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lunes, 13 de enero de 2014

Volumen XXIII - Moisés y la religión monoteista PARTE 2



Aplicación
Trauma temprano-defensa-latencia-estallido de la neurosis-retorno parcial de lo reprimido: así rezaba la fórmula que establecimos para el desarrollo de una neurosis. Ahora invitamos al lector a dar el siguiente paso: adoptar el supuesto de que en la vida del género humano ha ocurrido algo semejante a lo que sucede en la vida de los individuos. Vale decir, que también en aquella hubo procesos de contenido sexual-agresivo que dejaron secuelas duraderas, pero las más de las veces cayeron bajo la defensa, fueron olvidados; y más tarde, tras un largo período de latencia, volvieron a adquirir eficacia y crearon fenómenos parecidos a los síntomas por su arquitectura y su tendencia.
Creemos colegir esos procesos, y mostraremos que esas secuelas suyas parecidas a síntomas son los fenómenos religiosos. Una conclusión así posee casi el peso de un postulado, porque desde el surgimiento de la idea de evolución ya no se puede poner en duda que el género humano tiene una prehistoria, y porque esta no es consabida, vale decir, es olvidada. Y si llegamos a averiguar que los traumas eficientes y olvidados se refieren en uno y otro caso a la vida dentro de la familia humana, lo saludaremos como un suplemento en extremo bienvenido, que no había sido previsto ni lo exigían las elucidaciones anteriores.
Yo he formulado ya esas tesis hace un cuarto de siglo en mi libro Tótem y tabú (1912-13), y no tengo más que .repetirlas aquí. La construcción parte de una indicación de Darwin(115) e incorpora una conjetura de Atkinson(116). Enuncia que, en tiempos primordiales, el hombre primordial vivía en pequeñas hordas(117), cada una bajo el imperio de un macho fuerte. No podemos ofrecer la datación, por no poseer la referencia a las épocas geológicas con que estamos familiarizados. Es probable que aquel homínido no haya llegado muy lejos en el desarrollo del lenguaje. Una pieza esencial de la construcción es el supuesto de que los destinos que describiremos afectaron a todos los hombres primordiales; por tanto, a todos nuestros antepasados.
El acontecer histórico {Geschichte} será narrado en una condensación grandiosa, como si hubiera sucedido de un golpe lo que en realidad ha demandado milenios y en esa larga época se ha repetido innumerables veces. El macho fuerte era amo y padre de la horda entera, ¡limitado en su poder, que usaba con violencia. Todas las hembras eran propiedad suya: mujeres e hijas de la horda propia, y quizás otras robadas de hordas ajenas. El destino de los hijos varones era duro; cuando excitaban los celos del padre eran muertos, o castrados, o expulsados. Estaban obligados a convivir en pequeñas comunidades y a procurarse mujeres por robo, con lo cual uno que otro lograba alzarse hasta una posición parecida a la del padre en la horda primordial. Por razones naturales, los hijos menores tenían una posición excepcional: protegidos por el amor de la madre, sacaban ventaja de la avanzada edad del padre y podían sustituirlo tras su muerte. Tanto de la expulsión de los hijos varones mayores como de la predilección por los menores cree uno discernir los ecos en las sagas y los cuentos tradicionales.
El siguiente paso decisivo para el cambio de esta primitiva variedad de organización «social» debe de haber sido que los hermanos expulsados, que vivían en comunidad, se conjuraran, avasallaran al padre y, según la costumbre de aquellos tiempos, se lo comiesen crudo. Estaría fuera de lugar tomar a escándalo este canibalismo, pues persiste hasta épocas mucho más tardías. Ahora bien, lo esencial es que atribuimos a estos hombres primordiales las mismas actitudes de sentimiento que podemos comprobar entre los primitivos del presente, nuestros niños, por medio de exploración analítica. Vale decir, que no sólo odiaban y temían al padre, sino
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que lo veneraban como arquetipo, y en realidad cada uno de ellos quería ocupar su lugar. El acto canibálico se vuelve entonces inteligible como un intento de asegurarse la identificación con él por incorporación de una parte suya.
Cabe suponer que al parricidio siguiera una larga época en que los hermanos varones lucharon entre sí por la herencia paterna, que cada uno quería ganar para sí solo. La intelección de los peligros y de lo infructuoso de estas luchas, el recuerdo de la haz aña libertadora consumada en común, y las recíprocas ligazones de sentimiento que habían nacido entre ellos durante las épocas de la expulsión, los llevaron finalmente a unirse, a pactar una suerte de contrato social. Nació la primera forma de organización social con renuncia de lo pulsional(118), reconocimiento de obligaciones mutuas, erección de ciertas instituciones que se declararon inviolables (sagradas); vale decir: los comienzos de la moral y el derecho. Cada quien renunciaba al ideal de conquistar para sí la posición del padre, y a la posesión de madre y hermanas. Así se establecieron el tabú del incesto y el mantenimiento de la exogamia. Buena parte de la plenipotencia vacante por la eliminación del padre pasó a las mujeres; advino la época del matriarcado. La memoria del padre pervivía en este período de la «liga de hermanos». Como sustituto del padre hallaron un animal fuerte -al comienzo, acaso temido también-. Puede que semejante elección nos parezca extraña, pero el abismo que el hombre estableció más tarde entre él y los animales no existía entre los primitivos ni existe tampoco entre nuestros niños, cuyas zoofobias hemos podido discernir como angustia frente al padre. En el vínculo con el animal totémico se conservaba íntegra la originaria biescisión (ambivalencia) de la relación de sentimientos con el padre. Por un lado, el tótem era considerado el ancestro carnal y el espíritu protector del clan, se lo debía honrar y respetar; por otro lado, se instituyó un día festivo en que le deparaban el destino que había hallado el padre primordial. Era asesinado en común por todos los camaradas, y devorado (banquete totémico, según Ro bertson Smith(119)). Esta gran fiesta era en realidad una celebración del triunfo de los hijos varones, coligados, sobre el padre.
¿Qué se hizo de la religión en esta trama? Opino que tenemos pleno derecho a discernir en el totemismo -con su veneración de un sustituto del padre, la ambivalencia testimoniada por el banquete totémico, la institución de la fiesta conmemorativa y de prohibiciones cuya violación se castiga con la muerte-; estamos autorizados a discernir en el totemismo, digo, la primera forma en que se manifiesta la religión dentro de la historia humana, así como a comprobar que desde el comienzo mismo la religión se enlaza con configuraciones sociales y obligaciones morales. Aquí sólo podemos ofrecer el más sumario panorama sobre los ulteriores desarrollos de la religión. Sin duda, fueron paralelos a los progresos culturales del género humano y a las alteraciones en la configuración de las comunidades.
El progreso que sigue al totemismo es la humanización del ser a quien se venera. Los animales son remplazados por dioses humanos cuyo origen en el tótem no se oculta. Unas veces el dios es figurado todavía como un animal o, al menos, con rostro zoomorfo; otras, el tótem se convierte en el compañero predilecto del dios, inseparable de él; y otras, aún, en la saga el dios mata a ese mismo animal, pese a que este era su estadio anterior. En un punto de este desarrollo, que todavía no podemos situar con exactitud, aparecen grandes deidades maternas, es probable que con anterioridad a los dioses masculinos, y luego se mantienen largo tiempo junto a estos últimos. Entretanto, se ha consumado una gran subversión social. El derecho materno fue relevado por un régimen patriarcal restablecido. Empero, los nuevos padres nunca alcanzaron la omnipotencia del padre primordial; ellos eran muchos, convivían en asociaciones mayores que la antigua horda, tenían que tolerarse entre sí, permanecían limitados por estatutos sociales. Probablemente las deidades maternas nacieron en los tiempos iniciales de la limitación del matriarcado, como un resarcimiento para las madres relegadas. Las divinidades masculinas aparecen primero como hijos varones junto a la Gran Madre, y sólo después cobran los rasgos nítidos de figuras paternas. Estos dioses masculinos del politeísmo espejan las constelaciones de la época patriarcal. Son numerosos, se limitan unos a otros, en ocasiones se subordinan a un dios superior. Y bien; el paso siguiente nos lleva al tema que aquí nos ocupa, el retorno de un dios-padre único, que gobierna sin limitación alguna (ver nota(120)).
Hay que admitirlo: este panorama hístórico-conjetural {historisch} es lagunoso y en muchos puntos incierto. Pero quien pretendiera declarar puramente fantástica nuestra construcción del acontecer histórico primordial {Urgeschichte} incurriría en una enojosa subestimación de la riqueza y la fuerza probatoria del material que la íntegra. Grandes fragmentos del pasado que aquí enlazamos en un todo han sido atestiguados por la ciencia histórica: el totemismo, las ligas de varones. Y otros se han conservado en notables réplicas. Así, a más de un autor le ha sorprendido la fidelidad con que el rito de la comunión cristiana, en que los fieles incorporan de manera simbólica la carne y la sangre de su Dios, repite el sentido y el contenido del antiguo banquete totémico. Numerosos relictos del tiempo primordial olvidado se conservan en las sagas y cuentos tradicionales de los pueblos, y el estudio analítico de la vida anímica infantil nos ha brindado, con una riqueza inesperada, material para llenar las lagunas de nuestro conocimiento sobre los tiempos primordiales. Como unas contribuciones a la inteligencia del tan sustantivo comportamiento hacia el padre, no me hace falta más que mencionar las zoofobias, el miedo -que nos produce tan extraña impresión- de ser devorado por el padre, y la enorme intensidad de la angustia de castración. No; en nuestra construcción nada hay de invención libre, nada que no pueda apoyarse en sólidas bases,
Si se toma nuestra exposición del acontecer histórico-primordial como creíble en su conjunto, se discierne en las doc-trinas y ritos religiosos dos órdenes de elementos: por un lado, fijaciones a la antigua historia familiar y superviven-cias de ella; por el otro, restauraciones del pasado, retornos de lo olvidado tras largos intervalos. Este último componente ha sido el omitido hasta hoy, y por eso no se lo comprendió; aquí, al menos, se lo demostrará con un impresionante ejemplo.
Es digno de destacar, en especial, que cada fragmento que retorna del pasado se abre paso con un poder particular, ejerce sobre las masas humanas un influjo de intensidad incomparable y reclama unos títulos de verdad irresistibles, frente a los que permanece impotente el veto lógico. Ello es al modo del «Credo quia absurdum(121)». Este asombroso carácter sólo se puede comprender siguiendo el paradigma del extravío psicótico. Hace tiempo hemos caído en la cuenta de que en la idea delirante se esconde un fragmento de verdad olvidada que en su retorno tuvo que consentir desfiguraciones y malentendidos, y que el convencimiento compulsivo que obtiene el delirio parte de ese núcleo de verdad y se difunde por los errores que lo envuelven. Un contenido así, de verdad que se llamaríahistórico- vivencial {historisch}, debemos atribuir también a los artículos de fe de las religiones, las cuales ciertamente conllevan el carácter de unos síntomas psicóticos, pero, como fenómenos de masa que son, se sustraen a la maldición del aislamiento {Isolierung}[Cf. AE, 23, págs. 123 y sigs.]
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Ningún otro fragmento del acontecer histórico de la religión se nos ha vuelto tan trasparente como la institución del monoteísmo en el judaísmo y su prosecución en el cristianismo, si dejamos de lado el desarrollo, inteligible también él sin lagunas, del animal totémico en dios humano con su compañero, que es regla que lo tenga. (Por otra parte, cada uno de los cuatro evangelistas cristianos tiene su animal predilecto.) Admitiendo provisionalmente que el imperio universal faraónico fue la ocasión para que aflorara la idea monoteísta, vemos que esta, desprendida de su suelo y trasferida a otro pueblo, es tomada en propiedad por este último tras un largo período de latencia, guardada como su posesión más preciada, y entonces, a su turno, ella mantiene en vida al pueblo regalándole el orgullo de ser el elegido.
Es la religión del padre primordial, a la que se anuda la esperanza de una recompensa, una distinción y, por fin, un imperio universal. Esta última fantasía de deseo, resignada hace tiempo por el pueblo judío, perdura todavía hoy entre sus enemigos con la creencia en el juramento de los «Sabios de Sión». Nos reservamos para exponer en un capítulo posterior cómo las particulares propiedades de la religión monoteísta tomada en préstamo a los egipcios ejercieron su efecto sobre el pueblo judío y dieron cuño duradero a su carácter por la desautorización de la magia y la mística, la incitación a progresos en la espiritualidad, la ' exigencia de sublimaciones; cómo el pueblo, arrobado por la posesión de la verdad, subyugado por la conciencia de ser el elegido, alcanzó la alta estima por lo intelectual y la insistencia en lo ético, y cómo los tristes destinos, las desilusiones reales de ese pueblo, pudieron reforzar todas esas tendencias. Ahora perseguiremos el desarrollo en otra dirección.
La reinstitución del padre primordial en los derechos que le correspondían en lo histórico-vivencial {historisch} era un gran progreso, mas no podía ser el final. También los otros fragmentos de la tragedia prehistórica esforzaban hacia su cumplimiento. No es fácil colegir qué puso en marcha este proceso. Parece que una creciente conciencia de culpa se había apoderado del pueblo judío, acaso de todo el universo de cultura de aquel tiempo, como precursora del retorno del contenido reprimido. Hasta que al fin alguien de este pueblo judío halló, en la absolución de culpa de un agitador político-religioso, la ocasión con la cual una religión nueva, la cristiana, se desasió del judaísmo. Pablo, un judío romano de Tarso, aprehendió esta conciencia de culpa y la recondujo certeramente a su fuente en el acontecer histórico primordial. La llamó el «pecado original», era un crimen contra Dios que sólo se podía expiar mediante la muerte. Con el pecado original había llegado la muerte al mundo. En realidad, ese crimen merecedor de la muerte había sido el asesinato del padre primordial después endiosado. Pero no se recordó el asesinato, sino que, en lugar de él, se fantaseó su expiación, y por eso esta fantasía pudo ser saludada como mensaje de redención (evangelium). Un Hijo de Dios se había hecho matar siendo inocente, y así tomaba sobre sí la culpa de todos. Tenía que ser un Hijo, pues había sido un asesinato perpetrado en el Padre. Es probable que tradiciones de misterios orientales y griegos hayan influido sobre la trama de la fantasía de redención. Lo esencial de ella parece ser contribución del propio Pablo. Era un hombre de disposición religiosa en el sentido genuino; las oscuras huellas del pasado acechaban en su alma, prontas a irrumpir en regiones más concientes.
Que el redentor se sacrificara siendo inocente era una desfiguración evidentemente tendenciosa que deparaba dificultades a la inteligencia lógica, pues, ¿cómo uno que era inocente del asesinato podía tomar sobre sí la culpa de los asesinos por el hecho de hacerse matar él mismo? En la efectividad histórico-vivencial no existía una contradicción semejante. El «redentor» no podía ser otro que el principal culpable, el caudillo de la liga de hermanos que había avasallado al padre. A mi juicio, hay que dejar sin decidir la existencia o no de ese rebelde principal y caudillo. Ella es muy posible, pero es preciso considerar también que cada uno de los que integraban la liga de hermanos tenía sin duda el deseo de perpetrar la hazaña por sí solo y, de ese modo, procurarse una posición excepcional y un sustituto para la identificación-padre que se resignaba, que se sepultaba en el interior de la comunidad. Si no existió tal caudillo, Cristo es el heredero de una fantasía de deseo incumplida; si existió, es su sucesor y su reencarnación. Pero sin importar que estemos aquí frente a una fantasía o a un retorno de una realidad objetiva olvidada, ha de hallarse en este lugar el origen de la representación del héroe, el héroe que siempre se subleva contra el padre y lo mata en alguna figura suya (ver nota(122)). También, el fundamento real de la «culpa trágica» del héroe en el drama, de otro modo difícil de rastrear. Apenas se puede dudar de que en el drama griego el héroe y el coro figurasen a este mismo héroe rebelde y a la liga de hermanos, y no deja de tener su significatividad que en la Edad Media el teatro recomenzara con la figuración de la historia de la Pasión.
Ya hemos dicho que la ceremonia cristiana de la sagrada comunión, en que los fieles incorporan sangre y carne del Salvador, repite el contenido del antiguo banquete totémico, si bien sólo en su sentido tierno, que expresa la veneración; no en su sentido agresivo. Ahora bien, la ambivalencia por la cual está gobernado el comportamiento hacia el padre se mostró con claridad en el resultado final de la innovación religiosa. Supuestamente destinada a la reconciliación con el padre-dios, terminó en su destronamiento y eliminación. El judaísmo había sido una religión del padre; el cristianismo devino una religión del hijo. El viejo dios-padre se oscureció detrás de Cristo, y Cristo, el hijo, advino a su lugar, en un todo como lo había ansiado cada hijo varón en aquel tiempo primordial. Pablo, el continuador del judaísmo, fue también su destructor. Sin duda que debió su éxito en primer término al hecho de conjurar, con la idea de redención, la conciencia de culpa de la humanidad; pero, junto a ello, lo debió a la circunstancia de resignar para su pueblo la condición de elegido y su distinción visible, la circuncisión, de suerte que la religión nueva pudo devenir universal, abrazar a todos los seres humanos. No importa si, para dar ese paso, gravitó en el ánimo de Pablo una manía personal de venganza por la contradicción que en los círculos judíos halló la innovación suya; lo cierto es que así se restablecía un carácter de la vieja religión de Atón, se cancelaba una estrechez por ella adquirida al pasar a un nuevo portador, el pueblo judío.
En algunos aspectos, la nueva religión significaba, con referencia a la antigua, la judía, una regresión cultural, como es regla que suceda cuando irrumpen o son admitidas masas de hombres de nivel inferior. La religión cristiana no mantuvo la altura de es piritualización hasta la cual se había elevado el judaísmo. No conservó un monoteísmo riguroso, tomó de los pueblos circundantes numerosos ritos simbólicos, restauró a la gran divinidad materna y halló sitio para colocar con trasparente disfraz, si bien en posiciones subordinadas, a muchas figuras divinas del politeísmo. Sobre todo, no se cerró, como la religión de Atón y su sucesora, la mosaica, a la injerencia de elementos supersticiosos, mágicos y míticos, que durante los dos milenios siguientes habrían de significar una inhibición grave para el desarrollo espiritual.
El triunfo del cristianismo fue una victoria renovada de los sacerdotes de Amón sobre el dios de Ikhnatón, tras un intervalo de mil quinientos años y sobre un escenario más vasto. Y a pesar de todo ello, el cristianismo, desde el punto de vista de la historia de la religión, vale decir, por
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referencia al retorno de lo reprimido, fue un progreso; y la religión judía, a partir de entonces, fue en cierta medida un fósil.,
Sería bueno comprender cómo la idea monoteísta pudo hacer una impresión tan profunda justamente sobre el pueblo judío, y retenerla este con tanta tenacidad. Creo que se puede responder a esta cuestión. El destino había aproximado al pueblo judío la gran hazaña y el crimen atroz del tiempo primordial, el parricidio, dándole la ocasión de repetirlo él mismo en la persona de Moisés, una sobresaliente figura paterna. Fue un caso de «actuar» {«Agieren»} en lugar de recordar, como tan frecuentemente sucede en el neurótico durante el trabajo analítico (ver nota(123)).24 Ahora bien, a la incitación a recordar, que les trajo la enseñanza de Moisés, ellos reaccionaron con la desmentida de su acción, permanecieron atascados en el reconocimiento del gran padre y así se bloquearon el acceso al lugar desde donde Pablo anudaría luego la continuación del acontecer histórico primordial. Difícilmente sea indiferente o casual que la muerte violenta de otro grande hombre deviniera también el punto de partida para la creación religiosa de Pablo. Un hombre a quien un pequeño número de partidarios en Judea tenía por el Hijo de Dios y el Mesías anunciado, a quien además le fue traspasado luego un fragmento de la historia de infancia poetizada para Moisés [AE, 23, pág. 13], pero de quien apenas si sabemos algo con más certeza que acerca del propio Moisés -no sabemos si realmente fue el gran maestro que los Evangelios pintan, o si más bien el hecho y las circunstancias de su muerte fueron lo decisivo para la significatividad que su persona ha cobrado-. Pablo, que devino su apóstol, no lo conoció en persona.
El asesinato de Moisés por su pueblo judío, discernido por Sellin desde las huellas que dejó en la tradición, y asombrosamente supuesto también por el joven Goethe sin prueba alguna (ver nota(124)), pasa a ser entonces una pieza indispensable de nuestra construcción, un importante eslabón unitivo entre el proceso olvidado del tiempo primordial y su tardío reafloramiento en la forma de las religiones monoteístas (ver nota(125)). Es una atractiva conjetura que el arrepentimiento por el asesinato de Moisés diera la impulsión a la fantasía de deseo del Mesías, quien volvería y traería a su pueblo la redención y el imperio universal prometido. Si Moisés fue este primer Mesías, Cristo es su sustituto y su sucesor, y entonces Pablo podía apostrofar a los pueblos con cierta justificación históríco-vivencial: «¡Ved! El Mesías ha vuelto realmente, ha sido muerto ante vuestros ojos». Y, por tanto, también en la resurrección de Cristo hay cierta verdad histórico-vivencial, pues era [Moisés resurrecto, y, tras él(126)] el padre primordial retornado, de la horda primitiva; glorificado y situado, como hijo, en el lugar del padre.
El pobre pueblo judío, que con una obstinación consuetudinaria siguió desmintiendo el asesinato del padre, lo pagó con dura penitencia en el curso de las épocas. Una y otra vez se le reprochó: «Habéis muerto a nuestro Dios». Y este reproche es verdadero si se lo traduce correctamente. Reza, en efecto, referido a la historia de las religiones: «No queréis admitir haber dado muerte a vuestro Dios (la imagen primordial de Dios, el padre primordial, y sus posteriores reencarnaciones)». Un agregado debiera enunciar: «Nosotros, en cambio, hemos hecho lo mismo, pero lo hemos confesado, y desde entonces quedamos sin pecado». No todos los reproches con que el antisemitismo persigue a los descendientes del pueblo judío pueden invocar parecida justificación. Un fenómeno de la intensidad y permanencia del odio de los pueblos al judío debe de tener, desde luego, más de un fundamento. Uno puede colegir toda una serie de razones, muchas de ellas derivadas manifiestamente de la realidad objetiva y que no han menester de interpretación alguna, y otras situadas más en lo profundo, provenientes de fuentes secretas, que uno tendería a reconocer como los motivos específicos. Entre las primeras, el reproche de extranjería es sin duda el más frágil, pues en muchos lugares hoy dominados por el antisemitismo los judíos se cuentan entre los más antiguos integrantes de la población o estuvieron instalados ahí antes que los habitantes actuales. Por ejemplo, esto se aplica a la ciudad de Colonia, donde los judíos llegaron junto con los romanos, antes que ella fuera ocupada por germanos (ver nota(127)). Otros fundamentos del odio al judío son más intensos, como la circunstancia de vivir ellos las más de las veces como minorías entre otros pueblos, pues el sentimiento de comunidad de las masas ha menester para completarse de la hostilidad hacia una minoría extranjera, y la debilidad numérica de est os excluidos invita a su sofocación. En cuanto a otras dos propiedades de los judíos, son de todo punto imperdonables. La primera, que en muchos aspectos sean diferentes de sus «pueblos anfitriones». No de manera radical, pues no son unos asiáticos de raza extranjera, como aseveran los enemigos, sino, la mayoría de las veces, mezcla de los pueblos mediterráneos y herederos de su cultura. No obstante, son ajenos, y con frecuencia ajenos de una manera indefinible con respecto a los pueblos nórdicos, sobre todo. Y es cosa asombrosa, por otra parte: la intolerancia de las masas se exterioriza con más intensidad frente a diferencias pequeñas que frente a diferencias fundamentales (ver nota(128)). Más fuerte todavía es el efecto de la segunda propiedad: que desafían todas las opresiones, y ni las más crueles persecuciones han conseguido desarraigarlos; antes bien, muestran aptitud para afianzarse en la ganancia del sustento y, toda vez que les es permitido, prestan valiosas contribuciones a todos los logros culturales.
Los motivos más profundos del odio al judío arraigan en épocas del remoto pasado, producen sus efectos desde lo inconciente de los pueblos, y yo estoy preparado para que no parezcan creíbles a primera vista. Aventuro la tesis de que todavía hoy los otros pueblos no han superado los celos frente a aquel que se presentó como el hijo primogénito y predilecto de Dios Padre, ni más ni menos como si hubieran dado crédito a esa pretensión. Además, entre las costumbres por las cuales los judíos se segregaron, la circuncisión hizo una impresión desagradable, ominosa, que sin duda se explica por recordar a la castración temida y tocar así un fragmento del pasado de los tiempos primordiales, que de buena gana se olvidaría. Y, por último, el motivo más reciente de esta serie: uno no debería olvidar que todos estos pueblos que hoy se precian de odiar a los judíos sólo se hicieron cristianos tardíamente en la historia, a menudo forzados a ello por una sangrienta compulsión. Uno podría decir que todos son «falsos conversos», y bajo un delgado barniz de cristianismo han seguido siendo lo que sus antepasados eran, esos antepasados suyos que rendían tributo a un politeísmo bárbaro. No han superado su inquina contra la religión nueva que les fue impuesta, pero la desplazaron a la fuente desde la cual el cristianismo llegó a ellos. El hecho de que los Evangelios narren una historia que se desarrolla entre judíos y en verdad sólo trata de ellos les facilitó semejante desplazamiento. Su odio a los judíos es, en el fondo, odio a los cristianos; no cabe asombrarse, pues, si en la revolución nacional-socialista alemana este íntimo vínculo entre las dos religiones monoteístas halla tan nítida expresión en el hostil tratamiento dispensado a ambas (vernota(129)).
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Dificultades
Acaso en lo que precede se haya conseguido establecer la analogía entre procesos neuróticos y aconteceres religiosos y, así, señalar el insospechado origen de estos últimos. A raíz de esa trasferencia de la psicología individual a la de masas surgen dos dificultades de diversa naturaleza y jerarquía, que debemos considerar ahora. La primera es que aquí sólo tratamos de un único ejemplo entre la rica fenomenología de las religiones, sin arrojar luz alguna sobre los otros. Con pena debe el autor confesar su imposibilidad de ofrecer más que esta sola muestra, pues sus conocimientos especializados no le alcanzan para completar la indagación. De sus limitadas noticias quizá pueda agregar, todavía, que el caso de la fundación religiosa mahometana le parece una repetición abreviada de la judía, como cuya imitación entró en escena. Parece, en efecto, que el profeta tuvo originariamente el propósito de adoptar de manera plena el judaísmo para sí y para su pueblo. La reconquista del grande y único padre primordial produjo entre los árabes una elevación extraordinaria de la conciencia de sí, la cual condujo a grandes éxitos universales, mas, también, se agotó en estos. Alá se mostró mucho más agradecido hacia su pueblo elegido que, en su tiempo, Yahvé hacia el suyo. Pero el desarrollo interior de la religión nueva se detuvo pronto, acaso porque le faltó el ahondamiento causado, entre los judíos, por el asesinato del fundador de la religión. Las religiones orientales, en apariencia racionalistas, son por su núcleo un culto de los antepasados y, por tanto, se detienen en un estadio anterior de la reconstrucción del pasado. Si es cierto que entre pueblos primitivos contemporáneos hallamos el reconocimiento de un ser supremo como contenido único de su religión, sólo se puede concebir esto como una atrofia del desarrollo religioso y relacionarlo con los innumerables casos de neurosis rudimentarias que uno comprueba en aquel otro campo. En cuanto a saber por qué no se avanzó más ni en estos ni en aquellos, es algo que no llegamos a inteligir. Uno no puede menos que pensar que serían responsables de ello el talento individual de estos pueblos, la orientación de su actividad y sus condiciones sociales generales. Por lo demás, es una buena regla del trabajo analítico que uno se conforme con explicar lo existente, y no se empeñe en explicar lo que no se ha producido.
La segunda dificultad que surge de esta trasferencia a la psicología de las masas es mucho más sustantiva, porque plantea un problema nuevo de naturaleza fundamental. Surge la pregunta por la forma en que la tradición eficiente ha podido mantener su presencia en la vida de los pueblos, una pregunta que no se aplica a los individuos, pues, en estos, la resuelve la existencia de las huellas mnémicas del pasado. Volvamos a nuestro ejemplo histórico. Hemos fundado el compromiso de Qadesh en la persistencia de una potente tradición entre quienes habían regresado de Egipto. Este caso no esconde problema alguno. Según nuestro supuesto, tal tradición se apoyaba sobre un recuerdo conciente de comunicaciones orales que esos hombres recibieron de sus predecesores, de apenas dos o tres generaciones atrás, quienes habían sido partícipes y testigos oculares de aquellos sucesos. Pero, ¿podemos creer respecto de posteriores siglos lo mismo, o sea, que la tradición tuvo por base un saber comunicado de manera normal, trasferido de abuelos a nietos? Ya no es posible indicar, como en el caso anterior, qué personas conservarían ese saber y lo propagarían por vía oral. Según Sellin, la tradición del asesinato de Moisés estuvo siempre presente en los círculos sacerdotales, hasta que por fin halló expresión escrita, único indicio este que permitió a Sellin colegirla. Pero sólo pudo ser consabida por unos pocos, no era un patrimonio popular. ¿Y basta ello para explicar su efecto? ¿Se puede atribuir a un saber así, de unos pocos, el poder de cautivar de manera tan eficaz a las masas tan pronto toman noticia de él? Por otra parte, parece como si aun en la masa ignorante tuviera que estar presente algo emparentado de algún modo con el saber de esos pocos y ofreciera solicitación {entgegenkommen} a este saber cuando es exteriorizado.
Más difícil todavía se nos torna apreciar las cosas si nos volvemos al caso análogo del tiempo primordial. Por cierto que al cabo de los milenios Se habrá olvidado por completo la existencia de un padre primordial con las peculiaridades consabidas y el destino que sufrió; y tampoco cabe suponer, acerca de él, una tradición oral como en el caso de Moisés. ¿En qué sentido, pues, cuenta una tradición como tal? ¿En qué forma ha estado presente?
Para facilitar las cosas a lectores que no quieran profundizar en complejas razones psicológicas, o que no estén preparados para ello, anticiparé el resultado de la indagación que sigue. Opino que la coincidencia entre el individuo y la masa es en este punto casi perfecta: también en las masas se conserva la impresión {impronta} del pasado en unas huellas mnémicas inconcientes.
En el caso del individuo creemos verlo claro. La huella mnémica de lo vivenciado antes ha permanecido conservada en su interior, sólo que dentro de un particular estado psicológico. Se puede decir que el individuo ha sabido siempre eso, del mismo modo como se sabe acerca de lo reprimido. Nos hemos formado unas representaciones precisas, de fácil corroboración por el análisis, sobre cómo algo puede ser olvidado y salir de nuevo a la luz después de un tiempo. Lo olvidado no fue borrado, sino sólo «reprimido» {desalojado}; sus huellas mnémicas están presentes en toda su frescura, pero aisladas por «contrainvestiduras». No pueden entrar en comercio con los otros procesos intelectuales, son inconcientes, inasequibles a la conciencia. También puede suceder que ciertas partes de lo reprimido se hayan sustraído del proceso, permanezcan asequibles al recuerdo, en ocasiones afloren en la conciencia, pero también entonces estén aisladas como unos cuerpos extraños carentes de todo nexo con lo demás. Puede, pero no es necesario que así suceda; es posible también que la represión sea completa, y a este caso nos atendremos en lo que sigue.
Esto reprimido conserva su pulsión emergente, su aspiración a avanzar hasta la conciencia. Alcanza su meta bajo tres condiciones:
1) si la intensidad de la contrainvestidura es rebajada por unos procesos patológicos que aquejen a lo otro, al llamado «yo», o por una diversa distribución de las energías de investidura en el interior de este yo, como por regla general acontece en el estado del dormir;
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2) cuando los sectores de pulsión que adhieren a lo reprimido experimentan un refuerzo particular, de lo cual el mejor ejemplo son los procesos que sobrevienen durante la pubertad;
3) cuando en el vivenciar reciente, en un momento cualquiera, aparecen impresiones, vivencias, tan semejantes a lo reprimido que tienen la capacidad de despertarlo; entonces lo reciente se refuerza mediante la energía latente de lo reprimido, y esto reprimido recobra eficacia a la zaga de lo reciente y con su ayuda. En ninguno de estos tres casos lo hasta entonces reprimido llega a la conciencia de una manera neta, inalterada, sino que siempre tiene que consentir unas desfiguraciones {dislocaciones} que dan testimonio del influjo de la resistencia, no superada del todo, que proviene de la contrainvestidura, o del influjo modificador ejercido por la vivencia reciente, o de ambas cosas.
Como signo distintivo y jalón para orientarnos nos ha servido el distingo, en cada caso, entre proceso psíquico conciente o inconciente. Lo reprimido es inconciente. Ahora bien, sería una simplificación bienvenida que esta frase admitiera inversión, a saber, que la diferencia de las cualidades «conciente» (cc(130)) e «inconciente» (icc(131)) coincidiera con la separación entre nativo del yo y reprimido. Ya sería nuevo y asaz importante el hecho de que en nuestra vida anímica existieran tales cosas aisladas e inconcientes. En realidad, el asunto es más complicado. Es cierto que todo lo reprimido es inconciente, pero ya no lo es que todo cuanto pertenezca al yo sea conciente. Reparamos en que la conciencia es una cualidad pasajera que sólo provisionalmente adhiere a un proceso psíquico. Por eso, para nuestros fines, tenemos que sustituir «conciente» por «susceptible de conciencia», y llamar «preconciente» (prcc(132)) a esta cualidad. De manera más correcta, pues, diremos que el yo es esencialmente preconciente (conciente virtualmente), pero que sectores del yo son inconcientes.
Esta última comprobación nos enseña que las cualidades a las que nos atuvimos hasta ahora para orientarnos en la oscuridad de la vida anímica no bastan. Tenemos que introducir otro distingo, ya no cualitativo, sino tópico y al mismo tiempo -lo cual le otorga un valor particular-genético. Separamos ahora dentro de nuestra vida anímica, que concebimos como un aparato compuesto por varias instancias, comarcas, provincias, una región que llamamos el yo genuino, de otra que llamamos el ello. El ello es el más antiguo; el yo se ha desarrollado desde él como un estrato cortical por obra del influjo del mundo exterior. Dentro del ello campean nuestras pulsiones originarias, en su interior todos los procesos trascurren inconcientes. El yo se superpone, según ya dijimos, con la comarca de lo preconciente; contiene sectores que normalmente permanecen inconcientes. Para los procesos psíquicos que ocurren en el interior del ello rigen leyes de decurso y de influjo recíproco enteramente diversas a las que gobiernan en el interior del yo. En realidad, fue descubrir este distingo lo que nos guió a esta concepción nueva, y es lo que la justifica.
Lo reprimido ha de imputarse al ello y está sometido también a sus mecanismos; sólo se separa del ello con respecto a la génesis. La diferenciación se cumple en la primera edad, mientras el yo se desarrolla desde el ello. Luego una parte del contenido del ello es recogida por el yo y elevada al estado preconciente; otra parte no es alcanzada por esta traducción y queda atrás como lo inconciente genuino dentro del ello. Ahora bien, en la ulterior trayectoria de la formación del yo ciertas impresiones y ciertos procesos psíquicos interiores al yo son excluidos mediante un proceso defensivo; se les sustrae el carácter de lo preconciente, de suerte que a su turno son degradados a la condición de integrantes del ello. Esto es pues, lo «reprimido» dentro del ello. Por lo que atañe al comercio entre ambas provincias anímicas, suponemos que por un lado el proceso inconciente dentro del ello es elevado al nivel de lo preconciente e incorporado al yo, y que por otro lado algo preconciente en el interior del yo puede recorrer el camino inverso y ser trasladado hacia atrás, dentro del ello. Queda fuera de nuestro interés actual que más tarde se deslinde dentro del yo un distrito particular, el del «superyó» (ver nota(133)).
Puede que todo esto parezca bien distante de la simplicidad (ver nota(134)); pero si se está familiarizado con la insólita concepción espacial del aparato anímico, nada de ello deparará dificultades particulares para representarlo. Apuntaré, además, que la tópica psíquica aquí desarrollada no tiene nada que ver con la anatomía encefálica; en verdad, sólo la roza en un punto(135). Lo insatisfactorio de esta representación,. que yo siento con tanta nitidez como cualquiera, procede de nuestra total ignorancia acerca de la naturaleza dinámica de los procesos anímicos. Nos decimos: lo que distingue a tina representación conciente de una preconciente, y a esta de una inconciente, no puede ser más que cierta modificación, acaso también una diversa distribución, de la energía psíquica. Hablamos de investiduras y sobreinvestiduras, pero acerca de esto carecemos de toda noticia y aun de cualquier asidero que nos permitiera formular una hipótesis de trabajo viable. En cuanto al fenómeno de la conciencia, podemos indicar, aún, que depende originariamente de la percepción. Todas las sensaciones que nacen por una percepción dolorosa, táctil, auditiva o visual, son por excelencia concientes. Los procesos del pensar, y lo que pueda serles análogo en el interior del ello, son en sí inconcientes y se conquistan el acceso a la conciencia mediante su enlace con restos mnémicos de percepciones visuales y auditivas por la vía de la función del lenguaje (ver nota(136)). En el animal, que carece de lenguaje, estas constelaciones habrán de ser por fuerza más simples.
Las impresiones de los traumas tempranos, que fueron nuestro punto de partida, o no son traducidas a lo preconciente o son trasladadas pronto hacia atrás, por la represión, al estado-ello. Sus restos mnémicos son, entonces, inconcientes y producen efectos desde el ello. Creemos poder perseguir bien su ulterior destino mientras se trate de algo vivenciado por uno mismo {Selbsterleb}; «vivenciado por sí-mismo»}. Pero una nueva complicación sobreviene si reparamos en la probabilidad de que en la vida psíquica del individuo puedan tener eficacia no sólo contenidos vivenciados por él mismo sino otros que le fueron aportados con el nacimiento, fragmentos de origen filogenético, una herencia arcaica. Surgen así estas preguntas: ¿En qué consiste ella? ¿Qué contenido tiene? ¿Cuáles son sus pruebas?
La respuesta más inmediata y segura reza: Consiste en determinadas predisposiciones(137), como las que son propias de todo ser vivo. Vale decir, en la aptitud y la inclinación para emprender determinadas direcciones de desarrollo y para reaccionar de particular manera frente a ciertas excitaciones, impresiones y estímulos. Como la experiencia enseña que entre los individuos de la especie humana existen diferencias en este aspecto, la herencia arcaica incluye estas diferencias; ellas constituyen lo que se reconoce como el factor constitucional en el individuo. Y puesto que todos los seres humanos, siquiera en su primera infancia, vivencian más o menos lo mismo, también reaccionan frente a ello de manera uniforme, y podría engendrarse la duda sobre si estas reacciones, junto con sus diferencias individuales, no
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debieran imputarse a la herencia arcaica. Pero cabe rechazar esa duda; por el hecho de esa uniformidad no se enriquece nuestra noticia sobre la herencia arcaica.
Entretanto, la investigación analítica arrojó algunos resultados que nos dan que pensar. Tenemos, en primer término, la universalidad del simbolismo del lenguaje. La subrogación simbólica de un asunto por otro -lo mismo vale en el caso de los desempeños- es cosa corriente, por así decir natural, en todos nuestros niños. No podemos pesquisarles cómo la aprendieron, y en muchos casos tenemos que admitir que un aprendizaje fue imposible. Se trata de un saber originario que el adulto ha olvidado. Es cierto que él emplea esos mismos símbolos en sus sueños, pero no los comprende si el analista no se los interpreta, y aun entonces no da crédito de buena gana a la traducción. Sí se ha servido de uno de los giros lingüísticos tan usuales en que ese simbolismo se encuentra fijado, tiene que admitir que su sentido genuino se le ha escapado por completo. Además, el simbolismo se abre paso por encima de la diversidad de las lenguas; si se emprendieran indagaciones, probablemente su resultado sería que es ubicuo, el mismo en todos los pueblos. Al parecer, pues, estaríamos frente a un caso seguro de herencia arcaica, del tiempo en que se desarrolló el lenguaje. Sin embargo, se podría ensayar otra explicación. En efecto, acaso alguien diría que se trata de unos vínculos cognitivos entre representaciones, establecidos durante el desarrollo histórico del lenguaje, y que ahora no podrían menos que ser repetidos cada vez que un individuo recorre su desarrollo lingüístico. Sería un caso en que se heredaría una predisposición cognitiva, como se podría heredar una predisposición pulsional; tampoco obtenemos de esto una contribución nueva para nuestro problema.
Ahora bien, el trabajo analítico también ha traído a la luz otras cosas cuyo alcance rebasa en mucho todo lo anterior. Cuando estudiamos las reacciones frente a traumas tempranos, con harta frecuencia nos sorprende hallar que no se atienen de manera estricta a lo real y efectivamente vivenciado por sí-mismo, sino que se distancian de esto de una manera que se adecua mucho más al modelo de un suceso filogenético y, en términos universales, sólo en virtud de su influjo se pueden explicar. La conducta del niño neurótico hacia sus progenitores dentro del complejo de Edipo y de castración sobreabunda en tales reacciones que parecen injustificadas para el individuo y sólo se vuelven concebibles filogenéticamente, por la referencia al vivenciar de generaciones anteriores. Bien valdría la pena dar a publicidad en una compilación este material que aquí me es posible invocar. Su fuerza probatoria me parece bastante grande para dar otro paso y formular la tesis de que la herencia arcaica del ser humano no abarca sólo predisposiciones, sino también contenidos, huellas mnémicas de lo vivenciado por generaciones anteriores. Con ello, tanto el alcance como la significatividad de la herencia arcaica se acrecentarían de manera sustantiva.
Ante una meditación más ceñida, no podemos sino confesarnos que desde hace tiempo nos comportamos como sí la herencia de huellas mnémicas de lo vivenciado por los antepasados, independiente de su comunicación directa o del influjo de la educación por el ejemplo, estuviera fuera de cuestión. Cuando hablamos de la persistencia de una tradición antigua en un pueblo, de la formación del carácter de un pueblo, las más de las veces tenemos en mente una tradición así, heredada, y no una que se propague por comunicación. O, al menos, no hemos distinguido entre ambas si nos hemos puesto en claro sobre la temeridad que cometemos con tal descuido. Además, nuestra situación es dificultada por la actitud presente de la ciencia biológica, que no quiere saber nada de la herencia, en los descendientes, de unos caracteres adquiridos. Nosotros, por nuestra parte, con toda modestia confesamos que, sin embargo, no podemos prescindir de este factor en el desarrollo biológico. Es cierto que no se trata de lo mismo en los dos casos: en uno, son caracteres adquiridos difíciles de asir; en el otro, son huellas mnémicas de impresiones exteriores, algo en cierto modo asible. Pero acaso suceda que no podamos representarnos lo uno sin lo otro.
Si suponemos la persistencia de tales huellas mnémicas en la herencia arcaica, habremos tendido un puente sobre el abismo entre psicología individual y de las masas; podremos tratar a los pueblos como a los neuróticos individuales. Concedido que por el momento no poseemos, respecto de las huellas mnémicas dentro de la herencia arcaica, ninguna prueba más fuerte que la brindada por aquellos fenómenos residuales del trabajo analítico que piden que se los derive de la filogénesis; empero, esa prueba nos parece lo bastante fuerte para postular una relación así de cosas. Si fuera de otro modo, por el camino emprendido no daríamos un paso más ni en el análisis ni en la psicología de las masas. Es una temeridad inevitable.
Así conseguimos todavía otra cosa. Reducimos el abismo excesivo que el orgullo humano de épocas anteriores abrió entre hombre y animal. Si los llamados «instintos» de los animales, que les permiten comportarse desde el comienzo mismo en la nueva situación vital corno si ella fuera antigua, familiar de tiempo atrás; sí la vida instintiva de los animales admite en general una explicación, sólo puede ser que llevan congénitas a su nueva existencia propia las experiencias de su especie, vale decir, que guardan en su interior unos recuerdos de lo vivenciado por sus antepasados. Y en el animal humano las cosas no serían en el fondo diversas. Su propia herencia arcaica correspondería a los instintos de los animales, aunque su alcance y contenido fueran diversos.
Tras estas elucidaciones, no vacilo en declarar que los seres humanos han sabido siempre -de aquella particular manera- que antaño poseyeron un padre primordial y lo mataron.
Cabe responder aquí a otras dos preguntas. La primera: ¿Bajo qué condiciones ingresa un recuerdo así en la herencia arcaica? La segunda: ¿Bajo qué circunstancias puede devenir activo, es decir, avanzar desde su estado inconciente dentro del ello hasta la conciencia, si bien alterado y desfigurado? La respuesta a la primera pregunta es fácil de formular: Cuando el suceso tuvo suficiente importancia o se repitió con frecuencia bastante, o ambas cosas. En el caso del parricidio, ambas condiciones se cumplen. Acerca de la segunda pregunta se puede puntualizar: Es posible que entren en cuenta toda una serie de influjos, que no necesariamente han de ser todos consabidos; también es concebible un decurso espontáneo, análogo al proceso que se advierte en muchas neurosis. Pero, sin duda, es de una significatividad decisiva el despertar de la huella mnémica olvidada por obra de una repetición real reciente del suceso. Una repetición así fue el asesinato de Moisés; y más tarde, el presunto asesinato legal de Cristo, de suerte que tales episodios avanzan hasta el primer plano de la causación. Es como si la génesis del monoteísmo no hubiera podido prescindir de estos sucesos. A uno le viene a la memoria la sentencia del poeta:
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«Lo que está destinado a una vida inmortal en el canto, tiene que sucumbir en la vida». (Ver nota(138))
Para concluir una puntualización que aporta un argumento psicológico. Una tradición fundada sólo en el hecho de ser comunicada no podría testimoniar el carácter compulsivo que corresponde a los fenómenos religiosos. Sería escuchada, juzgada y, llegado el caso, rechazada como cualquier otra noticia que llega de afuera: nunca alcanzaría el privilegio de librarse de la compulsión del pensar lógico. Es preciso que haya recorrido antes el destino de la represión, pasado por el estado de permanencia dentro de lo inconciente, para que con su retorno se desplieguen efectos tan poderosos y pueda constreñir a las masas en su embrujo, como lo hemos visto con asombro, y sin entenderlo hasta ahora, en el caso de la tradición religiosa. Y esta reflexión pesa mucho en la balanza para hacernos creer que las cosas en efecto ocurrieron como nos hemos empeñado en pintarlas, o, al menos, ocurrieron aproximadamente así. (Ver nota(139)).
Parte II
Resumen y recapitulación
La parte que sigue de estos estudios no se puede dar a publicidad sin unas circunstanciadas explicaciones y disculpas. En efecto, no es otra cosa que una repetición fiel, a menudo literal, de la primera parte, abreviada en muchas de sus indagaciones críticas y aumentada con agregados que se refieren al problema de la génesis del particular carácter del pueblo judío. Sé que este modo de exposición es tan inadecuado como contrario al arte. Yo mismo lo desapruebo sin reservas.
¿Por qué no lo he evitado? La respuesta es para mí fácil de hallar, mas no de confesar. No fui capaz de borrar las huellas de la historia genética, en todo caso insólita, de este trabajo.
En realidad fue escrito dos veces. Primero hace algunos años en Viena, donde yo no creía en la posibilidad de poder publicarlo. Me resolví a dejarlo estar; pero me martirizaba como un espíritu no apaciguado, y hallé la escapatoria de volver independientes dos fragmentos de él y publicarlos en nuestra revista Imago: el preludio psicoanalítico del todo «<Moisés, un egipcio») y la construcción histórica edificada sobre aquel («Si Moisés era egipcio. . . »). Al resto, que contenía lo verdaderamente chocante y peligroso, la aplicación [de los hallazgos] a la génesis del monoteísmo y a la concepción de la religión en general, lo retuve, según creía, para siempre. Sobrevino entonces, en marzo de 1938, la inesperada invasión alemana; me compelió a abandonar la patria, pero también me libró del cuidado de que su publicación le valiera al psicoanálisis una prohibición allí donde era tolerado. Apenas llegado a Inglaterra, hallé irresistible la tentación de poner al alcance de mis contemporáneos mi guardado saber, y empecé a reorganizar el tercer fragmento del estudio como una continuación de los dos ya aparecidos. Ello suponía, desde luego, cierto reordenamiento del material. Ahora bien, no logré incluirlo todo en esta segunda elaboración; por otra parte, no pude resolverme a renunciar por completo a las anteriores, y así di en el expediente de añadir todo un fragmento de la primera exposición, intacta, a la segunda, lo que aparejaba justamente la desventaja de unas extensas repeticiones.
Ahora podría consolarme reflexionando que las cosas de que trato son, de todos modos, tan nuevas y sustantivas, prescindiendo del acierto que pueda tener mi exposición, que no puede ser una desdicha mover al público para que lea dos veces lo mismo. Hay cosas que deben ser dichas más de una vez, y que nunca pueden ser dichas suficientes veces. Pero será decisión libre del lector demorarse en este asunto o darle la espalda. No es lícito sorprender su buena fe presentándole lo mismo dos veces en un solo libro. Ello sigue siendo una torpeza y es preciso asumir los reproches que se le hagan. Pero, desgraciadamente, la fuerza creadora de un autor no siempre obedece a su voluntad; la obra sale todo lo bien que puede, y a menudo se contrapone al autor como algo independiente, y aun ajeno. (Vernota(140)).
El pueblo de Israel
Sí uno tiene en claro que un procedimiento como el nuestro, de tomar lo que nos parece útil del material trasmitido, desestimar lo que no nos conviene y componer los fragmentos singulares según la verosimilitud psicológica; si uno piensa que una técnica semejante no ofrece seguridad
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ninguna de hallar la verdad, se pregunta con derecho para qué emprender un trabajo como este. La respuesta se remite a su resultado, Si uno mitiga en mucho la severidad de los requisitos que se demandan de una indagación histórico-psicológica, acaso se vuelva posible esclarecer problemas que siempre parecieron dignos de atención y que se han impuesto de nuevo al observador a consecuencia de sucesos recientes. Se sabe que entre todos los pueblos que en la Antigüedad habitaron la cuenca del Mediterráneo, el pueblo judío es casi el único que subsiste hoy tanto en el nombre como en la sustancia. Con una capacidad de resistencia sin parangón, ha desafiado infortunios y maltratos, ha desarrollado particulares rasgos de carácter y, junto a ello, se ha ganado la franca antipatía de todos los demás pueblos. ¿De dónde les viene a los judíos esa vitalidad, y cómo se entrama su carácter con sus destinos? He ahí lo que a uno le gustaría comprender mejor.
Es lícito partir de un rasgo de carácter de los judíos que gobierna su relación con los demás. No hay duda de que tienen de sí mismos una opinión particularmente elevada, se consideran más nobles, de más alto nivel, superiores a los otros, de quienes se han segregado, además, por muchas de sus costumbres (ver nota(141)). Y a raíz de ello los anima tina particular seguridad en la vida, como la que proporcionaría la secreta posesión de un bien precioso, una suerte de optimismo; las personas piadosas lo denominarían «confianza en Dios».
Conocemos el fundamento de esta conducta y sabemos cuál es ese tesoro secreto. Se tienen, realmente, por el pueblo elegido de Dios, creen estar muy próximos a El, y esto los vuelve orgullosos y confiados. Según fidedignas noticias, ya se comportaban del mismo modo que hoy en épocas helenísticas. Por tanto, el judío ya estaba plasmado entonces, y los griegos, entre quienes y junto a quienes vivían, reaccionaron frente a la especificidad judía de la misma manera que los «pueblos anfitriones» de nuestro tiempo. Uno diría que reaccionaban como si también ellos creyeran en la preferencia que el pueblo de Israel reclamaba para sí. Si uno es el predilecto declarado del temido padre, no le asombrarán los celos de los hermanos; y adónde pueden conducir estos celos, bien lo muestra la saga judía de José y sus hermanos. Y la trayectoria de la historia universal pareció justificar la arrogancia judía, pues cuando luego Dios hubo de enviar a la humanidad un Mesías y Redentor, volvió a escogerlo entre el pueblo de los judíos. Los otros pueblos habrían podido decirse entonces: «Realmente tenían razón, son el pueblo elegido de Dios». Pero, en lugar de ello, aconteció que la redención por Jesucristo les trajo sólo un refuerzo de su odio a los judíos, mientras que estos últimos no obtuvieron ventaja alguna de esta segunda predilección, pues no reconocieron al Redentor.
Sobre la base de nuestras elucidaciones anteriores, nos está permitido aseverar que fue Moisés quien imprimió en el pueblo judío este rasgo, significativo para todo el futuro. Elevó su sentimiento de sí asegurándoles que eran el pueblo elegido de Dios, les impartió la santidad [cf. AE, 23, pág. 116] y los comprometió a segregarse de los demás. No es que a los otros pueblos les faltara sentimiento de sí. Lo mismo que hoy, cada nación se consideraba entonces mejor que las demás. Pero por obra de Moisés el sentimiento de sí de los judíos ancló en lo religioso, pasó a ser parte de su creencia religiosa. Por su vínculo particularmente estrecho con su Dios, adquirieron una participación en su grandiosidad. Y como nosotros sabemos que tras el Dios que escogió a los judíos y los libertó de Egipto está la persona de Moisés, que lo había hecho presuntamente por encargo de El, nos atrevemos a decir: fue un hombre, Moisés, quien creó a los judíos. A él le debe este pueblo su tenaz vitalidad, pero también buena parte de la hostilidad que ha experimentado y todavía experimenta.
El gran hombre
¿Cómo es posible que un solo hombre despliegue tan extraordinaria eficacia, que de unos individuos y familias independientes entre sí forme un pueblo, le imprima su carácter definitivo y determine su destino por milenios? ¿No es este supuesto un retroceso a la mentalidad de la que nacieron los mitos del héroe fundador y su culto, a épocas en que la historiografía se agotaba en la narración de hazañas y peripecias de personas individuales, gobernantes o conquistadores? Nuestra época se inclina más bien a reconducir los procesos de la historia humana a factores más escondidos, universales e impersonales: el constrictivo influjo de constelaciones económicas, los cambios en el modo de procurarse medios de sustento, los progresos en el uso de materiales e instrumentos, las migraciones ocasionadas por el aumento de la población y las alteraciones del clima. Y en ello a los individuos no les cabe otro papel que el de exponentes o representantes de aspiraciones de las masas, que de manera necesaria tenían que encontrar una expresión y la encontraron, en buena parte por obra del azar, en aquellas personas.
Esos puntos de vista están por entero justificados, pero nos dan ocasión para advertir sobre una sustantiva discordancia entre la postura de nuestro órgano del pensar y la organización del mundo, la cual debe ser aprehendida por medio de nuestro pensar. A nuestra necesidad de hallar causas, necesidad imperiosa en verdad, le satisface que todo proceso tenga una causa rastreable (ver nota(142)). Pero en la realidad efectiva, fuera de nosotros, difícilmente sea ese el caso; más bien, todo suceso parece estar sobredeterminado, se revela como el efecto de varias causas convergentes. Amedrentada por la inabarcable complicación del acontecer, nuestro estudio toma partido en favor de un nexo y en contra de otro, formula oposiciones que no existen y que nacieron sólo por el desgarramiento de tramas más comprensivas (ver nota(143)). Por tanto, si la indagación de un cierto caso nos prueba el sobresaliente influjo de una personalidad individual, no hemos de reprocharnos en nuestra conciencia moral haber afrentado con ese supuesto la doctrina que afirma la significatividad de aquellos factores universales, impersonales. En principio, hay espacio para ambas cosas. Respecto de la génesis del monoteísmo, en verdad, somos incapaces de apuntar otro factor externo que el ya mencionado, a saber, que este desarrollo se enlaza con el establecimiento de vínculos más íntimos entre diversas naciones y con la edificación de un gran imperio.
Guardemos, pues, para el «gran hombre».un lugar en la cadena o, más bien, en la red de las
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causaciones. Ahora bien, acaso no sea ocioso preguntarse por las condiciones bajo las cuales otorgamos ese título de honor. Y aquí, una sorpresa: no hallamos del todo fácil responder esa pregunta. Una primera formulación sería: «Cuando un hombre posee en medida muy alta las cualidades que más apreciamos»; pero evidentemente no acierta en ningún sentido. La belleza, por ejemplo, o la fuerza muscular, por envidiadas que sean, no proporcionan título alguno para la «grandeza». Habrán de ser, entonces, cualidades espirituales, excelencias psíquicas e intelectuales. Pero sobre estas últimas nos acude un reparo, pues no llamaríamos sin más «gran hombre» a quien descollara extraordinariamente en cualquier campo. No, sin duda, a un maestro de ajedrez ni al virtuoso de un instrumento musical. Pero tampoco llamaríamos con facilidad así a un destacado artista o investigador. En un caso como ese corresponde decir que se trata de un gran poeta, pintor, matemático o físico, un pionero en el campo de esta o estotra actividad, pero nos abstenemos de reconocer en él a un gran hombre. Entonces, cuando declaramos sin vacilar como grandes hombres a un Goethe, un Leonardo da Vinci o un Beethoven, es preciso que lo hagamos movidos por otra cosa que la admiración por sus grandiosas creaciones. Y si no topásemos con esos ejemplos, es probable que diéramos en la idea de que el título de «gran hombre» se reservaría por excelencia para hombres de acción -vale decir, conquistadores, jefes militares, gobernantes- y reconocería la grandeza de sus logros, la intensidad del efecto que de ellos parte. Pero también esto resulta insuficiente, y lo refuta por completo nuestra condena de tantas personas de nula valía a quienes, empero, no se les puede negar influjo sobre sus contemporáneos y la posteridad. Tampoco sería lícito escoger al éxito como signo distintivo de la grandeza; piénsese, si no, en el sinnúmero de grandes hombres que, lejos de tener éxito, han perecido en el infortunio.
Por lo dicho uno se inclina, provisionalmente, a decidir que no merece la pena buscar un contenido unívoco y preciso para el concepto de «gran hombre». No seria más que un reconocimiento, de aplicación vaga y discernido con bastante arbitrariedad, del desarrollo hiperdimensionado de ciertas cualidades humanas, muy cercano al sentido literal originario de la «grandeza». También podríamos acordarnos de que no nos interesa tanto la esencia del gran hombre cuanto averiguar la vía por la cual produce efectos sobre sus prójimos. No obstante, hemos de abreviar en todo lo posible esta indagación, ya que amenaza apartarnos demasiado de nuestra meta.
Admitamos, pues, que el gran hombre influye sobre sus prójimos por dos caminos: el de su personalidad y el de la idea por la cual aboga. Esta idea puede acentuar una antigua figura de deseo de las masas, mostrarles una meta nueva de deseo, o cautivarlas de alguna otra manera. En ocasiones -y es sin duda el caso más originario-, lo que influye es la personalidad sola, y la idea desempeña un papel ínfimo. En cuanto a saber por qué el gran hombre está destinado a cobrar significatividad, he ahí algo que en todo momento hemos tenido en claro. Sabemos que en la masa de seres humanos existe una fuerte necesidad de tener alguna autoridad que uno pueda admirar, ante la cual uno se incline, por quien sea gobernado y, llegado el caso, hasta maltratado. Por la psicología de los individuos hemos averiguado de dónde proviene esta necesidad de la masa. Es la añoranza del padre -añoranza inherente a todos desde su niñez-, de ese mismo padre a quien el héroe de la saga se gloria de haber vencido. Y ahora tenemos la vislumbre de un discernimiento, y es que todos los rasgos con que dotamos al gran hombre son rasgos paternos, y en esa coincidencia consiste la esencia de aquel, que en vano buscábamos. La claridad en el pensamiento, la fuerza de la voluntad, la pujanza en la acción, son constitutivas de la imagen del padre, pero, sobre todo, la autonomía e independencia del gran hombre, su divina desprevención, que puede extremarse hasta la falta de miramientos. Uno se ve forzado a admirarlo, tiene permitido confiar en él, pero no podrá dejar de temerlo. Debimos dejarnos guiar por la literalidad de la palabra: ¿quién otro que el padre pudo ser en la infancia el «gran hombre(144)»?
Sin duda alguna, fue un vigoroso arquetipo paterno el que en la persona de Moisés descendió hasta los pobres siervos judíos para asegurarles que ellos eran sus hijos amados. Y un efecto no menos avasallador hubo de ejercer sobre ellos la representación de un dios único, eterno, omnipotente, para el que no eran tan insignificantes y que por ende debió establecer una alianza, prometiéndoles velar por ellos si permanecían fieles a su culto. Es probable que no les resultara fácil separar la imagen del hombre Moisés de la del dios de él, y no erraba en esto su vislumbre, pues acaso Moisés había incluido en el carácter de su dios unos rasgos de su propia persona, como la irascibilidad y la intransigencia. Y cuando luego dieron muerte a este su grande hombre, no hicieron más que repetir un crimen que en tiempos primordiales se había instituido como ley contra el rey divino y que, como sabemos, se remontaba a un arquetipo todavía más antiguo (ver nota(145)).
Entonces, si por una parte la figura del gran hombre ha crecido hasta presentársenos como una figura divina, por la otra es tiempo de reparar en que también el padre fue hijo a su turno. Según lo hemos puntualizado, la gran idea religiosa subrogada por Moisés no era propiedad suya, pues la recibió de su rey Ikhnatón. Y este, cuya grandeza como fundador de religión está probada de manera indubitable, acaso siguiera unas incitaciones que pudieron llegarle -por mediación de su madre(146) o por otros caminos- del Asia más cercana o más lejana.
No podemos perseguir la cadena más lejos, pero si estos primeros eslabones han sido discernidos con acierto, la idea monoteísta volvió como si fuera un boomeranga su patria de origen. Así, parece infructuoso querer atribuir a un solo individuo el mérito de una idea nueva. Es evidente que muchos participaron en su desarrollo y contribuyeron a ella. Por otra parte, sería manifiesta injusticia interrumpir en Moisés la cadena de la causación y desdeñar los logros de sus sucesores y continuadores, los profetas judíos. La simiente del monoteísmo no había fructificado en Egipto; lo mismo habría podido acontecer en Israel, luego que el pueblo se sacudió esa religión gravosa y exigente. Pero del pueblo judío se elevaron una y otra vez hombres que refrescaron la empalidecida tradición, que renovaron las amonestaciones y demandas de Moisés y no descansaron hasta restaurar lo perdido. En el continuo empeño de siglos y, por último, por medio de dos grandes reformas, anterior una y posterior la otra al exilio babilónico, se consumó la mudanza del dios popular Yahvé en el Dios cuya veneración Moisés había impuesto a los judíos. Y es prueba de una particular aptitud psíquica en la masa que devino pueblo judío el haber producido tantas personas prontas a tomar sobre sí las cargas de la religión de Moisés a cambio de la recompensa de ser los elegidos, y acaso de otros premios de parecido rango.
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El progreso en la espiritualidad
(Ver nota(147))
Para producir efectos psíquicos duraderos en un pueblo no basta, evidentemente, asegurarle que la divinidad lo ha elegido. Es preciso probárselo de algún modo si es que ha de creer en ello y extraer consecuencias de esa fe. En la religión de Moisés, el éxodo de Egipto hizo las veces de tal prueba; Dios, o Moisés en su nombre, no cesó de invocar ese testimonio de gracia. La Pascua se instituyó para conservar el recuerdo de ese suceso, o, más bien, una fiesta antigua, preexistente, se llenó con el contenido de ese recuerdo. Sin embargo, no era más que un recuerdo, el éxodo pertenecía a un nebuloso pasado. En el presente, los signos del favor de Dios eran harto mezquinos, los destinos del pueblo indicaban más bien que este no poseía Su gracia. Los pueblos primitivos suelen deponer a sus dioses o aun castigarlos si no cumplen con su deber, si no les aseguran la victoria, la dicha y el bienestar. En todas las épocas, los reyes no recibieron diferente trato que los dioses; en esto se comprueba una antigua identidad, la génesis desde una raíz común. También los pueblos modernos suelen destronar a sus reyes cuando empañan el brillo de su reinado las derrotas, con sus consiguientes pérdidas de territorio y de dinero. Ahora bien, ¿por qué el pueblo de Israel dependía más y más sumisamente de su Dios mientras peor era tratado por este? He ahí un problema que dejaremos de lado por el momento.
Esto puede sugerirnos indagar si la religión de Moisés no había proporcionado al pueblo otra cosa que un acrecentado sentimiento de sí por la conciencia de su condición de elegido. Y, en realidad, es fácil descubrir un factor adicional. La religión también proporcionó a los judíos una representación de Dios mucho más grandiosa o, como se podría decir con mayor sobriedad, la representación de un Dios más grandioso. Quien creía en ese Dios participaba en cierta medida de su grandeza, tenía derecho a sentirse él mismo enaltecido. Esto no es del todo evidente para un incrédulo, pero acaso se lo aprehenda más fácilmente si nos remitimos al sentimiento orgulloso de un británico en un país extranjero que se ha vuelto inseguro a causa de una revuelta, sentimiento que faltará por completo al ciudadano de alguna pequeña ciudad de la Europa continental. Y es que el británico da por sentado que su Government enviará un buque de guerra si a él le tocan un pelo, y que los extranjeros lo saben muy bien, mientras que la pequeña ciudad no posee barco de guerra alguno. El orgullo por la grandeza del British Empire tiene también una raíz, por tanto, en la conciencia de la mayor seguridad, de la protección de que goza el británico individual. Quizá suceda algo semejante a raíz de la representación del Dios grandioso, y como es bien raro ser requerido para asistir a Dios en la administración del universo, el orgullo por la grandeza de Dios confluye con el de ser el elegido.
Entre los preceptos de la religión de Moisés hay uno mucho más sustantivo de lo que a primera vista parece. Es la prohibición de crearse imágenes de Dios, o sea, la compulsión a venerar a un Dios al que uno no puede ver. [Cf. AE, 23, pág. 25.] Conjeturamos que en este punto Moisés sobrepujó el rigor de la religión de Atón; acaso sólo quiso ser consecuente, y que entonces su Dios no tuviera ni nombre ni rostro, o acaso se trató de una nueva cautela contra abusos mágicos (ver nota(148)). Ahora bien, aceptada esta prohibición, ella no pudo menos que ejercer un profundo efecto. Es que significaba un retroceso de la percepción sensorial frente a una representación que se diría abstracta, un triunfo de la espiritualidad sobre la sensualidad; en rigor: una renuncia de lo pulsional con sus consecuencias necesarias en lo psicológico.
Para hallar creíble esto que no parece evidente a primera vista, es preciso recordar otros procesos de igual carácter en el desarrollo de la cultura humana. El más temprano de ellos, acaso el más importante, se pierde en la oscuridad del tiempo primordial. Son sus asombrosos efectos los que nos constriñen a aseverarlo. En nuestros niños, en los adultos neuróticos, así como en los pueblos primitivos, observamos el fenómeno anímico al que designamos creencia en la «omnipotencia de los pensamientos». Según nuestro juicio, es una sobrestimación del influjo que nuestros actos anímicos, los intelectuales en nuestro caso, pueden ejercer sobre la alteración del mundo exterior. En el fondo, toda magia, la precursora de nuestra técnica, descansa sobre esta premisa. A ella pertenece también todo ensalmo de las palabras, así como el convencimiento sobre el poder que va conectado al conocimiento de un nombre o a su declaración. Suponemos que la «omnipotencia de los pensamientos» era la expresión del orgullo de la humanidad por el desarrollo del lenguaje, que tuvo por secuela una tan extraordinaria promoción de las actividades intelectuales. Se inauguraba el nuevo reino de la espiritualidad, en el que representaciones, recuerdos y procesos de razonamiento se volvían decisivos por oposición a la actividad psíquica inferior, que tenía por contenido percepciones inmediatas de los órganos sensoriales. Fue, sin lugar a dudas, una de las etapas más importantes en el camino de la hominización [cf. AE, 23, pág. 72].
Mucho más palpable nos aparece otro proceso de un tiempo posterior. Bajo el influjo de factores externos que no necesitamos rastrear aquí y que, por añadidura, en parte no se conocen bien, aconteció que el régimen de la sociedad matriarcal fue relevado por el patriarcal, a lo cual se conectaba, desde luego, un trastrueque de las relaciones jurídicas que imperaban hasta entonces. Se cree registrar todavía el eco de esta revolución en la Orestíada, de Esquilo(149). Ahora bien, esta vuelta de la madre al padre define además un triunfo de la espiritualidad sobre la sensualidad, o sea, un progreso de la cultura, pues la maternidad es demostrada por el testimonio de. los sentidos, mientras que la paternidad es un supuesto edificado sobre un razonamiento y sobre una premisa. La toma de partido que eleva el proceso del pensar por encima de la percepción sensible se acredita como un paso grávido en consecuencias.
En algún momento entre los dos sucesos antes mencionados(150) ocurrió otro que muestra el mayor parentesco con el indagado por nosotros en la historia de la religión. El ser humano se vio movido a reconocer dondequiera unos poderes «espirituales », es decir, que no se podían aprehender con los sentidos (en particular la vista), no obstante lo cual exteriorizaban efectos indudables, y aun hiperintensos. Si nos es lícito confiar en el testimonio del lenguaje, fue el aire en movimiento lo que proporcionó el modelo de la espiritualidad, pues el espíritu toma prestado su nombre del soplo de viento (animus, spiritus (ver nota(151)); en hebreo: ruach, soplo). Ello implicaba el descubrimiento del alma como el principio espiritual en el individuo. La observación reencontró el aire en movimiento en la respiración del hombre, que cesaba con la muerte; todavía hoy el moribundo «espira su alma». Así pues, se inauguraba para el ser humano el reino de los espíritus; estaba pronto a atribuir a todo lo otro en la naturaleza el alma que había descubierto dentro de sí. Fue animado el universo entero, y la ciencia, que advino tanto tiempo
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después, harto trabajo tuvo para volver a desanimar una parte del universo, y ni siquiera hoy ha llevado a su término esa tarea.
En virtud de la prohibición mosaica, Dios fue enaltecido a un estadio superior de la espiritualidad; así se inauguraba el camino para ulteriores cambios en la representación de Dios, de que luego hablaremos. Por ahora, nos ocuparemos de otro efecto de aquella prohibición. Todos estos progresos en la espiritualidad tienen por resultado acrecentar el sentimiento de sí de la persona, volverla orgullosa, haciéndola sentirse superior a otros que permanecen cautivos de la sensualidad. Sabemos que Moisés había trasmitido a los judíos el sentimiento arrogante de ser un pueblo elegido; en virtud de la desmaterialización de Dios se agregó una nueva y valiosa pieza al tesoro secreto del pueblo. Los judíos conservaron la orientación hacia intereses espirituales; el infortunio político de la nación les enseñó a estimar en todo su valor el único patrimonio que les había quedado: su escritura. Inmediatamente después de la destrucción del templo de Jerusalén por Tito, el rabino Johanán ben Zakkai obtuvo el permiso para inaugurar la primera escuela de la Torá en Iabne (ver nota(152)). En lo sucesivo fueron la Sagrada Escritura y el empeño espiritual en torno de ella lo que mantuvo cohesionado al pueblo disperso.
Hasta aquí, lo consabido y admitido por todos. Sólo he querido agregar que este desarrollo característico de la esencia judía fue introducido por la prohibición de Moisés de venerar a Dios en una figura visible.
La precedencia que durante unos dos mil años se otorgó a los empeños espirituales dentro de la vida del pueblo judío tuvo, desde luego, su efecto: ayudó a poner diques a la rudeza y la inclinación a la violencia que suelen instalarse donde el desarrollo de la fuerza muscular es el ideal del pueblo. La armonía en la configuración de actividad espiritual y corporal, como la alcanzada por el pueblo griego, permaneció denegada a los judíos. Pero en la disyuntiva se decidieron, al menos, por lo más valioso(153).
Renuncia de lo pulsional
No es evidente, ni es inteligible sin más, la razón por la cual un progreso en la espiritualidad, un relegamiento de la sensualidad, haya de elevar la conciencia de sí de una persona o de un pueblo. Ello parece presuponer un determinado patrón de valores, y otra persona o instancia que lo aplique. Para aclararlo, acudamos a un caso análogo tomado de la psicología del individuo, un caso que hemos llegado a entender.
Si en un ser humano el ello eleva una exigencia pulsional de naturaleza erótica o agresiva, lo más simple y natural es que el yo, que tiene a su disposición el aparato cognitivo y muscular, la satisfaga por medio de una acción. Esta satisfacción de la pulsión será sentida por el yo como un placer, así como la insatisfacción sin duda alguna se habría convertido en fuente de un displacer. Pues bien; puede darse el caso de que el yo omita satisfacer la pulsión por miramiento a obstáculos exteriores, a saber, si intelige que la acción correspondiente provocaría un serio peligro para el yo. Semejante abstención de satisfacer, semejante renuncia de lo pulsional a consecuencia de una disuasión exterior -diríamos: en obediencia al principio de realidad-, en ningún caso es placentera. La renuncia de lo pulsional tendría por consecuencia una duradera tensión de displacer, de no conseguirse rebajar la intensidad pulsional misma por medio de unos desplazamientos de energía. Ahora bien, esa renuncia de lo pulsional puede ser arrancada también por otras razones, unas razones que tenemos derecho a llamar interiores. En el curso del desarrollo individual, una parte de los poderes inhibidores situados en el mundo exterior es interiorizada, se forma dentro del yo una instancia que se contrapone a lo restante observando, criticando y prohibiendo. Llamamos superyó a esa nueva instancia. En lo sucesivo, el yo, antes de poner en obra las satisfacciones pulsionales requeridas por el ello, tiene que tomar en consideración no sólo los peligros del mundo exterior sino también el veto del superyó, y en esa misma medida tendrá más ocasiones para omitir la satisfacción pulsional. Pero mientras que la renuncia de lo pulsional debida a razones externas es sólo displacentera, lo que ocurre por razones interiores, por obediencia al superyó, tiene otro efecto económico. Además de la inevitable consecuencia de displacer, le trae al yo también una ganancia de placer, por así decir una satisfacción sustitutiva. El yo se siente enaltecido, la renuncia de lo pulsional lo llena de orgullo como una operación valiosa. Creemos comprender el mecanismo de esta ganancia de placer. El superyó es sucesor y subrogador de los progenitores (y educadores) que vigilaron las acciones del individuo en su primer período de vida; continúa las funciones de ellos casi sin alteración. Mantiene al yo en servidumbre, ejerce sobre él una presión permanente. Lo mismo que en la infancia, el yo se cuida de arriesgar el amor del amo, siente su reconocimiento como liberación y satisfacción, y sus reproches, como remordimiento de la conciencia moral. Cuando el yo le ha ofrendado al superyó el sacrificio de una renuncia de lo pulsional, espera a cambio, como recompensa, ser amado más por él. Siente como orgullo la conciencia de merecer este amor. En el tiempo en que la autoridad todavía no estaba interiorizada como superyó, el vínculo entre amenaza de pérdida de amor y exigencia pulsional acaso fue 'el mismo. Sobrevenía un sentimiento de seguridad y de satisfacción cuando uno había producido una renuncia de lo pulsional por amor a los progenitores. Este sentimiento bueno sólo pudo cobrar el carácter del orgullo, que es específicamente narcisista, luego que la autoridad misma hubo devenido parte del yo.
¿En qué nos ayuda este esclarecimiento de la satisfacción por una renuncia de lo pulsional para entender el proceso que queremos estudiar, a saber, la elevación de la conciencia de sí a raíz de progresos en la espiritualidad? Al parecer, en muy poco. Las constelaciones son del todo diversas. No se trata de renuncia alguna de lo pulsional, y no hay ahí una persona segunda o instancia por amor de la cual se haga el sacrificio. Pero respecto de este segundo aserto, enseguida entramos a vacilar. Se puede decir que justamente el gran hombre es la autoridad por cuyo amor uno consuma el logro, y puesto que a su vez él ejerce una acción eficiente merced a su semejanza con el padre, no cabe asombrarse de que en la psicología de las
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masas le corresponda el papel del superyó. Y esto también valdría, por tanto, para Moisés en su relación con el pueblo judío. En otros puntos, sin embargo, no quiere establecerse una analogía justa. El progreso en la espiritualidad consiste en decidirse uno contra la percepción sensorial directa en favor de los procesos intelectuales llamados superiores, vale decir, recuerdos, reflexiones, razonamientos; determinar, por ejemplo, que la paternidad es más importante que la maternidad, aunque no pueda ser demostrada, como esta última, por el testimonio de los sentidos. Por eso el hijo debe llevar el nombre del padre y heredar patrilinealmente. O así: nuestro dios es el más grande y el más poderoso, aunque sea invisible como los vientos del huracán y las almas. El rechazo de una exigencia pulsional sexual o agresiva parece ser algo por entero diferente. Y, por otra parte, en muchos progresos de lo espiritual (p. ej., el triunfo del derecho paterno) no se puede rastrear qué autoridad habría impartido el criterio según el cual algo debiera considerarse superior. El padre no puede ser en este caso, pues sólo es enaltecido y recibe autoridad merced al progreso. Estamos, por tanto, ante el fenómeno de que en el desarrollo de la humanidad lo sensual es avasallado poco a poco por lo espiritual y los seres humanos se sienten orgullosos y enaltecidos por cada progreso en ese sentido. Pero uno no sabe decir por qué habría de ser así. Y luego sucede, además, que la espiritualidad misma es avasallada por el fenómeno emocional, de todo punto enigmático, de la creencia. Es el famoso «Credo quia absurdum» [cf. AE, 23, págs. 81-2]; y también quien ha producido esto lo ve como un logro supremo. Acaso lo común a todas estas situaciones psicológicas sea algo diverso. Acaso el ser humano declare superior simplemente aquello que es más difícil, y su orgullo no sea más que el narcisismo acrecentado por la conciencia de haber superado una dificultad.
Son estas, por cierto, unas elucidaciones poco fecundas, y uno podría creer que no tienen nada que ver con nuestra indagación sobre aquello que ha comandado el carácter del pueblo judío. Si así fuera, sólo redundaría en nuestra ventaja, pero cierta pertinencia respecto de nuestro problema se trasluce en un hecho que más adelante volverá a ocuparnos. La religión que se ha iniciado prohibiendo hacer imágenes de Dios se desarrolla cada vez más, en el curso de los siglos, como una religión de la renuncia de lo pulsional. No era que exigiese la abstinencia sexual; se conformaba con una restricción marcada de la libertad sexual. Pero Dios es apartado por completo de la sexualidad y enaltecido al ideal de una perfección ética. Ahora bien, ética es limitación de lo pulsional. Los profetas no se cansan de amonestar que Dios no demanda de su pueblo más que una vida justa y virtuosa, o sea, una abstención de todas las satisfacciones pulsionales que aún la moral de nuestros días sigue condenando por viciosas. Y hasta la exigencia de creer en él parece relegada frente a la seriedad de estos requerimientos éticos. Así, la renuncia de lo pulsional parece desempeñar un sobresaliente papel dentro de la religión, aunque no surja en ella desde el comienzo.
Ahora bien, aquí corresponde disipar un posible malentendido. Podría parecer que la renuncia de lo pulsional -y la ética fundada en ella- no pertenece al contenido esencial de la religión; empero, se conecta genéticamente con esta última de modo muy íntimo. El totemismo [cf. AE, 23, págs. 77 y sigs.], la primera forma de religión que conocemos, conlleva como patrimonio indispensable del sistema cierto número de mandamientos y prohibiciones que, desde luego, no significan otra cosa que una renuncia de lo pulsional: la veneración del tótem, que incluye la prohibición de hacerle daño o matarlo; la exogamia, esto es, la renuncia, dentro de la propia horda, a la madre y las hermanas anheladas con pasión; la concesión de derechos iguales a todos los miembros de la liga de hermanos, vale decir, unos límites impuestos a la tendencia a la rivalidad violenta entre ellos. En estas estipulaciones no podemos menos que ver los comienzos de un orden ético y social. No se nos escapa que se hacen valer aquí dos diversas motivaciones. Las dos primeras' prohibiciones van en el sentido del padre eliminado, por así decir prolongan su voluntad; el tercer mandamiento, que establece la igualdad de derechos entre los hermanos de la liga, prescinde del padre, se justifica por invocación a la necesidad de dotar de permanencia al orden nuevo, nacido tras la eliminación del padre. De otro modo habría sido inevitable la recaída en el estado anterior. Aquí los mandamientos sociales se separan de los otros, que, como tendríamos derecho a decir, provienen directamente de vínculos religiosos.
En el desarrollo compendiado del individuo se repite la pieza esencial de aquel proceso. También en él es la autoridad de los progenitores -en lo esencial la del padre irrestricto, que amenaza con el poder de castigar- la que reclama del hijo una renuncia de lo pulsional y establece para él lo que le está permitido y lo que tiene prohibido. Aquello que con respecto al niño se denomina «juicioso» o «díscolo» es llamado luego, cuando la sociedad y el superyó han entrado en escena en lugar de los progenitores, «bueno» o «malo», «virtuoso» o «vicioso», Pero siempre se trata de lo mismo: una renuncia de lo pulsional impuesta por la presión de la autoridad que sustituye y prolonga al padre.
Estas intelecciones se profundizan más si emprendemos una indagación sobre el asombroso concepto de lo sagrado(154). ¿Qué nos aparece en verdad como sagrado, elevándose sobre otras cosas por las que tenemos sumo aprecio y a las que reconocemos significación? Por un lado, es inequívoco el nexo de lo sagrado con lo religioso; se lo destaca con insistencia: todo lo religioso es sagrado, es lisa y llanamente el núcleo de la sacralidad, Por otra parte, enturbian nuestro juicio los numerosos intentos de reclamar sacralidad para muchas otras cosas -personas, instituciones, desempeños- que poco tienen que ver con la religión. Tales intentos están al servicio de tendencias manifiestas. Partamos del carácter de prohibido, que con tanta firmeza adhiere a lo sagrado. Evidentemente, lo sagrado es algo que no es lícito tocar. Una prohibición sagrada posee un intensísimo tinte afectivo, pero ello, en verdad, sin un fundamento ajustado a la ratio. En efecto, ¿por qué sería un crimen muy grave cometer incesto con una hija
o una hermana, por qué sería este comercio sexual muchísimo más maligno que cualquier otro? (ver nota(155)). Si uno inquiere por tal fundamento, oirá sin duda que todos nuestros sentimientos se revuelven contra ello. Pero esto sólo significa que se tiene a la prohibición por cosa obvia, que uno no sabe fundamentar.
Es bastante fácil probar la nulidad de semejante explicación. Lo que, según se supone, afrentaría nuestros sentimientos más sagrados era costumbre universal en las familias gobernantes del antiguo Egipto y otros pueblos anteriores; se diría que era un uso sagrado. Se daba por sentado que el faraón hallaría en su hermana a su primera y más noble esposa, y los tardíos sucesores de los faraones, los Ptolomeos de origen griego, no vacilaron en' imitar ese arquetipo. Así nos vemos llevados a inteligir más bien que el incesto -entre hermano y hermana, en este caso- era un privilegio que no poseían los comunes mortales, pues estaba reservado a los reyes, subrogantes de los dioses, de igual modo, el universo de las sagas griegas y germanas no tomaba a escándalo tales vínculos incestuosos. Es lícito conjeturar que la angustiosa conservación de la pureza de sangre en nuestra nobleza es un residuo de aquel antiguo privilegio, y se puede comprobar que hoy Europa está regida por una o dos familias a consecuencia del apareamiento consanguíneo durante tantas generaciones, en sus más altos estratos sociales.
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La referencia al incesto entre dioses, reyes y héroes contribuye también a liquidar otro ensayo: el que pretendiera explicar en términos biológicos el horror al incesto, reconducirlo a un oscuro saber sobre los perjuicios del apareamiento consanguíneo. Pero ni siquiera es seguro que exista ese efecto dañino, y todavía menos que los primitivos lo hubieran discernido y reaccionaran por su causa. Y por otra parte, la incertidumbre en la estipulación de los grados de parentesco permitidos y prohibidos no abona el supuesto de un «sentimiento natural» como razón primordial del horror al incesto.
La prehistoria por nosotros construida nos impone otra explicación. El mandamiento de la exogamia, cuya expresión negativa es el horror al incesto, responde a la voluntad del padre y la prolonga tras la eliminación de él. De ahí la intensidad de su tono afectivo, y la imposibilidad de darle un fundamento acorde a laratio; de ahí, por tanto, su carácter sagrado. Quedamos en la confiada expectativa de que el estudio de todos los otros casos de prohibición sagrada arroje el mismo resultado que el del horror al incesto, y que en su origen lo sagrado no sea otra cosa que la voluntad prolongada del padre primordial. Así se echaría luz también sobre la ambivalencia, no entendida hasta ahora, de las palabras que expresan el concepto de lo sagrado. Es la ambivalencia que gobierna toda la relación con el padre. «Sacer» {en latín} no sólo significa «sagrado», «santificado», sino también algo que podríamos traducir por «impío», «aborrecible» («auri sacra fames(156)»). Ahora bien, la voluntad del padre no sólo era algo incues tionable, que se debía honrar, sino también algo ante lo cual uno se encogía porque demandaba una dolorosa renuncia de lo pulsional. Si ahora nos enteramos de que Moisés «santificó» [AE, 23, pág. 29] a su pueblo al impartirle la costumbre de la circuncisión, comprenderemos el sentido profundo de lo que se afirma. La circuncisión es el sustituto simbólico de la castración que el padre primordial fulminó sobre sus hijos varones desde su total plenipotencia; y quien así recibía ese símbolo mostraba estar dispuesto a someterse a la voluntad del padre, aunque este le impusiese el más doloroso de los sacrificios.
Para volver a la ética, diríamos a modo de conclusión: una parte de sus preceptos se justifican con arreglo a la ratio por la necesidad de deslindar los derechos de la comunidad frente a los individuos, los derechos de estos últimos frente a la sociedad, y los de ellos entre sí. Sin embargo, lo que en la ética nos aparece grandioso, misterioso, cosa místicamente evidente, debe tales caracteres a su nexo con la religión, a su origen en la voluntad del padre.
La sustancia de verdad de la religión
¡Cuán envidiables aparecen ante nosotros, pobres de fe, aquellos investigadores convencidos de que existe un ser supremo! Para este gran espíritu, el universo no esconde problema alguno, porque él mismo ha creado todos sus dispositivos, ¡Cuán abarcadoras, exhaustivas y definitivas son las doctrinas de los creyentes por comparación con los laboriosos, mezquinos y fragmentarios intentos de explicación, lo máximo que nosotros podemos producir! El espíritu divino, que es por otra parte el ideal de una perfecta ética, ha implantado en los seres humanos la noticia de ese ideal y al mismo tiempo el esfuerzo por igualar su ser a su ideal. Sienten de una manera inmediata lo que es alto y noble, y lo que es inferior y ordinario. Su vida sensible se acomoda según la distancia a que estén del ideal en cada caso. Este les aporta elevada satisfacción cuando se le aproximan, por así decir en el perihelio; y los castiga con un serio displacer cuando, en el afelio, se le distancian. Así de simples y de inconmovibles están establecidas todas las cosas. Sólo nos cabe lamentar que ciertas experiencias vitales y observaciones del mundo nos impidan aceptar la premisa de semejante ser supremo. Como si el universo no presentara suficientes enigmas, se nos propone por añadidura la tarea de comprender de qué manera aquellos otros pudieron adquirir la creencia en el ser divino, y de dónde cobró esta creencia su poder enorme, que avasalla «razón y ciencia(157)».
Volvamos al problema más modesto que nos ha venido ocupando. Queríamos explicar de dónde proviene el peculiar carácter del pueblo judío, que verosímilmente le permitió conservarse hasta nuestros días. Hallamos que Moisés les acuñó ese carácter dándoles una religión que elevó su sentimiento de sí hasta el punto de creerse superiores a todos los otros pueblos. Y luego se conservaron manteniéndose ajenos a los demás. En esto las mezclas de sangre perturbaban poco, pues lo que preservaba su cohesión era un factor ideal, la posesión en común de determinados bienes intelectuales y emocionales. La religión de Moisés tuvo ese efecto porque: 1) hizo participar al pueblo de la grandiosidad de una nueva representación de Dios; 2) aseveraba que este pueblo había sido elegido por ese gran Dios y estaba destinado a recibir las pruebas de su favor particular, y 3) constriñó al pueblo a progresar en la espiritualidad, lo cual, asaz significativo por sí mismo, inauguró además el camino hacia la alta estima por el trabajo intelectual y hacía ulteriores renuncias de lo pulsional.
He ahí nuestro resultado, y aunque no queramos retractarnos de él en nada, no podemos disimularnos que tiene algo de insatisfactorio. La causación, por así decir, no lo recubre; el hecho que pretendemos explicar parece de un orden de magnitud diferente de todo aquello a través de lo cual lo explicamos. ¿Podrá ser que todas las indagaciones que hemos realizado hasta aquí no pusieran de manifiesto la motivación entera, sino sólo un estrato de ella en alguna medida superficial, tras el que aguarda ser descubierto todavía otro factor muy sustantivo? Estamos preparados para algo así, dada la extraordinaria complejidad de toda causación en la vida y el acontecer histórico.
El acceso a esa motivación más profunda se abre en un preciso lugar de las elucidaciones que preceden. La religión de Moisés no ha ejercido sus efectos de una manera inmediata, sino asombrosamente indirecta. Esto no se refiere a que no obrara enseguida, a que necesitara largo tiempo, siglos, para desplegar su pleno efecto, pues eso es algo que se comprende de suyo tratándose de la acuñación del carácter de un pueblo. Antes bien, aquella limitación se circunscribe al hecho que hemos extraído de la historia religiosa judía o, si se quiere, que hemos introducido en ella: hemos dicho que el pueblo judío, pasado cierto tiempo, volvió a
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sacudirse la religión de Moisés -no podemos colegir si por completo o conservando algunos de sus preceptos-. Con el supuesto de que, en las largas épocas de la toma de posesión de Canaán y de la lucha contra los pueblos que ahí habitaban, la religión de Yahvé no se distinguía en lo esencial del culto a los otros baalim [cf. AE, 23, pág. 67], nos situamos en un terreno histórico-vivencial a pesar de los empeños de posteriores tendencias por velar ese bochornoso estado de cosas.
Pero la religión de Moisés no se había sepultado sin dejar huellas; se había conservado como un recuerdo de ella, oscurecido y desfigurado, apoyado quizá por antiguos escritos entre algunos miembros de la casta sacerdotal. Y esta tradición de un gran pasado fue lo que continuó produciendo efectos desde el trasfondo, poco a poco cobró cada vez más poder sobre los espíritus y al fin logró mudar al dios Yahvé en el dios de Moisés, llamando de nuevo a la vida a la religión de Moisés, instituida muchos siglos antes y abandonada luego.
En secciones anteriores de este ensayo [cf. AE, 23, págs. 69-99] hemos elucidado el supuesto que parece irrecusable para que podamos conceptualizar semejante logro de la tradición.
El retorno de lo reprimido
Hay una multitud de procesos similares entre aquellos de que nos ha dado noticia la exploración analítica de la vida anímica. De estos, a una parte se los llama patológicos y a otra parte se los incluye en la diversidad de lo normal. Pero ello poco importa, pues las fronteras entre ambos no son netas, los mecanismos son en vasta medida los mismos; y es mucho más importante que las alteraciones en cuestión se consumen en el yo mismo o se le contrapongan como algo ajeno, en cuyo caso son llamadas síntomas.
Del abundante material destaco, en primer lugar, casos que se refieren al desarrollo del carácter. Tomemos a la joven que se ha dado a la más decidida oposición frente a su madre, cultiva todas las cualidades que se echan de menos en esta y evita todo cuanto a ella recuerda. Tenemos derecho a completar que en años más tempranos, como toda niña, había emprendido una identificación con la madre y ahora se le subleva enérgicamente. Pero cuando esta muchacha se casa, y ella misma deviene esposa y madre, no hemos de asombrarnos si empieza a volverse cada vez más semejante a su madre enemiga, hasta que al fin se restablece de una manera inequívoca la vencida identificación-madre. Lo mismo acontece en el varón, y aun el gran Goethe, que en la época de despliegue de su genio sin duda menospreció a su padre rígido y pedante, de anciano desarrolló unos rasgos que pertenecían al cuadro de carácter de aquel. El resultado puede ser todavía más llamativo cuando es más aguda la oposición entre las dos personas. Un joven a quien el destino le deparó criarse junto a un padre indigno, se desarrolló primero, en desafío a él, como un hombre virtuoso, confiable y honorable. En el apogeo de su vida su carácter sufrió un vuelco, y desde entonces se comportó como si hubiera tomado como modelo a ese mismo padre. Para no perder el nexo con nuestro tema, es preciso tener presente que en el comienzo de un decurso así se sitúa siempre una identificación con el padre en la temprana infancia. Expulsada luego, y aun sobrecompensada, al final vuelve a abrirse paso.
Hace tiempo que se ha vuelto patrimonio común saber que las vivencias de los primeros cinco años cobran un influjo de comando sobre la vida, al que nada posterior contrariará. Acerca del modo en que estas impresiones tempranas se afirman contra todas las injerencias de épocas más maduras habría mucho para decir, digno de ser sabido, pero no vendría al caso aquí. Sin embargo, puede que resulte menos familiar lo siguiente: la influencia compulsiva más intensa proviene de aquellas impresiones que alcanzaron al niño en una época en que no podemos atribuir receptividad plena a su aparato psíquico. Del hecho mismo no cabe dudar, pero es tan asombroso que quizá la comparación con una impresión fotográfica, que puede ser desarrollada y mudada en una imagen luego de un intervalo cualquiera, nos facilite el entenderlo. Comoquiera que fuese, nos agradará señalar que un creador literario rebosante de fantasía, con la audacia consentida a los poetas, se ha anticipado a este incómodo descubrimiento nuestro.
E. T. A. Hoffmann solía reconducir la riqueza de figuras que se le ofrecían para sus creaciones literarias a la alternancia de imágenes e impresiones que él, lactando aún del pecho materno, había vivenciado durante un viaje de varías semanas en coche-correo (ver nota(158)). Lo que los niños han vivenciado a la edad de dos años, sin entenderlo entonces, pueden no recordarlo luego nunca, salvo en sueños; sólo mediante un tratamiento psicoanalítico puede volvérseles consabido. Pero en algún momento posterior irrumpe en su vida con impulsos obsesivos, dirige sus acciones, les impone simpatías y antipatías, y con harta frecuencia decide sobre su elección amorosa, tan a menudo imposible de fundamentar con arreglo a la ratio. Son inequívocos los dos puntos en que estos hechos se tocan con nuestro problema.
En primer lugar, por lo remoto en el tiempo(159), que aquí es discernido como el genuino factor decisivo -p. ej., en el estado particular del recuerdo, que respecto de estas vivencias infantiles clasificamos como «inconciente»- Sobre esto, esperamos encontrar una analogía con el estado que pretendemos atribuir a la tradición dentro de la vida anímica del pueblo. No era fácil, claro, introducir la representación de lo inconciente en la psicología de las masas.
[En segundo lugar] los mecanismos que llevan a la formación de neurosis ofrecen contribuciones regulares a los fenómenos que indagamos. También aquí los sucesos decisivos entran en escena en la primera infancia, pero el acento no recae en este caso sobre el tiempo, sino sobre el proceso que salió al encuentro de ese suceso: sobre la reacción frente a este. En una exposición esquemática uno puede decir: Debido a la vivencia se eleva una demanda pulsional que pide satisfacción. El yo rehusa esta última, sea porque lo paralice la magnitud de la demanda, sea por discernir en ella un peligro. De esos dos fundamentos, el primero es el más originario; ambos desembocan en la evitación de una situación de peligro(160). El yo se defiende del peligro mediante el proceso de la represión. La moción pulsional es inhibida de algún modo, y es olvidada la ocasión, junto con las percepciones y representaciones
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pertinentes. Sin embargo, el proceso no concluye con esto: o la pulsión ha conservado su intensidad, o rehace sus fuerzas, o es despertada por una nueva ocasión. Renueva entonces su demanda, y como aquello que podemos llamar la cicatriz de represión le mantiene cerrado el camino hacía la satisfacción normal, se facilita en alguna parte, por un lugar débil, otro camino hacia una satisfacción llamada «sustitutiva», que ahora sale a la luz como un síntoma sin la aquiescencia del yo, pero también sin que el yo entienda de qué se trata. Todos los fenómenos de la formación de síntoma pueden describirse con buen derecho como un «retorno de lo reprimido(161)». Ahora bien, su carácter saliente es la vasta desfiguración que lo retornante ha experimentado por comparación con lo originario. Podría creerse que con este último grupo de hechos nos hemos distanciado excesivamente de la semejanza con la tradición. Mas no hemos de arrepentirnos, pues así nos aproximamos a los problemas de la renuncia de lo pulsional.
La verdad históríco-vivencial
Hemos emprendido todas estas digresiones psicológicas para volvernos creíble que la religión de Moisés produjera su efecto sobre el pueblo judío sólo en calidad de tradición. Quizá no hayamos obtenido más que una cierta verosimilitud. Pero supongamos haber alcanzado la demostración plena; pese a ella, nos queda la impresión de haber cumplido sólo con el factor cualitativo, no con el cuantitativo. A todo cuanto se refiere a la génesis de una religión, por cierto que también la judía, le es propio algo grandioso que las explicaciones que hasta aquí llevamos dadas no han recubierto. Es que por fuerza tuvo que participar otro factor del que hay pocos análogos y ninguno homogéneo, algo único y del mismo orden de magnitud que lo que de él devino, la religión misma. [Cf. AE, 23, pág. 119.]
Intentemos aproximarnos al problema desde el lado contrario. Comprendemos que el primitivo necesite de un dios como creador del universo, autoridad de la estirpe y tutelador personal. Este dios tiene su lugar tras los padres difuntos [de la estirpe], de quienes la tradición todavía sabe decir algo. El hombre de épocas posteriores, el de nuestro tiempo, se comporta de igual modo. También él, aun de adulto, sigue siendo infantil y menesteroso de protección; cree no poder prescindir del apoyo en su dios. Hasta aquí, todo es indiscutido. Pero es menos fácil comprender por qué había de existir un dios único, por qué justamente el progreso del henoteísmo(162) al monoteísmo adquiere esa avasalladora significación. Es cierto que, según dijimos [AE, 23, págs. 103 y 119], el creyente participa en la grandeza de su dios, y cuanto más grande sea este, tanto más confiará en la protección que es capaz de dispensarle. Pero el poder de un dios no tiene por premisa necesaria su unicidad. Muchos pueblos sólo veían un enaltecimiento de su dios supremo en el hecho de gobernar él sobre otras divinidades subordinadas, y no lo consideraban empequeñecido por que existieran además otros dioses. Y, por otra parte, importaba un sacrificio de intimidad que ese dios deviniera universal y cuidara de todos los países y pueblos. Por así decir, uno compartía su dios con los extranjeros, y no podía menos que resarcirse con esta reserva: uno era el predilecto. Que la representación del dios único significaba por sí misma un progreso en la espiritualidad sería otro argumento, pero no se le puede atribuir tanta importancia.
Ahora bien, los creyentes saben llenar con suficiencia esta manifiesta laguna en la motivación. Dicen: La idea de un dios único ha ejercido un efecto tan avasallador sobre los hombres por ser ella un fragmento de la verdad eterna que, largo tiempo oculta, salió por fin a la luz y entonces no pudo menos que arrastrar a todos consigo. Tenemos que admitirlo; un factor de esta índole es, en definitiva, conmensurable con la magnitud del asunto y del resultado.
También nosotros querríamos aceptar esa solución. Pero tropezamos con un reparo. El argumento piadoso descansa sobre una premisa optimista-idealista. No se ha demostrado en otros campos que el intelecto humano posea una pituitaria particularmente fina para la verdad, ni que la vida anímica de los hombres muestre una inclinación particular a reconocer la verdad. Antes al contrario, hemos experimentado que nuestro intelecto se extravía muy pronto sin aviso alguno, y que con la mayor facilidad, y sin miramiento por la verdad, creemos en aquello que es solicitado por nuestras ilusiones de deseo. Por eso hemos de restringir aquella aceptación nuestra. También nosotros creemos que la solución de los creyentes contiene la verdad, pero no la verdad material sino la verdad histórico-vivencial. Y nos atribuimos el derecho de corregir cierta desfiguración que esta verdad ha experimentado con su retorno. Esto es: no creemos que hoy exista un único gran dios, sino que en tiempos primordiales hubo una única persona que entonces debió de aparecer hipergrande, y que luego ha retornado en el recuerdo de los seres humanos enaltecida a la condición divina.
Habíamos supuesto que la religión de Moisés fue primero desestimada y a medias olvidada, y luego irrumpió como tradición. Ahora suponemos que ese proceso se repetía entonces por segunda vez. Cuando Moisés aportó al pueblo la idea del dios único, ella no era nada nuevo, sino que significaba la reanimación de una vivencia de las épocas primordiales de la familia humana, desaparecida desde largo tiempo de la memoria conciente de los hombres. Pero había sido tan importante, había engendrado o encaminado unas alteraciones de tan profunda injerencia en la vida de los hombres, que es imposible no creer que dejara como secuela en el alma humana unas huellas duraderas, comparables a una tradición.
Por los psicoanálisis de personas individuales hemos averiguado que sus tempranísimas impresiones, recibidas en una época en que el niño era apenas capaz de lenguaje, exteriorizan en algún momento efectos de carácter compulsivo sin que se tenga de ellas un recuerdo conciente. Nos consideramos con derecho a suponer lo mismo respecto de las tempranísimas vivencias de la humanidad entera. Uno de esos efectos sería el afloramiento de la idea de un único gran dios, que uno se ve precisado a reconocer como un recuerdo, sin duda que desfigurado, pero plenamente justificado. Una idea así tiene carácter compulsivo, es forzoso que halle creencia. Hasta donde alcanza su desfiguración, es lícito llamarla delirio; y en la medida en que trae el retorno de lo pasado es preciso llamarla verdad. También el delirio psiquiátrico contiene un grano de verdad, y el convencimiento del enfermo desborda desde esa
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verdad hacia su envoltura delirante (ver nota(163)).
Lo que sigue, hasta el final, es una repetición poco modificada de las puntualizaciones contenidas en la primera parte [de este tercer ensayo].
En 1912 intenté, en Tótem y tabú, reconstruir la antigua situación de la cual partieron tales efectos. Para ello me serví de ciertas ideas teóricas de Darwin, Atkinson y, sobre todo, Robertson Smith, combinándolas con hallazgos e indicios extraídos del psicoanálisis. De Darwin tomé la hipótesis de que los hombres vivieron originariamente en hordas pequeñas, bajo el violento imperio, cada una, de un macho más viejo que se apropiaba de todas las hembras y castigaba y eliminaba a los varones jóvenes, incluidos sus hijos. Y de Atkinson -quien prosiguió con esa pintura-, que este sistema patriarcal halló su término en una sublevación de los hijos varones, que se unieron contra el padre, lo avasallaron y lo devoraron en común, Y basándome en la teoría de Robertson Smith sobre el tótem, supuse que luego la horda paterna dejó sitio al clan fraterno totemista. A fin de poder convivir en paz, los hermanos triunfantes renunciaron a las -mujeres por cuya causa, sin embargo, habían dado muerte al padre, y se sometieron a la exogamia. El poder paterno fue quebrantado y las familias se organizaron según el derecho materno. La ambivalente postura de sentimientos de los hijos varones hacia el padre se mantuvo en vigencia a lo largo de todo el desarrollo ulterior. En lugar del padre se instituyó un animal como tótem; se lo consideraba antepasado y espíritu protector, no estaba permitido hacerle daño ni matarlo, pero una vez al año toda la comunidad de los varones se reunía en un banquete ceremonial en que se despedazaba y se devoraba en común al animal totémico venerado en todo otro caso. Nadie podía excluirse de este banquete; era la repetición ceremonial del parricidio con el cual se habían iniciado el orden social, las leyes éticas y la religión. La concordancia entre el banquete totémico, según Robertson Smith, y laeucaristía cristiana había llamado la atención a muchos autores antes que a mí. [Cf. AE, 23, págs. 77 y sigs.]
Sigo sosteniendo esa construcción. Repetidas veces tuve que oír violentos reproches por no haber modificado mis opiniones en posteriores ediciones del libro, no obstante que etnólogos más modernos han desestimado de manera unánime las tesis de Robertson Smith y postulado en parte otras teorías, por entero divergentes. Tengo para replicar que me son bien familiares estos presuntos progresos, pero no he quedado convencido en absoluto ni de la corrección de tales novedades ni de los errores de Robertson Smith. Una contradicción no es todavía una refutación, ni tampoco una novedad es necesariamente un progreso. Pero, sobre todo, yo no soy etnólogo, sino psicoanalista. Tenía el derecho de espigar entre la bibliografía etnológica aquello que pudiera utilizar para el quehacer analítico. Los trabajos del genial Robertson Smith me han proporcionado valiosos contactos con el material psicológico del análisis, anudamientos para su valoración. Con sus oponentes nunca he coincidido
El desarrollo en el acontecer histórico-objetivo. {geschichtllche}
No puedo repetir aquí en detalle el contenido de Tótem y tabú, pero debo ocuparme de llenar el largo tramo que se extiende entre aquel tiempo primordial supuesto y el triunfo del monoteísmo en épocas históricas {historisch}. Después que fue instituido el conjunto {Ensemble} de clan fraterno, derecho materno, exogamia y totemismo, se inició un desarrollo que cabe describir como un lento «retorno de lo reprimido». Aquí usamos el término «lo reprimido» {«lo esforzado al desalojo»} en el sentido no genuino. Se trata de algo pasado, desaparecido, vencido en la vida de los pueblos, que nosotros osamos equiparar a lo reprimido en la vida anímica del individuo. No sabemos decir a primera vista cuál fue la forma psicológica en que eso pasado estuvo presente en el período de su oscurecimiento. No nos resultará fácil trasferir a la psicología de las masas los conceptos de la psicología individual, y no creo que logremos nada introduciendo el concepto de un inconciente «colectivo». Es que de suyo el contenido de lo inconciente es colectivo, patrimonio universal de los seres humanos. Por eso, provisionalmente hemos de valernos de analogías. Los procesos que aquí estudiamos en el vivenciar de los pueblos son muy semejantes a aquellos con los cuales estamos familiarizados por la psicopatología, aunque no del todo idénticos. Por fin nos decidimos en favor del supuesto de que los precipitados psíquicos de aquellos tiempos primordiales habían devenido patrimonio hereditario: en cada generación sólo era menester que despertaran, no que fueran adquiridos. Pensamos, respecto de ello, en el ejemplo del simbolismo, con seguridad «congénito», que proviene de la época del desarrollo del lenguaje, es familiar a todos los niños sin haber sido instruidos, y reza igual en todos los pueblos a pesar de la diversidad de las lenguas. Lo que todavía pueda faltarnos en materia de certidumbre lo obtenemos de otros resultados de la investigación psicoanalítica. Experimentamos que en cierto número de sustantivas relaciones nuestros niños no reaccionan como correspondería a su vivenciar propio, sino instintivamente, de una manera comparable a los animales, como sólo se lo podría explicar mediante adquisición filogenética (ver nota(164)).
El retorno de lo reprimido se consuma poco a poco, no por cierto de un modo espontáneo, sino bajo el influjo de todos los cambios en las condiciones de vida que llenan la historia de la cultura humana. No puedo dar aquí un panorama de esas relaciones de dependencia, ni tampoco más que un recuerdo lagunoso de las etapas de ese retorno. El padre vuelve a ser el jefe de la familia, pero ni con mucho tan irrestricto como lo fuera el padre de la horda primordial. El animal totémico cede paso al dios siguiendo unas transiciones bien nítidas. Al comienzo el dios de figura humana sigue llevando la cabeza del animal; luego se trasforma de preferencia en ese animal determinado, después este le deviene sagrado y su compañero predilecto, o bien ha dado muerte a ese animal y lleva su nombre como epíteto. Entre el animal totémico y el dios
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emerge el héroe, a menudo como un estadio previo de la divinización. La idea de una deidad suprema parece advenir temprano, al principio sólo vagamente, sin entrelazarse con los intereses cotidianos de los hombres. Con la fusión de las estirpes y pueblos en unidades mayores, se organizan también los dioses en familias, en jerarquías. Uno de ellos suele ser enaltecido a soberano de dioses y hombres. Luego, de una manera vacilante, acontec e el ulterior paso de adorar a un solo dios y, por último, sobreviene la decisión de atribuir a un dios único todo poder y de no tolerar a otros dioses junto a él. Sólo así se restauró el imperio del padre de la horda primordial y pudieron ser repetidos los afectos que sobre él recaían.
El primer efecto del encuentro con lo echado de menos y anhelado de antiguo fue avasallador y tal como lo describe la tradición del otorgamiento de la Ley en el monte Sinaí. Admiración, reverencia y agradecimiento por haber hallado gracia a sus ojos: la religión de Moisés no conoce otros sentimientos que estos, positivos, hacía el padre-dios. El convencimiento sobre su fuerza irresistible, la sumisión a su voluntad, no pudieron ser más incondicionales en el hijo varón desvalido, amedrentado, del padre de la horda; más todavía: se vuelven plenamente concebibles por el traslado al medio primitivo e infantil. Las mociones del sentimiento infantil son intensas y de una profundidad inagotable en una dimensión muy otra que las adultas; sólo el éxtasis religioso puede reflejarlas. Así, un rapto de sumisión a Dios es la primera reacción frente al retorno del gran padre.
La orientación de esta religión del padre quedaba con ello fijada para todos los tiempos, pero su desarrollo no concluía allí. A la esencia de la relación-padre es inherente la ambivalencia; era infaltable que en el curso de las épocas quisiera moverse {regen} también aquella hostilidad que antaño impulsó a los hijos varones a dar muerte al padre admirado y temido. En el marco de la religión de Moisés no había sitio alguno para la expresión directa del odio parricida; sólo podía salir a la luz una reacción poderosa frente a él, la conciencia de culpa a causa de esa hostilidad, la mala conciencia moral {schlechte Gewissen} de haber pecado contra Dios y no dejar de pecar. Esta conciencia de culpa, que los profetas no cesaron de avivar y que pronto formaría un contenido integrante del sistema religioso, tenía también otra motivación, superficial, que enmascaraba diestramente su origen real, Pesaba mucho al pueblo que las esperanzas puestas en la gracia de Dios no quisieran concretarse; no era fácil conservar la ilusión, amada por sobre todas las cosas, de que se era el pueblo elegido de Dios. Si no se quería renunciar a esa dicha, el sentimiento de culpa por la propia pecaminosidad ofrecía una bienvenida disculpa de Dios. Uno no merecía nada mejor que ser castigado por él, porque no observaba sus mandamientos; y en el afán de satisfacer ese sentimiento de culpa, que era insaciable y brotaba cada vez de una fuente más profunda, uno debía hacer que esos preceptos se volvieran más rigurosos, penosos, hasta incluir pequeñeces. En un rapto de ascetismo moral, uno se imponía nuevas renuncias de lo pulsional, y al menos alcanzaba, en la doctrina y el precepto, unas alturas éticas que habían permanecido inasequibles a los otros pueblos de la Antigüedad. En este desarrollo elevado, muchos judíos ven el segundo rasgo preeminente y el segundo gran logro de su religión. Nuestras elucidaciones ponen en evidencia cómo se entrama con el primero, la idea del dios único. Ahora bien, esta ética no puede desmentir que tiene su origen en la conciencia de culpa por la sofocada hostilidad hacia Dios. Posee el carácter inconcluso y no concluible de las formaciones reactivas de la neurosis obsesiva; uno colige también que sirve a los secretos propósitos del castigo.
El desarrollo ulterior va más allá del judaísmo. Lo restante que se repetía de la tragedia del padre primordial ya no era conciliable de ninguna manera con la religión de Moisés. Hacía tiempo que la conciencia de culpa de aquella época ya no estaba limitada al pueblo judío; como un sordo malestar, como una vislumbre de infortunio cuyo fundamento nadie sabía indicar, había hecho presa de todos los pueblos mediterráneos. La historiografía de nuestra época habla de un envejecimiento de la cultura antigua; yo conjeturo que sólo ha aprehendido causas ocasionales y subsidiarias de aquella desazón de los pueblos. La aclaración de esa situación oprimente partió del judaísmo. Sin tener en cuenta todas las aproximaciones y preparaciones que surgían por doquier, fue un tal Saulo, de Tarso, llamado Pablo como ciudadano romano, aquel en cuyo espíritu irrumpió por primera vez el discernimiento: «Somos tan desdichados porque hemos dado muerte a Dios-padre». Y es de todo punto inteligible que no pudiera aprehender este fragmento de verdad fuera del disfraz delirante de estas albricias: «Estamos redimidos de toda culpa desde que uno de nosotros ha sacrificado su vida para expiar nuestros pecados». En esta formulación no se mencionaba, desde luego, el asesinato de Dios, pero un crimen que tenía que ser expiado por un sacrificio de muerte sólo podía haber sido un asesinato. Y la mediación entre el delirio y la verdad histórico-vivencial produjo la seguridad de que la víctima tuvo que ser Hijo de Dios. Con la fuerza que le afluía desde la fuente de la verdad histórico-vivencial, esta nueva creencia abatió todos los obstáculos; la feliz condición de ser el elegido dejó sitio a la redención liberadora. Pero el hecho del parricidio, en su regreso al recuerdo de la humanidad, tenía que vencer resistencias mayores que el otro, el que había constituido el contenido del monoteísmo(165); por eso tuvo que consentir una desfiguración más intensa. El crimen innombrable fue sustituido por el supuesto de un pecado original en verdad fantasmal.
Pecado original y redención por el sacrificio de muerte se convirtieron en los pilares que sustentaron la nueva religión fundada por Pablo. Queda sin resolver si en la banda de hermanos que se sublevó contra el padre primordial hubo en realidad un jefe y un instigador del asesinato,
o sí esa figura fue creada luego e introducida en la tradición por la fantasía de los poetas con miras a tornar heroica la persona propia. Luego que la doctrina cristiana hubo hecho saltar los marcos del judaísmo, recogió elementos de muchas otras fuentes, renunció a numerosos rasgos del monoteísmo puro, se adecuó en muchos detalles al ritual de los restantes pueblos mediterráneos. Era como si otra vez Egipto se tomara venganza de los herederos de Ikhnatón. Es digno de tomar nota el modo en que la nueva religión dio razón de la antigua ambivalencia en la relación-padre. Su principal contenido fue por cierto la reconciliación con Dios-padre, la expiación del crimen contra él cometido. Pero el otro lado del vínculo de sentimiento se mostró en que el Hijo, quien ha asumido los pecados, deviniera él mismo Dios junto al Padre y, en verdad, en lugar del Padre. Surgido de una religión del Padre, el cristianismo devino una religión del Hijo: no ha escapado a la fatalidad de tener que eliminar al padre.
Sólo una parte del pueblo judío aceptó la nueva doctrina. Los que se rehusaron se llaman todavía hoy judíos. Por esa división se segregaron de los demás todavía más tajantemente que antes. Tuvieron que oír de la nueva comunidad religiosa, que además de judíos incluyó a egipcios, griegos, sirios, romanos y, por último, también a germanos, el reproche de haber dado muerte a Dios. Explicitado, ese reproche rezaría: «No quieren tener por cierto {wahr haben} que ellos han dado muerte a Dios, mientras que nosotros lo admitimos y hemos sido purificados de esa culpa». Y entonces, uno intelige fácilmente cuánta verdad se esconde tras ese reproche. Sería asunto de una indagación particular averiguar por qué les fue imposible a los judíos acompañar el progreso contenido, a pesar de toda su desfiguración, en la confesión del
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asesinato de Dios. Con ello cargaron, en cierto modo, con una culpa trágica, a cambio de lo cual se les ha impuesto dura penitencia.
Acaso nuestra indagación haya echado alguna luz sobre el problema de saber cómo el pueblo judío adquirió las propiedades que lo singularizan. Menos esclarecimiento halló otro problema, el de averiguar de qué modo pudo conservarse como una individualidad hasta nuestros días. Pero no se puede con justicia pedir ni esperar respuestas exhaustivas a tales enigmas. Una contribución, que ha de enjuiciarse según las limitaciones mencionadas al comienzo de este ensayo [AE, 23, pág. 102], es todo cuanto yo puedo ofrecer.