Escritos de Freud que versan predominantemente o en gran parte sobre teoría psicológica
general
[La fecha que aparece a la izquierda es la del año de redacción; la que figura luego de cada uno de los títulos corresponde al año de publicación y remite al ordenamiento adoptado en la bibliografía del final del volumen. Los trabajos que se dan entre corchetes fueron publicados póstumamente.]
[1895 «Proyecto de psicología» (1950a).] [1896 Cartas a Fliess, del 1° de enero y del 6 de diciembre (1950a).] 1899 La interpretación de los sueños, capítulo VII (1900a). 1910-11 «Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico» (1911b). 1911 «Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (dementia paranoides)
descrito autobiográficamente», sección III (1911C). 1912 «Nota sobre el concepto de lo inconciente en psicoanálisis» (1912g). 1914 «Introducción del narcisísmo» (1914c). 1915 «Pulsiones y destinos de pulsión» (1915c). 1915 «La represíón» (1915d). 1915 «Lo inconciente» (1915e). 1915 «Complemento metapsicológico a la doctrina delos sueños» 1917d). 1915 «Duelo y melancolía» (1917e). 1916-17 Conferencias de introducción al psicoanálisis, 22ª y 26ª conferencias (1916-17). 1920 Más allá del principio de placer (1920g). 1921 Psicología de las masas y análisis del yo, capítulos VII y XI (1921c). 1922 «Teoría de la libido» (en «Dos artículos de enciclopedia: "Psicoanálisis" y "Teoría de la
libido», segundo artículo) (1923a). 1923 El yo y el ello (1923b). 1924 «Neurosis y psicosis» (1924b).

general
[La fecha que aparece a la izquierda es la del año de redacción; la que figura luego de cada uno de los títulos corresponde al año de publicación y remite al ordenamiento adoptado en la bibliografía del final del volumen. Los trabajos que se dan entre corchetes fueron publicados póstumamente.]
[1895 «Proyecto de psicología» (1950a).] [1896 Cartas a Fliess, del 1° de enero y del 6 de diciembre (1950a).] 1899 La interpretación de los sueños, capítulo VII (1900a). 1910-11 «Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico» (1911b). 1911 «Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (dementia paranoides)
descrito autobiográficamente», sección III (1911C). 1912 «Nota sobre el concepto de lo inconciente en psicoanálisis» (1912g). 1914 «Introducción del narcisísmo» (1914c). 1915 «Pulsiones y destinos de pulsión» (1915c). 1915 «La represíón» (1915d). 1915 «Lo inconciente» (1915e). 1915 «Complemento metapsicológico a la doctrina delos sueños» 1917d). 1915 «Duelo y melancolía» (1917e). 1916-17 Conferencias de introducción al psicoanálisis, 22ª y 26ª conferencias (1916-17). 1920 Más allá del principio de placer (1920g). 1921 Psicología de las masas y análisis del yo, capítulos VII y XI (1921c). 1922 «Teoría de la libido» (en «Dos artículos de enciclopedia: "Psicoanálisis" y "Teoría de la
libido», segundo artículo) (1923a). 1923 El yo y el ello (1923b). 1924 «Neurosis y psicosis» (1924b).

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1924 «El problema económico del masoquismo» (1924c) . 1924 «La pérdida de realidad en la neurosis y la psicosis» (1924e). 1925 «Nota sobre la "pizarra mágica"» (1925a). 1925 «La negación» (1925h). 1929 El malestar en la cultura, capítulos VI, VII y VIII (1930a). 1932 Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, 31ª y 32ª conferencias (1933a). [1938 Esquema del psicoanálisis, capítulos I, II, IV,VIII y IX (1940a).] [1938 «Algunas lecciones elementales sobre psicoanálisis» (1940b).]



«Mitteilung eines der psychoanalytischen Theorie wiclersprechenden Falles von Paranoia»
Nota introductoria(341)
Hace algunos años me visitó un conocido abogado para consultarme sobre un caso cuya apreciación le parecía dudosa. Una joven dama había recurrido a él en busca de protección contra las persecuciones de un hombre que la había movido a una relación amorosa. Ella aseveraba que ese hombre había abusado de su condescendencia haciendo que espectadores no vistos tomaran placas fotográficas de su tierno encuentro; ahora estaría en manos de él, si enseñaba estas fotografías, el exponerla a la vergüenza y forzarla a resignar su empleo. Su asesor legal tenía suficiente experiencia para reconocer el sesgo enfermizo de esta querella, pero consideró que le convenía recabar el juicio de un psiquiatra sobre el caso. Es que en la vida ocurren tantas cosas que parecen increíbles ... Prometió visitarme una próxima vez en compañía de la querellante.
Antes de proseguir quiero confesar que he alterado las circunstancias ambientales del caso investigado hasta volverlas irreconocibles, pero nada más que eso. Es que juzgo mala práctica, cualesquiera que sean los motivos (aun los mejores) que se invoquen, desfigurar los rasgos de un historial clínico al comunicarlo; es imposible anticipar el aspecto del caso que un lector de juicio independiente destacará, y así se corre el riesgo de hacer que se extravíe (vernota(342))
La paciente, a quien conocí poco después, era una muchacha de unos treinta años, de gracia y belleza inusuales; parecía mucho más joven que su edad declarada, y su aspecto era el de una genuina feminidad. Adoptó una actitud totalmente negativa hacia el médico, y no se tomó el trabajo de ocultar su desconfianza. Sólo presionada por su abogado, que estaba presente, me contó la historia que sigue, y que me planteó un problema que después mencionaré. Sus gestos y sus exteriorizaciones de afecto no dejaban traslucir nada de esa timidez vergonzosa que habría sido la actitud indicada hacia un oyente extraño. Estaba toda absorbida por el hechizo de esa aprensión que su vivencia le había provocado.
Desde hacía años era empleada de un gran instituto donde se desempeñaba en un cargo de responsabilidad para satisfacción de ella y con el beneplácito de sus jefes. Nunca había buscado vinculaciones amorosas con hombres; vivía reposadamente junto a una madre anciana, cuyo único sostén era ella. No tenía hermanos, y el padre había muerto hacía muchos años. En los últimos tiempos un empleado varón de la misma oficina se le había aproximado, un

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hombre muy educado y atractivo a quien ella no pudo rehusar sus simpatías. El matrimonio entre ellos quedaba excluido por circunstancias externas, pero el hombre no quería saber nada de abandonar la relación a causa de esta imposibilidad. Le expuso cuán disparatado era renunciar, movidos por unas convenciones sociales, a todo cuanto ellos se deseaban, a lo cual tenían un indudable derecho y que contribuía, como ninguna otra cosa, a la exaltación de la vida. Como él había prometido no ponerla en peligro, ella finalmente le concedió visitarlo de día. en su vivienda de soltero. Ahí ocurrieron los besos y los abrazos, yacieron uno al lado del otro y él admiró sus encantos a medias descubiertos. En mitad de esta hora de amor la atemorizó un repentino ruido, como un latido o tictac. Venía del lado del escritorio, que estaba puesto trasversalmente a la ventana. El espacio que mediaba entre mesa y ventana estaba en parte cubierto por una espesa cortina. Ella contó que enseguida inquirió al amigo por el significado del ruido, y él le dijo que probablemente venía del pequeño reloj que estaba sobre el escritorio; pero yo me tomaré la libertad de apuntar más adelante algo sobre esta parte de su informe.
Cuando abandonó la casa, se topó además en la escalera con dos hombres que al verla se secretearon algo. Uno de los desconocidos llevaba un objeto envuelto, como un cofrecillo. El encuentro le dio que pensar; camino hacia su casa, se forjó esta combinación: ese cofrecillo fácilmente podía haber sido un aparato fotográfico, y el hombre que lo llevaba, un fotógrafo que mientras ella se encontraba en la habitación había estado al acecho escondido tras la cortina; el tictac que oyó fue el ruido del disparador, una vez que el hombre hubo obtenido la situación particularmente comprometida que quería fijar en la imagen. Desde ese momento no pudo acallar más su suspicacia hacia el amado; lo persiguió de palabra y por escrito con la demanda de una explicación tranquilizadora, y también con reproches. Pero se mostró inaccesible a los juramentos que él le hizo, con los que sustentaba la sinceridad de sus sentimientos y lo infundado de la sospecha. Por último se dirigió al abogado, le contó su vivencia y le entregó las cartas que a raíz de ese asunto bahía recibido del sospechado. Después pude yo echar un vistazo a algunas de esas cartas; me hicieron la mejor impresión; lo principal de su contenido era el lamento por el hecho de que un entendimiento tan hermoso y tierno pudiera destruirse a causa de esa «desdichada idea enfermiza».
No necesito justificarme por haber hecho mío el juicio del culpado. Pero el caso tenía para mí un interés diverso del meramente diagnóstico. En la literatura psicoanalítica se había aseverado que el paranoico se debate contra un refuerzo de sus tendencias homosexuales, lo que remite en esencia a una elección narcisista de objeto. Además, se bahía señalado que el perseguidor en el fondo era el amado o alguien que lo fue en el pasado (ver nota(343)). De la conjunción de ambas tesis resulta este requisito: el perseguidor tiene que ser del mismo sexo que el perseguido. Por otra parte, si a la tesis del condicionamiento de la paranoia por la homosexualidad no la presentamos como de validez universal y sin excepciones, ello se debió a que nuestras observaciones no eran lo bastante numerosas. Pero dicha tesis era de aquellas que, a consecuencia de ciertos nexos, sólo poseen significado pleno si pueden reclamar universalidad. En la bibliografía psiquiátrica no faltaban, por cierto, casos en que el enfermo se creía perseguido por allegados del otro sexo, pero una cosa era leer acerca de esos casos, y otra distinta tenerlos enfrente y verlos. Lo que yo y mis amigos habíamos podido observar y analizar confirmaba hasta entonces sin dificultad el vínculo de la paranoia con la homosexualidad. El caso aquí presentado lo contradecía de manera terminante. La muchacha parecía defenderse del amor a un hombre, puesto que mudaba directamente al amado en el perseguidor; nada se descubría de la influencia de la mujer, de una renuencia hacía un vínculo homosexual.
En vista de esa situación, lo más sencillo era evidentemente desistir en la demanda de validez universal para esa tesis según la cual el delirio de persecución dependía de la homosexualidad, y para todo cuanto se ligaba a ella. Y sin duda era forzoso renunciar a este conocimiento, a menos que, no dejándose persuadir por esta desviación respecto de la expectativa, uno se pusiese de parte del abogado admitiendo, como él lo hacía, que la vivencia había sido correctamente interpretada y no se trataba de una combinación paranoica. Pero yo ví otra salida que en principio posponía la decisión. Recordé cuán a menudo se había llegado a juzgar falsamente sobre enfermos psíquicos por no haberse ocupado de ellos con insistencia suficiente, a raíz de lo cual la averiguación era pobre. Declaré, por tanto, que me era imposible formular ese día un juicio, y pedí que se me hiciera una segunda visita para contarme la historia con mayor detalle y con todas las circunstancias colaterales que quizá se habían pasado por alto en esta ocasión. Gracias a la mediación del abogado obtuve el consentimiento de la paciente, que seguía mostrando su desgana; él vino también en mi ayuda declarando que en esa segunda entrevista su presencia era superflua.
El segundo relato de la paciente no anuló al primero, pero le aportó complementos tales que despejaron toda duda y todas las dificultades. En primer lugar, no había visitado al joven en su casa una vez sola, sino dos. Fue en el segundo encuentro cuando ocurrió la perturbación por el ruido al cual ella había anudado su sospecha; en su comunicación inicial había ocultado, omitido, esa primera visita porque en esa oportunidad nada importante le había sucedido. Era cierto que entonces no había pasado nada llamativo, pero sí al día siguiente. La sección de la gran empresa donde ella trabajaba estaba dirigida por una anciana dama a quien describió con estas palabras: «Tiene cabellos blancos como mi madre». Estaba habituada a que esta anciana jefa la tratara con gran ternura, por más que muchas veces la fastidiase, y se juzgaba la predilecta de ella. El día que siguió a la primera visita a casa del joven empleado, este se presentó en las oficinas para comunicar a la anciana dama alguna cosa del servicio, y mientras hablaba con esta en voz baja, nació en ella de pronto la certeza de que le estaba contando la aventura de ayer, y aun que desde hacía tiempo mantenía una relación con ella, sólo que ella hasta entonces no había notado nada (ver nota(344)). Ahora la maternal anciana de cabellos blancos lo sabía todo. En el curso de ese día pudo refirmarse, por la conducta y las manifestaciones de la anciana, en esta sospecha suya. Aprovecho la primera oportunidad para enrostrar al amado su traición. El, desde luego, protestó con energía contra eso que llamó una imputación disparatada, y de hecho logró por esta vez disuadirla de su delirio, de suerte que algún tiempo después -creo que unas semanas- estuvo lo bastante confiada para repetir la visita a casa de él. Ya conocemos el resto por el primer relato de la paciente.
Lo que acabarnos de averiguar pone término, en primer lugar, a la duda sobre la naturaleza enfermiza de la sospecha. Con facilidad se advierte que la jefa de cabellos blancos es un sustituto de la madre; que el hombre amado, a pesar de su juventud, es puesto en el lugar del padre, y que es el poder del complejo materno el que compele a la enferma a suponer una relación amorosa entre esos dos desiguales compañeros, en contra de toda su inverosimilitud. Pero con ello se evapora también la aparente contradicción a la expectativa alentada por la doctrina psicoanalítica de que un vínculo homosexual reforzado sería la condición para el desarrollo de un delirio de persecución. El perseguidor originario, la instancia de cuya influencia

Cuando abandonó la casa, se topó además en la escalera con dos hombres que al verla se secretearon algo. Uno de los desconocidos llevaba un objeto envuelto, como un cofrecillo. El encuentro le dio que pensar; camino hacia su casa, se forjó esta combinación: ese cofrecillo fácilmente podía haber sido un aparato fotográfico, y el hombre que lo llevaba, un fotógrafo que mientras ella se encontraba en la habitación había estado al acecho escondido tras la cortina; el tictac que oyó fue el ruido del disparador, una vez que el hombre hubo obtenido la situación particularmente comprometida que quería fijar en la imagen. Desde ese momento no pudo acallar más su suspicacia hacia el amado; lo persiguió de palabra y por escrito con la demanda de una explicación tranquilizadora, y también con reproches. Pero se mostró inaccesible a los juramentos que él le hizo, con los que sustentaba la sinceridad de sus sentimientos y lo infundado de la sospecha. Por último se dirigió al abogado, le contó su vivencia y le entregó las cartas que a raíz de ese asunto bahía recibido del sospechado. Después pude yo echar un vistazo a algunas de esas cartas; me hicieron la mejor impresión; lo principal de su contenido era el lamento por el hecho de que un entendimiento tan hermoso y tierno pudiera destruirse a causa de esa «desdichada idea enfermiza».
No necesito justificarme por haber hecho mío el juicio del culpado. Pero el caso tenía para mí un interés diverso del meramente diagnóstico. En la literatura psicoanalítica se había aseverado que el paranoico se debate contra un refuerzo de sus tendencias homosexuales, lo que remite en esencia a una elección narcisista de objeto. Además, se bahía señalado que el perseguidor en el fondo era el amado o alguien que lo fue en el pasado (ver nota(343)). De la conjunción de ambas tesis resulta este requisito: el perseguidor tiene que ser del mismo sexo que el perseguido. Por otra parte, si a la tesis del condicionamiento de la paranoia por la homosexualidad no la presentamos como de validez universal y sin excepciones, ello se debió a que nuestras observaciones no eran lo bastante numerosas. Pero dicha tesis era de aquellas que, a consecuencia de ciertos nexos, sólo poseen significado pleno si pueden reclamar universalidad. En la bibliografía psiquiátrica no faltaban, por cierto, casos en que el enfermo se creía perseguido por allegados del otro sexo, pero una cosa era leer acerca de esos casos, y otra distinta tenerlos enfrente y verlos. Lo que yo y mis amigos habíamos podido observar y analizar confirmaba hasta entonces sin dificultad el vínculo de la paranoia con la homosexualidad. El caso aquí presentado lo contradecía de manera terminante. La muchacha parecía defenderse del amor a un hombre, puesto que mudaba directamente al amado en el perseguidor; nada se descubría de la influencia de la mujer, de una renuencia hacía un vínculo homosexual.
En vista de esa situación, lo más sencillo era evidentemente desistir en la demanda de validez universal para esa tesis según la cual el delirio de persecución dependía de la homosexualidad, y para todo cuanto se ligaba a ella. Y sin duda era forzoso renunciar a este conocimiento, a menos que, no dejándose persuadir por esta desviación respecto de la expectativa, uno se pusiese de parte del abogado admitiendo, como él lo hacía, que la vivencia había sido correctamente interpretada y no se trataba de una combinación paranoica. Pero yo ví otra salida que en principio posponía la decisión. Recordé cuán a menudo se había llegado a juzgar falsamente sobre enfermos psíquicos por no haberse ocupado de ellos con insistencia suficiente, a raíz de lo cual la averiguación era pobre. Declaré, por tanto, que me era imposible formular ese día un juicio, y pedí que se me hiciera una segunda visita para contarme la historia con mayor detalle y con todas las circunstancias colaterales que quizá se habían pasado por alto en esta ocasión. Gracias a la mediación del abogado obtuve el consentimiento de la paciente, que seguía mostrando su desgana; él vino también en mi ayuda declarando que en esa segunda entrevista su presencia era superflua.
El segundo relato de la paciente no anuló al primero, pero le aportó complementos tales que despejaron toda duda y todas las dificultades. En primer lugar, no había visitado al joven en su casa una vez sola, sino dos. Fue en el segundo encuentro cuando ocurrió la perturbación por el ruido al cual ella había anudado su sospecha; en su comunicación inicial había ocultado, omitido, esa primera visita porque en esa oportunidad nada importante le había sucedido. Era cierto que entonces no había pasado nada llamativo, pero sí al día siguiente. La sección de la gran empresa donde ella trabajaba estaba dirigida por una anciana dama a quien describió con estas palabras: «Tiene cabellos blancos como mi madre». Estaba habituada a que esta anciana jefa la tratara con gran ternura, por más que muchas veces la fastidiase, y se juzgaba la predilecta de ella. El día que siguió a la primera visita a casa del joven empleado, este se presentó en las oficinas para comunicar a la anciana dama alguna cosa del servicio, y mientras hablaba con esta en voz baja, nació en ella de pronto la certeza de que le estaba contando la aventura de ayer, y aun que desde hacía tiempo mantenía una relación con ella, sólo que ella hasta entonces no había notado nada (ver nota(344)). Ahora la maternal anciana de cabellos blancos lo sabía todo. En el curso de ese día pudo refirmarse, por la conducta y las manifestaciones de la anciana, en esta sospecha suya. Aprovecho la primera oportunidad para enrostrar al amado su traición. El, desde luego, protestó con energía contra eso que llamó una imputación disparatada, y de hecho logró por esta vez disuadirla de su delirio, de suerte que algún tiempo después -creo que unas semanas- estuvo lo bastante confiada para repetir la visita a casa de él. Ya conocemos el resto por el primer relato de la paciente.
Lo que acabarnos de averiguar pone término, en primer lugar, a la duda sobre la naturaleza enfermiza de la sospecha. Con facilidad se advierte que la jefa de cabellos blancos es un sustituto de la madre; que el hombre amado, a pesar de su juventud, es puesto en el lugar del padre, y que es el poder del complejo materno el que compele a la enferma a suponer una relación amorosa entre esos dos desiguales compañeros, en contra de toda su inverosimilitud. Pero con ello se evapora también la aparente contradicción a la expectativa alentada por la doctrina psicoanalítica de que un vínculo homosexual reforzado sería la condición para el desarrollo de un delirio de persecución. El perseguidor originario, la instancia de cuya influencia

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se quiere escapar, tampoco en este caso es el hombre, sino la mujer. La jefa sabe de las relaciones amorosas de la muchacha, las ve con malos ojos y le da a conocer este juicio adverso mediante tácitas insinuaciones. El vínculo con el mismo sexo se contrapone a los empeños por ganar como objeto de amor un compañero del otro sexo. El amor a la madre deviene el portavoz de todas las aspiraciones que, cumpliendo el papel de una «conciencia moral», quieren hacer que la muchacha se vuelva atrás en su primer paso por el camino nuevo, peligroso en muchos sentidos, hacia la satisfacción sexual normal, y aun logra perturbar la relación con el hombre.
Cuando la madre inhibe o pone en suspenso la afirmación sexual de la hija, cumple una función normal que está prefigurada por vínculos de la infancia, posee poderosas motivaciones inconcientes y ha recibido la sanción de la sociedad. Es asunto de la hija desasirse de esta influencia y decidirse, sobre la base de una motivación racional más amplia, por cierto grado de permisión o de denegación del goce sexual. Si en el intento de alcanzar esa liberación contrae una neurosis, ello se debe a la preexistencia de un complejo materno por regla general hiperintenso, y ciertamente no dominado, cuyo conflicto con la nueva corriente libidinosa se zanja, según sea la disposición aplicable, en la forma de tal o cual neurosis. En todos los casos, las manifestaciones de la reacción neurótica no están determinadas por el vínculo presente con la madre actual, sino por los vínculos infantiles con la imagen materna del tiempo primordial.
De nuestra paciente sabemos que desde hacía muchos años era huérfana de padre; también estamos autorizados a suponer que no se habría mantenido lejos del hombre hasta la edad de treinta años si una fuerte ligazón afectiva con la madre no le hubiera ofrecido un apoyo para eso. Ese apoyo se le convirtió en pesada cadena cuando su libido empezó a aspirar al hombre, llamada por un insistente cortejo. Procuro quitar de en medio ese apoyo, finiquitar su ligazón homosexual. Su disposición -de la que no hace falta hablar aquí- proveyó para que esto ocurriera como una formación paranoica de delirio. La madre deviene así una observadora desfavorable y una perseguidora. Como tal, habría podido ser vencida si el complejo materno no hubiera conservado el Poder de imponer su propósito, el mantenerla alejada del hombre. Al final de esta primera fase del conflicto, por tanto, ella se ha alienado de la madre sin plegarse al hombre. Y entonces ambos conspiran contra ella. En ese momento prevalece el empeño del hombre por atraerla decididamente a sí. Ella vence el veto de la madre y se dispone a conceder al amado una nueva cita. La madre no aparece más en los acontecimientos ulteriores; no obstante, nos es lícito establecer que en esta fase [la primera] el hombre amado no había devenido perseguidor directamente, sino pasando por la vía de la madre y en virtud de su vínculo con la madre, en quien había recaído el papel principal en la primera formación delirante.
Ahora se creería que la resistencia fue vencida definitivamente y que la muchacha, ligada hasta entonces a la madre, ha logrado amar a un hombre. Pero tras el segundo encuentro se establece una nueva formación delirante que, mediante una hábil utilización de ciertas contingencias, consigue arruinar ese amor y, así, lleva a su ejecución exitosa el propósito del complejo materno. Sigue pareciéndonos sorprendente que la mujer haya de defenderse del amor por el hombre con ayuda de un delirio paranoico. Pero antes de esclarecer con mayor detenimiento esta situación, queremos echar una ojeada a las contingencias sobre las que se apoyó la segunda formación delirante, dirigida con exclusividad contra el hombre.
Medio desvestida, yacente en el diván junto al amado, ella oye un ruido como un tictac, un toc, un latido, cuya causa ignora, pero que interpreta más tarde, después que se ha topado en la escalera de la casa con dos hombres, uno de los cuales lleva como un cofrecillo envuelto. Adquiere el convencimiento de que ha sido espiada y fotografiada durante el encuentro íntimo por encargo del amado. Lejos estamos, desde luego, de pensar que si no se hubiera producido ese desdichado ruido tampoco habría surgido la formación delirante. Más bien, tras esa contingencia reconocemos algo necesario que debía imponerse de manera tan compulsiva como la conjetura de una relación amorosa entre el hombre amado y la anciana jefa, escogida como sustituto de la madre. La observación del comercio amoroso entre los padres es una pieza que rara vez se echa de menos en el tesoro de fantasías inconcientes que el análisis puede descubrir en todos los neuróticos, y con probabilidad en todos los seres humanos. Llamo a estas formaciones de la fantasía, la de la observación del comercio sexual entre los padres, la de la seducción, la castración y otras, fantasías primordiales, y en otro lugar indagaré en profundidad su origen así como su relación con la vivencia individual (ver nota(345)). Por tanto, ese ruido contingente sólo desempeña el papel de una provocación que activa la fantasía del espionaje con las orejas, fantasía típica contenida en el complejo parental. Y aun es discutible que pueda designárselo como «contingente». Según me ha hecho notar Otto Rank, es más bien un requisito necesario de la fantasía del espionaje y repite el ruido por el cual se delata el comercio de los padres, o bien aquel por el cual temió delatarse el niño que espiaba. Pero ahora reconocemos de golpe el suelo que pisamos. El amado sigue siendo el padre, y ella misma se La puesto en el lugar de la madre. Entonces el espionaje tiene que asignarse a una persona extraña. Ahora discernimos el modo en que ella se ha liberado de la dependencia homosexual respecto de la madre. Fue mediante una pequeña regresión; en lugar de tomar a la madre como el objeto de amor, se ha identificado con ella, ha devenido ella misma la madre. La posibilidad de esta regresión remite al origen narcisista de su elección homosexual de objeto y, así, a la disposición, preexistente en ella, a contraer una paranoia (ver nota(346)). Podría esbozarse una ilación de pensamientos que lleva al mismo resultado que esta identificación: «Si la madre lo hace, yo también puedo hacerlo; tengo el mismo derecho que la madre».Podemos dar otro paso en la eliminación de las contingencias, sin pretender que el lector nos acompañe, pues la falta de una indagación analítica más profunda hace imposible en nuestro caso pasar de cierto grado de verosimilitud. En la primera entrevista la enferma había indicado que enseguida inquirió por la causa del ruido y le dijeron que probablemente era el tictac del pequeño reloj de mesa que estaba sobre el escritorio. Me tomo la libertad de considerar esta comunicación un espejismo del recuerdo {Erinnerungstäuschung}. Me parece mucho más creíble que primero ella omitiese toda reacción ante el ruido y sólo le pareciese significativo luego de toparse con los dos hombres en la escalera. En cuanto al intento de explicación por el tictac del reloj, el hombre, que quizá ni siquiera había oído ese ruido, lo habrá aventurado más tarde, asediado ya por la suspicacia de la muchacha: «No sé lo que puedes haber oído; quizá fue el tictac del reloj de mesa, que muchas veces se oye». Esa posterioridad en el uso de impresiones y ese desplazamiento en el recuerdo son, precisamente, frecuentes en la paranoia y característicos de ella. Pero como nunca hablé con el hombre ni pude continuar el análisis de la muchacha, mi conjetura es indemostrable.
Podría aventurarme a avanzar todavía otro poco en la descomposición de esa «contingencia» supuestamente real. No creo en absoluto que se oyera el tictac del reloj de mesa ni otro ruido alguno. La situación en que ella se encontraba justificaba una sensación de «toc toc» o de latido en el clítoris. Esto fue, entonces, lo que con posterioridad se proyectó hacia afuera, como

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percepción de un objeto exterior. Algo por entero semejante es posible en el sueño. Una de mis pacientes histéricas informó una vez de un breve sueño de despertar, sobre el que no había caso de obtener ocurrencia alguna. El sueño decía: «Hacen toc toc», y ella se despertó. Nadie había llamado a la puerta, pero la noche anterior la habían despertado sensaciones penosas de poluciones y ahora tenía interés en despertarse tan pronto como se instalaran los primeros signos de la excitación sexual. Habían hecho «toc toc» en el clítoris (ver nota(347)). En el caso de nuestra paranoica, yo. remplazaría el ruido contingente por idéntico proceso de proyección. No puedo garantizar, desde luego, que dado lo fugaz de nuestro conocimiento mutuo y el manifiesto desagrado que ella sentía ante la compulsiva situación, la enferma me diese un informe sincero de lo ocurrido en los dos tiernos encuentros; pero la contracción aislada del clítoris concuerda muy bien con su aserto de que no había tenido lugar la unión de los genitales. Y en el rechazo resultante del hombre, junto a la «conciencia moral» también la insatisfacción tuvo, sin duda, su parte.
Ahora regresemos al llamativo hecho de que la enferma se defienda del amor al hombre con ayuda de una formación delirante paranoica. La clave para comprenderlo es proporcionada por la génesis de este delirio. Originariamente estaba dirigido, según nos era lícito esperar, contra la mujer, pero ahora, sobre el terreno de la paranoia, se cumplió el avance de la mujer al hombre en cuanto objeto. Un avance así no es habitual en la paranoia; por regla general hallamos que el perseguido permanece fijado a las mismas personas (y por tanto también al mismo sexo) sobre las que recayó su elección de amor antes de la trasmudación paranoica. Pero la afección neurótica no lo excluye; nuestra observación podría ser paradigmática para muchas otras.
Además de la paranoia, hay muchos procesos semejantes que hasta ahora no fueron reunidos bajo este punto de vista; entre ellos, algunos muy conocidos. Por ejemplo, el llamado neurasténico, por su ligazón inconciente con objetos de amor incestuosos, se abstiene de tomar por objeto a una mujer extraña, y en cuanto a su realización sexual queda encerrado en la fantasía. Ahora bien, en el terreno de la fantasía realiza ese avance que le es rehusado y puede sustituir a madre y hermana por objetos extraños. Y como en estos está ausente la objeción de la censura, la elección de tales personas sustitutivas en sus fantasías le deviene conciente.
junto a los fenómenos de ese avance que se intenta desde el nuevo terreno, conquistado las más de las veces por vía regresiva, se instalan los esfuerzos emprendidos en muchas neurosis por recobrar una posición de la libido que ya se poseyó, pero se ha perdido. Las dos series de manifestaciones, como bien se comprende, apenas pueden separarse unas de otras. Nos inclinamos demasiado a pensar que el conflicto que está en la base de la neurosis se cierra con la formación de síntoma. En realidad, la lucha prosigue muchas veces aun después de la formación de síntoma. En ambos bandos emergen nuevos contingentes de pulsión que la continúan. El síntoma mismo deviene objeto de esta lucha; aspiraciones que quieren afirmarlo se miden con otras empeñadas en cancelarlo y restablecer el estado anterior. A menudo se ensayan vías para restar valor al síntoma, procurando reconquistar con otros abordajes lo perdido y denegado (frustrado} por él. Estas circunstancias arrojan luz esclarecedora sobre una tesis de C. G. Jung, según la cual una peculiar inercia psíquica, opuesta al cambio y al avance, sería la condición fundamental de la neurosis. Esta inercia es de hecho en extremo peculiar; no es genérica, sino especializada en grado sumo; tampoco reina sola en su campo, sino que lucha con tendencias al progreso y a la recuperación que no se apaciguan tras la formación de síntoma de la neurosis. Si se pesquisa el punto de partida de esta inercia especial, ella se revela como la exteriorización de unos enlaces, tempranamente establecidos y muy difíciles de desatar, de pulsiones con impresiones y con los objetos dados en estas; en virtud de esos enlaces se detuvo el ulterior desarrollo de estos componentes pulsionales. 0 bien, para decirlo de otro modo, esta «inercia psíquica» especializada no es sino una expresión distinta, aunque difícilmente mejor, de lo que en el psicoanálisis estamos habituados a llamar fijación. (Ver nota(348))


Ahora regresemos al llamativo hecho de que la enferma se defienda del amor al hombre con ayuda de una formación delirante paranoica. La clave para comprenderlo es proporcionada por la génesis de este delirio. Originariamente estaba dirigido, según nos era lícito esperar, contra la mujer, pero ahora, sobre el terreno de la paranoia, se cumplió el avance de la mujer al hombre en cuanto objeto. Un avance así no es habitual en la paranoia; por regla general hallamos que el perseguido permanece fijado a las mismas personas (y por tanto también al mismo sexo) sobre las que recayó su elección de amor antes de la trasmudación paranoica. Pero la afección neurótica no lo excluye; nuestra observación podría ser paradigmática para muchas otras.
Además de la paranoia, hay muchos procesos semejantes que hasta ahora no fueron reunidos bajo este punto de vista; entre ellos, algunos muy conocidos. Por ejemplo, el llamado neurasténico, por su ligazón inconciente con objetos de amor incestuosos, se abstiene de tomar por objeto a una mujer extraña, y en cuanto a su realización sexual queda encerrado en la fantasía. Ahora bien, en el terreno de la fantasía realiza ese avance que le es rehusado y puede sustituir a madre y hermana por objetos extraños. Y como en estos está ausente la objeción de la censura, la elección de tales personas sustitutivas en sus fantasías le deviene conciente.
junto a los fenómenos de ese avance que se intenta desde el nuevo terreno, conquistado las más de las veces por vía regresiva, se instalan los esfuerzos emprendidos en muchas neurosis por recobrar una posición de la libido que ya se poseyó, pero se ha perdido. Las dos series de manifestaciones, como bien se comprende, apenas pueden separarse unas de otras. Nos inclinamos demasiado a pensar que el conflicto que está en la base de la neurosis se cierra con la formación de síntoma. En realidad, la lucha prosigue muchas veces aun después de la formación de síntoma. En ambos bandos emergen nuevos contingentes de pulsión que la continúan. El síntoma mismo deviene objeto de esta lucha; aspiraciones que quieren afirmarlo se miden con otras empeñadas en cancelarlo y restablecer el estado anterior. A menudo se ensayan vías para restar valor al síntoma, procurando reconquistar con otros abordajes lo perdido y denegado (frustrado} por él. Estas circunstancias arrojan luz esclarecedora sobre una tesis de C. G. Jung, según la cual una peculiar inercia psíquica, opuesta al cambio y al avance, sería la condición fundamental de la neurosis. Esta inercia es de hecho en extremo peculiar; no es genérica, sino especializada en grado sumo; tampoco reina sola en su campo, sino que lucha con tendencias al progreso y a la recuperación que no se apaciguan tras la formación de síntoma de la neurosis. Si se pesquisa el punto de partida de esta inercia especial, ella se revela como la exteriorización de unos enlaces, tempranamente establecidos y muy difíciles de desatar, de pulsiones con impresiones y con los objetos dados en estas; en virtud de esos enlaces se detuvo el ulterior desarrollo de estos componentes pulsionales. 0 bien, para decirlo de otro modo, esta «inercia psíquica» especializada no es sino una expresión distinta, aunque difícilmente mejor, de lo que en el psicoanálisis estamos habituados a llamar fijación. (Ver nota(348))

«Zeitgemässes über Krieg und Tod»
Nota introductoria(349)

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La desilusión provocada por la guerra
Envueltos en el torbellino de este tiempo de guerra, condenados a una información unilateral, sin la suficiente distancia respecto de las grandes trasformaciones que ya se han consumado o empiezan a consumarse y sin vislumbrar el futuro que va plasmándose, caemos en desorientación sobre el significado de las impresiones que nos asedian y sobre el valor de los juicios que formamos. Creemos poder decir que nunca antes un acontecimiento había destruido tanto del costoso patrimonio de la humanidad, ni había arrojado en la confusión a tantas de las más claras inteligencias, ni echado tan por tierra los valores superiores. Hasta la ciencia ha perdido su imparcialidad exenta de pasiones. Sus servidores, enconados hasta sus últimas fibras, buscan arrancarle armas para contribuir a la derrota del enemigo. El antropólogo tiene que declarar inferior y degenerado al oponente, y el psiquiatra, proclamar el diagnóstico de su enfermedad mental o anímica. Pero es probable que resintamos con. desmedida fuerza la maldad de esta época, y no tenemos derecho a compararla con la de otras épocas que no hemos vivenciado.El individuo que no se ha convertido en combatiente -y por tanto en una partícula de la gigantesca maquinaria de guerra- se siente confundido en su orientación e inhibido en su productividad. Creo que dará la bienvenida a cualquier pequeño consejo que le facilite reencontrarse al menos en su propio interior. Entre los factores que han sido los causantes de la miseria anímica de quienes se quedaron en casa, y cuyo control les plantea unas tareas tan difíciles, dos querría destacar y tratar aquí: la desilusión que esta guerra ha provocado y el cambio que nos ha impuesto -como lo hacen todas las guerras- en nuestra actitud hacia la muerte.
Cuando hablo de desilusión, todo el mundo comprende enseguida lo que quiero significar. No hace falta ser un visionario compasivo; es posible reconocer la objetiva necesidad biológica y psicológica del sufrimiento en la economía de la vida humana y, no obstante eso, condenar las guerras en cuanto a sus medios y a sus objetivos, y anhelar su terminación. Por cierto, se ha dicho que las guerras no podrán cesar mientras los pueblos vivan en condiciones de existencia tan diversas, mientras difiera tanto el valor que cada uno de ellos atribuye a la vida del individuo y mientras los odios que los dividen sigan siendo unas fuerzas con tanto imperio en lo anímico. También se esperaba que la humanidad seguiría recurriendo durante largo tiempo a guerras entre los pueblos primitivos y los civilizados, entre las razas separadas por el color de la piel, y que aun en Europa las habría entre las naciones poco desarrolladas o caídas en el salvajismo, o en contra de ellas. Pero se osaba esperar algo más. De las grandes naciones de raza blanca, dominadoras del mundo y en las que ha recaído la conducción del género humano; de esas naciones a las que se sabía empeñadas en el cuidado de intereses que se extendían por el universo entero, creadoras de los progresos técnicos en el sojuzgamiento de la naturaleza así como de los valores de cultura, artísticos y científicos, de esos pueblos se había esperado que sabrían ingeniárselas para zanjar por otras vías las desinteligencias y los conflictos de intereses. Dentro de cada una de esas naciones se habían establecido elevadas normas éticas para el individuo, quien debía acomodarse a ellas si quería participar en la comunidad de cultura. Estos preceptos, a menudo extremados, le exigían mucho, le imponían una extensa restricción de sí mismo, una vasta renuncia a su satisfacción pulsional. Sobre todo, le estaba vedado valerse de la extraordinaria ventaja que en la lucha competitiva procura el uso de la mentira y el fraude. El Estado civilizado(350) tenía estas normas éticas por base de su subsistencia; adoptaba serias medidas si alguien osaba infringirlas y aun declaraba ¡lícito que el entendimiento crítico las sometiera a examen. Cabía suponer, pues, que él mismo las respetaría y no intentaría nada que contradijera ese basamento de su propia existencia. Por último, podía percibirse que dentro de estas naciones cultas había diseminados ciertos restos de pueblos que eran objeto de general malquerencia y a los que sólo a disgusto, y no en todos los ámbitos, se les dejaría participar en el trabajo en común, en el trabajo de la cultura para el cual habían demostrado ser suficientemente aptos. Pero podía suponerse que los grandes pueblos, como tales, habían alcanzado un entendimiento suficiente acerca de su patrimonio común y una tolerancia tal hacia sus diferencias que «extranjero» y «enemigo» ya no podrían confundirse en un solo concepto, como aún ocurría en la Antigüedad clásica.
Confiados en este avenimiento entre los pueblos cultos, innumerables hombres trocaron su morada en la patria por otra, en el extranjero, y dedicaron su existencia a las relaciones comerciales entre los pueblos amigados. Y además, aquel a quien el apremio, de la vida no confinaba de manera permanente en un mismo lugar podía crearse, con todas las ventajas y los atractivos de los países cultos, una nueva patria, una patria mayor, dentro de la cual se paseaba libre de inhibición y de sospecha. Así gozaba del mar azul y del mar gris, de la belleza de los montes nevados y de las verdes praderas, del encanto de los bosques nórdicos y de la magnificencia de la vegetación meridional, de la armonía de los paisajes en que perduran grandiosos recuerdos históricos y de la paz de la naturaleza inhollada. Esta nueva patria era para él también un museo rebosante de todos los tesoros que los artistas de la humanidad culta habían creado y legado desde hace siglos. Y mientras recorría este museo de una sala a otra, podía reconocer con imparcialidad los tipos de perfección que la mezcla de estirpes, la historia y los dones de la Madre Tierra habían plasmado en sus compatriotas, entendidos en este sentido amplio. Aquí se había desarrollado al máximo la energía indómita y atrevida, allí el gracioso arte de embellecer la vida, y en otras partes el sentido del orden y de la ley u otras de las cualidades que han hecho del hombre el amo de la Tierra.
No olvidemos tampoco que cada uno de los ciudadanos del mundo culto se había creado un Parnaso particular y una Escuela de Atenas(351). Entre los grandes pensadores, creadores literarios, artistas de todas las naciones, había escogido a quienes creía deber lo mejor que le era deparado en goce y comprensión de la vida, y los sumó en su veneración a los inmortales de la Antigüedad así como a los maestros familiares que hablaban su misma lengua. Ninguno de esos grandes le parecía extranjero porque hubiera hablado en otra lengua: ni el insuperable explorador de las pasiones humanas, ni el visionario ebrio de belleza, ni el profeta de tremendas admoniciones, ni el fino satírico; y ello nunca lo llevó a reprocharse infidelidad hacia su propia nación ni hacia su amada lengua materna.
El disfrute de la comunidad de cultura fue turbado en ocasiones por algunas voces; ellas

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advertían que, a causa de diferencias heredadas de antiguo, serían inevitables todavía las guerras entre las naciones que la integraban. No se les quiso dar crédito, pero, ¿cómo se imaginaba una guerra así, sí es que había de sobrevenir? Como una oportunidad para exhibir los progresos del sentimiento comunitario de los hombres desde aquel tiempo en que las anfictionías griegas tenían prohibido destruir a una ciudad perteneciente a la Liga, arrasar sus olivares y cortarle el agua. Como una justa caballeresca que se limitaría a establecer la superioridad de una de las partes, con la máxima evitación de crueles sufrimientos que en nada podrían contribuir a esa decisión, con total piedad por el herido, que debía ser apartado de la lucha, y por los médicos y enfermeros consagrados a su tarea. Y además, desde luego, con toda clase de miramientos por la parte de la población no combatiente, por las mujeres, que permanecen alejadas de las acciones bélicas, y por los niños, que, cuando crezcan, se brindarán -supuestamente- amistad y ayuda por encima de los bandos. También con la preservación de todas las empresas e instituciones internacionales en que ha cobrado cuerpo la comunidad de cultura de tiempos de paz.
Una guerra tal, es cierto, aún habría acarreado una considerable cuota de horror y de sufrimiento, pero no había interrumpido el desarrollo de relaciones éticas entre esos individuos rectores {Grossindividuen} de la humanidad que son los pueblos y los Estados.
La guerra, en la que no quisimos creer, ha estallado ahora y trajo consigo ... la desilusión. No sólo es más sangrienta y devastadora que cualquiera de las guerras anteriores, y ello a causa de las poderosas y perfeccionadas armas ofensivas y defensivas, s ino que es por lo menos tan cruel, tan encarnizada y tan inmisericorde como ellas. Trasgrede todas las restricciones a que nos obligamos en tiempos de paz y que habían recibido el nombre de derecho internacional; no reconoce las prerrogativas del herido ni las del médico, ignora el distingo entre la población combatiente y la pacífica, así como los reclamos de la propiedad privada. Arrasa todo cuanto se interpone a su paso, con furia ciega, como si tras ella no hubiera un porvenir ni paz alguna entre los hombres. Destroza los lazos comunitarios entre los pueblos empeñados en el combate y amenaza dejar como secuela un encono que por largo tiempo impedirá restablecerlos.
Trajo a la luz también un fenómeno casi inconcebible: los pueblos cultos se conocen y se comprenden tan poco entre sí que pueden mirarse con odio y con horror. Y hasta una de las grandes naciones cultas es objeto de una malquerencia tan universal que se intentó excluirla por «bárbara» de la comunidad de cultura, aunque desde hace tiempo ha demostrado su aptitud mediante las más grandiosas contribuciones (ver nota(352)). Alentamos la esperanza de que una historiografía imparcial habrá de demostrar que precisamente esta nación, esa en cuya lengua escribimos y por cuya victoria combaten nuestros seres queridos, ha sido la que menos infringió las leyes de la convivencia humana. Pero, ¿quién, en tales tiempos, tiene derecho a erigirse en juez de su propia causa?
Los pueblos están más o menos representados por los Estados que ellos forman; y estos Estados, por los gobiernos que los rigen. El ciudadano particular puede comprobar con horror en esta guerra algo que en ocasiones ya había creído entrever en las épocas de paz: que el Estado prohibe al individuo recurrir a la injusticia, no porque quiera eliminarla, sino porque pretende monopolizarla como a la sal y al tabaco. El Estado beligerante se entrega a todas las injusticias y violencias que infamarían a los individuos. No sólo se vale de la astucia permitida, sino de la mentira conciente y del fraude deliberado contra el enemigo, y por cierto en una medida que parece exceder de todo cuanto fue usual en guerras anteriores. El Estado exige de sus ciudadanos la obediencia y el sacrificio más extremos, pero los «priva de su mayoridad mediante un secreto desmesurado y una censura de las comunicaciones y de la expresión de opiniones que los dejan inermes, sofocados intelectualmente frente a cualquier situación desfavorable y a cualquier rumor antojadizo. Denuncia los tratados y compromisos con que se había obligado frente a los otros Estados, y confiesa paladinamente su codicia y su afán de poderío, que después los individuos deben aplaudir por patriotismo.

Una guerra tal, es cierto, aún habría acarreado una considerable cuota de horror y de sufrimiento, pero no había interrumpido el desarrollo de relaciones éticas entre esos individuos rectores {Grossindividuen} de la humanidad que son los pueblos y los Estados.
La guerra, en la que no quisimos creer, ha estallado ahora y trajo consigo ... la desilusión. No sólo es más sangrienta y devastadora que cualquiera de las guerras anteriores, y ello a causa de las poderosas y perfeccionadas armas ofensivas y defensivas, s ino que es por lo menos tan cruel, tan encarnizada y tan inmisericorde como ellas. Trasgrede todas las restricciones a que nos obligamos en tiempos de paz y que habían recibido el nombre de derecho internacional; no reconoce las prerrogativas del herido ni las del médico, ignora el distingo entre la población combatiente y la pacífica, así como los reclamos de la propiedad privada. Arrasa todo cuanto se interpone a su paso, con furia ciega, como si tras ella no hubiera un porvenir ni paz alguna entre los hombres. Destroza los lazos comunitarios entre los pueblos empeñados en el combate y amenaza dejar como secuela un encono que por largo tiempo impedirá restablecerlos.
Trajo a la luz también un fenómeno casi inconcebible: los pueblos cultos se conocen y se comprenden tan poco entre sí que pueden mirarse con odio y con horror. Y hasta una de las grandes naciones cultas es objeto de una malquerencia tan universal que se intentó excluirla por «bárbara» de la comunidad de cultura, aunque desde hace tiempo ha demostrado su aptitud mediante las más grandiosas contribuciones (ver nota(352)). Alentamos la esperanza de que una historiografía imparcial habrá de demostrar que precisamente esta nación, esa en cuya lengua escribimos y por cuya victoria combaten nuestros seres queridos, ha sido la que menos infringió las leyes de la convivencia humana. Pero, ¿quién, en tales tiempos, tiene derecho a erigirse en juez de su propia causa?
Los pueblos están más o menos representados por los Estados que ellos forman; y estos Estados, por los gobiernos que los rigen. El ciudadano particular puede comprobar con horror en esta guerra algo que en ocasiones ya había creído entrever en las épocas de paz: que el Estado prohibe al individuo recurrir a la injusticia, no porque quiera eliminarla, sino porque pretende monopolizarla como a la sal y al tabaco. El Estado beligerante se entrega a todas las injusticias y violencias que infamarían a los individuos. No sólo se vale de la astucia permitida, sino de la mentira conciente y del fraude deliberado contra el enemigo, y por cierto en una medida que parece exceder de todo cuanto fue usual en guerras anteriores. El Estado exige de sus ciudadanos la obediencia y el sacrificio más extremos, pero los «priva de su mayoridad mediante un secreto desmesurado y una censura de las comunicaciones y de la expresión de opiniones que los dejan inermes, sofocados intelectualmente frente a cualquier situación desfavorable y a cualquier rumor antojadizo. Denuncia los tratados y compromisos con que se había obligado frente a los otros Estados, y confiesa paladinamente su codicia y su afán de poderío, que después los individuos deben aplaudir por patriotismo.
Y no se objete que el Estado no puede renunciar al uso de la injusticia porque de esa manera se pondría en desventaja. También para el individuo es, por regla general, harto desventajosa la observancia de las normas éticas, la renuncia al ejercicio brutal de la violencia; y el Estado rara vez se muestra capaz de resarcir al individuo por el sacrificio que le ha exigido. Tampoco puede asombrar que el aflojamiento de las relaciones éticas entre los individuos rectores de la humanidad haya repercutido en la eticidad de los individuos, pues nuestra conciencia moral no es ese juez insobornable que dicen los maestros de la ética: en su origen, no es otra cosa que «angustia social» (ver nota(353)). Toda vez que la comunidad suprime el reproche, cesa también la sofocación de los malos apetitos, y los hombres cometen actos de crueldad, de perfidia, de traición y de rudeza que se habían creído incompatibles con su nivel cultural.
Así, ese ciudadano del mundo culto que presentamos antes puede quedar desorientado y perplejo en un mundo que se le ha hecho ajeno, despedazada su patria grande, devastado el patrimonio común, desavenidos y envilecidos sus ciudadanos.
Habría que apuntar algo como crítica a su desilusión. En sentido estricto no está justificada, pues consiste en la destrucción de una ilusión. Las ilusiones se nos recomiendan porque ahorran sentimientos de displacer y, en lugar de estos, nos permiten gozar de satisfacciones. Entonces, tenemos que aceptar sin queja que alguna vez choquen con un fragmento de la realidad y se hagan pedazos.
Dos cosas en esta guerra han provocado nuestra desilusión: la ínfima eticidad demostrada hacia el exterior por los Estados que hacia el interior se habían presentado como los guardianes de las normas éticas, y la brutalidad en la conducta de individuos a quienes, por su condición de partícipes en la más elevada cultura humana, no se los había creído capaces de algo semejante.
Empecemos por el segundo punto y procuremos sintetizar en una sola frase la opinión que queremos criticar. ¿Cómo es imaginado, en verdad, el proceso por el cual un individuo humano alcanza un nivel superior de eticidad? La primera respuesta dirá, sin duda: «El es bueno y noble desde su nacimiento, desde el comienzo mismo». A esta no hemos de considerarla más aquí. Una segunda respuesta conjeturará que ha de estar en juego un proceso de desarrollo, y sin duda supondrá que este consiste en lo siguiente: las malas inclinaciones del hombre le son desarraigadas y, bajo la influencia de la educación y del medio cultural, son sustituidas por inclinaciones a hacer el bien. Siendo ese el caso, puede uno en verdad maravillarse de que en los así educados la maldad pueda volver a añorar con tanta violencia.
Pero esta respuesta contiene justamente el enunciado que queremos refutar. En realidad, no hay «desarraigo» alguno de la maldad. La investigación psicológica -en sentido más estricto, la

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psicoanalítica- muestra más bien que la esencia más profunda del hombre consiste en mociones pulsionales; de naturaleza elemental, ellas son del mismo tipo en todos los hombres y tienen por meta la satisfacción de ciertas necesidades originarias. En sí, estas mociones
pulsionales no son ni buenas ni malas. Las clasificamos así, a ellas y a sus exteriorizaciones, de acuerdo con la relación que mantengan con las necesidades y las exigencias de la comunidad humana. Ha de concederse que todas las mociones que la sociedad proscribe por malas -escojamos como representativas las mociones egoístas y las crueles- se cuentan entre estas primitivas.
Estas mociones primitivas tienen que andar un largo camino de desarrollo antes que se les permita ponerse en práctica en el adulto. Son inhibidas' guiadas hacia otras metas y otros ámbitos, se fusionan unas con otras, cambian sus objetos, se vuelven en parte sobre la persona propia. Formaciones reactivas respecto de ciertas pulsiones simulan la mudanza del contenido de estas, como si el egoísmo se hubiera convertido en altruismo, y la crueldad, en compasión (ver nota(354)). Favorece a estas formaciones reactivas el hecho de que muchas mociones pulsionales se presentan desde el comienzo en pares de opuestos, una circunstancia bien asombrosa y ajena al conocimiento popular, que ha recibido el nombre de «ambivalencia de sentimientos». Facilísimo de observar y de comprender es el hecho de que, con gran frecuencia, un amor y un odio intensos aparecen juntos en la misma persona. El psicoanálisis agrega que no raras veces las dos mociones de sentimientos contrapuestos toman también por objeto a una misma persona.
Sólo después de superados tales «destinos de pulsión» se perfila lo que se llama el carácter de un hombre, que, según es notorio, únicamente de manera harto defectuosa puede clasificarse como «bueno» o «malo». El hombre rara vez es íntegramente bueno o malo; casi siempre es «bueno» en esta relación, «malo» en aquella otra, o «bueno» bajo ciertas condiciones exteriores, y bajo otras, decididamente «malo». Interesante es la experiencia de que la preexistencia de fuertes mociones «malas» en la infancia deviene a menudo la condición directa para que se produzca un vuelco muy nítido del adulto hacia el «bien». Aquellos que fueron en su infancia los más crasos egoístas pueden convertirse en los ciudadanos más proclives a ayudar a los demás y a sacrificarse a sí mismos; la mayoría de los :sentimentales, de los filántropos, de los protectores de animales, han sido, de pequeños, sádicos y torturadores de animales.
La reforma de las pulsiones «malas» es obra de dos factores, uno interno y el otro externo, que operan en el mismo sentido. El factor interno consiste en la influencia ejercida sobre las pulsiones malas -digamos: egoístas- por el erotismo, la necesidad humana de amar en el sentido más lato. Por la injerencia de los componentes eróticos, las pulsiones egoístas se trasmudan en pulsiones sociales. Se aprende a apreciar el seramado como una ventaja a cambio de la cual se puede renunciar a otras. El factor externo es la compulsión ejercida por la educación, portadora de las exigencias del medio cultural, y prosigue después con la intervención directa de este. La cultura se adquiere por renuncia a la satisfacción pulsional, y a cada recién venido le exige esa misma renuncia. A lo largo de la vida individual se produce una trasposición continua de compulsión externa a compulsión interna. Mediante unos aditamentos eróticos, las influencias culturales hacen que, en proporción cada vez mayor, las aspiraciones egoístas se muden en altruistas, sociales. En definitiva, es lícito suponer que todas las compulsiones internas que adquirieron vigencia en el desarrollo del hombre fueron en el origen, vale decir, en la historia de la humanidad, sólo compulsiones externas. Los seres humanos que hoy nacen traen consigo en calidad de organización heredada cierto grado de inclinación (disposición) a trasmudar pulsiones egoístas en pulsiones sociales, y unos débiles enviones bastan para que ello se consume. Otra parte de esa trasmudación de pulsiones tiene que realizarse en la vida misma. De tal modo, el individuo no recibe sólo la influencia de su medio cultural del presente; está sometido también a las influencias de la historia cultural de sus antepasados.

pulsionales no son ni buenas ni malas. Las clasificamos así, a ellas y a sus exteriorizaciones, de acuerdo con la relación que mantengan con las necesidades y las exigencias de la comunidad humana. Ha de concederse que todas las mociones que la sociedad proscribe por malas -escojamos como representativas las mociones egoístas y las crueles- se cuentan entre estas primitivas.
Estas mociones primitivas tienen que andar un largo camino de desarrollo antes que se les permita ponerse en práctica en el adulto. Son inhibidas' guiadas hacia otras metas y otros ámbitos, se fusionan unas con otras, cambian sus objetos, se vuelven en parte sobre la persona propia. Formaciones reactivas respecto de ciertas pulsiones simulan la mudanza del contenido de estas, como si el egoísmo se hubiera convertido en altruismo, y la crueldad, en compasión (ver nota(354)). Favorece a estas formaciones reactivas el hecho de que muchas mociones pulsionales se presentan desde el comienzo en pares de opuestos, una circunstancia bien asombrosa y ajena al conocimiento popular, que ha recibido el nombre de «ambivalencia de sentimientos». Facilísimo de observar y de comprender es el hecho de que, con gran frecuencia, un amor y un odio intensos aparecen juntos en la misma persona. El psicoanálisis agrega que no raras veces las dos mociones de sentimientos contrapuestos toman también por objeto a una misma persona.
Sólo después de superados tales «destinos de pulsión» se perfila lo que se llama el carácter de un hombre, que, según es notorio, únicamente de manera harto defectuosa puede clasificarse como «bueno» o «malo». El hombre rara vez es íntegramente bueno o malo; casi siempre es «bueno» en esta relación, «malo» en aquella otra, o «bueno» bajo ciertas condiciones exteriores, y bajo otras, decididamente «malo». Interesante es la experiencia de que la preexistencia de fuertes mociones «malas» en la infancia deviene a menudo la condición directa para que se produzca un vuelco muy nítido del adulto hacia el «bien». Aquellos que fueron en su infancia los más crasos egoístas pueden convertirse en los ciudadanos más proclives a ayudar a los demás y a sacrificarse a sí mismos; la mayoría de los :sentimentales, de los filántropos, de los protectores de animales, han sido, de pequeños, sádicos y torturadores de animales.
La reforma de las pulsiones «malas» es obra de dos factores, uno interno y el otro externo, que operan en el mismo sentido. El factor interno consiste en la influencia ejercida sobre las pulsiones malas -digamos: egoístas- por el erotismo, la necesidad humana de amar en el sentido más lato. Por la injerencia de los componentes eróticos, las pulsiones egoístas se trasmudan en pulsiones sociales. Se aprende a apreciar el seramado como una ventaja a cambio de la cual se puede renunciar a otras. El factor externo es la compulsión ejercida por la educación, portadora de las exigencias del medio cultural, y prosigue después con la intervención directa de este. La cultura se adquiere por renuncia a la satisfacción pulsional, y a cada recién venido le exige esa misma renuncia. A lo largo de la vida individual se produce una trasposición continua de compulsión externa a compulsión interna. Mediante unos aditamentos eróticos, las influencias culturales hacen que, en proporción cada vez mayor, las aspiraciones egoístas se muden en altruistas, sociales. En definitiva, es lícito suponer que todas las compulsiones internas que adquirieron vigencia en el desarrollo del hombre fueron en el origen, vale decir, en la historia de la humanidad, sólo compulsiones externas. Los seres humanos que hoy nacen traen consigo en calidad de organización heredada cierto grado de inclinación (disposición) a trasmudar pulsiones egoístas en pulsiones sociales, y unos débiles enviones bastan para que ello se consume. Otra parte de esa trasmudación de pulsiones tiene que realizarse en la vida misma. De tal modo, el individuo no recibe sólo la influencia de su medio cultural del presente; está sometido también a las influencias de la historia cultural de sus antepasados.
Sí llamamos aptitud para la cultura a la capacidad de un ser humano para reformar las pulsiones egoístas bajo la influencia del erotismo, podemos enunciar que consta de dos partes, una innata y la otra adquirida en el curso de la vida, y que es muy variable la proporción de ambas entre sí y con respecto a la parte de la vida pulsional que permanece inmutada.
En general nos inclinamos a exagerar la importancia de la parte innata; además, corremos el riesgo de sobrestimar la aptitud total para la cultura en su comparación con la vida pulsional que ha conservado su estado primitivo. En suma, erramos juzgando a los hombres «mejores» de lo que en realidad son. En efecto, resta todavía otro factor que enturbia nuestro juicio y falsea el resultado en un sentido favorable.
Las mociones pulsionales de otro hombre escapan desde luego a nuestra percepción Las inferimos por sus acciones y su conducta, que reconducimos a motivosprocedentes de su vida pulsional. Una inferencia de esa índole es por fuerza errónea en cierto número de casos. Idénticas acciones culturalmente «buenas» pueden provenir de motivos «nobles» en un caso, y en otro no. Los teóricos de la ética llaman «buenas» sólo a las acciones que son expresión de mociones pulsionales buenas, y deniegan a las otras su reconocimiento. Pero la sociedad, guiada por propósitos prácticos, hace caso omiso de ese distingo; se conforma con que un hombre oriente su conducta y sus acciones de acuerdo con los preceptos culturales, y pregunta poco por sus motivos.
Como ya sabemos, la compulsión externa (la que ejercen la educación y el medio) provoca en el hombre una reforma de su vida pulsional hacia el bien, una vuelta del egoísmo en altruismo. Pero este no es su efecto necesario ni regular. La educación y el medio no sólo tienen premios de amor por ofrecer; trabajan también con otra clase de premios de conveniencia: recompensas y castigos. Por tanto, su efecto puede ser que el sometido a su influencia se decida por la acción culturalmente buena sin haber consumado dentro de sí un ennoblecimiento pulsional, una trasposición de inclinaciones egoístas a inclinaciones sociales. El resultado será, en líneas generales, el mismo; sólo bajo particulares condiciones se revelará que un individuo actúa siempre bien porque sus inclinaciones pulsionales lo fuerzan a ello, mientras que otro sólo es bueno en la medida en que esta conducta cultural le trae ventajas para sus propósitos egoístas, y únicamente durante el tiempo en que ello ¿curte. Pero un conocimiento superficial del individuo no nos proporciona medio alguno de discernir entre esos dos casos, y sin duda nuestro optimismo nos llevará a sobrestimar en mucho el número de los hombres que se han trasformado en el sentido de la cultura.
La sociedad de cultura, que promueve la acción buena y no hace caso de su fundamento pulsional, ha conseguido así obediencia para la cultura en un gran número de hombres que en eso no obedecen a su naturaleza. Alentada por este éxito, se vio llevada a imprimir la máxima

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tensión posible a los requerimientos éticos, y forzó en sus miembros un distanciamiento todavía mayor respecto de su disposición pulsional. Esta es sometida entonces a una continua sofocación, cuya tensión se da a conocer en los más extraordinarios fenómenos de reacción y de compensación. En el ámbito de la sexualidad, donde esa sofocación encuentra la máxima dificultad para realizarse, ello provoca los fenómenos reactivos de los diversos modos de contracción de neurosis. En lo demás, la presión de la cultura no hace madurar consecuencias patológicas, pero se exterioriza en las deformaciones del carácter y en la propensión de las pulsiones inhibidas a irrumpir hasta la satisfacción cuando se presenta la oportunidad adecuada. Quien se ve precisado a reaccionar constantemente en el sentido de preceptos que no son la expresión de sus inclinaciones pulsionales, vive -entendido esto en su aplicación psicológica- por encima de sus recursos, y objetivamente merece el calificativo de hipócrita, sin que importe que haya alcanzado conciencia clara de ese déficit. Es indiscutible que nuestra cultura presente favorece en extraordinaria medida la conformación de ese tipo de hipocresía. Podría aventurarse esta aseveración: está «edificada sobre esa hipocresía, y tendría que admitir profundas modificaciones en caso de que los hombres se propusieran vivir de acuerdo con la verdad psicológica. Existen, por tanto, muchísimos más hipócritas de la cultura que hombres realmente cultos. Y aun podría examinarse este punto de vista: Es posible que la aptitud para la cultura ya organizada en los hombres de hoy sea insuficiente para conservar esta, y por eso siga siendo indispensable cierto grado de hipocresía. Por otra parte, la conservación de la cultura, aun sobre una base tan precaria, ofrece la perspectiva de propender en cada generación nueva, en cuanto portadora de una cultura mejor, a una reforma más vasta de las pulsiones.
Las elucidaciones anteriores nos ofrecen hoy lo menos un consuelo: la afrenta y la dolorosa desilusión que experimentamos por la conducta inculta de nuestros conciudadanos del mundo en la presente guerra no estaban justificadas. Descansaban en una ilusión de la que éramos prisioneros. En realidad, no cayeron tan bajo como temíamos, porque nunca se habían elevado tanto como creímos. Para ellos, el hecho de que los individuos rectores de la humanidad, los pueblos y los Estados, abandonaran las restricciones éticas en sus relaciones recíprocas fue una natural incitación a sustraerse de la presión continua de la cultura y a permitirse transitoriamente la satisfacción de sus pulsiones refrenadas. Es probable que no se produjera quiebra alguna en la eticidad relativa de los individuos en el interior de su propio pueblo.
Pero podemos profundizar todavía más en la comprensión del cambio que la guerra ha revelado en nuestros ex compatriotas, y ello nos aleccionará para no hacerles injusticia. Los desarrollos del alma poseen una peculiaridad que no se encuentra en ningún otro proceso de desarrollo. Cuando una aldea crece hasta convertirse en ciudad o un niño se vuelve hombre, aldea y niño desaparecen en la ciudad o en el hombre. Sólo el recuerdo puede refigurar los antiguos rasgos en la imagen nueva; en realidad, los materiales o las formas antiguas se dejaron de lado y se sustituyeron por otras nuevas. En un desarrollo anímico las cosas ocurren diversamente. Aquí la situación no es comparable con aquellas, y no puede describirse sino aseverando que todo estadio evolutivo anterior se conserva junto a los más tardíos, devenidos a partir de él; la sucesión envuelve a la vez una coexistencia, y ello a pesar de que los materiales en que trascurre toda la serie de trasformaciones son los mismos. Por más que el estado anímico anterior no se haya exteriorizado durante años, tan cierto es que subsiste, que un día puede convertirse de nuevo en la forma de manifestación de las fuerzas del alma, y aun en la única forma, como si todos los desarrollos más tardíos hubieran sido anulados, hubieran involucionado. Esta plasticidad extraordinaria de los desarrollos del alma no es irrestricta en cuanto a su dirección; puede designársela como una capacidad particular para la involución -para la regresión-, pues suele ocurrir que si se abandona un estadio de desarrollo más tardío y elevado no pueda alcanzárselo de nuevo. Ahora bien, los estados primitivos pueden restablecerse siempre; lo anímico primitivo es imperecedero en el sentido más pleno.
Las llamadas enfermedades mentales tienen que despertar en el lego la impresión de que la vida mental y anímica ha sufrido una destrucción. En realidad, tal destrucción sólo alcanza a las adquisiciones y desarrollos más tardíos. La esencia de la enfermedad mental consiste en el regreso a estados anteriores de la vida afectiva y de la función. Un destacado ejemplo de la plasticidad de la vida anímica nos lo da el estado del dormir, al que todas las noches nos disponemos. Desde que nos hemos ingeniado para traducir también sueños locos y confusos, sabemos que cada vez que nos dormimos arrojamos de nosotros, como a una vestidura, esa eticidad nuestra que hemos adquirido con tanto trabajo ...para volvérnosla a poner cada mañana. Este desnudamiento no es, desde luego, peligroso, pues mientras dura el estado del dormir estamos paralizados y condenados a la inactividad.
Sólo el sueño puede dar testimonio de la regresión de nuestra vida afectiva a una de las etapas de desarrollo más tempranas. Digno de notarse es, por ejemplo, que todos nuestros sueños están gobernados por motivos puramente egoístas (ver nota(355)). Uno de mis amigos ingleses sostuvo esto en una reunión científica realizada en Estados Unidos; una de las damas presentes le replicó con esta observación: muy bien podía ser válido para Austria, pero de sí misma y de sus amigos se juzgaba autorizada a aseverar que incluso en sueños tenían sentimientos altruistas. Mi amigo, no obstante pertenecer también a la raza inglesa, debió contradecirla de la manera más enérgica, basado en sus propias experiencias de análisis de sueños: La noble norteamericana era en sueños tan egoísta como la austríaca.
Y siendo así, también la reforma pulsional en que descansa nuestra aptitud para la cultura puede ser deshecha de manera permanente o temporaria por las influencias de la vida. Sin duda, los efectos de la guerra se cuentan entre los poderes capaces de producir semejante involución; por eso, no necesariamente hemos de negar aptitud para la cultura a todos los que en el presente se comportan de manera inculta, y nos es lícito esperar que su ennoblecimiento pulsional habrá de restablecerse en épocas más pacíficas.
Ahora bien, otro, síntoma exhibido por nuestros conciudadanos del mundo no nos ha sorprendido ni espantado menos, quizá, que el hundimiento, que tan dolorosamente sentimos, de su elevación ética. Aludo a la falta de penetración que se advierte en las mejores cabezas, a su tozudez, su inaccesibilidad para los argumentos más evidentes y su credulidad acrítica hacia las aseveraciones más discutibles. Esto nos ofrece un cuadro bien triste, y quiero destacar expresamente que en modo alguno, como un secuaz enceguecido, veo todos los defectos intelectuales en uno solo de los bandos. No obstante, este fenómeno es todavía más fácil de explicar y menos dudoso que el considerado antes. Conocedores del hombre y filósofos nos han enseñado desde hace mucho que caeremos en un error si concebimos nuestra inteligencia como un poder autónomo y descuidamos su dependencia de la vida afectiva. Nuestro intelecto, nos han dicho, sólo puede trabajar de manera confiable apartado de las influencias de poderosas mociones afectivas; en caso contrario, se comporta simplemente como un instrumento al servicio de una voluntad, y ofrece el resultado que esta quiera arrancarle. Los

Las elucidaciones anteriores nos ofrecen hoy lo menos un consuelo: la afrenta y la dolorosa desilusión que experimentamos por la conducta inculta de nuestros conciudadanos del mundo en la presente guerra no estaban justificadas. Descansaban en una ilusión de la que éramos prisioneros. En realidad, no cayeron tan bajo como temíamos, porque nunca se habían elevado tanto como creímos. Para ellos, el hecho de que los individuos rectores de la humanidad, los pueblos y los Estados, abandonaran las restricciones éticas en sus relaciones recíprocas fue una natural incitación a sustraerse de la presión continua de la cultura y a permitirse transitoriamente la satisfacción de sus pulsiones refrenadas. Es probable que no se produjera quiebra alguna en la eticidad relativa de los individuos en el interior de su propio pueblo.
Pero podemos profundizar todavía más en la comprensión del cambio que la guerra ha revelado en nuestros ex compatriotas, y ello nos aleccionará para no hacerles injusticia. Los desarrollos del alma poseen una peculiaridad que no se encuentra en ningún otro proceso de desarrollo. Cuando una aldea crece hasta convertirse en ciudad o un niño se vuelve hombre, aldea y niño desaparecen en la ciudad o en el hombre. Sólo el recuerdo puede refigurar los antiguos rasgos en la imagen nueva; en realidad, los materiales o las formas antiguas se dejaron de lado y se sustituyeron por otras nuevas. En un desarrollo anímico las cosas ocurren diversamente. Aquí la situación no es comparable con aquellas, y no puede describirse sino aseverando que todo estadio evolutivo anterior se conserva junto a los más tardíos, devenidos a partir de él; la sucesión envuelve a la vez una coexistencia, y ello a pesar de que los materiales en que trascurre toda la serie de trasformaciones son los mismos. Por más que el estado anímico anterior no se haya exteriorizado durante años, tan cierto es que subsiste, que un día puede convertirse de nuevo en la forma de manifestación de las fuerzas del alma, y aun en la única forma, como si todos los desarrollos más tardíos hubieran sido anulados, hubieran involucionado. Esta plasticidad extraordinaria de los desarrollos del alma no es irrestricta en cuanto a su dirección; puede designársela como una capacidad particular para la involución -para la regresión-, pues suele ocurrir que si se abandona un estadio de desarrollo más tardío y elevado no pueda alcanzárselo de nuevo. Ahora bien, los estados primitivos pueden restablecerse siempre; lo anímico primitivo es imperecedero en el sentido más pleno.
Las llamadas enfermedades mentales tienen que despertar en el lego la impresión de que la vida mental y anímica ha sufrido una destrucción. En realidad, tal destrucción sólo alcanza a las adquisiciones y desarrollos más tardíos. La esencia de la enfermedad mental consiste en el regreso a estados anteriores de la vida afectiva y de la función. Un destacado ejemplo de la plasticidad de la vida anímica nos lo da el estado del dormir, al que todas las noches nos disponemos. Desde que nos hemos ingeniado para traducir también sueños locos y confusos, sabemos que cada vez que nos dormimos arrojamos de nosotros, como a una vestidura, esa eticidad nuestra que hemos adquirido con tanto trabajo ...para volvérnosla a poner cada mañana. Este desnudamiento no es, desde luego, peligroso, pues mientras dura el estado del dormir estamos paralizados y condenados a la inactividad.
Sólo el sueño puede dar testimonio de la regresión de nuestra vida afectiva a una de las etapas de desarrollo más tempranas. Digno de notarse es, por ejemplo, que todos nuestros sueños están gobernados por motivos puramente egoístas (ver nota(355)). Uno de mis amigos ingleses sostuvo esto en una reunión científica realizada en Estados Unidos; una de las damas presentes le replicó con esta observación: muy bien podía ser válido para Austria, pero de sí misma y de sus amigos se juzgaba autorizada a aseverar que incluso en sueños tenían sentimientos altruistas. Mi amigo, no obstante pertenecer también a la raza inglesa, debió contradecirla de la manera más enérgica, basado en sus propias experiencias de análisis de sueños: La noble norteamericana era en sueños tan egoísta como la austríaca.
Y siendo así, también la reforma pulsional en que descansa nuestra aptitud para la cultura puede ser deshecha de manera permanente o temporaria por las influencias de la vida. Sin duda, los efectos de la guerra se cuentan entre los poderes capaces de producir semejante involución; por eso, no necesariamente hemos de negar aptitud para la cultura a todos los que en el presente se comportan de manera inculta, y nos es lícito esperar que su ennoblecimiento pulsional habrá de restablecerse en épocas más pacíficas.
Ahora bien, otro, síntoma exhibido por nuestros conciudadanos del mundo no nos ha sorprendido ni espantado menos, quizá, que el hundimiento, que tan dolorosamente sentimos, de su elevación ética. Aludo a la falta de penetración que se advierte en las mejores cabezas, a su tozudez, su inaccesibilidad para los argumentos más evidentes y su credulidad acrítica hacia las aseveraciones más discutibles. Esto nos ofrece un cuadro bien triste, y quiero destacar expresamente que en modo alguno, como un secuaz enceguecido, veo todos los defectos intelectuales en uno solo de los bandos. No obstante, este fenómeno es todavía más fácil de explicar y menos dudoso que el considerado antes. Conocedores del hombre y filósofos nos han enseñado desde hace mucho que caeremos en un error si concebimos nuestra inteligencia como un poder autónomo y descuidamos su dependencia de la vida afectiva. Nuestro intelecto, nos han dicho, sólo puede trabajar de manera confiable apartado de las influencias de poderosas mociones afectivas; en caso contrario, se comporta simplemente como un instrumento al servicio de una voluntad, y ofrece el resultado que esta quiera arrancarle. Los

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argumentos lógicos son entonces impotentes frente a los intereses afectivos, y por eso el disputar con argumentos, que, según el dicho de Falstaff,abundan como la zarzamora(356), es tan infructuoso en el mundo de los intereses.
La experiencia psicoanalítica no ha hecho sino realzar, si cabe, este aserto. Puede mostrar todos los días que los hombres más perspicaces caen repentinamente en una conducta sin acumen, como de idiotas, tan pronto como la intelección requerida tropieza en ellos con una resistencia afectiva, pero también recuperan toda su inteligencia cuando esta es vencida. Por tanto, la ceguera para lo lógico que esta guerra, como por arte de magia, ha producido justamente en los mejores de nuestros conciudadanos es un fenómeno secundario, una consecuencia de la excitación afectiva, y está destinada, así podemos esperarlo, a desaparecer con ella.
Si de esta manera volvemos a comprender a nuestros conciudadanos, alienados de nosotros, con facilidad mucho mayor sobrellevaremos la desilusión que nos han deparado los individuos rectores de la humanidad, los pueblos, pues las exigencias que a ellos podemos plantearles son mucho más modestas. Quizá repitan el desarrollo de los individuos y todavía hoy estemos frente a etapas muy primitivas de la organización, de la formación de unidades superiores. En armonía con ello, el factor pedagógico de la compulsión externa a la eticidad, que hallamos tan eficaz en el individuo, en aquellos es apenas rastreable. Habíamos esperado, es cierto, que la grandiosa comunidad de intereses establecida por el comercio y la producción constituiría el comienzo de una compulsión así; no obstante, parece que en esta época los pueblos obedecen más a sus pasiones que a sus intereses. Se sirven a lo sumo de los intereses para racionalizar las pasiones; ponen en el primer plano sus intereses para poder fundar la satisfacción de sus pasiones. ¿Por qué los individuos-pueblos en rigor se menosprecian, se odian, se aborrecen, y aun en épocas de paz, y cada nación a todas las otras? Es bastante enigmático. Yo no sé decirlo. Es como si, al reunirse una multitud, por no decir unos millones de hombres, todas las adquisiciones éticas de los individuos se esfumasen y no restasen sino las actitudes anímicas más primitivas, arcaicas y brutales. Esta situación lamentable quizá sólo pueda ser modificada en algo por desarrollos que sobrevendrán después. Pero un poco más de veracidad y de sinceridad en todas las partes, en las relaciones recíprocas de los hombres, y entre ellos y quienes los gobiernan, allanarían el camino a esa trasmudación (ver nota(357)).
La experiencia psicoanalítica no ha hecho sino realzar, si cabe, este aserto. Puede mostrar todos los días que los hombres más perspicaces caen repentinamente en una conducta sin acumen, como de idiotas, tan pronto como la intelección requerida tropieza en ellos con una resistencia afectiva, pero también recuperan toda su inteligencia cuando esta es vencida. Por tanto, la ceguera para lo lógico que esta guerra, como por arte de magia, ha producido justamente en los mejores de nuestros conciudadanos es un fenómeno secundario, una consecuencia de la excitación afectiva, y está destinada, así podemos esperarlo, a desaparecer con ella.
Si de esta manera volvemos a comprender a nuestros conciudadanos, alienados de nosotros, con facilidad mucho mayor sobrellevaremos la desilusión que nos han deparado los individuos rectores de la humanidad, los pueblos, pues las exigencias que a ellos podemos plantearles son mucho más modestas. Quizá repitan el desarrollo de los individuos y todavía hoy estemos frente a etapas muy primitivas de la organización, de la formación de unidades superiores. En armonía con ello, el factor pedagógico de la compulsión externa a la eticidad, que hallamos tan eficaz en el individuo, en aquellos es apenas rastreable. Habíamos esperado, es cierto, que la grandiosa comunidad de intereses establecida por el comercio y la producción constituiría el comienzo de una compulsión así; no obstante, parece que en esta época los pueblos obedecen más a sus pasiones que a sus intereses. Se sirven a lo sumo de los intereses para racionalizar las pasiones; ponen en el primer plano sus intereses para poder fundar la satisfacción de sus pasiones. ¿Por qué los individuos-pueblos en rigor se menosprecian, se odian, se aborrecen, y aun en épocas de paz, y cada nación a todas las otras? Es bastante enigmático. Yo no sé decirlo. Es como si, al reunirse una multitud, por no decir unos millones de hombres, todas las adquisiciones éticas de los individuos se esfumasen y no restasen sino las actitudes anímicas más primitivas, arcaicas y brutales. Esta situación lamentable quizá sólo pueda ser modificada en algo por desarrollos que sobrevendrán después. Pero un poco más de veracidad y de sinceridad en todas las partes, en las relaciones recíprocas de los hombres, y entre ellos y quienes los gobiernan, allanarían el camino a esa trasmudación (ver nota(357)).
Nuestra actitud hacia la muerte
El segundo factor por el cual, según yo infiero, nos sentimos así de ajenos en este mundo otrora tan hermoso y familiar es la perturbación en la actitud que hasta ahora habíamos adoptado hacia la muerte.Esa actitud no era sincera. De creérsenos, estábamos desde luego dispuestos a sostener que la muerte es el desenlace necesario de toda vida, que cada uno de nosotros debía a la naturaleza una muerte(358) y tenía que estar preparado para saldar esa deuda; en suma, que la muerte era algo natural, incontrastable e inevitable. Pero en realidad solíamos comportarnos como si las cosas fueran diversas. Hemos manifestado la inequívoca tendencia a hacer a un lado la muerte, a eliminarla de la vida. Hemos intentado matarla con el silencio; y aun tenemos [en alemán] el dicho: «Creo en eso tan poco como en la muerte(359)». En la muerte propia, desde luego. La muerte propia no se puede concebir; tan pronto intentamos hacerlo podemos notar que en verdad sobrevivimos como observadores. Así pudo aventurarse en la escuela psicoanalítica esta tesis: En el fondo, nadie cree en su propia muerte, o, lo que viene a ser lo mismo, en el inconciente cada uno de nosotros está convencido de su inmortalidad.
Por lo que toca a la muerte de otro, el hombre culto evitará cuidadosamente hablar de esta posibilidad si el sentenciado puede oírlo. Sólo los niños trasgreden esta restricción; se amenazan despreocupadamente unos a otros con la posibilidad de morir, y aun llegan a decírselo en la cara a una persona amada, por ejemplo: «Mamá querida, cuando por desgracia mueras, haré esto o aquello». El adulto cultivado no imaginará la muerte de otro ni siquiera en el pensamiento sin considerarse a sí mismo desalmado o malo; a menos que, en calidad de médico, de abogado, etc., tenga que ocuparse profesionalmente de ella. Y menos todavía se permitirá pensar en la muerte del otro si con este acontecimiento se asocia una ganancia en materia de libertad, de propiedad o deposición social. Desde luego, este sentimiento tierno nuestro no impide que sobrevengan los casos de muerte; cuando ocurren, nos conmueven en lo profundo y es como si nos sacudieran en nuestras expectativas. Por lo general, destacamos el ocasionamiento contingente de la muerte, el accidente, la contracción de una enfermedad, la infección, la edad avanzada, y así dejamos traslucir nuestro afán de rebajar la muerte de necesidad a contingencia. Una acumulación de muertes nos parece algo terrible en extremo. Frente al muerto mismo mantenemos una conducta particular, casi de admiración, como si hubiera llevado a cabo algo muy difícil. Suspendemos toda crítica hacia él, le disculpamos cualquier desaguisado, ordenamos «De mortuis nil nisi bene», y hallamos justificado que en el discurso fúnebre o en su epitafio se lo honre con lo más favorable. Ponemos el respeto por el muerto, que a este ya no le sirve de nada, por encima de la verdad, y la mayoría de nosotros lo valora más incluso que al respeto por los vivos.

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Esta actitud cultural-convencional hacia la muerte se complementa con nuestro total descalabro cuando fenece una de las personas que nos son próximas, cuando la muerte alcanza a nuestro padre, a nuestro consorte, a un hermano, un hijo o un caro amigo. Sepultamos con él nuestras esperanzas, nuestras demandas, nuestros goces; no nos dejamos consolar y nos negamos a sustituir al que perdimos. Nos portamos entonces como una suerte de Asta, de esos que
mueren cuando mueren aquellos a quienes aman(360).
Ahora bien, esta actitud nuestra hacia la muerte tiene un fuerte efecto sobre nuestra vida. La vida se empobrece, pierde interés, cuando la máxima apuesta en el juego de la vida, que es la vida misma, no puede arriesgarse. Se vuelve tan insípida e insustancial como un flirt norteamericano, en que de antemano se ha establecido que nada puede suceder, a diferencia de un vínculo de amor en el Continente, donde ambas partes deben tener en cuenta permanentemente las más serias consecuencias. Nuestros vínculos afectivos, la insoportable intensidad de nuestro duelo, hacen que nos abstengamos de buscar peligros para nosotros y para los nuestros. No osamos considerar cierto número de empresas que son peligrosas pero en verdad indispensables, como los ensayos de vuelo, las expediciones a países lejanos, los experimentos con sustancias explosivas. Nos paraliza para ello este reparo: ¿Quién ha de sustituirle a la madre su hijo, a la mujer su esposo, a los hijos su padre, si es que acaece una desgracia? La inclinación a no computar la muerte en el cálculo de la vida trae por consecuencia muchas otras renuncias y exclusiones. Y no obstante, la divisa de la Hansa decía «Navigare necesse est, vivere non necesse!»: Navegar es necesario, vivir no lo es.
Por eso, no puede ocurrir de otro modo: es en el mundo de la ficción, en la literatura, en el teatro, donde tenemos que buscar el sustituto de lo que falta a la vida. Ahí todavía hallamos hombres que saben morir, y aun que perpetran la muerte de otro. Y solamente ahí se cumple la condición bajo la cual podríamos reconciliarnos con la muerte: que tras todas las vicisitudes de la vida nos reste una vida intocable. Es por cierto demasiado triste que en la vida haya de suceder lo que en el ajedrez, donde una movida en falso puede forzarnos a dar por perdida la partida; y encima con esta diferencia: no podemos iniciar una segunda partida, una revancha. En el ámbito de la ficción hallamos esa multitud de vidas de que necesitamos. Morimos identificados con un héroe, pero le sobrevivimos y estamos prontos a morir una segunda vez con otro, igualmente incólumes.
Es evidente que la guerra ha de barrer con este tratamiento convencional de la muerte. Esta ya no se deja desmentir {verleugnen}; es preciso creer en ella. Los hombres mueren realmente; y ya no individuo por individuo, sino multitudes de ellos, a menudo decenas de miles un solo día. Ya no es una contingencia. Por cierto todavía parece contingente que un determinado proyectil alcance a uno o a otro; pero al que se salvó quizá lo alcance un segundo proyectil, y la acumulación pone fin a la impresión de lo contingente. La vida de nuevo se ha vuelto interesante, ha recuperado su contenido pleno.
Aquí debería trazarse una separación en dos grupos: los que arriesgan su vida en la batalla, y los que quedaron en casa y no tienen otra cosa sino esperar que la muerte les arrebate uno de sus seres queridos por herida, enfermedad o infección. Sería muy interesante, sin lugar a dudas, estudiar las alteraciones producidas en la psicología de los combatientes, pero yo sé demasiado poco sobre eso. Tenemos que atenernos al segundo grupo, al que nosotros mismos pertenecemos. Ya dije que a mi juicio el desconcierto y la parálisis de nuestra productividad, que ahora sufrimos, están comandados esencialmente por la circunstancia de que no podemos conservar la relación que hasta ahora mantuvimos con la muerte, y todavía no hemos hallado una nueva. Quizá nos auxilie en esto dirigir nuestra indagación psicológica a otras dos relaciones con la muerte: la que podemos atribuir al hombre primordial(361), al hombre prehistórico, y la que todavía se conserva en cada uno de nosotros pero permanece oculta en estratos más profundos, invisible para nuestra conciencia.

mueren cuando mueren aquellos a quienes aman(360).
Ahora bien, esta actitud nuestra hacia la muerte tiene un fuerte efecto sobre nuestra vida. La vida se empobrece, pierde interés, cuando la máxima apuesta en el juego de la vida, que es la vida misma, no puede arriesgarse. Se vuelve tan insípida e insustancial como un flirt norteamericano, en que de antemano se ha establecido que nada puede suceder, a diferencia de un vínculo de amor en el Continente, donde ambas partes deben tener en cuenta permanentemente las más serias consecuencias. Nuestros vínculos afectivos, la insoportable intensidad de nuestro duelo, hacen que nos abstengamos de buscar peligros para nosotros y para los nuestros. No osamos considerar cierto número de empresas que son peligrosas pero en verdad indispensables, como los ensayos de vuelo, las expediciones a países lejanos, los experimentos con sustancias explosivas. Nos paraliza para ello este reparo: ¿Quién ha de sustituirle a la madre su hijo, a la mujer su esposo, a los hijos su padre, si es que acaece una desgracia? La inclinación a no computar la muerte en el cálculo de la vida trae por consecuencia muchas otras renuncias y exclusiones. Y no obstante, la divisa de la Hansa decía «Navigare necesse est, vivere non necesse!»: Navegar es necesario, vivir no lo es.
Por eso, no puede ocurrir de otro modo: es en el mundo de la ficción, en la literatura, en el teatro, donde tenemos que buscar el sustituto de lo que falta a la vida. Ahí todavía hallamos hombres que saben morir, y aun que perpetran la muerte de otro. Y solamente ahí se cumple la condición bajo la cual podríamos reconciliarnos con la muerte: que tras todas las vicisitudes de la vida nos reste una vida intocable. Es por cierto demasiado triste que en la vida haya de suceder lo que en el ajedrez, donde una movida en falso puede forzarnos a dar por perdida la partida; y encima con esta diferencia: no podemos iniciar una segunda partida, una revancha. En el ámbito de la ficción hallamos esa multitud de vidas de que necesitamos. Morimos identificados con un héroe, pero le sobrevivimos y estamos prontos a morir una segunda vez con otro, igualmente incólumes.
Es evidente que la guerra ha de barrer con este tratamiento convencional de la muerte. Esta ya no se deja desmentir {verleugnen}; es preciso creer en ella. Los hombres mueren realmente; y ya no individuo por individuo, sino multitudes de ellos, a menudo decenas de miles un solo día. Ya no es una contingencia. Por cierto todavía parece contingente que un determinado proyectil alcance a uno o a otro; pero al que se salvó quizá lo alcance un segundo proyectil, y la acumulación pone fin a la impresión de lo contingente. La vida de nuevo se ha vuelto interesante, ha recuperado su contenido pleno.
Aquí debería trazarse una separación en dos grupos: los que arriesgan su vida en la batalla, y los que quedaron en casa y no tienen otra cosa sino esperar que la muerte les arrebate uno de sus seres queridos por herida, enfermedad o infección. Sería muy interesante, sin lugar a dudas, estudiar las alteraciones producidas en la psicología de los combatientes, pero yo sé demasiado poco sobre eso. Tenemos que atenernos al segundo grupo, al que nosotros mismos pertenecemos. Ya dije que a mi juicio el desconcierto y la parálisis de nuestra productividad, que ahora sufrimos, están comandados esencialmente por la circunstancia de que no podemos conservar la relación que hasta ahora mantuvimos con la muerte, y todavía no hemos hallado una nueva. Quizá nos auxilie en esto dirigir nuestra indagación psicológica a otras dos relaciones con la muerte: la que podemos atribuir al hombre primordial(361), al hombre prehistórico, y la que todavía se conserva en cada uno de nosotros pero permanece oculta en estratos más profundos, invisible para nuestra conciencia.
La conducta que el hombre de la prehistoria pudo haber tenido hacia la muerte la conocemos, desde luego, sólo por inferencias retrospectivas y reconstrucciones, pero opino que estos recursos nos han proporcionado unas noticias bastante dignas de confianza.
El hombre primordial adoptaba una actitud muy extraña hacia la muerte. No era unitaria, sino, más bien, directamente contradictoria. Por una parte, la tomó en serio, la reconoció como supresión de la vida y se valió de ella en este sentido; por otra parte, empero, dio el mentís a la muerte, la redujo a nada. Esta contradicción fue posibilitada por el hecho de que frente a la muerte del otro, del extraño, del enemigo, adoptó una actitud radicalmente diversa que frente a la suya propia. La muerte del otro era para él justa, la entendía como aniquilamiento del que odiaba, y no conoció reparos para provocarla. El hombre primordial era sin duda un ser en extremo apasionado, más cruel y maligno que otros animales. Asesinaba de buena gana y como un hecho natural. No hemos de atribuirle el instinto {Instinkt} que lleva a otros animales a abstenerse de matar y devorar seres de su misma especie.
La historia primordial de la humanidad está, pues, llena de asesinatos. Todavía hoy lo que nuestros niños aprenden en la escuela como historia universal es, en lo esencial, una seguidilla de matanzas de pueblos. El oscuro sentimiento de culpa que asedia a la humanidad desde tiempos primordiales, y que en muchas religiones se ha condensado en la aceptación de una culpa primordial, un pecado original, es probablemente la expresión de una culpa de sangre que la humanidad primordial ha echado sobre sus espaldas. En mi libro Tótem y tabú (1912-13), siguiendo las indicaciones de W. Robertson Smith, Atkinson y Charles Darwin, me he empeñado en desentrañar la naturaleza de esta antigua culpa, y opino que la doctrina cristiana de nuestros días nos permite inferirla retrospectivamente. Si el Hijo de Dios debía ofrendar su vida para limpiar a la humanidad del pecado original, entonces, según la ley del talión (la venganza con lo mismo), ese pecado ha sido una muerte, un asesinato. Sólo esto pudo exigir como expiación el sacrificio de una vida. Y si el pecado original fue un agravio contra Dios Padre, el crimen más antiguo de la humanidad tiene que haber sido un parricidio, la muerte del padre primordial de la horda primitiva, cuya imagen en el recuerdo fue después trasfigurada en divinidad (ver nota(362)).
La muerte propia fue para el hombre primordial sin duda tan inimaginable e irreal como lo es hoy para cada uno de nosotros. Pero a él se le presentaba un caso en que esas dos actitudes contrapuestas hacia la muerte chocaban y entraban en conflicto recíproco, y este caso devino muy importante y muy rico en consecuencias de vasto alcance. Ocurría cuando el hombre primordial veía morir a uno de sus deudos, su mujer, su hijo, su amigo, a quienes ciertamente él amaba como nosotros a los nuestros, pues el amor no puede ser mucho más reciente que el gusto de matar {MordIust}. Entonces debía hacer en su dolor la experiencia de que también uno mismo puede fenecer, y todo su ser se sublevaba contra la admisión de ello; es que cada uno

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de esos seres queridos era un fragmento de su propio yo, de su amado yo. Pero por otra parte a esa muerte la consideraba merecida, pues cada una de las personas amadas llevaba adherido también un fragmento de ajenidad. La ley del sentimiento de ambivalencia, que todavía hoy preside nuestros vínculos afectivos con las personas a quienes más amamos, reinaba por cierto aún más incontrovertible en épocas primordiales. Así, esos difuntos queridos habían sido también unos extraños y unos enemigos que despertaron en él una porción de sentimientos hostiles (ver nota(363)).
Los filósofos han aseverado que el enigma intelectual que le planteaba al hombre primordial el cuadro de la muerte lo obligó a reflexionar y devino el comienzo de toda especulación. Yo creo que los filósofos piensan en esto demasiado ... filosóficamente; descuidan los motivos eficaces primarios. Por eso, querría restringir y corregir aquella aseveración: Frente al cadáver del enemigo aniquilado, el hombre primordial habrá triunfado, sin hallar motivo alguno para devanarse los sesos con el enigma de la vida y de la muerte. No fue el enigma intelectual ni cualquier caso de muerte, sino el conflicto afectivo a raíz de la muerte de personas amadas, pero al mismo tiempo también ajenas y odiadas, lo que puso en marcha la investigación de los seres humanos. De este conflicto de sentimientos nació ante todo la psicología. El hombre ya no pudo mantener lejos de sí a la muerte, pues la había probado en el dolor por el difunto. Pero no quiso admitirla, pues no podía representarse a sí mismo muerto. Así entró en compromisos, admitió la muerte también para sí, pero le impugnó el significado del aniquilamiento de la vida, para lo cual no había tenido motivo alguno cuando se trataba de la muerte del enemigo. Frente al cadáver de la persona amada, inventó los espíritus, y su conciencia de culpa por la satisfacción entreverada con el duelo hizo que estos espíritus recién creados se convirtieran en demonios malignos que había que temer. Las alteraciones [físicas] del muerto le sugirieron la descomposición del individuo en un cuerpo y un alma (originariamente fueron varias); de esa manera, su ilación de pensamientos iba paralela al proceso de disgregación que la muerte introducía. El perdurable recuerdo del difunto fue la base para que se supusieran otras formas de existencia; le dio la idea de una pervivencia después de la muerte aparente.
Estas existencias posteriores fueron al comienzo sólo apéndices de aquella que tronchó la muerte; eran como la de una sombra, vacías, y hasta épocas muy avanzadas se las menospreció; tenían todavía el carácter de unas reproducciones lamentables. Recordemos lo que el alma de Aquiles respondió a Odiseo:
« " ... antes, cuando vivías {le dice Odiseo al alma de Aquiles}, los argivos te honrábamos como a una deidad, y ahora, estando aquí, imperas poderosamente sobre los difuntos. Por lo cual, oh Aquiles, no debe entristecerte que estés muerto".
»Así le dije, y me contestó enseguida: "No intentes consolarme de la muerte, esclarecido Odiseo: preferiría vivir aquí en la tierra y servir como labrador a otro, a algún hombre indigente de pocos recursos, antes que reinar sobre todos los muertos"» (ver nota(364)).
O en la potente versión de H. Heine, amargamente paródica:
«El más ínfimo filisteo vivo de Stuckert junto al Neckar es mucho más feliz que yo, el pelida, el héroe muerto, príncipe de las sombras en el mundo subterráneo».
Frente al cadáver de la persona amada no sólo nacieron la doctrina del alma, la creencia en la inmortalidad y una potente raíz de la humana conciencia de culpa, sino los primeros preceptos éticos. El primer mandamiento, y el más importante, de esa incipiente conciencia moral decía «No matarás». Se lo adquirió frente al muerto amado, como reacción frente a la satisfacción del odio que se escondía tras el duelo, y poco a poco se lo extendió al extraño a quien no se amaba y, por fin, también al enemigo.
En este último caso el hombre civilizado ya no siente esa reacción. Cuando la pugna salvaje de esta guerra se haya decidido, los combatientes victoriosos regresarán a su hogar, junto a su mujer y a sus hijos, y lo harán impertérritos y sin que los turbe pensar en los enemigos a quienes dieron muerte en la lucha cuerpo a cuerpo o mediante las armas de largo alcance. Es digno de nota que los pueblos primitivos que todavía viven sobre la Tierra y están por cierto más próximos que nosotros al hombre primordial se conducen en este punto de otro modo (o se conducían así cuando aún no habían sufrido la influencia de nuestra cultura). El salvaje -australiano, bosquimano, o de la Tierra del Fuego- en modo alguno es un matador sin remordimiento; cuando vuelve a casa triunfante de la empresa bélica, no osa pisar su aldea ni tocar a su mujer antes de limpiarse de sus hechos de muerte por medio de una expiación a menudo prolongada y trabajosa. Fácil es, desde luego, explicarlo por su creencia supersticiosa; el salvaje teme todavía la venganza del espíritu del enemigo aniquilado. Pero este espíritu no es sino la expresión de su mala conciencia por causa de su culpa de sangre; tras esta superstición se oculta un filón de fina sensibilidad ética que nosotros, los hombres civilizados, hemos perdido (ver nota(366)).
Almas piadosas que a toda costa querrían saber a nuestra naturaleza alejada del contacto con lo malo y lo bajo no dejarán sin duda de extraer, de la temprana aparición y del carácter imperativo de la prohibición de matar, confortantes inferencias acerca de la fuerza de unas mociones éticas que tienen que habernos sido implantadas. Por desdicha, este argumento prueba todavía más lo contrario. Una prohibición tan fuerte sólo puede haber ido dirigida contra un impulso igualmente fuerte. Lo que no anhela en su alma hombre alguno, no hace falta prohibirlo (ver nota(367)), se excluye por sí solo. Precisamente lo imperativo del mandamiento

Los filósofos han aseverado que el enigma intelectual que le planteaba al hombre primordial el cuadro de la muerte lo obligó a reflexionar y devino el comienzo de toda especulación. Yo creo que los filósofos piensan en esto demasiado ... filosóficamente; descuidan los motivos eficaces primarios. Por eso, querría restringir y corregir aquella aseveración: Frente al cadáver del enemigo aniquilado, el hombre primordial habrá triunfado, sin hallar motivo alguno para devanarse los sesos con el enigma de la vida y de la muerte. No fue el enigma intelectual ni cualquier caso de muerte, sino el conflicto afectivo a raíz de la muerte de personas amadas, pero al mismo tiempo también ajenas y odiadas, lo que puso en marcha la investigación de los seres humanos. De este conflicto de sentimientos nació ante todo la psicología. El hombre ya no pudo mantener lejos de sí a la muerte, pues la había probado en el dolor por el difunto. Pero no quiso admitirla, pues no podía representarse a sí mismo muerto. Así entró en compromisos, admitió la muerte también para sí, pero le impugnó el significado del aniquilamiento de la vida, para lo cual no había tenido motivo alguno cuando se trataba de la muerte del enemigo. Frente al cadáver de la persona amada, inventó los espíritus, y su conciencia de culpa por la satisfacción entreverada con el duelo hizo que estos espíritus recién creados se convirtieran en demonios malignos que había que temer. Las alteraciones [físicas] del muerto le sugirieron la descomposición del individuo en un cuerpo y un alma (originariamente fueron varias); de esa manera, su ilación de pensamientos iba paralela al proceso de disgregación que la muerte introducía. El perdurable recuerdo del difunto fue la base para que se supusieran otras formas de existencia; le dio la idea de una pervivencia después de la muerte aparente.
Estas existencias posteriores fueron al comienzo sólo apéndices de aquella que tronchó la muerte; eran como la de una sombra, vacías, y hasta épocas muy avanzadas se las menospreció; tenían todavía el carácter de unas reproducciones lamentables. Recordemos lo que el alma de Aquiles respondió a Odiseo:
« " ... antes, cuando vivías {le dice Odiseo al alma de Aquiles}, los argivos te honrábamos como a una deidad, y ahora, estando aquí, imperas poderosamente sobre los difuntos. Por lo cual, oh Aquiles, no debe entristecerte que estés muerto".
»Así le dije, y me contestó enseguida: "No intentes consolarme de la muerte, esclarecido Odiseo: preferiría vivir aquí en la tierra y servir como labrador a otro, a algún hombre indigente de pocos recursos, antes que reinar sobre todos los muertos"» (ver nota(364)).
O en la potente versión de H. Heine, amargamente paródica:
«El más ínfimo filisteo vivo de Stuckert junto al Neckar es mucho más feliz que yo, el pelida, el héroe muerto, príncipe de las sombras en el mundo subterráneo».
(Ver nota(365))
Sólo más tarde lograron las religiones presentar esta existencia postrera como la más valiosa, como la existencia plena, y rebajar la vida tronchada por la muerte a un mero prolegómeno. Y era consecuente con ello que después se prolongara la vida hacia el pasado, se imaginaran las existencias anteriores, la trasmigración del alma y la reencarnación, todo con el propósito de arrebatar a la muerte su significado de canceladora de la vida. Esa desmentida de la muerte que hemos llamado cultural-convencional comenzó en tales épocas tempranas.Frente al cadáver de la persona amada no sólo nacieron la doctrina del alma, la creencia en la inmortalidad y una potente raíz de la humana conciencia de culpa, sino los primeros preceptos éticos. El primer mandamiento, y el más importante, de esa incipiente conciencia moral decía «No matarás». Se lo adquirió frente al muerto amado, como reacción frente a la satisfacción del odio que se escondía tras el duelo, y poco a poco se lo extendió al extraño a quien no se amaba y, por fin, también al enemigo.
En este último caso el hombre civilizado ya no siente esa reacción. Cuando la pugna salvaje de esta guerra se haya decidido, los combatientes victoriosos regresarán a su hogar, junto a su mujer y a sus hijos, y lo harán impertérritos y sin que los turbe pensar en los enemigos a quienes dieron muerte en la lucha cuerpo a cuerpo o mediante las armas de largo alcance. Es digno de nota que los pueblos primitivos que todavía viven sobre la Tierra y están por cierto más próximos que nosotros al hombre primordial se conducen en este punto de otro modo (o se conducían así cuando aún no habían sufrido la influencia de nuestra cultura). El salvaje -australiano, bosquimano, o de la Tierra del Fuego- en modo alguno es un matador sin remordimiento; cuando vuelve a casa triunfante de la empresa bélica, no osa pisar su aldea ni tocar a su mujer antes de limpiarse de sus hechos de muerte por medio de una expiación a menudo prolongada y trabajosa. Fácil es, desde luego, explicarlo por su creencia supersticiosa; el salvaje teme todavía la venganza del espíritu del enemigo aniquilado. Pero este espíritu no es sino la expresión de su mala conciencia por causa de su culpa de sangre; tras esta superstición se oculta un filón de fina sensibilidad ética que nosotros, los hombres civilizados, hemos perdido (ver nota(366)).
Almas piadosas que a toda costa querrían saber a nuestra naturaleza alejada del contacto con lo malo y lo bajo no dejarán sin duda de extraer, de la temprana aparición y del carácter imperativo de la prohibición de matar, confortantes inferencias acerca de la fuerza de unas mociones éticas que tienen que habernos sido implantadas. Por desdicha, este argumento prueba todavía más lo contrario. Una prohibición tan fuerte sólo puede haber ido dirigida contra un impulso igualmente fuerte. Lo que no anhela en su alma hombre alguno, no hace falta prohibirlo (ver nota(367)), se excluye por sí solo. Precisamente lo imperativo del mandamiento

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«No matarás» nos da la certeza de que somos del linaje de una serie interminable de generaciones de asesinos que llevaban en la sangre el gusto de matar, como quizá lo llevemos todavía nosotros. Las aspiraciones éticas de la humanidad, cuya fuerza e importancia no hace falta andar criticando, son una conquista de 'la historia humana; y han devenido después, en medida por desdicha muy variable, el patrimonio heredado de la humanidad que hoy vive.
Dejemos ahora a los hombres primordiales y dirijámonos a lo inconciente dentro de nuestra propia vida anímica. Aquí nos apoyamos exclusivamente en el método de indagación del psicoanálisis, el único que alcanza a tales profundidades. Preguntamos: ¿Cómo se comporta nuestro inconciente frente al problema de la muerte? La respuesta tiene que ser: Casi de igual modo que el hombre primordial. En este aspecto, como en muchos otros, el hombre de la prehistoria sobrevive inmutable en nuestro inconciente. Por tanto, nuestro inconciente no cree en la muerte propia, se conduce como si fuera inmortal. Lo que llamamos nuestro «inconciente» (los estratos más profundos de nuestra alma, compuestos por mociones pulsionales) no conoce absolutamente nada negativo {Negativ},ninguna negación {Verneinung} -los opuestos coinciden en su interior-, y por consiguiente tampoco conoce la muerte propia, a la que sólo podemos darle un contenido negativo. Entonces, nada pulsional en nosotros solicita a la creencia en la muerte. Y quizá sea este, incluso, el secreto del heroísmo. La fundamentación del heroísmo según la ratío descansa en el juicio de que la vida propia no puede ser tan valiosa como ciertos bienes abstractos y universales. Pero opino que más frecuente ha de ser el heroísmo instintivo e impulsivo que prescinde de cualquier motivación de esa índole y sencillamente arrostra el peligro, tras asegurarse, como Juancito Picapiedra(368), el personaje de Anzengruber: «Eso nunca puede sucederte a ti». O bien aquella motivación sirve sólo para desechar los reparos que podrían detener esa reacción heroica que corresponde a lo inconciente. La angustia de muerte, que nos domina más a menudo de lo que pensamos, es en cambio algo secundario, y la mayoría de las veces proviene de una conciencia de culpa (ver nota(369)).
Por otra parte, admitimos la muerte de extraños y enemigos, y la fulminamos sobre ellos tan pronta y despreocupadamente como el hombre primordial. Es verdad que aquí aparece una diferencia que en la realidad habrá de manifestarse decisiva. Nuestro inconciente no ejecuta el asesinato, meramente lo piensa y lo desea. Pero sería equivocado restar a esta realidad psíquica todo valor por comparación con la fáctica. Es lo bastante significativa, y está grávida de consecuencias. En nuestras mociones inconcientes eliminamos día tras día y hora tras hora a todos cuantos nos estorban el camino, a todos los que nos han ultrajado o perjudicado. El «¡Que el diablo se lo lleve!», que un despecho sarcástico tantas veces hace añorar a nuestros labios, y que en verdad quiere decir «¡Que la muerte se lo lleve!», es en el interior de nuestro inconciente un serio y poderoso deseo de muerte. Y más: nuestro inconciente mata incluso por pequeñeces; como la vieja legislación ateniense de Dracón, no conoce para los crímenes otro castigo que la muerte; y hay en eso una cierta congruencia, pues todo perjuicio inferido a nuestro yo omnipotente y despótico es, en el fondo, un crimen laesae majestatis {de lesa majestad}.
Así, también nosotros, si se nos juzga por nuestras mociones inconcientes de deseo, somos, como los hombres primordiales, una gavilla de asesinos. Es una suerte que todos estos deseos no posean la fuerza que los hombres eran todavía capaces de darles en épocas primordiales (ver nota(370)); bajo el fuego cruzado de las maldiciones recíprocas, hace tiempo que la humanidad se habría ido a pique, incluso los mejores y más sabios entre los hombres, y las mujeres más hermosas y encantadoras.

Dejemos ahora a los hombres primordiales y dirijámonos a lo inconciente dentro de nuestra propia vida anímica. Aquí nos apoyamos exclusivamente en el método de indagación del psicoanálisis, el único que alcanza a tales profundidades. Preguntamos: ¿Cómo se comporta nuestro inconciente frente al problema de la muerte? La respuesta tiene que ser: Casi de igual modo que el hombre primordial. En este aspecto, como en muchos otros, el hombre de la prehistoria sobrevive inmutable en nuestro inconciente. Por tanto, nuestro inconciente no cree en la muerte propia, se conduce como si fuera inmortal. Lo que llamamos nuestro «inconciente» (los estratos más profundos de nuestra alma, compuestos por mociones pulsionales) no conoce absolutamente nada negativo {Negativ},ninguna negación {Verneinung} -los opuestos coinciden en su interior-, y por consiguiente tampoco conoce la muerte propia, a la que sólo podemos darle un contenido negativo. Entonces, nada pulsional en nosotros solicita a la creencia en la muerte. Y quizá sea este, incluso, el secreto del heroísmo. La fundamentación del heroísmo según la ratío descansa en el juicio de que la vida propia no puede ser tan valiosa como ciertos bienes abstractos y universales. Pero opino que más frecuente ha de ser el heroísmo instintivo e impulsivo que prescinde de cualquier motivación de esa índole y sencillamente arrostra el peligro, tras asegurarse, como Juancito Picapiedra(368), el personaje de Anzengruber: «Eso nunca puede sucederte a ti». O bien aquella motivación sirve sólo para desechar los reparos que podrían detener esa reacción heroica que corresponde a lo inconciente. La angustia de muerte, que nos domina más a menudo de lo que pensamos, es en cambio algo secundario, y la mayoría de las veces proviene de una conciencia de culpa (ver nota(369)).
Por otra parte, admitimos la muerte de extraños y enemigos, y la fulminamos sobre ellos tan pronta y despreocupadamente como el hombre primordial. Es verdad que aquí aparece una diferencia que en la realidad habrá de manifestarse decisiva. Nuestro inconciente no ejecuta el asesinato, meramente lo piensa y lo desea. Pero sería equivocado restar a esta realidad psíquica todo valor por comparación con la fáctica. Es lo bastante significativa, y está grávida de consecuencias. En nuestras mociones inconcientes eliminamos día tras día y hora tras hora a todos cuantos nos estorban el camino, a todos los que nos han ultrajado o perjudicado. El «¡Que el diablo se lo lleve!», que un despecho sarcástico tantas veces hace añorar a nuestros labios, y que en verdad quiere decir «¡Que la muerte se lo lleve!», es en el interior de nuestro inconciente un serio y poderoso deseo de muerte. Y más: nuestro inconciente mata incluso por pequeñeces; como la vieja legislación ateniense de Dracón, no conoce para los crímenes otro castigo que la muerte; y hay en eso una cierta congruencia, pues todo perjuicio inferido a nuestro yo omnipotente y despótico es, en el fondo, un crimen laesae majestatis {de lesa majestad}.
Así, también nosotros, si se nos juzga por nuestras mociones inconcientes de deseo, somos, como los hombres primordiales, una gavilla de asesinos. Es una suerte que todos estos deseos no posean la fuerza que los hombres eran todavía capaces de darles en épocas primordiales (ver nota(370)); bajo el fuego cruzado de las maldiciones recíprocas, hace tiempo que la humanidad se habría ido a pique, incluso los mejores y más sabios entre los hombres, y las mujeres más hermosas y encantadoras.
Por tesis como esta, el psicoanálisis no suele ser creído por los legos. Las desaprueban tildándolas de calumnias indignas de tenerse en cuenta frente a las aseveraciones de la conciencia, y hábilmente se omiten los mínimos indicios por los cuales lo inconciente suele también delatarse a esta última. Por eso es oportuno señalar que muchos pensadores que no pudieron estar influidos por el psicoanálisis han condenado con claridad suficiente la predisposición de nuestros pensamientos secretos a eliminar lo que se nos interpone en el camino, con prescindencia de la prohibición de matar. En remplazo de otros muchos, escojo un único ejemplo que se ha hecho famoso.
En Le Pére Goriot, Balzac alude a un pasaje de las obras de J.J. Rousseau, quien pregunta al lector qué haría si -sin abandonar París y, desde luego, sin ser descubierto- pudiera dar muerte a un viejo mandarín pequinés cuya desaparición hubiera de granjearle sumo beneficio. Deja entrever que no juzga muy a salvo la vida de ese dignatario. «Tuer son mandarin» se ha convertido desde entonces en expresión proverbial para esta secreta predisposición, que es también la de los hombres de hoy.
Hay, además, toda una colección de chistes y de anécdotas cínicas que testimonian en este mismo sentido, como aquella declaración atribuida al cónyuge: «Si uno de nosotros muere, me mudo a París(371)». Tales chistes cínicos no serían posibles si no comunicaran una verdad desmentida que no se podría confesar de manera expresa, seriamente y sin disfraz. En broma, como es sabido, puede decirse hasta la verdad.
Tal como le sucedía al hombre primordial, también para nuestro inconciente se presenta un caso en que las dos actitudes contrapuestas frente a la muerte -una que la admite como aniquilación de la vida, y la otra que la desmiente como irreal- chocan y entran en conflicto. Y este caso es, como en las épocas primordiales, la muerte o el peligro de muerte de uno de nuestros seres queridos, un padre o cónyuge, un hermano, un hijo o un amigo entrañable. Estos seres queridos son, por un lado, una propiedad interior, componentes de nuestro yo propio, pero, por el otro, también son en parte extraños y aun enemigos. El más tierno y más íntimo de nuestros vínculos de amor, con excepción de poquísimas situaciones, lleva adherida una partícula de hostilidad que puede incitar el deseo inconciente de muerte. Pero de este conflicto de ambivalencia no surgen, como en aquellos tiempos, la doctrina del alma y la ética, sino la neurosis, que nos permite penetrar hondamente incluso en la vida anímica normal. Hartas veces los médicos que practican el tratamiento psicoanalítico se han encontrado con el síntoma del cuidado hipertierno por el bienestar de los familiares, o con autorreproches totalmente infundados tras la muerte de una persona amada. El estudio de estos hechos no les ha dejado duda alguna sobre la difusión y la importancia de los deseos inconcientes de muerte.
El lego siente un extraordinario horror frente a la posibilidad de tales sentimientos y toma esta repugnancia como fundamento legítimo de su incredulidad hacia las aseveraciones del psicoanálisis. Creo que se equivoca. No se intenta desvalorización alguna de nuestra vida amorosa, ni va implícita en ello. Bien lejos está, sin duda, de nuestra inteligencia y de nuestro sentimiento el acoplar de esa manera amor y odio. Pero toda vez que la naturaleza trabaja con este par de opuestos, logra conservar al amor siempre despierto y siempre fresco, para

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reasegurarlo así contra el odio que acecha tras él. Es lícito decir que los despliegues más hermosos de nuestra vida afectiva los debemos a la reacción contra el impulso hostil que registramos en nuestro pecho.
Resumamos ahora: Nuestro inconciente es tan inaccesible a la representación de la muerte propia, tan ganoso de muerte contra el extraño, tan dividido (ambivalente) hacia la persona amada como el hombre de los tiempos primordiales. ¡Cuánto nos hemos distanciado de ese estado originario con la actitud cultural-convencional hacia la muerte!
Fácil es señalar el modo en que la guerra se injerta en esta disarmonía. Nos extirpa las capas más tardías de la cultura y hace que en el interior de nosotros nuevamente salga a la luz el hombre primordial. Nos fuerza a ser otra vez héroes que no pueden creer en la muerte propia; nos señala a los extraños como enemigos cuya muerte debe procurarse o desearse; nos aconseja pasar por alto la muerte de personas amadas. Pero la guerra no puede eliminarse; mientras las condiciones de existencia de los pueblos sean tan diversas, y tan violentas las malquerencias entre ellos, la guerra será inevitable. Esto plantea la pregunta: ¿No hemos de ser nosotros los que cedamos y nos adecuemos a ella? ¿No debemos admitir que con nuestra actitud cultural hacia la muerte hemos vivido de nuevo en lo psicológico por encima de nuestros recursos? ¿No daremos marcha atrás y reconoceremos la fatal verdad? ¿No sería mejor dejar a la muerte, en la realidad y en nuestros pensamientos, el lugar que por derecho le corresponde, y sacar a relucir un poco más nuestra actitud inconciente hacia ella, que hasta el presente hemos sofocado con tanto cuidado? No parece esto una gran conquista; más bien sería un retroceso en muchos aspectos, una regresión, pero tiene la ventaja de dejar más espacio a la veracidad y hacer que de nuevo la vida nos resulte más soportable. Y soportar la vida sigue siendo el primer deber de todo ser vivo. La ilusión pierde todo valor cuando nos estorba hacerlo.
Recordamos el viejo apotegma: «Si vis pacem, para bellum»: Si quieres conservar la paz, ármate para la guerra.
Sería tiempo de modificarlo: «Si vis vitam, para mortem»: Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte.
Apéndice. Carta al doctor Frederik van Eeden
[Esta carta fue escrita por Freud a fines de 1914, pocos meses después del estallido de la Primera Guerra Mundial y pocos meses antes de redactar «De guerra y muerte». El destinatario de la misiva, Van Eeden, era un psicopatólogo holandés a quien, sin embargo, se lo conocía más como literato. Hizo larga amistad con Freud, aunque nunca aceptó las ideas de este. La carta fue publicada por primera vez en alemán por Van Eeden en un semanario de Amsterdam, De Amsterdammer(372), 1 el 17 de enero de 1915 (nº 1960, pág. 3). Aparentemente, nunca más volvió a imprimirse en alemán. Ernest Jones la tradujo al inglés en el segundo volumen de su biografía de Freud (1955, pág. 413).] (ver nota(373))
Viena, 28 de diciembre de 1914
Distinguido colega:
Esta guerra hace que me atreva a recordarle dos tesis sustentadas por el psicoanálisis que indudablemente han contribuido a su impopularidad.
Partiendo del estudio de los sueños y las acciones fallidas que se observan en personas normales, así como de los síntomas de los neuróticos, el psicoanálisis ha llegado a la conclusión de que los impulsos primitivos, salvajes y malignos de la humanidad no han desaparecido en ninguno de sus individuos sino que persisten, aunque reprimidos, en el inconciente (para emplear el término de nuestro lenguaje), y que esperan las ocasiones propicias para desarrollar su actividad. Nos ha enseñado también que nuestro intelecto es una cosa débil y dependiente, juguete e instrumento de nuestras inclinaciones pulsionales y afectos, y que todos nos vemos forzados a actuar inteligente o tontamente según lo que nos ordenan nuestras actitudes [emocionales] y resistencias internas.
Ahora bien, si repara usted en lo que está ocurriendo en esta guerra -las crueldades e injusticias causadas por las naciones más civilizadas, el diferente criterio con que juzgan sus propias mentiras e iniquidades y las de sus enemigos, la pérdida generalizada de toda visión clara de las cosas-, tendrá que confesar que el psicoanálisis ha acertado en esas dos tesis.
Es posible que no haya sido totalmente original en ello; son muchos los pensadores y los estudiosos de lo humano que han formulado afirmaciones semejantes a estas; pero nuestra ciencia las ha elaborado detalladamente, empleándolas a la vez para descifrar muchos enigmas

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de la psicología. Confío en que volveremos a vernos en tiempos mejores. Suyo cordialísimo, Sigmund Freud

Empero, esta exigencia de eternidad deja traslucir demasiado que es un producto de nuestra vida desiderativa como para reclamar un valor de realidad. También lo doloroso puede ser verdadero. Yo no me decidí a poner en duda la universal transitoriedad ni a exigir una excepción en favor de lo hermoso y lo perfecto. Pero le discutí al poeta pesimista que la transitoriedad de lo bello conllevara su desvalorización.
¡Al contrario, un aumento del valor! El valor de la transitoriedad es el de la escasez en el tiempo. La restricción en la posibilidad del goce lo torna más apreciable. Declaré incomprensible que la idea de la transitoriedad de lo bello hubiera de empañarnos su regocijo. En lo que atañe a la hermosura de la naturaleza, tras cada destrucción por el invierno ella vuelve al año siguiente, y ese retorno puede defínirse como eterno en proporción al lapso que dura nuestra vida. A la hermosura del cuerpo y del rostro humanos la vemos desaparecer para siempre dentro de nuestra propia vida, pero esa brevedad agrega a sus encantos uno nuevo. Sí hay una flor que se abre una única noche, no por eso su florescencia nos parece menos esplendente. Y en cuanto a que la belleza y la perfección de la obra de arte y del logro intelectual hubieran de desvalorizarse por su limitación temporal, tampoco podía yo comprenderlo. Si acaso llegara un tiempo en que las imágenes y las estatuas que hoy admiramos se destruyeran, o en que nos sucediera un género humano que ya no comprendiese más las obras de nuestros artistas y pensadores, o aun una época geológica en que todo lo vivo cesase sobre la Tierra el valor de todo eso bello y perfecto estaría determinado únicamente por su significación para nuestra vida sensitiva; no hace falta que la sobreviva y es, por tanto, independiente de la duración absoluta.
Yo juzgaba incontrastables estas reflexiones, pero observé que no habían hecho impresión ninguna al poeta ni a mi amigo. De este fracaso inferí la injerencia de un fuerte factor afectivo que les enturbiaba el juicio, y más tarde basta creí haberlo descubierto. Tiene que haber sido la revuelta anímica contra el duelo la que les desvalorizó el goce de lo bello. La representación de que eso bello era transitorio dio a los dos sensitivos un pregusto del duelo por su sepultamiento, y, puesto que el alma se aparta instintivamente de todo lo doloroso, sintieron menoscabado su goce de lo bello por la idea de su transitoriedad.
El duelo por la pérdida de algo que hemos amado o admirado parece al lego tan natural que lo considera obvio. Para el psicólogo, empero, el duelo es un gran enigma, uno de aquellos fenómenos que uno no explica en sí mismos, pero a los cuales reconduce otras cosas oscuras. Nos representamos así la situación: poseemos un cierto grado de capacidad de amor, llamada libido, que en los comienzos del desarrollo se había dirigido sobre el yo propio. Más tarde, pero en verdad desde muy temprano, se extraña del yo y se vuelve a los objetos, que de tal suerte incorporamos, por así decir, a nuestro yo. Si los objetos son destruidos o si los perdemos, nuestra capacidad de amor (libido) queda de nuevo libre. Puede tomar otros objetos como sustitutos o volver temporariamente al yo. Ahora bien, ¿por qué este desasimiento de la libido de sus objetos habría de ser un proceso tan doloroso? No lo comprendemos, ni por el momento


«Vergänglichkeit»
Nota introductoria(374)
Hace algún tiempo, en compañía de un amigo taciturno y de un poeta joven, pero ya famoso, salí de paseo, en verano, por una riente campiña (ver nota(375)). El poeta admiraba la hermosura de la naturaleza que nos circundaba, pero sin regocijarse con ella. Lo preocupaba la idea de que toda esa belleza estaba destinada a desaparecer, que en el invierno moriría, como toda belleza humana y todo lo hermoso y lo noble que los hombres crearon o podrían crear. Todo eso que de lo contrario habría amado y admirado le parecía carente de valor por la transitoriedad a que estaba condenado.
Sabemos que de esa caducidad de lo bello y perfecto pueden derivarse dos diversas mociones del alma. Una lleva al dolorido hastío del mundo, como en el caso de nuestro joven poeta, y la otra a la revuelta contra esa facticidad aseverada. ¡No, es imposible que todas esas excelencias de la naturaleza y del arte, el mundo de nuestras sensaciones y el mundo exterior, estén destinados a perderse realmente en la nada! Sería demasiado disparatado e impío creerlo. Tienen que poder perdurar de alguna manera, sustraerse de todas las influencias destructoras.Empero, esta exigencia de eternidad deja traslucir demasiado que es un producto de nuestra vida desiderativa como para reclamar un valor de realidad. También lo doloroso puede ser verdadero. Yo no me decidí a poner en duda la universal transitoriedad ni a exigir una excepción en favor de lo hermoso y lo perfecto. Pero le discutí al poeta pesimista que la transitoriedad de lo bello conllevara su desvalorización.
¡Al contrario, un aumento del valor! El valor de la transitoriedad es el de la escasez en el tiempo. La restricción en la posibilidad del goce lo torna más apreciable. Declaré incomprensible que la idea de la transitoriedad de lo bello hubiera de empañarnos su regocijo. En lo que atañe a la hermosura de la naturaleza, tras cada destrucción por el invierno ella vuelve al año siguiente, y ese retorno puede defínirse como eterno en proporción al lapso que dura nuestra vida. A la hermosura del cuerpo y del rostro humanos la vemos desaparecer para siempre dentro de nuestra propia vida, pero esa brevedad agrega a sus encantos uno nuevo. Sí hay una flor que se abre una única noche, no por eso su florescencia nos parece menos esplendente. Y en cuanto a que la belleza y la perfección de la obra de arte y del logro intelectual hubieran de desvalorizarse por su limitación temporal, tampoco podía yo comprenderlo. Si acaso llegara un tiempo en que las imágenes y las estatuas que hoy admiramos se destruyeran, o en que nos sucediera un género humano que ya no comprendiese más las obras de nuestros artistas y pensadores, o aun una época geológica en que todo lo vivo cesase sobre la Tierra el valor de todo eso bello y perfecto estaría determinado únicamente por su significación para nuestra vida sensitiva; no hace falta que la sobreviva y es, por tanto, independiente de la duración absoluta.
Yo juzgaba incontrastables estas reflexiones, pero observé que no habían hecho impresión ninguna al poeta ni a mi amigo. De este fracaso inferí la injerencia de un fuerte factor afectivo que les enturbiaba el juicio, y más tarde basta creí haberlo descubierto. Tiene que haber sido la revuelta anímica contra el duelo la que les desvalorizó el goce de lo bello. La representación de que eso bello era transitorio dio a los dos sensitivos un pregusto del duelo por su sepultamiento, y, puesto que el alma se aparta instintivamente de todo lo doloroso, sintieron menoscabado su goce de lo bello por la idea de su transitoriedad.
El duelo por la pérdida de algo que hemos amado o admirado parece al lego tan natural que lo considera obvio. Para el psicólogo, empero, el duelo es un gran enigma, uno de aquellos fenómenos que uno no explica en sí mismos, pero a los cuales reconduce otras cosas oscuras. Nos representamos así la situación: poseemos un cierto grado de capacidad de amor, llamada libido, que en los comienzos del desarrollo se había dirigido sobre el yo propio. Más tarde, pero en verdad desde muy temprano, se extraña del yo y se vuelve a los objetos, que de tal suerte incorporamos, por así decir, a nuestro yo. Si los objetos son destruidos o si los perdemos, nuestra capacidad de amor (libido) queda de nuevo libre. Puede tomar otros objetos como sustitutos o volver temporariamente al yo. Ahora bien, ¿por qué este desasimiento de la libido de sus objetos habría de ser un proceso tan doloroso? No lo comprendemos, ni por el momento

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podemos deducirlo de ningún supuesto. Sólo vemos que la libido se aferra a sus objetos y no quiere abandonar los perdidos aunque el sustituto ya esté aguardando. Eso, entonces, es el duelo.
La conversación con el poeta tuvo lugar en el verano anterior a la guerra. Un año después estalló esta y robó al mundo sus bellezas. No sólo destruyó la hermosura de las comarcas que la tuvieron por teatro y las obras de arte que rozó en su camino; quebrantó también el orgullo que sentíamos por los logros de nuestra cultura, nuestro respeto hacía tantos pensadores y artistas, nuestra esperanza en que finalmente superaríamos las diferencias entre pueblos y razas. Ensució la majestuosa imparcialidad de nuestra ciencia, puso al descubierto nuestra vida pulsional en su desnudez, desencadenó en nuestro interior los malos espíritus que creíamos sojuzgados duraderamente por la educación que durante siglos nos impartieron los más nobles de nosotros. Empequeñeció de nuevo nuestra patria e hizo que el resto de la Tierra fuera otra vez ancho y ajeno. Nos arrebató harto de lo que habíamos amado y nos mostró la caducidad de muchas cosas que habíamos juzgado permanentes.
No es maravilla que nuestra libido, así empobrecida de objetos, haya investido con intensidad tanto mayor lo que nos ha quedado, ni que hayan crecido de súbito el amor a la patria, la ternura hacia nuestros allegados y el orgullo por lo que tenernos en común. Pero aquellos otros bienes, ahora perdidos, ¿se nos han desvalorizado realmente porque! demostraron ser tan perecederos y tan frágiles? Entre nosotros, a muchos les parece así, pero yo, en cambio, creo que están equivocados. Creo que quienes tal piensan y se muestran dispuestos a una renuncia perenne porque lo apreciado no acreditó su perdurabilidad se encuentran simplemente en estado de duelo por la pérdida. Sabemos que el duelo, por doloroso que pueda ser, expira de manera espontánea. Cuando acaba de renunciar a todo lo perdido, se ha devorado también a sí mismo, y entonces nuestra libido queda de nuevo libre para, si todavía somos jóvenes y capaces de vida, sustituirnos los objetos perdidos por otros nuevos que sean, en lo posible, tanto o más apreciables. Cabe esperar que con las pérdidas de esta guerra no suceda de otro modo. Con sólo que se supere el duelo, se probará que nuestro alto aprecio por los bienes de la cultura no ha sufrido menoscabo por la experiencia de su fragilidad. Lo construiremos todo de nuevo, todo lo que la guerra ha destruido, y quizá sobre un fundamento más sólido y más duraderamente que antes.
«Einige Charaktertypen aus der psychoanalytischen Arbeit»
Nota introductoria(376)
Cuando el médico lleva a cabo el tratamiento psicoanalítico de un neurótico, su interés en modo alguno se dirige en primer término al carácter de este. Mucho más le interesa averiguar el significado de sus síntomas, las mociones pulsionales que se ocultan tras ellos y que por su intermedio se satisfacen, y las estaciones del secreto camino que ha llevado de aquellos deseos pulsionales a estos síntomas. Pero la técnica que le es forzoso obedecer lo obliga pronto a dirigir su apetito de saber primeramente a otros objetos. Nota que su investigación es puesta en peligro por resistencias que el enfermo le opone, y le está permitido imputar tales resistencias al carácter de este. Y entonces ese carácter cobra primacía en cuanto a su interés.
Eso que se muestra renuente al empeño del médico no siempre son los rasgos de carácter que el enfermo confiesa y le son atribuidos por quienes lo rodean. Hartas veces se acrecientan hasta una intensidad insospechada propiedades del enfermo que ¿I parecía poseer sólo escasamente, o' salen en él a la luz actitudes que no se habían traslucido en otros vínculos de la vida. En las líneas que siguen nos ocupamos de describir y reconducir a su origen algunos de estos sorprendentes rasgos de carácter.

La conversación con el poeta tuvo lugar en el verano anterior a la guerra. Un año después estalló esta y robó al mundo sus bellezas. No sólo destruyó la hermosura de las comarcas que la tuvieron por teatro y las obras de arte que rozó en su camino; quebrantó también el orgullo que sentíamos por los logros de nuestra cultura, nuestro respeto hacía tantos pensadores y artistas, nuestra esperanza en que finalmente superaríamos las diferencias entre pueblos y razas. Ensució la majestuosa imparcialidad de nuestra ciencia, puso al descubierto nuestra vida pulsional en su desnudez, desencadenó en nuestro interior los malos espíritus que creíamos sojuzgados duraderamente por la educación que durante siglos nos impartieron los más nobles de nosotros. Empequeñeció de nuevo nuestra patria e hizo que el resto de la Tierra fuera otra vez ancho y ajeno. Nos arrebató harto de lo que habíamos amado y nos mostró la caducidad de muchas cosas que habíamos juzgado permanentes.
No es maravilla que nuestra libido, así empobrecida de objetos, haya investido con intensidad tanto mayor lo que nos ha quedado, ni que hayan crecido de súbito el amor a la patria, la ternura hacia nuestros allegados y el orgullo por lo que tenernos en común. Pero aquellos otros bienes, ahora perdidos, ¿se nos han desvalorizado realmente porque! demostraron ser tan perecederos y tan frágiles? Entre nosotros, a muchos les parece así, pero yo, en cambio, creo que están equivocados. Creo que quienes tal piensan y se muestran dispuestos a una renuncia perenne porque lo apreciado no acreditó su perdurabilidad se encuentran simplemente en estado de duelo por la pérdida. Sabemos que el duelo, por doloroso que pueda ser, expira de manera espontánea. Cuando acaba de renunciar a todo lo perdido, se ha devorado también a sí mismo, y entonces nuestra libido queda de nuevo libre para, si todavía somos jóvenes y capaces de vida, sustituirnos los objetos perdidos por otros nuevos que sean, en lo posible, tanto o más apreciables. Cabe esperar que con las pérdidas de esta guerra no suceda de otro modo. Con sólo que se supere el duelo, se probará que nuestro alto aprecio por los bienes de la cultura no ha sufrido menoscabo por la experiencia de su fragilidad. Lo construiremos todo de nuevo, todo lo que la guerra ha destruido, y quizá sobre un fundamento más sólido y más duraderamente que antes.

Nota introductoria(376)
Cuando el médico lleva a cabo el tratamiento psicoanalítico de un neurótico, su interés en modo alguno se dirige en primer término al carácter de este. Mucho más le interesa averiguar el significado de sus síntomas, las mociones pulsionales que se ocultan tras ellos y que por su intermedio se satisfacen, y las estaciones del secreto camino que ha llevado de aquellos deseos pulsionales a estos síntomas. Pero la técnica que le es forzoso obedecer lo obliga pronto a dirigir su apetito de saber primeramente a otros objetos. Nota que su investigación es puesta en peligro por resistencias que el enfermo le opone, y le está permitido imputar tales resistencias al carácter de este. Y entonces ese carácter cobra primacía en cuanto a su interés.
Eso que se muestra renuente al empeño del médico no siempre son los rasgos de carácter que el enfermo confiesa y le son atribuidos por quienes lo rodean. Hartas veces se acrecientan hasta una intensidad insospechada propiedades del enfermo que ¿I parecía poseer sólo escasamente, o' salen en él a la luz actitudes que no se habían traslucido en otros vínculos de la vida. En las líneas que siguen nos ocupamos de describir y reconducir a su origen algunos de estos sorprendentes rasgos de carácter.

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Las «excepciones»
El trabajo psicoanalítico se ve una y otra vez enfrentado a la tarea de instar al enfermo a que renuncie a una ganancia de placer fácil e inmediata. No es que deba renunciar al placer en general; quizás a ningún hombre pueda alentárselo a eso, y aun la religión tiene que fundar su reclamo de abandonar el placer terrena) prometiendo a cambio la concesión de un grado incomparablemente más alto de placer superior en un más allá. No, el enfermo sólo debe renunciar a esas satisfacciones de las que infaltablemente se sigue un perjuicio, sólo debe privarse por un tiempo y aprender a trocar esa ganancia inmediata de placer por una más segura, aunque pospuesta. Dicho con otras palabras: debe realizar, bajo la guía del médico, ese avance desde el principio de placer hasta el principio de realidad por el cual el hombre maduro se diferencia del niño. En esta labor educativa, la mejor intelección del médico difícilmente desempeñe un papel decisivo; por regla general, lo único que sabe decirle al enfermo es aquello que puede serle dicho a este por su propio entendimiento. Pero no es lo mismo saber algo dentro de sí y oírlo de parte de otro; el médico asume el papel de este otro eficaz; se sirve de la influencia que un ser humano puede ejercer sobre los otros. 0, recordando que en el psicoanálisis es usual poner lo originario y lo raigal en lugar de lo derivado y diluido, digamos que el médico, en su obra educativa, se sirve de algunos componentes del amor. Es probable que en semejante poseducación no haga sino repetir el proceso que, en general, posibilitó la educación primera. junto al apremio de la vida, es el amor el gran pedagogo, y el hombre inacabado es movido por el amor de quienes le son más próximos a tener en cuenta los mandamientos del apremio y a ahorrarse los castigos de su trasgresión.
Si del enfermo se exige así una renuncia provisional a alguna satisfacción placentera, un sacrificio, una aquiescencia a aceptar por un tiempo un sufrimiento a cambio de una finalidad mejor, o aun sólo la decisión a someterse a una necesidad que vale para todos, se tropieza con individuos que con alguna motivación particular se revuelven contra esa propuesta. Dicen que han sufrido y se han privado bastante, que tienen derecho a que se los excuse de ulteriores requerimientos, y que no se someten más a ninguna necesidad desagradable pues ellos son excepciones y piensan seguir siéndolo. En un enfermo de este tipo, esa pretensión se extremaba hasta el convencimiento de que una Providencia particular, que lo protegería de semejantes sacrificios dolorosos, velaba por él. En contra de certidumbres interiores que se exteriorizan con esa fuerza, los argumentos del médico nada consiguen, pero también su influencia fracasa al comienzo, por lo cual se ve llevado a rastrear las fuentes de que se alimenta ese dañino prejuicio.Ahora bien, es cosa segura que cada cual querría presentarse como una «excepción» y reclamar privilegios sobre los demás. Pero, precisamente por eso, hace falta un fundamento particular, que no se encuentra en todas partes, para que el enfermo realmente se proclame una excepción y se comporte como tal. Puede alegar más de uno de tales fundamentos; en los casos indagados por mí se logró revelar una peculiaridad común a esos pacientes en sus más tempranos destinos de vida: Suneurosis se anudaba a una vivencia o a un sufrimiento que los habían afectado en la primera infancia, de los que se sabían inocentes y pudieron estimar como un injusto perjuicio inferido a su persona. Los privilegios que ellos se arrogaron por esa injusticia, y la rebeldía que de ahí resultó, habían contribuido no poco a agudizar los conflictos que más tarde llevaron al estallido de la neurosis. En una de las pacientes de este tipo se instaló tal actitud frente a la vida al enterarse ella de que un doloroso padecimiento orgánico, que le había impedido alcanzar sus metas vitales, era de origen congénito. Mientras creyó que ese padecimiento era una adquisición tardía y contingente, lo sobrellevó con resignación; desde que se la esclareció sobre su carácter hereditario, se alzó en rebeldía. El joven que se creía tutelado por una Providencia particular había sido, de lactante, víctima de una infección accidental que le trasmitió su nodriza, y por el resto de sus días vivió de sus reclamos de resarcimiento como de una pensión por accidente, sin saber ni por asomo el fundamento de su pretensión. En su caso, el análisis, que construyó este resultado partíendo de oscuros restos mnémicos e interpretaciones de síntomas, fue objetivamente corroborado por informaciones obtenidas de la familia.
Por razones que con facilidad se comprenden, no puedo comunicar mucho más de estas historias clínicas ni de otras. Tampoco quiero profundizar en la sugerente analogía entre la deformación del carácter tras un prolongado achaque en la infancia y la conducta de pueblos enteros que tienen un pasado de graves sufrimientos. En cambio, no me privaré de aludir a una figura plasmada por el más grande de los creadores literarios, en cuyo carácter la pretensión de excepcionalidad se enlaza íntimamente con los factores del daño congénito y es motivada por este último.
En el monólogo introductorio de Ricardo III, de Shakespeare, dice Gloucester(377), el que después es coronado rey:
«Mas yo, que no estoy hecho para traviesos deportes ni para cortejar a un amoroso espejo; yo, que con mí burda estampa carezco de amable majestad para pavonearme ante una ninfa licenciosa; yo, cercenado de esa bella proporción, arteramente despojado de encantos por la Naturaleza, deforme, inacabado, enviado antes de tiempo al mundo que respira; a medias terminado, y tan renqueante y falto de donaire que los perros me ladran cuando me paro ante ellos;
( . . . . . . . . . . )

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»Y pues que no puedo actuar corno un amante frente a estos tiempos de palabras corteses, estoy resuelto a actuar como un villano y odiar los frívolos placeres de esta época».
A primera vista, en este parlamento programático echaríamos de menos quizá la relación con nuestro tema. Ricardo no parece decir sino esto: «Me aburro en este tiempo de ocio y quiero divertirme. Pero ya que por mi deformidad no puedo entretenerme como amante, obraré como un malvado, intrigaré, asesinaré y haré cuanto me venga en gana». Una motivación tan frívola tendría que ahogar todo rastro de simpatía en el espectador si nada más serio se ocultara tras ella. Pero en tal caso la pieza sería también psicológicamente imposible, pues el creador debe ingeniárselas para suscitar en nosotros un secreto trasfondo de simpatía por su héroe, si es que hemos de sentir sin veto interior la admiración por su osadía y su habilidad, y semejante simpatía sólo puede estar fundada en la comprensión, en el sentimiento de una posible comunidad interior con él.
Por eso, creo que el monólogo de Ricardo no lo dice todo; insinúa meramente, y deja a nuestro cargo explicitar lo insinuado. Pero si emprendemos ese completamiento, desaparece la apariencia de frivolidad, cobran su justificación la amargura y el detalle con que Ricardo ha descrito su deformidad, y se nos revela esa comunidad que gana nuestra simpatía aun en favor de ese malvado. He aquí, entonces, lo que él quiere decir: «La naturaleza ha cometido conmigo una grave injusticia negándome la bella figura que hace a los hombres ser amados. La vida me debe un resarcimiento, que yo me tomaré. Tengo derecho a ser una excepción, a pasar por encima de los reparos que detienen a otros. Y aun me es lícito ejercer la injusticia, pues conmigo se la ha cometido». Y ahora sentimos que nosotros mismos podríamos volvernos como Ricardo, y hasta en pequeña medida ya estamos dispuestos a hacerlo. Ricardo es una magnificación gigantesca de este aspecto que descubrimos también en nosotros. Creemos tener pleno fundamento para poner mala cara a la naturaleza y al destino a causa de daños congénitos y sufridos en la infancia; exigimos total resarcimiento por tempranas afrentas a nuestro narcisismo, a nuestro amor propio. ¿Por qué la naturaleza no nos ha agraciado con los, dorados bucles de Balder, la fortaleza de Sigfrido, la frente levantada del genio o el noble perfil del aristócrata? ¿Por qué nacimos en una casa burguesa y no en el palacio del rey? Eso de ser hermosos y distinguidos lo haríamos tan bien como todos aquellos a quienes ahora tenemos que envidiar.
Pero, en el arte del creador, es una fina economía que no haga proferir a su héroe en alta voz y hasta el final todos los secretos de su motivación. Así nos compele. a completarla, apela a nuestra actividad espiritual apartándola del pensamiento crítico y reteniéndonos en la identificación con el héroe. Un chapucero, en su lugar, vertiría en expresión conciente todo lo que quiere comunicarnos, y entonces tropezaría con nuestra inteligencia fría, desembarazada en sus movimientos, que no nos dejaría abismarnos en la ilusión.
No queremos abandonar las «excepciones» sin apuntar que la pretensión de las mujeres a ciertas prerrogativas y dispensas de tantas coerciones de la vida descansa en el mismo
A primera vista, en este parlamento programático echaríamos de menos quizá la relación con nuestro tema. Ricardo no parece decir sino esto: «Me aburro en este tiempo de ocio y quiero divertirme. Pero ya que por mi deformidad no puedo entretenerme como amante, obraré como un malvado, intrigaré, asesinaré y haré cuanto me venga en gana». Una motivación tan frívola tendría que ahogar todo rastro de simpatía en el espectador si nada más serio se ocultara tras ella. Pero en tal caso la pieza sería también psicológicamente imposible, pues el creador debe ingeniárselas para suscitar en nosotros un secreto trasfondo de simpatía por su héroe, si es que hemos de sentir sin veto interior la admiración por su osadía y su habilidad, y semejante simpatía sólo puede estar fundada en la comprensión, en el sentimiento de una posible comunidad interior con él.
Por eso, creo que el monólogo de Ricardo no lo dice todo; insinúa meramente, y deja a nuestro cargo explicitar lo insinuado. Pero si emprendemos ese completamiento, desaparece la apariencia de frivolidad, cobran su justificación la amargura y el detalle con que Ricardo ha descrito su deformidad, y se nos revela esa comunidad que gana nuestra simpatía aun en favor de ese malvado. He aquí, entonces, lo que él quiere decir: «La naturaleza ha cometido conmigo una grave injusticia negándome la bella figura que hace a los hombres ser amados. La vida me debe un resarcimiento, que yo me tomaré. Tengo derecho a ser una excepción, a pasar por encima de los reparos que detienen a otros. Y aun me es lícito ejercer la injusticia, pues conmigo se la ha cometido». Y ahora sentimos que nosotros mismos podríamos volvernos como Ricardo, y hasta en pequeña medida ya estamos dispuestos a hacerlo. Ricardo es una magnificación gigantesca de este aspecto que descubrimos también en nosotros. Creemos tener pleno fundamento para poner mala cara a la naturaleza y al destino a causa de daños congénitos y sufridos en la infancia; exigimos total resarcimiento por tempranas afrentas a nuestro narcisismo, a nuestro amor propio. ¿Por qué la naturaleza no nos ha agraciado con los, dorados bucles de Balder, la fortaleza de Sigfrido, la frente levantada del genio o el noble perfil del aristócrata? ¿Por qué nacimos en una casa burguesa y no en el palacio del rey? Eso de ser hermosos y distinguidos lo haríamos tan bien como todos aquellos a quienes ahora tenemos que envidiar.
Pero, en el arte del creador, es una fina economía que no haga proferir a su héroe en alta voz y hasta el final todos los secretos de su motivación. Así nos compele. a completarla, apela a nuestra actividad espiritual apartándola del pensamiento crítico y reteniéndonos en la identificación con el héroe. Un chapucero, en su lugar, vertiría en expresión conciente todo lo que quiere comunicarnos, y entonces tropezaría con nuestra inteligencia fría, desembarazada en sus movimientos, que no nos dejaría abismarnos en la ilusión.
No queremos abandonar las «excepciones» sin apuntar que la pretensión de las mujeres a ciertas prerrogativas y dispensas de tantas coerciones de la vida descansa en el mismo
fundamento. Como lo averiguamos por el trabajo psicoanalítico, las mujeres se consideran dañadas en la infancia, cercenadas de un pedazo y humilladas sin su culpa, y el encono de tantas hijas contra su madre tiene por raíz última el reproche de haberlas traído al mundo como mujeres y no como varones.
Los que fracasan cuando triunfan
El trabajo psicoanalítico nos ha obsequiado esta tesis: Los hombres enferman de neurosis a consecuencia de la frustración {denegación} (ver nota(378)). La de la satisfacción de sus deseos libidinosos, se entiende; y se precisa de un rodeo más largo para comprender esa tesis. En efecto, para la génesis de la neurosis se necesita de un conflicto entre los deseos libidinosos de un hombre y aquella parte de su ser que llamamos su «yo», que es expresión de sus pulsiones de autoconservación e incluye los ideales de su propio ser. Un conflicto patógeno de esa índole sólo se produce cuando la libido quiere lanzarse por caminos y en pos de metas que el yo hace tiempo ha superado y ha proscrito, y que por tanto también ha prohibido para todo el porvenir; y eso lo hace la libido sólo si no tiene la posibilidad de una satisfacción ideal acorde con el yo. Así, la privación, la frustración de una satisfacción real, se convierte en la condición primera para la génesis de la neurosis, aunque no es ni con mucho la única.Tanto más sorprendidos y aun confundidos quedamos, entonces, cuando, como médicos, hacemos la experiencia de que en ocasiones ciertos hombres enferman precisamente cuando se les cumple un deseo hondamente arraigado y por mucho tiempo perseguido. Parece como si no pudieran soportar su dicha, pues el vínculo causal entre la contracción de la enfermedad y el éxito no puede ponerse en duda. Tuve oportunidad de tomar conocimiento del destino de una mujer, que quiero describir a modo de paradigma de esos vuelcos trágicos.
De buena cuna y bien criada, no pudo de muchacha, aún muy joven, poner freno a su gana de vivir; escapó de la casa paterna y rodó por el mundo de aventura en aventura, hasta que conoció a un artista que supo apreciar su encanto femenino, pero también atinó a vislumbrar

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que había en la descarriada una disposición más fina. La recogió en su casa y ganó en ella una fiel compañera, a quien sólo parecía faltarle la rehabilitación social para alcanzar la dicha plena. Tras una convivencia de años, él impuso a su familia que la aceptase y estaba dispuesto a hacerla su mujer ante la ley. En ese momento empezó ella a denegarse. Descuidó la casa cuya ama legítima estaba destinada a ser ahora, se juzgó perseguida por los parientes que querían incorporarla a la familia, por celos absurdos bloqueó al hombre todo trato social, lo estorbó en su trabajo artístico y pronto contrajo una incurable enfermedad anímica.
Otra observación me mostró a un hombre respetable en grado sumo, un profesor universitario que había alimentado durante muchos años el comprensible deseo de convertirse en sucesor de su maestro, el que lo había introducido en la ciencia. Cuando, tras el retiro de aquel anciano, los colegas le comunicaron que lo habían elegido a él, y a ningún otro, como su sucesor, empezó a intimidarse, empequeñeció sus méritos, se declaró indigno de desempeñar el puesto que se le confería y cayó en una melancolía que durante algunos años lo inhabilitó para cualquier actividad.
Por diversos que sean estos dos casos en otros aspectos, coinciden en uno, a saber: que la contracción de la enfermedad subsigue al cumplimiento del deseo y aniquila el goce de este.
La contradicción entre esas experiencias y la tesis según la cual el hombre enferma por frustración no es insoluble. El distingo entre una frustración exterior y unainterior la cancela. Cuando es removido en la realidad el objeto en que la libido puede hallar su satisfacción, estamos ante una frustración exterior. En sí, es inoperante; no es todavía patógena mientras no se le asocie una frustración interior. Esta tiene que partir del yo y disputarle a la libido otros objetos de los que ella ahora quiere apoderarse. Sólo entonces se engendran un conflicto y la posibilidad de contracción de una neurosis, es decir, la posibilidad de una satisfacción sustitutiva por el desvío a través de lo inconciente reprimido. Por consiguiente, la frustración interior entra en cuenta en todos los casos, sólo que no produce efectos hasta que la frustración exterior real no le haya preparado el terreno. En esos casos excepcionales en que los hombres enferman con el triunfo, la frustración interior ha producido efectos por sí sola, y aun ha surgido únicamente después que la frustración exterior cedió lugar al cumplimiento del deseo. Aquí resta algo sorprendente a primera vista, pero, ante una consideración más detenida, advertimos que en modo alguno es inhabitual que el yo tolere un deseo por inofensivo mientras este arrastra su existencia como fantasía y parece alejado del cumplimiento, en tanto que se defiende con fuerza contra él tan pronto corno se acerca al cumplimiento y amenaza hacerse realidad. La diferencia respecto de las situaciones bien conocidas de la formación de neurosis reside sólo en que, en los otros casos, unos incrementos interiores de la investidura libidinal hacen de la fantasía hasta entonces despreciada y tolerada un temido oponente, mientras que en nuestros casos la señal para el estallido del conflicto es dada por un cambio exterior real.
El trabajo analítico nos muestra fácilmente que son poderes de la conciencia moral los que prohiben a la persona extraer de ese feliz cambio objetivo el provecho largamente esperado. No obstante, averiguar la esencia y el origen de estas tendencias correctoras y punitivas, que a menudo nos sorprenden aun allí donde no esperaríamos hallarlas, es tarea difícil. Lo que sabemos o conjeturarnos sobre eso no quiero elucidarlo, por las razones conocidas, basándome en casos de la observación médica, sino en figuras que grandes literatos han plasmado a partir de su cabal conocimiento del alma humana.

Otra observación me mostró a un hombre respetable en grado sumo, un profesor universitario que había alimentado durante muchos años el comprensible deseo de convertirse en sucesor de su maestro, el que lo había introducido en la ciencia. Cuando, tras el retiro de aquel anciano, los colegas le comunicaron que lo habían elegido a él, y a ningún otro, como su sucesor, empezó a intimidarse, empequeñeció sus méritos, se declaró indigno de desempeñar el puesto que se le confería y cayó en una melancolía que durante algunos años lo inhabilitó para cualquier actividad.
Por diversos que sean estos dos casos en otros aspectos, coinciden en uno, a saber: que la contracción de la enfermedad subsigue al cumplimiento del deseo y aniquila el goce de este.
La contradicción entre esas experiencias y la tesis según la cual el hombre enferma por frustración no es insoluble. El distingo entre una frustración exterior y unainterior la cancela. Cuando es removido en la realidad el objeto en que la libido puede hallar su satisfacción, estamos ante una frustración exterior. En sí, es inoperante; no es todavía patógena mientras no se le asocie una frustración interior. Esta tiene que partir del yo y disputarle a la libido otros objetos de los que ella ahora quiere apoderarse. Sólo entonces se engendran un conflicto y la posibilidad de contracción de una neurosis, es decir, la posibilidad de una satisfacción sustitutiva por el desvío a través de lo inconciente reprimido. Por consiguiente, la frustración interior entra en cuenta en todos los casos, sólo que no produce efectos hasta que la frustración exterior real no le haya preparado el terreno. En esos casos excepcionales en que los hombres enferman con el triunfo, la frustración interior ha producido efectos por sí sola, y aun ha surgido únicamente después que la frustración exterior cedió lugar al cumplimiento del deseo. Aquí resta algo sorprendente a primera vista, pero, ante una consideración más detenida, advertimos que en modo alguno es inhabitual que el yo tolere un deseo por inofensivo mientras este arrastra su existencia como fantasía y parece alejado del cumplimiento, en tanto que se defiende con fuerza contra él tan pronto corno se acerca al cumplimiento y amenaza hacerse realidad. La diferencia respecto de las situaciones bien conocidas de la formación de neurosis reside sólo en que, en los otros casos, unos incrementos interiores de la investidura libidinal hacen de la fantasía hasta entonces despreciada y tolerada un temido oponente, mientras que en nuestros casos la señal para el estallido del conflicto es dada por un cambio exterior real.
El trabajo analítico nos muestra fácilmente que son poderes de la conciencia moral los que prohiben a la persona extraer de ese feliz cambio objetivo el provecho largamente esperado. No obstante, averiguar la esencia y el origen de estas tendencias correctoras y punitivas, que a menudo nos sorprenden aun allí donde no esperaríamos hallarlas, es tarea difícil. Lo que sabemos o conjeturarnos sobre eso no quiero elucidarlo, por las razones conocidas, basándome en casos de la observación médica, sino en figuras que grandes literatos han plasmado a partir de su cabal conocimiento del alma humana.
Una persona que se derrumba tras alcanzar el triunfo, después que bregó por el con pertinaz energía, es Lady Macbeth, de Shakespeare. Antes, ninguna vacilación y ningún indicio en ella de lucha interior, ninguna otra aspiración que disipar los reparos de su ambicioso pero sentimental marido. A su designio de muerte quiere sacrificar incluso su feminidad, sin atender al papel decisivo que habrá de caberle a esa feminidad después, cuando sea preciso asegurar esa meta de su ambición alcanzada por el crimen:
«¡Venid a mí, espíritus que servís a los mortales pensamientos! ¡Despojadme de mi sexo! ( ... ) ¡Venid a mis senos de mujer, y convertid mi leche en hiel, emisarios homicidas! ». (Acto I, escena 5.)
«He amamantado a un niño, y sé lo grato que es amar a quien del seno se alimenta: pues bien, en el instante mismo en que sonriese ante mi rostro le arrancaría el pezón de sus blandas encías y le partiría el cráneo, si hubiera jurado hacerlo como tú lo juraste en este caso». (Acto I, escena 7.)
Una única, imperceptible, moción renuente se apodera de ella antes de obrar:
«Yo misma lo habría hecho, de no haberme él recordado a mi padre dormido ... ». (Acto II, escena 2.)
Ahora, cuando se ha convertido en reina por el asesinato de Duncan, se anuncia fugazmente en ella algo como una desilusión, como un hastío. No sabemos el porqué.
«Nada se gana, al contrario, todo se pierde, cuando nuestro deseo se cumple sin contento: vale más ser aquello que hemos destruido, que por la destrucción vivir en dudosa alegría». (Acto III, escena 2.)
Pero persevera. En la escena del banquete, la que sigue a esas palabras, sólo ella conserva la sangre fría, salva la turbación de su marido, halla un pretexto para despedir a los huéspedes. Y después desaparece de nuestra vista. Volvemos a verla (en la primera escena del quinto acto) como sonámbula, fijada en las impresiones de aquella noche sangrienta. De nuevo, como entonces, infunde ánimo a su esposo:
«¡Qué vergüenza, mi señor, qué vergüenza! ¿Un soldado, y con miedo? ¿Por qué temer que alguien lo sepa, si nadie puede pedir cuentas a nuestro poder?». (Acto V, escena 1.)

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Oye el toc toc en la puerta que aterrorizó a su esposo tras el crimen. Pero a la vez se esfuerza por «deshacer lo que ya no puede ser deshecho». Lava sus manos salpicadas de sangre y que a sangre huelen, y se hace conciente de la vanidad de ese empeño. El arrepentimiento parece haberla postrado a ella, la que parecía tan despiadada. Cuando *Lady Macbeth muere, su esposo, que entretanto se ha vuelto tan inflexible como ella se mostraba al comienzo, sólo le dedica este breve epitafio:
«Bien pudo haberse muerto luego; tiempo habría habido para esa palabra». (Acto V, escena 5.)
Y ahora uno se pregunta: ¿Qué fue lo que destruyó ese carácter que parecía forjado del metal más duro? ¿Fue sólo la desilusión, la otra cara de la hazaña cumplida? (Ver nota(379)) ¿Acaso debemos inferir que también en Lady Macbeth una vida anímica en su origen dulce y de femenina blandura se fue empinando hasta alcanzar una concentración y una tensión extrema que no podían ser duraderas, o tenemos que salir en busca de indicios que nos hagan comprender humanamente ese derrumbe por una motivación más profunda?
Considero imposible acertar aquí con una decisión. Macbeth, de Shakespeare, es una pieza de ocasión, compuesta para la coronación de Jacobo, hasta entonces rey de Escocia. El ' material preexistía y habla sido tratado contemporáneamente por otros autores, cuyo trabajo, es probable, Shakespeare aprovechó de la manera habitual. Presentaba notables analogías con la situación presente. La «virginal» Isabel, de quien las habladurías decían que en verdad había sido infecunda y cierta vez, cuando le dieron la noticia del nacimiento de Jacobo, en un doloroso estallido se definió como «un tronco estéril(380)», se vio forzada, justamente por su falta de hijos, a dejar que la sucediese el rey de Escocia. Pero este era el hijo de aquella María cuya ejecución ella había dispuesto aun a disgusto, y que a pesar de todo lo que se empañaron las relaciones por causas políticas, no dejaba de ser su parienta consanguínea y su huésped.
La ascensión al trono de Jacobo 1 fue como un testimonio de la maldición de la esterilidad y de la bendición de una generación continuada. Y por este mismo contraste se rige el desarrollo de Macbeth, de Shakespeare (ver nota(381)). Las Parcas le habían augurado que él sería rey, pero a Banquo, que sus hijos habrían de ceñirse la corona. Macbeth se subleva contra este veredicto del destino, no se conforma con satisfacer su propia ambición, quiere ser el fundador de una dinastía y no haber asesinado para beneficio de unos extraños. Se descuida este punto cuando sólo se quiere discernir en la pieza de Shakespeare la tragedia de la ambición. Resulta claro que, como Macbeth no puede vivir eternamente, no le queda más que un camino para desvirtuar la parte de la profecía que le es desfavorable, a saber, tener él mismo hijos que puedan sucederle. Es lo que parece esperar de su fuerte mujer:
« ¡No des a luz más que hijos varones, pues tu temple intrépido sólo puede crear machos!». (Acto 1, escena 7.)
Y es igualmente claro que si es defraudado en esta expectativa deberá someterse al destino; de otro modo, su obrar perdería toda meta, toda finalidad, y se mudaría en la furia ciega de alguien que está condenado a desaparecer, pero que antes quiere aniquilar lo que se ponga a su alcance. Vemos que Macbeth recorre este desarrollo, y en el ápice de la tragedia hallamos aquel grito conmovedor, cuya multivocidad se ha reconocido tantas veces y que podría contener la clave de la mudanza de Macbeth; nos referimos al grito de Macduff:
«¡El no tiene hijos!». (Acto IV, escena 3.)
Eso quiere decir, sin duda: «Sólo porque él no tiene hijos pudo matar a los míos»; pero puede esconder algo más, y sobre todo podría despejar el motivo más profundo que empuja a Macbeth a rebasar en mucho su naturaleza y que también alcanza a su dura mujer en su único punto débil. Pero sí se contempla el panorama de la tragedia desde el punto culminante que marcan las palabras de Macduff, se la ve toda ella recorrida por referencias a la relación padre-hijos. El asesinato del bondadoso Duncan es poco menos que un parricidio; en el caso de Banquo, Macbeth ha matado al padre, mientras que el hijo se le escapó; en cuanto a Macduff, le mató los hijos porque el padre se le había escapado. En la escena del conjuro, las Parcas le hacen aparecer un niño ensangrentado y un niño coronado; la cabeza cubierta con un casco que apareció antes es, sin duda, Macbeth mismo. Pero en el trasfondo se levanta la sombría figura del vengador Macduff, él mismo una excepción a las leyes de la generación, pues no nació de su madre, sino que lo sacaron de su vientre.
Ahora bien, sería de una justicia poética erigida totalmente sobre la ley del talión que la falta de hijos de Macbeth y la esterilidad de su mujer fueran el castigo por sus crímenes contra la santidad de la generación, que Macbeth no pudiera ser padre porque arrebató los hijos al padre y el padre a los hijos, y que en Lady Macbeth se cumpliera ese despojamiento de su sexo que pidió a los espíritus de la muerte. Creo que se comprendería sin más la enfermedad de Lady Macbeth, la mudanza de su temeridad en arrepentimiento, como reacción frente a su falta de hijos, que la convence de su impotencia contra los decretos de la naturaleza y al mismo tiempo le recuerda que por su propia culpa ha sido privada de los mejores frutos de su crimen.
En la crónica de Holinshed (1577), de la que Shakespeare tomó el tema de Macbeth, Lady Macbeth es mencionada una sola vez como una ambiciosa que instigó a su marido al asesinato para convertirse en reina. Nada se dice de sus ulteriores destinos ni de un desarrollo de su carácter. En cambio, parece como si la mudanza del carácter de Macbeth en una fiera sanguinaria tuviera ahí motivos parecidos a los que acabamos de aventurar. En efecto, en Holinshed, entre el asesinato de Duncan, por el cual Macbeth se hace rey, y sus posteriores fechorías trascurren diez años, en los que él se muestra como un monarca severo, pero justo. Sólo pasado ese lapso le sobreviene aquella alteración, dominado por el martirizante temor de que la profecía augurada a Banquo pudiera cumplirse, como en efecto ocurrió con la de su propio destino. Sólo entonces hace asesinar a Banquo, y es llevado, como en Shakespeare, de un crimen a otro. Es verdad que en la crónica de Holinshed no se dice expresamente que su falta de hijos lo empujara por ese camino, pero en ella queda tiempo y espacio para esa sugerente motivación. No así en Shakespeare. En la tragedia, los acontecimientos se precipitan sobre nosotros con una prisa que suspende el aliento, y por las indicaciones de los personajes se puede calcular que la acción de la pieza trascurre más o menos en una semana (ver

«Bien pudo haberse muerto luego; tiempo habría habido para esa palabra». (Acto V, escena 5.)
Y ahora uno se pregunta: ¿Qué fue lo que destruyó ese carácter que parecía forjado del metal más duro? ¿Fue sólo la desilusión, la otra cara de la hazaña cumplida? (Ver nota(379)) ¿Acaso debemos inferir que también en Lady Macbeth una vida anímica en su origen dulce y de femenina blandura se fue empinando hasta alcanzar una concentración y una tensión extrema que no podían ser duraderas, o tenemos que salir en busca de indicios que nos hagan comprender humanamente ese derrumbe por una motivación más profunda?
Considero imposible acertar aquí con una decisión. Macbeth, de Shakespeare, es una pieza de ocasión, compuesta para la coronación de Jacobo, hasta entonces rey de Escocia. El ' material preexistía y habla sido tratado contemporáneamente por otros autores, cuyo trabajo, es probable, Shakespeare aprovechó de la manera habitual. Presentaba notables analogías con la situación presente. La «virginal» Isabel, de quien las habladurías decían que en verdad había sido infecunda y cierta vez, cuando le dieron la noticia del nacimiento de Jacobo, en un doloroso estallido se definió como «un tronco estéril(380)», se vio forzada, justamente por su falta de hijos, a dejar que la sucediese el rey de Escocia. Pero este era el hijo de aquella María cuya ejecución ella había dispuesto aun a disgusto, y que a pesar de todo lo que se empañaron las relaciones por causas políticas, no dejaba de ser su parienta consanguínea y su huésped.
La ascensión al trono de Jacobo 1 fue como un testimonio de la maldición de la esterilidad y de la bendición de una generación continuada. Y por este mismo contraste se rige el desarrollo de Macbeth, de Shakespeare (ver nota(381)). Las Parcas le habían augurado que él sería rey, pero a Banquo, que sus hijos habrían de ceñirse la corona. Macbeth se subleva contra este veredicto del destino, no se conforma con satisfacer su propia ambición, quiere ser el fundador de una dinastía y no haber asesinado para beneficio de unos extraños. Se descuida este punto cuando sólo se quiere discernir en la pieza de Shakespeare la tragedia de la ambición. Resulta claro que, como Macbeth no puede vivir eternamente, no le queda más que un camino para desvirtuar la parte de la profecía que le es desfavorable, a saber, tener él mismo hijos que puedan sucederle. Es lo que parece esperar de su fuerte mujer:
« ¡No des a luz más que hijos varones, pues tu temple intrépido sólo puede crear machos!». (Acto 1, escena 7.)
Y es igualmente claro que si es defraudado en esta expectativa deberá someterse al destino; de otro modo, su obrar perdería toda meta, toda finalidad, y se mudaría en la furia ciega de alguien que está condenado a desaparecer, pero que antes quiere aniquilar lo que se ponga a su alcance. Vemos que Macbeth recorre este desarrollo, y en el ápice de la tragedia hallamos aquel grito conmovedor, cuya multivocidad se ha reconocido tantas veces y que podría contener la clave de la mudanza de Macbeth; nos referimos al grito de Macduff:
«¡El no tiene hijos!». (Acto IV, escena 3.)
Eso quiere decir, sin duda: «Sólo porque él no tiene hijos pudo matar a los míos»; pero puede esconder algo más, y sobre todo podría despejar el motivo más profundo que empuja a Macbeth a rebasar en mucho su naturaleza y que también alcanza a su dura mujer en su único punto débil. Pero sí se contempla el panorama de la tragedia desde el punto culminante que marcan las palabras de Macduff, se la ve toda ella recorrida por referencias a la relación padre-hijos. El asesinato del bondadoso Duncan es poco menos que un parricidio; en el caso de Banquo, Macbeth ha matado al padre, mientras que el hijo se le escapó; en cuanto a Macduff, le mató los hijos porque el padre se le había escapado. En la escena del conjuro, las Parcas le hacen aparecer un niño ensangrentado y un niño coronado; la cabeza cubierta con un casco que apareció antes es, sin duda, Macbeth mismo. Pero en el trasfondo se levanta la sombría figura del vengador Macduff, él mismo una excepción a las leyes de la generación, pues no nació de su madre, sino que lo sacaron de su vientre.
Ahora bien, sería de una justicia poética erigida totalmente sobre la ley del talión que la falta de hijos de Macbeth y la esterilidad de su mujer fueran el castigo por sus crímenes contra la santidad de la generación, que Macbeth no pudiera ser padre porque arrebató los hijos al padre y el padre a los hijos, y que en Lady Macbeth se cumpliera ese despojamiento de su sexo que pidió a los espíritus de la muerte. Creo que se comprendería sin más la enfermedad de Lady Macbeth, la mudanza de su temeridad en arrepentimiento, como reacción frente a su falta de hijos, que la convence de su impotencia contra los decretos de la naturaleza y al mismo tiempo le recuerda que por su propia culpa ha sido privada de los mejores frutos de su crimen.
En la crónica de Holinshed (1577), de la que Shakespeare tomó el tema de Macbeth, Lady Macbeth es mencionada una sola vez como una ambiciosa que instigó a su marido al asesinato para convertirse en reina. Nada se dice de sus ulteriores destinos ni de un desarrollo de su carácter. En cambio, parece como si la mudanza del carácter de Macbeth en una fiera sanguinaria tuviera ahí motivos parecidos a los que acabamos de aventurar. En efecto, en Holinshed, entre el asesinato de Duncan, por el cual Macbeth se hace rey, y sus posteriores fechorías trascurren diez años, en los que él se muestra como un monarca severo, pero justo. Sólo pasado ese lapso le sobreviene aquella alteración, dominado por el martirizante temor de que la profecía augurada a Banquo pudiera cumplirse, como en efecto ocurrió con la de su propio destino. Sólo entonces hace asesinar a Banquo, y es llevado, como en Shakespeare, de un crimen a otro. Es verdad que en la crónica de Holinshed no se dice expresamente que su falta de hijos lo empujara por ese camino, pero en ella queda tiempo y espacio para esa sugerente motivación. No así en Shakespeare. En la tragedia, los acontecimientos se precipitan sobre nosotros con una prisa que suspende el aliento, y por las indicaciones de los personajes se puede calcular que la acción de la pieza trascurre más o menos en una semana (ver

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nota(382)). Esta precipitación resta base a todas nuestras construcciones sobre los motivos del vuelco de carácter de Macbeth y su mujer. Falta el tiempo de un continuo desengaño en la espera del hijo, que pudiera desmoralizar a la mujer y empujar al hombre a una furia temeraria, y queda en pie la contradicción: dentro de la pieza, y entre ella y la ocasión que llevó a escribirla, son muchos los finos nexos que convergen coincidentemente en el motivo de la falta de hijos; no obstante, la economía temporal de la tragedia desautoriza de manera expresa una evolución del carácter no debida a los motivos más internos.
¿Cuáles pueden ser esos motivos, que en un lapso tan breve hacen de un ambicioso pusilánime una fiera desenfrenada y de la instigadora de temple de acero una enferma contrita por el arrepentimiento? He aquí algo que a mi juicio no puede averiguarse. Creo que no tenemos más remedio que renunciar a ello en esa triple oscuridad en que se han condensado la mala conservación del texto, la ignorada intención de su creador y el sentido secreto de la saga. Y yo no admitiría, por otra parte, que alguien objetase tales indagaciones por ociosas en vista del grandioso efecto que la tragedia produce en el espectador. Mientras dura la representación, sin duda, el dramaturgo puede dominarnos gracias a su arte y paralizar nuestro pensamiento, pero no puede impedirnos que nos empeñemos, con posterioridad, en aprehender el mecanismo psicológico de ese efecto. También me parece fuera de lugar aquí la observación de que el artista es libre de compendiar arbitrariamente la sucesión natural de los acontecimientos que presenta si mediante ese sacrificio de la común verosimilitud puede obtener un realce del efecto dramático. Un sacrificio así sólo puede justificarse si menoscaba meramente la verosimilitud (ver nota(383)), mas no si suprime el enlace causal; y el efecto dramático no quedaría roto si el discurrir temporal se dejara indeterminado en lugar de circunscribirlo a unos pocos días mediante declaraciones expresas.
Es tan penoso abandonar por insoluble un problema como el de Macbeth, que me atrevo todavía a señalar algo que apunta a una salida novedosa. Ludwig Jekels, en un reciente estudio sobre Shakespeare(384), ha creído entrever un resorte de la técnica del poeta que también podría operar en Macbeth. Opina que Shakespeare con frecuencia parte un carácter en dos personajes, cada uno de los cuales, como bien se comprende, parece después incompleto hasta que no se lo recompone en unidad con el otro. Ese podría ser también el caso con Macbeth y Lady Macbeth, y entonces sería vano, desde luego, el empeño de concebirla a ella como una persona autónoma y de buscar los motivos de su mudanza sin tomar en cuenta el Macbeth complementario. No he de seguir adelante por esta pista; empero, quiero aducir algo que de manera harto llamativa apoya esta concepción, a saber, que los gérmenes de angustia que la noche del asesinato brotan en Macbeth no prosperan en él, sino en Lady Macbeth (ver nota(385)). El fue quien antes del crimen tuvo la alucinación del puñal, pero es ella la que después cae presa de la enfermedad mental. El, tras el asesinato, oyó que gritaban en la casa: «¡No dormirás más! ¡Macbeth ha asesinado al sueño!», y entonces Macbeth no debería dormir más, pero nada de eso percibimos; no vemos que el rey Macbeth no duerma más, y sí a la reina levantarse dormida y, sonámbula, delatar su culpa; él estuvo inerme ahí, con las manos ensangrentadas, lamentándose de que el inmenso océano de Neptuno no bastaría para limpiarlas; en ese momento ella le infundió confianza: «Un poco de agua nos limpiará de esta acción», pero después es ella la que durante un largo cuarto de hora se lava y no puede quitarse las salpicaduras de la sangre: «Ni todos los perfumes de Arabia purificarían esta pequeña mano mía» (acto V, escena l).
Así se cumple en ella lo que él, en los remordimientos de su conciencia moral, temía; ella pasa a ser la arrepentida tras el crimen, él pasa a ser el temerario, y entre los dos agotan las posibilidades de reacción frente al crimen, como dos partes desunidas de una única individualidad psíquica y quizá copias de un solo modelo.
Si en la figura de Lady Macbeth no hemos podido averiguar por qué ella, tras el triunfo, se derrumba en la enfermedad, quizá nos resulte más promisoria la creación de otro gran dramaturgo(386) que gusta aplicarse con rigor insospechado a la tarea del examen psicológico.
Rebeca Gamvik, la hija de una comadrona, fue educada por su padre adoptivo, el doctor West, como librepensadora y en el desprecio por las cadenas con que una moralidad fundada en la fe religiosa querría aherrojar los deseos de la vida. Tras la muerte del doctor, ella consigue ser recogida en Rosmersholm, casa de un antiguo linaje cuyos miembros no conocen la risa y han sacrificado la alegría al rígido cumplimiento del deber. En Rosmersholm moran el pastor Johannes Rosmer y su esposa Beate, enfermiza y sin hijos. Dominada por «una pasión salvaje e indomable» hacia ese hombre de noble cuna, Rebeca resuelve quitar de en medio a la mujer que le estorba el camino y para eso se vale de su voluntad «osada y nacida libre», no inhibida por miramiento alguno. Como al descuido le deja en las manos un libro médico donde se indica que el fin del matrimonio es concebir hijos, de suerte que la pobre se pregunta, extraviada, por la justificación de su propio matrimonio; le deja entrever que Rosmer, cuyas lecturas y pensamientos ella comparte, está a punto de abandonar la antigua fe y abrazar el partido de la Ilustración; y después de haber sacudido así la confianza de la mujer en la solidez moral de su marido, le hace entender, por último, que ella misma, Rebeca, pronto abandonará la casa para ocultar las consecuencias de un comercio carnal prohibido con Rosmer. Ese plan criminal triunfa. La pobre mujer, que ha pasado por deprimida e irresponsable, se arroja al agua desde la pasarela del molino, imbuida del sentimiento de su nulidad y para no estorbar la dicha del hombre amado.
Y ahora, largo tiempo viven Rebeca y Rosmer solos en Rosmersholm, en una relación en que él quiere ver una amistad ideal y puramente espiritual. Pero cuando desde fuera caen sobre ellos las primeras sombras de la murmuración, y al mismo tiempo una duda martirizante mueve a Rosmer a preguntarse por los motivos que llevaron a su mujer a darse muerte, pide a Rebeca que sea su segunda mujer, para oponer al triste pasado una realidad nueva y viviente (acto II) A ella por un instante la llena de júbilo esa propuesta, pero enseguida declara que eso es imposible y que si él la asedia «seguirá el camino de Beate». Rosmer no atina a comprender ese rechazo; pero es todavía más incomprensible para nosotros, que sabemos más de las obras y propósitos de Rebeca. De lo único que no podemos dudar es de que su «no» debe tomarse en serio.
¿Cómo es posible que la aventurera de la voluntad osada, nacida libre, que se abre paso sin miramiento alguno para la realización de sus deseos, no quiera asir al vuelo el fruto del triunfo que ahora se le ofrece? Ella misma nos lo esclarece en el cuarto acto: «Ahí está justamente lo terrible: ahora que toda la dicha del mundo me es ofrecida a manos llenas, he cambiado, de manera que mi propio pasado me bloquea el camino hacia la felicidad». 0 sea, ella ha cambiado en el ínterin, su conciencia moral se ha despertado, ha cobrado una conciencia de culpa que le

¿Cuáles pueden ser esos motivos, que en un lapso tan breve hacen de un ambicioso pusilánime una fiera desenfrenada y de la instigadora de temple de acero una enferma contrita por el arrepentimiento? He aquí algo que a mi juicio no puede averiguarse. Creo que no tenemos más remedio que renunciar a ello en esa triple oscuridad en que se han condensado la mala conservación del texto, la ignorada intención de su creador y el sentido secreto de la saga. Y yo no admitiría, por otra parte, que alguien objetase tales indagaciones por ociosas en vista del grandioso efecto que la tragedia produce en el espectador. Mientras dura la representación, sin duda, el dramaturgo puede dominarnos gracias a su arte y paralizar nuestro pensamiento, pero no puede impedirnos que nos empeñemos, con posterioridad, en aprehender el mecanismo psicológico de ese efecto. También me parece fuera de lugar aquí la observación de que el artista es libre de compendiar arbitrariamente la sucesión natural de los acontecimientos que presenta si mediante ese sacrificio de la común verosimilitud puede obtener un realce del efecto dramático. Un sacrificio así sólo puede justificarse si menoscaba meramente la verosimilitud (ver nota(383)), mas no si suprime el enlace causal; y el efecto dramático no quedaría roto si el discurrir temporal se dejara indeterminado en lugar de circunscribirlo a unos pocos días mediante declaraciones expresas.
Es tan penoso abandonar por insoluble un problema como el de Macbeth, que me atrevo todavía a señalar algo que apunta a una salida novedosa. Ludwig Jekels, en un reciente estudio sobre Shakespeare(384), ha creído entrever un resorte de la técnica del poeta que también podría operar en Macbeth. Opina que Shakespeare con frecuencia parte un carácter en dos personajes, cada uno de los cuales, como bien se comprende, parece después incompleto hasta que no se lo recompone en unidad con el otro. Ese podría ser también el caso con Macbeth y Lady Macbeth, y entonces sería vano, desde luego, el empeño de concebirla a ella como una persona autónoma y de buscar los motivos de su mudanza sin tomar en cuenta el Macbeth complementario. No he de seguir adelante por esta pista; empero, quiero aducir algo que de manera harto llamativa apoya esta concepción, a saber, que los gérmenes de angustia que la noche del asesinato brotan en Macbeth no prosperan en él, sino en Lady Macbeth (ver nota(385)). El fue quien antes del crimen tuvo la alucinación del puñal, pero es ella la que después cae presa de la enfermedad mental. El, tras el asesinato, oyó que gritaban en la casa: «¡No dormirás más! ¡Macbeth ha asesinado al sueño!», y entonces Macbeth no debería dormir más, pero nada de eso percibimos; no vemos que el rey Macbeth no duerma más, y sí a la reina levantarse dormida y, sonámbula, delatar su culpa; él estuvo inerme ahí, con las manos ensangrentadas, lamentándose de que el inmenso océano de Neptuno no bastaría para limpiarlas; en ese momento ella le infundió confianza: «Un poco de agua nos limpiará de esta acción», pero después es ella la que durante un largo cuarto de hora se lava y no puede quitarse las salpicaduras de la sangre: «Ni todos los perfumes de Arabia purificarían esta pequeña mano mía» (acto V, escena l).
Así se cumple en ella lo que él, en los remordimientos de su conciencia moral, temía; ella pasa a ser la arrepentida tras el crimen, él pasa a ser el temerario, y entre los dos agotan las posibilidades de reacción frente al crimen, como dos partes desunidas de una única individualidad psíquica y quizá copias de un solo modelo.
Si en la figura de Lady Macbeth no hemos podido averiguar por qué ella, tras el triunfo, se derrumba en la enfermedad, quizá nos resulte más promisoria la creación de otro gran dramaturgo(386) que gusta aplicarse con rigor insospechado a la tarea del examen psicológico.
Rebeca Gamvik, la hija de una comadrona, fue educada por su padre adoptivo, el doctor West, como librepensadora y en el desprecio por las cadenas con que una moralidad fundada en la fe religiosa querría aherrojar los deseos de la vida. Tras la muerte del doctor, ella consigue ser recogida en Rosmersholm, casa de un antiguo linaje cuyos miembros no conocen la risa y han sacrificado la alegría al rígido cumplimiento del deber. En Rosmersholm moran el pastor Johannes Rosmer y su esposa Beate, enfermiza y sin hijos. Dominada por «una pasión salvaje e indomable» hacia ese hombre de noble cuna, Rebeca resuelve quitar de en medio a la mujer que le estorba el camino y para eso se vale de su voluntad «osada y nacida libre», no inhibida por miramiento alguno. Como al descuido le deja en las manos un libro médico donde se indica que el fin del matrimonio es concebir hijos, de suerte que la pobre se pregunta, extraviada, por la justificación de su propio matrimonio; le deja entrever que Rosmer, cuyas lecturas y pensamientos ella comparte, está a punto de abandonar la antigua fe y abrazar el partido de la Ilustración; y después de haber sacudido así la confianza de la mujer en la solidez moral de su marido, le hace entender, por último, que ella misma, Rebeca, pronto abandonará la casa para ocultar las consecuencias de un comercio carnal prohibido con Rosmer. Ese plan criminal triunfa. La pobre mujer, que ha pasado por deprimida e irresponsable, se arroja al agua desde la pasarela del molino, imbuida del sentimiento de su nulidad y para no estorbar la dicha del hombre amado.
Y ahora, largo tiempo viven Rebeca y Rosmer solos en Rosmersholm, en una relación en que él quiere ver una amistad ideal y puramente espiritual. Pero cuando desde fuera caen sobre ellos las primeras sombras de la murmuración, y al mismo tiempo una duda martirizante mueve a Rosmer a preguntarse por los motivos que llevaron a su mujer a darse muerte, pide a Rebeca que sea su segunda mujer, para oponer al triste pasado una realidad nueva y viviente (acto II) A ella por un instante la llena de júbilo esa propuesta, pero enseguida declara que eso es imposible y que si él la asedia «seguirá el camino de Beate». Rosmer no atina a comprender ese rechazo; pero es todavía más incomprensible para nosotros, que sabemos más de las obras y propósitos de Rebeca. De lo único que no podemos dudar es de que su «no» debe tomarse en serio.
¿Cómo es posible que la aventurera de la voluntad osada, nacida libre, que se abre paso sin miramiento alguno para la realización de sus deseos, no quiera asir al vuelo el fruto del triunfo que ahora se le ofrece? Ella misma nos lo esclarece en el cuarto acto: «Ahí está justamente lo terrible: ahora que toda la dicha del mundo me es ofrecida a manos llenas, he cambiado, de manera que mi propio pasado me bloquea el camino hacia la felicidad». 0 sea, ella ha cambiado en el ínterin, su conciencia moral se ha despertado, ha cobrado una conciencia de culpa que le

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deniega el goce.
¿Y a raíz de qué despertó su conciencia moral? Escuchémosla a ella misma, y consideremos después si podemos darle crédito pleno: «Es la visión de la vida de los Rosmer -o al menos tu visión de la vida- la que ha contagiado mi voluntad ... Y la ha hecho enfermar. La ha hecho sierva de leyes que antes no tenían imperio sobre mí. Tú y la convivencia contigo han ennoblecido mi alma». Esta influencia, hay que admitirlo, se hizo valer únicamente cuando ella pudo convivir a solas con Rosmer: «En la paz... en la soledad. . cuando me comunicabas todos tus pensamientos sin reserva... un estado de ánimo cualquiera, tan suave y tan fino como lo sentías. . . , ahí sobrevino la gran trasformación».
Poco antes, ella había lamentado el otro costado de esa mudanza: «Porque Rosmersholm me ha quitado la fuerza; ¡aquí se ha quebrantado y se ha paralizado mi osada voluntad! Para mí ya pasó el tiempo en que me atrevía a todo y a todos. He perdido la energía para la acción, Rosmer».
Esta explicación la da Rebeca después de haber confesado espontáneamente su crimen a Rosmer y al rector Kroll, el hermano de la mujer que ella eliminó. Mediante pequeñas pinceladas de magistral finura, lbsen deja establecido que esta Rebeca no miente, pero tampoco es del todo sincera. Así como a pesar de su desprejuicio ha rebajado en un año su edad, también su confesión ante los dos hombres es incompleta y, forzada por Kroll, la complementa en algunos puntos esenciales. Y entonces quedamos en libertad para suponer que al explicar los motivos de su renuncia sólo revela algunas cosas para callar otras.
No tenemos, es verdad, fundamento alguno para desconfiar de lo que dijo, a saber, que la atmósfera de Rosmersholm, su trato con el noble Rosmer, ejercieron sobre ella una influencia ennoblecedora y... paralizante. Con eso dice lo que sabe y lo que ha sentido. Mas no por fuerza ha de ser todo lo que ocurrió dentro de ella; tampoco es necesario que pudiera explicárselo todo. La influencia de Rosmer podría no haber sido sino una cubierta tras la cual se escondiera otro efecto, y en este último sentido apunta un notable rasgo.
Todavía después de la confesión, en el último diálogo, que pone fin a la pieza, Rosmer le pide otra vez que sea su mujer. El le perdona el crimen que cometió por amor a él. Y hete aquí que ella no responde lo que debería -que ningún perdón podría quitarle el sentimiento de culpa que le valió su alevoso engaño a la pobre Beate-, sino que carga sobre sí otro reproche que por fuerza nos suena extraño en la librepensadora, y en modo alguno merece la importancia que le atribuye Rebeca: «¡Ah!, amigo mío, no vuelvas sobre eso! ¡Es algo imposible! Pues has de saber, Rosmer, que yo tengo ... un pasado». Desde luego, ella quiere aludir a que ha mantenido relaciones sexuales con otro hombre, y nosotros ahora nos enteramos de que esas relaciones, de una época en que era libre y no tenía que dar cuentas a nadie, parecen ser un obstáculo mayor para ;su unión con Rosmer que su conducta realmente criminal hacia la mujer de este.
Rosmer no quiere oír nada de ese pasado. Podemos adivinarlo, aunque todo lo referido a él permanece subterráneo, por así decir, en la pieza, y tiene que ser inferido por alusiones. Por alusiones, es cierto, intercaladas con un arte tal que se vuelve imposible equivocar su sentido.
Entre la primera negativa de Rebeca y su confesión ocurre algo que es de importancia decisiva para su destino ulterior. El rector Kroll la visita para humillarla comunicándole que sabe que ella es bastarda, la hija justamente de ese doctor West que la adoptó tras la muerte de su madre. El odio ha aguzado su sagacidad, pero no cree decirle con eso nada nuevo. «De hecho, yo creí que usted tenía un conocimiento preciso de esto. De lo contrario, habría sido asombroso que usted se dejara adoptar por el doctor West». «Y entonces él se la lleva a usted a su casa, enseguida de la muerte de su madre. La trata con dureza. No obstante, usted permanece junto a él. Usted sabe que él no puede dejarle ni un centavo.
Y en verdad no ha recibido sino un cajón de libros. Sin embargo, usted persevera junto a él. Soporta sus caprichos. Lo cuida hasta el último instante». «Lo que usted ha hecho por él, yo lo atribuyo al instinto natural de una hija. El resto de su conducta lo tengo por un fruto natural de su origen».
Pero Kroll estaba en un error. Rebeca no había sabido nada que era la hija del doctor West. Cuando Kroll empezó a hablar con oscuras alusiones a su pasado, ella debió de suponer que apuntaba a otra cosa. Después que entendió a qué se refería, pudo mantener todavía un momento su compostura, pues le estaba permitido creer que su enemigo había echado sus cuentas sobre la base de *la edad que ella falsamente le había dado en una visita anterior. Pero Kroll disipa triunfante esa objeción: «Quizá. Pero la cuenta ha de ser correcta, pues un año antes que fuera designado, West estuvo allí arriba en una visita de pasada»; y entonces, tras esta nueva comunicación, ella pierde toda su serenidad: «¡Eso no es cierto! ». Se pasea de un lado a otro de la habitación y se retuerce las manos: «Es imposible. Usted meramente me lo quiere hacer creer. Eso jamás puede ser cierto. ¡No puede ser cierto! ¡Jamás!». Su agitación es tan fuerte que Kroll no puede atribuirla a su sola comunicación.
«Kroll: Pero, querida mía, ¿ por qué, en nombre de Dios, se pone usted tan violenta? Me mete usted miedo. ¡Qué debo creer y pensar!
Rebeca: Nada. No debe usted creer nada ni pensar nada.
Kroll: Pero entonces tiene usted realmente que explicarme por qué se ha tomado tan a pecho esta cosa, esta posibilidad.
Rebeca (reponiéndose): Es muy simple, sin embargo, señor rector. No me produce gusto alguno ser considerada hija bastarda».
El enigma de la conducta de Rebeca admite una sola solución. La comunicación de que el doctor West pudo ser su padre es el golpe más duro que podía propinársele, pues no sólo fue ella la hija adoptiva, sino la amante de ese hombre. Cuando Kroll empezó a hablar, ella creyó que iba a aludir a esas relaciones, que probablemente habría confesado invocando su libertad. Pero eso estaba lejos de la intención del rector; él nada sabía de su relación amorosa con el doctor West, así como ella no sabía nada de su filiación. No otra cosa que esta relación amorosa puede ella tener en la mente cuando, en su última negativa ante Rosmer, alega que su pasado la hace indigna de ser su mujer. Probablemente le habría comunicado a Rosmer, de

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haberlo querido este, sólo una mitad de su secreto, callando la parte más grave de él.
Pero ahora comprendemos bien que ese pasado se le aparezca como el más grave impedimento para contraer matrimonio, como el más grave... crimen.
interior de aquella primera vivencia la empujó a crear, mediante una acción violenta, la misma situación que la primera vez se había realizado sin su cooperación: eliminar a la mujer y madre para ocupar su lugar junto al hombre y padre. Ella pinta con una vivacidad convincente el modo en que se vio compelida, contra su voluntad, a obrar paso a paso para eliminar a Beate:
Cuando se entera de que ha sido la amante de su propio padre, sucumbe a su sentimiento de culpa, que ahora estalla con fuerza avasalladora. Hace su confesión ante Rosmer y Kroll, motejándose de asesina; renuncia, en definitiva, a la dicha para la cual se había abierto camino mediante el crimen, y se apresta a partir. Pero el motivo genuino de su conciencia de culpa, que la hace fracasar cuando triunfa, permanece secreto. Hemos visto que es algo bien distinto de la atmósfera de Rosmersholm y de la influencia moralizadora de Rosmer.
Quien nos haya seguido hasta aquí no dejará de presentar una objeción que justificaría albergar una buena dosis de duda. El primer rechazo de Rosmer por parte de Rebeca se produce antes de la segunda visita de Kroll, y, por ende, antes que descubra su nacimiento bastardo, cuando todavía nada sabe de su incesto ... si es que hemos comprendido rectamente al dramaturgo. Y no obstante, ese rechazo es enérgico y serio. La conciencia de culpa que le manda renunciar a la ganancia de sus crímenes está entonces activa en ella antes de conocer su crimen capital, y si tal admitimos, quizás ha de eliminarse por completo el incesto como fuente de la conciencia de culpa.
Hasta aquí hemos tratado a Rebeca West codo si ella fuera una persona viva y no la creación del dramaturgo lbsen, de su fantasía guiada por la inteligencia más crítica. Podríamos atenernos a ese mismo punto de vista para despachar esa objeción. La objeción es buena: la conciencia moral se había despertado en parte en Rebeca aun antes de conocer el incesto. Nada impide responsabilizar de ese cambio a la influencia que la propia Rebeca reconoce y lamenta. Pero ello no nos exime de admitir el segundo motivo. La conducta de Rebeca frente a la comunicación del rector, su reacción inmediata por vía de la confesión, no dejan ninguna duda de que sólo ahora interviene el motivo más fuerte y decisivo para la renuncia. Presenta justamente un caso de motivación múltiple, en que tras el motivo superficial sale a la luz uno más profundo. Las reglas que rigen la economía poética ordenan presentar así el caso, pues ese motivo más profundo no debía ser elucidado de manera expresa: tenía que permanecer escondido, sustraído de la fácil percepción del espectador en el teatro o del lector; de lo contrario, se habrían levantado contra él serias resistencias, y aun habría dado pie a los sentimientos más penosos, que podrían hacer peligrar el efecto del drama.
Pero tenemos derecho a exigir que el motivo exhibido mantenga una conexión íntima con el motivo que él oculta; que resulte ser como 'un atemperamiento o una derivación de este último. Y si podemos confiar en que el dramaturgo derivó consecuentemente su combinación poética conciente de premisas inconcientes, será lícito el intento de mostrar que cumplió con aquel requisito. La conciencia de culpa de Rebeca brota de la fuente del reproche de incesto aun antes que el rector se lo lleve a la conciencia con precisión analítica. Si reconstruimos su pasado -que el dramaturgo apenas insinúa- con detalle y completándolo, diremos que ella no pudo dejar de tener alguna vislumbre de la relación íntima entre su madre y el doctor West. Por fuerza ha de haberle causado una gran impresión el convertirse en la sucesora de la madre junto a ese hombre; ella estaba bajo el imperio del complejo de Edipo, aunque no supiera que esta fantasía universal se había realizado en su caso. Cuando llegó a Rosmersholm, el yugo .«¡Pero ustedes creen que yo procedía con fría y calculada premeditación! Yo no era entonces la que soy ahora, cuando estoy frente a ustedes y lo cuento. Y además existen, diría yo, dos clases de voluntad en nosotros. ¡Yo quería eliminar a Beate, por cualquier medio! Y sin embargo no creía que eso ocurriría alguna vez. A cada paso que eso me estimulaba a dar hacia adelante, era para mí como si algo me gritara: ¡Ahora detente! ¡Ni un paso más! Y no obstante, no pude detenerme. Me veía forzada a avanzar otro poco, a dar un último paso, y después otro ... y otro más todavía. Así ocurrió eso. De esta manera suceden tales cosas».Esto no es embellecer lo sucedido sino exponerlo con veracidad. Todo lo que le sucedió en Rosmersholm, el enamoramiento de Rosmer y la hostilidad hacia su mujer, era ya fruto del complejo de Edipo, réplica inevitable de sus relaciones con su madre y con el doctor West.
Por eso el sentimiento de culpa que le hizo rechazar primero el requerimiento de Rosmer no es en el fondo diferente de aquel otro, más serio, que la compele a la confesión tras la comunicación de Kroll. Ahora bien, así como bajo la influencia del doctor West se bahía convertido en libre-pensadora y en menospreciadora de la moral religiosa, de igual modo se mudó, bajo la de su nuevo amor por Rosmer, en un ser noble y regido por la conciencia moral. Hasta ahí pudo penetrar ella misma en sus procesos interiores, y por eso le era lícito señalar la influencia de Rosmer como el motivo de su cambio, el motivo que ella podía entender.
El médico que practica el psicoanálisis sabe cuán frecuente o cuán regular es que la muchacha que entra en una casa como servidora, dama de compañía o institutriz urda allí, conciente o inconcientemente, el sueño diurno cuyo contenido está tomado del complejo de Edipo, a saber: que la señora de la casa desaparezca de algún modo y el señor la tome a ella por mujer en su remplazo (ver nota(387)). Rosmersholm es, dentro del género que se ocupa de esta cotidiana fantasía de las muchachas, la más excelsa obra de arte. Se convierte en una pieza trágica por el añadido de que al sueño diurno de la heroína le ha precedido, en su prehistoria, la realidad que se le corresponde íntegramente (ver nota(388)).
Tras esta larga visita a la creación literaria, regresemos ahora a la experiencia médica; pero sólo para establecer, con pocas palabras, la plena armonía entre ambas. El trabajo psicoanalítico enseña que las fuerzas de la conciencia moral que llevan a contraer la enfermedad por el triunfo, y no, como es lo corriente, por la frustración, se entraman de manera íntima con el complejo de Edipo, la relación con el padre y con la madre, como quizá lo hace nuestra conciencia de culpa en general (ver nota(389)).

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Los que delinquen por conciencia de culpa
Con mucha frecuencia, en sus comunicaciones sobre su juventud, en particular los años de la prepubertad, personas después muy decentes me informaron acerca de ciertas acciones prohibidas de que se habían hecho culpables entonces: latrocinios, fraudes y aun incendios deliberados. Yo solía desechar esas indicaciones diciendo que es bien conocida la debilidad de las inhibiciones morales en ese período de la vida, y no procuraba insertarlas dentro de una concatenación más significativa. Pero al cabo, a raíz de casos más claros y accesibles, en que los enfermos cometían tales faltas mientras se hallaban bajo mí tratamiento, o eran personas que hacía tiempo habían pasado su juventud, me vi llevado a estudiar más a fondo esos sucesos. El trabajo analítico trajo entonces un sorprendente resultado: tales fechorías se consumaban sobre todo porque eran prohibidas y porque a su ejecución iba unido cierto alivio anímico para el malhechor. Este sufría de una acuciante conciencia de culpa, de origen desconocido, y después de cometer una falta esa presión se aliviaba. Por lo menos, la conciencia de culpa quedaba ocupada de algún modo.
Por paradójico que pueda sonar, debo sostener que ahí la conciencia de culpa preexistía a la falta, que no procedía de esta, sino que, a la inversa, la falta provenía de la conciencia de culpa. A estas personas es lícito designarlas como «delincuentes por conciencia de culpa». La preexistencia de esta última, desde luego, había podido demostrarse por toda una serie de otras manifestaciones y efectos.
Pero el trabajo científico no se termina al establecer un hecho curioso. Es preciso responder a otras dos preguntas: ¿De dónde proviene ese oscuro sentimiento de culpa anterior a la fechoría? ¿Acaso es probable que una causación de esa índole tenga una participación importante en la comisión de delitos?
El examen de la primera pregunta promete brindarnos información sobre la fuente del sentimiento humano de culpa en general. El resultado regular del trabajo analítico fue que este oscuro sentimiento de culpa brota del complejo de Edipo, es una reacción frente a los dos grandes propósitos delictivos, el de matar al padre y el de tener comercio sexual con la madre. Por comparación a estos dos, en verdad, los delitos cometidos para fijar el sentimiento de culpa eran un alivio para los martirizados. Es preciso recordar aquí que parricidio e incesto con la madre son los dos grandes delitos de los hombres, los únicos que en sociedades primitivas son perseguidos y abominados como tales. Y cumple recordar también el supuesto a que otras indagaciones nos han llevado, a saber, que la humanidad ha adquirido su conciencia moral, que ahora se presenta como un poder anímico heredado, merced al complejo de Edipo.Responder a la segunda pregunta sobrepasa el trabajo psicoanalítico. En ciertos niños puede observarse, sin más, que se vuelven «díscolos» para provocar un castigo y, cumplido este, quedan calmos y satisfechos. Una ulterior indagación analítica a menudo nos pone en la pista del sentimiento de culpa que les ordena buscar el castigo. En cuanto a los delincuentes adultos, es preciso excluir, sin duda, a todos aquellos que cometen delitos sin sentimiento de culpa, ya sea porque no han desarrollado inhibiciones morales o porque en su lucha contra la sociedad se creen justificados en sus actos. Pero en la mayoría de los otros delincuentes, aquellos para los cuales en verdad se han hecho los códigos punitivos, una motivación así de sus delitos muy bien podría entrar en cuenta, iluminar muchos puntos oscuros de la psicología del delincuente y proporcionar a la punición un nuevo fundamento psicológico.
Un amigo me ha hecho notar después que el «delincuente por conciencia de culpa» era conocido también por Nietzsche. La preexistencia del sentimiento de culpa y el recurso a la falta para su racionalización son patentes en los aforismos(390) de Zaratustra «Sobre el pálido delincuente». Dejemos a la investigación futura el decidir cuántos delincuentes han de contarse entre estos «pálidos».