de que en él, a diferencia de lo que ocurre en todos los otros sistemas psíquicos, el proceso de excitación no deja tras sí una alteración permanente de sus elementos, sino que se agota, por así decir, en el fenómeno de devenir-conciente. Semejante desviación de la regla general pide ser explicada por un factor que

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cuente con exclusividad para este solo sistema; y bien: ese factor que falta a todos los otros sistemas podría ser la ubicación del sistema Cc, que acabamos de exponer: su choque directo con el mundo exterior.Representémonos al organismo vivo en su máxima simplificación posible, como una vesícula indiferenciada de sustancia estimulable; entonces su superficie vuelta hacia el mundo exterior está diferenciada por su ubicación misma y sirve como órgano receptor de estímulos. Y en efecto la embriología, en cuanto repetición {recapitulación} de la historia evolutiva, nos muestra que el sistema nervioso central proviene del ectodermo; comoquiera que fuese, la materia gris de la corteza es un retoño de la primitiva superficie y podría haber recibido por herencia propiedades esenciales de esta. Así, sería fácilmente concebible que, por el incesante embate de los estímulos externos sobre la superficie de la vesícula, la sustancia de esta se alterase hasta una cierta profundidad, de suerte que su proceso excitatorio discurriese de manera diversa que en estratos más profundos. De ese modo se habría formado una corteza, tan cribada al final del proceso por la acción de los estímulos, que ofrece las condiciones más favorables a la recepción de estos y ya no es susceptible de ulterior modificación. Trasferido al sistema Cc, esto significaría que el paso de la excitación ya no puede imprimir ninguna alteración permanente a sus elementos. Ellos están modificados al máximo en el sentido de este efecto, quedando entonces habilitados para generar la conciencia. ¿En qué consistió esa modificación de la sustancia y del proceso excitatorio que discurre dentro de ella? Sólo podemos formarnos diversas representaciones, inverificables por ahora todas ellas. Un supuesto posible sería que en su avance de un elemento al otro la excitación tiene que vencer una resistencia, y justamente la reducción de esta crea la huella permanente de la excitación (facilitación); podría pensarse entonces que en el sistema Cc ya no subsiste ninguna resistencia de pasaje de esa índole entre un elemento y otro (ver nota(35)). Podríamos conjugar esta imagen con el distingo de Breuer entre energía de investidura quiescente (ligada) y libremente móvil en los elementos de los sistemas psíquicos (ver nota(36)); los elementos del sistema Cc no conducirían entonces ninguna energía ligada, sino sólo una energía susceptible de libre descarga. Pero opino que provisionalmente es mejor pronunciarse de la manera más vaga posible sobre estas constelaciones. En definitiva, mediante esta especulación habríamos entrelazado de algún modo la génesis de la conciencia con la ubicación del sistema Cc y con las particularidades atribuibles al proceso excitatorio de este.
Nos resta todavía dilucidar algo en esta vesícula viva con su estrato cortical receptor de estímulos. Esta partícula de sustancia viva flota en medio de un mundo exterior cargado {Iaden} con las energías más potentes, y sería aniquilada por la acción de los estímulos que parten de él si no estuviera provista de una protección antiestímulo. La obtiene del siguiente modo: su superficie más externa deja de tener la estructura propia de la materia viva, se vuelve inorgánica, por así decir, y en lo sucesivo opera apartando los estímulos, como un envoltorio especial o membrana; vale decir, hace que ahora las energías del mundo exterior puedan propagarse sólo con una fracción de su intensidad a los estratos contiguos, que permanecieron vivos. Y estos, escudados tras la protección antiestímulo, pueden dedicarse a recibir los volúmenes de estímulo filtrados. Ahora bien, el estrato externo, al morir, preservó a todos los otros, más profundos, de sufrir igual destino, al menos hasta el momento en que sobrevengan estímulos tan fuertes que perforen la protección antiestímulo. Para el organismo vivo, la tarea de protegerse contra los estímulos es casi más importante que la de recibirlos; está dotado de una reserva energética propia, y en su interior se despliegan formas particulares de trasformación de la energía: su principal afán tiene que ser, pues, preservarlas del influjo nivelador, y por tanto destructivo, de las energías hipergrandes que laboran fuera. La recepción de estímulos sirve sobre todo al propósito de averiguar la orientación y la índole de los estímulos exteriores, y para ello debe bastar con tomar pequeñas muestras del mundo externo, probarlo en cantidades pequeñas. En el caso de los organismos superiores, hace ya tiempo que el estrato cortical receptor de estímulos de la antigua vesícula se internó en lo profundo del cuerpo, pero partes de él se dejaron atrás, en la superficie, inmediatamente debajo de la protección general antiestímulo. Nos referimos a los órganos sensoriales, que en lo esencial contienen dispositivos destinados a recibir acciones estimuladoras específicas, pero, además, particulares mecanismos preventivos para la ulterior protección contra volúmenes hipergrandes de estímulos y el apartamiento de variedades inadecuadas de estos (ver nota(37)). Es característico de tales órganos el procesar sólo cantidades muy pequeñas del estímulo externo: toman sólo pizquitas del mundo exterior; quizá se los podría comparar con unas antenas que tantearan el mundo exterior y se retiraran de él cada vez.
En este punto me permito rozar de pasada un tema merecedor del más profundo tratamiento. La tesis de Kant según la cual tiempo y espacio son formas necesarias de nuestro pensar puede hoy someterse a revisión a la luz de ciertos conocimientos psicoanalíticos. Tenemos averiguado que los procesos anímicos inconcientes son en sí «atemporales» (ver nota(38)). Esto significa, en primer término, que no se ordenaron temporalmente, que el tiempo no altera nada en ellos, que no puede aportárseles la representación del tiempo. He ahí unos caracteres negativos que sólo podemos concebir por comparación con los procesos anímicos concientes. Nuestra representación abstracta del tiempo parece más bien estar enteramente tomada del modo de trabajo del sistema P-Cc, y corresponder a una autopercepción de este. Acaso este modo de funcionamiento del sistema equivale a la adopción de otro camino para la protección contra los estímulos. Sé que estas aseveraciones suenan muy oscuras, pero no puedo hacer más que limitarme a indicaciones de esta clase (ver nota(39)).
Hemos puntualizado aquí que la vesícula viva está dotada de una protección antiestímulo frente al mundo exterior. Y habíamos establecido que el estrato cortical contiguo a ella tiene que estar diferenciado como órgano para la recepción de estímulos externos. Ahora bien, este estrato cortical sensitivo, que más tarde será el sistema Cc, recibe también excitaciones desde adentro; la posición del sistema entre el exterior y el interior, así como la diversidad de las condiciones bajo las cuales puede ser influido desde un lado y desde el otro, se vuelven decisivas para su operación y la del aparato anímico como un todo. Hacia afuera hay una protección antiestímulo, y las magnitudes de excitación accionarán sólo en escala reducida; hacia adentro, aquella es imposible (ver nota(40)), y las excitaciones de los estratos más profundos se propagan hasta el sistema de manera directa y en medida no reducida, al par que ciertos caracteres de su decurso producen la serie de las sensaciones de placer y displacer. Es cierto que las excitaciones provenientes del interior serán, por su intensidad y por otros caracteres cualitativos (eventualmente, por su amplitud), más adecuadas al modo de trabajo del sistema que los estímulos que afluyen desde el mundo exterior (ver nota(41)). Pero esta constelación determina netamente dos cosas: la primera, la prevalencia de las sensaciones de placer y displacer (indicio de procesos que ocurren en el interior del aparato) sobre todos los estímulos externos; la segunda, cierta orientación de la conducta respecto de las excitaciones internas que produzcan una multiplicación de displacer demasiado grande. En efecto, se tenderá a tratarlas como si no obrasen desde adentro, sino desde afuera, a fin de poder

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aplicarles el medio defensivo de la protección antiestímulo. Este es el origen de la proyección, a la que le está reservado un papel tan importante en la causación de procesos patológicos.Tengo la impresión de que estas últimas reflexiones nos han llevado a comprender mejor el imperio del principio de placer; pero todavía no hemos logrado aclarar los casos que lo contrarían. Demos entonces un paso más. Llamemos traumáticas a las excitaciones externas que poseen fuerza suficiente para perforar la protección antiestímulo. Creo que el concepto de trauma pide esa referencia a un apartamiento de los estímulos que de ordinario resulta eficaz. Un suceso como el trauma externo provocará, sin ninguna duda, una perturbación enorme en la economía {Betrieb} energética del organismo y pondrá en acción todos los medios de defensa. Pero en un primer momento el principio de placer quedará abolido. Ya no podrá impedirse que el aparato anímico resulte anegado por grandes volúmenes de estímulo; entonces, la tarea planteada es más bien esta otra: dominar el estímulo, ligar psíquicamente los volúmenes de estímulo que penetraron violentamente a fin de conducirlos, después, a su tramitación.
Es probable que el displacer específico del dolor corporal se deba a que la protección antiestímulo fue perforada en un área circunscrita. Y entonces, desde este lugar de la periferia afluyen al aparato anímico central excitaciones continuas, como las que por lo regular sólo podrían venirle del interior del aparato (ver nota(42)). ¿Y qué clase de reacción de la vida anímica esperaríamo s frente a esa intrusión? De todas partes es movilizada la energía de investidura a fin de crear, en el entorno del punto de intrusión, una investidura energética de nivel correspondiente. Se produce una enorme «contrainvestidura» en favor de la cual se empobrecen todos los otros sistemas psíquicos, de suerte que el resultado es una extensa parálisis o rebajamiento de cualquier otra operación psíquica. Con estos ejemplos, tratamos de aprender a apuntalar nuestras conjeturas metapsicológicas en tales modelos {Vorbild}. De esta constelación inferimos que un sistema de elevada investidura en sí mismo es capaz de recibir nuevos aportes de energía fluyente y trasmudarlos en investidura quiescente, vale decir, «ligarlos» psíquicamente. Cuanto más alta sea su energía quiescente propia, tanto mayor será también su fuerza ligadora; y a la inversa: cuanto más baja su investidura, tanto menos capacitado estará el sistema para recibir energía afluyente (ver nota(43)) y más violentas serán las consecuencias de una perforación de la protección antiestímulo como la considerada. Sería erróneo objetar a esta concepción que el aumento de la investidura en torno del punto de intrusión se explicaría de manera mucho más simple por el trasporte directo de los volúmenes de excitación ingresados, Sí así fuera, el aparato anímico experimentaría sólo un aumento de sus investiduras energéticas, y quedaría sin esclarecer el carácter paralizante del dolor, el empobrecimiento de todos los otros sistemas. Tampoco contradicen nuestra explicación los muy violentos efectos de descarga producidos por el dolor; en efecto, se cumplen por vía de reflejo, vale decir, sin la mediación del aparato anímico. El carácter impreciso de todas estas elucidaciones nuestras, que llamamos metapsicológicas, se debe, por supuesto, a que no sabemos nada sobre la naturaleza del proceso excitatorio en los elementos del sistema psíquico, ni nos sentimos autorizados a adoptar una hipótesis respecto de ella. Así, operamos de continuo con una gran X que trasportamos a cada nueva fórmula. Admitimos con facilidad que este proceso se cumple con energías que presentan diferencias cuantitativas, y quizá nos parezca probable que posea también más de una cualidad (p. ej., de la índole de una amplitud); y como elemento nuevo hemos considerado la concepción de Breuer según la cual están en juego dos diversas formas de llenado energético {Energieerfüllung} [cf. AE, 18, pág. 26], de tal suerte que sería preciso distinguir una investidura en libre fluir, que esfuerza en pos de su descarga (ver nota(44)), y una investidura quiescente de los sistemas psíquicos (o de sus elementos). Y quizás admitamos la conjetura de que la «ligazón» de la energía que afluye al aparato anímico con siste en un trasporte desde el estado de libre fluir hasta el estado quiescente.
Creo que podemos atrevernos a concebir la neurosis traumática común como el resultado de una vasta ruptura de la protección antiestímulo. Así volvería por sus fueros la vieja e ingenua doctrina del choque {shock}, opuesta, en apariencia, a una más tardía y de mayor refinamiento psicológico, que no atribuye valor etiológico a la acción de la violencia mecánica, sino al terror y al peligro de muerte. Sólo que estos opuestos no son irreconciliables, ni la concepción psicoanalítica de la neurosis traumática es idéntica a la forma más burda de la teoría del choque. Mientras que esta sitúa la esencia del choque en el deterioro directo de la estructura molecular o aun histológica de los elementos nerviosos, nosotros buscamos comprender su efecto por la ruptura de la protección antiestímulo del órgano anímico y las tareas que ello plantea. Pero también el terror conserva para nosotros su valor. Tiene por condición la falta del apronte angustiado [cf. AE, 18, pág. 13, n. 3]; este último conlleva la sobreinvestidura de los sistemas que reciben primero el estímulo. A raíz de esta investidura más baja, pues, los sistemas no están en buena situación para ligar los volúmenes de excitación sobrevinientes, y por eso las consecuencias de la ruptura de la protección antiestímulo se producen tanto más fácilmente. Descubrimos, así, que el apronte angustiado, con su sobre-investidura de los sistemas recipientes, constituye la última trinchera de la protección antiestímulo. En toda una serie de traumas, el factor decisivo para el desenlace quizá sea la diferencia entre los sistemas no preparados y los preparados por sobreinvestidura; claro que a partir de una cierta intensidad del trauma, esa diferencia dejará de pesar. Si en la neurosis traumática los sueños reconducen tan regularmente al enfermo a la situación en que sufrió el accidente, es palmario que no están al servicio del cumplimiento de deseo, cuya producción alucinatoria devino la función de los sueños bajo el imperio del principio de placer. Pero tenemos derecho a suponer que por esa vía contribuyen a otra tarea que debe resolverse antes de que el principio de placer pueda iniciar su imperio. Estos sueños buscan recuperar el dominio {Bewältigtíng} sobre el estímulo por medio de un desarrollo de angustia cuya omisión causó la neurosis traumática. Nos proporcionan así una perspectiva sobre una función del aparato anímico que, sin contradecir al principio de placer, es empero independiente de él y parece más originaria que el propósito de ganar placer y evitar displacer.
Aquí, entonces, deberíamos admitir por primera vez una excepción a la tesis de que el sueño es cumplimiento de deseo, Los sueños de angustia no son tal excepción, como lo he mostrado repetidamente y en profundidad; tampoco los «sueños punitorios», puesto que no hacen sino remplazar el cumplimiento de deseo prohibido por el castigo pertinente, y por tanto son el cumplimiento de deseo de la conciencia de culpa que reacciona frente a la pulsión reprobada (ver nota(45)). Pero los mencionados sueños de los neuróticos traumáticos ya no pueden verse como cumplimiento de deseo; tampoco los sueños que se presentan en los psicoanálisis, y que nos devuelven el recuerdo de los traumas psíquicos de la infancia. Más bien obedecen a la compulsión de repetición, que en el análisis se apoya en el deseo (promovido ciertamente por la «sugestión»(46)) de convocar lo olvidado y reprimido. Así, no sería la función originaria del sueño eliminar, mediante el cumplimiento de deseo de las mociones perturbadoras, unos motivos capaces de interrumpir el dormir; sólo podría apropiarse de esa función después que el conjunto de la vida anímica aceptó el imperio del principio de placer. Si existe un «más allá del

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principio de placer», por obligada consecuencia habrá que admitir que hubo un tiempo anterior también a la tendencia del sueño al cumplimiento de deseo. Esto no contradice la función que adoptará más tarde. Pero, una vez admitida la excepción a esta tendencia, se plantea otra pregunta: ¿No son posibles aun fuera del análisis sueños de esta índole, que en interés de la ligazón psíquica de impresiones traumáticas. obedecen a la compulsión de repetición? Ha de responderse enteramente por la afirmativa.En cuanto a las «neurosis de guerra» (en la medida en que esta designación denote algo más que la referencia a lo que ocasionó la enfermedad), he puntualizado en otro lugar que muy bien podría tratarse de neurosis traumáticas facilitadas por un conflicto en el yo (ver nota(47)). El hecho citado supra ([AE, 18], pág. 12) de que las posibilidades de contraer neurosis se reducen cuando el trauma es acompañado por una herida física deja de resultar incomprensible si se toman en cuenta dos constelaciones que la investigación psicoanalítica ha puesto de relieve. La primera, que la conmoción mecánica debe admitirse como una de las fuentes de la excitación sexual(48), y la segunda, que el estado patológico de fiebre y dolores ejerce, mientras dura, un poderoso influjo sobre la distribución de la libido. Entonces, la violencia mecánica del trauma liberaría el quantum de excitación sexual, cuya acción traumática es debida a la falta de apronte angustiado; y, por otra parte, la herida física simultánea ligaría el exceso de excitación al reclamar una sobreinvestidura narcisista del órgano doliente (ver nota(49)). También es cosa sabida (aunque no se la ha apreciado suficientemente en la teoría de la libido) que perturbaciones graves en la distribución libidinal, como las de una melancolía, son temporariamente canceladas por una enfermedad orgánica intercurrente; y más todavía: una dementia Praecoxplenamente desarrollada es capaz, bajo esa misma condición, de una remisión provisional de su estado.
La falta de una protección antiestímulo que resguarde al estrato cortical receptor de estímulos de las excitaciones de adentro debe tener esta consecuencia: tales trasferencias de estímulo adquieren la mayor importancia económica y a menudo dan ocasión a perturbaciones económicas equiparables a las neurosis traumáticas. Las fuentes más proficuas de esa excitación interna son las llamadas «pulsiones» del organismo: los representantes {Repräsentant} de todas las fuerzas eficaces que provienen del interior del cuerpo y se trasfieren al aparato anímico; es este el elemento más importante y oscuro de la investigación psicológica.
Quizá no hallemos demasiado atrevido suponer que las mociones que parten de las pulsiones no obedecen al tipo del proceso nervioso ligado, sino al del proceso libremente móvil que esfuerza en pos de la descarga. Lo mejor que sabemos acerca de este último proviene del estudio del trabajo del sueño, el cual nos permitió descubrir que los procesos que se despliegan en los sistemas inconcientes son radicalmente diversos de los que ocurren en los sistemas (pre)concientes; que en el inconciente las investiduras pueden trasferirse, desplazarse y condensarse de manera completa y fácil, lo cual, de acontecer con un material preconciente, sólo podría arrojar resultados incorrectos: es lo que engendra las conocidas peculiaridades del sueño manifiesto después que los restos diurnos preconcientes fueron elaborados de acuerdo con las leyes del inconciente. He llamado «proceso psíquico primario» a la modalidad de estos procesos que ocurren en el inconciente, a diferencia del proceso secundario, que rige nuestra vida normal de vigilia. Puesto que todas las mociones pulsionales afectan a los sistemas inconcientes, difícilmente sea una novedad decir que obedecen al proceso psíquico primario; y por otra parte, de ahí a identificar al proceso psíquico primario con la investidura libremente móvil, y al proceso secundario con las alteraciones de la investidura ligada o tónica de Breuer (ver nota(50)), no hay más que un pequeño paso. Entonces, la tarea de los estratos superiores del aparato anímico sería ligar la excitación de las pulsiones que entra en operación en el proceso primario. El fracaso de esta ligazón provocaría una perturbación análoga a la neurosis traumática; sólo tras una ligazón lograda podría establecerse el imperio irrestricto del principio de placer (y de su modificación en el principio de realidad). Pero, hasta ese momento, el aparato anímico tendría la tarea previa de dominar o ligar la excitación, desde luego que no en oposición al principio de placer, pero independientemente de él y en parte sin tomarlo en cuenta.
Las exteriorizaciones de una compulsión de repetición que hemos descrito en las tempranas actividades de la vida anímica infantil, así como en las vivencias de la cura psicoanalítica, muestran en alto grado un carácter pulsional(51) y, donde se encuentran en oposición al principio de placer, demoníaco. En el caso del juego infantil creemos advertir que el niño repite la vivencia displacentera, además, porque mediante su actividad consigue un dominio sobre la impresión intensa mucho más radical que el que era posible en el vivenciar meramente pasivo. Cada nueva repetición parece perfeccionar ese dominio procurado; pero ni aun la repetición de vivencias placenteras será bastante para el niño, quien se mostrará inflexible exigiendo la identidad de la impresión. Este rasgo de carácter está destinado a desaparecer más tarde. Un chiste escuchado por segunda vez no hará casi efecto, una representación teatral no producirá jamás la segunda vez la impresión que dejó la primera; y aun será difícil mover a un adulto a releer enseguida un libro que le ha gustado mucho. En todos los casos la novedad será condición del goce. El niño, en cambio, no cejará en pedir al adulto la repetición de un juego que este le enseñó o practicó con él, hasta que el adulto, fatigado, se rehúse; y si se le ha contado una linda historia, siempre querrá escuchar esa misma en lugar de una nueva, se mostrará inflexible en cuanto a la identidad de la repetición y corregirá toda variante en que el relator haya podido incurrir y con la cual quizá pretendía granjearse un nuevo mérito (vernota(52)). Nada de esto contradice al principio de placer; es palmario que la repetición, el reencuentro de la identidad, constituye por sí misma una fuente de placer.
En el analizado, en cambio, resulta claro que su compulsión a repetir en la trasferencia los episodios del período infantil de su vida se sitúa, en todos los sentidos, más allá del principio de placer. El enfermo se comporta en esto de una manera completamente infantil, y así nos enseña que las huellas mnémicas reprimidas de sus vivencias del tiempo primordial no subsisten en su interior en el estado ligado, y aun, en cierta medida, son insusceptibles del proceso secundario. A esta condición de no ligadas deben también su capacidad de formar, adhiriéndose a los restos diurnos, una fantasía de deseo que halla figuración en el sueño. Muy a menudo esta misma compulsión de repetición es para nosotros un estorbo terapéutico cuando,

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al final de la cura, nos empeñamos en conseguir el desasimiento completo del enfermo [respecto de su médico]; y cabe suponer que la oscura angustia de los no familiarizados con el análisis, que temen despertar algo que en su opinión sería mejor dejar dormido, es en el fondo miedo a la emergencia de esta compulsión demoníaca.Ahora bien, ¿de qué modo se entrama lo pulsional con la compulsión de repetición? Aquí no puede menos que imponérsenos la idea de que estamos sobre la pista de un carácter universal de las pulsiones (no reconocido con claridad hasta ahora, o al menos no destacado expresamente(53)) y quizá de toda vida orgánica en general. Una pulsión sería entonces un esfuerzo, inherente a lo orgánico vivo, de reproducción de un estado anterior que lo vivo debió resignar bajo el influjo de fuerzas perturbadoras externas; sería una suerte de elasticidad orgánica o, si se quiere, la exteriorización de la inercia en la vida orgánica (ver nota(54)).
Esta manera de concebir la pulsión nos suena extraña; en efecto, nos hemos habituado a ver en la pulsión el factor que esfuerza en el sentido del cambio y del desarrollo, y ahora nos vemos obligados a reconocer en ella justamente lo contrario, la expresión de la naturaleza conservadora del ser vivo. Por otra parte, enseguida nos vienen a la mente aquellos fenómenos de la vida animal que parecen corroborar el condicionamiento histórico de las pulsiones. Ciertos peces emprenden. en la época del desove fatigosas migraciones a fin de depositar las huevas en determinadas aguas, muy alejadas de su lugar de residencia habitual; muchos biólogos interpretan que no hacen sino buscar las moradas anteriores de su especie, que en el curso del tiempo habían trocado por otras. Lo mismo es aplicable -se cree- a los vuelos migratorios de las aves de paso. Ahora bien, una reflexión nos exime pronto de buscar nuevos ejemplos: en los fenómenos de la herencia y en los hechos de la embriología tenemos los máximos documentos de la compulsión de repetición en el mundo orgánico. Vemos que el germen de un animal vivo está obligado a repetir -si bien de modo fugaz y compendiado- las estructuras de todas las formas de que el animal desciende, en vez de alcanzar de golpe su conformación definitiva por el camino más corto; y como sólo en mínima parte podemos explicar ese comportamiento en términos mecánicos, no nos es lícito desechar la explicación histórica. De igual modo, está muy extendida en el reino animal una capacidad de reproducción(55) en virtud de la cual un órgano perdido se sustituye por la neoformacíón de otro que se le asemeja enteramente.
No puede dejar de considerarse aquí, es verdad, una sugerente objeción basada en la idea de que junto a las pulsiones conservadoras, que compelen a la repetición, hay otras que esfuerzan en el sentido de la creación y del progreso; más adelante la incorporaremos a nuestras reflexiones.(56) Pero antes no resistimos la tentación de seguir hasta sus últimas consecuencias la hipótesis de que todas las pulsiones quieren reproducir algo anterior. No importa si lo que de esto saliere tiene aire de «profundo» o suena a algo místico; por nuestra parte, nos sabemos bien libres del reproche de buscar semejante cosa. Nos afanamos por alcanzar los sobrios resultados de la investigación o de la reflexión basada ' en ella, y no procuramos que tengan otro carácter que el de la certeza. (Ver nota agregada en 1925(57)).
Pues bien; si todas las pulsiones orgánicas son conservadoras, adquiridas históricamente y dirigidas a la regresión, al restablecimiento de lo anterior, tendremos que anotar los éxitos del desarrollo orgánico en la cuenta de influjos externos, perturbadores y desviantes. Desde su comienzo mismo, el ser vivo elemental no habría querido cambiar y, de mantenerse idénticas las condiciones, habría repetido siempre el mismo curso de vida. Más todavía: en último análisis, lo que habría dejado su impronta en la evolución de los organismos sería la historia evolutiva de nuestra Tierra y de sus relaciones con el Sol. Las pulsiones orgánicas conservadoras han recogido cada una de estas variaciones impuestas a su curso vital, preservándolas en la repetición; por ello esas fuerzas no pueden sino despertar la engañosa impresión de que aspiran al cambio y al progreso, cuando en verdad se empeñaban meramente por alcanzar una vieja meta a través de viejos y nuevos caminos. Hasta se podría indicar cuál es esta meta final de todo bregar orgánico. Contradiría la naturaleza conservadora de las pulsiones el que la meta de la vida fuera un estado nunca alcanzado antes. Ha de ser más bien un estado antiguo, inicial, que lo vivo abandonó una vez y al que aspira a regresar por todos los rodeos de la evolución. Si nos es lícito admitir como experiencia sin excepciones que todo lo vivo muere, regresa a lo inorgánico, por razones internas, no podemos decir otra cosa que esto: La meta de toda vida es la muerte; y, retrospectivamente: Lo inanimado estuvo ahí antes que lo vivo.
En algún momento, por una intervención de fuerzas que todavía nos resulta enteramente inimaginable, se suscitaron en la materia inanimada las propiedades de la vida. Quizá fue un proceso parecido, en cuanto a su arquetipo {vorbildlich}, a aquel otro que más tarde hizo surgir la conciencia en cierto estrato de la materia viva. La tensión así generada en el material hasta entonces inanimado pugnó después por nivelarse; así nació la primera pulsíón, la de regresar a lo inanimado. En esa época, a la sustancia viva le resultaba todavía 'fácil morir; probablemente tenía que recorrer sólo un breve camino vital, cuya orientación estaba marcada por la estructura química de la joven vida. Durante largo tiempo, quizá, la sustancia viva fue recreada siempre de nuevo y murió con facilidad cada vez, hasta que decisivos influjos externos se alteraron de tal modo que forzaron a la sustancia aún sobreviviente a desviarse más y más respecto de su camino vital originario, y a dar unos rodeos más y más complicados, antes de alcanzar la meta de la muerte. Acaso son estos rodeos para llegar a la muerte, retenidos fielmente por las pulsiones conservadoras, los que hoy nos ofrecen el cuadro {Bild} de los fenómenos vitales. No podemos llegar a otras conjeturas acerca del origen y la meta de la vida si nos atenemos a la idea de la naturaleza exclusivamente conservadora de las pulsiones.
Tan extraño como estas conclusiones suena lo que se obtiene respecto de los grandes grupos de pulsiones que estatuimos tras los fenómenos vitales de los organismos. El estatuto de las pulsiones de autoconservación que suponemos en todo ser vivo presenta notable oposición con el presupuesto de que la vida pulsional en su conjunto sirve a la provocación de la muerte. Bajo esta luz, la importancia teórica de las pulsiones de autoconservación, de poder y de ser reconocido, cae por tierra; son pulsiones parciales destinadas a asegurar el camino hacia la muerte peculiar del organismo y a alejar otras posibilidades de regreso a lo inorgánico que no sean las inmanentes. Así se volatiliza ese enigmático afán del organismo, imposible de insertar en un orden de coherencia, por afirmarse a despecho del mundo entero. He aquí lo que resta: el organismo sólo quiere morir a su manera, también estos guardianes de la vida fueron originariamente alabarderos de la muerte. Así se engendra la paradoja de que el organismo vivo lucha con la máxima energía contra influencias (peligros) que podrían ayudarlo a alcanzar su meta vital por el camino más corto (por cortocircuito, digámoslo así); pero esta conducta es justamente lo característico de un bregar puramente pulsional, a diferencia de un bregar inteligente (ver nota(58)).
Pero reflexionemos: ¡eso no puede ser así! Bajo una luz totalmente diversa se sitúan las

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pulsiones sexuales, para las cuales la doctrina de las neurosis ha reclamado un estatuto particular. No todos los organismos están expuestos a la compulsión externa que los empuja a un desarrollo cada vez más avanzado. Muchos han logrado conservarse hasta el presente en su estadio inferior; y hoy sobreviven, si no todos, al menos muchos seres que deben de ser semejantes a los estadios previos de los animales y las plantas superiores. Y de igual modo, no todos los organismos elementales que integran el cuerpo complejo de un ser vivo superior acompañan su camino íntegro de desarrollo hasta la muerte natural. Algunos de ellos (las células germinales) conservan probablemente la estructura originaria deja sustancia viva, y pasado cierto tiempo se sueltan del organismo total, cargados con todas las disposiciones pulsionales heredadas y las recién adquiridas. Quizá sean justamente estas dos propiedades las que les posibilitan su existencia autónoma. Puestos en condiciones favorables, empiezan a desarrollarse, vale decir, a repetir el juego a que deben su génesis; y el juego termina en que de nuevo una parte de su sustancia prosigue el desarrollo hasta el final, mientras que otra, en calidad de nuevo resto germinal, vuelve a remontarse hasta el principio del desarrollo. Así, estas células germinales laboran en contra del fenecimiento de la sustancia viva y saben conquistarle lo que no puede menos que aparecérsenos como su inmortalidad potencial, aunque quizá sólo implique una prolongación del camino hasta la muerte. Nos resulta en extremo significativo el hecho de que es la fusión de la célula germinal con otra, semejante a ella y no obstante diversa, lo que la potencia para esta operación o, aún más, se la posibilita.Las pulsiones que vigilan los destinos de estos organismos elementales que sobreviven al individuo, cuidan por su segura colocación {Uizterbringung} mientras se encuentran inermes frente a los estímulos del mundo exterior, y provocan su encuentro con las otras células germinales, etc., constituyen el grupo de las pulsiones sexuales. Son conservadoras en el mismo sentido que las otras, en cuanto espejan estados anteriores de la sustancia viva; pero lo son en medida mayor, pues resultan particularmente resistentes a injerencias externas, y lo son además en otro sentido, pues conservan la vida por lapsos más largos (ver nota(59)). Son las genuinas pulsiones de vida; dado que contrarían el propósito de las otras pulsiones (propósito que por medio de la función lleva a la muerte), se insinúa una oposición entre aquellas y estas, oposición cuya importancia fue tempranamente discernida por la doctrina de las neurosis. Hay como un ritmo titubeante en la vida de los organismos; uno de los grupos pulsionales se lanza, impetuoso, hacia adelante, para alcanzar lo más rápido posible la meta final de la vida; el otro, llegado a cierto lugar de este camino, se lanza hacia atrás para volver a retomarlo desde cierto punto y así prolongar la duración del trayecto. Ahora bien, es cierto que sexualidad y diferencia de los sexos no existían al comienzo de la vida; a pesar de ello, sigue en pie la posibilidad de que las pulsiones que después se llamarían sexuales entraran en actividad desde el comienzo mismo, en vez de empezar su trabajo contrario al juego de las «pulsiones yoicas» en un punto temporal más tardío. (Ver nota agregada en 1925(60)).
Pero hagamos un primer alto aquí, y preguntémonos si todas estas especulaciones no carecen de fundamento. ¿En verdad no habrá, prescindiendo de las pulsiones sexuales(61), otras pulsiones que las que pretenden restablecer un estado anterior? ¿Acaso no habrá otras que aspiren a algo todavía no alcanzado? Dentro del mundo orgánico no conozco ningún ejemplo cierto que contradiga la caracterización propuesta. Es seguro que en el reino animal y vegetal no se comprueba la existencia de una pulsión universal hacia el progreso evolutivo, por más que la orientación en ese sentido sigue siendo de hecho incuestionable. Pero, por una parte, muchas veces depende sólo de nuestra apreciación subjetiva el declarar que un estadio del desarrollo es superior a otro; y además, la ciencia de lo vivo nos muestra que una evolución en un punto muy a menudo se paga con una involución en otro, o se hace a expensas de este. Hay, también, buen número de formas animales cuyos estados juveniles nos hacen ver que su evolución cobró más bien un carácter regresivo. Tanto el progreso evolutivo como la involución podrían ser consecuencia de fuerzas externas que esfuerzan la adaptación, y en ambos casos el papel de las pulsiones podría circunscribirse a conservar, como fuente interna de placer, la alteración impuesta (ver nota(62)).
A muchos de nosotros quizá nos resulte difícil renunciar a la creencia de que en el ser humano habita una pulsión de perfeccionamiento que lo ha llevado hasta su actual nivel de rendimiento espiritual y de sublimación ética, y que, es lícito esperarlo, velará por la trasformación del hombre en superhombre. Sólo que yo no creo en una pulsión interior de esa índole, y no veo ningún camino que permitiría preservar esa consoladora ilusión. Me parece que la evolución que ha tenido hasta hoy el ser humano no precisa de una explicación diversa que la de los animales, y el infatigable esfuerzo que se observa en una minoría de individuos humanos hacia un mayor perfeccionamiento puede comprenderse sin violencia como resultado de la represión de las pulsiones(63), sobre la cual se edifica lo más valioso que hay en la cultura humana. La pulsión reprimida nunca cesa de aspirar a su satisfacción plena, que consistiría en la repetición de una vivencia primaria de satisfacción; todas las formaciones sustitutivas y reactivas, y todas las sublimaciones, son insuficientes para cancelar su tensión acuciante, y la diferencia entre el placer de satisfacción hallado y el pretendido engendra el factor pulsionante, que no admite aferrarse a ninguna de las situaciones establecidas, sino que, en las palabras del poeta, «acicatea, indomeñado, siempre hacia adelante(64)». El camino hacia atrás, hacia la satisfacción plena, en general es obstruido por las resistencias en virtud de las cuales las represiones se mantienen en pie; y entonces no queda más que avanzar por la otra dirección del desarrollo, todavía expedita, en verdad sin perspectivas de clausurar la marcha ni de alcanzar la meta. Los procesos que sobrevienen en el desarrollo de una fobia neurótica, que por cierto no es más que un intento de huida frente a una satisfacción pulsional, nos proporcionan el modelo de la génesis de esta aparente «pulsión de perfeccionamiento», que en modo alguno podemos atribuir a la totalidad de los individuos humanos. Sin duda que en todos preexisten sus condiciones dinámicas, pero las proporciones económicas parecen favorecer el fenómeno sólo en raros casos.
Apuntemos de pasada la posibilidad de que el afán del Eros por conjugar lo orgánico en unidades cada vez mayores haga las veces de sustituto de esa «pulsión de perfeccionamiento» que no podemos admitir. En unión con los efectos de la represión, ello contribuiría a explicar los fenómenos atribuidos a aquella (ver nota(65)).
VI

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La conclusión obtenida hasta este momento, que estatuye una tajante oposición entre las «pulsiones yoicas» y las pulsiones sexuales, y según la cual las primeras se esfuerzan en el sentido de la muerte y las segundas en el de la continuación de la vida, resultará sin duda insatisfactoria en muchos aspectos, aun para nosotros mismos. A esto se suma que en verdad sólo para las primeras podríamos reclamar el carácter conservador -o, mejor, regrediente- de la pulsión que correspondería a una compulsión de repetición. En efecto, de acuerdo con nuestros supuestos, las pulsiones yoicas provienen de la animación de la materia inanimada y quieren restablecer la condición de inanimado. En cambio, en cuanto a las pulsiones sexuales, es palmario que reproducen estados primitivos del ser vivo, pero la meta que se empeñan en alcanzar por todos los medios es la fusión de dos células germinales diferenciadas de una manera determinada. Si esta unión no se produce, la célula germinal muere como todos los otros elementos del organismo pluricelular. Sólo bajo esta condición puede la función genésica prolongar la vida y conferirle la apariencia de la inmortalidad. Ahora bien, ¿qué acontecimiento importante sobrevenido en el curso evolutivo de la sustancia viva es repetido por la reproducción genésica o su precursora, la copulación {Kopulation} entre dos protistas? (ver nota(66)). No sabemos decirlo, y por eso, sí todo nuestro edificio conceptual hubiera de revelarse erróneo, lo sentiríamos como un alivio. Caería por tierra la oposición entre pulsiones yoicas (de muerte)(67) y pulsiones sexuales (de vida), y con ello también la compulsión de repetición perdería el significado que se le atribuye.Volvamos, entonces, sobre uno de los supuestos que hemos insertado, con la esperanza de poder refutarlo enteramente. Hemos edificado ulteriores conclusiones sobre la premisa de que todo ser vivo tiene que morir por causas internas. Si adoptamos este supuesto tan al descuido, fue porque no nos pareció tal. Estamos habituados a pensar así, y nuestros poetas nos corroboran en ello. Quizá nos indujo a esto la consolación implícita en esa creencia. Si uno mismo está destinado a morir, y antes debe perder por la muerte a sus seres más queridos, preferirá estar sometido a una ley natural incontrastable, la sublime ¢Anagch{Necesidad}, y no a una contingencia que tal vez habría podido evitarse. Pero esta creencia en la legalidad interna del morir acaso no sea sino una de las ilusiones que hemos engendrado para «soportar las
penas de la existencia(68)». Esa creencia no es, sin duda, originaria: los pueblos primitivos desconocen la idea de una «muerte natural»; atribuyen toda muerte que se produzca entre ellos a la influencia de un enemigo o de un espíritu maligno. Por eso debemos acudir sin falta a la ciencia biológica para someter a examen esta creencia.
Si lo hacemos, nos asombrará el poco acuerdo que reina entre los biólogos en cuanto al problema de la muerte natural; más aún: el concepto mismo de la muerte se les deshace entre las manos. El hecho de que al menos^ la vida de los animales superiores tiene cierta duración promedio aboga, desde luego, en favor de la muerte por causas internas, pero esta impresión vuelve a disiparse por la circunstancia de que ciertos grandes animales y árboles gigantescos alcanzan una edad muy elevada, que hasta ahora no ha podido estimarse. Según la grandiosa concepción de W. Fliess [1906], todos los fenómenos vitales de los organismos -incluida su muerte, desde luego- están sujetos al cumplimiento de ciertos plazos en los que se expresa la dependencia de dos sustancias vivas, una masculina y una femenina, respecto del año solar. No obstante, las observaciones acerca de la facilidad y la amplitud con que los influjos de fuerzas externas son capaces de alterar la emergencia temporal de las manifestaciones vitales (en particular del reino vegetal), anticipándolas o retardándolas, resisten su inserción dentro de las rígidas fórmulas de Fliess y hacen dudar, al menos, de que las leyes postuladas por él tengan predominio exclusivo.
Reviste máximo interés para nosotros el tratamiento que ha recibido el tema de la duración de la vida y de la muerte de los organismos en los trabajos de A. Weismann (1882, 1884, 1892, entre otros). A este investigador se debe la diferenciación de la sustancia viva en una mitad mortal y una inmortal. La mortal es el cuerpo en sentido estricto, el soma; sólo ella está sujeta a la muerte natural. Pero las células germinales son potentia {en potencia} inmortales, en cuanto son capaces, bajo ciertas condiciones favorables, de desarrollarse en un nuevo individuo (dicho de otro modo: de rodearse con un nuevo soma). (Vernota(69)).
Lo que nos cautiva aquí es la inesperada analogía con nuestra concepción, desarrollada por caminos tan diferentes. Weismann, en un abordaje morfológico de la sustancia viva, discierne en ella un componente pronunciado hacia la muerte, el soma, el cuerpo excepto el material genésico y relativo a la herencia, y otro inmortal, justamente ese plasma germinal que sirve a la conservación de la especie, a la reproducción. Por nuestra parte, no hemos abordado la sustancia viva sino las fuerzas que actúan en ella, y nos vimos llevados a distinguir dos clases de pulsiones: las que pretenden conducir la vida a la muerte, y, las otras, las pulsiones sexuales, que de continuo aspiran a la renovación de la vida, y la realizan. Esto suena a un corolario dinámico de la teoría morfológica de Weismann.
Pero la ilusión de un acuerdo significativo se disipa tan pronto nos enteramos del juicio de Weismann sobre el problema de la muerte. En efecto, él hace que la distinción entre soma mortal y plasma germinal inmortal valga sólo para los organismos pluricelulares; en cambio, en los animales unicelulares, individuo y célula de la reproducción son una y la misma cosa (ver nota(70)). Por es o declara a estos últimos potencialmente inmortales; la muerte aparece únicamente entre los metazoos, los pluricelulares. Esta muerte de los seres vivos superiores es, sí, una muerte natural, producto de causas internas, pero no descansa en una propiedad originaria de la sustancia viva (ver nota(71)), no puede entenderse como una necesidad absoluta, fundada en la naturaleza de la vida (ver nota(72)). La muerte es más bien un mecanismo de conveniencia {Zweckmässigkeit}, un fenómeno de la adaptación a las condiciones vitales externas, porque desde el momento en que las células del cuerpo se dividieron en soma y en plasma germinal, una duración ilimitada de la vida individual habría pasado a ser un lujo carente de finalidad{unzweckmässig}. La emergencia de esta diferenciación en los pluricelulares hizo que la muerte deviniera posible y adecuada a fines. Desde entonces el soma de los seres vivos superiores perece por razones internas en períodos determinados, pero los protistas han permanecido inmortales. La reproducción, en cambio, no se introdujo sólo con la muerte; más bien es una propiedad primordial de la materia viva, como el crecimiento del que procedió, y la vida se ha mantenido sin solución de continuidad desde que se inició sobre la Tierra (ver nota(73)).
Con facilidad se advierte que la admisión de una muerte natural de los organismos superiores nos ayuda poco en nuestro tema. Si la muerte es una adquisición tardía del ser vivo, ya no puede hablarse de unas pulsiones de muerte que derivarían del comienzo de la vida sobre la Tierra. Y entonces, que los animales pluricelulares mueran por razones internas, sea a raíz de una diferenciación defectuosa o del carácter imperfecto de su metabolismo, carece de todo interés para el problema que nos ocupa. Por otra parte, esta concepción y derivación de la

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Muerte es Mucho más afín al pensamiento habitual de los hombres que el extraño supuesto de unas «pulsiones de muerte».A mí juicio, la discusión a que dieron lugar las tesis de Weismann no resultó concluyente en ningún aspecto (ver nota(74)). Muchos autores volvieron al punto de vista de Goethe (1883), quien veía en la muerte la consecuencia directa de la reproducción. Hartmann no la caracteriza por la emergencia de un «cadáver», de una parte fenecida de la sustancia viva, sino que la define como el «cierre del desarrollo individual» (ver nota(75)). En este sentido también los protozoos son mortales: la muerte siempre coincide en ellos con la reproducción, pero en cierta medida queda velada por esta última, puesto que toda la sustancia del animal progenitor puede trasmitirse directamente a los individuos jóvenes, sus hijos.
El interés de la investigación se dirigió pronto a someter a prueba experimental la aseverada inmortalidad de la sustancia viva en los animales unicelulares. Un norteamericano, Woodruff, hizo un cultivo de un infusorio ciliado, conocido como «animalito con pantuflas», que se reproduce por división en dos individuos; lo siguió hasta la generación número 3.029, en que interrumpió el experimento, tomando cada vez uno de los productos de la partición y poniéndolo en agua renovada. Pues bien: ese último retoño del primer animalito con pantuflas estaba tan joven como su antepasado, sin signo ninguno de envejecimiento o degeneración; de tal modo, si las cifras alcanzadas son ya probatorias, parecería experimentalmente demostrable la inmortalidad de los protistas (ver nota(76)).
Otros investigadores han llegado a resultados diferentes. Maupas, Calkins y otros han hallado, en oposición a Woodruff, que también estos infusorios, tras cierto número de divisiones, se debilitan, disminuyen de tamaño, pierden una parte de su organización y finalmente mueren a menos que reciban ciertas influencias renovadoras. Sostienen entonces que, tras una fase de envejecimiento, los protozoos mueren, lo mismo que los animales superiores. Así contradicen las tesis de Weismann, para quien la muerte es una adquisición tardía de los organismos vivos.
Del conjunto de estas indagaciones hemos de extraer dos hechos que parecen ofrecernos un asidero firme. En primer lugar: Si los animalitos, en un momento en que todavía no muestran ningún signo de senectud, pueden fusionarse de a dos, «copular» -y volver a :separarse trascurrido cierto lapso-, quedan a salvo de envejecer, se «rejuvenecen». Esta copulación es sin duda la precursora de la reproducción genésica de los animales superiores; todavía no tiene nada que ver con la multiplicación, se limita a la mezcla de las sustancias de los dos individuos (la amphimixís de Weismann). Ahora bien, la influencia renovadora de la copulación puede sustituirse también mediante determinadas estimulaciones: alteraciones en la composición del líquido nutritivo, aumento de la temperatura o sacudimientos. Recuérdese el famoso experimento de J. Loeb, quien merced a ciertos estímulos químicos forzó procesos de división en huevos de erizo de mar, procesos que normalmente sólo se producen tras la fecundación.
En segundo lugar: Es probable, empero, que los infusorios sean conducidos a una muerte natural por su propio proceso de vida; en efecto, la contradicción entre los resultados de Woodruff y los de otros investigadores se debe a que el primero puso cada generación nueva en un líquido nutritivo renovado. Cuando omitía hacerlo, observaba el mismo envejecimiento de las generaciones que los otros investigadores. Infirió que los animalitos resultaban dañados por los productos metabólicos que arrojaban al líquido circundante, y pudo demostrar entonces convincentemente que sólo los productos del metabolismo propio tenían este efecto, que conduce a la muerte de la generación. En efecto, en una solución sobresaturada con los productos de desecho de una especie lejanamente emparentada, florecían de manera notable estos mismos animalitos que, depositados en su propio líquido nutritivo, perecían con seguridad. Abandonado a sí mismo, entonces, el infusorio muere de muerte natural por la imperfecta eliminación de sus propios productos metabólicos; pero quizá todos los animales superiores mueran, en el fondo, por esa misma incapacidad.
Puede asaltarnos esta duda: ¿Es en definitiva atinado buscar en el estudio de los protozoos la respuesta al problema de la muerte natural? Acaso la organización primitiva de estos seres nos oculta importantes constelaciones que también en ellos se presentan pero que sólo en los animales superiores, donde se han procurado una expresión morfológica, pueden ser reconocidas. Si abandonamos el punto de vista morfológico a fin de adoptar el dinámico, puede resultarnos por completo indiferente que se demuestre o no la muerte natural de los protozoos. En ellos, la sustancia reconocida después como inmortal no se ha separado todavía en modo alguno de la sustancia mortal. Las fuerzas pulsionales que quieren trasportar la vida a la muerte podrían actuar también en ellos desde el comienzo, y no obstante, su efecto podría encontrarse tan oculto por las fuerzas de la conservación de la vida que su demostración directa se volviera muy difícil. Por otra parte, ya dijimos que las observaciones de los biólogos nos permiten suponer también en los protistas esa clase de procesos internos que conducen a la muerte. Pero aun si los protistas resultaran ser inmortales en el sentido de Weismann, su tesis de que la muerte es una adquisición tardía vale sólo para las exteriorizaciones manifiestas de la muerte y no habilita a hacer supuesto alguno en cuanto a los procesos que esfuerzan hacia ella.
No se ha cumplido nuestra expectativa de que la biología habría de desechar de plano el reconocimiento de la pulsión de muerte. Podemos seguir ocupándonos de su posibilidad si tenemos otros fundamentos para hacerlo. Comoquiera que fuese, la llamativa semejanza de la separación que traza Weismann entre soma y plasma germinal, y nuestra división entre pulsiones de muerte y pulsiones de vida, queda en pie y recupera su valor.
Detengámonos un poco en esta concepción eminentemente dualista de la vida pulsional. Según la teoría de Ewald Hering sobre la sustancia viva [1878, págs. 77 y sigs.], en ella discurren de continuo dos clases de procesos de orientación contrapuesta: uno de anabolismo -asimilatorioy el otro de catabolismo -desasimilatorio-. ¿Osaremos discernir en estas dos orientaciones de los procesos vitales la actividad de nuestras dos mociones pulsionales, la pulsión de vida y la pulsión de muerte? Y hay otra cosa que no podemos disimular: inadvertidamente hemos arribado al puerto de la filosofía de Schopenhauer, para quien la muerte es el «genuino resultado» y, en esa medida, el fin de la vida (ver nota(77)), mientras que la pulsión sexual es la encarnación de la voluntad de vivir.
Ensayemos, fríamente, dar un paso más. Es opinión general que la unión de numerosas células en una «sociedad», vital, el carácter pluricelular de los organismos, constituye un medio para la prolongación de su vida. Una célula ayuda a preservar la vida de las otras, y ese «Estado» celular puede pervivir aunque algunas de sus células mueran. Sabemos ya que la copulación, la fusión temporaria de dos seres unicelulares, provoca sobre ambos un efecto rejuvenecedor y de conservación de la vida. Siendo así, podría ensayarse trasferir a la relación recíproca entre las células la teoría de la libido elaborada por el psicoanálisis. Imaginaríamos entonces que las

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pulsiones de vida o sexuales, activas en cada célula, son las que toman por objeto a las otras células, neutralizando en parte sus pulsiones de muerte (vale decir, los procesos provocados por estas últimas) y manteniéndolas de ese modo en vida; al mismo tiempo, otras células procuran lo mismo a las primeras, y otras, todavía, se sacrifican a sí mismas en el ejercicio de esta función libidinosa. En cuanto a las células germinales, se comportarían de manera absolutamente «narcisista», según la designación que solemos usar en la doctrina de las neurosis cuando un individuo total retiene su libido en el interior del yo y no desembolsa nada de ella en investiduras de objeto. Las células germinales han menester de su libido -la actividad de sus pulsiones de vida- para sí mismas, en calidad de reserva, con miras a su posterior actividad, de grandiosa dimensión anabólica. Quizás habría que declarar narcisistas, en este mismo sentido, a las células de los neoplasmas malignos que destruyen al organismo; en efecto, la patología está preparada para considerar congénitos sus gérmenes y atribuirles propiedades embrionales (ver nota(78)). De tal suerte, la libido de nuestras pulsiones sexuales coincidiría con el Eros de los poetas y filósofos, el Eros que cohesiona todo lo viviente.En este punto se nos ofrece la ocasión de abarcar panorámicamente el lento desarrollo de nuestra teoría de la libido. Al comienzo, el análisis de las neurosis de trasferencia nos compelió a establecer la oposición entre las «pulsiones sexuales», que están dirigidas al objeto, y otras pulsiones, que discernimos de manera muy insatisfactoria y provisionalmente llamamos «pulsiones yoicas» (ver nota(79)). Entre ellas debimos reconocer, en primera línea, pulsiones que sirven a la autoconservación del individuo. No pudo averiguarse nada más en cuanto a otras distinciones necesarias. Para echar las bases de una psicología correcta, ningún otro conocimiento habría sido tan importante como una intelección aproximada de la naturaleza común y las eventuales particularidades de las pulsiones. Pero en ningún campo de la psicología se andaba tan a tientas. Cada uno establecía a su antojo cierto número de pulsiones
o «pulsiones básicas», y después las administraba como hacían los antiguos filósofos naturalistas griegos con sus cuatro elementos: agua, tierra, fuego y aire. El psicoanálisis, que no podía prescindir de alguna hipótesis acerca de las pulsiones, se atuvo al comienzo a la diferenciación popular cuyo paradigma es la frase «por hambre y por amor(80)». Así, al menos, no incurría en una nueva arbitrariedad. Y ello permitió avanzar un buen trecho en el análisis de las psiconeurosis. El concepto de «sexualidad» -y con él, el de pulsión sexual- no pudo menos que extenderse a muchas cosas que no se subordinaban a la función de reproducción, lo que provocó gran escándalo en una sociedad rígida, respetable o meramente hipócrita.
El paso siguiente se dio cuando el psicoanálisis pudo tantear de más cerca al yo psicológico, del cual al comienzo sólo había tenido noticia como instancia represora, censuradora y habilitada para erigir vallas protectoras y formaciones reactivas. Espíritus críticos y otros de amplias miras habían objetado desde tiempo antes, es cierto, que el concepto de libido se restringiese a la energía de las pulsiones sexuales dirigidas al objeto. Pero omitieron comunicar de dónde les llegaba su mejor intelección, y no atinaron a derivar de ella algo utilizable para el análisis. Ahora bien, llamó la atención de la observación psicoanalítica, en su cuidadoso avance, la regularidad con que la libido era quitada del objeto y dirigida al yo (introversión); y, estudiando el desarrollo libidinal del niño en sus fases más tempranas, llegó a la intelección de que el yo era el reservorio {Reservoir} genuino y originario de la libido(81), la cual sólo desde ahí se extendía al objeto. El yo pasó a formar parte de los objetos sexuales, y enseguida se discernió en él al más encumbrado de ellos. La libido fue llamada narcisista cuando así permanecía dentro del yo (ver nota(82)).
Desde luego, esta libido narcisista era también una exteriorización de fuerzas de pulsiones sexuales en sentido analítico, pero era preciso identificarla con las «pulsiones de autoconservación» admitidas desde el comienzo mismo. De este modo, la oposición originaria entre pulsiones' yoicas y pulsiones sexuales se volvía insuficiente. Una parte de las pulsiones yoicas fue reconocida como libidinosa; en el interior del yo actuaban -junto a otras, probablemente- también pulsiones sexuales. Y a pesar de ello, se está autorizado a decir que la vieja fórmula según la cual la psiconeurosis consiste en un conflicto entre pulsiones yoicas y pulsiones sexuales no contiene nada que hoy deba desestimarse. Sencillamente, la diferencia entre ambas variedades de pulsiones, que en el origen se había entendido con alguna inflexión cualitativa, ahora debía definirse de otro modo, a saber, tópico. La neurosis de trasferencia, en particular, el genuino objeto de estudio del psicoanálisis, seguía siendo el resultado de un conflicto entre el yo y la investidura libidinosa de objeto. .
Tanto más nos vemos obligados a destacar el carácter libidinoso de las pulsiones de autoconservación ahora, desde que osamos dar otro paso: discernir la pulsión sexual como el Eros que todo lo conserva, y derivar la libido narcisista del yo a partir de los aportes libidinales con que las células del soma se adhieren unas a otras. Pues bien; de pronto nos enfrentamos con este problema: Si también las pulsiones de autoconservación son de naturaleza libidinosa, acaso no tengamos otras pulsiones que las libidinosas. Al . menos, no se ven otras. Pero entonces es preciso dar la razón a los críticos que desde el comienzo sospecharon que el psicoanálisis lo explicaba todo por la sexualidad, o a los innovadores como Jung, quien no ha mucho se resolvió a usar «libido» con la acepción de «fuerza pulsional» en general. ¿Acaso no es así?
Para empezar, este resultado no estaba en nuestras intenciones. Más bien hemos partido de una tajante separación entre pulsiones yoicas = pulsiones de muerte, y pulsiones sexuales = pulsiones de vida. Estábamos ya dispuestos [cf. AE, 18, págs. 38-9] a computar las supuestas pulsiones de autoconservación del yo entre las pulsiones de muerte, de lo cual posteriormente nos abstuvimos, corrigiéndonos. Nuestra concepción fue desde el comienzo dualista, y lo es de manera todavía más tajante hoy, cuando hemos dejado de llamar a los opuestos pulsiones yoicas y pulsiones sexuales, para darles el nombre de pulsiones de vida y pulsiones de muerte. En cambio, la teoría de la libido de Jung es monista; el hecho de que llamara «libido» a su única fuerza pulsional tuvo que sembrar confusión, pero no debe influirnos más (ver nota(83)). Conjeturamos que en el interior del yo actúan pulsiones diversas de las de autoconservación libidinosas; sólo que deberíamos poder indicarlas. Es de lamentar que nos resulte harto difícil hacerlo, por el atraso en que se encuentra el análisis del yo. Acaso las pulsiones libidinosas del yo estén enlazadas de una manera particular (ver nota(84)) con esas otras pulsiones yoicas que todavía desconocemos. Aun antes de discernir claramente el narcisismo, el psicoanálisis conjeturaba que las «pulsiones yoicas» han atraído hacia sí componentes libidinosos. Pero estas son posibilidades muy inciertas, y es difícil que nuestros oponentes las tomen en cuenta. Sigue siendo fastidioso que el análisis hasta ahora sólo nos haya permitido pesquisar pulsiones [yoicas] libidinosas. Mas no por ello avalaríamos la inferencia de que no hay otras.
Dada la oscuridad que hoy envuelve a la doctrina de las pulsiones, no haríamos bien desechando ocurrencias que nos prometieran esclarecimiento. Hemos partido de la gran oposición entre pulsiones de vida y pulsiones de muerte. El propio amor de objeto nos enseña

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una segunda polaridad de esta clase, la que media entre amor (ternura) y odio (agresión). ¡Sí consiguiéramos poner en relación recíproca estas dos polaridades, reconducir la una a la otra! Desde :siempre hemos reconocido un componente sádico en la pulsión sexual(85); según sabemos, puede volverse autónomo y gobernar, en calidad de perversión, la aspiración sexual íntegra de la persona. Y aun se destaca, como pulsión parcial dominante, en una de las que he llamado «organizaciones pregenitales». Ahora bien, ¿cómo podríamos derivar del Eros conservador de la vida la pulsíón sádica, que apunta a dañar el objeto? ¿No cabe suponer que ese sadismo es en verdad una pulsión de muerte apartada del yo por el esfuerzo y la influencia de la libido narcisista, de modo que sale a la luz sólo en el objeto? Después entra al servicio de la función sexual; en el estadio de organización oral de la libido, el apoderamiento amoroso coincide todavía con la aniquilación del objeto; más tarde la pulsión sádica se separa y cobra a la postre, en la etapa del primado genital regido por el fin de la reproducción, la función de dominar al objeto sexual en la medida en que lo exige la ejecución del acto genésico. Y aun podría decirse que el sadismo esforzado a salir {berausdrängen}del yoha enseñado el camino a los componentes libidinosos de la pulsión sexual, que, en pos de él, se esfuerzan en dar caza {nachdrängen} al objeto. Donde el sadismo originario no ha experimentado ningún atemperamiento ni fusión {Verschmelzung}, queda establecida la conocida ambivalencia amor-odio de la vida amorosa (ver nota(86)).Si es lícito hacer un supuesto así, se habría cumplido el requisito de indicar un ejemplo de pulsión de muerte (es verdad que desplazada {descentrada} ). Sólo que esta concepción está alejadísima de toda evidencia, y produce una impresión directamente mística. Cae sobre nosotros la sospecha de que habríamos buscado a toda costa un expediente para salir de un estado de gran perplejidad. Pero nos asiste el derecho de invocar que un supuesto así no es nuevo, que ya lo hicimos una vez antes, cuando no podía ni hablarse de perplejidad. Observaciones clínicas nos impusieron en su tiempo esta concepción: el masoquismo, la pulsión parcial complementaria del sadismo, ha de entenderse como una reversión {Rückwendung} del sadismo hacía el yo propio (ver nota(87)). Ahora bien, una vuelta{Wendung} de la pulsión desde el objeto hacia el yo no es en principio otra cosa que la vuelta desde el yo hacia el objeto que aquí se nos plantea como algo nuevo. El masoquismo, la vuelta de la pulsión hacía el yo propio, sería entonces, en realidad, un retroceso a una fase anterior de aquella, una regresión. La exposición que hicimos del masoquismo en aquella época necesitaría ser enmendada en un punto, por demasiado excluyente: podría haber también un masoquismo primario, cosa que en aquel lugar quise poner en entredicho (ver nota(88)).
Pero volvamos a las pulsiones sexuales conservadoras de la vida. Ya la investigación de los protistas nos enseñó que la fusión de dos individuos sin división subsiguiente a su separación, o sea la copulación, produce un efecto fortalecedor y rejuvenecedor sobre ambos, vueltos a desasir (ver nota(89)). En las sucesivas generaciones no muestran fenómeno alguno degenerativo, y parecen capacitados para resistir más tiempo los deterioros de su propio metabolismo. Opino que esta particular observación puede tomarse como modelo también del efecto que produce la unión genésica. Pero, ¿de qué manera la fusión de dos células poco diferenciadas provoca semejante renovación de la vida? El experimento consistente en sustituir la copulación, en el caso de los protozoos, por estímulos químicos y aun mecánicos permite dar una segura respuesta: Sobreviene por el aporte de nuevas magnitudes de estímulo. Ahora bien, esto armoniza con el supuesto de que el proceso vital del individuo lleva por razones internas a la nivelación de tensiones químicas, esto es, a la muerte, mientras que la unión con una sustancia viva que conforme un individuo diferente aumenta estas tensiones, introduce nuevas diferencias vitales, por así decir, que después tienen que ser devividas {ableben}. En lo referente a estas diferencias tienen que existir, desde luego, uno o más óptimos. Y puesto que hemos discernido como la tendencia dominante de la vida anímica, y quizá de la vida nerviosa en general, la de rebajar, mantener constante, suprimir la tensión interna de estímulo (el principio de Nirvana, según la terminología de Barbara Low [1920, pág. 73] ), de lo cual es expresión el principio de placer(90), ese constituye uno de nuestros más fuertes motivos para creer en la existencia de pulsiones de muerte.
No obstante, seguimos sintiendo como un notable escollo para nuestra argumentación que no podamos pesquisar, justamente respecto de la pulsión sexual, aquel carácter de compulsión de repetición que nos puso sobre la pista de las pulsiones de muerte. Es cierto que en el ámbito de los procesos evolutivos embrionarios sobreabundan tales fenómenos de repetición, y que las dos células germinales de la reproducción genésica y su historia vital no son, a su vez, sino repeticiones de los principios de la vida orgánica; pero lo esencial en los procesos en cuya base opera la pulsión sexual es la fusión de dos cuerpos celulares. Sólo en virtud de ella se asegura en los seres vivos superiores la inmortalidad de la sustancia viva.
Con otras palabras: debemos procurarnos información sobre el origen de la reproducción genésica y de las pulsiones sexuales en general, tarea esta frente a la cual un profano no puede menos que retroceder, y que los propios investigadores especializados no han podido resolver hasta hoy. Por eso, de todas las indicaciones y opiniones encontradas destacaremos, en apretada síntesis, lo que admite enlazarse con nuestra argumentación.
Hay una concepción que despoja al problema de la reproducción de su secreto encanto, presentándola como un fenómeno parcial del crecimiento (multiplicación por división, por renuevo, por gemiparidad). En un espíritu sobriamente darwinista podría concebirse así la génesis de la reproducción por células germinales diferenciadas sexualmente: la ventaja de la amphimixis, lograda en cierto momento por la copulación casual de dos protistas, fue mantenida durante largo tiempo en la evolución y después se sacó partido de ella (ver nota(91)). El «sexo» no sería entonces muy antiguo, y las pulsiones extraordinariamente violentas que quieren producir la unión sexual repetirían algo que una vez ocurrió por casualidad y después se afianzó por resultar ventajoso.
Lo mismo que a raíz de la muerte [cf. AE, 18, pág. 48], se plantea aquí el problema: ¿Acaso hay que suponer en los protistas sólo lo que muestran? ¿No puede conjeturarse que nacieron por primera vez en ellos fuerzas y procesos que sólo se volvieron visibles en los seres vivos superiores? La citada concepción de la sexualidad sirve de muy poco a nuestros propósitos. Se podría objetarle que presupone la existencia de pulsiones de vida que actúan ya en el ser vivo más simple; de lo contrario, en efecto, la copulación, que contrarresta el curso vital y dificulta la tarea de devivir {ableben}, no habría sido mantenida y desarrollada, sino evitada. Entonces, si no queremos abandonar la hipótesis de las pulsiones de muerte, hay que asociarlas desde el comienzo mismo con unas pulsiones de vida. Pero es preciso confesarlo: trabajamos ahí con una ecuación de dos incógnitas. Lo que hallamos en la ciencia acerca de la génesis de la sexualidad es tan poco que este problema puede compararse con un recinto oscuro donde no ha penetrado siquiera la vislumbre de una hipótesis. Es verdad que hallamos una hipótesis así en un sitio totalmente diverso, pero ella es de naturaleza tan fantástica -por cierto, más un mito

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que una explicación científica- que no me atrevería a mencionarla si no llenara justamente una condición cuyo cumplimiento anhelamos. Esa hipótesis deriva una pulsión de la necesidad de restablecer un estado anterior.Me refiero, desde luego, a la teoría que Platón hace desarrollar en El banquete por Aristófanes, y que no sólo trata del origen de la pulsión sexual, sino de su más importante variación con respecto al objeto: «Antaño, en efecto, nuestra naturaleza no era idéntica a la que vemos hoy, sino de otra suerte. Sepan, en primer lugar, que la humanidad comprendía tres géneros, y no dos, macho y hembra, como hoy; no, existía además un tercero, que tenía a los otros dos reunidos ( ... ) el andrógino ... ». Ahora bien, en estos seres humanos todo era doble: tenían, pues, cuatro manos y cuatro pies, dos rostros, genitales dobles, etc. Entonces Zeus se determinó a dividir a todos los seres humanos en dos partes «como se corta a los membrillos para hacer conserva. ( ... ) El seccionamiento había desdoblado el ser natural. Entonces cada mitad, suspirando por su otra mitad, se le unía: se abrazaban con las manos, se enlazaban entre síanhelando fusionarse en un solo ser ... » (ver nota(92)).
¿Aventuraremos, siguiendo la indicación del filósofo noeta. la hipótesis de que la sustancia viva fue desgarrada, a raíz de su animación, en pequeñas partículas que desde entonces aspiran a reunirse por medio de las pulsiones sexuales? ¿Y que estas pulsiones, en las que persiste la afinidad química de la materia inanimada, superan poco a poco, a lo largo del reino de los protistas, las dificultades que opone a esta aspiración un medio cargado de estímulos que hacen peligrar la vida, medio que obliga a la formación de un estrato cortical protector? ¿Que estas partículas de sustancia viva dispersadas alcanzan así el estado pluricelular y finalmente trasfieren a las células germinales, en concentración suprema, la pulsión a la reunión? Este es, creo, el punto en que debemos interrumpir.
No, empero, sin agregar algunas palabras de reflexión crítica. Podría preguntárseme si yo mismo estoy convencido de las hipótesis desarrolladas aquí, y hasta dónde lo estoy. Mi respuesta sería: ni yo mismo estoy convencido, ni pido a los demás que crean en ellas. Me parece que nada tiene que hacer aquí el factor afectivo del convencimiento. Es plenamente lícito entregarse a una argumentación, perseguirla hasta donde lleve, sólo por curiosidad científica o, si se quiere, como unadvocatus diaboli que no por eso ha entregado su alma al diablo. No desconozco que el tercer paso de la doctrina de las pulsiones, este que emprendo aquí, no puede reclamar la misma certeza que los dos anteriores, a saber, la ampliación del concepto de sexualidad y la tesis del narcisismo. Esas innovaciones eran trasposiciones directas de la observación a la teoría; no adolecían de fuentes de error mayores que las inevitables en tales casos. La afirmación del carácter regresivode las pulsiones descansa también, es cierto, en un material observado, a saber, los hechos de la compulsión de repetición. Sólo que quizá he sobrestimado su importancia. Comoquiera que fuese, sólo es posible llevar hasta el final esta idea combinando varias veces, en sucesión, lo fáctico con lo meramente excogitado, lo cual nos aleja mucho de la observación. Se sabe que el resultado final será tanto menos confiable cuantas más veces se haga eso mientras se edifica una teoría, pero el grado de incerteza no es indicable. Puede que se haya llegado a puerto felizmente, o que poco a poco se haya caído en el error. Para tales trabajos, no confío mucho en la llamada intuición; lo que de ella he visto, me parece más bien el logro de una cierta imparcialidad del intelecto. Sólo que, por desdicha, rara vez se es imparcial cuando se trata de las cosas últimas, de los grandes problemas de la ciencia y de la vida. Creo que cada cual está dominado por preferencias hondamente arraigadas en su interioridad, que, sin que se lo advierta, son las que se ponen por obra cuando se especula. Habiendo razones tan buenas para la desconfianza, no se puede adoptar sino una fría benevolencia hacia los resultados del propio esfuerzo conceptual. Sólo me apresuro a agregar que semejante autocrítica en modo alguno obliga a una particular tolerancia hacia las opiniones divergentes. Se puede refutar intransigentemente teorías que resultan contradichas desde los primeros pasos que uno da en el análisis de la observación, y a pesar de ello se puede saber que la corrección de las que uno mismo sustenta es sólo provisional.
Al juzgar nuestra especulación acerca de las pulsiones de vida y de muerte, nos inquietará poco que aparezcan en ella procesos tan extraños e inimaginables como que una pulsión sea esforzada a salir fuera por otra, o que se vuelva del yo al objeto, y cosas parecidas. Esto sólo se debe a que nos vemos precisados a trabajar con los términos científicos, esto es, con el lenguaje figurado {de imágenes} propio de la psicología (más correctamente: de la psicología de las profundidades). De otro modo no podríamos ni describir los fenómenos correspondientes; más aún: ni siquiera los habríamos percibido. Es probable que los defectos de nuestra descripción desaparecieran si en lugar de los términos psicológicos pudiéramos usar ya los fisiológicos o químicos. Pero en verdad también estos pertenecen a un lenguaje figurado, aunque nos es familiar desde hace más tiempo y es, quizá, más simple.
Por otro lado, advirtamos bien que la incerteza de nuestra especulación se vio aumentada en alto grado por la necesidad de tomar préstamos a la ciencia biológica. La biología es verdaderamente un reino de posibilidades ¡limitadas; tenemos que esperar de ella los esclarecimientos más sorprendentes y no podemos columbrar las respuestas que decenios más adelante dará a los interrogantes que le planteamos. Quizá las dé tales que derrumben todo nuestro artificial edificio de hipótesis. Pero si es así, podría preguntarse: ¿Para qué tomarse trabajos como los consignados en esta sección, y por qué comunicarlos además? Pues bien, es sólo que no puedo negar que algunas de las analogías, enlaces y nexos apuntados en ella me parecieron dignos de consideración (ver nota(93)).
VII
Si realmente es un carácter tan general de las pulsiones el de querer restablecer un estado anterior, no podemos asombrarnos de que en la vida anímica tantos procesos se consumen con independencia del principio de placer. Acaso este carácter se comunica a toda pulsión parcial: en estas, se trataría de recobrar una determinada estación de la vía de desarrollo. Pero de que el principio de placer aún no haya recibido poder alguno sobre todo eso, no se sigue que todo eso haya de estar en oposición a él; y sigue irresuelta la tarea de determinar la relación de los procesos pulsionales de repetición con el imperio del principio de placer.

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Hemos discernido como una de las más tempranas e importantes funciones del aparato anímico la de «ligar» las mociones pulsionales que le llegan, sustituir el proceso primario que gobierna en ellas por el proceso secundario, trasmudar su energía de investidura libremente móvil en investidura predominantemente quiescente (tónica). En el curso de esta trasposición no es posible advertir el desarrollo de displacer, mas no por ello se deroga el principio de placer. La trasposición acontece más bien al servicio del principio de placer; la ligazón es un acto preparatorio que introduce y asegura el imperio del principio de placer.Separemos función y tendencia de manera más tajante que hasta ahora. El principio de placer es entonces una tendencia que está al servicio de una función: la de hacer que el aparato anímico quede exento de excitación, o la de mantener en él constante, o en el nivel mínimo posible, el monto de la excitación. Todavía no podemos decidirnos con certeza por ninguna de estas versiones, pero notamos que la función así definida participaría de la aspiración más universal de todo lo vivo a volver atrás, hasta el reposo del mundo inorgánico. Todos hemos experimentado que el máximo placer asequible a nosotros, el del acto sexual, va unido a la momentánea extinción de una excitación extremada. Ahora bien, la ligazón de la moción pulsional sería una función preparatoria destinada a acomodar la excitación para luego tramitarla definitivamente en el placer de descarga.
Dentro de este mismo orden de consideraciones, nos preguntamos si las sensaciones de placer y displacer pueden ser producidas de igual manera por los procesos excitatorios ligados y los no ligados. Pues parece fuera de toda duda que los procesos no ligados, los procesos primarios, provocan sensaciones mucho más intensas en ambos sentidos que los ligados, los del proceso secundario. Además, los procesos primarios son los más tempranos en el tiempo; al comienzo de la vida anímica no hay otros, y podemos inferir que si el principio de placer no actuase ya en ellos, nunca habría podido instaurarse para los posteriores. Llegamos así a un resultado nada simple en el fondo: el afán de placer se exterioriza al comienzo de la vida anímica con mayor intensidad que más tarde, pero no tan irrestrictamente; se ve forzado a admitir frecuentes rupturas. En épocas de mayor madurez, el imperio del principio de placer está mucho más asegurado, pero él mismo no ha podido sustraerse al domeñamiento más que las otras pulsiones. Comoquiera que fuese, aquello que en el proceso excitatorio hace nacer las sensaciones de placer y displacer tiene que estar presente en el proceso secundario lo mismo que en el primario.
Este sería el punto en que habría que iniciar otros estudios. Nuestra conciencia nos trasmite desde adentro no sólo las sensaciones de placer y displacer, sino también las de una peculiar tensión que, a su vez, puede ser placentera o displacentera. Ahora bien, ¿hemos de entender que por medio de estas sensaciones diferenciamos los procesos de la energía ligada y los de la no ligada, o la sensación de tensión ha de referirse a la magnitud absoluta, eventualmente al nivel de la investidura, mientras que la serie placer-displacer apunta al cambio de las magnitudes de investidura dentro de la unidad de tiempo? (ver nota(94)). También tiene que llamarnos la atención que las pulsiones de vida tengan muchísimo más que ver con nuestra percepción interna; en efecto, se presentan como revoltosas, sin cesar aportan tensiones cuya tramitación es sentida como placer, mientras que las pulsiones de muerte parecen realizar su trabajo en forma inadvertida. El principio de placer parece estar directamente al servicio de las pulsiones de muerte; es verdad que también monta guardia con relación a los estímulos de afuera, apreciados como peligros por las dos clases de pulsiones, pero muy en particular con relación a los incrementos de estímulo procedentes de adentro, que apuntan a dificultar la tarea de vivir. Aquí se anudan otros problemas, innumerables, a los que todavía no es posible responder. Pero debemos ser pacientes y esperar que la investigación cuente con otros medios y tenga otras ocasiones. También hay que estar preparados para abandonar un camino que se siguió por un tiempo, si no parece llevar a nada bueno. Sólo los creyentes que piden a la ciencia un sustituto del catecismo abandonado echarán en cara al investigador que remodele o aun rehaga sus puntos de vista. En cuanto a lo demás, un poeta (Rückert) nos consuela por la lentitud con que progresa nuestro conocimiento científico:
«Lo que no puede tomarse volando
hay que alcanzarlo cojeando.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
La Escritura dice: cojear no es pecado» .
(Ver nota(95))

Massenpsychologie und Ich-Analyse

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Nota introductoria(96)
Introducción
La oposición entre psicología individual y psicología social o de las masas(97), que a primera vista quizá nos parezca muy sustancial, pierde buena parte de su nitidez si se la considera más a fondo. Es verdad que la psicología individual se ciñe al ser humano singular y estudia los caminos por los cuales busca alcanzar la satisfacción de sus mociones pulsionales. Pero sólo rara vez, bajo determinadas condiciones de excepción, puede prescindir de los vínculos de este individuo con otros. En la vida anímica del individuo, el otro cuenta, con total regularidad, como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo, y por eso desde el comienzo mismo la psicología individual es simultáneamente psicología social en este sentido más lato, pero enteramente legítimo.
La relación del individuo con sus padres y hermanos, con su objeto de amor, con su maestro y con su médico, vale decir, todos los vínculos que han sido hasta ahora indagados preferentemente por el psicoanálisis, tienen derecho a reclamar que se los considere fenómenos sociales. Así, entran en oposición con ciertos otros procesos, que hemos llamado narcisistas, en los cuales la satisfacción pulsional se sustrae del influjo de otras personas o renuncia a estas. Por lo tanto, la oposición entre actos anímicos sociales y narcisistas -autistas, diría quizá Bleuler [1912]- cae íntegramente dentro del campo de la psicología individual y no habilita a divorciar esta última de una psicología social o de las masas.
En todas las relaciones mencionadas, con los padres y hermanos, con la persona amada, el amigo, el maestro y el médico, el individuo experimenta el influjo de una persona única o un número muy pequeño de ellas, cada una de las cuales ha adquirido una enorme importancia para él. Ahora bien, cuando se habla de psicología social o de las masas, se suele prescindir de estos vínculos y distinguir como objeto de la indagación la influencia simultánea ejercida sobre el individuo por un gran número de personas con quienes está ligado por algo, al par que en muchos aspectos pueden serle ajenas. Por tanto, la psicología de las masas trata del individuo como miembro de un linaje, de un pueblo, de una casta, de un estamento, de una institución, o como integrante de una multitud organizada en forma de masa durante cierto lapso y para determinado fin. Una vez desgarrado lo que naturalmente constituía un nexo único, parecería indicado considerar los fenómenos que se muestran bajo estas particulares condiciones como exteriorizaciones de una pulsión especial, ya no reconducible a otra: la pulsíón social -herd instina, group mind-que en otras situaciones no se expresaría. Pero podríamos sin duda objetar: nos parece difícil que deba adjudicarse al factor numérico una importancia tan grande, hasta el punto de que fuera capaz de suscitar por sí solo en la vida anímica una pulsión nueva, inactiva en toda otra circunstancia. Por eso nos inclinaremos más bien en favor de otras dos posibilidades: que la pulsión social acaso no sea originaria e irreducible y que los comienzos de su formación puedan hallarse en un círculo estrecho, como el de la familia.
La psicología de las masas, aunque sólo se encuentra en sus comienzos, incluye un cúmulo todavía inabarcable de problemas particulares y plantea al investigador innumerables tareas, que hoy ni siquiera están bien deslindadas. El mero agrupamiento de las diversas formas de constitución de masas, así como la descripción de los fenómenos psíquicos exteriorizados por ellas, reclaman un considerable despliegue de observación y de empeño expositivo, y ya han dado origen a una rica bibliografía. Quien compare este pequeño librito con el campo íntegro de la psicología de las masas tendrá derecho a sospechar, sin más, que aquí sólo pueden tratarse unos pocos puntos de tan vasta materia. Y así es: se abordan sólo algunas cuestiones en que la investigación de lo profundo, propia del psicoanálisis, cobra un interés particular.
Otras apreciaciones de la vida anímica colectiva.
La exposición de Le Bon, por su insistencia en la vida anímica inconciente, coincide en muchos puntos con nuestra propia psicología; por eso nos servimos de ella a manera de introducción. Pero ahora debemos agregar que ninguna de las tesis de este autor aporta nada verdaderamente nuevo. Todo lo que afirma sobre las exteriorizaciones del alma de las masas en el sentido de su desprecio y vilipendio ya había sido dicho por otros con igual precisión y hostilidad; pensadores, estadistas y poetas lo han venido repitiendo en idénticos términos desde la bibliografía más antigua (ver nota(108)). Las dos tesis que contienen las opiniones más importantes de Le Bon (la inhibición colectiva del rendimiento intelectual y el aumento de la

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afectividad en la masa) habían sido formuladas poco antes por Sighele (ver nota(109)). En el fondo, sólo restan dos puntos de vista como propios de Le Bon: el del inconciente y la comparación con la vida anímica de los primitivos (también estos puntos, desde luego, fueron señalados muchas veces antes de él).
Pero hay algo más: la descripción y apreciación del alma de las masas, tal como las formulan Le Bon y los otros, en manera alguna han quedado exentas de objeción. Sin duda, todos los fenómenos antes descritos del alma de las masas han sido correctamente observados; pero también es posible individualizar otras exteriorizaciones de la formación de masa, opuestas por completo a aquellas, y de las cuales se deriva por fuerza una estimación mucho más alta del alma de las masas.
También Le Bon estaba dispuesto a admitir que, en ciertas circunstancias, la eticidad de las masas puede ser más alta que la de los individuos que la componen, y que sólo las colectividades son capaces de un altruismo y una consagración elevados: «Mientras en el individuo aislado la ventaja personal es a menudo el móvil exclusivo, rara vez predomina en las masas» (1895 [traducción al alemán], pág. 38). Otros señalan que es la sociedad la que prescribe al individuo las normas de la ética, mientras que él mis mo suele defraudar en algún aspecto esas elevadas exigencias. Apuntan también que en estados excepcionales se produce en una colectividad el fenómeno del entusiasmo, que ha posibilitado los más grandiosos logros de las masas.
Con relación al rendimiento intelectual, no obstante, es un hecho que las grandes conquistas del pensamiento, los descubrimientos importantes y la solución de problemas sólo son posibles para el individuo que trabaja solitario. Pero también el alma de las masas es capaz de geniales creaciones espirituales, como lo prueban, en primer lugar, el lenguaje mismo, y además las canciones tradicionales, el folkore, etc. Por otra parte, no se sabe cuánto deben el pensador o el creador literario individuales a la masa dentro de la cual viven; acaso no hagan sino consumar un trabajo anímico realizado simultáneamente por los demás.
En vista de estas contradicciones totales, parece que la labor de la psicología de las masas no daría fruto alguno. Pero es fácil hallar un camino más promisorio. Es probable que bajo el nombre de «masas» se hayan reunido formaciones muy diversas, que deberían separarse. Las indicaciones de Sighele, Le Bon y otros se refieren a masas efímeras que se aglomeran por la reunión de individuos de diversos tipos con miras a un interés pasajero. Es innegable que las pinturas de estos autores se han visto influidas por los caracteres de las masas revolucionarias, en particular las de la gran Revolución Francesa. Las afirmaciones opuestas provienen de la apreciación de aquellas masas o asociaciones estables a que los seres humanos consagran su vida y que se encarnan en las instituciones de la sociedad. Las masas de la primera variedad son con respecto a las de la segunda, por así decir, como las olas breves, pero altas, del mar con respecto a las mareas.
McDougall, quien en su libro The Group Mind (1920a) parte de la misma contradicción a que aludíamos, halla su solución en el factor de la organización. En el caso más simple -dice-, la masa (group) no posee organización alguna, o la tiene ínfima. Designa «multitud» (crowd) a una masa así. Pero admite que difícilmente se reúne una multitud de seres humanos sin que se formen al menos los rudimentos de una organización, y que justamente en estas masas simples es posible individualizar con particular facilidad muchos hechos básicos de la psicología colectiva. La condición que se requiere para que los miembros de una multitud de seres humanos agrupados por casualidad formen algo semejante a una masa en sentido psicológico es que esos individuos tengan algo en común, un interés común por un objeto, pareja orientación afectiva dentro de cierta situación y (tentado estoy de decir: «en consecuencia») cierto grado de capacidad para influirse recíprocamente(«some degree of reciprocal influence between the members ol the group». Mientras más fuertes sean estas relaciones de comunidad («this mental homogeneity»),con tanto mayor facilidad se forma a partir de los individuos una masa psicológica, y tanto más llamativas son las manifestaciones de un «alma de la masa».
Ahora bien, el fenómeno más notable -y al mismo tiempo el más importante- de la formación de masa es el incremento de la afectividad que provoca en cada individuo («exaltation or intensificatíon of emotíon», íbid., pág. 24). Puede afirmarse, a juicio de Mc Dougall, que los afectos de los hombres difícilmente alcanzan bajo otras condiciones la intensidad a que pueden llegar dentro de una masa; y en verdad es una sensación gozosa para sus miembros entregarse así, sin barreras, a sus pasiones, y de ese modo confundirse en la masa, perder el sentimiento de su individualidad. Mc-Dougall explica este «ser-arrastrado» del individuo por lo que llama el «principle of direct induction of emotion by way of the primitive sympathetic response», vale decir, el contagio de sentimientos que ya conocemos (vernota(110)). El hecho es que los signos percibidos de un estado afectivo son aptos para provocar automáticamente el mismo afecto en quien los percibe. Y esta compulsión {Zwang} automática se vuelve tanto más fuerte cuantas más son las personas en que se nota simultáneamente el mismo afecto. Entonces se acalla la crítica del individuo, y él se deja deslizar hacía idéntico afecto. Pero con ello aumenta la excitación de esos otros que habían influido sobre él, y de tal suerte se acrecienta, por inducción recíproca, la carga afectiva {Affektladung} de los individuos. Es innegable: opera ahí algo así como una compulsión a hacer lo mismo que los otros, a ponerse en consonancia con los muchos. Las mociones afectivas más groseras y simples son las que tienen las mayores probabilidades de difundirse de tal modo en una masa.
Este mecanismo del incremento del afecto es favorecido aún por algunas otras influencias que parten de la masa. Esta impresiona a los individuos como un poder irrestricto y un peligro insalvable. Por un momento remplaza a la sociedad humana global, que es la portadora de la autoridad, cuyos castigos se temen y por amor de la cual(111) uno se ha impuesto tantas inhibiciones. Evidentemente, es peligroso entrar en contradicción con ella; uno se siente seguro siguiendo el ejemplo de los demás y, llegado el caso, «aullando con la manada». En obediencia a la nueva autoridad es lícito rescindir la anterior «conciencia moral» y entregarse a los halagos de la ganancia de placer que uno de seguro alcanzará cancelando sus inhibiciones. En definitiva, no es tan asombroso, pues, que los individuos de la masa hagan o aprueben cosas a las que habrían dado la espalda en su vida ordinaria, y hasta podemos abrigar la esperanza de despejar así parte del oscuro problema que suele abarcarse con la enigmática palabra «sugestión».
Tampoco McDougall cuestiona la tesis de la inhibición colectiva de la inteligencia dentro de la masa. Dice que las inteligencias inferiores hacen descender a su nivel a las superiores. El quehacer de estas últimas resulta inhibido porque el incremento de la afectividad crea en general condiciones desfavorables para un trabajo mental correcto; además, porque los

Pero hay algo más: la descripción y apreciación del alma de las masas, tal como las formulan Le Bon y los otros, en manera alguna han quedado exentas de objeción. Sin duda, todos los fenómenos antes descritos del alma de las masas han sido correctamente observados; pero también es posible individualizar otras exteriorizaciones de la formación de masa, opuestas por completo a aquellas, y de las cuales se deriva por fuerza una estimación mucho más alta del alma de las masas.
También Le Bon estaba dispuesto a admitir que, en ciertas circunstancias, la eticidad de las masas puede ser más alta que la de los individuos que la componen, y que sólo las colectividades son capaces de un altruismo y una consagración elevados: «Mientras en el individuo aislado la ventaja personal es a menudo el móvil exclusivo, rara vez predomina en las masas» (1895 [traducción al alemán], pág. 38). Otros señalan que es la sociedad la que prescribe al individuo las normas de la ética, mientras que él mis mo suele defraudar en algún aspecto esas elevadas exigencias. Apuntan también que en estados excepcionales se produce en una colectividad el fenómeno del entusiasmo, que ha posibilitado los más grandiosos logros de las masas.
Con relación al rendimiento intelectual, no obstante, es un hecho que las grandes conquistas del pensamiento, los descubrimientos importantes y la solución de problemas sólo son posibles para el individuo que trabaja solitario. Pero también el alma de las masas es capaz de geniales creaciones espirituales, como lo prueban, en primer lugar, el lenguaje mismo, y además las canciones tradicionales, el folkore, etc. Por otra parte, no se sabe cuánto deben el pensador o el creador literario individuales a la masa dentro de la cual viven; acaso no hagan sino consumar un trabajo anímico realizado simultáneamente por los demás.
En vista de estas contradicciones totales, parece que la labor de la psicología de las masas no daría fruto alguno. Pero es fácil hallar un camino más promisorio. Es probable que bajo el nombre de «masas» se hayan reunido formaciones muy diversas, que deberían separarse. Las indicaciones de Sighele, Le Bon y otros se refieren a masas efímeras que se aglomeran por la reunión de individuos de diversos tipos con miras a un interés pasajero. Es innegable que las pinturas de estos autores se han visto influidas por los caracteres de las masas revolucionarias, en particular las de la gran Revolución Francesa. Las afirmaciones opuestas provienen de la apreciación de aquellas masas o asociaciones estables a que los seres humanos consagran su vida y que se encarnan en las instituciones de la sociedad. Las masas de la primera variedad son con respecto a las de la segunda, por así decir, como las olas breves, pero altas, del mar con respecto a las mareas.
McDougall, quien en su libro The Group Mind (1920a) parte de la misma contradicción a que aludíamos, halla su solución en el factor de la organización. En el caso más simple -dice-, la masa (group) no posee organización alguna, o la tiene ínfima. Designa «multitud» (crowd) a una masa así. Pero admite que difícilmente se reúne una multitud de seres humanos sin que se formen al menos los rudimentos de una organización, y que justamente en estas masas simples es posible individualizar con particular facilidad muchos hechos básicos de la psicología colectiva. La condición que se requiere para que los miembros de una multitud de seres humanos agrupados por casualidad formen algo semejante a una masa en sentido psicológico es que esos individuos tengan algo en común, un interés común por un objeto, pareja orientación afectiva dentro de cierta situación y (tentado estoy de decir: «en consecuencia») cierto grado de capacidad para influirse recíprocamente(«some degree of reciprocal influence between the members ol the group». Mientras más fuertes sean estas relaciones de comunidad («this mental homogeneity»),con tanto mayor facilidad se forma a partir de los individuos una masa psicológica, y tanto más llamativas son las manifestaciones de un «alma de la masa».
Ahora bien, el fenómeno más notable -y al mismo tiempo el más importante- de la formación de masa es el incremento de la afectividad que provoca en cada individuo («exaltation or intensificatíon of emotíon», íbid., pág. 24). Puede afirmarse, a juicio de Mc Dougall, que los afectos de los hombres difícilmente alcanzan bajo otras condiciones la intensidad a que pueden llegar dentro de una masa; y en verdad es una sensación gozosa para sus miembros entregarse así, sin barreras, a sus pasiones, y de ese modo confundirse en la masa, perder el sentimiento de su individualidad. Mc-Dougall explica este «ser-arrastrado» del individuo por lo que llama el «principle of direct induction of emotion by way of the primitive sympathetic response», vale decir, el contagio de sentimientos que ya conocemos (vernota(110)). El hecho es que los signos percibidos de un estado afectivo son aptos para provocar automáticamente el mismo afecto en quien los percibe. Y esta compulsión {Zwang} automática se vuelve tanto más fuerte cuantas más son las personas en que se nota simultáneamente el mismo afecto. Entonces se acalla la crítica del individuo, y él se deja deslizar hacía idéntico afecto. Pero con ello aumenta la excitación de esos otros que habían influido sobre él, y de tal suerte se acrecienta, por inducción recíproca, la carga afectiva {Affektladung} de los individuos. Es innegable: opera ahí algo así como una compulsión a hacer lo mismo que los otros, a ponerse en consonancia con los muchos. Las mociones afectivas más groseras y simples son las que tienen las mayores probabilidades de difundirse de tal modo en una masa.
Este mecanismo del incremento del afecto es favorecido aún por algunas otras influencias que parten de la masa. Esta impresiona a los individuos como un poder irrestricto y un peligro insalvable. Por un momento remplaza a la sociedad humana global, que es la portadora de la autoridad, cuyos castigos se temen y por amor de la cual(111) uno se ha impuesto tantas inhibiciones. Evidentemente, es peligroso entrar en contradicción con ella; uno se siente seguro siguiendo el ejemplo de los demás y, llegado el caso, «aullando con la manada». En obediencia a la nueva autoridad es lícito rescindir la anterior «conciencia moral» y entregarse a los halagos de la ganancia de placer que uno de seguro alcanzará cancelando sus inhibiciones. En definitiva, no es tan asombroso, pues, que los individuos de la masa hagan o aprueben cosas a las que habrían dado la espalda en su vida ordinaria, y hasta podemos abrigar la esperanza de despejar así parte del oscuro problema que suele abarcarse con la enigmática palabra «sugestión».
Tampoco McDougall cuestiona la tesis de la inhibición colectiva de la inteligencia dentro de la masa. Dice que las inteligencias inferiores hacen descender a su nivel a las superiores. El quehacer de estas últimas resulta inhibido porque el incremento de la afectividad crea en general condiciones desfavorables para un trabajo mental correcto; además, porque los

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individuos son amedrentados por la masa y su trabajo de pensamiento no es libre, y porque en cada cual merma la conciencia de la responsabilidad por sus obras.
El juicio global de McDougall sobre el rendimiento psíquico de una masa simple, «no organizada», no es más amable que el de Le Bon. Una masa tal es: extremadamente excitable, impulsiva, apasionada, veleidosa, inconsecuente, irresoluta y al mismo tiempo inclinada a acciones extremas, accesible sólo a las pasiones más groseras y los sentimientos más simples, extraordinariamente sugestionable, aturdida en sus reflexiones, violenta en sus juicios, receptiva sólo para los razonamientos y argumentos más elementales e incompletos, fácil de conducir y de amedrentar, sin conciencia de sí, respeto por sí ni sentimiento de responsabilidad, pero pronta a dejarse arrastrar por la conciencia de su fuerza a toda clase de desaguisados, que sólo esperaríamos de un poder absoluto e irresponsable. Por tanto, se porta más bien como un niño malcriado o como un salvaje apasionado y desenfrenado en una situación que le fuera extraña; en los casos peores, la conducta de la masa se asemeja más a la de una manada de animales salvajes que a la de los seres humanos.
Puesto que McDougall opone la conducta de las masas altamente organizadas a la aquí descrita, sentimos una particular urgencia en averiguar en qué consiste esa organización y cuáles son los factores que la producen. El autor enumera cinco de estas «principal conditions» para que la vida anímica de la masa se eleve de nivel.
La primera condición básica es cierto grado de continuidad en la persistencia de la masa. Puede ser material o formal; la primera, cuando las mismas personas permanecen un tiempo prolongado en la masa, y la segunda, cuando dentro de la masa se desarrollan ciertas posiciones que pueden asignarse a personas que se releven unas a otras.
La segunda condición es que se haya creado en los individuos de la masa una determinada representación acerca de la naturaleza, función, operaciones y exigencias de aquella, de suerte que de ahí pueda derivarse para ellos un vínculo afectivo con la masa en su conjunto.
La tercera es que la masa esté en relación con otras formaciones de masa semejantes a ella pero divergentes en muchos puntos. Por ejemplo, que rivalice con estas.
La cuarta, que la masa posea tradiciones, usos e instituciones, en particular los que se refieren a la relación de sus miembros entre sí.
La quinta, que dentro de la masa exista una articulación, expresada en la especialización y diferenciación de las operaciones que corresponden al individuo.
Según McDougall, cuando se cumplen estas condiciones quedan canceladas las desventajas psíquicas de la formación de masa. El modo de protegerse de la merma colectiva de la inteligencia es sustraer de la masa la solución de las tareas intelectuales y reservarla a algunos individuos que forman parte de ella.
A nuestro parecer, la condición que McDougall llama «organización» de la masa puede describirse más justificadamente de otro modo. La tarea consiste en procurar a la masa las mismas propiedades que eran características del individuo y se le borraron por la formación de masa. En efecto, el individuo poseía -fuera de la masa primitiva- su continuidad, su conciencia de sí, sus tradiciones y usos, su trabajo e inserción particulares, y se mantenía separado de otros con quienes rivalizaba. Esta especificidad es la que había perdido por un tiempo a raíz de su ingreso en la masa no «organizada». Y si de tal modo reconocemos que la meta es dotar a la masa con los atributos del individuo, nos viene a la memoria una sustanciosa observación de
W. Trotter (ver nota(112)) quien discierne en la inclinación a formar masa una continuación biológica del carácter pluricelular de todos los organismos superiores. (ver nota agregada en 1923(113))
Sugestión y libido
Hemos partido del hecho básico de que en una masa el individuo experimenta, por influencia de ella, una alteración a menudo profunda de su actividad anímica., Su afectividad se acrecienta extraordinariamente, su rendimiento intelectual sufre una notable merma. Es evidente que ambos procesos apuntan a una nivelación con los otros individuos de la masa, resultado este que sólo puede alcanzarse por la cancelación de las inhibiciones pulsionales propias de cada individuo y por la renuncia a las inclinaciones que él se ha plasmado. Se nos dijo que estos elementos, con frecuencia indeseados, pueden contrarrestarse, al menos en parte, mediante una «organización» más elevada de las masas, pero ello no puso en entredicho el hecho básico de la psicología de las masas: las dos tesis del incremento del afecto y de la inhibición del pensamiento en la masa primitiva. Ahora nuestro interés consiste en hallar la explicación psicológica de ese cambio anímico que los individuos sufren en la masa.
Factores racionales como el ya mencionado amedrentamiento de los individuos, vale decir, la acción de su pulsión de autoconservación, no agotan, es evidente, los fenómenos observables. La explicación alternativa que nos ofrecen los autores que escriben sobre sociología y

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psicología de las masas es siempre la misma, aunque bajo nombres variables: la palabra ensalmadora «sugestión». Tarde [1890] la llama imitación, pero debemos coincidir con un autor que nos previene que la imitación cae bajo el concepto de la sugestión y es justamente una consecuencia de ella (Brugeilles, 1913). Le Bon reconduce todo lo extraño de los fenómenos sociales a dos factores: a la sugestión recíproca de los individuos y al prestigio del conductor. Pero el prestigio, a su vez, no se exterioriza sino por su efecto, que es provocar sugestión. En McDougall podríamos tener por un momento la impresión de que su principio de la «inducción primaría de afecto» excusa la hipótesis de la sugestión. Pero una ulterior reflexión nos hará comprender que este principio no enuncia nada distinto de las conocidas tesis sobre la «imitación» o el «contagio»; el único matiz diferencial es su decidida insistencia en el factor afectivo. Es cierto que existe en nosotros una tendencia a caer en determinado estado afectivo cuando percibimos sus signos en otro. Pero, ¿cuántas veces la resistimos con éxito, rechazamos el afecto y reaccionamos de manera totalmente opuesta? Y entonces, ¿por qué cedemos regularmente a ese contagio cuando formamos parte de la masa? Habría que decir, también aquí, que es el influjo sugestivo de la masa el que nos fuerza a obedecer a esa tendencia imitativa e induce en nosotros el afecto. Por lo demás, tampoco McDougall elude la sugestión; como los otros, nos dice: las masas se distinguen por una particular sugestionabilidad.
Esto nos predispone a admitir el enunciado de que la sugestión (más correctamente: la sugestionabilidad) sería un fenómeno primordial no susceptible de ulterior reducción, un hecho básico de la vida anímica de los seres humanos. Por tal la tiene en efecto Bernheim, de cuyo arte asombroso fui testigo en 1889. Pero, bien lo recuerdo, ya en esa época sentí una sorda hostilidad hacia esa tiranía de la sugestión. Si un enfermo no se mostraba obediente, le espetaban: «¿Qué hace usted, pues? Vous vous contre-suggestionnez!». Me dije entonces que eso era una manifiesta injusticia y un acto de violencia. Sin duda alguna, el sujeto tenía derecho a contrasugestionarse cuando se intentaba someterlo con sugestiones. Por eso más tarde mi resistencia tomó el sesgo de una rebelión frente al hecho de que la sugestión, que lo explicaba todo, se sustrajera ella misma a la explicación (ver nota(114)). Respecto de ella repetí el viejo acertijo jocoso (ver nota(115)):
Cristóbal sostenía a Cristo, Cristo sostenía al mundo entero; así pues, díganme, en ese tiempo, ¿dónde apoyaba el pie Cristóbal?
Christophorus Christum, sed Christus sustulit orbem: Constiterú pedibus dic ubi Christophorus?
Ahora que vuelvo a abordar el enigma de la sugestión(116) después de haber permanecido alejado de él durante treinta años, hallo que no ha variado en nada. (Para esta afirmación puedo prescindir de una única excepción, que justamente atestigua la influencia del psicoanálisis.) Veo un particular empeño, por formular de manera correcta el concepto de la sugestión, vale decir, por fijar convencionalmente el uso del término (v. gr., McDougall, 1920b); y en verdad, ello no es superfluo, pues la palabra afronta un uso cada vez más difundido en una acepción lata, y pronto designará un influjo cualquiera, como en la lengua inglesa, donde «to suggest» y «suggestion» equivalen a las expresiones alemanas «nahelegen» {«insinuar»} o «Anregung» {«incitación»}. Pero no se dio esclarecimiento alguno sobre la naturaleza de la sugestión, esto es, las condiciones bajo las cuales se producen influjos sin una base lógica suficiente. No esquivaría la tarea de corroborar este aserto examinando la bibliografía de estos últimos treinta años, pero me abstengo de ello porque sé que en mis cercanías se prepara una detallada investigación que se ha propuesto, justamente, demostrarlo (ver nota agregada en 1925(117)).En lugar de ello intentaré aplicar al esclarecimiento de la psicología de las masas el concepto de libido, que tan buenos servicios nos ha prestado en el estudio de las psiconeurosis.
Libido es una expresión tomada de la doctrina de la afectividad. Llamamos así a la energía, considerada como magnitud cuantitativa -aunque por ahora no medible-, de aquellas pulsiones que tienen que ver con todo lo que puede sintetizarse como «amor». El núcleo de lo que desiganamos «amor» lo forma, desde luego, lo que comúnmente llamamos así y cantan los poetas, el amor cuya meta es la unión sexual. Pero no apartamos de ello lo otro que participa de ese mismo nombre: por un lado, el amor a sí mismo, por el otro, el amor filial y el amor a los hijos, la amistad y el amor a la humanidad; tampoco la consagración a objetos concretos y a ideas abstractas. Podemos hacerlo justificadamente, pues la indagación psicoanalítica nos ha enseñado que todas esas aspiraciones son la expresión de las mismas mociones pulsionales que entre los sexos esfuerzan en el sentido (hindrängen} de la unión sexual; en otras constelaciones, es verdad, son esforzadas a apartarse{abdrängen} de esta meta sexual o se les suspende su consecución, pero siempre conservan lo bastante de su naturaleza originaria como para que su identidad siga siendo reconocible (sacrificio de sí, búsqueda de aproximación).
Por eso opinamos que en la palabra «amor», con sus múltiples acepciones, el lenguaje ha creado una síntesis enteramente justificada, y no podemos hacer nada mejor que tomarla por base también de nuestras elucidaciones y exposiciones científicas. Cuando se decidió a hacerlo, el psicoanálisis desató una tormenta de indignación, como si se hubiera hecho culpable de una alocada novedad. Pero su concepción «ampliada» del amor no es una creación novedosa. Por su origen, su operación y su vínculo con la vida sexual, el «Eros» del filósofo Platón se corresponde totalmente con la fuerza amorosa {Liebeskraft}, la libido del psicoanálisis, según lo han expuesto en detalle Nachmansohn (1915) y Pfister (1921); y cuando el apóstol Pablo, en su famosa epístola a los Corintios, apreciaba al amor por sobre todo lo demás, lo entendía sin duda en este mismo sentido «ampliado»,(118) lo que nos enseña que los hombres no siempre toman en serio a sus grandes pensadores, aunque presuntamente los admiren mucho.
Ahora bien, en el psicoanálisis estas pulsiones de amor son llamadas a potiori,y en virtud de su origen, pulsiones sexuales. La mayoría de los hombres «cultos» han sentido este bautismo como un ultraje; su venganza fue fulminar contra el psicoanálisis el reproche de «pansexualismo». Quien tenga a la sexualidad por algo vergonzoso y denigrante para la naturaleza humana es libre de servirse de las expresiones más encumbradas de «Eros» y «erotismo». Yo mismo habría podido hacerlo desde el comienzo, ahorrándome muchas impugnaciones. Pero no quise porque prefiero evitar concesiones a la cobardía. Nunca se sabe

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adónde se irá a parar por ese camino; primero uno cede en las palabras y después, poco a poco, en la cosa misma. No puedo, hallar motivo alguno para avergonzarse de la sexualidad; la palabra griega «eros», con la que se quiere mitigar el desdoro, en definitiva no es sino la traducción de nuestra palabra alemana«Debe» {amor}; por último, el que puede esperar no necesita hacer concesiones.
Ensayemos, entonces, con esta premisa: vínculos de amor (o, expresado de manera más neutra, lazos sentimentales) constituyen también la esencia del alma de las masas. Recordemos que los autores no hablan de semejante cosa. Lo que correspondería a tales vínculos está oculto, evidentemente, tras la pantalla, tras el biombo, de la sugestión. Para empezar, nuestra expectativa se basa en dos reflexiones someras.
La primera, que evidentemente la masa se mantiene cohesionada en virtud de algún poder. ¿Y a qué poder podría adscribirse ese logro más que al Eros, que lo cohesiona todo en el mundo? (Ver nota(119)). En segundo lugar, si el individuo resigna su peculiaridad en la masa y se deja sugerir por los otros, recibimos la impresión de que lo hace porque siente la necesidad de estar de acuerdo con ellos, y no de oponérseles; quizás, entonces, «por amor de ellos(120)» (Ver nota(121)).
Dos masas artificiales: Iglesia y ejército
Recordemos, de la morfología de las masas, que pueden distinguirse muy diferentes clases de masas y orientaciones opuestas en su conformación. Hay masas muy efímeras, y las hay en extremo duraderas; homogéneas, que constan de individuos de la misma clase, y no homogéneas; masas naturales y artificiales, que para su cohesión requieren, además, una compulsión externa; masas primitivas y articuladas, altamente organizadas. Pero por razones todavía no inteligibles para el lector, querríamos atribuir particular valor a un distingo que en los autores ha recibido poca atención; me refiero a la diferencia entre masas sin conductor y con él. Y en total oposición a lo que es habitual, nuestra indagación no escogerá como punto de partida una formación de masa relativamente simple, sino masas de alto grado de organización, duraderas, artificiales. Los ejemplos más interesantes de tales formaciones son la Iglesia -la comunidad de los creyentes- y el ejército.Iglesia y ejército son masas artificiales, vale decir, se emplea cierta compulsión externa para prevenir su disolución (ver nota(122)) e impedir alteraciones de su estructura. Por regla general, no se pregunta al individuo si quiere ingresar en una masa de esa índole, ni se lo deja librado a su arbitrio; y el intento de separación suele estorbarse o penarse rigurosamente, o se lo sujeta a condiciones muy determinadas. El averiguar por qué estas asociaciones necesitan de garantías tan particulares es por completo ajeno a nuestro presente interés. Sólo nos atrae una circunstancia: en estas masas de alto grado de organización, y que se protegen de su disolución del modo antedicho, se disciernen muy nítidamente ciertos nexos que en otras están mucho más encubiertos.
En la Iglesia (con ventaja podemos tomar a la Iglesia católica como paradigma), lo mismo que en el ejército, y por diferentes que ambos sean en lo demás, rige idéntico espejismo (ilusión), a saber: hay un jefe -Cristo en la Iglesia católica, el general en el ejército- que ama por igual a todos los individuos de la masa. De esta ilusión depende todo; si se la deja disipar, al punto se descomponen, permitiéndolo la compulsión externa, tanto Iglesia como ejército. Cristo formula expresamente este amor igual para todos: «De cierto os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a Mí lo hicisteis». Respecto de cada individuo de la masa creyente, El se sitúa como un bondadoso hermano mayor; es para ellos un sustituto del padre. Todas las exigencias que se dirigen a los individuos derivan de este amor de Cristo. Un sesgo democrático anima a la Iglesia, justamente porque todos son iguales ante Cristo, todos tienen idéntica participación en su amor. No sin profunda razón se invoca la similitud de la comunidad cristiana con una familia, y los creyentes se llaman hermanos en Cristo, vale decir, hermanos por el amor que Cristo les tiene. No hay duda de que la ligazón {Bindung} de cada individuo con Cristo es también la causa de la ligazón que los une a todos. Algo parecido vale en el caso del ejército. Este se diferencia estructuralmente de la Iglesia por el hecho de que consiste en una jerarquía de tales masas. Cada capitán es el general en jefe y padre de su compañía, y cada suboficial, el de su sección. Una jerarquía similar se ha desarrollado también en la Iglesia, es cierto, pero no desempeña en ella este mismo papel económico(123), puesto que es lícito atribuir a Cristo un mayor saber sobre los individuos y un cuidado mayor por ellos que al general en jefe humano.
Puede objetarse con justicia que esta concepción de la estructura libidinosa de los ejércitos se desentiende de las ideas de Patria, Gloria Nacional y otras, tan importantes para su cohesión. La respuesta sería que constituyen un caso diverso de ligazón de masas, ya no tan simple, y como lo muestran los ejemplos de grandes conductores militares -César, Wallenstein, Napoleón-, tales ideas no son indispensables para la pervivencia de un ejército. Más adelante nos referiremos brevemente a la posible sustitución del conductor por una idea rectora y a los vínculos entre ambos. El descuido de este factor libidinoso en el ejército, por más que no sea el único eficaz, parece constituir no sólo un error teórico, sino un peligro práctico. El militarismo prusiano, tan «apsicológico» como la ciencia alemana, quizá debió sufrirlo en la Gran Guerra. En efecto, en las neurosis de guerra que desgarraban al ejército alemán pudo discernirse en buena parte unas protestas del individuo contra el papel que se le adjudicaba en el ejército; y de acuerdo con las comunicaciones de E. Simmel (1918), es lícito afirmar que el trato falto de

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amor que el hombre común recibía de sus superiores se contó entre los principales motivos de contracción de neurosis. De haberse apreciado mejor esta exigencia libidinal, es probable que las fantásticas promesas de los catorce puntos del presidente norteamericano(124) no hubieran sido creídas tan fácilmente, y aquel grandioso instrumento no se les habría deshecho entre las manos a los artífices alemanes de la guerra (ver nota(125)).
Notemos que en estas dos masas artificiales cada individuo tiene una doble ligazón libidinosa: con el conductor (Cristo, general en jefe) y con los otros individuos de la masa. Tendremos que reservar para más tarde el averiguar el comportamiento recíproco de estas ligazones, si son de igual índole y valor, y el modo en que se debería describirlas. Pero desde ahora nos atrevemos a hacer un ligero reproche a los autores por no haber apreciado suficientemente la importancia del conductor para la psicología de las masas, mientras que a nosotros la elección del primer objeto de investigación nos ha puesto en una situación más favorable. Nos está pareciendo que vamos por el camino correcto, que permitiría esclarecer el principal fenómeno de la psicología de las masas: la falta de libertad del individuo dentro de ellas. Si todo individuo está sujeto a una ligazón afectiva tan amplia en dos direcciones, no nos resultará difícil derivar de ese nexo la alteración y la restricción observadas en su personalidad.
Otro indicio de lo mismo, a saber, que la escencia de una masa consistiría en las ligazones libidinosas existentes en ella, nos lo proporciona también el fenómeno del pánico, que puede estudiarse mejor en las masas militares. El pánico se genera cuando una masa de esta clase se descompone. Lo caracteriza el hecho de que ya no se presta oídos a orden alguna del jefe, y cada uno cuida por sí sin miramiento por los otros. Los lazos recíprocos han cesado, y se libera una angustia enorme, sin sentido. Otra vez se insinúa aquí, desde luego, la objeción de que ocurre más bien a la inversa: la angustia crece hasta un punto en que prevalece sobre todos los miramientos y lazos. Y en efecto, McDougall (1920a, pág. 24) usó el caso del pánico (el no militar, por otra parte) como paradigma del aumento del afecto por contagio («primary induction»), en que él insiste. Pero este tipo de explicación racionalista falla aquí por completo. Lo que hay que explicar es por qué la angustia se hizo tan gigantesca. El tamaño del peligro no puede ser el culpable, pues el mismo ejército que ahora es presa del pánico pudo haber soportado incólume peligros similares y aun mayores; y justamente es propio de la naturaleza del pánico no guardar relación con el peligro que amenaza, y estallar muchas veces a raíz de las ocasiones más nimias. Cuando los individuos, dominados por la angustia pánica, se ponen a cuidar de ellos solos, atestiguan comprender que han cesado las ligazones afectivas que hasta entonces les rebajaban el peligro. Ahora que lo enfrentan solos, lo aprecian en más. Lo que sucede es que la angustia pánica supone el aflojamiento de la estructura libidinosa de la masa y esta reacciona justificadamente ante él, y no a la inversa (que los vínculos libidinosos de la masa se extingan por la angustia frente al peligro).
Estas observaciones en modo alguno contradicen la tesis de que la angustia crece enormemente en la masa por inducción (contagio). La concepción de McDougall es totalmente certera cuando hay un gran peligro real y la masa carece de fuertes ligazones afectivas; estas condiciones se cumplen, por ejemplo, si estalla un incendio en un teatro o en un local de diversión. El ejemplo instructivo, aplicable a nuestro fin, es el ya mencionado de un cuerpo de ejército que cae presa del pánico en un momento en que el peligro no ha sobrepasado la medida habitual, que ya fue a menudo bien tolerada. No es lícito esperar que el uso de la palabra «pánico» esté fijado de manera precisa y unívoca. Muchas veces se designa con ella cualquier angustia de masas, otras también la angustia de un individuo que rebasa toda medida; con frecuencia parece reservarse el nombre para el caso en que la ocasión no justifica el estallido de angustia. Si le damos la acepción de «angustia de masas», podemos establecer una vasta analogía. En un individuo, la angustia será provocada por la magnitud del peligro o por la ausencia de ligazones afectivas (investiduras libidinales); esto es lo que ocurre en la angustia neurótica (ver nota(126)). De igual modo, el pánico nace por el aumento del peligro que afec ta a todos, o por el cese de las ligazones afectivas que cohesionaban a la masa; y este último caso es análogo a la angustia neurótica (ver nota(127)).
Si, como hace McDougall (1920a), se describe al pánico como una de las operaciones más perfiladas de la «group mind», se llega a una paradoja: esta alma de la masa se suprime a sí misma en una de sus exteriorizaciones más llamativas. No hay duda posible: el pánico significa la descomposición de la masa; trae por consecuencia el cese de todos los miramientos recíprocos que normalmente se tienen los individuos de la masa.

Notemos que en estas dos masas artificiales cada individuo tiene una doble ligazón libidinosa: con el conductor (Cristo, general en jefe) y con los otros individuos de la masa. Tendremos que reservar para más tarde el averiguar el comportamiento recíproco de estas ligazones, si son de igual índole y valor, y el modo en que se debería describirlas. Pero desde ahora nos atrevemos a hacer un ligero reproche a los autores por no haber apreciado suficientemente la importancia del conductor para la psicología de las masas, mientras que a nosotros la elección del primer objeto de investigación nos ha puesto en una situación más favorable. Nos está pareciendo que vamos por el camino correcto, que permitiría esclarecer el principal fenómeno de la psicología de las masas: la falta de libertad del individuo dentro de ellas. Si todo individuo está sujeto a una ligazón afectiva tan amplia en dos direcciones, no nos resultará difícil derivar de ese nexo la alteración y la restricción observadas en su personalidad.
Otro indicio de lo mismo, a saber, que la escencia de una masa consistiría en las ligazones libidinosas existentes en ella, nos lo proporciona también el fenómeno del pánico, que puede estudiarse mejor en las masas militares. El pánico se genera cuando una masa de esta clase se descompone. Lo caracteriza el hecho de que ya no se presta oídos a orden alguna del jefe, y cada uno cuida por sí sin miramiento por los otros. Los lazos recíprocos han cesado, y se libera una angustia enorme, sin sentido. Otra vez se insinúa aquí, desde luego, la objeción de que ocurre más bien a la inversa: la angustia crece hasta un punto en que prevalece sobre todos los miramientos y lazos. Y en efecto, McDougall (1920a, pág. 24) usó el caso del pánico (el no militar, por otra parte) como paradigma del aumento del afecto por contagio («primary induction»), en que él insiste. Pero este tipo de explicación racionalista falla aquí por completo. Lo que hay que explicar es por qué la angustia se hizo tan gigantesca. El tamaño del peligro no puede ser el culpable, pues el mismo ejército que ahora es presa del pánico pudo haber soportado incólume peligros similares y aun mayores; y justamente es propio de la naturaleza del pánico no guardar relación con el peligro que amenaza, y estallar muchas veces a raíz de las ocasiones más nimias. Cuando los individuos, dominados por la angustia pánica, se ponen a cuidar de ellos solos, atestiguan comprender que han cesado las ligazones afectivas que hasta entonces les rebajaban el peligro. Ahora que lo enfrentan solos, lo aprecian en más. Lo que sucede es que la angustia pánica supone el aflojamiento de la estructura libidinosa de la masa y esta reacciona justificadamente ante él, y no a la inversa (que los vínculos libidinosos de la masa se extingan por la angustia frente al peligro).
Estas observaciones en modo alguno contradicen la tesis de que la angustia crece enormemente en la masa por inducción (contagio). La concepción de McDougall es totalmente certera cuando hay un gran peligro real y la masa carece de fuertes ligazones afectivas; estas condiciones se cumplen, por ejemplo, si estalla un incendio en un teatro o en un local de diversión. El ejemplo instructivo, aplicable a nuestro fin, es el ya mencionado de un cuerpo de ejército que cae presa del pánico en un momento en que el peligro no ha sobrepasado la medida habitual, que ya fue a menudo bien tolerada. No es lícito esperar que el uso de la palabra «pánico» esté fijado de manera precisa y unívoca. Muchas veces se designa con ella cualquier angustia de masas, otras también la angustia de un individuo que rebasa toda medida; con frecuencia parece reservarse el nombre para el caso en que la ocasión no justifica el estallido de angustia. Si le damos la acepción de «angustia de masas», podemos establecer una vasta analogía. En un individuo, la angustia será provocada por la magnitud del peligro o por la ausencia de ligazones afectivas (investiduras libidinales); esto es lo que ocurre en la angustia neurótica (ver nota(126)). De igual modo, el pánico nace por el aumento del peligro que afec ta a todos, o por el cese de las ligazones afectivas que cohesionaban a la masa; y este último caso es análogo a la angustia neurótica (ver nota(127)).
Si, como hace McDougall (1920a), se describe al pánico como una de las operaciones más perfiladas de la «group mind», se llega a una paradoja: esta alma de la masa se suprime a sí misma en una de sus exteriorizaciones más llamativas. No hay duda posible: el pánico significa la descomposición de la masa; trae por consecuencia el cese de todos los miramientos recíprocos que normalmente se tienen los individuos de la masa.
La ocasión típica de un estallido de pánico se asemeja mucho a la manera como la figura Nestroy en su parodia del drama de Hebbel sobre Judit y Holofernes. Grita un soldado: «¡El general ha perdido la cabeza!», y de inmediato todos los asirios se dan a la fuga. La pérdida, en cualquier sentido, del conductor, el no saber a qué atenerse sobre él, basta para que se produzca el estallido de pánico, aunque el peligro siga siendo el mismo; como regla, al desaparecer la ligazón de los miembros de la masa con su conductor desaparecen las ligazones entre ellos, y la masa se pulveriza como una lágrima de Batavia(128) a la que se le rompe la punta.
La descomposición de una masa religiosa no es tan fácil de observar. Hace poco me cayó en las manos una novela inglesa de inspiración católica y recomendada por el obispo de Londres, When it was Dark(129), que pinta hábilmente y, según creo, de manera acertada una posibilidad así y sus consecuencias. La novela refiere, como cosa del presente, que una conjuración de enemigos de Cristo y de la fe cristiana consigue que se amañe un sepulcro en Jerusalén, en cuya inscripción José de Arimatea confiesa que, movido por la piedad, él retiró secretamente de su sepulcro el cuerpo de Cristo al tercer día de sepultado y lo hizo depositar en este otro. Así se invalidan la ascensión de Cristo y su naturaleza divina, y como consecuencia de este descubrimiento arqueológico se conmueve la cultura europea y se produce un extraordinario aumento de todas las violencias y crímenes, que sólo cesan al revelarse el complot de los falsarios.
Lo que sale a la luz, a raíz de esa descomposición de la masa religiosa supuesta en la novela, no es angustia, para la cual no hay ocasión; son impulsos despiadados y hostiles hacia otras personas, a los que el amor de Cristo, igual para todos, había impedido exteriorizarse antes (ver nota(130)). Pero aun durante el Reinado de Cristo estaban fuera de este lazo quienes no pertenecían a la comunidad de creyentes, quienes no lo amaban y no eran amados por El; por eso una religión, aunque se llame la religión del amor, no puede dejar de ser dura y sin amor hacia quienes no pertenecen a ella. En el fondo, cada religión es de amor por todos aquellos a quienes abraza, y está pronta a la crueldad y la intolerancia hacia quienes no son sus miembros. Por mucho que personalmente nos pese, no podemos reprochárselo con demasiada severidad a los fieles; a los incrédulos e indiferentes las cosas les resultan mucho más fáciles, psicológicamente, en este punto. Si hoy esta intolerancia no se muestra tan

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violenta y cruel como en siglos pasados, difícilmente pueda inferirse de ello una dulcificación en las costumbres de los seres humanos. La causa ha de buscarse, mucho más, en el innegable debilitamiento de los sentimientos religiosos y de los lazos libidinosos que dependen de ellos. Si otro lazo de masas remplaza al religioso, como parece haberlo conseguido hoy el lazo socialista, se manifestará la misma intolerancia hacia los extraños que en la época de las luchas religiosas; y si alguna vez las diferencias en materia de concepción científica pudieran alcanzar parecido predicamento para las masas, también respecto de esta motivación se repetiría idéntico resultado.
Otras tareas y orientaciones de trabajo
Hemos investigado hasta ahora dos masas artificiales, y hallamos que están gobernadas por lazos afectivos de dos clases. Uno, la ligazón con el conductor, parece -al menos para las masas consideradas- más influyente que el otro, la ligazón de los individuos entre sí.Nos quedaría aún mucho que investigar y describir en cuanto a la morfología de las masas. Habría que partir de la comprobación de que una multitud de seres humanos no es una masa hasta que no se establecen en ella los mencionados lazos, pero debería admitirse que en cualquier multitud se manifiesta con harta facilidad la tendencia a la formación de una masa psicológica. Habría que prestar atención a las masas de diversas clases, más o menos permanentes, que surgen de manera espontánea, así como estudiar las condiciones de su génesis y su descomposición. Sobre todo, habría que ocuparse de la diferencia entre las masas que poseen un conductor y las que no lo tienen. Averiguar si las masas con conductor son las más originarias y completas, y si en las otras el conductor puede ser sustituido por una idea, algo abstracto, respecto de lo cual las masas religiosas, con su jefatura invisible, constituirían la transición; si ese . sustituto podría ser proporcionado por una tendencia compartida, un deseo del que una multitud pudiera participar. Eso abstracto podría encarnarse a su vez de manera más o menos completa en la persona de un conductor secundario, por así decir; en tal caso, del vínculo entre idea y conductor resultarían interesantes variedades. El conductor o la idea conductora podrían volverse también, digamos, negativos; el odio a determinada persona o institución podría producir igual efecto unitivo y generar parecidas ligazones afectivas que la dependencia positiva. Cabe preguntarse, además, si el conductor es realmente indispensable para la esencia de la masa, y cosas por el estilo.
Pero todas estas cuestiones, acaso tratadas en parte en la bibliografía sobre psicología de las masas, no podrían desviar nuestro interés de los problemas psicológicos básicos que la estructura de una masa nos ofrece. Lo primero que nos cautiva es una reflexión que promete demostrarnos, por el camino más corto, que son ligazones libidinales las que caracterizan a una masa.
Consideremos el modo en que los seres humanos en general se comportan afectivamente entre sí. Según el famoso símil de Schopenhauer sobre los puercoespines que se congelaban, ninguno soporta una aproximación demasiado íntima de los otros (ver nota(131)).
De acuerdo con el testimonio del psicoanálisis, casi toda relación afectiva íntima y prolongada entre dos personas(132) -matrimonio, amistad, relaciones entre padres e hijos-, contiene un sedimento de sentimientos de desautorización y de hostilidad que sólo en virtud de la represión no es percibido (ver nota(133)). Está menos encubierto en las cofradías, donde cada miembro disputa con los otros y cada subordinado murmura de su superior. Y esto mismo acontece cuando los hombres se reúnen en unidades mayores. Toda vez que dos familias se alían por matrimonio, cada una se juzga la mejor o la más aristocrática, a expensas de la otra. Dos ciudades vecinas tratarán de perjudicarse mutuamente en la competencia; todo pequeño cantón desprecia a los demás. Pueblos emparentados se repelen, los alemanes del Sur no soportan a los del Norte, los ingleses abominan de los escoceses, los españoles desdeñan a los portugueses (ver nota(134)). Y cuando las diferencias son mayores, no nos asombra que el resultado sea una aversión difícil de superar: los galos contra los germanos, los arios contra los semitas, los blancos contra los pueblos de color.
Cuando la hostilidad apunta a personas a quienes empero se ama, llamamos a esto «sentimiento de ambivalencia», y nos lo explicamos, de una manera que sin duda es demasiado racionalista, por las múltipIes ocasiones que unos vínculos tan íntimos proporcionan justamente a los conflictos de intereses. En las aversiones y repulsas a extraños con quienes se tiene trato podemos discernir la expresión de un amor de sí, de un narcisismo, que aspira a su autoconservación y se comporta como si toda divergencia respecto de sus plasmaciones individuales implicase una crítica a ellas y una exhortación a remodelarlas. No sabemos por qué habría de tenerse tan gran sensibilidad frente a estas particularidades de la diferenciación; pero es innegable que en estas conductas de los seres humanos se da a conocer una predisposición al odio, una agresividad cuyo origen es desconocido y que se querría atribuir a un carácter elemental (ver nota(135)).
Pero toda esta intolerancia desaparece, de manera temporaria o duradera, por la formación de masa y en la masa. Mientras esta perdura o en la extensión que abarca, los individuos se comportan como sí fueran homogéneos; toleran la especificidad del otro, se consideran como su igual y no sienten repulsión alguna hacia él. De acuerdo con nuestros puntos de vista

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teóricos, una restricción así del narcisismo sólo puede ser producida por este factor: una ligazón libidinosa con otras personas. El amor por sí mismo no encuentra más barrera que el amor por lo ajeno, el amor por objetos (ver nota(136)). En este punto se preguntará si la comunidad de intereses no tiene que llevar, en sí y por sí, y sin contribución libidinosa alguna, a la tolerancia del otro y la consideración por él. Responderemos a esta objeción diciendo que de ese modo ni siquiera se produce una restricción duradera del narcisismo, pues aquella tolerancia no dura más tiempo que la ventaja inmediata que se extrae de la colaboración del otro. Comoquiera que fuese, el valor práctico de esta disputa disminuye si se repara en que, según lo ha mostrado la experiencia, en la cooperación se establecen por regla general lazos libidinosos entre los compañeros, lazos que prolongan y fijan la relación entre ellos mucho más allá de lo meramente ventajoso. En las relaciones sociales entre los hombres ocurre lo mismo que la investigación psicoanalítica tiene averiguado para la vía de desarrollo de la libido individual. Esta se apuntala en la satisfacción de las grandes necesidades vitales, y escoge como sus primeros objetos a las personas que participan en dicho desarrollo (ver nota(137)). Y en el de la humanidad toda, al igual que en el del individuo, solamente el amor ha actuado como factor de cultura en el sentido de una vuelta del egoísmo en altruismo. Sin duda, ello es válido tanto para el amor sexual por la mujer, con todas las obligaciones que impone respetar lo que es caro a ella, cuanto para el amor desexualizado hacia el prójimo varón, amor homosexual sublimado que tiene su punto de arranque en el trabajo común.
Por tanto, si en la masa aparecen restricciones del amor propio narcisista que no tienen efecto fuera de ella. he ahí un indicio concluyente de que la esencia de la formación de masa consiste en ligazones libidinosas recíprocas de nuevo tipo entre sus miembros.
Ahora una pregunta se impone, acuciante, a nuestro interés: ¿Cuál es la índole de esas ligazones existentes en el interior de la masa? En la doctrina psicoanalítica de las neurosis nos hemos ocupado hasta ahora casi exclusivamente de la ligazón que establecen con sus objetos aquellas pulsiones de amor que persiguen todavía metas sexuales directas. Es manifiesto que en la masa no puede tratarse de esta clase de metas. Aquí nos encontramos con pulsiones de amor que, sin actuar por eso de manera menos enérgica, están desviadas de sus metas originarias. Ahora bien, ya dentro del marco de la ordinaria investidura sexual de objeto, hemos notado fenómenos que corresponden a un desvío de la pulsión respecto de su meta sexual. Los hemos descrito como «grados de enamoramiento», reconociendo que conllevan un cierto perjuicio para el yo. Ahora dedicaremos mayor atención a estos fenómenos del enamoramiento, con la fundada expectativa de hallar en ellos relaciones trasferibles a los lazos interiores de las masas. Nos gustaría saber, además, si este tipo de investidura de objeto, tal como lo conocemos por la vida sexual, constituye el único modo de ligazón afectiva con otra persona, o si han de tomarse en cuenta también otros mecanismos de esa clase. De hecho, por el psicoanálisis averiguamos que existen todavía otros mecanismos de ligazón afectiva: las llamadas identificaciones(138); son procesos insuficientemente conocidos, difíciles de exponer, cuya indagación nos alejará un buen rato del tema de la psicología de las masas.
Por tanto, si en la masa aparecen restricciones del amor propio narcisista que no tienen efecto fuera de ella. he ahí un indicio concluyente de que la esencia de la formación de masa consiste en ligazones libidinosas recíprocas de nuevo tipo entre sus miembros.
Ahora una pregunta se impone, acuciante, a nuestro interés: ¿Cuál es la índole de esas ligazones existentes en el interior de la masa? En la doctrina psicoanalítica de las neurosis nos hemos ocupado hasta ahora casi exclusivamente de la ligazón que establecen con sus objetos aquellas pulsiones de amor que persiguen todavía metas sexuales directas. Es manifiesto que en la masa no puede tratarse de esta clase de metas. Aquí nos encontramos con pulsiones de amor que, sin actuar por eso de manera menos enérgica, están desviadas de sus metas originarias. Ahora bien, ya dentro del marco de la ordinaria investidura sexual de objeto, hemos notado fenómenos que corresponden a un desvío de la pulsión respecto de su meta sexual. Los hemos descrito como «grados de enamoramiento», reconociendo que conllevan un cierto perjuicio para el yo. Ahora dedicaremos mayor atención a estos fenómenos del enamoramiento, con la fundada expectativa de hallar en ellos relaciones trasferibles a los lazos interiores de las masas. Nos gustaría saber, además, si este tipo de investidura de objeto, tal como lo conocemos por la vida sexual, constituye el único modo de ligazón afectiva con otra persona, o si han de tomarse en cuenta también otros mecanismos de esa clase. De hecho, por el psicoanálisis averiguamos que existen todavía otros mecanismos de ligazón afectiva: las llamadas identificaciones(138); son procesos insuficientemente conocidos, difíciles de exponer, cuya indagación nos alejará un buen rato del tema de la psicología de las masas.
La identificación
El psicoanálisis conoce la identificación como la más temprana exteriorización de una ligazón afectiva con otra persona. Desempeña un papel en la prehistoria del complejo de Edipo. El varoncito manifiesta un particular interés hacia su padre; querría crecer y ser como él, hacer sus veces en todos los terrenos. Digamos, simplemente: toma al padre como su ideal. Esta conducta nada tiene que ver con una actitud pasiva o femenina hacia el padre (y hacia el varón en general); al contrario, es masculina por excelencia. Se concilia muy bien con el complejo de Edipo, al que contribuye a preparar.
Contemporáneamente a esta identificación con el padre, y quizás antes, el varoncito emprende una cabal investidura de objeto de la madre según el tipo del apuntalamiento [anaclítico] (ver nota(139)). Muestra entonces dos lazos psicológicamente diversos: con la madre, una directa investidura sexual de objeto; con el padre, una identificación que lo toma por modelo. Ambos coexisten un tiempo, sin influirse ni perturbar se entre sí. Pero la unificación de la vida anímica avanza sin cesar, y a consecuencia de ella ambos lazos confluyen a la postre, y por esa confluencia nace el complejo de Edipo normal. El pequeño nota que el padre le significa un estorbo junto a la madre; su identificación con él cobra entonces una tonalidad hostil, y pasa a ser idéntica al deseo de sustituir tal padre también junto a la madre. Desde el comienzo mismo, la identificación es ambivalente; puede darse vuelta hacia la expresión de la ternura o hacia el deseo de eliminación. Se comporta como un retoño, de la primera fase, oral, de la organización libidinal, en la que el objeto anhela. do y apreciado se incorpora por devoración y así se aniquila como tal. El caníbal, como es sabido, permanece en esta Posición; le gusta {ama} devorar a su enemigo, y no devora a aquellos de los que no puede gustar de algún modo (ver nota(140)).
Más tarde es fácil perder de vista el destino de esta identificación con el padre.. Puede ocurrir después que el complejo de Edipo experimente una inversión, que se tome por objeto al padre en una actitud femenina, un objeto del cual las pulsiones sexuales directas esperan su satisfacción; en tal caso, la identificación con el padre se convierte en la precursora de la ligazón de objeto que recae sobre él. Lo mismo vale para la niña, con las correspondientes sustituciones (ver nota(141)).
Es fácil expresar en una fórmula el distingo entre una identificación de este tipo con el padre y una elección de objeto que recaiga sobre él. En el primer caso el padre es lo que uno querría ser; en el segundo, lo que uno querría tener. La diferencia depende, entonces, de que la ligazón recaiga en el sujeto o en el objeto del yo. La primera ligazón ya es posible, por tanto, antes de toda elección sexual de objeto. En lo metapsicológico es más difícil presentar esta diferencia

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gráficamente. Sólo se discierne que la identificación aspira a configurar el yo propio a semejanza del otro, tomado como «modelo».
Dilucidemos la identificación en unos nexos más complejos, en el caso de una formación neurótica de síntoma. Supongamos ahora que una niña pequeña reciba el mismo síntoma de sufrimiento que su madre; por ejemplo, la misma tos martirizadora. Ello puede ocurrir por diversas vías. La identificación puede ser la misma que la del complejo de Edipo, que implica una voluntad hostil de sustituir a la madre, y el síntoma expresa el amor de objeto por el padre; realiza la sustitución de la madre bajo el influjo de la conciencia de culpa: «Has querido ser tu madre, ahora lo eres al menos en el sufrimiento». He ahí el mecanismo completo de la formación histérica de síntoma. 0 bien el síntoma puede ser el mismo que el de la persona amada («Dora(142)», por ejemplo, imitaba la tos de su padre); en tal caso no tendríamos más alternativa que describir así el estado de cosas: La identificación remplaza a la elección de objeto; la elección de objeto ha regresado hasta la identificación. Dijimos que la identificación es la forma primera, y la más originaria, del lazo afectivo; bajo las constelaciones de la formación de síntoma, vale decir, de la represión y el predominio de los mecanismos del inconciente, sucede a menudo que la elección de objeto vuelva a la identificación, o sea, que el yo tome sobre sí las propiedades del objeto. Es digno de notarse que en estas identificaciones el yo copia {Kopieren} en un caso a la persona no amada, y en el otro a la persona amada. Y tampoco puede dejar de llamarnos la atención que, en los dos, la identificación es parcial, limitada en grado sumo, pues toma prestado un único rasgo de la persona objeto.
Hay un tercer caso de formación de síntoma, particularmente frecuente e importante, en que la identificación prescinde por completo de la relación de objeto con la persona copiada. Por ejemplo, si una muchacha recibió en el pensionado una carta de su amado secreto, la carta despertó sus celos y ella reaccionó con un ataque histérico, algunas de sus amigas, que saben del asunto, pescarán este ataque, como suele decirse, por la vía de la infección psíquica. El mecanismo es el de la identificación sobre la base de poder o querer ponerse en la misma situación. Las otras querrían tener también una relación secreta, y bajo el influjo del sentimiento de culpa aceptan también el sufrimiento aparejado. Sería erróneo afirmar que se apropian del síntoma por empatía. Alcontrario, la empatía nace sólo de la identificación, y la prueba de ello es que tal infección o imitación se establece también en circunstancias en que cabe suponer entre las dos personas una simpatía preexistente todavía menor que la habitual entre amigas de pensionado. Uno de los «yo» ha percibido en el otro una importante analogía en un punto (en nuestro caso, el mismo apronte afectivo); luego crea una identificación en este punto, e influida por la situación patógena esta identificación se desplaza al síntoma que el primer «yo» ha producido. La identificación por el síntoma pasa a ser así el indicio de un punto de coincidencia entre los dos «yo», que debe mantenerse reprimido.
Podemos sintetizar del siguiente modo lo que hemos aprendido de estas tres fuentes: en primer lugar, la identificación es la forma más originaria de ligazón afectiva con un objeto; en segundo lugar, pasa a sustituir a una ligazón libidinosa de objeto por la vía regresiva, mediante introyección del objeto en el yo, por así decir; y, en tercer lugar, puede nacer a raíz de cualquier comunidad que llegue a percibirse en una persona que no es objeto de las pulsiones sexuales. Mientras más significativa sea esa comunidad, tanto más exitosa podrá ser la identificación parcial y, así, corresponder al comienzo de una nueva ligazón.
Ya columbramos que la ligazón recíproca entre los individuos de la masa tiene la naturaleza de una identificación de esa clase (mediante una importante comunidad afectiva), y podemos conjeturar que esa comunidad reside en el modo de la ligazón con el conductor. Otra vislumbre nos dirá que estamos muy lejos de haber agotado el problema de la identificación; en efecto, nos enfrentamos con el proceso que la psicología llama «empatía» [Einfühlung] y que desempeña la parte principal en nuestra comprensión del yo ajeno, el de las otras personas. Pero aquí nos ceñiremos a las consecuencias afectivas inmediatas de la identificación, y omitiremos considerar su significado para nuestra vida intelectual.
La investigación psicoanalítica, que ocasionalmente ya ha abordado los difíciles problemas que plantean las psicosis, pudo mostrarnos la identificación también en algunos otros casos que no nos resultan comprensibles sin más. Trataré en detalle dos de ellos, a fin de poder utilizarlos como material para nuestras ulteriores reflexiones.
La génesis de la homosexualidad masculina es, en una gran serie de casos, la siguiente (ver nota(143)): El joven ha estado fijado a s u madre, en el sentido del complejo de Edipo, durante un tiempo y con una intensidad inusualmente grandes. Por fin, al completarse el proceso de la pubertad, llega el momento de permutar a la madre por otro objeto sexual. Sobreviene entonces una vuelta {Wendung} repentina; el joven no abandona a su madre, sino que se identifica con ella; se trasmuda en ella y ahora busca objetos que puedan sustituirle al yo de él, a quienes él pueda amar y cuidar como lo experimentó de su madre. He ahí un proceso frecuente, que puede corroborarse cuantas veces se quiera, y desde luego con entera independencia de cualquier hipótesis que se haga acerca de la fuerza pulsional orgánica y de los motivos de esa mudanza repentina. Llamativa en esta identificación es su amplitud: trasmuda al yo respecto de un componente en extremo importante (el carácter sexual), según el modelo de lo que hasta ese momento era el objeto. Con ello el objeto mismo es resignado; aquí no entramos a considerar si lo es por completo, o sólo en el sentido de que permanece conservado en el inconciente. Por lo demás, la identificación con el objeto resignado o perdido, en sustitución de él, y la introyección de este objeto en el yo no constituyen ninguna novedad para nosotros. A veces un proceso de este tipo puede observarse directamente en el niño pequeño. Hace poco se publicó en Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse una de estas observaciones: un niño, desesperado por la pérdida de su gatito, declaró paladinamente que él mismo era ahora el gatito, empezó a caminar en cuatro patas, no quiso sentarse más a la mesa para comer, etc (ver nota(144)).
El análisis de la melancolía(145), afección que cuenta entre sus ocasionamientos más llamativos la pérdida real o afectiva del objeto amado, nos ha proporcionado otro ejemplo de esa introyección del objeto. Rasgo principal de estos casos es la cruel denigración de sí del yo, unida a una implacable autocrítica y unos amargos autorreproches. Por los análisis se ha podido averiguar que esta apreciación y estos reproches en el fondo se aplican al objeto y constituyen la venganza del yo sobre él. Como he dicho en otro lugar, la sombra del objeto ha caído sobre el yo (ver nota(146)). La introyección del objeto es aquí de una evidencia innegable.
Ahora bien, estas melancolías nos muestran además otra cosa que puede llegar a ser importante para nuestras ulteriores consideraciones. Nos muestran al yo dividido, descompuesto en dos fragmentos, uno de los cuales arroja su furia sobre el otro. Este otro fragmento es el alterado por introyección, que incluye al objeto perdido. Pero tampoco

Dilucidemos la identificación en unos nexos más complejos, en el caso de una formación neurótica de síntoma. Supongamos ahora que una niña pequeña reciba el mismo síntoma de sufrimiento que su madre; por ejemplo, la misma tos martirizadora. Ello puede ocurrir por diversas vías. La identificación puede ser la misma que la del complejo de Edipo, que implica una voluntad hostil de sustituir a la madre, y el síntoma expresa el amor de objeto por el padre; realiza la sustitución de la madre bajo el influjo de la conciencia de culpa: «Has querido ser tu madre, ahora lo eres al menos en el sufrimiento». He ahí el mecanismo completo de la formación histérica de síntoma. 0 bien el síntoma puede ser el mismo que el de la persona amada («Dora(142)», por ejemplo, imitaba la tos de su padre); en tal caso no tendríamos más alternativa que describir así el estado de cosas: La identificación remplaza a la elección de objeto; la elección de objeto ha regresado hasta la identificación. Dijimos que la identificación es la forma primera, y la más originaria, del lazo afectivo; bajo las constelaciones de la formación de síntoma, vale decir, de la represión y el predominio de los mecanismos del inconciente, sucede a menudo que la elección de objeto vuelva a la identificación, o sea, que el yo tome sobre sí las propiedades del objeto. Es digno de notarse que en estas identificaciones el yo copia {Kopieren} en un caso a la persona no amada, y en el otro a la persona amada. Y tampoco puede dejar de llamarnos la atención que, en los dos, la identificación es parcial, limitada en grado sumo, pues toma prestado un único rasgo de la persona objeto.
Hay un tercer caso de formación de síntoma, particularmente frecuente e importante, en que la identificación prescinde por completo de la relación de objeto con la persona copiada. Por ejemplo, si una muchacha recibió en el pensionado una carta de su amado secreto, la carta despertó sus celos y ella reaccionó con un ataque histérico, algunas de sus amigas, que saben del asunto, pescarán este ataque, como suele decirse, por la vía de la infección psíquica. El mecanismo es el de la identificación sobre la base de poder o querer ponerse en la misma situación. Las otras querrían tener también una relación secreta, y bajo el influjo del sentimiento de culpa aceptan también el sufrimiento aparejado. Sería erróneo afirmar que se apropian del síntoma por empatía. Alcontrario, la empatía nace sólo de la identificación, y la prueba de ello es que tal infección o imitación se establece también en circunstancias en que cabe suponer entre las dos personas una simpatía preexistente todavía menor que la habitual entre amigas de pensionado. Uno de los «yo» ha percibido en el otro una importante analogía en un punto (en nuestro caso, el mismo apronte afectivo); luego crea una identificación en este punto, e influida por la situación patógena esta identificación se desplaza al síntoma que el primer «yo» ha producido. La identificación por el síntoma pasa a ser así el indicio de un punto de coincidencia entre los dos «yo», que debe mantenerse reprimido.
Podemos sintetizar del siguiente modo lo que hemos aprendido de estas tres fuentes: en primer lugar, la identificación es la forma más originaria de ligazón afectiva con un objeto; en segundo lugar, pasa a sustituir a una ligazón libidinosa de objeto por la vía regresiva, mediante introyección del objeto en el yo, por así decir; y, en tercer lugar, puede nacer a raíz de cualquier comunidad que llegue a percibirse en una persona que no es objeto de las pulsiones sexuales. Mientras más significativa sea esa comunidad, tanto más exitosa podrá ser la identificación parcial y, así, corresponder al comienzo de una nueva ligazón.
Ya columbramos que la ligazón recíproca entre los individuos de la masa tiene la naturaleza de una identificación de esa clase (mediante una importante comunidad afectiva), y podemos conjeturar que esa comunidad reside en el modo de la ligazón con el conductor. Otra vislumbre nos dirá que estamos muy lejos de haber agotado el problema de la identificación; en efecto, nos enfrentamos con el proceso que la psicología llama «empatía» [Einfühlung] y que desempeña la parte principal en nuestra comprensión del yo ajeno, el de las otras personas. Pero aquí nos ceñiremos a las consecuencias afectivas inmediatas de la identificación, y omitiremos considerar su significado para nuestra vida intelectual.
La investigación psicoanalítica, que ocasionalmente ya ha abordado los difíciles problemas que plantean las psicosis, pudo mostrarnos la identificación también en algunos otros casos que no nos resultan comprensibles sin más. Trataré en detalle dos de ellos, a fin de poder utilizarlos como material para nuestras ulteriores reflexiones.
La génesis de la homosexualidad masculina es, en una gran serie de casos, la siguiente (ver nota(143)): El joven ha estado fijado a s u madre, en el sentido del complejo de Edipo, durante un tiempo y con una intensidad inusualmente grandes. Por fin, al completarse el proceso de la pubertad, llega el momento de permutar a la madre por otro objeto sexual. Sobreviene entonces una vuelta {Wendung} repentina; el joven no abandona a su madre, sino que se identifica con ella; se trasmuda en ella y ahora busca objetos que puedan sustituirle al yo de él, a quienes él pueda amar y cuidar como lo experimentó de su madre. He ahí un proceso frecuente, que puede corroborarse cuantas veces se quiera, y desde luego con entera independencia de cualquier hipótesis que se haga acerca de la fuerza pulsional orgánica y de los motivos de esa mudanza repentina. Llamativa en esta identificación es su amplitud: trasmuda al yo respecto de un componente en extremo importante (el carácter sexual), según el modelo de lo que hasta ese momento era el objeto. Con ello el objeto mismo es resignado; aquí no entramos a considerar si lo es por completo, o sólo en el sentido de que permanece conservado en el inconciente. Por lo demás, la identificación con el objeto resignado o perdido, en sustitución de él, y la introyección de este objeto en el yo no constituyen ninguna novedad para nosotros. A veces un proceso de este tipo puede observarse directamente en el niño pequeño. Hace poco se publicó en Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse una de estas observaciones: un niño, desesperado por la pérdida de su gatito, declaró paladinamente que él mismo era ahora el gatito, empezó a caminar en cuatro patas, no quiso sentarse más a la mesa para comer, etc (ver nota(144)).
El análisis de la melancolía(145), afección que cuenta entre sus ocasionamientos más llamativos la pérdida real o afectiva del objeto amado, nos ha proporcionado otro ejemplo de esa introyección del objeto. Rasgo principal de estos casos es la cruel denigración de sí del yo, unida a una implacable autocrítica y unos amargos autorreproches. Por los análisis se ha podido averiguar que esta apreciación y estos reproches en el fondo se aplican al objeto y constituyen la venganza del yo sobre él. Como he dicho en otro lugar, la sombra del objeto ha caído sobre el yo (ver nota(146)). La introyección del objeto es aquí de una evidencia innegable.
Ahora bien, estas melancolías nos muestran además otra cosa que puede llegar a ser importante para nuestras ulteriores consideraciones. Nos muestran al yo dividido, descompuesto en dos fragmentos, uno de los cuales arroja su furia sobre el otro. Este otro fragmento es el alterado por introyección, que incluye al objeto perdido. Pero tampoco

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desconocemos al fragmento que se comporta tan cruelmente. Incluye a la conciencia moral, una instancia crítica del yo, que también en épocas normales se le ha contrapuesto críticamente, sólo que nunca de manera tan implacable e injusta. Ya en ocasiones anteriores(147) nos vimos llevados a adoptar el supuesto de que en nuestro yo se desarrolla una instancia así, que se separa del resto del yo y puede entrar en conflicto con él. La llamamos el «ideal del yo», y le atribuimos las funciones de la observación de sí, la conciencia moral, la censura onírica y el ejercicio de la principal influencia en la represión. Dijimos que era la herencia del narcisismo originario, en el que el yo infantil se contentaba a sí mismo. Poco a poco toma, de los influjos del medio, las exigencias que este plantea al yo y a las que el yo no siempre puede allanarse, de manera que el ser humano, toda vez que no puede contentarse consigo en su yo, puede hallar su satisfacción en el ideal del yo, diferenciado a partir de aquel. Establecimos, además, que en el delirio de observación se vuelve patente la descomposición de esa instancia, y así descubre su origen, que son las influencias de las autoridades, sobre todo de los padres (ver nota(148)). Ahora bien, no dejamos de consignar entonces que la medida del distanciamiento entre este ideal del yo y el yo actual es muy variable según los individuos, en muchos de los cuales esta diferenciación interior del yo no ha avanzado mucho respecto del niño.
Pero antes de que podamos aplicar este material a la comprensión de la organización libidinosa de una masa debemos tomar en cuenta algunas otras relaciones recíprocas entre objeto y yo (ver nota(149)).
Pero antes de que podamos aplicar este material a la comprensión de la organización libidinosa de una masa debemos tomar en cuenta algunas otras relaciones recíprocas entre objeto y yo (ver nota(149)).
Enamoramiento e hipnosis
El lenguaje usual es fiel, hasta en sus caprichos, a alguna realidad. Es así como llama «amor» a vínculos afectivos muy diversos que también nosotros reuniríamos en la teoría bajo el título sintético de amor; pero después le entra la duda de sí ese amor es el genuino, el correcto, el verdadero, y señala entonces toda una gradación de posibilidades dentro del fenómeno del amor. Tampoco nos resulta difícil pesquisarla en la observación.
En una serie de casos, el enamoramiento no es más que una investidura de objeto de parte de las pulsiones sexuales con el fin de alcanzar la satisfacción sexual directa, lograda la cual se extingue; es lo que se llama amor sensual, común. Pero, como es sabido, la situación libidinosa rara vez es tan simple. La certidumbre de que la necesidad que acababa de extinguirse volvería a despertar tiene que haber sido el motivo inmediato de que se volcase al objeto sexual una investidura permanente y se lo «amase» aun en los intervalos, cuando el apetito estaba ausente.
La notable historia de desarrollo por la que atraviesa la vida amorosa de los seres humanos viene a agregar un segundo factor. En la primera fase, casi siempre concluida ya a los cinco años, el niño había encontrado un primer objeto de amor en uno de sus progenitores; en él se habían reunido todas sus pulsiones sexuales que pedían satisfacción. La represión que después sobrevino obligó a renunciar a la mayoría de estas metas sexuales infantiles y dejó como secuela una profunda modificación de las relaciones con los padres. En lo sucesivo el niño permaneció ligado a ellos, pero con pulsiones que es preciso llamar «de meta inhibida». Los sentimientos que en adelante alberga hacia esas personas amadas reciben la designación de «tiernos». Es sabido que las anteriores aspiraciones «sensuales» se conservan en el inconciente con mayor o menor intensidad, de manera que, en cierto sentido, la corriente originaria persiste en toda su plenitud (ver nota(150)).
Es notorio que con la pubertad se inician nuevas aspiraciones, muy intensas, dirigidas a metas directamente sexuales. En casos desfavorables permanecen divorciadas, en calidad de corriente sensual, de las orientaciones «tiernas» del sentimiento, que persisten. Entonces se está frente a un cuadro cuyas dos variantes ciertas corrientes literarias son tan proclives a idealizar. El hombre se inclina a embelesarse por mujeres a quienes venera, que empero no le estimulan al intercambio amoroso; y sólo es potente con otras mujeres, a quienes no «ama», a quienes menosprecia o aun desprecia (ver nota(151)). Pero es más común que el adolescente logre cierto grado de síntesis entre el amor no sensual, celestial, y el sensual, terreno; en tal caso, su relación con, el objeto sexual se caracteriza por la cooperación entre pulsiones no inhibidas y pulsiones de meta inhibida. Y gracias a la contribución de las pulsiones tiernas, de meta inhibida, puede medirse el grado del enamoramiento por oposición al anhelo simplemente sensual.
En el marco de este enamoramiento, nos ha llamado la atención desde el comienzo el fenómeno de la sobrestimación sexual: el hecho de que el objeto amado goza de cierta exención de la crítica, sus cualidades son mucho más estimadas que en las personas a quienes no se ama o que en ese mismo objeto en la época en que no era amado. A raíz de una represión o posposición de las aspiraciones sensuales, eficaz en alguna medida, se produce este espejismo: se ama sensualmente al objeto sólo en virtud de sus excelencias anímicas; y lo cierto es que ocurre lo contrario, a saber, únicamente la complacencia sensual pudo conferir al objeto tales excelencias.
El afán que aquí falsea al juicio es el de la idealización. Pero esto nos permite orientarnos mejor; discernimos que el objeto es tratado como el yo propio, y por tanto en el enamoramiento afluye al objeto una medida mayor de libido narcisista (ver nota(152)). Y aun en muchas formas de la elección amorosa salta a la vista que el objeto sirve para sustituir un ideal del yo propio, no alcanzado. Se ama en virtud de perfecciones a que se ha aspirado para el yo propio y que ahora a uno le gustaría procurarse, para satisfacer su narcisismo, por este rodeo.
Si la sobrestimación sexual y el enamoramiento aumentan, la interpretación del cuadro se

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vuelve cada vez más inequivoca. En tal caso, las aspiraciones que esfuerzan hacia una satisfacción sexual directa pueden ser enteramente esforzadas hacia atrás, como por regla general ocurre en el entusiasmo amoroso del jovencito; el yo resigna cada vez más todo reclamo, se vuelve más modesto, al par que el objeto se hace más grandioso y valioso; al final llega a poseer todo el amor de sí mismo del yo, y la consecuencia natural es el autosacrificio de este. El objeto, por así decir, ha devorado al yo. Rasgos de humillación, restricción del narcisismo, perjuicio de sí, están presentes en todos los casos de enamoramiento; en los extremos, no hacen más que intensificarse y, por el relegamiento de las pretensiones sensuales, ejercen una dominación exclusiva.
Esto ocurre con particular facilidad en el caso de un amor desdichado, inalcanzable; en efecto, toda satisfacción sexual rebaja la sobrestimación sexual. Contemporáneamente a esta «entrega» del yo al objeto, que ya no se distingue más de la entrega sublimada a una idea abstracta, fallan por entero las funciones que recaen sobre el ideal del yo. Calla la crítica, que es ejercida por esta instancia; todo lo que el objeto hace y pide es justo e intachable. La conciencia moral no se aplica a nada de lo que acontece en favor del objeto; en la ceguera del amor, uno se convierte en criminal sin remordimientos. La situación puede resumirse cabalmente en una fórmula: El objeto se ha puesto en el lugar del ideal del yo.
Ahora es fácil describir la diferencia entre la identificación y el enamoramiento en sus expresiones más acusadas, que se llaman fascinación y servidumbre enamorada(153). En la primera, el yo se ha enriquecido con las propiedades del objeto, lo ha «introyectado», según una expresión de Ferenczi [1909]. En el segundo, se ha empobrecido, se ha entregado al objeto, le ha concedido el lugar de su ingrediente más importante. Empero, tras una reflexión más atenta advertimos que exponiendo así las cosas caemos en el espejismo de unos opuestos que no existen. Desde el punto de vista económico no se trata de enriquecimiento o empobrecimiento; también puede describirse el enamoramiento extremo diciendo que el yo se ha introyectado el objeto. Quizás otro distingo sea, más bien, el esencial. En el caso de la identificación, el objeto se ha perdido o ha sido resignado; después se lo vuelve a erigir en el interior del yo, y el yo se altera parcialmente según el modelo del objeto perdido. En el otro caso el objeto se ha mantenido y es sobreinvestido como tal por el yo a sus expensas. Pero también contra esto se eleva un reparo. Admitiendo que la identificación presupone la resignación de la investidura de objeto, ¿no puede haber identificación conservándose aquel? Ya antes de entrar en el examen de este espinoso problema, vislumbramos que la esencia de este estado de cosas está contenida en otra alternativa, a saber: que el objeto se ponga en el lugar del yo o en el del ideal del yo.
El trecho que separa el enamoramiento de la hipnosis no es, evidentemente, muy grande. Las coincidencias son llamativas. La misma sumisión humillada, igual obediencia y falta de crítica hacia el hipnotizador como hacia el objeto amado (ver nota(154)). La misma absorción de la propia iniciativa; no hay duda: el hipnotizador ha ocupado el lugar del ideal del yo. Sólo que en la hipnosis todas las constelaciones son más nítidas y acusadas, de suerte que sería más adecuado elucidar el enamoramiento partiendo de la hipnosis que no a la inversa. El hipnotizador es el objeto único: no se repara en ningún otro además de él. Lo que él pide y asevera es vivenciado oníricamente por el yo; esto nos advierte que hemos descuidado mencionar, entre las funciones del ideal del yo, el ejercicio del examen de realidad (ver nota(155)). No es asombroso que el yo tenga por real una percepción si la instancia psíquica encargada del examen de realidad aboga en favor de esta última. Además, la total ausencia de aspiraciones de meta sexual no inhibida contribuye a que los fenómenos adquieran extrema pureza. El vínculo hipnótico es una entrega enamorada irrestricta que excluye toda satisfacción sexual, mientras que en el enamoramiento esta última se pospone sólo de manera temporaria, y permanece en el trasfondo como meta posible para más tarde.

Esto ocurre con particular facilidad en el caso de un amor desdichado, inalcanzable; en efecto, toda satisfacción sexual rebaja la sobrestimación sexual. Contemporáneamente a esta «entrega» del yo al objeto, que ya no se distingue más de la entrega sublimada a una idea abstracta, fallan por entero las funciones que recaen sobre el ideal del yo. Calla la crítica, que es ejercida por esta instancia; todo lo que el objeto hace y pide es justo e intachable. La conciencia moral no se aplica a nada de lo que acontece en favor del objeto; en la ceguera del amor, uno se convierte en criminal sin remordimientos. La situación puede resumirse cabalmente en una fórmula: El objeto se ha puesto en el lugar del ideal del yo.
Ahora es fácil describir la diferencia entre la identificación y el enamoramiento en sus expresiones más acusadas, que se llaman fascinación y servidumbre enamorada(153). En la primera, el yo se ha enriquecido con las propiedades del objeto, lo ha «introyectado», según una expresión de Ferenczi [1909]. En el segundo, se ha empobrecido, se ha entregado al objeto, le ha concedido el lugar de su ingrediente más importante. Empero, tras una reflexión más atenta advertimos que exponiendo así las cosas caemos en el espejismo de unos opuestos que no existen. Desde el punto de vista económico no se trata de enriquecimiento o empobrecimiento; también puede describirse el enamoramiento extremo diciendo que el yo se ha introyectado el objeto. Quizás otro distingo sea, más bien, el esencial. En el caso de la identificación, el objeto se ha perdido o ha sido resignado; después se lo vuelve a erigir en el interior del yo, y el yo se altera parcialmente según el modelo del objeto perdido. En el otro caso el objeto se ha mantenido y es sobreinvestido como tal por el yo a sus expensas. Pero también contra esto se eleva un reparo. Admitiendo que la identificación presupone la resignación de la investidura de objeto, ¿no puede haber identificación conservándose aquel? Ya antes de entrar en el examen de este espinoso problema, vislumbramos que la esencia de este estado de cosas está contenida en otra alternativa, a saber: que el objeto se ponga en el lugar del yo o en el del ideal del yo.
El trecho que separa el enamoramiento de la hipnosis no es, evidentemente, muy grande. Las coincidencias son llamativas. La misma sumisión humillada, igual obediencia y falta de crítica hacia el hipnotizador como hacia el objeto amado (ver nota(154)). La misma absorción de la propia iniciativa; no hay duda: el hipnotizador ha ocupado el lugar del ideal del yo. Sólo que en la hipnosis todas las constelaciones son más nítidas y acusadas, de suerte que sería más adecuado elucidar el enamoramiento partiendo de la hipnosis que no a la inversa. El hipnotizador es el objeto único: no se repara en ningún otro además de él. Lo que él pide y asevera es vivenciado oníricamente por el yo; esto nos advierte que hemos descuidado mencionar, entre las funciones del ideal del yo, el ejercicio del examen de realidad (ver nota(155)). No es asombroso que el yo tenga por real una percepción si la instancia psíquica encargada del examen de realidad aboga en favor de esta última. Además, la total ausencia de aspiraciones de meta sexual no inhibida contribuye a que los fenómenos adquieran extrema pureza. El vínculo hipnótico es una entrega enamorada irrestricta que excluye toda satisfacción sexual, mientras que en el enamoramiento esta última se pospone sólo de manera temporaria, y permanece en el trasfondo como meta posible para más tarde.
Ahora bien, por otra parte podemos decir -si se admite la expresión- que el vínculo hipnótico es una formación de masa de dos. La hipnosis no es un buen objeto de comparación para la formación de masa porque es, más bien, idéntica a esta. De la compleja ensambladura de la masa ella aísla un elemento: el comportamiento del individuo de la masa frente al conductor. Esta restricción del número diferencia a la hipnosis de la formación de masa, así como la ausencia de aspiración directamente sexual la separa del enamoramiento. En esa medida, ocupa una posición intermedia entre ambos.
Es interesante ver que justamente las aspiraciones sexuales de meta inhibida logren crear ligazones tan duraderas entre los seres humanos. Pero esto se explica con facilidad por el hecho de que no son susceptibles de una satisfacción plena, mientras que las aspiraciones sexuales no inhibidas experimentan, por obra de la descarga, una extraordinaria disminución toda vez que alcanzan su meta. El amor sensual está destinado a extinguirse con la satisfacción; para perdurar tiene que encontrarse mezclado desde el comienzo con componentes puramente tiernos, vale decir, de meta inhibida, o sufrir un cambio en ese sentido.
La hipnosis nos resolvería de plano el enigma de la constitución libidinosa de una masa si no contuviera rasgos que hasta ahora se han sustraído de un esclarecimiento acorde a la ratio, en cuanto estado de enamoramiento que excluye aspiraciones directamente sexuales. En ella hay todavía mucho de incomprendido, que habría de reconocerse como místico. Contiene un suplemento de parálisis que proviene de la relación entre una persona de mayor poder y una impotente, desamparada, lo cual acaso nos remite a la hipnosis por terror en los animales. Ni el modo en que es producida ni su relación con el dormir resultan claros; y el hecho enigmático de que ciertas personas son aptas para ella, mientras que otras se muestran por completo refractarias, apunta a un factor todavía desconocido entreverado en ella y que quizá posibilita la pureza de las actitudes libidinales que envuelve. Digno de notarse es también que a menudo la conciencia moral de la persona hipnotizada puede mostrarse refractaria, aunque en lo demás preste una total obediencia sugestiva. Pero esto quizá se deba a que en la hipnosis, tal como se la practica casi siempre, puede estar vigente el saber de que se trata sólo de un juego, de una reproducción falaz de otra situación cuya importancia vital es mucho mayor.
Ahora bien, las elucidaciones anteriores nos han preparado acabadamente para indicar la fórmula de la constitución libidinosa de una masa; al menos, de una masa del tipo considerado hasta aquí, vale decir, que tiene un conductor y no ha podido adquirir secundariamente, por un exceso de «organización», las propiedades de un individuo. Una masa primaria de esta índole es una multitud de individuos que han puesto un objeto, uno y el mismo, en el lugar de su ideal del yo, a consecuencia de lo cual se han identificado entre sí en su yo. Esta condición admite representación gráfica:

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El instinto gregario
Por poco tiempo gozaremos de la ilusión de haber resuelto con esta fórmula el enigma de la masa. No podrá menos que desasosegarnos el advertir enseguida que no hemos hecho, en lo esencial, sino remitirnos al enigma de la hipnosis, que presenta tantos aspectos todavía no solucionados. Y ahora otra objeción nos señala el camino por recorrer.Tenemos derecho a decirnos que las extensas ligazones afectivas que discernimos en la masa bastan por sí solas para explicar uno de sus caracteres: la falta de autonomía y de iniciativa en el individuo, la uniformidad de su reacción con la de todos los otros, su rebajamiento a individuo-masa, por así decir. Pero, si la consideramos como un todo, la masa exhibe algo más: los rasgos de debilitamiento de la actividad intelectual, desinhibición de los afectos, incapacidad de moderarse y de diferir la acción, tendencia a trasgredir todas las barreras en la exteriorización de los sentimientos y a su total descarga en la acción; estos rasgos y otros semejantes, que hallamos pintados de manera tan plástica en Le Bon, presentan un cuadro inequívoco de regresión de la actividad anímica a un estadio anterior, como no nos sorprende hallar entre los salvajes o los niños. Una regresión de esta índole pertenece de manera particular a la esencia de las masas comunes, mientras que, según sabemos, en las de alta organización, artificiales, se la puede detener en buena medida.
Así recibimos la impresión de un estado en que la moción afectiva del individuo y su acto intelectual personal son demasiado débiles para hacerse valer por sí solos, viéndose obligados a aguardar su potenciación por la repetición uniforme de parte de los otros. Esto nos trae a la memoria cuántos fenómenos de dependencia de esta índole forman parte de la constitución normal de la sociedad humana, cuán poca originalidad y valentía personal hallamos en ella, cuán dominados están los individuos por aquellas actitudes de un alma de las masas que se presentan como propiedades de la raza, prejuicios del estamento, opinión pública, etc.
Y el enigma del influjo sugestivo aumenta para nosotros si concedemos que no sólo puede ejercerlo el conductor, sino cualquier individuo sobre otro; y nos reprochamos haber destacado de manera unilateral el vínculo con el conductor, omitiendo indebidamente el otro factor, el de la sugestión recíproca.
Llamados de tal suerte a la prudencia, nos inclinaremos a obedecer a otra voz que nos promete una explicación sobre bases más simples. La tomo del inteligente libro de W. Trotter (1916) sobre el instinto gregario, en el que sólo lamento que no se haya sustraído del todo de las antipatías desencadenadas por la última Gran Guerra.
Los fenómenos anímicos que se han descrito en la masa los deriva Trotter de un instinto gregario («gregarious-ness»), innato en el hombre como en otras especies animales. Esta proclividad gregaria es, desde el punto de vista biológico, una analogía y por así decir una prosecución del carácter pluricelular; en los términos de la teoría de la libido, es otra expresión de la tendencia de todos los seres vivos de la misma especie, tendencia que arranca de la libido, a formar unidades cada vez más amplías (ver nota(156)). El individuo se siente incompleto («íncomplete») cuando está solo. Ya la angustia del niño pequeño sería una exteriorización de este instinto gregario. Oponerse al rebaño equivale a separarse de él, y por eso se lo evitará con angustia. Ahora bien, el rebaño desautoriza todo lo nuevo, lo inhabitual, El instinto gregario sería algo primario, no susceptible de ulterior descomposición («which cannot be split up»).
Trotter consigna la serie de las pulsiones (o instintos) que él acepta como primarias: las pulsiones de autoconservación, de nutrición, sexual y gregaria. Esta última se ve a menudo en la coyuntura de oponerse a las otras. Conciencia de culpa y sentimiento del deber serían los patrimonios característicos de un «gregarious animal».Trotter hace partir, asimismo, del instinto gregario las fuerzas represoras que el psicoanálisis ha pesquisado en el yo, y por tanto también las resistencias con que el médico tropieza en el tratamiento psicoanalítico. El lenguaje debería su importancia a su aptitud para vehiculízar el entendimiento recíproco dentro del rebaño, y sobre él descansaría en buena parte la identificación de los individuos unos con otros.
Así como Le Bon se interesaba sobre todo por las formaciones de masa efímeras características, y McDougall por las asociaciones estables, Trotter se interesa principalmente por las uniones más generales en que vive el ser humano, ese zvon politicon(157), e indica su fundamento psicológico.
Para Trotter, empero, no se requiere derivar de otra cosa la pulsión gregaria, pues la define como primaria y no susceptible de ulterior descomposición. Observa de paso que Boris Sidis deduce la pulsión gregaria de la sugestionabilidad, lo cual por suerte es superfluo para él; se trata de una explicación que responde a un modelo consabido, insatisfactorio, y la tesis inversa

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-vale decir, que la sugestionabilidad es un retoño del instinto gregario- me parece mucho más iluminadora.
Ahora bien, con mayor derecho que a las otras exposiciones, se puede objetar a la de Trotter que no atiende suficientemente al papel del conductor dentro de la masa; nosotros, en cambio, nos inclinamos más bien por el juicio opuesto, a saber, que la esencia de la masa no puede concebirse descuidando al conductor. El instinto gregario no deja sitio alguno al conductor; este se añade al rebaño sólo de manera contingente. Además, de esta pulsión no parte camino alguno hacia una necesidad de Dios: falta el pastor del rebaño, lo cual armoniza con aquella concepción. Pero, aparte de esto, es posible pulverizar la exposición de Trotter en el campo psicológico; vale decir, puede demostrarse que es por lo menos probable que la pulsión gregaria no sea indescomponible, no sea primaría en el sentido en que lo son las pulsiones de autoconservación y sexual.
No es fácil, desde luego, perseguir la ontogénesis de la pulsión gregaria. La angustia que siente el niño pequeño cuando lo dejan solo, y que Trotter pretende considerar como exteriorización de aquella pulsión, sugiere empero otra interpretación. Ella se dirige a la madre, y después a otras personas familiares; es la expresión de una añoranza incumplida, con la cual el niño no atina a hacer otra cosa que mudarla en angustia (ver nota(158)). La angustia del niño pequeño que está solo no se calma a la vista de otro cualquiera «del rebaño»; al contrario: es provocada únicamente por la llegada de uno de estos «extraños». Además, por largo tiempo no se observa en el niño nada de un instinto gregario o sentimiento de masa. Este se forma únicamente cuando los niños son muchos en una misma casa, y a partir de su relación con los padres; y se forma, en verdad, como reacción frente a la envidia incipiente con que el niño mayor recibe al más pequeño. Aquel, por celos, querría sin duda desalojar {verdrängen} al recién llegado, mantenerlo lejos de los padres y expropiarle todos sus derechos; pero en vista de que este niño -como todos los que vienen después- es amado por los padres de igual modo, y por la imposibilidad de perseverar en su actitud hostil sin perjudicarse, es compelido a identificarse con los otros niños, y así se forma en la cuadrilla infantil un sentimiento de masa o de comunidad, que después, en la escuela, halla su ulterior desarrollo. La primera exigencia de esta formación reactiva es la de la justicia, el trato igual para todos. Conocidas son la vehemencia y el rigor con que esta exigencia se expresa en la escuela. Si uno mismo no puede ser el preferido, entonces ningún otro deberá serlo. Esta trasmudación y sustitución de los celos por un sentimiento de masa en el cuarto de los niños y en el aula escolar podría juzgarse inverosímil si más tarde, y bajo otras circunstancias, no volviera a observarse el mismo proceso. Considérese la cuadrilla de señoras y señoritas que en su entusiasmo amoroso asedian al cantante o al pianista después de su función. Lo más natural sería que se tuvieran celos recíprocos, pero en vista de su número y de la imposibilidad, que este determina, de alcanzar la meta de su enamoramiento, renuncian a ello y en vez de andar a la greña actúan como una masa unitaria, rinden homenaje al festejado en acciones comunes y acaso las embelesaría compartir un rizo de su cabellera. Rivales al comienzo, han podido identificarse entre sí por su parejo amor hacia el mismo objeto. Cuando una situación pulsional es susceptible de diversos desenlaces (como es habitual que ocurra), no ha de sorprendernos que se produzca aquel con el cual se asocia la posibilidad de una cierta satisfacción, al tiempo que se pospone otro, que sería más natural en si mismo, porque las circunstancias reales le deniegan el logro de esa meta.
Lo que más tarde hallamos activo en la sociedad en calidad de espíritu comunitario, esprit de corps, no desmiente este linaje suyo, el de la envidia originaria. Ninguno debe querer destacarse, todos tienen que ser iguales y poseer lo mismo. La justicia social quiere decir que uno se deniega muchas cosas para que también los otros deban renunciar a ellas o, lo que es lo mismo, no puedan exigirlas. Esta exigencia de igualdad es la raíz de la conciencia moral social y del sentimiento del deber. Inesperadamente, se revela en la angustia de infección de los sifilíticos, que el psicoanálisis nos ha enseñado a comprender. La angustia de estos pobres diablos proviene de su violenta lucha contra el deseo inconciente de propagar su infección a los demás; en efecto, ¿por qué debían estar infectados ellos solos, y apartados de tantos otros? ¿Por qué no deberían estarlo estos? Igual núcleo tiene la bella anécdota del fallo de Salomón. Si el hijo de una de las mujeres ha muerto, tampoco la otra ha de tenerlo vivo. Por este deseo se reconoce a la perdidosa.
El sentimiento social descansa, pues, en el cambio de un sentimiento primero hostil en una ligazón de cuño positivo, de la índole de una identificación. Hasta donde hoy podemos penetrar ese proceso, dicho cambio parece consumarse bajo el influjo de una ligazón tierna común con una persona situada fuera de la masa. No juzgamos exhaustivo nuestro análisis de la identificación. Empero, para nuestro actual propósito basta volver sobre este único rasgo: la exigencia de realización consecuente de la igualdad. Ya al elucidar las dos masas artificiales, la Iglesia y el ejército, averiguamos que su premisa era que todos fueran amados de igual modo por uno, el conductor. Pero no olvidemos que la exigencia de igualdad de la masa sólo vale para los individuos que la forman, no para el conductor. Todos los individuos deben ser iguales entre sí, pero todos quieren ser gobernados por uno. Muchos iguales, que pueden identificarse entre sí, y un único superior a todos ellos: he ahí la situación que hallamos realizada en la masa capaz de sobrevivir. Osemos por eso corregir el enunciado de Trotter según el cual el ser humano es un animal gregario {Herdentier), diciendo que es más bien un animal de horda {Hordentíer}, el miembro de una horda dirigida por un jefe.
Ahora bien, con mayor derecho que a las otras exposiciones, se puede objetar a la de Trotter que no atiende suficientemente al papel del conductor dentro de la masa; nosotros, en cambio, nos inclinamos más bien por el juicio opuesto, a saber, que la esencia de la masa no puede concebirse descuidando al conductor. El instinto gregario no deja sitio alguno al conductor; este se añade al rebaño sólo de manera contingente. Además, de esta pulsión no parte camino alguno hacia una necesidad de Dios: falta el pastor del rebaño, lo cual armoniza con aquella concepción. Pero, aparte de esto, es posible pulverizar la exposición de Trotter en el campo psicológico; vale decir, puede demostrarse que es por lo menos probable que la pulsión gregaria no sea indescomponible, no sea primaría en el sentido en que lo son las pulsiones de autoconservación y sexual.
No es fácil, desde luego, perseguir la ontogénesis de la pulsión gregaria. La angustia que siente el niño pequeño cuando lo dejan solo, y que Trotter pretende considerar como exteriorización de aquella pulsión, sugiere empero otra interpretación. Ella se dirige a la madre, y después a otras personas familiares; es la expresión de una añoranza incumplida, con la cual el niño no atina a hacer otra cosa que mudarla en angustia (ver nota(158)). La angustia del niño pequeño que está solo no se calma a la vista de otro cualquiera «del rebaño»; al contrario: es provocada únicamente por la llegada de uno de estos «extraños». Además, por largo tiempo no se observa en el niño nada de un instinto gregario o sentimiento de masa. Este se forma únicamente cuando los niños son muchos en una misma casa, y a partir de su relación con los padres; y se forma, en verdad, como reacción frente a la envidia incipiente con que el niño mayor recibe al más pequeño. Aquel, por celos, querría sin duda desalojar {verdrängen} al recién llegado, mantenerlo lejos de los padres y expropiarle todos sus derechos; pero en vista de que este niño -como todos los que vienen después- es amado por los padres de igual modo, y por la imposibilidad de perseverar en su actitud hostil sin perjudicarse, es compelido a identificarse con los otros niños, y así se forma en la cuadrilla infantil un sentimiento de masa o de comunidad, que después, en la escuela, halla su ulterior desarrollo. La primera exigencia de esta formación reactiva es la de la justicia, el trato igual para todos. Conocidas son la vehemencia y el rigor con que esta exigencia se expresa en la escuela. Si uno mismo no puede ser el preferido, entonces ningún otro deberá serlo. Esta trasmudación y sustitución de los celos por un sentimiento de masa en el cuarto de los niños y en el aula escolar podría juzgarse inverosímil si más tarde, y bajo otras circunstancias, no volviera a observarse el mismo proceso. Considérese la cuadrilla de señoras y señoritas que en su entusiasmo amoroso asedian al cantante o al pianista después de su función. Lo más natural sería que se tuvieran celos recíprocos, pero en vista de su número y de la imposibilidad, que este determina, de alcanzar la meta de su enamoramiento, renuncian a ello y en vez de andar a la greña actúan como una masa unitaria, rinden homenaje al festejado en acciones comunes y acaso las embelesaría compartir un rizo de su cabellera. Rivales al comienzo, han podido identificarse entre sí por su parejo amor hacia el mismo objeto. Cuando una situación pulsional es susceptible de diversos desenlaces (como es habitual que ocurra), no ha de sorprendernos que se produzca aquel con el cual se asocia la posibilidad de una cierta satisfacción, al tiempo que se pospone otro, que sería más natural en si mismo, porque las circunstancias reales le deniegan el logro de esa meta.
Lo que más tarde hallamos activo en la sociedad en calidad de espíritu comunitario, esprit de corps, no desmiente este linaje suyo, el de la envidia originaria. Ninguno debe querer destacarse, todos tienen que ser iguales y poseer lo mismo. La justicia social quiere decir que uno se deniega muchas cosas para que también los otros deban renunciar a ellas o, lo que es lo mismo, no puedan exigirlas. Esta exigencia de igualdad es la raíz de la conciencia moral social y del sentimiento del deber. Inesperadamente, se revela en la angustia de infección de los sifilíticos, que el psicoanálisis nos ha enseñado a comprender. La angustia de estos pobres diablos proviene de su violenta lucha contra el deseo inconciente de propagar su infección a los demás; en efecto, ¿por qué debían estar infectados ellos solos, y apartados de tantos otros? ¿Por qué no deberían estarlo estos? Igual núcleo tiene la bella anécdota del fallo de Salomón. Si el hijo de una de las mujeres ha muerto, tampoco la otra ha de tenerlo vivo. Por este deseo se reconoce a la perdidosa.
El sentimiento social descansa, pues, en el cambio de un sentimiento primero hostil en una ligazón de cuño positivo, de la índole de una identificación. Hasta donde hoy podemos penetrar ese proceso, dicho cambio parece consumarse bajo el influjo de una ligazón tierna común con una persona situada fuera de la masa. No juzgamos exhaustivo nuestro análisis de la identificación. Empero, para nuestro actual propósito basta volver sobre este único rasgo: la exigencia de realización consecuente de la igualdad. Ya al elucidar las dos masas artificiales, la Iglesia y el ejército, averiguamos que su premisa era que todos fueran amados de igual modo por uno, el conductor. Pero no olvidemos que la exigencia de igualdad de la masa sólo vale para los individuos que la forman, no para el conductor. Todos los individuos deben ser iguales entre sí, pero todos quieren ser gobernados por uno. Muchos iguales, que pueden identificarse entre sí, y un único superior a todos ellos: he ahí la situación que hallamos realizada en la masa capaz de sobrevivir. Osemos por eso corregir el enunciado de Trotter según el cual el ser humano es un animal gregario {Herdentier), diciendo que es más bien un animal de horda {Hordentíer}, el miembro de una horda dirigida por un jefe.
La masa y la horda primordial

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En 1912 recogí la conjetura de Darwin, para quien la forma primordial de la sociedad humana fue la de una horda gobernada despóticamente por un macho fuerte. Intenté mostrar que los destinos de esta horda han dejado huellas indestructibles en el linaje de sus herederos; en particular, que el desarrollo del totemismo, que incluye en sí los comienzos de la religión, la eticidad y la estratificación social, se entrama con el violento asesinato del jefe y la trasformación de la horda paterna en una comunidad de hermanos (ver nota(159)). Por cierto, esta no es sino una hipótesis como tantas otras con que los prehistoriadores procuran iluminar la oscuridad del tiempo primordial -una «just-so story», según la llamó jocosamente un crítico inglés, sin ánimo hostil- (Ver nota(160)). Pero opino que es valedera como hipótesis si se muestra apta para crear coherencia e inteligibilidad en nuevos y nuevos ámbitos.
Las masas humanas vuelven a mostrarnos la imagen familiar del individuo hiperfuerte en medio de una cuadrilla de compañeros iguales, esa misma imagen contenida en nuestra representación de la horda primordial. La psicología de estas masas, según la conocemos por las descripciones tantas veces citadas -la atrofia de la personalidad individual conciente, la orientación de pensamientos y sentimientos en las mismas direcciones, el predominio de la afectividad y de lo anímico inconciente, la tendencia a la ejecución inmediata de los propósitos que van surgiendo-, responde a un estado de regresión a una actividad anímica primitiva, como la que adscribiríamos justamente a la horda primordial (vernota(161)).
De este modo, la masa se nos aparece como un renacimiento de la horda primordial. Así como el hombre primordial se conserva virtualmente en cada individuo, de igual modo la horda primordial se restablece a partir de una multitud cualquiera de seres humanos; en la medida en que estos se encuentran de manera habitual gobernados por la formación de masa, reconocemos la persistencia de la horda primordial en ella. Tenemos que inferir que la psicología de la masa es la psicología más antigua del ser humano; lo que hemos aislado como psicología individual, dejando de lado todos los restos de masa, se perfiló más tarde, poco a poco, y por así decir sólo parcialmente a partir de la antigua psicología de la masa. Todavía hemos de hacer el intento de indicar el punto de partida de este desarrollo. [Cf. AE, 18, págs. 128 y sigs.]
Una reflexión inmediata nos muestra el punto en que esta aseveración requiere enmienda. La psicología individual tiene que ser por lo menos tan antigua como la psicología de masa, pues desde el comienzo hubo dos psicologías: la de los individuos de la masa y la del padre, jefe, conductor. Los individuos estaban ligados del mismo modo que los hallamos hoy, pero el padre de la horda primordial era libre. Sus actos intelectuales eran fuertes e independientes aun en el aislamiento, y su voluntad no necesitaba ser refrendada por los otros. En consecuencia, suponemos que su yo estaba poco ligado libidinosamente, no amaba a nadie fuera de sí mismo, y amaba a los otros sólo en la medida en que servían a sus necesidades. Su yo no daba a los objetos nada en exceso.
En los albores de la historia humana él fue el superhombre que Nietzsche esperaba del futuro. Todavía hoy los individuos de la masa han menester del espejismo de que su conductor los ama de manera igual y justa; pero al conductor mismo no le hace falta amar a ningún otro, puede ser de naturaleza señorial, absolutamente narcisista, pero seguro de sí y autónomo. Sabemos que el amor pone diques al narcisismo, y podríamos mostrar cómo, en virtud de ese efecto suyo, ha pasado a ser un factor de cultura.
El padre primordial de la horda no era todavía inmortal, como pasó a serlo más tarde por divinización. Cuando moría debía ser sustituido; lo remplazaba probablemente un hijo más joven que hasta entonces había sido individuo-masa como los demás. Por lo tanto, tuvo que existir la posibilidad de trasformar la psicología de masa en psicología individual, debió hallarse una condición bajo la cual ese cambio se consumase fácilmente, como a las abejas les es posible, en caso de necesidad, hacer de una larva una reina, en vez de convertirla en obrera. Sólo podemos concebirla así: el padre primordial había impedido a sus hijos la satisfacción de sus aspiraciones sexuales directas; los compelió a la abstinencia, y por consiguiente a establecer ligazones afectivas con él y entre ellos, ligazones que podían brotar de las aspiraciones de meta sexual inhibida. Los compelió, por así decir, a la psicología de masa. Sus celos sexuales y su intolerancia pasaron a ser, en último análisis, la causa de la psicología de la masa (ver nota(162)).
Al que fue su continuador se le abrió también la posibilidad de la satisfacción sexual y, por tanto, la de salir de las condiciones de la psicología de masa. La fijación de la libido a la hembra, la posibilidad de satisfacerse sin dilación y sin almacenamiento, pusieron fin a la significatividad de las aspiraciones sexuales de meta inhibida e hicieron que el narcisismo fuera incrementándose en esa misma medida. En un apéndice [AE, 18, págs. 130 y sigs.] volveremos sobre este vínculo del amor con la formación del carácter.
Será particularmente instructivo destacar el vínculo en que se encuentra la constitución de la horda primordial con la institución a través de la cual -y prescindiendo de los medios compulsivos- se mantiene cohesionada a una masa artificial. En el ejército y la Iglesia es, como vimos, el espejismo de que el conductor ama a todos los individuos por igual y justicieramente. Ahora bien, esta no es sino la adaptación (Umarbeitung} idealista de la constelación imperante en la horda primordial, a saber, que todos los hijos se sabían perseguidos de igual modo por el padre primordial y lo temían de idéntica manera. Ya la forma siguiente de la sociedad humana, el clan totémico, tiene por premisa esta trasformación sobre la cual se erigen todos los deberes sociales. La fuerza inquebrantable de la familia en cuanto formación de masa natural descansa en que esa premisa necesaria, el idéntico amor del padre, puede realizarse en ella.
Pero todavía esperamos algo más de la reconducción de la masa a la horda primordial. Debe allanarnos lo que hay aún de misterioso y no comprendido en la formación de masa, y que se oculta tras las enigmáticas palabras de «hipnosis» y «sugestión». Y opino que, en efecto, puede hacerlo. Recordemos que la hipnosis contiene algo directamente ominoso; ahora bien, el carácter de lo ominoso apunta a algo antiguo y familiar que cayó bajo la represión (ver nota(163)). Reparemos en el modo en que se inicia la hipnosis. El hipnotizador afirma encontrarse en posesión de un poder misterioso que arrebata al sujeto su voluntad, o, lo que es lo mismo, el sujeto cree eso de él. Este poder misterioso -que popularmente sigue designándose a menudo como magnetismo animal- tiene que ser el mismo que los primitivos consideraban fuente del tabú, el mismo que irradian reyes y caciques y vuelve peligroso acercárseles (el «mana»). Ahora el hipnotizador pretende poseer ese poder. ¿Y cómo lo manifiesta? Exhortando a la persona a mirarlo a los ojos; lo típico es que hipnotice por su mirada. Pero justamente la vista del cacique es peligrosa e insoportable para los primitivos, como después lo será la visión de la divinidad para los mortales. Todavía Moisés tiene que

Las masas humanas vuelven a mostrarnos la imagen familiar del individuo hiperfuerte en medio de una cuadrilla de compañeros iguales, esa misma imagen contenida en nuestra representación de la horda primordial. La psicología de estas masas, según la conocemos por las descripciones tantas veces citadas -la atrofia de la personalidad individual conciente, la orientación de pensamientos y sentimientos en las mismas direcciones, el predominio de la afectividad y de lo anímico inconciente, la tendencia a la ejecución inmediata de los propósitos que van surgiendo-, responde a un estado de regresión a una actividad anímica primitiva, como la que adscribiríamos justamente a la horda primordial (vernota(161)).
De este modo, la masa se nos aparece como un renacimiento de la horda primordial. Así como el hombre primordial se conserva virtualmente en cada individuo, de igual modo la horda primordial se restablece a partir de una multitud cualquiera de seres humanos; en la medida en que estos se encuentran de manera habitual gobernados por la formación de masa, reconocemos la persistencia de la horda primordial en ella. Tenemos que inferir que la psicología de la masa es la psicología más antigua del ser humano; lo que hemos aislado como psicología individual, dejando de lado todos los restos de masa, se perfiló más tarde, poco a poco, y por así decir sólo parcialmente a partir de la antigua psicología de la masa. Todavía hemos de hacer el intento de indicar el punto de partida de este desarrollo. [Cf. AE, 18, págs. 128 y sigs.]
Una reflexión inmediata nos muestra el punto en que esta aseveración requiere enmienda. La psicología individual tiene que ser por lo menos tan antigua como la psicología de masa, pues desde el comienzo hubo dos psicologías: la de los individuos de la masa y la del padre, jefe, conductor. Los individuos estaban ligados del mismo modo que los hallamos hoy, pero el padre de la horda primordial era libre. Sus actos intelectuales eran fuertes e independientes aun en el aislamiento, y su voluntad no necesitaba ser refrendada por los otros. En consecuencia, suponemos que su yo estaba poco ligado libidinosamente, no amaba a nadie fuera de sí mismo, y amaba a los otros sólo en la medida en que servían a sus necesidades. Su yo no daba a los objetos nada en exceso.
En los albores de la historia humana él fue el superhombre que Nietzsche esperaba del futuro. Todavía hoy los individuos de la masa han menester del espejismo de que su conductor los ama de manera igual y justa; pero al conductor mismo no le hace falta amar a ningún otro, puede ser de naturaleza señorial, absolutamente narcisista, pero seguro de sí y autónomo. Sabemos que el amor pone diques al narcisismo, y podríamos mostrar cómo, en virtud de ese efecto suyo, ha pasado a ser un factor de cultura.
El padre primordial de la horda no era todavía inmortal, como pasó a serlo más tarde por divinización. Cuando moría debía ser sustituido; lo remplazaba probablemente un hijo más joven que hasta entonces había sido individuo-masa como los demás. Por lo tanto, tuvo que existir la posibilidad de trasformar la psicología de masa en psicología individual, debió hallarse una condición bajo la cual ese cambio se consumase fácilmente, como a las abejas les es posible, en caso de necesidad, hacer de una larva una reina, en vez de convertirla en obrera. Sólo podemos concebirla así: el padre primordial había impedido a sus hijos la satisfacción de sus aspiraciones sexuales directas; los compelió a la abstinencia, y por consiguiente a establecer ligazones afectivas con él y entre ellos, ligazones que podían brotar de las aspiraciones de meta sexual inhibida. Los compelió, por así decir, a la psicología de masa. Sus celos sexuales y su intolerancia pasaron a ser, en último análisis, la causa de la psicología de la masa (ver nota(162)).
Al que fue su continuador se le abrió también la posibilidad de la satisfacción sexual y, por tanto, la de salir de las condiciones de la psicología de masa. La fijación de la libido a la hembra, la posibilidad de satisfacerse sin dilación y sin almacenamiento, pusieron fin a la significatividad de las aspiraciones sexuales de meta inhibida e hicieron que el narcisismo fuera incrementándose en esa misma medida. En un apéndice [AE, 18, págs. 130 y sigs.] volveremos sobre este vínculo del amor con la formación del carácter.
Será particularmente instructivo destacar el vínculo en que se encuentra la constitución de la horda primordial con la institución a través de la cual -y prescindiendo de los medios compulsivos- se mantiene cohesionada a una masa artificial. En el ejército y la Iglesia es, como vimos, el espejismo de que el conductor ama a todos los individuos por igual y justicieramente. Ahora bien, esta no es sino la adaptación (Umarbeitung} idealista de la constelación imperante en la horda primordial, a saber, que todos los hijos se sabían perseguidos de igual modo por el padre primordial y lo temían de idéntica manera. Ya la forma siguiente de la sociedad humana, el clan totémico, tiene por premisa esta trasformación sobre la cual se erigen todos los deberes sociales. La fuerza inquebrantable de la familia en cuanto formación de masa natural descansa en que esa premisa necesaria, el idéntico amor del padre, puede realizarse en ella.
Pero todavía esperamos algo más de la reconducción de la masa a la horda primordial. Debe allanarnos lo que hay aún de misterioso y no comprendido en la formación de masa, y que se oculta tras las enigmáticas palabras de «hipnosis» y «sugestión». Y opino que, en efecto, puede hacerlo. Recordemos que la hipnosis contiene algo directamente ominoso; ahora bien, el carácter de lo ominoso apunta a algo antiguo y familiar que cayó bajo la represión (ver nota(163)). Reparemos en el modo en que se inicia la hipnosis. El hipnotizador afirma encontrarse en posesión de un poder misterioso que arrebata al sujeto su voluntad, o, lo que es lo mismo, el sujeto cree eso de él. Este poder misterioso -que popularmente sigue designándose a menudo como magnetismo animal- tiene que ser el mismo que los primitivos consideraban fuente del tabú, el mismo que irradian reyes y caciques y vuelve peligroso acercárseles (el «mana»). Ahora el hipnotizador pretende poseer ese poder. ¿Y cómo lo manifiesta? Exhortando a la persona a mirarlo a los ojos; lo típico es que hipnotice por su mirada. Pero justamente la vista del cacique es peligrosa e insoportable para los primitivos, como después lo será la visión de la divinidad para los mortales. Todavía Moisés tiene que

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hacer de intermediario entre su pueblo y Jehová, pues el pueblo no soportaría la visión de Dios; así, estuvo en presencia de El, y cuando regresó su rostro despedía rayos: una parte del «mana» se había trasferido a él, como le ocurre al intermediario entre los primitivos (ver nota(164)).
Por lo demás, es posible provocar la hipnosis también por otras vías, lo cual es despistante y ha dado ocasión a teorías fisiológicas insuficientes. Por ejemplo, la fijación de la vista en un objeto brillante, o la audición de un ruido monótono. En realidad, tales procedimientos sólo sirven para distraer y cautivar la atención conciente. La situación es la misma que si el hipnotizador hubiera dicho a la persona: «Ahora ocúpese usted exclusivamente de mi persona; el resto del mundo carece de todo interés». Desde el punto de vista técnico, sin duda, sería inconducente que el hipnotizador pronunciara esas palabras; ellas arrancarían al sujeto de su actitud inconciente y lo estimularían a la contradicción conciente. Pero al par que el hipnotizador evita que el pensar conciente del sujeto se dirija sobre sus propósitos, y este se absorbe en una actividad a raíz de la cual el mundo no puede menos que vaciársele de interés, ocurre que inconcientemente concentra en verdad toda su atención sobre el hipnotizador, se entrega a la actitud del rapport, de la trasferencia, con el hipnotizador. Así, los métodos indirectos de la hipnosis, a semejanza de muchas técnicas del chiste(165), tienen por resultado impedir ciertas distribuciones de la energía psíquica que perturbarían el decurso del proceso inconciente, y en definitiva alcanzan la misma meta que los influjos directos de la mirada fija y el pase de manos (ver nota(166)).
Ferenczi [1909] descubrió, certeramente, que la orden de dormir, usada a menudo para producir la hipnosis hace que el hipnotizador ocupe el lugar de los padres. Creyó poder distinguir dos clases de hipnosis: una zalamera y apaciguadora, que atribuyó al modelo materno, y una amenazadora, que imputó al padre. Ahora bien, la orden de dormir no significa en la hipnosis nada más que la exhortación a quitar todo interés del mundo y concentrarse en la persona del hipnotizador; también el sujeto la comprende así, pues en ese quite del interés por el mundo exterior reside la característica psicológica del sueño, y en él descansa el parentesco entre el sueño y el estado hipnótico.
Mediante sus manejos, el hipnotizador despierta en el sujeto una porción de su herencia arcaica que había transigido (entgegenkommen} también con sus progenitores y que experimentó en la relación con el padre una reanimación individual: la representación de una personalidad muy poderosa y peligrosa, ante la cual sólo pudo adoptarse una actitud pasiva-masoquista y resignar la propia voluntad, y pareció una osada empresa estar a solas con ella, «sostenerle la mirada». Es que sólo así podemos concebir la relación de un individuo de la horda primordial con el padre primordial. Como lo sabemos por otras reacciones, el individuo ha conservado un grado variable de aptitud personal para revivir esas situaciones antiguas. Empero, un saber de que la hipnosis es sólo un juego, una renovación falsa de aquellas viejas impresiones, puede persistir acaso y velar por la resistencia frente a consecuencias demasiado serias de la cancelación hipnótica de la voluntad.
El carácter ominoso y compulsivo de la formación de masa, que sale a la luz en sus fenómenos sugestivos, puede reconducirse entonces con todo derecho hasta la horda primordial. El conductor de la mas, sigue siendo el temido padre primordial; la masa quiere siempre ser gobernada por un poder irrestricto, tiene un ansía extrema de autoridad: según la expresión de Le Bon, sed de sometimiento. El padre primordial es el ideal de la masa, que gobierna al yo en remplazo del ideal del yo. Hay buenos fundamentos para llamar a la hipnosis una masa de dos; en cuanto a la sugestión, le cabe esta definición: es un convencimiento que no se basa en la percepción ni en el trabajo de pensamiento, sino en una ligazón erótica (ver nota(167)).
Un grado en el interior del yo
Si, teniendo presentes las descripciones -complementarias entre sí- de los diversos autores sobre psicología de las masas, abarcamos en un solo panorama la vida de los individuos de nuestros días, acaso perderemos el coraje de ofrecer una exposición sintética, en vista de las complicaciones que advertimos. Cada individuo es miembro de muchas masas, tiene múltiples ligazones de identificación y ha edificado su ideal del yo según los más diversos modelos. Cada individuo participa, así, del alma de muchas masas: su raza, su estamento, su comunidad de credo, su comunidad estatal, etc., y aun puede elevarse por encima de ello hasta lograr una partícula de autonomía y de originalidad. Estas formaciones de masa duraderas y permanentes llaman menos la atención del observador, por sus efectos uniformes y continuados, que las masas efímeras, de creación súbita, de acuerdo con las cuales Le Bon bosquejó su brillante caracterización psicológica del alma de las masas; y en estas masas ruidosas, efímeras, que por así decir se superponen a las otras, se nos presenta el asombroso fenómeno: desaparece sin dejar huellas, si bien sólo temporariamente, justo aquello que hemos reconocido como el desarrollo individual.
Comprendimos ese asombroso fenómeno diciendo que el individuo resigna su ideal del yo y lo permuta por el ideal de la masa corporizado en el conductor. Pero lo asombroso, agregaríamos a manera de enmienda, no tiene en todos los casos igual magnitud. En muchos individuos, la separación entre su yo y su ideal del yo no ha llegado muy lejos; ambos coinciden todavía con facilidad, el yo ha conservado a menudo su antigua vanidad narcisista. La elección del conductor se ve muy facilitada por esta circunstancia. Muchas veces sólo le hace falta poseer las propiedades típicas de estos individuos con un perfil particularmente nítido y puro, y hacer la impresión de una fuerza y una libertad libidinosa mayores; entonces transige con él la necesidad de un jefe fuerte, revistiéndolo con el hiperpoder que de otro modo no habría podido

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tal vez reclamar. Los otros, cuyo ideal del yo no se habría corporizado en su persona en otras circunstancias sin que mediase corrección, son arrastrados después por vía «sugestiva», vale decir, por identificación.
Según discernimos, lo que pudimos aducir para esclarecer la estructura libidinosa de una masa se reconduce a la diferenciación entre el yo y el ideal del yo, y al doble tipo de ligazón así posibilitado: identificación, e introducción del objeto en remplazo del ideal del yo. Como primer paso de un análisis del yo, esta hipótesis (la existencia de un grado de esta clase en el interior del yo) tiene que demostrar su justificación poco a poco, en los más diversos campos de la psicología. En mi escrito «Introducción del narcisismo» [1914c] reuní todo el material patológico utilizable en apoyo de esta separación. Pero cabe esperar que una ulterior profundización en la psicología de las psicosis mostrará que su importancia es mucho mayor. Repárese en que el yo se vincula ahora como un objeto con el ideal del yo desarrollado a partir de él, y que posiblemente todas las acciones recíprocas entre objeto exterior y yo-total que hemos discernido en la doctrina de las neurosis vienen a repetirse en este nuevo escenario erigido en el interior del yo.
Me propongo estudiar aquí sólo una de las posibles consecuencias de este punto de vista, prosiguiendo así la elucidación de un problema que en otro lugar debí dejar irresuelto (ver nota(168)). Cada una de las diferenciaciones anímicas que hemos ido conociendo supone una nueva dificultad para la función anímica, aumenta su labilidad y puede convertirse en el punto de partida de una falla de la función, de la contracción de una enfermedad. Así, con el nacimiento pasamos del narcisismo absolutamente autosuficiente a la percepción de un mundo exterior variable y al inicio del hallazgo de objeto, y con ello se enlaza el hecho de que no soportemos el nuevo estado de manera permanente, que periódicamente volvamos atrás y en el dormir regresemos al estado anterior de la ausencia de estímulos y evitación del objeto. No hacemos sino obedecer una indicación del mundo exterior, que, por la periódica alternancia del día y la noche, nos sustrae temporariamente de la mayor parte de los estímulos que operan sobre nosotros. El segundo ejemplo, más importante para la patología, no está sometido a ninguna restricción parecida. En el curso de nuestro desarrollo hemos emprendido una separación de nuestro patrimonio anímico en un yo coherente y una parte reprimida inconciente, que se dejó fuera de aquel; y sabemos que la estabilidad de esta adquisición reciente está expuesta a constantes perturbaciones. En el sueño y la neurosis, eso excluido insiste en ser admitido a las puertas custodiadas por resistencias, y en la vigilia y el estado de salud nos servimos de particulares artificios para acoger temporariamente en nuestro yo lo reprimido sorteando las resistencias y mediando una ganancia de placer. El chiste y el humor, y en cierta medida lo cómico en general, podrían considerarse bajo esta luz. A todo conocedor de la psicología de las neurosis se le ocurrirán ejemplos parecidos de menor alcance; pero pasaré sin dilaciones a la aplicación que me he propuesto.
Sería también concebible que la división del ideal del yo respecto del yo no se soportase de manera permanente, y tuvieran que hacerse involuciones temporarias. A pesar de todas las renuncias y restricciones impuestas al yo, la regla es la infracción periódica de las prohibiciones. Lo muestra ya la institución de las fiestas, que originariamente no son otra cosa que excesos permitidos por la ley y deben a esta liberación su carácter placentero (ver nota(169)). Las saturnales de los romanos y el carnaval de nuestros días coinciden en este rasgo esencial con las fiestas de los primitivos, que suelen terminar en desenfrenos de toda clase, trasgrediendo los mandatos en cualquier otro momento sagrados. Ahora bien, el ideal del yo abarca la suma de todas las restricciones que el yo debe obedecer, y por eso la suspensión del ideal no podría menos que ser una fiesta grandiosa para el yo, que así tendría permitido volver a contentarse consigo mismo (ver nota(170)).
Siempre se produce una sensación de triunfo cuando en el yo algo coincide con el ideal del yo. Además, el sentimiento de culpa (y el sentimiento de inferioridad) puede comprenderse como expresión de la tensión entre el yo y el ideal.
Es sabido que hay seres humanos en quienes el talante, como sentimiento general, oscila de manera periódica desde un desmedido abatimiento, pasando por un cierto estado intermedio, hasta un exaltado bienestar; y estas oscilaciones, además, emergen con diversos grados de amplitud, desde las apenas registrables hasta las extremas, que, como melancolía y manía, se interponen de manera sumamente martirizadora o perturbadora en la vida de las personas afectadas. En los casos típicos de esta desazón cíclica, los ocasionamientos externos no parecen desempeñar un papel decisivo; y en cuanto a motivos internos, no hallamos en estos enfermos algo más o algo distinto que en las restantes personas. Por eso se adoptó la costumbre de juzgar a estos casos como no psicógenos. Más adelante nos referiremos a otros casos de desazón cíclica, enteramente similares, pero que se reconducen con facilidad a traumas psíquicos.
El fundamento de estas oscilaciones espontáneas del talante es, pues, desconocido; nos falta toda intelección del mecanismo por el cual una melancolía es relevada por una manía. Ahora bien, estos serían los enfermos para quienes podría ser válida nuestra conjetura, a saber, que su ideal del yo se disuelve temporariamente en el yo después que lo rigió antes con particular severidad.
Retengamos, para evitar oscuridades: Sobre la base de nuestro análisis del yo es indudable que, en el maníaco, yo e ideal del yo se han confundido, de suerte que la persona, en un talante triunfal y de autoarrobamiento que ninguna autocrítica perturba, puede regocijarse por la ausencia de inhibiciones, miramientos y autorreproches. Es menos evidente, aunque muy verosímil, que la miseria del melancólico sea la expresión de una bipartición tajante de ambas instancias del yo, en que el ideal, desmedidamente sensible, hace salir a luz de manera despiadada su condena del yo en el delirio de insignificancia y en la autodenigración. Sólo cabe preguntarse si la causa de estos vínculos alterados entre yo e ideal del yo ha de buscarse en rebeliones periódicas, como las que postulamos antes, en contra de la nueva institución, o son otras las circunstancias responsables de ellas.
El vuelco a la manía no es un rasgo necesario en el cuadro patológico de la depresión melancólica. Existen melancolías simples (algunas que sobrevienen una sola vez y otras que se repiten periódicamente) que nunca tienen aquel otro destino. Por otra parte, hay melancolías en que el ocasionamiento desempeña un evidente papel etiológico. Son las que se producen tras la pérdida de un objeto amado, sea por su muerte o a raíz de circunstancias que obligaron a retirar la libido del objeto. Una melancolía psicógena de esta clase puede desembocar en manía, y este ciclo repetirse varias veces, tal como en una melancolía en apariencia espontánea. Así, las condiciones nos resultan bastante opacas, tanto más cuanto que hasta hoy sólo pocas formas y pocos casos de melancolía se han sometido a la indagación psicoanalítica (ver nota(171)).

Según discernimos, lo que pudimos aducir para esclarecer la estructura libidinosa de una masa se reconduce a la diferenciación entre el yo y el ideal del yo, y al doble tipo de ligazón así posibilitado: identificación, e introducción del objeto en remplazo del ideal del yo. Como primer paso de un análisis del yo, esta hipótesis (la existencia de un grado de esta clase en el interior del yo) tiene que demostrar su justificación poco a poco, en los más diversos campos de la psicología. En mi escrito «Introducción del narcisismo» [1914c] reuní todo el material patológico utilizable en apoyo de esta separación. Pero cabe esperar que una ulterior profundización en la psicología de las psicosis mostrará que su importancia es mucho mayor. Repárese en que el yo se vincula ahora como un objeto con el ideal del yo desarrollado a partir de él, y que posiblemente todas las acciones recíprocas entre objeto exterior y yo-total que hemos discernido en la doctrina de las neurosis vienen a repetirse en este nuevo escenario erigido en el interior del yo.
Me propongo estudiar aquí sólo una de las posibles consecuencias de este punto de vista, prosiguiendo así la elucidación de un problema que en otro lugar debí dejar irresuelto (ver nota(168)). Cada una de las diferenciaciones anímicas que hemos ido conociendo supone una nueva dificultad para la función anímica, aumenta su labilidad y puede convertirse en el punto de partida de una falla de la función, de la contracción de una enfermedad. Así, con el nacimiento pasamos del narcisismo absolutamente autosuficiente a la percepción de un mundo exterior variable y al inicio del hallazgo de objeto, y con ello se enlaza el hecho de que no soportemos el nuevo estado de manera permanente, que periódicamente volvamos atrás y en el dormir regresemos al estado anterior de la ausencia de estímulos y evitación del objeto. No hacemos sino obedecer una indicación del mundo exterior, que, por la periódica alternancia del día y la noche, nos sustrae temporariamente de la mayor parte de los estímulos que operan sobre nosotros. El segundo ejemplo, más importante para la patología, no está sometido a ninguna restricción parecida. En el curso de nuestro desarrollo hemos emprendido una separación de nuestro patrimonio anímico en un yo coherente y una parte reprimida inconciente, que se dejó fuera de aquel; y sabemos que la estabilidad de esta adquisición reciente está expuesta a constantes perturbaciones. En el sueño y la neurosis, eso excluido insiste en ser admitido a las puertas custodiadas por resistencias, y en la vigilia y el estado de salud nos servimos de particulares artificios para acoger temporariamente en nuestro yo lo reprimido sorteando las resistencias y mediando una ganancia de placer. El chiste y el humor, y en cierta medida lo cómico en general, podrían considerarse bajo esta luz. A todo conocedor de la psicología de las neurosis se le ocurrirán ejemplos parecidos de menor alcance; pero pasaré sin dilaciones a la aplicación que me he propuesto.
Sería también concebible que la división del ideal del yo respecto del yo no se soportase de manera permanente, y tuvieran que hacerse involuciones temporarias. A pesar de todas las renuncias y restricciones impuestas al yo, la regla es la infracción periódica de las prohibiciones. Lo muestra ya la institución de las fiestas, que originariamente no son otra cosa que excesos permitidos por la ley y deben a esta liberación su carácter placentero (ver nota(169)). Las saturnales de los romanos y el carnaval de nuestros días coinciden en este rasgo esencial con las fiestas de los primitivos, que suelen terminar en desenfrenos de toda clase, trasgrediendo los mandatos en cualquier otro momento sagrados. Ahora bien, el ideal del yo abarca la suma de todas las restricciones que el yo debe obedecer, y por eso la suspensión del ideal no podría menos que ser una fiesta grandiosa para el yo, que así tendría permitido volver a contentarse consigo mismo (ver nota(170)).
Siempre se produce una sensación de triunfo cuando en el yo algo coincide con el ideal del yo. Además, el sentimiento de culpa (y el sentimiento de inferioridad) puede comprenderse como expresión de la tensión entre el yo y el ideal.
Es sabido que hay seres humanos en quienes el talante, como sentimiento general, oscila de manera periódica desde un desmedido abatimiento, pasando por un cierto estado intermedio, hasta un exaltado bienestar; y estas oscilaciones, además, emergen con diversos grados de amplitud, desde las apenas registrables hasta las extremas, que, como melancolía y manía, se interponen de manera sumamente martirizadora o perturbadora en la vida de las personas afectadas. En los casos típicos de esta desazón cíclica, los ocasionamientos externos no parecen desempeñar un papel decisivo; y en cuanto a motivos internos, no hallamos en estos enfermos algo más o algo distinto que en las restantes personas. Por eso se adoptó la costumbre de juzgar a estos casos como no psicógenos. Más adelante nos referiremos a otros casos de desazón cíclica, enteramente similares, pero que se reconducen con facilidad a traumas psíquicos.
El fundamento de estas oscilaciones espontáneas del talante es, pues, desconocido; nos falta toda intelección del mecanismo por el cual una melancolía es relevada por una manía. Ahora bien, estos serían los enfermos para quienes podría ser válida nuestra conjetura, a saber, que su ideal del yo se disuelve temporariamente en el yo después que lo rigió antes con particular severidad.
Retengamos, para evitar oscuridades: Sobre la base de nuestro análisis del yo es indudable que, en el maníaco, yo e ideal del yo se han confundido, de suerte que la persona, en un talante triunfal y de autoarrobamiento que ninguna autocrítica perturba, puede regocijarse por la ausencia de inhibiciones, miramientos y autorreproches. Es menos evidente, aunque muy verosímil, que la miseria del melancólico sea la expresión de una bipartición tajante de ambas instancias del yo, en que el ideal, desmedidamente sensible, hace salir a luz de manera despiadada su condena del yo en el delirio de insignificancia y en la autodenigración. Sólo cabe preguntarse si la causa de estos vínculos alterados entre yo e ideal del yo ha de buscarse en rebeliones periódicas, como las que postulamos antes, en contra de la nueva institución, o son otras las circunstancias responsables de ellas.
El vuelco a la manía no es un rasgo necesario en el cuadro patológico de la depresión melancólica. Existen melancolías simples (algunas que sobrevienen una sola vez y otras que se repiten periódicamente) que nunca tienen aquel otro destino. Por otra parte, hay melancolías en que el ocasionamiento desempeña un evidente papel etiológico. Son las que se producen tras la pérdida de un objeto amado, sea por su muerte o a raíz de circunstancias que obligaron a retirar la libido del objeto. Una melancolía psicógena de esta clase puede desembocar en manía, y este ciclo repetirse varias veces, tal como en una melancolía en apariencia espontánea. Así, las condiciones nos resultan bastante opacas, tanto más cuanto que hasta hoy sólo pocas formas y pocos casos de melancolía se han sometido a la indagación psicoanalítica (ver nota(171)).

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Hasta ahora sólo comprendemos aquellos casos en que el objeto fue resignado porque se había mostrado indigno del amor. En tonces se lo vuelve a erigir en el interior del yo por identificación, y es severamente amonestado por el ideal del yo. Los reproches y agresiones dirigidos al objeto salen a la luz como autorreproches melancólicos(172).
También una melancolía de esta clase puede ser seguida por el vuelco a la manía, de suerte que esta posibilidad constituye un rasgo independiente de los restantes caracteres del cuadro patológico.
Empero, no veo ninguna dificultad en hacer intervenir en ambas clases de melancolías, las psicógenas y las espontáneas, el factor de la rebelión periódica del yo contra el ideal del yo. En las espontáneas puede suponerse que el ideal del yo se inclina a desplegar una particular severidad, que después tiene por consecuencia automática su cancelación temporaria. En las psicógenas, el yo sería estimulado a rebelarse por el maltrato que experimenta de parte de su ideal, en el caso de la identificación con un objeto reprobado (ver nota(173)).
Apéndice
En el curso de esta indagación, que acaba de llegar a un cierre provisional, se nos han abierto diversas vías laterales que por el momento hemos evitado, pero que nos prometen muchas intelecciones inmediatas. Ahora recogeremos algo de lo así pospuesto.
A. La diferencia entre identificación del yo con un objeto y remplazo del ideal del yo por este encuentra una interesante ilustración en las dos grandes masas artificiales que estudiamos inicialmente, el ejército y la Iglesia cristiana. Es evidente que el soldado toma por ideal a su jefe, en rigor al conductor del ejército, al par que se identifica con sus iguales y deriva de esta comunidad del yo los deberes de la ayuda mutua y el reparto de bienes, que la camaradería implica. Pero se pone en ridículo cuando pretende identificarse con el general en jefe. Por eso el montero, en Wallensteins Lager, se burla del sargento:
«Su modo de carraspear y de escupir
es lo que ha copiado perfectamente usted ... ».
(Ver nota(174))
La situación es diferente en la Iglesia católica. Todo cristiano ama a Cristo como su ideal y se siente ligado a los otros cristianos por identificación. Pero la Iglesia le pide algo más. Debe identificarse con Cristo y amar a los otros cristianos como El los ha amado. En ambos lugares, por tanto, la Iglesia exige completar la posición libidinal dada por la formación de masa. La identificación debe agregarse ahí donde se produjo la elección. de objeto, y el amor de objeto, ahí donde está la identificación. Este complemento, es evidente, rebasa la constitución de la masa. Uno puede ser un buen cristiano aun siéndole ajena la idea de ponerse en el lugar de Cristo, y abrazar con su amor a todos los seres humanos, como El lo hizo. No hace falta que uno se atribuya, siendo un débil mortal, la inmensidad de alma y la fuerza de amor del Salvador. Pero este ulterior desarrollo de la distribución libidinal dentro de la masa es, probablemente, el factor en que el cristianismo basa su pretensión de haber conquistado una eticidad más elevada.
B. Dijimos [AE, 18, pág. 117] que sería posible indicar en el desarrollo anímico de la humanidad el punto en que se consumó, también para los individuos, el progreso de la psicología de masa a la psicología individual (ver nota(175)).
Para ello debemos reconsiderar brevemente el mito científico del padre de la horda primordial. Más tarde se lo erigió en creador del universo, y con razón, pues había engendrado a todos los hijos que componían la primera masa. Era el ideal de cada uno de ellos, venerado y temido a un tiempo; de ahí resultó, después, el concepto del tabú. Cierta vez esta mayoría se juntó, lo mató y lo despedazó. Ninguno de los miembros de esta masa triunfante pudo ocupar su lugar o, cuando alguno lo consiguió, se renovaron las luchas, hasta que advirtieron que todos ellos debían renunciar a la herencia del padre. Formaron entonces la hermandad totémica, en la que todos gozaban de iguales derechos y estaban ligados por las prohibiciones totémicas, destinadas a preservar y expiar la memoria del asesinato. Pero el descontento con lo logrado persistió, y pasó a ser la fuente de nuevos desarrollos. Poco a poco los coligados en la masa de hermanos fueron reproduciendo el antiguo estado en un nuevo nivel; el varón se convirtió otra vez en jefe de una familia y quebrantó los privilegios de la ginecocracia que se había establecido en la época sin padre. Acaso como resarcimiento, reconocieron entonces a las deidades maternas, cuyos sacerdotes fueron castrados para protección de la madre, siguiendo el ejemplo que había dado el padre de la horda primordial; empero, la nueva familia fue sólo una sombra de la antigua: los padres eran muchos, y cada uno estaba limitado por los derechos de los demás.
Fue tal vez por esa época que la privación añorante movió a un individuo a separarse de la masa y asumir el papel del padre. El que lo hizo fue el primer poeta épico, y ese progreso se consumó en su fantasía. El poeta presentó la realidad bajo una luz mentirosa, en el sentido de su añoranza.
Inventó el mito heroico. Héroe fue el que había matado, él solo, al padre (el que en el mito

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aparecía todavía como monstruo totémico). Así como el padre había sido el primer ideal del hijo varón, ahora el poeta creaba el primer ideal del yo en el héroe que quiso sustituir al padre. El antecedente del héroe fue ofrecido, probablemente, por el hijo menor, el preferido de la madre, a quien ella había protegido de los celos paternos y en los tiempos de la horda primordial se había convertido en el sucesor del padre. En la falaz trasfiguración poética de la horda primordial, la mujer, que había sido el botín de la lucha y el señuelo del asesinato, pasó a ser probablemente la seductora e instigadora del crimen.
El héroe pretende haber sido el único autor de la hazaña que sin duda sólo la horda como un todo osó perpetrar. No obstante, como ha observado Rank, el cuento tradicional conserva nítidas huellas de los hechos que así eran desmentidos. En efecto, en ellos frecuentemente el héroe, que debe resolver una tarea difícil -casi siempre se trata del hijo menor, y no rara vez de uno que ha pasado por tonto, vale decir por inofensivo, ante el subrogado del padre-, sólo puede hacerlo auxiliado por una cuadrilla de animales pequeños (abejas, hormigas). Estos serían los hermanos de la horda primordial, de igual modo como en el sueño insectos, sabandija, significan los hermanos y hermanas (en sentido peyorativo: como niños pequeños). Además, en cada una de las tareas que se consignan en el mito y los cuentos tradicionales se discierne con facilidad un sustituto de la hazaña heroica.
El mito es, por tanto, aquel paso con que el individuo se sale de la psicología de masa. El primer mito fue, con seguridad, el psicológico: el mito del héroe; el mito explicativo de la naturaleza debe de haber aparecido mucho después. El poeta que dio este paso, y así se desasió de la masa en la fantasía, sabe empero -según otra observación de Rank- hallar en la realidad el camino de regreso a ella. En efecto, se presenta y refiere a esta masa las hazañas de su héroe, inventadas por él. En el fondo, este héroe no es otro que él mismo. Así desciende hasta la realidad, y eleva a sus oyentes hasta la fantasía. Ahora bien, estos comprenden al poeta, pueden identificarse con el héroe sobre la base de la misma referencia añorante al padre primordial (ver nota(176)).
La mentira del mito heroico culmina en el endiosamiento del héroe. Quizás el héroe endiosado fue anterior al Dios Padre, y el precursor del retorno del padre primordial como divinidad. Cronológicamente, la serie de los dioses es, pues, como sigue: Diosa Madre-Héroe-Dios Padre. Pero sólo con la exaltación del padre primordial, jamás olvidado, recibió la divinidad los rasgos que todavía hoy le conocemos (ver nota(177)).
C. En este ensayo ¡hemos hablado mucho de pulsiones sexuales directas y de meta inhibida, y nos asiste el derecho de esperar que ese distingo no ha de chocar con una gran resistencia. Empero, una elucidación en profundidad sobre él será bienvenida, aunque no haga sino repetir lo que en gran parte ya se ha dicho antes, en otros lugares.
Fue el desarrollo libidinal del niño el que nos dio a conocer el primer ejemplo, pero el mejor, de pulsiones sexuales de meta inhibida. Todos los sentimientos que el niño alienta hacia sus padres y hacia las personas encargadas de su crianza §e prolongan sin solución de continuidad en los deseos que expresan su aspiración sexual. El niño pide a estas personas amadas todas las ternuras que él conoce, quiere besarlas, tocarlas, mirarlas, siente curiosidad por ver sus genitales y por estar presente cuando realizan sus íntimas funciones excretorias; promete casarse con su madre o su cuidadora, no importa qué se imagine con eso; se propone dar un hijo a su padre, etc. La observación directa, así como la iluminación analítica de los restos infantiles hecha con posterioridad, no dejan ninguna duda acerca de la confluencia de sentimientos tiernos y celosos, por un lado, y propósitos sexuales, por el otro; así, nos ponen de relieve la manera radical en que el niño hace de la persona amada el objeto de todos sus afanes sexuales, todavía no centrados correctamente (ver nota(178)).
Esta primera configuración de amor del niño, que en los casos típicos aparece subordinada al complejo de Edipo, sucumbe después, como es sabido, a partir del comienzo del período de latencia', a una oleada de represión. Lo que resta de ella se nos presenta como un lazo afectivo puramente tierno dirigido a las mismas personas, pero que ya no debe calificarse de «sexual». El psicoanálisis, que ilumina las profundidades de la vida anímica, ha demostrado sin dificultad que también las ligazones sexuales de los primeros años de la infancia sobreviven, pero reprimidas e inconcientes. Nos da la osadía para afirmar que dondequiera que hallemos un sentimiento tierno, es el sucesor de una ligazón de objeto plenamente «sensual» con la persona en cuestión o con su modelo (su imago). Desde luego, sin una indagación particular el psicoanálisis no puede revelarnos, en un caso dado, si esa corriente anterior plenamente sexual subsiste todavía como reprimida, o ya se ha agotado. Para decirlo con mayor precisión: se comprueba que está todavía presente como forma y posibilidad, y en cualquier momento puede ser investida de nuevo por regresión, puede ser activada; sólo cabe inquirir por la investidura y la eficacia que sigue teniendo en el presente, lo cual no siempre es decidible. En este punto es preciso estar atento a dos fuentes de error, de igual imperio: la Escila de la subestimación de lo inconciente reprimido, y la Caribdis de la inclinación a medir lo normal a toda costa con el rasero de lo patológico.
A la psicología que no quiere o no puede penetrar en lo profundo de lo reprimido, las ligazones afectivas de ternura se le presentan siempre como expresión de aspiraciones que no tienen meta sexual, cuando en verdad proceden de aspiraciones que la tenían (ver nota(179)).
Tenemos derecho a decir que fueron desviadas de estas metas sexuales, si bien el ajustarse a los requisitos de la metapsicología en la exposición de ese desvío respecto de la meta no deja de presentar dificultades. Por lo demás, estas pulsiones de meta inhibida conservan siempre algunas de las metas sexuales originarias; aun el tierno devoto, aun el amigo, el admirador, buscan la proximidad corporal y la visión de la persona ahora amada solamente en el sentido paulino. Si así lo queremos, podemos reconocer en este desvío respecto de la meta un comienzo de sublimación de las pulsiones sexuales, o bien establecer de manera más estricta los límites de esta última. Las pulsiones sexuales de meta inhibida tienen, respecto de las no inhibidas, una gran ventaja funcional. Puesto que no son susceptibles de una satisfacción cabal, son particularmente aptas para crear ligazones duraderas; en cambio, las que poseen una meta sexual directa pierden su energía cada vez por obra de la satisfacción, y tienen que aguardar hasta que ella se renueve por reacumulación de la libido sexual; entretanto, puede producirse un cambio {de vía} del objeto. Las pulsiones inhibidas son susceptibles de mezclarse con las no inhibidas en todas las proporciones posibles; así como surgieron de estas últimas, pueden retrasformarse en ellas. Es conocida la facilidad con que pueden desarrollarse deseos eróticos a partir de vínculos afectivos de índole amistosa, fundados en el reconocimiento y la admiración (el «Embrassezmoi pour Vamour du Grec» de Molière(180)) entre maestro y alumna, entre un

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artista y su arrobada oyente, sobre todo en el caso de mujeres. Más aún: el nacimiento de tales ligazones afectivas carentes de propósitos al comienzo abre una vía directa, muy frecuentada, hacia la elección de objeto. Pfister, en su Frómmigkeit des Gralen von Zinzendorf {La piedad del conde de Zinzendorf} [1910], ha dado un ejemplo muy claro, y no el único por cierto, de la facilidad con que incluso un lazo religioso intenso puede volcarse de súbito en ardiente excitación sexual. Por otra parte, es muy habitual la trasmudación de aspiraciones sexuales directas, efímeras por sí mismas, en una ligazón duradera meramente tierna; y la consolidación de un matrimonio concertado por enamoramiento carnal descansa en buena parte en este proceso.
No nos asombrará oír, desde luego, que las aspiraciones sexuales de meta inhibida surgen de las directamente sexuales cuando obstáculos internos o externos se oponen al logro de las metas sexuales. La represión del período de latencia es un obstáculo interno de esa índole -o mejor: interiorizado {innerfich gewordenes)-. Supusimos que el padre de la horda primordial forzaba a la abstinencia a todos sus hijos por su intolerancia sexual, y así los empujaba a establecer ligazones de meta inhibida, mientras que se reservaba para sí el libre goce sexual y, de tal modo, permanecía desligado. Todas las ligazones en que descansa la masa son del tipo de las pulsiones de meta inhibida. Pero con esto nos acercamos a la elucidación de un nuevo tema: el vínculo de las pulsiones sexuales directas con la formación de masa.
D. Las dos últimas observaciones nos han preparado para este descubrimiento: las aspiraciones sexuales directas son desfavorables para la formación de masa. Es verdad que en la historia evolutiva de la familia el amor sexual conoció vínculos de masa (el matrimonio por grupos), pero a medida que el amor sexual iba adquiriendo valor {Bedeutung} para el yo, y se desarrollaba el enamoramiento, más urgente se hacía el reclamo de la limitación a dos personas -una cum uno-,prescrita por la naturaleza de la meta genital. Las inclinaciones polígamas se vieron precisadas a satisfacerse en la sucesión del cambio del objeto.
Las dos personas comprometidas entre sí con el fin de la satisfacción sexual se manifiestan contra la pulsión gregaria, contra el sentimiento de masa, en la medida en que buscan la soledad. Mientras más enamoradas están, tanto más completamente se bastan una a la otra. La repulsa al influjo de la masa se exterioriza como sentimiento de vergüenza. Las mociones afectivas de los celos, de extrema violencia, son convocadas para proteger la elección de objeto sexual contra su deterioro por obra de una ligazón de masa. Sólo cuando el factor tierno (vale decir, personal) de la relación amorosa queda totalmente relegado tras el factor sensual se vuelve posible el comercio amoroso de una pareja en presencia de terceros o la realización de actos sexuales simultáneos dentro de un grupo, como en la orgía. Pero así se da una regresión a un estado anterior de las relaciones entre los sexos, en que el enamoramiento no desempeñaba todavía papel alguno y los objetos sexuales eran juzgados de igual valor {gleichwertig}, acaso en el sentido del maligno apotegma de Bernard Shaw, según el cual estar enamorado significa sobrestimar indebidamente la diferencia entre una mujer y otra.
Hay abundantes indicios de que el enamoramiento se introdujo sólo más tarde en las relaciones sexuales entre hombre y mujer, de modo que también el antagonismo entre amor sexual y formación de masa se desarrolló tardíamente. Ahora bien, podría parecer que esta hipótesis es incompatible con nuestro mito de la familia primordial. La cuadrilla de hermanos debe de haber sido empujada al asesinato del padre por el amor hacia las madres y hermanas, y es difícil imaginarse este amor si no es como un amor primitivo, íntegro, esto es, como íntima unión de ternura y sensualidad. Pero pensándolo mejor, esta objeción se resuelve en una corroboración. Una de las reacciones al asesinato del padre fue, en efecto, la institución de la exogamia totémica, la prohibición de toda relación sexual con las mujeres de la familia, amadas con ternura desde la infancia. Así se introdujo la cuña entre las mociones tiernas y las sensuales del varón, cuña enclavada todavía hoy en su vida amorosa (ver nota(181)). A consecuencia de esta exogamia, las necesidades sensuales de los varones tuvieron que contentarse con mujeres extrañas y no amadas.En las grandes masas artificiales, Iglesia y ejército, no hay lugar para la mujer como objeto sexual. La relación amorosa entre hombre y mujer queda excluida de estas organizaciones. Aun donde se forman masas mixtas de hombres y mujeres, la diferencia entre los sexos no desempeña papel alguno. Apenas tiene sentido preguntar si la libido que cohesiona a las masas es de naturaleza homosexual o heterosexual, pues no se encuentra diferenciada según los sexos y prescinde, en particular, de las metas de la organización genital de la libido.
Aun para el individuo que en todos los otros aspectos está sumergido en la masa, las aspiraciones sexuales directas conservan una parte de quehacer individual. Donde se vuelven híperintensas, descomponen toda formación de masa. La Iglesia católica tenía los mejores motivos para recomendar a sus fíeles la soltería e imponer a sus sacerdotes el celibato, pero es frecuente que aun estos últimos abandonen la Iglesia por haberse enamorado. De igual manera, el amor por la mujer irrumpe a través de las formaciones de masa de la raza, de la segregación nacional y del régimen de las clases sociales, consumando así logros importantes desde el punto de vista cultural. Parece cierto que el amor homosexual es mucho más compatible con las formaciones de masa, aun donde se presenta como aspiración sexual no inhibida; hecho asombroso, cuyo esclarecimiento nos llevaría lejos.
La indagación psicoanalítica de las psiconeurosis nos ha enseñado que sus síntomas han de derivarse de aspiraciones sexuales directas que fueron reprimidas, pero permanecieron activas. Podemos completar esta fórmula, agregando: o de aspiraciones sexuales de meta inhibida, en que la inhibición no se logró acabadamente o dejó sitio a un regreso a la meta sexual reprimida. A esta circunstancia se debe que la neurosis vuelva asociales a sus víctimas, sacándolas de las habituales formaciones de masa. Puede decirse que la neurosis ejerce sobre la masa el mismo efecto destructivo que el enamoramiento. En cambio, puede verse que toda vez que se produce un violento impulso a la formación de masa, las neurosis ralean y al menos por cierto lapso pueden desaparecer. Por eso se ha intentado, con razón, dar un uso terapéutico al antagonismo entre neurosis y formación de masa. Aun quienes no lamentan la desaparición de las ilusiones religiosas en el mundo culto de nuestros días admitirán que, en la medida en que conservaban vigencia plena, ofrecían a los coligados por ellas la más poderosa protección contra las neurosis (ver nota(182)). Tampoco es difícil discernir, en todas las ligazones con sectas y comunidades místico-religiosas o filosófico-místicas, la expresión de curaciones indirectas de diversas neurosis. Todo esto tiene estrecha relación con la oposición entre las aspiraciones sexuales directas y las de meta inhibida. Abandonado a sí mismo, el neurótico se ve precisado a sustituir, mediante sus formaciones de síntoma, las grandes formaciones de masa de las que está excluido. Se crea su propio mundo

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de fantasía, su religión, su sistema delirante y así repite las instituciones de la humanidad en una deformación que testimonia con nitidez la hiperpotente contribución de las aspiraciones sexuales directas (ver nota(183)).
E. Agreguemos, para concluir, una apreciación comparativa, desde el punto de vista de la teoría de la libido, de los estados de que nos hemos ocupado: el enamoramiento, la hipnosis, la formación de masa y la neurosis.
El enamoramiento se basa en la presencia simultánea de aspiraciones sexuales directas y de meta inhibida, al par que el objeto atrae hacia sí una parte de la libido yoica narcisista. Sólo da cabida al yo y al objeto.
La hipnosis comparte con el enamoramiento el circunscribirse a esas dos personas, pero se basa enteramente en aspiraciones sexuales de meta inhibida y pone al objeto en el lugar del ideal del yo.
La masa multiplica este proceso; coincide con la hipnosis en cuanto a la naturaleza de las pulsiones que la cohesionan y a la sustitución del ideal del yo por el objeto, pero agrega la identificación con otros individuos, la que quizá fue posibilitada originariamente por su idéntico vínculo con el objeto.
Ambos estados, hipnosis y formación de masa, son sedimentaciones hereditarias que provienen de la filogénesis de la libido humana: la hipnosis como disposición, la masa además como relicto directo. La sustitución de las aspiraciones sexuales directas por las de meta inhibida promueve en ambas la separación entre el yo y el ideal del yo, de la que ya en el enamoramiento hay un comienzo.
La neurosis cae fuera de esta serie. Se basa también en una propiedad del desarrollo libidinal humano: la acometida en dos tiempos (interrumpida por el período de latencia) de la función sexual directa (ver nota(184)). En esa medida, tiene como la hipnosis y laformación de masa el carácter de una regresión, que falta en el enamoramiento. Aparece dondequiera que el pasaje de las pulsiones sexuales directas a las de meta inhibida no se ha consumado felizmente, y responde a unconflicto entre las pulsiones acogidas en el yo, que han recorrido aquel desarrollo, y las partes de las mismas pulsiones que, desde lo inconciente reprimido, aspiran -lo mismo que otras mociones pulsionales cabalmente reprimidas- a su satisfacción directa. La neurosis es extraordinariamente rica en su contenido, pues abarca todos los vínculos posibles entre el yo y el objeto, tanto aquellos en que este es conservado, como los otros, en que es resignado o erigido en el interior del propio yo, pero de igual modo los vínculos conflictivos entre el yo y su ideal del yo.
Le Bon y su descripción del alma de las masas
Para comenzar, creo más oportuno que dar una definición, hacer referencia al campo de fenómenos, y extraer de él algunos hechos particularmente llamativos y característicos que puedan servir* de asideros a la indagación. Obtendremos ambas cosas citando un libro que con justicia se ha hecho famoso, el de Le Bon,Psicología de las masas(98).
Aclarémonos de nuevo el problema: Si la psicología, que explora las disposiciones, mociones pulsionales, motivos, propósitos de un individuo hasta llegar a sus acciones y a los vínculos que mantiene con sus allegados, hubiera dado solución cabal a sus enigmas haciendo trasparentes todos estos nexos, se encontraría de pronto frente a una nueva tarea que se erguiría, irresuelta, frente a ella. Tendría que explicar el hecho sorprendente de que ese individuo a quien había llegado a comprender siente, piensa y actúa de manera enteramente diversa de la que se

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esperaba cuando se encuentra bajo una determinada condición: su inclusión en una multitud que ha adquirido la propiedad de una «masa psicológica». ¿Qué es entonces una «masa», qué le presta la capacidad de influir tan decisivamente sobre la vida anímica del individuo, y en qué consiste la alteración anímica que impone a este último?
Responder esas tres preguntas es la tarea de una psicología teórica de las masas. Lo mejor, evidentemente, es partir de la tercera. Lo que brinda el material a la psicología de las masas es, en efecto, la observación de la reacción alterada del individuo; y todo intento de explicación presupone describir lo que ha de explicarse.
Dejo ahora la palabra a Le Bon. Dice:
«He aquí el rasgo más notable de una masa psicológica: cualesquiera que sean los individuos que la componen y por diversos o semejantes que puedan ser su modo de vida, sus ocupaciones, su carácter o su inteligencia, el mero hecho de hallarse trasformados en una masa los dota de una especie de alma colectiva en virtud de la cual sienten, piensan y actúan de manera enteramente distinta de como sentiría, pensaría y actuaría cada uno de ellos en forma aislada. Hay ideas y sentimientos que sólo emergen o se convierten en actos en los individuos ligados en masas. La masa psicológica es un ente provisional que consta de elementos heterogéneos; estos se han unido entre sí durante un cierto lapso, tal como las células del organismo forman, mediante su unión, un nuevo ser que muestra propiedades muy diferentes que sus células aisladas» (pág. 13 [de la traducción al alemán] ).
Tomándonos la libertad de jalonar la exposición de Le Bon mediante nuestras glosas, hagamos notar en este punto: Si los individuos dentro de la masa están ligados en una unidad, tiene que haber algo que los una, y este medio de unión podría ser justamente lo característico de la masa. Empero, Le Bon no da respuesta a esta cuestión; entra a considerar directamente la alteración del individuo dentro de la masa, y la describe con expresiones que concuerdan bien con las premisas básicas de nuestra psicología profunda.
«Es fácil verificar la gran diferencia que existe entre un individuo perteneciente a una masa y un individuo aislado, pero es más difícil descubrir las causas de esa diferencia.
»Para llegar al menos a entreverlas es preciso recordar ante todo la comprobación hecha por la psicología moderna, a saber, que los fenómenos inconcientes desempeñan un papel preponderante no sólo en la vida orgánica, sino también en el funcionamiento de la inteligencia. La vida conciente del espíritu representa sólo una mínima parte comparada con la vida inconciente. El analítico más fino, el observador más penetrante, no llega nunca a descubrir más que un pequeño, número de los motivos [in]concientes(99) que determinan su conducta. Nuestros actos concientes derivan de un sustrato inconciente creado en lo fundamental por influencias hereditarias. Este sustrato incluye las innumerables huellas ancestrales que constituyen el alma de la raza. Tras las causas confesadas de nuestros actos están sin duda las causas secretas que no confesamos, pero tras estas hay todavía muchas otras más secretas que ni conocemos. La mayoría de nuestras acciones cotidianas son efecto de motivos ocultos, que escapan a nuestro conocimiento».En la masa, opina Le Bon, desaparecen las adquisiciones de los individuos y, por tanto, su peculiaridad. Aflora el inconciente racial, lo heterogéneo se hunde en lo homogéneo. Diríamos* que la superestructura psíquica desarrollada tan diversamente en los distintos individuos es desmontada, despotenciada, y se pone al desnudo (se vuelve operante) el fundamento inconciente, uniforme en todos ellos.
Así se engendraría un carácter promedio en los individuos de la masa. Pero Le Bon halla que también muestran nuevas propiedades que no habían poseído hasta entonces, y busca la razón de ello en diferentes factores.
«La primera de estas causas consiste en que dentro de la masa el individuo adquiere, por el solo hecho del número, un sentimiento de poder invencible que le permite entregarse a instintos que, de estar solo, habría sujetado forzosamente. Y tendrá tanto menos motivo para controlarse cuanto que, por ser la masa anónima, y por ende irresponsable, desaparece totalmente el sentimiento de la responsabilidad que frena de continuo a los individuos».
Desde nuestro punto de vista, no nos hace falta atribuir mucho valor a la emergencia de nuevas propiedades. Nos bastaría con decir que el individuo, al entrar en la masa, queda sometido a condiciones que le permiten echar por tierra las represiones de sus mociones pulsionales inconcientes. Las propiedades en apariencia nuevas que entonces se muestran son, justamente, las exteriorizaciones de eso inconciente que sin duda contiene, como disposición [constitucional], toda la maldad del alma humana; en estas circunstancias, la desaparición de la conciencia moral o del sentimiento de responsabilidad no ofrece dificultad alguna para nuestra concepción. Hace ya mucho afirmamos que el núcleo de la llamada conciencia moral es la «angustia social» (ver nota(100)).
«Una segunda causa, el contagio, contribuye igualmente a hacer que en las masas se exterioricen rasgos especiales y, al mismo tiempo, a marcar la orientación de estos. El contagio es un fenómeno fácil de comprobar, pero inexplicable; es preciso contarlo entre los fenómenos de índole hipnótica que pronto estudiaremos. En la multitud, todo sentimiento y todo acto son contagiosos, y en grado tan alto que el individuo sacrifica muy fácilmente su interés personal al interés colectivo. Esta aptitud es enteramente contraria a su naturaleza, y el ser humano sólo es capaz de ella cuando integra una masa».
Más adelante fundándonos en esa tesis, formularemos una importante conjetura.

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«Una tercera causa, por cierto la más importante, determina en los individuos de una masa particulares propiedades, muy opuestas a veces a las del individuo aislado. Me refiero a la sugestionabilidad, de la cual, por lo demás, el mencionado contagio es sólo un efecto.
»Para la comprensión de este fenómeno vienen a cuento ciertos descubrimientos recientes de la fisiología. Hoy sabemos que, por diversos procedimientos, un ser humano puede ser puesto en un estado tal que, tras perder por entero su .personalidad conciente, obedezca a todas las sugestiones de quien le ha quitado aquella y cometa los actos más contrarios a su carácter y costumbres. Ahora bien, observaciones muy cuidadosas parecen demostrar que el individuo inmerso durante cierto lapso en una masa activa muy pronto se encuentra -por efluvios que emanan de aquella o por alguna otra causa desconocida- en un estado singular, muy próximo a la fascinación en que cae el hipnotizado bajo la influencia del hipnotizador. ( ... ) La personalidad conciente ha desaparecido por completo, la voluntad y el discernimiento quedan abolidos. Sentimientos y pensamientos se orientan en la dirección que les imprime el hipnotizador.
»Tal es aproximadamente el estado del individuo perteneciente a una masa psicológica. No tiene ya conciencia de sus actos. En él, lo mismo que en el hipnotizado, al par que ciertas aptitudes se encuentran neutralizadas, otras pueden elevarse hasta un grado extremo de exaltación. Bajo la influencia de una sugestión, un impulso irresistible lo llevará a ejecutar ciertos actos. Y este impulso es todavía más irrefrenable en las masas que en el hipnotizado, porque siendo la sugestión idéntica para todos los individuos que la componen, se acrecienta por la reciprocidad».
«Los principales rasgos del individuo integrante de la masa son, entonces: la desaparición de la personalidad conciente, de los sentimientos e ideas en el mismo sentido por sugestión y contagio, y la tendencia a trasformar inmediatamente en actos las ideas sugeridas. El individuo deja de ser él mismo; se ha convertido en un autómata carente de voluntad».
He citado tan por extenso a Le Bon porque quería demostrar que afirma realmente -y no lo aduce con mero propósito comparativo- el carácter hipnótico del estado del individuo dentro de la masa. No nos proponemos contradecirlo; sólo pondremos de relieve que las dos causas de alteración del individuo en la masa citadas en último término, el contagio y la sugestionabilidad acrecentada, evidentemente no se encuentran en pie de igualdad, ya que el contagio ha de ser también una exteriorización de la sugestionabilidad. Tampoco nos parecen nítidamente separados, en el texto de Le Bon los efectos de ambos factores. Acaso la mejor interpretación de sus tesis consista en referir el contagio al efecto que los miembros singulares de la masa ejercen unos sobre otros, mientras que los fenómenos de sugestión discernibles en la masa -equiparados por Le Bon al influjo hipnótico- remitirían a otra fuente. Pero, ¿a cuál? No puede sino parecernos una sensible omisión que Le Bon no mencione una de las piezas principales de esta comparación, a saber, la persona que haría las veces del hipnotizador en el caso de la masa. Comoquiera que fuese, él distingue de este influjo de fascinación, que deja en la sombra, el efecto de contagio que los individuos ejercen unos sobre otros y por el cual se refuerza la sugestión originaria.
Resta todavía un punto de vista importante para formular un juicio sobre el individuo de la masa: «Además, por el mero hecho de pertenecer a una masa organizada, el ser humano desciende varios escalones en la escala de la civilización. Aislado, era quizás un individuo culto; en la masa es un bárbaro, vale decir, una criatura que actúa por instinto. Posee la espontaneidad, la violencia, el salvajismo y también el entusiasmo y el heroísmo de los seres primitivos». Le Bon se detiene particularmente en la merma de rendimiento intelectual experimentada por el individuo a raíz de su fusión en la masa (ver nota(101)).
Dejemos ahora a los individuos y atendamos a la descripción del alma de las masas tal como Le Bon la bosqueja. No hay en ella rasgo alguno cuya deducción y ubicación ofrecieran dificultades al psicoanalista. El propio Le Bon nos indica el camino apuntando la coincidencia con la vida anímica de los primitivos y de los niños.
La masa es impulsiva, voluble y excitable. Es guiada casi con exclusividad por lo inconciente(102). Los impulsos a que obedece pueden ser, según las circunstancias, nobles o crueles, heroicos o cobardes; pero, en cualquier caso, son tan imperiosos que nunca se impone lo personal, ni siquiera el interés de la autoconservación. Nada en ella es premeditado. Si apetece las cosas con pasión, nunca es por mucho tiempo; es incapaz de una voluntad perseverante. No soporta dilación entre su apetito y la realización de lo apetecido. Abriga un sentimiento de omnipotencia; el concepto de lo imposible desaparece para el individuo inmerso en la masa (ver nota(103)).
La masa es extraordinariamente influible y crédula; es acrítica, lo improbable no existe para ella. Piensa por imágenes que se evocan asociativamente unas a otras, tal como sobrevienen al individuo en los estados del libre fantaseo, ninguna instancia racional mide su acuerdo con la realidad. Los sentimientos de la masa son siempre muy simples y exaltados. Por eso no conoce la duda ni la incerteza (ver nota(104)).
Pasa pronto a los extremos, la sospecha formulada se le convierte enseguida en certidumbre incontrastable, un germen de antipatía deviene odio salvaje. (Vernota(105))
Inclinada ella misma a todos los extremos, la masa sólo es excitada por estímulos desmedidos. Quien quiera influirla no necesita presentarle argumentos lógicos; tiene que pintarle las imágenes más vivas, exagerar y repetir siempre lo mismo.
Puesto que la masa no abriga dudas sobre lo verdadero o lo falso, y al mismo tiempo tiene la conciencia de su gran fuerza, es tan intolerante como obediente ante la autoridad. Respeta la fuerza, y sólo en escasa medida se deja influir por las buenas maneras, que considera signo de debilidad. Lo que pide de sus héroes es fortaleza, y aun violencia. Quiere ser dominada y sometida, y temer a sus amos. Totalmente conservadora en el fondo, siente profunda aversión hacia las novedades y progresos, y una veneración sin límites por la tradición.
Para juzgar correctamente la moralidad de las masas es preciso tener en cuenta que al reunirse los individuos de la masa desaparecen todas las inhibiciones y son llamados a una libre satisfacción pulsional todos los instintos crueles, brutales, destructivos, que dormitan en el individuo como relictos del tiempo primordial. Pero, bajo el influjo de la sugestión, las masas son capaces también de elevadas muestras de abnegación, desinterés, consagración a un ideal.

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Mientras que en el individuo aislado la ventaja personal es a menudo el móvil exclusivo, rara vez predomina en las masas. Puede hablarse de una moralización del individuo por la masa. Mientras que el rendimiento intelectual de la masa es siempre muy inferior al del individuo, su conducta ética puede tanto sobrepasar con creces ese nivel como quedar muy por debajo de él.
Otros rasgos de la caracterización de Le Bon echan viva luz sobre la licitud de identificar el alma de las masas con el alma de los primitivos. En las masas, las ideas opuestas pueden coexistir y tolerarse sin que su contradicción lógica dé por resultado un conflicto. Pero lo mismo ocurre en la vida anímica inconciente de los individuos, de los niños y de los neuróticos, como el psicoanálisis lo ha demostrado hace tiempo (ver nota(106)).
Además, la masa está sujeta al poder verdaderamente mágico de las palabras; estas provocan las más temibles tormentas en el alma de las masas, y pueden también apaciguarla. «De nada vale oponer la razón y los argumentos a ciertas palabras y fórmulas. Se las pronuncia con unción ante las masas, y al punto los rostros cobran una expresión respetuosa y las cabezas se inclinan. Muchos las consideran fuerzas naturales o poderes sobrenaturales». No hace falta sino recordar el tabú de los nombres entre los primitivos, los poderes mágicos que atribuyen a nombres y palabras (ver nota(107)).
Y por último: Las masas nunca conocieron la sed de la verdad. Piden ilusiones, a las que no pueden renunciar. Lo irreal siempre prevalece sobre lo real, lo irreal las influye casi con la misma fuerza que lo real. Su visible tendencia es no hacer distingo alguno entre ambos.
Por nuestra parte, hemos demostrado que este predominio de la vida de la fantasía y de la ilusión sustentada por el deseo incumplido comanda la psicología de las neurosis. Hallamos que para los neuróticos no vale la realidad objetiva, corriente, sino la realidad psíquica. Un síntoma histérico se funda en una fantasía, y no en la repetición de un vivenciar real; la conciencia de culpa, en la neurosis obsesiva, se funda en el hecho de un mal designio que nunca llegó a ejecutarse. Así pues, lo mismo que en el sueño y en la hipnosis, en la actividad anímica de la masa el examen de realidad retrocede frente a la intensidad de las mociones de deseo afectivamente investidas.
Lo que Le Bon dice acerca del conductor de las masas es menos exhaustivo y no deja traslucir tan claramente la ley de los fenómenos. En su opinión, tan pronto como unos seres vivos se encuentran reunidos en cierto número, se trate de un rebaño de animales o de una multitud humana, se ponen instintivamente bajo la autoridad de un jefe. La masa es un rebaño obediente que nunca podría vivir sin señor. Tiene tal sed de obedecer que se subordina instintivamente a cualquiera que se designe su señor.
Si la necesidad de la masa solicita un conductor, este tiene que corresponderle con ciertas propiedades personales. Para suscitar la creencia de la masa, él mismo tiene que estar fascinado por una intensa creencia (en una idea); debe poseer una voluntad poderosa, imponente, que la masa sin voluntad le acepta. Le Bon enumera después las diversas clases de conductores y los medios por los cuales influyen sobre la masa. En general, entiende que los conductores adquieren su predicamento por las ideas que los fanatizan a ellos mismos.
Por otra parte, atribuye tanto a esas ideas como a los conductores un poder misterioso, irresistible, que denomina «prestigio». El prestigio es una suerte de imperio que ejerce sobre nosotros un individuo, una obra o una idea. Paraliza por completo nuestra capacidad de crítica y nos llena de asombro y respeto. A su juicio, provocaría un sentimiento semejante al de la fascinación en la hipnosis.Le Bon distingue entre prestigio adquirido o artificial y prestigio personal. El primero es el que el nombre, la riqueza, la posición social prestan a las personas, y la tradición presta a las opiniones, obras de arte, etc. En todos los casos dicho prestigio se remonta al pasado, por lo cual nos ayudará poco a comprender aquel enigmático influjo. El prestigio personal adhiere a pocas personas, que en virtud de él se convierten en conductores, y hace que todos lesobedezcan como por obra de un ensalmo magnético. No obstante Í todo prestigio depende también del éxito, y se pierde por el fracaso.
Se tiene la impresión de que las consideraciones de Le Bon sobre el papel del conductor y el prestigio no están a la altura de su brillante descripción del alma de las masas.