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lunes, 13 de enero de 2014

Volumen XIX: 9. La pérdida de realidad en la neurosis y la psicosis (1924) 10. Breve informe sobre el psicoanálisis (1924 [1923]) 11. Las resistencias contra el psicoanálisis (1925 [1924]

«Der Realitätsverlust bei Neurose und Psychose
Nota introductoria(233)
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Hace poco tiempo(234) indiqué como uno de los rasgos diferenciales entre neurosis y psicosis que en la primera el yo, en vasallaje a la realidad, sofoca un fragmento del ello (vida pulsional), mientras que en la psicosis ese mismo yo, al servicio del ello, se retira de un fragmento de la realidad {Realität, «contenido objetivo»}. Por lo tanto, lo decisivo para la neurosis sería la hiperpotencia del influjo objetivo {Realeinflusses}, y para la psicosis, la hiperpotencia del ello. La pérdida de realidad {objetividad} estaría dada de antemano en la psicosis; en cambio, se creería que la neurosis la evita.
Ahora bien, esto no condice con la experiencia que todos podemos hacer, y es que cada neurosis perturba de algún modo el nexo del enfermo con la realidad, es para él un medio de retirarse de esta y, en sus formas más graves, importa directamente una huida de la vida real. Esta contradicción parece espinosa; no obstante ello, se la puede eliminar muy fácilmente, y su esclarecimiento no tendrá otro resultado que hacernos avanzar en nuestra inteligencia de la neurosis.
En efecto, la contradicción sólo subsiste mientras tenemos en vista la situación inicial de la neurosis, cuando el yo, al servicio de la realidad, emprende la represión de una moción pulsional. Pero eso no es todavía la neurosis misma. Ella consiste, más bien, en los procesos que aportan un resarcimiento a los sectores perjudicados del ello; por tanto, en la reacción contra la represión y en el fracaso de esta. El aflojamiento del nexo con la realidad es entonces la consecuencia de este segundo paso en la formación de la neurosis, y no deberíamos asombrarnos si la indagación detallada llegara a mostrar que la pérdida de realidad atañe justamente al fragmento de esta última a causa de cuyos reclamos se produjo la represión de la pulsión.
Esta caracterización de la neurosis como resultado de una represión fracasada no es algo nuevo. Siempre lo hemos afirmado(235), y fue sólo esta nueva trama argumental la que hizo necesario repetirlo.
El mismo reparo, por lo demás, volverá a aflorar con particular fuerza toda vez que se trate de un caso de neurosis cuyo ocasionamiento (la «escena traumática») sea notorio y en que uno pueda ver cómo la persona se extrañó de una vivencia de esa índole y la abandonó a la amnesia. Quiero retomar, a manera de ejemplo, un caso analizado hace muchos años(236), en que una muchacha enamorada de su cuñado fue conmovida, frente al lecho de muerte de su hermana, por esta idea: «Ahora él queda libre y puede casarse contigo». Esta escena se olvidó en el acto, y así se inició el proceso de regresión(237) que llevó a los dolores histéricos. Pero lo instructivo es ver aquí los caminos por los cuales la neurosis intenta tramitar el conflicto. Ella desvaloriza la alteración objetiva {die reale Veränderung}reprimiendo la exigencia pulsional en cuestión, vale decir, el amor por el cuñado. La reacción psicótica habría sido desmentir(238) el hecho de la muerte de la hermana.
Ahora esperaríamos que en la génesis de la psicosis ocurriese un proceso análogo al que sobreviene en la neurosis, aunque, como es natural, entre otras instancias. Esperaríamos, entonces, que también en la psicosis se perfilaran dos pasos, el primero de los cuales, esta vez, arrancara al yo de la realidad, en tanto el segundo quisiera indemnizar los perjuicios y restableciera el vínculo con la realidad a expensas del ello. Y efectivamente, algo análogo se observa en la psicosis: también en ella hay dos pasos, de los cuales el segundo presenta el carácter de la reparación; pero aquí la analogía deja el sitio a un paralelismo mucho más amplio entre los procesos. El segundo paso de la psicosis quiere también compensar la pérdida de realidad, mas no a expensas de una limitación del ello -como la neurosis lo hacía a expensas del vínculo con lo real-, sino por otro camino, más soberano: por creación de una realidad nueva, que ya no ofrece el mismo motivo de escándalo que la abandonada. En consecuencia, el segundo paso tiene por soporte las mismas tendencias en la neurosis y en la psicosis; en ambos casos sirve al afán de poder del ello, que no se deja constreñir por la realidad. Tanto neurosis como psicosis expresan la rebelión del ello contra el mundo exterior; expresan su displacer o, si se quiere, su incapacidad para adaptarse al apremio de la realidad, a la [necesidad(239)]. Neurosis y psicosis se diferencian mucho más en la primera reacción, la introductoria, que en el subsiguiente ensayo de reparación.
Esa diferencia inicial se expresa en el resultado final del siguiente modo: en la neurosis se evita, al modo de una huida, un fragmento de la realidad, mientras que en la psicosis se lo reconstruye. Dicho de otro modo: en la psicosis, a la huida inicial sigue una fase activa de reconstrucción; en la neurosis, la obediencia inicial es seguida por un posterior {nachträglich} intento de huida. O de otro modo todavía: la neurosis no desmiente la realidad, se limita a no querer saber nada de ella; la psicosis la desmiente y procura sustituirla. Llamamos normal o «sana» a una conducta que aúna determinados rasgos de ambas reacciones: que, como la neurosis, no desmiente la realidad, pero, como la psicosis, se empeña en modificarla. Esta conducta adecuada a fines, normal, lleva naturalmente a efectuar un trabajo que opere sobre el mundo exterior, y no se conforma, como la psicosis, con producir alteraciones internas; ya no es autoplástica, sino aloplástica. (ver nota)(240)
En la psicosis, el remodelamiento de la realidad tiene lugar en los sedimentos psíquicos de los vínculos que hasta entonces se mantuvieron con ella, o sea en las huellas mnémicas, las representaciones y los juicios que se habían obtenido de ella hasta ese momento y por los cuales era subrogada en el interior de la vida anímica. Pero el vínculo con la realidad nunca había quedado concluido, sino que se enriquecía y variaba de continuo mediante percepciones nuevas. De igual modo, a la psicosis se le plantea la tarea de procurarse percepciones tales que correspondan a la realidad nueva, lo que se logra de la manera más radical por la vía de la alucinación. Si en tantas formas y casos de psicosis los espejismos del recuerdo, las formaciones delirantes y alucinaciones presentan un carácter penosísimo y van unidas a un desarrollo de angustia, ese es el cabal indicio de que todo el proceso de replasmación se consuma contrariando poderosas fuerzas. Es lícito construir el proceso de acuerdo con el modelo de la neurosis, que nos resulta más familiar. En esta última vemos que se reacciona con angustia tan pronto como la moción reprimida empuja hacia adelante, y que el resultado del conflicto no puede ser otro que un compromiso, e incompleto como satisfacción. Es probable que en la psicosis el fragmento de la realidad rechazado se vaya imponiendo cada vez más a la vida anímica, tal como en la neurosis lo hacía la moción reprimida, y por eso las consecuencias son en ambos casos las mismas. Un cometido de la psiquiatría especial, no abordado aún, es elucidar los diversos mecanismos destinados a llevar a cabo en la psicosis el extrañamiento de la realidad y la reedificación de una nueva, así como el grado de éxito que puedan alcanzar. (ver nota)(241)
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Por tanto, otra analogía entre neurosis y psicosis es que en ambas la tarea que debe acometerse en el segundo paso fracasa parcialmente, puesto que no puede crearse un sustituto cabal para la pulsíón reprimida (neurosis), y la subrogación de la realidad no se deja verter en los moldes de formas satisfactorias. (No, al menos, en todas las variedades de enfermedades psíquicas.) Pero en uno y otro caso los acentos se distribuyen diversamente. En la psicosis, el acento recae íntegramente sobre el primer paso, que es en sí patológico y sólo puede llevar a la enfermedad; en la neurosis, en cambio, recae en el segundo, el fracaso de la represión, mientras que el primer paso puede lograrse, y en efecto se logra innumerables veces en el marco de la salud, si bien ello no deja de tener sus costos y muestra, como secuela, indicios del gasto psíquico requerido. Estas diferencias, y quizá muchas otras todavía, son consecuencia de la diversidad típica en la situación inicial del conflicto patógeno, a saber, que en ella el yo rinda vasallaje al mundo real o al ello.
La neurosis se conforma, por regla general, con evitar el fragmento de realidad correspondiente y protegerse del encuentro con él. Ahora bien, el tajante distingo entre neurosis y psicosis debe amenguarse, pues tampoco en la neurosis faltan intentos de sustituir la realidad indeseada por otra más acorde al deseo. La posibilidad de ello la da la existencia de un mundo de la fantasía, un ámbito que en su momento fue segregado del mundo exterior real por la instauración del principio de realidad, y que desde entonces quedó liberado, a la manera de una «reserva(242)», de los reclamos de la necesidad de la vida; si bien no es inaccesible para el yo, sólo mantiene una dependencia laxa respecto de él. De este mundo de fantasía toma la neurosis el material para sus neoformaciones de deseo, y comúnmente lo halla, por el camino de la regresión, en una prehistoria real más satisfactoria.
Apenas cabe dudar de que el mundo de la fantasía desempeña en la psicosis el mismo papel, de que también en ella constituye la cámara del tesoro de donde se recoge el material o el modelo para edificar la nueva realidad. Pero el nuevo mundo exterior, fantástico, de la psicosis quiere remplazar a la realidad exterior; en cambio, el de la neurosis gusta de apuntalarse, como el juego de los niños, en un fragmento de la realidad -diverso de aquel contra el cual fue preciso defenderse-, le presta un significado particular y un sentido secreto, que, de manera no siempre del todo acertada, llamamos simbólico. Así, para ambas -neurosis y psicosis-, no sólo cuenta el problema de la pérdida de realidad, sino el de un sustituto de realidad.
«Kurzer Abriss der Psychoanalyse»
Nota introductoria(243)
I
El psicoanálisis ha nacido, por así decir, con el siglo veinte; la publicación con que se presentó ante el mundo como algo nuevo, mi obra La interpretación de los sueños, está fechada en 1900. (ver nota)(244) Pero, como bien se entiende, no brotó de una roca ni cayó del cielo; se anuda a algo más antiguo, que él continúa; parte de incitaciones, que él elabora. Así, es preciso iniciar su historia describiendo las influencias que fueron decisivas para su génesis, y tampoco es lícito olvidar las épocas y los estados que precedieron a su creación.
El psicoanálisis creció sobre un terreno muy restringido. En su origen conoció una sola meta: comprender algo acerca de la naturaleza de las enfermedades nerviosas llamadas «funcionales», a fin de remediar la impotencia en que hasta entonces se encontraban los médicos para su tratamiento. Los neurólogos de esa época habían sido educados en el respeto> por los hechos físico-químicos y anátomo-patológicos, y en los últimos tiempos se hallaban bajo la influencia de los descubrimientos de Hitzig y Fritsch, Ferrier, Goltz y otros, que parecían demostrar una ligazón íntima, acaso excluyente, de ciertas funciones con determinadas partes del encéfalo. Respecto del factor psíquico no atinaban a hacer nada, no podían aprehenderlo, lo abandonaban a los filósofos, místicos y ... curanderos, y consideraban acientífico consagrarse a él; en consonancia con ello, no se abrió ninguna vía de acceso hasta los secretos de las neurosis, sobre todo los de la enigmática «histeria», que era por cierto el modelo del género. Todavía en 1885, cuando yo estudié en la Salpêtrière, hallé que los
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estudiosos se contentaban, respecto de las parálisis histéricas, con la fórmula de que se basaban en perturbaciones funcionales leves de las mismas partes del cerebro cuyo deterioro grave provoca la parálisis orgánica correspondiente.
La falta de comprensión perjudicaba también, desde luego, a la terapia de estos estados patológicos. Consistía en general en medidas de «tonificación», en la prescripción de medicamentos y en intentos de influjo anímico, casi siempre muy inapropiados y realizados de manera inamistosa, como amedrentamientos, escarnios, llamados al ejercicio de la voluntad, a «reportarse». Como terapia específica de los estados neuróticos se indicaba el tratamiento eléctrico, pero quien emprendiera su aplicación de acuerdo con los detallados preceptos de Erb [1882] podía asombrarse por el espacio que se concedía a la fantasía aun en la ciencia supuestamente exacta. El giro decisivo sobrevino cuando en la década de 1880 los fenómenos del hipnotismo solicitaron otra vez su ingreso en la ciencia médica -esta vez merced al trabajo de Liébeault, Bernheim, Heidenhain, Forel- con más éxito que en tantas ocasiones anteriores. Y lo importante fue, sobre todo, que se reconoció el carácter auténtico de tales fenómenos. Admitido esto, era preciso extraer del hipnotismo dos doctrinas fundamentales e inolvidables. En primer lugar, se llegó al convencimiento de que aun alteraciones corporales llamativas podían ser el resultado de influjos puramente anímicos, activados por el experimentador mismo; en segundo lugar, y en particular a raíz de la conducta de los sujetos tras la hipnosis, se tuvo la impresión más nítida de la existencia de procesos anímicos a los que no se podía dar otro nombre que el de «inconcientes». Es verdad que lo «inconciente» era examinado desde hacía mucho tiempo por los filósofos como concepto teórico, pero aquí, en los fenómenos del hipnotismo, se volvió por vez primera algo vivo, palpable y objeto de experimentación. Y a esto se sumaba el hecho de que tales fenómenos mostraban innegable semejanza con las exteriorizaciones de muchas neurosis.
Difícilmente se sobrestimará la significación del hipnotismo para el nacimiento del psicoanálisis. Tanto en el aspecto teórico como en el terapéutico, este administra una herencia que ha recibido del hipnotismo.
La hipnosis resultó ser también una valiosa ayuda para el estudio de las neurosis, y en primer término de la histeria. Gran impresión causaron los experimentos de Charcot, quien había conjeturado que ciertas parálisis, sobrevenidas tras un trauma (accidente), eran de naturaleza histérica, y mediante la sugestión de un trauma en estado de hipnosis pudo provocar artificialmente parálisis de esos mismos caracteres. Desde entonces surgió la expectativa de que influjos traumáticos acaso participaran universalmente en la génesis de los síntomas histéricos. El propio Charcot no siguió adelante en el empeño de obtener una comprensión psicológica de la neurosis histérica, pero su discípulo Pierre Janet retomó esos estudios y con ayuda de la hipnosis pudo demostrar que las exteriorizaciones patológicas de la histeria mantenían una estable dependencia respecto de ciertos pensamientos inconcientes (idées fixes). Janet caracterizó la histeria mediante el supuesto de una incapacidad constitucional para preservar la coherencia de los procesos anímicos, lo cual producía una fragmentación (disociación) de la vida anímica.
Ahora bien, el psicoanálisis en modo alguno partió de estas investigaciones de Janet. Para él fue decisiva la experiencia de un médico de Viena, el doctor Josef Breuer. Independientemente de toda influencia extranjera, hacia 1881 Breuer pudo estudiar y curar con ayuda de la hipnosis a una muchacha de notables dotes, afectada de histeria. (ver nota)(245) Sus resultados sólo se dieron a la publicidad quince años después, luego de aceptar como colaborador al suscrito (Freud). El caso tratado por Breuer ha conservado hasta hoy Un valor único para nuestra comprensión de las neurosis, por lo cual es inevitable demorarse en su estudio. Es necesario aprehender con nitidez su peculiaridad. La muchacha había enfermado mientras cuidaba a su padre tiernamente amado. Breuer pudo demostrar que todos sus síntomas se referían al cuidado del padre enfermo, y hallaban esclarecimiento a través de él. Así, por vez primera se había vuelto plenamente trasparente un caso de la enigmática neurosis, resultando provistos de sentido todos los fenómenos patológicos. Además, un carácter universal de los síntomas era su génesis en situaciones que contenían un impulso a una acción que, empero, no se había ejecutado, sino sofocado a consecuencia de otros motivos. En lugar de estas acciones interceptadas, justamente, habían emergido los síntomas. Así, respecto de la etiología de los síntomas histéricos nos vimos remitidos a la vida de los sentimientos (la afectividad) y al juego de las fuerzas anímicas (el dinamismo); pues bien, estos dos puntos de vista nunca volvieron a ser abandonados desde entonces,
Las ocasiones para la génesis de los síntomas fueron equiparadas por Breuer a los traumas de Charcot. Lo notable era que esas ocasiones traumáticas, así como todas las mociones anímicas anudadas a ellas, se habían perdido para el recuerdo de la enferma como si nunca hubieran ocurrido, mientras que sus efectos, los síntomas, perduraban inmutables como si el paso del tiempo no los desgastase. Por tanto, se tenía aquí una nueva prueba de la existencia de procesos anímicos inconcientes, pero por ello mismo particularmente poderosos; eran como aquellos de que se había tenido una primera noticia a raíz de las sugestiones poshipnóticas. La terapia practicada por Breuer consistía en mover a la enferma, en estado de hipnosis, a recordar los traumas olvidados y reaccionar frente a ellos con potentes exteriorizaciones de afecto. Entonces desaparecía el síntoma que hasta entonces había remplazado a una exteriorización de sentimientos de esa índole. De tal modo, el mismo procedimiento servía simultáneamente para la exploración y para la eliminación del padecimiento; también esta inhabitual conjunción fue conservada por el posterior psicoanálisis.
Después que el suscrito, en los primeros años de la década de 1890, hubo confirmado los resultados de Breuer en un número mayor de enfermos, ambos, Breuer y Freud, resolvieron dar a luz una publicación que contuviera sus experiencias y el intento de una teoría fundada en ellas -Estudios sobre la histeria ( 1895)- De acuerdo con esta última, el síntoma histérico se generaba cuando el afecto de un proceso anímico de intensa investidura afectiva era esforzado afuera del procesamiento conciente normal y, así, empujado por -una vía falsa. Entonces, en el caso de la histeria, se traspasaba a inervaciones corporales insólitas (conversión), pero, mediante el refrescamiento de la vivencia en la hipnosis, podía ser guiado de otro modo y tramitado (abreacción). Los autores daban a su procedimiento el nombre de «catarsis» (purificación, liberación del afecto estrangulado) .
El método catártico es el precursor inmediato del psicoanálisis, y pese a todas las ampliaciones de la experiencia y las modificaciones de la teoría, sigue contenido en él como su núcleo. Pero no era más que un nuevo camino para el tratamiento médico de ciertas enfermedades nerviosas, y nada hacía suponer que pudiera convertirse en objeto del interés más universal v de la contradicción más enconada.
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Poco después de publicados los Estudios sobre la histeria, se rompió la comunidad de trabajo de Breuer y Freud. El primero, que era en verdad médico internista, abandonó el tratamiento de enfermos nerviosos; Freud se empeñó en seguir perfeccionando el instrumento dejado por su colega, mayor que él. Las innovaciones técnicas que introdujo y los descubrimientos que hizo trasformaron el procedimiento catártico en el psicoanálisis. El paso decisivo fue, sin duda, su decisión de renunciar a la hipnosis como recurso técnico. Lo hizo por dos motivos; en primer lugar, porque a pesar de haber seguido un curso de instrucción con Bernheim, en Nancy, no lograba poner en estado de hipnosis a un número suficientemente grande de pacientes y, en segundo lugar, porque estaba insatisfecho con los resultados terapéuticos de la catarsis, fundada en la hipnosis. Esos resultados eran por cierto muy llamativos, y sobrevenían tras un tratamiento de breve duración; pero no alcanzaban permanencia y dependían demasiado del vínculo personal del paciente con el médico. El abandono de la hipnosis significó una ruptura con el desarrollo que el procedimiento había seguido hasta entonces, y un nuevo comienzo.
No obstante, la hipnosis había prestado el servicio de aportar al recuerdo conciente del enfermo lo olvidado por él. Debía ser sustituida por otra técnica. Freud dio entonces en remplazarla por el método de la asociación libre: comprometía a los enfermos a renunciar a toda reflexión conciente y entregarse, en calma concentración, a perseguir sus ocurrencias espontáneas (involuntarias) -a«tantear la superficie de su conciencia». (ver nota)(246) Debían comunicar al médico estas ocurrencias aunque tuvieran objeciones contra ellas, como, por ejemplo, que el pensamiento era demasiado desagradable, demasiado disparatado o, carente de importancia, o que no venía al caso. La elección de la asociación libre como recurso para explorar lo inconciente olvidado parece tan sorprendente que no serán superfluas algunas palabras para justificarla. En su adopción, Freud se guiaba por la expectativa de que la llamada «asociación libre» en realidad demostraría ser no libre, pues tras la sofocación de todos los propósitos de pensamiento conciente saldría a la luz una determinación de las ocurrencias por parte del material inconciente. La experiencia justificó esta expectativa. Bajo el requisito de obediencia a la «regla analítica fundamental», antes expuesta, se conseguía, persiguiendo las asociaciones libres, un rico material de ocurrencias que podía poner sobre la pista de lo olvidado por el enfermo.
Es cierto que este material no aportaba lo olvidado mismo, pero sí indicaciones tan ricas y claras que el médico podía colegirlo (reconstruirlo) desde ellas mediante ciertos completamientos e interpretaciones. Así, asociación libre y arte de la interpretación brindaron lo mismo que antes brindara el recurso a la hipnosis.
En apariencia, el trabajo se había dificultad y complicado mucho; pero la ganancia inapreciable fue la visión de un juego de fuerzas ocultado al observador por el estado hipnótico. Se discernió que el trabajo de descubrir lo olvidado patógeno debía luchar contra una resistencia permanente y muy intensa. Ya eran exteriorizaciones de esa resistencia las objeciones críticas con que el paciente había querido excluir de la comunicación las ocurrencias que le acudían, objeciones contra las cuales apuntaba, justamente, la regla analítica fundamental. La apreciación de los fenómenos de la resistencia permitió obtener uno de los pilares de la doctrina psicoanalítica de las neurosis: la teoría de la represión. Cabía suponer que las mismas fuerzas que en el presente se oponían al intento de hacer conciente el material patógeno habían exteriorizado con éxito ese mismo empeño en su momento. Así se llenaba una laguna en la etiología de los síntomas neuróticos. Las impresiones y mociones anímicas, de las cuales los síntomas hacían ahora las veces de sustitutos, no habían sido olvidadas sin fundamento ni como resultado de una incapacidad constitucional para la síntesis, según creía Janet, sino que por el influjo de otras fuerzas anímicas habían experimentado una represión, cuyo resultado y cuyo signo eran justamente su apartamiento de la conciencia y su exclusión del recuerdo. Sólo a consecuencia de esta represión devinieron patógenos, es decir, se procuraron expresión, en calidad de síntomas, por caminos inhabituales.
Como motivo de la represión y, por tanto, como causa de la contracción de toda neurosis, era preciso ver el conflicto entre dos grupos de aspiraciones anímicas. Y ahora la experiencia enseñaba un hecho enteramente nuevo y sorprendente acerca de la naturaleza de esas fuerzas en recíproca lucha. La represión partía regularmente de la personalidad conciente (el yo) del enfermo, e invocaba motivos éticos y estéticos; afectaba a mociones egoístas y crueles que en general podían resumirse bajo el nombre de mociones malas, pero, sobre todo, a mociones sexuales de deseo, a menudo de las más flagrantes y prohibidas. Los síntomas patológicos eran, entonces, un sustituto de satisfacciones prohibidas, y la enfermedad parecía corresponder a un domeñamiento imperfecto de lo inmoral en el ser humano.
El progreso del conocimiento fue poniendo cada vez más en claro el importantísimo papel que las mociones de deseo sexuales desempeñan en la vida anímica, y dio ocasión a estudiar en profundidad la naturaleza y el desarrollo de la pulsión sexual. (ver nota)(247) Pero también se tropezó con otro resultado, puramente empírico, cuando se comprobó que las vivencias y conflictos de la primera infancia cumplen un papel insospechadamente importante en el desarrollo del individuo, y dejan como secuela, para la edad adulta, predisposiciones imborrables. Así se llegó a descubrir algo que hasta entonces había sido radicalmente omitido por la ciencia: la sexualidad infantil, que desde la más tierna edad se exterioriza tanto en reacciones corporales como en actitudes anímicas. Para armonizar esta sexualidad infantil con la llamada «normal» del adulto, y con la vida sexual anormal de los perversos, fue preciso que el concepto mismo de lo sexual experimentara una rectificación y una ampliación justificables por la historia de desarrollo de la pulsión sexual.
Desde que la hipnosis fue sustituida por la técnica de la asociación libre, el procedimiento catártico de Breuer se convirtió en el psicoanálisis, que por más de un decenio fue desarrollado por el suscrito (Freud) solo, En ese lapso, el psicoanálisis poco a poco entró en posesión de una teoría que parecía dar suficiente razón de la génesis, el sentido y el propósito de los síntomas neuróticos, así como ofrecer una base racional a los empeños médicos tendientes a suprimir el sufrimiento. Resumiré otra vez los factores que constituyen el contenido de esta teoría. Ellos son: la insistencia en la vida pulsional (afectividad), en la dinámica anímica, en el hecho de que aun los fenómenos anímicos en apariencia más oscuros y arbitrarios poseen pleno sentido y determinismo; la doctrina del conflicto psíquico y de la naturaleza patógena de la represión, la concepción de los síntomas patológicos como satisfacciones sustitutivas, el discernimiento de la significatividad etiológica de la vida sexual, en particular de los principios de
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la sexualidad infantil. En el aspecto filosófico, esta teoría debió adoptar el punto de vista de que lo anímico no coincide con lo conciente, de que los procesos anímicos son en sí inconcientes y sólo se harían concientes por la operación de órganos particulares (instancias, sistemas). Para completar este recuento, agrego que entre las actitudes afectivas de la infancia se destacó el complicado vínculo de sentimientos con los progenitores, el llamado complejo de Edipo, en el que se discernió cada vez más nítidamente el núcleo de todos los casos de neurosis; también, que en la conducta del analizado hacia el médico llamaron la atención ciertos fenómenos de la trasferencia de sentimientos, que adquirieron una gran significatividad tanto para la teoría como para la técnica.
Ya en esta plasmación, la teoría psicoanalítica de las neurosis contenía muchas cosas contrarias a las opiniones e inclinaciones dominantes, y susceptibles de provocar asombro, repugnancia e incredulidad en los extraños. Tales, por ejemplo, la toma de posición frente al problema de lo inconciente, el reconocimiento de una sexualidad infantil y la importancia acordada al factor sexual dentro de la vida anímica en general. Pero otras vendrían a sumárseles aún.
Para comprender a medias cómo en una muchacha histérica un deseo sexual prohibido puede trasponerse en un síntoma doloroso, se habían debido adoptar profundos y enmarañados supuestos acerca de la estructura y operación del aparato anímico. Había ahí una manifiesta contradicción entre gasto y resultado. Si las constelaciones aseveradas por él psicoanálisis existían realmente, ellas eran de naturaleza fundamental y no podrían menos que exteriorizarse también en otros fenómenos además de los histéricos. Pero si esta inferencia era correcta, el psicoanálisis había dejado de ser interesante sólo para los neurólogos; tenía derecho a reclamar la atención de todos aquellos para quienes la investigación psicológica significaba algo. Sus resultados, entonces, no afectaban sólo el campo de la vida anímica patológica; tampoco era lícito desdeñarlos en la comprensión de la función normal.
El psicoanálisis consiguió demostrar muy pronto, en dos clases de fenómenos, su utilidad para el esclarecimiento de actividades anímicas no patológicas: las operaciones fallidas tan frecuentes en la vida cotidiana, como el olvido, los deslices en el habla, los extravíos, etc., y los sueños de personas sanas y psíquicamente normales. Las pequeñas operaciones fallidas -el olvido temporario de nombres propios consabidos de ordinario, los deslices en el habla, en la escritura, y otras similares- no se habían considerado hasta entonces dignas de recibir explicación, o se pretendía esclarecerlas atribuyéndolas a estados de fatiga, desviación de la atención, etc. Pero el suscrito demostró con numerosos ejemplos, en su Psicopatología de la vida cotidiana (1901b), que tales sucesos poseen sentido y se generan en virtud de la perturbación de una intención conciente por otra, sofocada, a menudo directamente inconciente. Las más de las veces bastan una rápida reflexión o un breve análisis para descubrir el influjo perturbador. Dada la frecuencia de operaciones fallidas como los deslices en el habla, cualquiera puede recabar con facilidad en su propia persona la convicción de que existen procesos anímicos no concientes que, empero, son eficaces y se procuran expresión siquiera como inhibiciones y modificaciones de otros actos, deliberados.
Un paso adelante significó el análisis de los sueños, que el suscrito dio a la publicidad ya en 1900, en La interpretación de los sueños. De aquel resultó que el sueño no está construido de otro modo que un síntoma neurótico. Como este puede aparecer extraño y carente de sentido; si se lo indaga por medio de una técnica que se diferencia poco de la asociación libre empleada en el psicoanálisis, se llega, desde su contenido manifiesto, a un sentido secreto de] sueño, a los pensamientos oníricos latentes. Este sentido latente es, en todos los casos, una moción de deseo que se figura como cumplida en el presente. Pero, salvo en los niños pequeños, o cuando se está bajo la presión de imperativas necesidades corporales, ese deseo secreto nunca puede expresarse de manera reconocible. Primero tiene que consentir una desfiguración, obra de fuerzas limitadoras, censuradoras, que operan en el yo del soñante. Así nace el sueño manifiesto, tal como es recordado en la vigilia; desfigurado hasta volverse irreconocible por las concesiones a la censura onírica, el análisis puede desenmascararlo, no obstante, como expresión de una situación de satisfacción o cumplimiento de deseo: un compromiso entre dos grupos de aspiraciones anímicas en lucha recíproca, tal y como lo habíamos hallado respecto del síntoma histérico. He aquí la fórmula que en el fondo alcanza mejor la esencia del sueño: es un cumplimiento (disfrazado) de un deseo (reprimido). Mediante el estudio del proceso que trasmuda el deseo latente del sueño en el contenido manifiesto de este (el trabajo del sueño), hemos averiguado lo mejor que sabemos acerca de la vida anímica inconciente.
.Ahora bien, el sueño no es un síntoma patológico, sino una operación de la vida anímica normal. Los deseos que figura como cumplidos son los mismos que en la neurosis caen bajo la represión. El sueño debe la posibilidad de su génesis meramente a la favorable circunstancia de que durante el estado del dormir, que paraliza la motilidad del ser humano, la represión se atempera trocándose en censura onírica. No obstante, cuando la formación del sueño trasgrede ciertos límites, el soñante le pone fin y despierta aterrorizado. Así quedaba demostrado que en la vida anímica normal subsisten las mismas fuerzas, y los mismos procesos entre ellas, que en la patológica. A partir de la interpretación de los sueños, el psicoanálisis alcanzó una doble significación: no era sólo una nueva terapia de las neurosis, sino, además, una nueva psicología; elevaba el reclamo de ser tenido en cuenta no sólo por los médicos neurólogos, sino por todos aquellos que cultivaban una ciencia del espíritu.
La acogida que se le deparó en el mundo científico fue, no obstante, poco amistosa. Durante casi un decenio nadie prestó atención a los trabajos de Freud. Hacia 1907, un grupo de psiquiatras suizos (Bleuler y Jung, en Zurich) se ocuparon del psicoanálisis, y entonces estalló, sobre todo en Alemania, una tormenta de indignación, en verdad poco escrupulosa en cuanto a la elección de medios y argumentos. Así, el psicoanálisis compartió el destino de tantas novedades que luego, trascurrido algún tiempo, contaron con reconocimiento general. Es cierto que estaba en su naturaleza despertar una contradicción particularmente violenta. Hería los prejuicios de la humanidad culta en algunos puntos muy sensibles, sometía en cierta medida a todos los seres humanos a la reacción analítica al descubrir aquello que por universal acuerdo había sido desalojado {reprimido} al inconciente, y de esa manera compelía a los contemporáneos a comportarse como los enfermos, quienes, en el tratamiento analítico, sacan a relucir sobre todo sus resistencias. Por otro lado, es preciso admitir que no resultaba fácil
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convencerse de la corrección de las doctrinas psicoanalíticas o recibir instrucción para el ejercicio del análisis.
Esa universal hostilidad, empero, no consiguió impedir que el psicoanálisis, en el curso de la siguiente década, se extendiese sin cesar en dos direcciones: en el mapa, pues el interés hacia él emergió en nuevos y nuevos países, y en el campo de las ciencias del espíritu, donde iba hallando aplicación a nuevas disciplinas. En 1909, G. Stanley Hall invitó a Freud y a Jung a pronunciar una serie de conferencias en la Clark University, de Worcester, Massachusetts, de la que aquel era presidente y rector; allí se les brindó una amistosa acogida. Desde entonces el psicoanálisis se hizo popular en Estados Unidos, aunque justamente en ese país mucha superficialidad y muchos abusos se cubrieron con su nombre. Ya en 1911, Havelock Ellis pudo comprobar que el análisis no se cultivaba y practicaba solamente en Austria y en Suiza, sino, también, en Estados Unidos, Inglaterra, India, Canadá y, sin duda, Australia.
En esta época de lucha y de primer florecimiento, nacieron también las publicaciones periódicas dedicadas exclusivamente al psicoanálisis. Fueron el Jahrbuch für psychoanalytische und psychopathologische Forschungen {Anuario de investigaciones psicoanalíticas y psicopatológicas}, dirigido por Bleuler y Freud y editado por Jung ( 1909-1914), cuya aparición se interrumpió con el estallido de la Guerra Mundial; el Zentrablatt für Psychoanalyse {Periódico central de psicoanálisis} (1911), editado por Adler y Stekel, que fue relevado pronto por la Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse {Revista internacional de psicoanálisis} (1913, hoy en su décimo volumen); además, desde 1912, Iniago, revista fundada por Rank y Saclis, consagrada a la aplicación del psicoanálisis a las ciencias del espíritu. El gran interés de los médicos anglo-norteamericanos se manifestó en 1913 con la fundación, por White y Jelliffe, de la Psychoanalytic Review, que sigue apareciendo. Más tarde, en 1920, nació la International Journal of Psycho-Analysis, destinada especialmente a Inglaterra y editada por Ernest Jones. La Internationaler Psychoanalytisclier Verlag, y la empresa inglesa correspondiente, The Internatíolial Psycho-Analytical Press, iniciaron una serie continuada de publicaciones analíticas bajo el nombre de «Internationale Psychoanalytische Bibliothek» {Biblioteca psicoanalítica internacional}. Desde luego, la bibliografía sobre psicoanálisis no se encuentra exclusivamente en esas publicaciones periódicas, sostenidas casi todas ellas por asociaciones psico analíticas, sino que está dispersa en incontables lugares, en producciones tanto científicas como literarias. Entre las revistas en lengua romance que prestan particular atención al psicoanálisis se destaca la Revista de Psiquiatría, dirigida por Honorio Delgado, en Lima (Perú).
Una diferencia esencial entre este segundo decenio del psicoanálisis y el primero consistió en que el suscrito ya no era su único sostenedor. Un círculo en continuo crecimiento de discípulos y partidarios se había congregado en derredor de él. primero se empeñaron en difundir las doctrinas psicoanalíticas, para después continuarlas, completarlas y profundizarlas. De estos partidarios, muchos se apartaron en el curso de los años, como es inevitable; emprendieron su propio camino o viraron hacia tina oposicíón que pareció poner en peligro la continuidad en el desarrollo del psicoanálisis. Entre 1911 y 1913, fueron Carl G. Jung en Zurich y Alfred Adler en Viena quienes, por sus intentos de reinterpretar los hechos analíticos y su empeño en producir desviaciones respecto de los puntos de vista del análisis, provocaron una cierta conmoción, mas pronto se advirtió que esas secesiones no habían significado un daño duradero. El temporario éxito que obtuvieron se explicaba con facilidad por la predisposición de la multitud a emanciparse de la presión de los reclamos psicoanalíticos, por cualesquiera caminos que se le abriesen para ello. La inmensa mayoría de los colaboradores aguantaron a pie firme y continuaron el trabajo a lo largo de las pautas que se les habían indicado. Hallaremos repetidas veces sus nombres en la exposición que sigue, muy sucinta, de los resultados del psicoanálisis en los diversos campos a que se lo aplicó.
IV
La ruidosa repulsa que experimentó el psicoanálisis en el mundo médico no disuadió a sus partidarios de desarrollarlo ante todo siguiendo su propósito originario, a saber, como una patología y terapia especiales de las neurosis; tarea esta que en el presente no se ha terminado de llevar a cabo. Los innegables éxitos terapéuticos, que superaban con mucho a todo lo alcanzado hasta entonces, acicatearon esfuerzos siempre renovados. Y las dificultades que iban surgiendo a medida que se ahondaba en la materia motivaron profundas alteraciones de la técnica analítica y significativas correcciones de los supuestos y premisas de la teoría.
En el curso de este desarrollo, la técnica del psicoanálisis se ha vuelto tan precisa y difícil como la de cualquier otra especialidad médica. Por desconocer este hecho se ha desbarrado mucho, sobre todo en Inglaterra y Estados Unidos, pues hay personas que mediante lecturas se han procurado una información meramente libresca del psicoanálisis y se juzgan habilitadas para efectuar tratamientos analíticos sin someterse a un aprendizaje especial. Los resultados de semejante proceder son desdichados tanto para la ciencia como para los pacientes, y han contribuido en mucho al descrédito del psicoanálisis. Por eso, la fundación de la primera policlínica psicoanalítica (por Max Eitingon, en Berlín, en 1920) significó un primer paso de gran importancia práctica. Es te instituto se empeña, por un lado, en poner la terapia analítica al alcance de vastos círculos populares; por el otro, toma a su cargo la formación de médicos como analistas prácticos, en un curso didáctico que incluye la condición de que el alumno se someta él mismo a un psicoanálisis.
Entre los conceptos auxiliares que posibilitan al médico el dominio del material analítico debe nombrarse en primer lugar el de «libido». En el psicoanálisis, libido significa en primer término la fuerza (concebida como cuantitativamente variable y mensurable) de las pulsiones sexuales (en el sentido lato que les ha dado la teoría analítica) dirigidas al objeto. El posterior estudio obligó a situar junto a esta «libido de objeto» una «libido yoica o narcisista», dirigida al yo propio; y las acciones reciprocas entre estas dos fuerzas permitieron dar razón de gran número de procesos de la vida anímica, tanto normales como patológicos. Pronto se obtuvo la separación a grandes rasgos entre las llamadas «neurosis de trasferencia» y las afecciones narcisistas. Las primeras (histeria y neurosis obsesiva) son los genuinos objetos de la terapia psicoanalítica, mientras que las otras, las neurosis narcisistas, si bien permiten su indagación con ayuda del análisis, deparan dificultades de principio al influjo terapéutico. Es cierto que la teoría psicoanalítica de la libido en manera alguna está concluida y no se ha aclarado todavía su nexo con una doctrina general de las pulsiones, pero considérese que el psicoanálisis es una ciencia joven, sumamente inacabada, arrebatada en un rápido desarrollo. Comoquiera que fuese, este es el lugar para insistir en lo erróneo del reproche de pansexualismo, que tan a menudo se hace
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al psicoanálisis. Se quiere significar que la teoría psicoanalítica no conoce otras fuerzas pulsionales que las meramente sexuales, para lo cual se echa mano de prejuicios populares, pues «sexual» se emplea en el sentido vulgar, no en el analítico.
La concepción psicoanalítica se vio precisada a computar también entre las afecciones narcisistas a todas las enfermedades que la psiquiatría llama «psicosis funcionales». Era indudable que neurosis y psicosis no estaban separadas por una frontera neta, como tampoco la había entre' salud y neurosis; y para explicar los tan enigmáticos fenómenos de la psicosis parecía adecuado aducir las intelecciones ya obtenidas en las neurosis, igualmente impenetrables en su momento. Quien esto escribe, ya en la época de su trabajo solitario, había logrado volver a medias comprensible, merced a la indagación analítica, un caso de enfermedad paranoide, demostrando que en esa indudable psicosis se presentaban los mismos contenidos (complejos), y un juego de fuerzas similar, que en las neurosis simples.(ver nota)(248) Bleuler [1906a] persiguió en gran número de psicosis el rastro de lo que llamó «mecanismos freudianos», y Jung conquistó de golpe un gran prestigio como analista cuando, en 1907(249), logró esclarecer los más singulares síntomas de los estadios finales de la dementia praecox a partir de la biografía individual de estos enfermos. Después, la elaboración comprensiva de la esquizofrenia por parte de Bleuler (1911) estableció, de manera probablemente definitiva, la licitud de los puntos de vista psicoanalíticos para la concepción de estas psicosis.
De tal suerte, la psiquiatría pasó a ser el siguiente campo de aplicación del psicoanálisis, y lo ha seguido siendo desde entonces. Los mismos investigadores que más contribuyeron a un profundizado conocimiento analítico de las neurosis, como Karl Abraham en Berlín y Sándor Ferenczi en Budapest (para mencionar sólo a los más destacados), siguieron reteniendo el papel rector también en cuanto a la iluminación de las psicosis. A pesar de la renuencia de los psiquiatras, se impone cada vez con mayor fuerza la convicción de la unidad y copertenencia de todas las perturbaciones que se nos dan a conocer como fenómenos neuróticos y psicóticos. Se empieza a comprender -acaso sobre todo en Estados Unidos- que sólo el estudio psicoanalítico de las neurosis puede brindar la preparación para entender las psicosis, y que el psicoanálisis está llamado a posibilitar una psiquiatría científica futura, no limitada ya a describir extraños cuadros patológicos, procesos incomprensibles, y que no necesitará conformarse con estudiar el influjo de traumas groseros, anatómicos y tóxicos, sobre, un aparato psíquico inaccesible a nuestro conocimiento.
Pero la importancia del psicoanálisis para la psiquiatría nunca le habría atraído la atención del mundo intelectual ni conquistado un sitio en The History of our Times(250). Este último efecto proviene de su pertinencia para la vida anímica normal, no para la patológica. En su origen, la investigación analítica no se propuso otra cosa que averiguar las condiciones de aparición (la génesis) de algunos estados patológicos del alma. Pero en este empeño Regó a descubrir constelaciones de fundamental significación; lisa y llanamente, a crear una nueva psicología, de suerte que era preciso decirse que la validez de semejantes descubrimientos no podía quedar circunscrita al campo de la patología. Ya sabemos en qué momento se aportó la prueba decisiva de que esa inferencia era correcta: fue cuando se obtuvo la interpretación de los sueños mediante la técnica analítica; de los sueños, que por cierto pertenecían a la vida anímica de las personas normales, a pesar de lo cual eran genuinas producciones patológicas que podían generarse de manera regular bajo las condiciones de la salud.
Si se perseveraba en las intelecciones psicológicas obtenidas mediante el estudio de los sueños, sólo restaba dar un paso para proclamar al psicoanálisis como doctrina de los procesos anímicos más profundos, no accesibles directamente a la conciencia -como «psicología de las profundidades»-, y para poder aplicarlo a casi todas las ciencias del espíritu. Este paso consistía en la transición de la actividad anímica del individuo a las operaciones psíquicas de comunidades humanas y pueblos, vale decir, de la psicología individual a la de masas. Y muchas y sorprendentes analogías obligaron a darlo. Así, se había averiguado que en los estratos profundos de la actividad mental inconciente los opuestos no se distinguen entre sí, sino que son expresados por el mismo elemento. Pero el lingüista Karl Abel había formulado ya en 1884 («Sobre el sentido antitético de las palabras primitivas») (ver nota)(251) la tesis de que las lenguas más antiguas conocidas no proceden de otro modo. Por ejemplo, el egipcio antiguo tenía al comienzo una sola palabra para decir «fuerte» y «débil», y sólo más tarde se separaron, por medio de ligeras modificaciones, las dos partes de la antítesis. Todavía en las lenguas más modernas pueden pesquisarse nítidos relictos de ese sentido contrario; así, en el alemán«Boden», que designa tanto lo más alto como lo más bajo de la casa, semejante al latín «altus», que significa lo alto y lo profundo. De tal modo, la equiparación de los opuestos en el sueño es un rasgo arcaico universal del pensamiento humano.
Para dar un ejemplo tomado de otro campo: es imposible sustraerse a la impresión de la cabal concordancia que se descubre entre las acciones compulsivas de ciertos neuróticos obsesivos y las prácticas religiosas de los creyentes de todo el mundo. (ver nota)(252) Muchos casos de neurosis obsesiva se comportan directamente como una caricaturesca religión privada, de suerte que se tendería a identificar las religiones oficiales con una neurosis obsesiva atemperada por su universalidad. Esta comparación, sin duda ultraescandalosa para los fieles, demostró ser empero muy fecunda desde el punto de vista psicológico. Respecto de la neurosis obsesiva, en efecto, el psicoanálisis pronto se familiarizó con las fuerzas que luchan en ella hasta que sus conflictos se procuran esa asombrosa expresión mediante el ceremonial de las acciones obsesivas. Nada semejante se había sospechado respecto del ceremonial religioso, hasta que, mediante la reconducción del sentimiento religioso al vínculo con el padre como su raíz más profunda, se consiguió pesquisar también aquí una situación dinámica análoga. (ver nota)(253) Por lo demás, este ejemplo advertirá al lector que también la aplicación del psicoanálisis a campos no médicos habrá de herir por fuerza prejuicios venerados, rozar arraigadas susceptibilidades y, así, provocar actitudes hostiles que tienen una base esencialmente afectiva.
Si nos es lícito suponer dondequiera la presencia de las constelaciones más universales de la vida anímica inconciente (los conflictos de las mociones pulsionales, las represiones y satisfacciones sustitutivas), y sí existe una psicología de las profundidades que lleva a la averiguación de esas constelaciones, es razonable esperar que aplicando el psicoanálisis a los más diversos campos de la actividad espiritual se sacarán a luz por doquier resultados importantes y no alcanzados hasta ahora. Un medular estudio de Otto Rank y Hanns Sachs
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(1913) intentó resumir el trabajo de los psicoanalistas que pudo satisfacer tales expectativas hasta esa fecha. Por razones de espacio me es imposible tratar de completar aquí ese recuento. Sólo puedo destacar la conclusión más importante, apuntalándola en algunos detalles.
Si se prescinde de impulsiones internas poco conocidas, es lícito decir que el principal motor del desarrollo cultural del ser humano ha sido el apremio objetivo {real} externo, que le rehusó la cómoda satisfacción de sus necesidades naturales y lo dejó a merced de peligros desmedidos. Esta denegación {frustración} externa lo compelió a la lucha con la realidad, que desembocó, en parte, en su adaptación a ella y, en parte, en la imposición de su señorío, pero también en la comunidad de trabajo y en la convivencia con los prójimos, lo cual por sí solo llevaba aparejada una renuncia a muchas mociones pulsionales no susceptibles de satisfacción social. A medida que aumentaban los progresos de la cultura crecían las exigencias de la represión. Dondequiera, en efecto, la cultura se edifica sobre la renuncia de lo pulsional, y cada individuo debe repetir en su persona, en el camino que va de la infancia a la madurez, ese desarrollo de la humanidad hacia una resignación razonable {verständig}. El psicoanálisis ha mostrado que de manera predominante, si no exclusiva, son mociones pulsionales las que caen bajo esa sofocación cultural. Ahora bien, una parte de ellas presenta la valiosa propiedad de poder ser desviadas de sus metas inmediatas y, así, como aspiraciones «sublimadas», poner su energía a disposición del desarrollo cultural. Pero otra parte persiste en lo inconciente en calidad de moción de deseo insatisfecha, y esfuerza en el sentido de una satisfacción cualquiera, aun desfigurada.
Dijimos que un fragmento de la actividad espiritual humana se dirige al dominio del mundo exterior real. Pues bien; el psicoanálisis agrega que otro fragmento, particularmente apreciado, del crear humano sirve al cumplimiento de deseo, a la satisfacción sustitutiva de aquellos deseos reprimidos que desde los años de la niñez moran, insatisfechos, en el alma de cada quien. Entre estas creaciones, cuyo nexo con un inconciente inasible se conjeturó siempre, se cuentan el mito, la creación literaria y las artes plásticas, y efectivamente el trabajo de los psicoanalistas ha echado abundante luz en los ámbitos de la mitología, de la ciencia de la literatura y de la psicología del artista; sólo citaremos aquí como modelo los logros de Otto Rank. Se ha demostrado que los mitos y los cuentos tradicionales admiten una interpretación lo mismo que los sueños; se han perseguido los enredados caminos que llevan desde la impulsión del deseo inconciente hasta su realización en la obra de arte; se aprendió a comprender el efecto afectivo de la obra de arte sobre sus receptores y, respecto del artista mismo, su íntimo parentesco y su diversidad respecto del neurótico, señalándose los nexos entre su disposición {constitucional}, su vivenciar accidental y sus logros. No le incumbe por cierto, al psicoanálisis la apreciación estética de la obra de arte ni el esclarecimiento del genio artístico. No obstante, parece que él es capaz de pronunciar la palabra decisiva en todas las cuestiones que atañen a la vida de fantasía de los seres humanos.
Y ahora, en tercer lugar: el psicoanálisis, para nuestro creciente asombro, nos ha permitido ir discerniendo el enorme, el importantísimo papel que en la vida anímica de los hombres desempeña el llamado complejo de Edipo, vale decir, el vínculo afectivo del niño con sus dos progenitores. Ese asombro se atempera reparando en que el complejo de Edipo es el correlato psíquico de dos hechos biológicos fundamentales: la larga dependencia infantil del ser humano, y el extraordinario modo en que su vida sexual alcanza una primera culminación del tercero al quinto año de vida, para reinstalarse de nuevo en la pubertad tras un período de inhibición. Pero así se abría la intelección de que un tercer fragmento, en extremo serio, de la actividad espiritual humana, el que ha creado las grandes instituciones de la religión, del derecho, de la ética y todas las formas de organización estatal, apunta en el fondo a posibilitar al individuo el dominio de su complejo de Edipo y a apartar su libido de sus ligazones infantiles para dirigirla a las definitivas, las ligazones sociales deseadas. Las aplicaciones del psicoanálisis a la ciencia de la religión y la sociología (por quien esto escribe, Theodor Reik, Oskar Pfister), que han llevado a este resultado, son todavía recientes y no han sido objeto de apreciación suficiente, pero no puede dudarse de que ulteriores estudios no harán sino aumentar la certeza de estas importantes conclusiones.
A modo de apéndice, debo decir aún que tampoco la pedagogía puede omitir valerse de las indicaciones que le proporciona la exploración analítica de la vida anímica infantil. Además, que entre los terapeutas se han elevado voces (Groddeck, Jelliffe) que dec laran promisorio también el tratamiento analítico de graves afecciones orgánicas, pues en muchas de ellas ha cooperado un factor psíquico sobre el cual se puede influir.
Por lo dicho, es lícito formular la expectativa de que el psicoanálisis, del que se expusieron aquí de manera sucinta e insuficiente su desarrollo v los logros conseguidos hasta hoy, entrará como importante fermento en el desarrollo cultural de los próximos decenios y contribuirá a ahondar nuestra comprensión del mundo y a contrarrestar mucho de lo que se ha discernido como perjudicial en la vida. Pero hay algo que no debe olvidarse: por sí solo, el psicoanálisis no puede brindar una imagen completa del mundo. Si se admite la separación que hace poco he propuesto, y que descompone el aparato anímico en un yo dirigido al mundo exterior y dotado de conciencia, y en un ello inconciente, gobernado por sus necesidades pulsionales, el psicoanálisis deberá calificarse como una psicología del ello (y de sus acciones eficaces sobre el yo). Por consiguiente, en cada campo del saber sólo puede brindar contribuciones que deben complementarse desde la psicología del yo. (ver nota)(254) Y si a menudo esas contribuciones contienen lo esencial de una materia, ello sólo se debe al valor que con derecho puede reclamar para nuestra vida lo inconciente del alma, no discernido durante tanto tiempo.
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«Die Wlderstände gegen die Psychoanalyse»
Nota introductoria(255)
Que un lactante se refugie llorando en brazos de su niñera a la vista de un rostro extraño; que un hombre piadoso reciba la nueva estación con una plegaria, y salude los primeros frutos del año con una bendición; que el campesino se rehuse a comprar una guadaña si no lleva la marca de fábrica que acostumbraban a usar sus padres: he ahí situaciones cuya diversidad es evidente, y parece justificado tratar de reconducirlas a motivos distintos.
Sería erróneo, empero, desconocer lo que esas situaciones tienen en común. En todas se trata del mismo displacer: en el niño encuentra una expresión elemental, en la persona piadosa es conjurado mediante un artificio, en el campesino se erige en el motivo de una decisión. Ahora bien, la fuente de ese displacer es el reclamo que lo nuevo dirige a la vida anímica; el gasto psíquico que exige, la inseguridad que conlleva y que se intensifica hasta la expectativa angustiada. Sería muy interesante tomar como objeto de estudio la reacción anímica frente a lo nuevo en sí, pues bajo ciertas condiciones, ya no primarias, se observa también la conducta contraria: un hambre de estímulos que se precipita sobre todo lo nuevo por el solo hecho de ser nuevo.
En la empresa científica no debería haber espacio para el horror a lo nuevo. Por su carácter eternamente incompleto e insuficiente, la ciencia está condenada a confiar para su salud en nuevos descubrimientos y concepciones. A fin de no sufrir fáciles desengaños, hará bien en abroquelarse en el escepticismo y no aceptar nada nuevo que no haya resistido un riguroso examen. No obstante, en ocasiones este escepticismo exhibe dos caracteres insospechados. Se pone rígido frente a lo nuevo que llega, en tanto tiene por sacrosanto a lo ya consabido y creído, contentándose con desestimar aquello, aun antes de someterlo a indagación. Pero así se revela como la continuación de aquella reacción primitiva frente a lo nuevo, como el pretexto para conservarla. Sabemos bien que en la historia de la investigación científica las innovaciones tropezaron a menudo con una intensa y obstinada resistencia que luego se demostró injusta, porque la novedad era valiosa y sustantiva. En general, fueron ciertos aspectos del contenido de lo nuevo los que provocaron la resistencia; además, para posibilitar el estallido de la reacción primitiva, debieron cooperar varios factores.
Una acogida particularmente mala halló el psicoanálisis, que empezó a ser desarrollado hace unos treinta años por quien esto escribe, a partir de los descubrimientos de Josef Breuer (de Viena) sobre la génesis de síntomas neuróticos. Su carácter de novedad es indiscutible, sí bien es cierto que aparte de los mencionados descubrimientos procesó abundante material que se conocía de otras fuentes: resultados de las doctrinas del gran neuropatólogo Charcot, e impresiones extraídas del mundo de los fenómenos hipnóticos. En su origen, tuvo una intencionalidad puramente terapéutica; se proponía crear un nuevo tratamiento eficaz para las enfermedades neuróticas. Pero concatenaciones que al comienzo no podían vislumbrarse llevaron al psicoanálisis mucho más allá de su meta inicial. Al final pretendió haber colocado sobre una nueva base toda nuestra concepción de la vida anímica y, por eso, revestir importancia para todos los campos del saber que se fundan en una psicología, Tras ser ignorado por completo durante un decenio, de pronto pasó a ser objeto del interés más universal y ... desencadenó una tormenta de indignada repulsa.
No entraremos a considerar aquí las formas en que se expresó la resistencia al psicoanálisis. Baste con señalar que la lucha en torno de esta innovación no ha terminado todavía. Empero, ya puede discernirse el curso que tomará. Sus opositores no han logrado sofocar el movimiento. El psicoanálisis, cuyo único sustentador era yo mismo hace veinte años, ha encontrado desde entonces numerosos partidarios destacados y empeñosos, médicos y no médicos, quienes lo practican como procedimiento para tratar enfermos nerviosos, como método de investigación psicológica y como medio auxiliar del trabajo científico en los más diversos campos de la vida espiritual. Nuestro interés habrá de dirigirse aquí, solamente, a considerar en particular la motivación de la resistencia al psicoanálisis, al carácter compuesto de ella y a la diversa valencia de sus componentes.
El abordaje clínico se ve precisado a situar las neurosis en la proximidad de las intoxicaciones o de enfermedades como la de Basedow. Se trata de estados que se producen por el exceso o la carencia relativa de determinadas sustancias muy activas, ya sean formadas dentro del cuerpo mismo o introducidas desde afuera; por tanto, son genuinas perturbaciones del quimismo, toxicosis. Si alguien consiguiera aislar y presentar la o las sustancias hipotéticas pertinentes para las neurosis, su descubrimiento no debería temer objeción ninguna de parte de los médicos. Sólo que provisional. mente ningún camino nos lleva a ello. Por ahora no tenemos más remedio que partir del cuadro sintomático de las neurosis, que, en el caso de la histeria, por ejemplo, se compone de perturbaciones corporales y anímicas. Ahora bien, los experimentos de Charcot, así como las observaciones clínicas de Breuer, enseñaron que también los síntomas corporales de la histeria son psicógenos, vale decir, sedimentos de procesos anímicos trascurridos. Mediante el arbitrio del estado hipnótico fue posible producir artificialmente, a voluntad, los síntomas somáticos de la histeria.
El psicoanálisis hizo suyo este nuevo conocimiento, y empezó a preguntarse por la naturaleza de esos procesos psíquicos que dejaban tan insólitas secuelas. Pero esta orientación de las investigaciones no coincidía con las ideas dominantes en la generación contemporánea de médicos. Estos habían sido educados en el respeto exclusivo por los factores anatómicos, físicos y químicos. No estaban preparados para la apreciación de lo psíquico, y por eso le mostraron indiferencia y antipatía. Dudaban, era evidente, de que las cosas psíquicas admitiesen un tratamiento exacto y científico. En una reacción desmedida frente a una fase ya
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superada, en que la medicina estuvo dominada por las opiniones de la llamada filosofía de la naturaleza, abstracciones como aquellas con que la psicología se veía obligada a trabajar les parecieron nebulosas, fantásticas, místicas; y simplemente denegaron creencia a los asombrosos fenómenos que la investigación habría podido tomar como punto de partida. juzgaron a los síntomas de las neurosis histéricas como resultado de la simulación, y a los fenómenos del hipnotismo, como un fraude. Ni siquiera los psiquiatras, cuya observación era asediada por los fenómenos anímicos más insólitos y sorprendentes, exhibieron inclinación alguna por atender a ellos en detalle o pesquisar sus nexos. Se contentaron con clasificar toda la gama de fenómenos patológicos y, siempre que se pudiera, reconducirlos a causas perturbadoras de orden somático, anatómico o químico. En ese período materialista -o, mejor, mecanicista-, la medicina hizo grandiosos progresos, pero también exhibió un miope desconocimiento de lo supremo y más difícil entre los problemas de la vida.
Dada esa actitud hacia lo psíquico, es concebible que los médicos no hallaran simpático el psicoanálisis ni quisieran obedecer a su exhortación de reaprender y ver de diversa manera muchas cosas. Pero a cambio, se creería, la nueva octrina habría debido recibir tanto más fácilmente la aquiescencia de los filósofos. Es que ellos sí estaban habituados a admitir conceptos abstractos -palabras imprecisas, decían las malas lenguas- en la cúspide de sus explicaciones del mundo, y era imposible que les escandalizase la ampliación del campo de la psicología, iniciada por el psicoanálisis. Pero ahí surgió otro obstáculo. Lo psíquico de los filósofos no era lo psíquico del psicoanálisis. En su gran mayoría, ellos llaman psíquico sólo a lo que es un fenómeno de conciencia. El mundo de lo conciente coincide, para ellos, con la extensión de lo psíquico. A todo lo otro que acaso suceda en el «alma», esa alma tan difícil de aprehender, lo destronan y lo sitúan entre las precondiciones orgánicas o los procesos paralelos de lo psíquico. Dicho más estrictamente: el alma no tiene otro contenido que los fenómenos de conciencia; y por ende tampoco la ciencia del alma, la psicología, tiene otro objeto. Por lo demás, es la misma opinión de los legos.
¿Qué puede decir entonces el filósofo frente a una doctrina que, como el psicoanálisis, asevera que lo anímico es, más bien, en síinconciente, y la condición de conciente no es más que una cualidad que puede agregarse o no al acto anímico singular, y eventualmente, cuando falta, no altera nada más en este? Dice, desde luego, que algo anímico inconciente es un disparate, una contradictio in adjecto, y no quiere percatarse de que con este juicio no hace más que repetir su propia definición -acaso demasiado estrecha- de lo anímico. Al filósofo le resulta fácil afianzarse en esta certidumbre, pues no conoce el material cuyo estudio forzó al analista a creer en actos anímicos inconcientes. No ha prestado atención a la hipnosis, no se ha empeñado en interpretar sueños -más bien los considera, lo mismo que el médico, productos sin sentido de la actividad mental rebajada durante el dormir-, ni sospecha la existencia de cosas tales como representaciones obsesivas e ideas delirantes, y se quedaría bien perplejo si se lo exhortara a explicarlas a partir de sus premisas psicológicas. También el analista declina decir qué es lo inconciente, pero puede indicar el campo de fenómenos cuya observación le impuso el supuesto de lo inconciente. El filósofo, que no conoce otra clase de observación que la observación de sí, no podía seguirlo en esto.
Así pues, la posición del psicoanálisis, intermedia entre medicina y filosofía, sólo le deparó desventajas. El médico lo considera un sistema especulativo y no quiere creer que descansa, como cualquier otra ciencia natural, en una elaboración paciente y empeñosa de hechos del mundo de la percepción; el filósofo, que lo mide con el rasero de su propio sistema, construido en forma artificiosa, halla que parte de premisas imposibles y le reprocha que sus conceptos básicos (todavía en desarrollo) carecen de claridad y precisión.
Las circunstancias elucidadas bastan para explicar tina acogida vacilante y renuente del análisis en los círculos científicos. Pero no permiten comprender cómo pudo llegarse a esos estallidos de indignación, de burla y escarnio, con menosprecio por todos los preceptos de la lógica y del buen gusto en la polémica. Una reacción así deja colegir que se han puesto en movimiento resistencias que no son las meramente intelectuales, que se despertaron fuertes poderes afectivos; y en verdad, en el contenido de la doctrina psicoanalítica hay mucho a lo que es lícito atribuir un efecto semejante sobre las pasiones de los seres humanos, no de los científicos solos. Sobre todo, la gran significatividad que el psicoanálisis concede a las llamadas pulsiones sexuales en la vida anímica de los hombres. Según la teoría psicoanalítica, los síntomas de las neurosis son satisfacciones sustitutivas, desfiguradas, de fuerzas pulsionales sexuales a las que, por obra de resistencias interiores, se les denegó una satisfacción directa. Más tarde, cuando el análisis rebasó su campo de trabajo originario y pretendió aplicarse a la vida anímica normal, intentó demostrar que esos mismos componentes sexuales, susceptibles de desviarse de sus metas inmediatas y de dirigirse a otras, aportan las más importantes contribuciones a los logros culturales del individuo y de la comunidad. Estas aseveraciones no eran enteramente nuevas. El filósofo Schopenhauer había destacado la incomparable significatividad de la vida sexual con palabras de acento inolvidable(256); y además, lo que el psicoanálisis llamaba «sexualidad» en modo alguno coincidía con el esfuerzo hacia la unión de los sexos o a la producción de sensaciones placenteras en los genitales, sino, mucho más, con el Eros de El banquete, de Platón, el Eros que todo lo abraza y todo lo conserva.
Pero los oponentes olvidaron a estos ilustres precursores; se arrojaron sobre el psicoanálisis como si hubiera cometido un atentado contra la dignidad del género humano. Le reprocharon «pansexualismo», a pesar de que la doctrina psicoanalítica de las pulsiones siempre había sido rigurosamente dualista(257) y nunca había dejado de reconocer, junto a las pulsiones sexuales, otras a las que atribuía, justamente, la fuerza para sofocarlas. La oposición se designó, primero, «pulsiones sexuales y pulsiones de autoconservación»; en un giro posterior de la teoría, reza «Eros y pulsión de muerte o de destrucción». La derivación parcial del arte, la religión y el orden social de la cooperación de fuerzas pulsionales sexuales fue tildada de degradación de los bienes supremos de la cultura, y se proclamó con insistencia que el ser humano tenía otros intereses que los meramente sexuales. Con ese ardor, se omitió que también el animal tiene otros intereses -y aun está sometido a la sexualidad sólo por oleadas, en ciertas épocas, y no de manera permanente como el ser humano-, que aquellos otros intereses nunca habían sido puestos en tela de juicio, y que el valor de una conquista cultural no puede alterarse en nada por el hecho de que se demuestre su proveniencia de fuentes animales y elementales de lo pulsional.
Tanta falta de lógica y tanta injusticia piden una explicación. Su principio no es difícil de hallar. La cultura humana se sostiene sobre dos pilares: el gobierno de las fuerzas de la naturaleza y la limitación de nuestras pulsiones. Esclavos encadenados, sustentan el trono de la soberana. Entre los componentes pulsionales sujetos a ese servicio, las pulsiones sexuales -en el sentido estrecho- se destacan por su intensidad y su carácter cerril. ¡Guay de que se las libere!; el trono sería derribado, y pisoteada la soberana. La sociedad lo sabe ... y no quiere que se hable de
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ello.
Pero, ¿por qué no? ¿Qué daño traería la elucidación? El psicoanálisis nunca lanzó la consigna de desencadenar nuestras pulsiones dañinas para la comunidad; al contrario, alertó contra ello y aconsejó un mejoramiento. Pero la sociedad no quiere saber nada de que se descubran estas constelaciones, porque en más de un sentido tiene mala conciencia. En primer lugar, ha entronizado un elevado ideal de eticidad -y eticidad es limitación de las pulsiones-, cuyo cumplimiento exige a todos sus miembros, y no se preocupa de lo pesada que pueda resultarle al individuo la carga de esa obediencia. Pero no es tan rica ni se encuentra tan bien organizada como para resarcir al individuo en una medida acorde a la extensión de su renuncia de lo pulsional. Por tanto, queda librado a él hallar los caminos que le permitan procurarse una compensación suficiente a cambio del sacrificio impuesto, a fin de preservar su equilibrio anímico. Ahora bien, en definitiva se ve precisado a vivir psicológicamente por encima de sus recursos, en tanto sus exigencias pulsionales insatisfechas hacen que sienta como una presión permanente los reclamos de la cultura. De esa manera, la sociedad alimenta un estado de hipocresía cultural al que por fuerza van aparejados un sentimiento de inseguridad y la necesidad de proteger esa labilidad innegable mediante la prohibición de la crítica y el examen. Esta consideración vale para todas las mociones pulsionales y, por tanto, también para las egoístas; no entraremos a indagar aquí si se aplica a todas las culturas posibles, y no sólo a las desarrolladas hasta hoy. Pues bien; en cuanto a las pulsiones sexuales -en el sentido restringido del término-, viene a sumarse todavía el hecho de que en la mayoría de los seres humanos están domeñadas de manera insuficiente y psicológicamente incorrecta, de suerte que son las más prontas a soltarse.
El psicoanálisis descubre los puntos débiles de este sistema, y aconseja modificarlo. Propone aflojar la severidad de la represión de las pulsiones y, a cambio, dejar más sitio a la veracidad. En el caso de ciertas mociones pulsionales en cuya sofocación la sociedad ha ido demasiado lejos, debe admitirse una medida mayor de satisfacción; en cuanto a otras, los métodos inadecuados de la sofocación por vía represiva deben sustituirse por un procedimiento mejor y más seguro. A consecuencia de esta crítica, se sintió al psicoanálisis como «enemigo de la cultura» y se lo proscribió como «peligro social». Mas esta resistencia no será eterna. A la larga., ninguna institución humana puede sustraerse del influjo de una intelección crítica justificada; pero hasta ahora la actitud de los hombres hacia el psicoanálisis sigue gobernada por esa angustia que desata las pasiones y menoscaba los requisitos de la argumentación lógica.
Con su doctrina de las pulsiones, el psicoanálisis había afrentado al individuo en tanto se sentía miembro de la comunidad social; y otra pieza de su teoría era apropiada para herir a cada quien en el punto más sensible de su propio desarrollo psíquico. El psicoanálisis puso fin a los cuentos de hadas sobre el carácter asexual de la infancia; demostró que en el niño pequeño, desde el comienzo de la vida, se registran intereses y prácticas sexuales; puso de manifiesto las trasmudaciones que estos experimentaban, el modo en que hacia el quinto año de vida sucumbían a una inhibición, para después, a partir de la pubertad, entrar al servicio de la función de reproducción. Discernió que la vida sexual de la primera infancia culmina en el llamado complejo de Edipo, la ligazón afectiva con el progenitor del sexo opuesto y la actitud de rivalidad hacia el del mismo sexo, aspiración que en esta época de la vida se continúa, todavía no inhibida, en un anhelo directamente sexual. Esto es tan fácil de comprobar que se necesitó realmente de un gran esfuerzo para conseguir no verlo. De hecho -sostuvo el psicoanálisis-, todo individuo ha recorrido esta fase, pero luego reprimió y olvidó su contenido con enérgico esfuerzo {Anstrengung}. El horror al incesto y una potente conciencia de culpa eran los relictos de esta prehistoria individual. Quizás había ocurrido exactamente lo mismo en la prehistoria general de la especie humana, y los comienzos de la eticidad, de la religión y del orden social se enlazaban de la manera más íntima con la superación de esa época primordial. No estaba permitido mentarle al adulto justamente esa prehistoria, que más tarde le pareció tan deshonrosa; empezó a enfurecerse cuando el psicoanálisis quiso descorrer el velo de la amnesia de su infancia. Sólo quedó entonces un camino: lo que el psicoanálisis aseveraba tenía que ser falso, y esta supuesta nueva ciencia no era otra cosa que un tejido de espejismos y desfiguraciones.
Por tanto, las intensas resistencias al psicoanálisis no eran de naturaleza intelectual, sino que brotaban de fuentes afectivas. Así se explicaban su apasionamiento y su desprecio por la lógica. La situación obedeció a una fórmula simple: los seres humanos , como masa, se comportaron hacía el psicoanálisis exactamente como lo hacían los individuos neuróticos a quienes se trataba por sus dolencias; pero a estos últimos era posible demostrarles, con un trabajo tenaz, que todo había ocurrido tal cual se lo aseveraba. En efecto, no se lo había inventado, sino averiguado mediante el estudio de otros neuróticos y en una labor de varias décadas.
Esta situación poseía algo de temible y de consolador al mismo tiempo; lo primero, porque no era una futileza tener por paciente a todo el género humano, y lo segundo, porque en definitiva todo se desarrollaba como tenía que acontecer según los supuestos del psicoanálisis.
Sí volvemos a echar una ojeada panorámica sobre las mencionadas resistencias al psicoanálisis, tendremos que decir que sólo las menos son del tipo que suele oponerse a casi todas las innovaciones científicas de alguna importancia. La mayoría se debieron a que el contenido de la doctrina hería intensos sentimientos de la humanidad. Igual destino conoció la doctrina darwiniana de la descendencia, que desgarró la barrera separatoria que la arrogancia había erigido entre el hombre y el animal. Ya he señalado esta analogía en un breve ensayo anterior. (ver nota)(258) Destacaba allí que la concepción psicoanalítica del nexo entre el yo conciente y el hiperpoderoso inconciente significaba una grave afrenta al amor propio de los seres humanos, afrenta a la que llamé psic ológica, situándola en una misma línea con la biológica, infligida por la doctrina de la descendencia, y con la anterior, la cosmológica, lanzada por el descubrimiento de Copérnico.
También dificultades puramente externas han contribuido a reforzar la resistencia al psicoanálisis. No es fácil que se forme un juicio autónomo en materia de análisis quien no lo haya experimentado en su persona o practicado sobre otros. Esto último es imposible sin haber aprendido una técnica precisa, harto difícil, y acontece que hasta hace poco tiempo no había ninguna oportunidad cómoda y accesible de aprender el psicoanálisis y su técnica. Ello ha mejorado últimamente con la fundación (en 1920) de la Policlínica Psicoanalítica e Instituto de Enseñanza de Berlín. Poco después (en 1922) se creó en Viena un instituto idéntico.
Por último, el autor, con las reservas del caso, tiene derecho a plantear esta cuestión: quizá su propia personalidad, como judío que no quiso ocultar su judaísmo, tuvo algo que ver en la antipatía de los contemporáneos hacia el psicoanálisis. Rara vez se expresó en alta voz un
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argumento de este tipo, pero por desdicha nos hemos vuelto tan recelosos que no podemos dejar de conjeturar que esa circunstancia no ha sido del todo ajena. Y, por otro lado, acaso no fue mera casualidad que el primer sostenedor del psicoanálisis fuera un judío. Para abrazarlo hacía falta cierta aquiescencia frente al destino de encontrarse aislado en la oposición, un destino más familiar al judío que a los demás.

Apéndice. Un fragmento de

El mundo como voluntad representación,

de Schopenhauer

[En sus últimos trabajos, Freud hizo varias alusiones a la importancia asignada por Schopenhauer a la sexualidad. Además podemos mencionar la del párrafo final de «Una dificultad del psicoanálisis» (1917a), AE, 17, pág. 135; la del «Prólogo» escrito en 1920 para la cuarta edición de Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, pág. 121; la incluida en Más allá del principio de placer (1920g), AE, 18, pág. 49 -obra que Freud estaba sometiendo a una revisión más o menos por la misma época en que escribió el «Prólogo» antedicho-, y la que figura en su Presentación autobiográfica (1925d), AE, 20, pág. 55.
Aunque más de una vez insistió en que las palabras de Schopenhauer eran «de un acento inolvidable» o «capaces de producir una intensa impresión», nunca citó el correspondiente pasaje ni indicó su fuente. Empero, parece probable que tuviera en mente el fragmento que aquí reproducimos, perteneciente a los complementos del libro cuarto de El inundo como voluntad y representación, capítulo XLII, «La vida de la especie». Inmediatamente antes, Schopenhauer había examinado el peculiar carácter del apetito sexual, pues «no sólo es el más fuerte, sino, que su fuerza es específicamente más poderosa; está siempre supuesto como necesario e inevitable y no es, como otros deseos, cuestión de -gusto o de capricho; es la esencia misma del hombre». Luego de ilustrar con algunos ejemplos de qué manera reconocían los antiguos el poder de este apetito, continúa como sigue:
«Todo esto se explica por la importancia del papel que desempeña en el mundo la relación de los sexos, resorte oculto de toda la actividad humana, y que se trasparenta por doquier pese al velo con que la encubrimos. Enciende la guerra y pone fin a la paz; aparece en el trasfondo de toda cuestión seria y de toda diversión; es fuente inagotable de chistes y agudezas, clave de toda alusión, intención secreta de toda insinuación o de toda proposición inexpresada. Es la significación de has miradas a hurtadillas, la aspiración de los jóvenes y también de los viejos; la preocupación incesante del libertino y el ensueño involuntario que asedia la mente del casto; es materia siempre dispuesta para la chanza, y todo porque es, entre todas las cosas, la más seria. Lo que le da un viso cómico que hace reír a las gentes es que, siendo un asunto capital para todos, es conducido con el mayor misterio y parecería que nadie piensa en él. Pero en la realidad de la vida es el amo legítimo del universo, con cuya omnipotencia constantemente nos tropezamos, y apoyado en sus seculares derechos le vemos tomar posesión de su trono hereditario, mofándose de los esfuerzos con que se ha intentado sacudir su dominio.
»El poder de esta propensión es tan grande que por mucho que se afanen los hombres para domarla, para encadenarla, para disminuirla, para disimularla todo lo posible o al menos para dominarla lo bastante, con el fin de reducirla a una cuestión apenas secundaria en su existencia, todas esas tentativas serán siempre vanas. Y el secreto de esto radica en que el instinto sexual(259) es la esencia misma de la voluntad de vivir, y por tanto la concentración de todo deseo; es por ello que en el texto del primer volumen llamé a los órganos genitales el foco de la volición. El hombre es, por decirlo así, una concreción del instinto sexual; viene al mundo por un acto de cópula, el mayor de sus anhelos es la cópula, y esta es en definitiva aquello que envuelve y perpetúa toda su existencia fenoménica. La voluntad de vivir se manifiesta, en primer lugar, en el instinto de la conservación individual; pero este no es más que el primer escalón de la tendencia a la conservación de la especie, y esta última será siempre la más fuerte, debido a la mayor importancia que reviste la vida de la especie en cuanto a duración, extensión y valor. Por eso el instinto sexual es la manifestación más perfecta y el tipo propio de la voluntad de vivir, lo cual no sólo concuerda con el hecho de que a él deben los hombres su existencia, sino también con su primacía sobre las demás inclinaciones del hombre natural».]