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lunes, 13 de enero de 2014

Volumen XVI - Conferencias de introducción al psicoanálisis CONFERENCIAS 23-26

23ª conferencia. Los caminos de la formación de síntoma

Señoras y señores: A juicio de los legos, los síntomas constituyen la esencia de la enfermedad; para ellos, la curación equivale a la supresión de los síntomas. Al médico le importa distinguir entre los síntomas y la enfermedad, y sostiene que la eliminación de aquellos no es todavía la curación de esta. Pero, tras eliminarlos, lo único aprehensible que resta de la enfermedad es la capacidad para formar nuevos síntomas. Situémonos provisionalmente, por eso, en el punto de vista del lego, y supongamos que desentrañar los síntomas equivale a comprender la enfermedad.
Los síntomas -nos ocupamos aquí, desde luego, de síntomas psíquicos (o psicógenos) y de enfermedades psíquicas- son actos perjudiciales o, al menos, inútiles para la vida en su conjunto; a menudo la persona se queja de que los realiza contra su voluntad, y conllevan displacer o sufrimiento para ella. Su principal perjuicio consiste en el gasto anímico que ellos mismos cuestan y, además, en el que se necesita para combatirlos. Si la formación de síntomas es extensa, estos dos costos pueden traer como consecuencia un extraordinario empobrecimiento de la persona en cuanto a energía anímica disponible y, por tanto, su parálisis para todas las tareas importantes de la vida. Dado que en este resultado interesa sobre todo la cantidad de energía así requerida, con facilidad advierten ustedes que «estar enfermo» es en esencia un concepto práctico. Pero si se sitúan en un punto de vista teórico y prescinden de estas cantidades, podrán decir perfectamente que todosestamos enfermos, o sea, que todos somos neuróticos, puesto que las condiciones para la formación de síntomas pueden pesquisarse también en las personas normales.
Ya sabemos que los síntomas neuróticos son el resultado de un conflicto que se libra en torno de una nueva modalidad de la satisfacción pulsional. Las dos fuerzas que se han enemistado vuelven a coincidir en el síntoma; se reconcilian, por así decir, gracias al compromiso de la formación de síntoma. Por eso el síntoma es tan resistente; está sostenido desde ambos lados. Sabemos también que una de las dos partes envueltas en el conflicto es la libido insatisfecha, rechazada por la realidad, que ahora tiene que buscar otros caminos para su satisfacción. Si a pesar de que la libido está dispuesta a aceptar otro objeto en lugar del denegado {frustrado} la realidad permanece inexorable, aquella se verá finalmente precisada a emprender el camino de la regresión y a aspirar a satisfacerse dentro de una de las organizaciones ya superadas o por medio de uno de los objetos que resignó antes. En el camino de la regresión, la libido es cautivada por la fijación que ella ha dejado tras sí en esos lugares de su desarrollo.
Ahora bien, el camino de la perversión se separa tajantemente del de la neurosis. Si estas regresiones no despiertan la contradicción del yo, tampoco sobrevendrá la neurosis, y la libido alcanzará alguna satisfacción real, aunque no una satisfacción normal. Pero el conflicto queda planteado si el yo, que no sólo dispone de la conciencia, sino de los accesos a la inervación motriz y, por tanto, a la realización de las aspiraciones anímicas, no presta su acuerdo a estas regresiones. La libido es como atajada y tiene que intentar escapar a algún lado: adonde halle un drenaje para su investidura energética, según lo exige el principio de placer. Tiene que sustraerse del yo. Le permiten tal escapatoria las fijaciones dejadas en la vía de su desarrollo, que ahora ella recorre en sentido regresivo, y de las cuales el yo, en su momento, se había protegido por medio de represiones {suplantaciones}. Cuando en su reflujo la libido inviste estas posiciones reprimidas, se sustrae del yo y de sus leyes; pero al hacerlo renuncia también a toda
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la educación adquirida bajo la influencia de ese yo. Era dócil mientras la satisfacción le aguardaba; bajo la doble presión de la frustración {denegación} externa e interna, se vuelve rebelde y se acuerda de tiempos pasados que fueron mejores. He ahí su carácter, en el fondo inmutable. Las representaciones sobre las cuales la libido trasfiere ahora su energía en calidad de investidura pertenecen al sistema del inconciente y están sometidas a los procesos allí posibles, en particular la condensación y el desplazamiento {descentramiento}. De esta manera se establecen constelaciones semejantes en un todo a las de la formación del sueño. El sueño genuino, el que quedó listo en el inconciente y es el cumplimiento de una fantasía inconciente de deseo, entra en una transacción(120) con un fragmento de actividad (pre)conciente; esta, que ejerce la censura, permite, lograda la avenencia, la formación de un sueño manifiesto en calidad de compromiso. Del mismo modo, la subrogación(121) de la libido en el interior del inconciente tiene que contar con el poder del yo preconciente. La contradicción que se había levantado contra ella en el interior del yo la persigue {nachgeben} como «contrainvestidura(122)» y la fuerza a escoger una expresión que pueda convertirse al mismo tiempo en la suya propia. Así, el síntoma se engendra como un retoño del cumplimiento del deseo libidinoso inconciente, desfigurado de manera múltiple; es una ambigüedad escogida ingeniosamente, provista de dos significados que se contradicen por completo entre sí. Sin embargo, en este último punto ha de reconocerse una diferencia entre la formación del sueño y la del síntoma, pues en el caso del primero el propósito preconciente se agota en la preservación del dormir, en no dejar que penetre en la conciencia nada que pueda perturbarlo; de ningún modo consiste en oponerle un rotundo «¡No, al contrarío!» a la moción de deseo inconciente. Puede mostrarse más tolerante porque la situación del que duerme está menos amenazada. Por sí solo, el estado del dormir bloquea la salida a la realidad.
Como ustedes ven, la escapatoria de la libido bajo las condiciones del conflicto es posibilitada por la preexistencia de fijaciones. La investidura regresiva de estas lleva a sortear la represión y a una descarga -o satisfacción- de la libido en la que deben respetarse las condiciones del compromiso. Por el rodeo a través del inconciente y de las antiguas fijaciones, la libido ha logrado por fin abrirse paso hasta una satisfacción real, aunque extraordinariamente restringida y apenas reconocible ya. Permítanme agregar dos observaciones acerca de este resultado final. Consideren, en primer lugar, cuán íntimamente aparecen ligados aquí la libido y el inconciente, por una parte, y el yo, la conciencia y la realidad, por la otra, si bien al comienzo en manera alguna se copertenecen; en segundo lugar, tengan presente esto: todo lo dicho aquí y lo que se diga en lo que sigue se refiere exclusivamente a la formación de síntoma en el caso de la neurosis histérica.
Ahora bien, ¿dónde halla la libido las fijaciones que le hacen falta para quebrantar las represiones? En las prácticas y vivencias de la sexualidad infantil, en los afanes parciales abandonados y en los objetos resignados de la niñez. Hacia ellos, por tanto, revierte la libido. La importancia de este período infantil es doble: por un lado, en él se manifestaron por primera vez las orientaciones pulsionales que el niño traía consigo en su disposición innata; y en segundo lugar, en virtud de influencias externas, de vivencias accidentales, se le despertaron y activaron por vez primera otras pulsiones. No cabe duda, creo, de que tenemos derecho a establecer esta bipartición. La exteriorización de las disposiciones innatas no ofrece asidero a ningún reparo crítico. Ahora bien, la experiencia analítica nos obliga sin más a suponer que unas vivencias puramente contingentes de la infancia son capaces de dejar como secuela fijaciones de la libido. No veo ninguna dificultad teórica en esto. Las disposiciones constitucionales son, con seguridad, la secuela que dejaron las vivencias de nuestros antepasados; también ellas se adquirieron una vez: sin tal adquisición no habría herencia alguna. ¿Y puede concebirse que ese proceso de adquisición que pasa a la herencia haya terminado justamente en la generación que nosotros consideramos? Suele restarse toda importancia a las vivencias infantiles por comparación a las de los antepasados y a las de la vida adulta; esto no es lícito; al contrario, es preciso valorarlas particularmente. El hecho de que sobrevengan en períodos en que el desarrollo no se ha completado confiere a sus consecuencias una gravedad tanto mayor y las habilita para tener efectos traumáticos. Los trabajos de Roux(123) y otros sobre la mecánica evolutiva nos han mostrado que el pinchazo de una aguja en un germen en proceso de bipartición celular tiene como consecuencia una grave perturbación del desarrollo. Ese mismo ataque infligido a la larva o al animal ya crecido se soportaría sin que sobreviniera daño.
La fijación libidinal del adulto, que hemos introducido en la ecuación etiológica de las neurosis como representante del factor constitucional, se nos descompone ahora, por tanto, en otros dos factores: la disposición heredada y la predisposición adquirida en la primera infancia. Sabemos que un esquema contará seguramente con la simpatía de los estudiantes. Resumamos entonces el juego de las relaciones en un esquema: (Ver nota(124))
Causación de = Predisposición por + Vivenciar accidental la neurosis fijación libidinal (traumático) [del adulto]
Constitución sexual Vivenciar infantil (Vivenciar prehistórico)
(Ver nota(125))
La constitución sexual hereditaria nos brinda una gran diversidad de disposiciones, según que esta o aquella pulsión parcial, por sí sola o en unión con otras, posea una fuerza particular. La constitución sexual forma con el vivenciar infantil otra «serie complementaria», en un todo semejante a la que ya conocimos entre predisposición y vivenciar accidental del adulto. Aquí como allí hallamos los mismos casos extremos y las mismas relaciones de subrogación. En este punto no podemos menos que plantearnos una pregunta: la más llamativa de las regresiones libidinales, la que vuelve a etapas más tempranas de la organización sexual, ¿no está condicionada predominantemente por el factor constitucional hereditario? Pero tenemos que posponer la respuesta hasta que hayamos considerado una serie más amplia de las formas de contraer neurosis.
Detengámonos ahora en el siguiente hecho: «la indagación analítica muestra que la libido de los neuróticos está ligada a sus vivencias sexuales infantiles. Así parece conferir a estas una importancia enorme para la vida de los seres humanos y las enfermedades que contraen. Y la
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siguen poseyendo, incólume, en lo que concierne al trabajo terapéutico. Pero si prescindimos de las tareas que este plantea, advertimos con facilidad que nos amenaza aquí el peligro de un malentendido que podría extraviarnos haciendo que centrásemos la vida con excesiva unilateralidad en la situación neurótica. Es que a la importancia de las vivencias infantiles debemos restarle lo siguiente: la libido ha vuelto a ellas regresivamente después que fue expulsada de sus posiciones más tardías. Y esto nos sugiere con fuerza la inferencia recíproca, a saber, que las vivencias libidinales no tuvieron en su momento importancia alguna, y sólo la cobraron regresivamente. Recuerden ustedes que ya habíamos considerado una alternativa de esta clase en la elucidación del complejo de Edipo.
Tampoco esta vez nos resultará difícil zanjar la cuestión. Es indudablemente correcta la observación de que la investidura libidinal -y por tanto la importancia patógena- de las vivencias infantiles ha sido reforzada en gran medida por la regresión de la libido. Pero caeríamos en un error si viésemos en esta lo único decisivo. Aquí es preciso dejar sitio a otras consideraciones.
En primer lugar, la observación muestra, fuera de toda duda, que las vivencias infantiles tienen una importancia que les es propia y que ya han probado en los años de la niñez. Es que también existen neurosis infantiles en las que el factor del diferimiento temporal desempeña necesariamente un papel muy reducido o falta por completo, pues la enfermedad se contrae como consecuencia directa de las vivencias traumáticas. El estudio de estas neurosis infantiles nos precave de caer en más de un peligroso malentendido acerca de las neurosis de los adultos, así como los sueños de los niños nos han dado la clave para comprender los de los adultos (ver nota(126)). Y bien; las neurosis de los niños son muy frecuentes, mucho más de lo que se supone. A menudo no se las ve, se las juzga signos de maldad o de malas costumbres y aun son sofrenadas por las autoridades encargadas de la crianza. No obstante, viéndolas retrospectivamente desde algún momento posterior siempre es fácil individualizarlas. En la mayoría de los casos se presentan en la forma de una histeria de angustia. El significado de esto lo averiguaremos en otra oportunidad. Si en períodos más tardíos de la vida estalla una neurosis, el análisis revela, por lo general, que es la continuación directa de aquella enfermedad infantil quizá sólo velada, constituida sólo por indicios. Pero, como dijimos, hay casos en los que esa neurosis infantil prosigue sin interrupción alguna como un estado de enfermedad que dura toda la vida. Todavía no hemos podido analizar sino unos pocos ejemplos de neurosis infantiles en el propio niño -en su estado de neurosis actuales- (ver nota(127)); mucho más a menudo debimos conformarnos con que una enfermedad contraída en la vida adulta nos permitiera inteligir con posterioridad la neurosis infantil de esa persona. Y en tales casos no pudimos omitir ciertas correcciones ni ciertos recaudos.
En segundo lugar, debemos admitir que sería inconcebible que la libido regresase {regredieren} con tanta regularidad a las épocas de la infancia si ahí no hubiera nada que pudiera ejercer una atracción sobre ella. Y en efecto, la fijación que suponemos en determinados puntos de la vía del desarrollo sólo cobra valor si la hacemos consistir en la inmovilización de un determinado monto de energía libidinosa.
Por último, puedo hacerles presente que entre la intensidad e importancia patógena de las vivencias infantiles y la de las más tardías hay una relación de complementariedad semejante a la de las series antes estudiadas. Hay casos en que todo el peso de la causación recae en las vivencias sexuales de la infancia; en ellos, estas impresiones ejercen un seguro efecto traumático y no necesitan de otro apoyo que el que puede ofrecerles la constitución sexual promedio y su inmadurez. junto a estos, hay otros en que todo el acento recae sobre los conflictos posteriores, y la insistencia en las impresiones de la infancia, según la revela el análisis, aparece enteramente como la obra de la regresión; vale decir, tenemos los extremos de la «inhibición del desarrollo» y de la «regresión» y, entre ellos, todos los grados de conjugación de ambos factores.
Estas circunstancias poseen cierto interés para una pedagogía que se proponga precaver las neurosis mediante una intervención temprana en el desarrollo sexual del niño. Si se atiende preponderantemente a las vivencias sexuales infantiles, no puede menos que pensarse que se lo ha hecho todo para la profilaxis de las enfermedades nerviosas cuando se ha velado por que ese desarrollo se posponga y se le ahorren al niño vivencias de esa clase. Pero ya sabemos que las condiciones de la causación son complicadas en el caso de las neurosis, y es imposible influir sobre ellas tomando en cuenta un factor único. El riguroso resguardo de los niños pierde valor porque es impotente frente al factor constitucional; además, su ejecución es más difícil de lo que creen los educadores, y trae aparejados dos nuevos peligros nada despreciables: que consiga demasiado, vale decir, que favorezca una represión sexual desmedida en el niño, la cual resultará después dañina, o bien que lo lance al mundo inerme frente al asedio de los requerimientos sexuales que le sobrevendrán en la pubertad (ver nota(128)). Por eso sigue siendo sumamente dudoso cuanto pueda avanzarse con ventaja en la profilaxis de la infancia, y si un cambio de actitud frente al estado actual no prometería un mejor punto de abordaje para precaver las neurosis.
Volvamos ahora a los síntomas. Crean, entonces, un sustituto para la satisfacción frustrada; lo hacen por medio de una regresión de la libido a épocas anteriores, a la que va indisolublemente ligado el retroceso a estadios anteriores del desarrollo en la elección de objeto o en la organización. Hace mucho que sabemos que el neurótico quedó adherido a algún punto de su pasado (ver nota(129)), ahora nos enteramos de que en ese período su libido no echaba de menos la satisfacción, y él era dichoso. Busca entonces a lo largo de toda su biografía hasta hallar una época así, aunque para ello tenga que retroceder hasta su período de lactancia, tal come lo recuerda o tal como se lo imagina en virtud de incitaciones más tardías. El síntoma repite de algún modo aquella modalidad de satisfacción de su temprana infancia, desfigurada por la censura que nace del conflicto, por regla general volcada a una sensación de sufrimiento y mezclada con elementos que provienen de la ocasión que llevó a contraer la enfermedad. La modalidad de satisfacción que el síntoma aporta tiene en sí mucho de extraño. Prescindamos de que es irreconocible para la persona, que siente la presunta satisfacción más bien como un sufrimiento y como tal se queja de ella. Esta mudanza es parte del conflicto psíquico bajo cuya presión debió formarse el síntoma. Lo que otrora fue para el individuo una satisfacción está destinado, en verdad, a provocar hoy su resistencia o su repugnancia. Conocemos un modelo trivial, pero instructivo, de ese cambio de actitud. El mismo niño que ha mamado con avidez la leche del pecho materno suele manifestar años más tarde una fuerte renuencia a beber leche, que los encargados de su crianza tienen dificultades para vencer. Esta renuencia crece hasta la repugnancia cuando la leche, o la bebida en que ella está mezclada, se halla cubierta de nata. No puede desecharse, quizá, que esta nata convoque el recuerdo del pecho materno, tan ardientemente anhelado antaño. Es verdad que en tanto se tuvo la vivencia del destete, de efecto traumático.
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Hay todavía algo más que hace que los síntomas nos parezcan asombrosos e incomprensibles como medio de la satisfacción libidinosa. En manera alguna nos recuerdan nada de lo que solemos normalmente esperar de una satisfacción. Casi siempre prescinden del objeto y resignan, por tanto, el vínculo con la realidad exterior. Entendemos esto como una consecuencia del extrañamiento respecto del principio de realidad, y del retroceso al principio de placer. Empero, es también un retroceso a una suerte de autoerotismo ampliado, como el que ofreció las primeras satisfacciones a la pulsión sexual. Remplazan una modificación del mundo exterior por una modificación del cuerpo; vale decir, una acción exterior por una interior, una acción por una adaptación, lo cual a su vez corresponde a una regresión de suma importancia en el aspecto filogenético. Lo comprenderemos sólo en conexión con una novedad que todavía han de proporcionarnos las indagaciones analíticas sobre la formación de síntoma. Recordemos, además, que en esta han cooperado los mismos procesos inconcientes que contribuyen a la formación del sueño: la condensación y el desplazamiento. Al igual que el sueño, el síntoma figura algo como cumplido: una satisfacción a la manera de lo infantil; pero por medio de la más extrema condensación esa satisfacción puede comprimirse en una sensación o inervación únicas, y por medio de un extremo desplazamiento puede circunscribirse a un pequeño detalle de todo el complejo libidinoso. No es extraño que también nosotros tengamos muchas veces dificultades para individualizar en el síntoma la satisfacción libidinosa que sospechamos y que en todos los casos corroboramos.
Les anuncié que nos enteraríamos aún de algo nuevo; es, en realidad, algo que sorprende y confunde. Como ustedes saben, por el análisis de los síntomas tomamos conocimiento de las vivencias infantiles en que la libido está fijada y desde las cuales se crean los síntomas. Bien; lo sorprendente reside en que estas escenas infantiles no siempre son verdaderas. Más aún: en la mayoría de los casos no lo son, y en algunos están en oposición directa a la verdad histórica. Ya ven ustedes: este descubrimiento es más apto que cualquier otro para desacreditar al análisis, que nos ha llevado hasta él, o bien a los enfermos, sobre cuyas manifestaciones se construye el análisis así como toda la comprensión de las neurosis. Si las vivencias infantiles que el análisis saca a la luz fueran reales en todos los casos, tendríamos la sensación de movernos en terreno seguro; si por regla general estuvieran falseadas, si se revelaran como inventos, como fantasías de los enfermos, tendríamos que abandonar este suelo movedizo y ponernos a salvo en otro. Pero no es ni una cosa ni la otra; puede demostrarse que la situación es esta: las vivencias infantiles construidas en el análisis, o recordadas, son unas veces irrefutablemente falsas, otras veces son con certeza verdaderas, y en la mayoría de los casos, una mezcla de verdad y falsedad. Los síntomas son, entonces, ora la figuración de vivencias que realmente se tuvieron y a las que puede atribuirse una influencia sobre la fijación de la libido, ora la figuración de fantasías del enfermo, impropias desde luego para cumplir un papel etiológico. Es difícil orientarse aquí. Un primer punto de apoyo lo hallarnos quizás en un descubrimiento parecido, a saber: los recuerdos infantiles aislados que, desde siempre y antes de todo análisis, los hombres han llevado en su interior con conciencia pueden estar igualmente falseados o, al menos, mezclar mucho lo verdadero con lo falso. En estos casos no es difícil probar la falsedad, y ello nos proporciona al menos la tranquilidad de que el culpable de este inesperado desengaño no es el análisis, sino que de alguna manera lo son los enfermos.
Tras breve reflexión comprendemos con facilidad lo que tanto nos confunde en este estado de cosas. Es el menosprecio por la realidad, el descuido por la diferencia entre ella y la fantasía. Tentados estamos de ofendernos por el hecho de que los enfermos nos hayan ocupado con unas historias inventadas. A nosotros nos parece que! la realidad difiere inconmensurablemente de la invención, y la apreciamos de una manera por entero diversa. Por lo demás, este mismo punto de vista es el que adopta también el enfermo en su pensamiento normal. Cuando él nos presenta aquel material que, por detrás de los síntomas, lleva hasta las situaciones de deseo calcadas de las vivencias infantiles, al comienzo no podemos menos que dudar sobre si se trata de realidades o de fantasías. Más tarde, ciertas señales nos permitirán decidirlo, y se nos planteará la tarea de hacérselo conocer al enfermo. Pero ello en ningún caso se logra sin dificultades. Sí de entrada le revelamos que está a punto de traer a la luz las fantasías con que ha encubierto su historia infantil, que son como las sagas que los pueblos crean acerca de su historia olvidada, notamos contrariados que desaparece repentinamente su interés por continuar el tema. También él quiere conocer realidades y desprecia todas las «imaginaciones». Pero si hasta finiquitar esta parte del trabajo le hacemos creer que nos dedicamos a explorar los hechos reales de su infancia, corremos el riesgo de que más tarde nos reproche habernos equivocado y se ría de nuestra aparente credulidad. Durante largo tiempo, no comprenderá nuestro designio de equiparar fantasía y realidad y de no preocuparnos al comienzo por saber si esas vivencias infantiles que han de explicarse son lo uno o lo otro. No obstante, es evidentemente la única actitud correcta frente a estas producciones del alma. También ellas poseen una suerte de realidad: queda en pie el hecho de que el enfermo se ha ocupado de esas fantasías, y difícilmente ese hecho tenga menor importancia para su neurosis que si hubiera vivenciado en la realidad el contenido de sus fantasías. Ellas poseen realidadpsíquica, por oposición a una realidad material, y poco a poco aprendemos a comprender que en el mundo de las neurosis la realidad psíquica es la decisiva.
Entre los acontecimientos que siempre retornan en la historia juvenil de los neuróticos, que no parecen faltar nunca, hay algunos de particular importancia; juzgo que merecen destacarse. Como ejemplos de este género, les enumero: la observación del comercio sexual entre los padres, la seducción por una persona adulta y la amenaza de castración. Sería un error suponer que nunca les corresponde una realidad material; al contrario, muchas veces la compulsa entre parientes mayores permite comprobar su realidad fuera de toda duda. Así, no es nada raro que un muchacho se tome la mala costumbre de jugar con su miembro sin saber que es preciso ocultar esos manejos, y los padres o las personas encargadas de su crianza lo amenacen con cortarle el miembro o la mano pecadora. Preguntados, los padres a menudo confiesan que con ese amedrentamiento creen haber hecho algo conveniente; muchos hombres tienen un recuerdo conciente verídico de esa amenaza, en particular si la recibieron en años un poco más tardíos. Si es la ma dre o una persona del sexo femenino quien la formula, suele achacar su ejecución al padre o al... médico. En el famoso Struwwelpeter de Hoffman, el pediatra de Francfort, cuyo libro debe su popularidad justamente a la comprensión que muestra de los complejos sexuales y otros de la infancia, hallan ustedes a la castración morigerada y sustituida por el corte del pulgar como castigo a un chupeteo obstinado. Pero es sumamente improbable que los niños reciban la amenaza de castración con tanta frecuencia como aparece en los análisis de los neuróticos. Nos resulta suficiente comprender las cosas del siguiente modo: el niño se compone esa amenaza sobre la base de indicios, ayudado por su saber de que la satisfacción autoerótica está prohibida, y bajo la impresión de su descubrimiento de los genitales femeninos.
Tampoco está excluido en modo alguno que, aun en familias no proletarias, el niño pequeño, al que no se le atribuye ninguna comprensión ni memoria, sea testigo de un acto sexual entre los
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padres u otros adultos, y no debe descartarse que pueda comprender con posterioridad esta impresión y reaccionar frente a ella. Pero cuando ese acto es descrito con unos detalles precisos que difícilmente podrían observarse, o cuando se lo presenta (y así sucede con notable frecuencia) como ejecutado desde atrás, more ferarum [a la manera de los animales], no queda ninguna duda de que esta fantasía se apuntala en la observación del comercio sexual entre animales (perros) y su motivo es el insatisfecho placer de ver {Schaulust} del niño en los años de la pubertad. El producto más extremo de esta índole es, por último, la fantasía de haber observado el coito entre los padres cuando, todavía no nato, se estaba en el seno materno.
Particular interés presenta la fantasía de la seducción, aunque sólo sea porque a menudo no es una fantasía, sino un recuerdo real. Pero, afortunadamente, no lo es con tanta frecuencia como lo sugerirían a primera vista los resultados del análisis. La seducción por niños mayores o de la misma edad es, con mucho, más frecuente que la seducción por adultos, y si en el caso de las niñas que acusan este hecho en su historia infantil el padre aparece con bastante regularidad como el seductor, no son dudosos ni l~ naturaleza fantástica de esta inculpación ni el motivo que constriñe a ella (ver nota(130)). Con la fantasía de la seducción, cuando no la ha habido,' el niño encubre {decken} por regla general el período autoerótico de su quehacer sexual. Se ahorra la vergüenza de la masturbación fantaseando retrospectivamente, para estas épocas más tempranas, un objeto anhelado. No crean ustedes, por lo demás, que los abusos sexuales cometidos contra las niñas por sus parientes masculinos más próximos pertenecen por entero al reino de la fantasía. La mayoría de los analistas habrán tratado casos en que esas relaciones fueron reales y pudieron comprobarse inobjetablemente; sólo que correspondían a años más tardíos de la infancia y se atribuyeron a una época anterior.
No se tiene otra impresión sino que tales hechos de la infancia son de alguna manera necesarios, pertenecen al patrimonio indispensable de la neurosis. Si están contenidos en la realidad, muy bien; si ella no los ha concedido, se los establece a partir de indicios y se los completa mediante la fantasía. El resultado es el mismo, y hasta hoy no hemos logrado registrar diferencia alguna, en cuanto a las consecuencias de esos sucesos infantiles, por el hecho de que en ellos corresponda mayor participación a la fantasía o a la realidad. De nuevo, lo que tenemos aquí no es sino una de las tan a menudo mencionadas relaciones de complementariedad; en verdad, es la más extraña de todas las que hemos conocido. ¿De dónde vienen la necesidad de crear tales fantasías y el material con que se construyen? No cabe duda de que su fuente está en las pulsiones, pero queda por explicar el hecho de que en todos los casos se creen las mismas fantasías con idéntico contenido. Tengo pronta una respuesta para esto, y sé que les parecerá atrevida. Opino que estas fantasías primordiales -así las llamaría, junto a algunas otras- son un patrimonio filogenético. En ellas, el individuo rebasa su vivenciar propio hacia el vivenciar de la prehistoria, en los puntos en que el primero ha sido demasiado rudimentario. Me parece muy posible que todo lo que ¡hoy nos es contado en el análisis como fantasía -la seducción infantil, la excitación sexual encendida por la observación del coito entre los padres, la amenaza de castración (o, más bien, la castración)- fue una vez realidad en los tiempos originarios de la familia humana, y que el niño fantaseador no ha hecho más que llenar las lagunas de la verdad individual con una verdad prehistórica. Una y otra vez hemos dado en sospechar que la psicología de las neurosis ha conservado para nosotros de las antigüedades de la evolución humana más que todas las otras fuentes (ver nota(131)).
Señores: Las cosas que hemos elucidado en último término nos fuerzan a considerar con mayor detenimiento la génesis y la importancia de aquella actividad del espíritu llamada «fantasía» (ver nota(132)). Como a ustedes les consta, goza de universal estima, sin que se esté en claro acerca de su posición dentro de la vida del alma. Sobre ella puedo decirles lo siguiente. Saben ya que el yo del hombre es educado poco a poco para apreciar la realidad y para obedecer al principio de realidad por influencia del apremio exterior. En ese proceso tiene que renunciar de manera transitoria o permanente a diversos objetos y metas de su aspiración de placer -no sólo sexual-. Pero siempre es difícil para el hombre la renuncia al placer; no la lleva a cabo sin algún tipo de resarcimiento. Por eso se ha reservado una actividad del alma en que se concede a todas estas fuentes de placer resignadas y a estas vías abandonadas de la ganancia de placer una supervivencia, una forma de existencia que las emancipa del requisito de realidad y de lo que llamamos «examen de realidad» (ver nota(133)). Toda aspiración alcanza enseguida la forma de una representación de cumplimiento; no hay ninguna duda de que el demorarse en los cumplimientos de deseo de la fantasía trae consigo una satisfacción, aunque el saber de que no se trata de una realidad permanezca intacto. Por tanto, en la actividad de la fantasía el hombre sigue gozando de la libertad respecto de la compulsión exterior, esa libertad a la que hace mucho renunció en la realidad. Ha conseguido, en continua alternancia entre lo uno y lo otro, seguir siendo un animal en busca de placer, para convertirse después siempre, de nuevo, en un ser racional. Es que no le basta la magra satisfacción que puede arrancar a la realidad. «Esto no anda sin construcciones auxiliares», dijo una vez Theodor Fontane (ver nota(134)). La creación del reino de la fantasía dentro del alma halla su cabal correspondiente en la institución de «parques naturales», de «reservas», allí donde los reclamos de la agricultura, el comercio y la industria amenazan alterar velozmente la faz originaria de la Tierra hasta volverla irreconocible. El parque natural conserva ese antiguo estado que en todos los otros lugares se sacrificó, con pena, a la necesidad objetiva. Ahí tiene permitido pulular y crecer todo lo que quiera hacerlo, aun lo inútil, hasta lo dañino. Una reserva así, sustraída del principio de realidad, es también en el alma el reino de la fantasía.
Las producciones de la fantasía más conocidas son los llamados «sueños diurnos», de los que ya hemos hablado: unas satisfacciones imaginadas de deseos eróticos, de ambición y de grandeza, que florecen con tanto más exuberancia cuanto más llama la realidad a moderarse o a ser paciente. La dicha de la fantasía muestra en ellos su esencia de manera inequívoca: de nuevo la ganancia de placer se hace independiente de la aprobación de la realidad. Sabemos que esos sueños diurnos son el núcleo y los modelos de los sueños nocturnos. Estos, en el fondo, no son sino sueños diurnos que se han vuelto utilizables por la liberación que durante la noche experimentan las mociones pulsionales, y que son desfigurados por la forma nocturna de la actividad anímica. Ya nos hemos familiarizado con la idea de que no necesariamente los sueños diurnos son concientes; existen también sueños diurnos inconcientes. Estos últimos son la fuente tanto de los sueños nocturnos cuanto ... de los síntomas neuróticos (ver nota(135)).
La comunicación que sigue les aclarará la importancia de la fantasía para la formación de síntoma. Hemos dicho que en el caso de la frustración la libido inviste regresivamente las posiciones que había abandonado, pero a las que quedó adherida con ciertos montos. No tenemos que retractarnos de ello ni corregirlo, pero sí intercalar un eslabón intermedio. ¿Cómo encuentra la libido el camino hacia esos lugares de fijación? Bien; todos los objetos y orientaciones de la libido resignados no lo han sido todavía por completo. Ellos o sus retoños son retenidos aún con cierta intensidad en las representaciones de la fantasía. La libido no tiene
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más que volver a las fantasías para hallar expedito desde ellas el camino a cada fijación reprimida. Estas fantasías gozan de cierta tolerancia, y no se llega al conflicto entre ellas y el yo, por grandes que sean las oposiciones, mientras se observe una determinada condición. Es una condición de naturaleza cuantitativa, infringida ahora por el reflujo de la libido a las fantasías. Por este aflujo la investidura energética de las fantasías se eleva tanto que ellas se vuelven exigentes, desarrollan un esfuerzo, orientado hacia la realización. Ahora bien, esto hace inevitable el conflicto entre ellas y el yo. Si antes fueron preconcientes o concientes, ahora son sometidas a la represión por parte del yo y libradas a la atracción del inconciente. Desde las fantasías ahora inconcientes, la libido vuelve a migrar hasta sus orígenes en el inconciente, hasta sus propios lugares de fijación.
La retirada de la libido a la fantasía es un estadio intermedio del camino hacia la formación de síntoma, que me rece sin duda una denominación particular. Jung acuñó para ella el nombre muy apropiado de introversión, pero le dio también, impropiamente, otras significaciones (ver nota(136)). Por nuestra parte, nos atenemos a esto: La introversión designa el extrañamiento de la libido respecto de las posibilidades de la satisfacción real, y la sobreinvestidura(137) de las fantasías que hasta ese momento se toleraron por inofensivas. Un introvertido no es todavía un neurótico, pero se encuentra en una situación lábil; al menor desplazamiento de fuerzas se verá obligado a desarrollar síntomas, a menos que haya hallado otras salidas para su libido estancada. El carácter irreal de la satisfacción neurótica y el descuido de la diferencia entre fantasía y realidad ya están, en cambio, determinados por la permanencia en el estadio de la introversión.
Sin duda han notado ustedes que en las últimas elucidaciones he introducido un nuevo factor en la ensambladura del encadenamiento etiológico: la cantidad, la magnitud de las energías que entran en juego; y por cierto tenemos que considerarlo en todas partes. No nos basta con un análisis puramente cualitativo de las condiciones etiológicas. O, para expresarlo de otro modo: una concepción meramente diná mica de estos procesos anímicos es insuficiente; hace falta todavía el punto de vista económico. No podemos menos que decirnos lo siguiente: el conflicto entre dos aspiraciones no estalla antes que se hayan alcanzado ciertas intensidades de investidura, por más que preexistieran las condiciones de contenido. De igual manera, la importancia patógena de los factores constitucionales depende de cuánto más de una pulsión parcial respecto de otra esté presente en la disposición; y aun podemos imaginar que las disposiciones de todos los seres humanos son de igual género en lo cualitativo, y sólo se diferencian por estas proporciones cuantitativas. No menos decisivo es el factor cuantitativo para la capacidad de resistencia a contraer una neurosis. Interesa el monto de libido no aplicada que una persona puede conservar flotante, y la cuantía de la fracción de su libido que es capaz de desviar de lo sexual hacia las metas de la sublimación. La meta final de la actividad del alma, que en lo cualitativo puede describirse como aspiración a la ganancia de placer y a la evitación de displacer, se plantea, para la consideración económica, como la tarea de domeñar los volúmenes de excitación (masas de estímulo) que operan en el interior del aparato anímico y de impedir su estasis generadora de displacer (ver nota(138)).
Es todo cuanto quería decirles acerca de la formación de síntoma en las neurosis. Pero no dejaré de destacarlo expresamente otra vez: Todo lo dicho aquí se refiere sólo a la formación de síntoma en el caso de la histeria. Ya en el caso de la neurosis obsesiva hallamos -conservándose lo fundamental- muchas cosas diferentes. Las contrainvestiduras frente a las exigencias pulsionales, de las que también hablamos a raíz de la histeria, pasan al primer plano en la neurosis obsesiva y, por medio de las llamadas «formaciones reactivas», dominan el cuadro clínico. Divergencias similares, e incluso más profundas, descubrimos en el caso de las otras neurosis, respecto de las cuales bajo ningún aspecto han concluido nuestras indagaciones sobre los mecanismos de la formación de síntoma.
Antes de dejarlos por hoy, me gustaría reclamar la atención de ustedes un momento aún para un aspecto de la vida de la fantasía que es digno del más universal interés. Existe, en efecto, un camino de regreso de la fantasía a la realidad, y es. . . el arte. Al comienzo, el artista es también un introvertido, y no está muy lejos de la neurosis. Es constreñido por necesidades pulsionales hiperintensas; querría conseguir honores, riqueza, fama y el amor de las mujeres. Pero le faltan los medios para alcanzar estas satisfacciones. Por eso, como cualquier otro insatisfecho, se extraña de la realidad y trasfiere todo su interés, también su libido, a las formaciones de deseo de su vida fantaseada, desde las cuales se abre un camino que puede llevar a la neurosis. Tienen que conjugarse toda una serie de circunstancias para que no sea este el desenlace de su desarrollo; y es bien conocida la frecuencia con que justamente los artistas padecen de una inhibición parcial de su productividad, provocada por neurosis. Es probable que su constitución incluya una vigorosa facultad para la sublimación y una cierta flojera de las represiones decisivas para el conflicto. Ahora bien, he aquí el modo en que el artista encuentra el camino de regreso a la realidad. Por cierto, no es el único que lleva una vida fantaseada. El reino intermedio de la fantasía es admitido por acuerdo universal de los hombres, y todo desposeído espera hallar en él alivio y consuelo. Pero en los que no son artistas, la ganancia de placer extraída de las fuentes de la fantasía es muy restringida. La inflexibilidad de sus represiones los fuerza a contentarse con los mezquinos sueños diurnos que todavía son autorizados a devenir concientes. Ahora bien, cuando alguien es un artista genuino, dispone de algo más. Se las ingenia, en primer lugar, para elaborar sus sueños diurnos de tal modo que pierdan lo que tienen de excesivamente personal y de chocante para los extraños, y para que estos puedan gozarlos también. Además, sabe atenuarlos hasta el punto en que no dejen traslucir fácilmente su proveniencia de las fuentes prohibidas. Por otro lado, posee la enigmática facultad de dar forma a un material determinado hasta que se convierta en copia fiel de la representación de su fantasía y, después, sabe anudar a esta figuración de su fantasía inconciente una ganancia de placer tan grande que en virtud de ella las represiones son doblegadas y canceladas, al menos temporariamente. Y si puede obtener todo eso, posibilita que los otros extraigan a su vez consuelo y alivio de las fuentes de placer de su propio inconciente, que se les habían hecho inaccesibles; así obtiene su agradecimiento y su admiración, y entonces alcanza por su fantasía lo que antes lograba sólo en ella: honor, poder, y el amor de las mujeres (ver nota(139)).
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24ª conferenciaEl estado neurótico común

Señoras y señores: Ahora, tras haber dado cima en nuestros últimos coloquios a un trabajo tan difícil, abandono por un rato nuestro objeto y me vuelvo hacia ustedes.
Sé, en efecto, que están insatisfechos. Habían imaginado de otra manera una «Introducción al psicoanálisis». Esperaban escuchar ejemplos vívidos, no teoría. Me dicen que una vez, cuando les expuse la analogía con «los bajos y los altos», captaron algo acerca de la causación de las neurosis, sólo que habrían debido ser observaciones reales y no unas historias pergeñadas. O cuando al comienzo les conté dos síntomas -por suerte, no inventados-, y les desarrollé su resolución y su enlace con la vida de las enfermas, eso les aclaró el «sentido» de los síntomas; esperaban que yo continuase en esa forma. En lugar de ello les expuse unas teorías difusas, difíciles de abarcar, que nunca estaban completas pues siempre había algo que agregarles; trabajé con conceptos que todavía no les había presentado; pasé bruscamente de la exposición descriptiva a la concepción dinámica, y de esta a una llamada «económica»; hice que les resultara difícil entender cuántos de los términos técnicos empleados significaban lo mismo y se intercambiaban sólo por razones de eufonía; dejé que emergieran frente a ustedes puntos de vista de tan vastos alcances como el de los principios de realidad y de placer, y el del patrimonio heredado por vía filogenética; y, en definitiva, en vez de introducirlos en algo, les pasé por delante de los ojos algo que se alejaba de ustedes cada vez más.
¿Por qué no inicié la introducción a la doctrina de las neurosis con lo que ustedes mismos conocen acerca de estas y desde hace mucho ha despertado su interés: con la extraña naturaleza de los neuróticos, sus reacciones incomprensibles frente al trato humano y a las influencias exteriores, su irritabilidad, su conducta incalculable e inepta? ¿Por qué no los conduje paso a paso desde la comprensión de las formas cotidianas más simples hasta los problemas que plantean los fenómenos extremos y enigmáticos del estado neurótico?
Y bien, señores; ni siquiera puedo decirles que están equivocados. No estoy tan enamorado de mi arte expositivo que quiera hacer pasar por un especial atractivo cada uno de sus defectos estéticos. Y hasta creo que podría haberles presentado las cosas de otro modo, con más ventaja para ustedes; por otra parte, estaba en mi propósito hacerlo. Pero uno no siempre puede llevar a la práctica sus propósitos razonables. A menudo en el material mismo hay algo que lo manda a uno y lo hace desviarse de sus primeras intenciones. Ni siquiera una tarea tan simple como ordenar un material bien conocido se pliega del todo al capricho del autor; se dispone a su antojo, y sólo con posterioridad puede uno preguntarse por qué tomó ese aspecto y no otro.
Una de las razones es, probablemente, que el título «Introducción al psicoanálisis» ya no es adecuado a la presente sección, que debe tratar de las neurosis. La introducción al psicoanálisis es proporcionada por el estudio de las operaciones fallidas y del sueño; la doctrina de las neurosis es el psicoanálisis mismo. No creo que en tan breve tiempo hubiera podido darles noticia del contenido de la doctrina de las neurosis de otra manera que esta, tan concentrada. Se trataba de presentarles el sentido y el significado de los síntomas, las condiciones externas e internas, y el mecanismo de la formación de síntoma, todo en su trabazón. Es lo que intenté hacer; es, más o menos, el núcleo de lo que el psicoanálisis tiene hoy para enseñar. De pasada, hubo mucho que decir sobre la libido y su evolución, y también algo acerca del yo. Por otra parte, ya aquella introducción los había preparado para comprender las premisas de nuestra técnica, las grandes concepciones del inconciente y de la represión (la resistencia). En una de las próximas conferencias [la 26ª] conocerán los puntos desde los cuales el trabajo psicoanalítico prosigue su avance orgánico. Mientras tanto, no les he ocultado que todas nuestras averiguaciones provenían únicamente del estudio de un solo grupo de afecciones neuróticas, las llamadas neurosis de trasferencia. Y aún más: me ceñí con exclusividad a la neurosis histérica para estudiar el mecanismo de la formación de síntoma. Aunque ustedes no hayan adquirido un saber sólido ni retengan todos los detalles, espero, no obstante, que se hayan formado una idea acerca de los medios con que el psicoanálisis trabaja, sobre las cuestiones que aborda y los resultados que ha brindado.
Les atribuí el deseo de que yo hubiera iniciado la exposición de las neurosis refiriéndome a la conducta de las personas que adolecen de ellas, describiendo la manera en que padecen por su causa, se defienden de ellas y con ellas conviven. Es, sin duda, un material interesante y digno de conocerse, y hasta de fácil manejo. Pero no deja de tener sus inconvenientes empezar por ahí. Se corre el riesgo de no descubrir el inconciente, de descuidar la gran importancia de la libido, y de juzgar todas las constelaciones tal como aparecen al yo del neurótico. Es evidente que su yo no es una instancia confiable e imparcial. En efecto, el yo es el poder que ha desmentido a lo inconciente y lo ha rebajado a lo reprimido. ¿Cómo creer que haría justicia a lo inconciente? Entre eso reprimido están, en primera línea, los rechazados reclamos de la sexualidad; de suyo se comprende que jamás podríamos colegir su alcance y su importancia partiendo de las concepciones del yo. Desde el momento en que alborea en nosotros el punto de vista de la represión, quedamos advertidos de que no hemos de erigir en juez de la disputa a una de las partes, y mucho menos a la triunfadora. Prevemos que las manifestaciones del yo han de extraviarnos. De creérsele, él estuvo presente en todos lados, él mismo quiso y creó sus síntomas. Pero sabemos que ha mostrado una buena cuota de pasividad que después pretende ocultar y embellecer. Es verdad que no siempre osa intentarlo; a raíz de los síntomas de la neurosis obsesiva tiene que confesarse que algo extraño le sale al paso, de lo cual sólo trabajosamente se defiende.
Quien a despecho de estas advertencias tome las falsificaciones del yo como buena moneda, tendrá allanado su camino, y estará a salvo de todas las resistencias que se levantan contra el psicoanálisis por su énfasis en lo inconciente, en la sexualidad y en la pasividad del yo. Podrá aseverar, con Alfred Adler [1912], que el «carácter neurótico(140)» es la causa de las neurosis, en vez de ser su consecuencia. Pero será incapaz de explicar un solo detalle de la formación de síntoma, ni un solo sueño.
Preguntarán ustedes: ¿Acaso no es posible hacer justicia a la participación del yo en el estado neurótico y en la formación de síntoma sin por eso desdeñar de la manera más grosera los factores descubiertos por el psicoanálisis? Respondo: Sin duda tiene que ser posible, y lo será alguna vez; pero no está dentro de la orientación de trabajo del psicoanálisis empezar
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justamente por allí. Es fácil prever el momento en que esta tarea se planteará al psicoanálisis. Existen neurosis en las cuales el yo participa de manera mucho más intensa que en las estudiadas hasta ahora por nosotros; las llamamos neurosis «narcisistas». La elaboración analítica de estas afecciones nos habilitará para juzgar de manera imparcial y confiable la contribución del yo a la contracción de las neurosis (vernota(141)).
Ahora bien, uno de los vínculos del yo con su neurosis es tan llamativo que pudo ser considerado desde el comienzo. No parece faltar en ningún caso, pero se lo individualiza de la manera más nítida en una afección que hoy estamos todavía lejos de comprender: la neurosis traumática. En efecto, deben saber que en la causación y en el mecanismo de todas las formas posibles de neurosis actúan siempre los mismos factores, sólo que, en la formación de los síntomas, el papel prevaleciente recae aquí sobre uno, allá sobre otro. Ocurre como con el elenco de una troupe teatral, en que cada uno tiene su papel fijo: héroe, confidente, intrigante, etc.; pero cada uno escogerá una pieza diferente para su función de beneficio. Así, las fantasías que se trasponen en síntomas en ninguna parte son más aprehensibles que en la histeria; las contrainvestiduras o formaciones reactivas del yo dominan el cuadro en la neurosis obsesiva; lo que respecto del sueño hemos llamado elaboración secundaria tiene la precedencia, en calidad de delirio, en la paranoia, etc.
De tal modo, en el caso de las neurosis traumáticas, en particular de las provocadas por los horrores de la guerra, se nos impone la presencia de un motivo egoísta del yo, un motivo que aspira a su defensa y su provecho; tal vez no puede crear por sí solo la enfermedad, pero la aprueba y la conserva una vez que se ha producido. Este motivo quiere resguardar al yo de los peligros cuya amenaza fue la ocasión para que se contrajera la enfermedad, y la curación no se aceptará antes de que parezca excluida la repetición de ellos, o sólo después de haber obtenido un resarcimiento por el peligro corrido (ver nota(142))
Pero en todos los otros casos el yo muestra un interés similar por la génesis y la persistencia de la neurosis. Ya dijimos que el síntoma es sustentado también por el yo en virtud de que, por una de sus vertientes, ofrece satisfacción a la tendencia yoica represora. Además, la tramitación del conflicto mediante la formación de síntoma es el expediente más cómodo y agradable para el principio de placer; sin duda alguna, ahorra al yo un gran trabajo interior sentido como penoso. Y aun hay casos en que el propio médico tiene que admitir que el desenlace de un conflicto en la neurosis es la solución más inofensiva y la más llevadera desde el punto de vista social. Que no les asombre entonces enterarse de que a veces el médico abraza el partido de la enfermedad combatida por él. No se embreta en todas las situaciones de la vida en el papel de un fanático de la salud; sabe que en el mundo no hay sólo una miseria neurótica, sino también un penar real e incoercible, y que la necesidad objetiva puede demandarle a un hombre sacrificar su salud. Advierte, además, que mediante el sacrificio de un individuo a menudo se impide una inconmensurable desdicha para muchos otros. Por tanto, si pudo decirse que el neurótico en todos los casos se refugia en la enfermedad(143) frente a un conflicto, es preciso conceder que muchas veces esa huida está plenamente justificada, y el médico, habiendo reconocido ese estado de cosas, se retirará en silencio, lleno de compasión.
Pero en la elucidación que sigue prescindiremos de estos casos excepcionales. En condiciones corrientes advertimos que la escapatoria en la neurosis depara al yo una cierta e interior ganancia de la enfermedad. Y en muchas situaciones de la vida, a esta se asocia una ventaja exterior palpable, cuyo valor real ha de tasarse en más o en menos. Consideren el caso más frecuente de este tipo. Una mujer tratada con brutalidad y explotada despiadadamente por su marido halla con bastante regularidad una salida en la neurosis cuando sus disposiciones (constitucionales} se lo permiten, cuando es demasiado pusilánime o su moral es demasiado rigurosa para consolarse en secreto con otro hombre, cuando no tiene fuerza bastante para divorciarse de su marido venciendo todas las coartaciones externas, cuando no tiene perspectivas de mantenerse por sí misma o de encontrar un marido mejor, y cuando, además, sigue vinculada por su sensibilidad sexual con ese marido brutal. Su enfermedad pasa a ser su arma en la lucha contra el marido violento, un arma que puede usar para su defensa y de la que puede abusar para su venganza. Tiene permiso para quejarse de su enfermedad, mientras que probablemente no lo tendría para lamentarse de su matrimonio. Encuentra en el médico un auxiliar, obliga a ese marido despiadado a compadecerla, a incurrir en gastos por ella, a permitirle períodos de ausencia de la casa durante los cuales se emancipa de la opresión conyugal. Si esa ganancia de la enfermedad, externa o accidental, es muy cuantiosa y no puede hallar un sustituto real, desconfíen ustedes de la posibilidad de influir sobre la neurosis mediante su terapia.
Me retrucarán: lo que acabo de contarles acerca de la ganancia de la enfermedad favorece por entero a la concepción, desechada por mí, de que es el yo mismo el que quiere la neurosis y la crea. Despacio, señores; quizá todo eso no significa sino que el y o se aviene a la neurosis que no puede impedir y saca de ella el mejor partido, si es que puede sacarle alguno. Este no es sino un aspecto de la cuestión, en verdad el más agradable. En la medida en que la neurosis tiene ventajas, el yo le presta su aquiescencia; pero no tiene ventajas únicamente. Por regla general pronto se advierte que el yo ha hecho un mal negocio abandonándose a la neurosis. Ha pagado demasiado caro un alivio del conflicto, y las sensaciones penosas adheridas a los síntomas son quizás un sustituto equivalente a las mortificaciones del conflicto, y aun con probabilidad implican un monto mayor de displacer. El yo querría liberarse de este displacer de los síntomas, pero sin resignar la ganancia de la enfermedad; justamente es lo que no puede lograr. Y así se pone de manifiesto que no fue tan activo como él se había creído, de lo cual tomaremos buena nota.
Señores míos; si ustedes, en calidad de médicos, tratan con neuróticos, pronto dejarán de pensar que los que más se quejan y lamentan de su enfermedad serían los más dispuestos a aceptar un remedio y les opondrían las menores resistencias. Es al contrario. Y comprenderán fácilmente que todo lo que contribuye a la ganancia de la enfermedad reforzará la resistencia de la represión y aumentará la dificultad terapéutica. Ahora bien, a la parte de ganancia de la enfermedad que por así decir es intrínseca al síntoma, tenemos que agregarle todavía otra, que se obtiene más tarde. Cuando una organización psíquica como la de la enfermedad ha subsistido por largo tiempo, al final se comporta como un ser autónomo; manifiesta algo así como una pulsión de autoconservación y se crea una especie de modus vivendientre ella y otras secciones de la vida anímica, aun las que en el fondo le son hostiles. Y no faltarán entonces oportunidades en que vuelva a revelarse útil y aprovechable, en que se granjee, digamos, una función secundaria que vigorice de nuevo su subsistencia. En vez de un ejemplo tomado de la patología, consideren ustedes una clara ilustración de la vida cotidiana. Un empeñoso obrero que se gana su sustento queda inválido por un accidente de trabajo; queda imposibilitado para trabajar, pero el desdichado recibe con el tiempo una pequeña pensión por accidente y aprende a sacar partido de su mutilación, como mendigo. Su nueva vida, sí bien
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estropeada, se basa ahora justamente en lo que le hizo perder su vida primera. Si ustedes logran quitarle su invalidez, al principio se queda sin medios de subsistencia; y hasta es dudoso que sea capaz de retomar su trabajo anterior. Lo que en el caso de la neurosis corresponde a esa clase de aprovechamiento secundario de la enfermedad podemos adjuntarlo, corno ganancia secundaria, a la primaria que ella proporciona (ver nota(144)).
En general, les aconsejaría que no subestimen la importancia práctica de la ganancia de la enfermedad, pero tampoco se dejen impresionar por ella en el aspecto teórico. Prescindiendo de las excepciones que admitimos al comienzo, esa ganancia trae siempre a la memoria los ejemplos de «inteligencia de los animales» que A. Oberländer ha ilustrado en la Fliegende Blätter. Un árabe cabalga sobre su camello por una estrecha senda abierta en la escarpada pared de la montaña. En una vuelta del camino se ve de pronto frente a un león que se prepara para saltarle encima. No ve ninguna salida; a un lado tiene la pared vertical, al otro el abismo; imposible volver riendas o escapar; se da por perdido. No así el animal. Da con su jinete un salto hacia el abismo ... y el león no puede hacer otra cosa que seguirlos con la vista. Los remedios de la neurosis por regla general no arrojan mejor resultado para el enfermo. Acaso se deba a que la tramitación de un conflicto mediante la formación de síntoma es un proceso automático que no puede estar a la altura de las exigencias de la vida, y en el cual el hombre ha renunciado al empleo de sus mejores y más elevadas fuerzas. De existir una opción, debería preferirse sucumbir en honrosa lucha con el destino.
¡Señores! Les debo todavía una mejor explicación de los motivos por los cuales no partí del estado neurótico común en una exposición sobre la doctrina de las neurosis. Quizá supongan que lo hice porque así me habría resultado sumamente difícil demostrar la causación sexual de las neurosis. Pero se equivocarían. En el caso de las neurosis de trasferencia, para llegar a esta intelección es preciso abrirse paso primero a través de la interpretación de los síntomas, En las formas comunes de las llamadas neurosis actuales(145), el significado etiológico de la vida sexual es un hecho grueso que se presenta a la observación por sí solo. Hacía ya más de veinte años que tropezaba con él, cuando un día me hice esta pregunta: ¿Por qué en el examen de los neuróticos se omite tan regularmente considerar sus prácticas sexuales? En aquel tiempo sacrifiqué el favor de los enfermos para entregarme a estas indagaciones, pero pude, tras breve empeño, formular esta tesis: Si se lleva una normal vita sexualis, no hay neurosis -quería significar: neurosis actual- (ver nota(146)). Es verdad que esta tesis omite con demasiada ligereza las diferencias individuales entre los seres humanos, y también adolece de la imprecisión que es inseparable del juicio sobre lo «normal»; pero todavía hoy conserva su valor como orientación global. En esa época hasta llegué a establecer vínculos específicos entre determinadas formas de neurosis y ciertas prácticas sexuales nocivas. Y no dudo de que hoy podría repetir las mismas observaciones si dispusiera de un material de enfermos similar. Con bastante frecuencia pude comprobar que un hombre que se contentaba con algún tipo de satisfacción sexual incompleta, por ejemplo el onanismo manual, contraía alguna forma determinada de neurosis actual, y que esa neurosis pronto dejaba sitio a otra cuando él remplazaba ese régimen sexual por otro tan poco correcto como el primero. Así, a partir de los cambios de estado del paciente yo podía colegir la mudanza en su vida sexual (ver nota(147)). También aprendí en ese tiempo a aferrarme con tenacidad a mis sospechas hasta vencer la insinceridad de los pacientes y obligarlos a confirmármelas. Es cierto que entonces preferían acudir a otro médico menos celoso en la averiguación de su vida sexual.
Tampoco pudo escapárseme que la causación de la enfermedad no siempre apuntaba a la vida sexual. Sin duda, algunos enfermaban directamente a raíz de un régimen sexual nocivo, pero otros lo hacían porque habían perdido su fortuna o sufrido una agotadora enfermedad orgánica. La explicación de esta diversidad se obtuvo más tarde, cuando empezamos a inteligir las conjeturadas relaciones recíprocas entre el yo y la libido. Y se hacía más satisfactoria a medida que esa intelección se iba profundizando. Una persona se enferma de neurosis únicamente si su yo ha perdido la capacidad para colocar {unterbringen} de algún modo su libido. Mientras más fuerte sea el yo, tanto más fácilmente desempeñará esta tarea; todo debilitamiento del yo, cualquiera que sea su causa, tiene que producir el mismo efecto que un aumento hiperintenso de los requerimientos libidinales: la contracción de una neurosis. Existen todavía otros vínculos, más íntimos, entre yo y libido (ver nota(148)); pero todavía no entran en nuestro campo visual, y por eso no los expongo en este lugar. He aquí lo que resta para nosotros de esencial y esclarecedor: en todos los casos, y sin que interesen los caminos por los cuales se produjo la enfermedad, los síntomas de la neurosis son sufragados por la libido y de tal suerte atestiguan la aplicación anormal de esta última.
Ahora tengo que llamarles la atención sobre la decisiva diferencia entre los síntomas de las neurosis actuales y los de las psiconeurosis, de cuyo primer grupo, el de las neurosis de trasferencia, tanto nos hemos ocupado hasta aquí. En ambos casos los síntomas provienen de la libido y son, por tanto, aplicaciones anormales de ella, un sustituto de la satisfacción. Pero los síntomas de las neurosis actuales -la presión intracraneana, una sensación dolorosa, un estado de irritación en un órgano, el debilitamiento o la inhibición de una función- no tienen «sentido» alguno, carecen de significado psíquico. No sólo se exteriorizan predominantemente en el cuerpo (como lo hacen también, por ejemplo, los síntomas histéricos), sino que ellos mismos son procesos enteramente corporales, en cuya génesis faltan todos los complejos mecanismos anímicos de que hemos tomado conocimiento. Entonces, ellos son realmente lo que por tanto tiempo se creyó que eran los síntomas psiconeuróticos.
Pero si esto es así, ¿cómo pueden corresponder a aplicaciones de la libido, la cual, según sabemos, es una fuerza que opera en lo psíquico? Y bien, señores; es muy simple. Permítanme recordar una de las primeras objeciones que se esgrimieron contra el psicoanálisis. En aquel tiempo se decía que él se empeñaba en obtener una teoría puramente psicológica de los fenómenos neuróticos y que ello no ofrecía perspectiva alguna, porque unas teorías psicológicas jamás podrían explicar una enfermedad. Se había preferido olvidar que la función sexual no pertenece al alma sola, como tampoco es meramente somática. Influye tanto sobre la vida del cuerpo como sobre la del alma. Si en los síntomas de las psiconeurosis hemos conocido las manifestaciones de la perturbación en sus efectos psíquicos, no nos asombrará descubrir en las neurosis actuales las directas consecuencias somáticas de los trastornos sexuales.
La medicina clínica nos proporciona, acerca de estas últimas, una valiosa pista, que ha sido tomada en cuenta, además, por diversos investigadores. Por los detalles de sus síntomas, pero también por su propiedad de influir sobre todos los sistemas de órgano y todas las funciones, las neurosis actuales testimonian una inequívoca semejanza con los estados patológicos generados por la influencia crónica de materias tóxicas extrañas y por el brusco retiro de ellas, vale decir, con las intoxicaciones y los estados de abstinencia. Todavía más se aproximan estos dos grupos de afecciones por la mediación de ciertos estados, como el de la enfermedad
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de Basedow, que hemos aprendido a atribuir a la acción de materias tóxicas, pero no a unas toxinas que se introducirían en el cuerpo como agentes extraños, sino que son engendradas por su propio metabolismo. Opino que, según estas analogías, no podemos dejar de ver en las neurosis unas consecuencias de perturbaciones en el metabolismo sexual, sea que estas toxinas sexuales se produzcan en mayor cantidad que la que puede dominar la persona, sea que circunstancias internas, y aun psíquicas, perjudiquen el empleo correcto de esos materiales. El alma de los pueblos ha rendido tributo desde siempre a supuestos de esta clase sobre la naturaleza de la apetencia sexual; llama «embriaguez» al amor y cree que la gente se enamora por obra de unos filtros de amor, con lo cual en cierta manera traslada hacia lo externo el agente eficaz. En nuestro caso, esto daría motivo para pensar en las zonas erógenas y en el aserto de que la excitación sexual puede originarse en los más diversos órganos. Pero, en cuanto al resto, las expresiones «metabolismo sexual» o «quimismo de la sexualidad» no son sino rótulos sin contenido; nada sabemos sobre ellos; ni siquiera podemos decidir si debemos suponer la existencia de dos materias sexuales, que serían la «masculina» y la «femenina» (ver nota(149)), o circunscribirnos a una sola toxina sexual en que discerniríamos el portador de todos los efectos de estimulación de la libido. El edificio de la doctrina psicoanalítica, que nosotros hemos creado, es en realidad una superestructura que está destinada a recibir alguna vez su fundamento orgánico; pero todavía no lo conocemos.
El psicoanálisis no se caracteriza en cuanto ciencia por el material que trata, sino por la técnica con que trabaja. Sin violentar su naturaleza, es posible aplicarlo tanto a la historia de la cultura, a la ciencia de la religión y a la mitología, como ala doctrina de las neurosis. No se propone ni alcanza otra cosa que descubrir lo inconciente en la vida del alma. Los problemas de las neurosis actuales, cuyos síntomas probablemente nacen por un daño tóxico directo, no ofrecen al psicoanálisis puntos de abordaje; en muy poco puede contribuir a su esclarecimiento, y tiene que abandonar esta tarea a la investigación médico-biológica.
Ahora quizá comprendan mejor la razón por la cual no escogí otro ordenamiento para mi material. Si les hubiera prometido una «Introducción a la doctrina de las neurosis», el camino más correcto habría sido sin duda el que va de las formas simples de las neurosis actuales hasta las enfermedades psíquicas más complejas, provocadas por una perturbación libidinal. En cuanto a las primeras, yo habría debido recopilar lo que hemos averiguado por diversos conductos, o lo que creemos saber; y en cuanto a las neurosis, habría cedido la palabra al psicoanálisis como el medio técnico más importante para el total esclarecimiento de esos estados. Pero yo me había propuesto y había anunciado una «Introducción al psicoanálisis»; era más importante para mí que ustedes se formaran una idea del psicoanálisis, y no que obtuvieran ciertos conocimientos acerca de las neurosis, y por eso me sentí autorizado a no poner en primer plano las neurosis actuales, infecundas para el psicoanálisis. Además, creo haber hecho una elección favorable para ustedes, pues el psicoanálisis, por sus profundas premisas y sus vastas conexiones, merece el interés de toda persona culta; en cambio, la doctrina de las neurosis es un capítulo de la medicina como cualquier otro.
No obstante, era justa la expectativa de ustedes en el sentido de que prestaríamos algún interés a las neurosis actuales. Ya su íntimo nexo clínico con las psiconeurosis nos fuerza a ello. Les informaré, entonces, que distinguimos tres formas puras de neurosis actuales: la neurastenia, la neurosis de angustia y la hipocondría(150). Por lo demás, esta clasificación no ha resultado inobjetable. Sin duda, todas esas designaciones son usuales, pero su contenido es impreciso y fluctuante. Hasta hay médicos que rechazan toda división en el enmarañado mundo de los fenómenos neuróticos, todo discernimiento de entidades clínicas, de cuadros nosológicos, y tampoco aceptan la separación entre neurosis actuales y psiconeurosis. Creo que van demasiado lejos y no han tomado por el camino que permitiría avanzar. Esas formas de neurosis que acabamos de mencionar se presentan puras en ocasiones. Es verdad que más a menudo se mezclan entre sí y con una afección psiconeurótica. Pero este hecho no tiene que movernos a renunciar a su distinción. Piensen ustedes en la diferencia entre el estudio de los minerales y el de las piedras en la mineralogía. Los primeros son descritos como entidades individuales, sin duda apoyándose en la circunstancia de que suelen presentarse como cristales, nítidamente deslindados de su contorno. Las piedras son mezclas de minerales que sin duda no se han unido al azar, sino por las condiciones de su génesis. En la doctrina de las neurosis todavía conocemos demasiado poco el curso del. desarrollo como para crear algo parecido a la petrología, pero sin ninguna duda estamos en el camino correcto cuando comenzamos por aislar de la masa las entidades clínicas que podemos conocer, comparables a los minerales.
Un notable nexo existente entre los síntomas de las neurosis actuales y de las psiconeurosis nos brinda todavía una importante contribución al conocimiento de la formación de síntoma en estas últimas, a saber: el síntoma de la neurosis actual suele ser el núcleo y la etapa previa del síntoma psiconeurótico. Esa relación se observa de la manera más nítida entre la neurastenia y la neurosis de trasferencia llamada «histeria de conversión», entre la neurosis de angustia y la histeria de angustia, pero también entre la hipocondría y las formas que después citaremos como parafrenias (dementia praecox y paranoia). Tomemos como ejemplo el caso de una cefalalgia o un lumbago histéricos. El análisis nos muestra que por condensación y desplazamiento ha pasado a ser, respecto de toda una serie de fantasías o recuerdos libidinosos, el sustituto de su satisfacción. Pero ese dolor fue una vez real, y en ese tiempo era un síntoma provocado directamente por toxinas sexuales, la expresión corporal de una excitación libidinosa. En modo alguno queremos aseverar que todos los síntomas histéricos contienen un núcleo de esa clase, pero queda en pie el hecho de que ese caso se presenta con particular frecuencia y que todas las influencias -normales o patológicas- ejercidas sobre el cuerpo por la excitación libidinosa son las predilectas para la formación de síntomas histéricos. Cumplen entonces el papel de aquel grano de arena que el molusco ha envuelto con las capas de madreperla. De la misma manera, los signos transitorios de la excitación sexual que acompañan al acto sexual son aprovechados por la psiconeurosis como el material más cómodo y apropiado para la formación de síntoma.
Hay otro proceso que ofrece particular interés terapéutico y diagnóstico. Se presenta en personas que tienen predisposición a la neurosis, aunque no la sufran declaradamente; no es raro en ellas que una alteración patológica del cuerpo -por una inflamación o una herida quizá-despierte el trabajo de la formación de síntoma, que convierte con rapidez ese síntoma que la realidad le procura en subrogado de todas aquellas fantasías inconcientes que acechaban la oportunidad de apropiarse de un medio de expresión. En tales casos, el médico emprenderá ora un camino terapéutico, ora otro: o bien se empeñará en eliminar la base orgánica sin hacer caso del procesamiento neurótico y todo su alboroto, o bien combatirá la neurosis que nació a raíz de esa oportunidad y atenderá poco a su ocasión orgánica. El resultado probará la corrección o incorrección de uno u otro de esos abordajes; es difícil establecer prescripciones «generales para casos mixtos de esa clase (vernota(151)).
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25ª conferencia. La angustia

(Ver nota(152))
Señoras y señores: Lo que les he dicho en mi última conferencia acerca del estado neurótico general(153) les habrá parecido, sin ninguna duda, la más incompleta e insuficiente de mis comunicaciones. Lo sé. Y nada les habrá asombrado más, creo, que el hecho de que ni se hablase de la angustia(154), a pesar de que la mayoría de los neuróticos se quejan de ella, la señalan como su padecimiento más horrible y, realmente, puede alcanzar en ellos una intensidad enorme y hacerles adoptar las más locas medidas. Pero, al menos en esto, no quiero yo escatimarles nada; por el contrario, me he propuesto abordar con particular dedicación el problema de la angustia en los neuróticos, y elucidarlo en detalle ante ustedes.
A la angustia como tal no necesito presentársela; cada uno de ustedes ha experimentado alguna vez esta sensación o, mejor dicho, este estado afectivo. Pero creo que no se ha inquirido con suficiente seriedad por qué justamente los neuróticos sienten una angustia tanto más fuerte que los otros. Quizá se lo juzgue algo obvio; y aun las palabras «neurótico» {nervös} y «angustiado» {ängstlich} suelen emplearse indistintamente como si significasen lo mismo. Pero no hay ningún derecho a hacerlo; existen hombres angustiados que por lo demás nada tienen de neuróticos, y hay neuróticos que padecen de muchos síntomas sin que entre estos se encuentre la inclinación a la angustia.
Comoquiera que sea, el problema de la angustia es un punto nodal en el que confluyen las cuestiones más importantes y diversas; se trata, en verdad, de un enigma cuya solución arrojaría mucha luz sobre el conjunto de nuestra vida anímica. No aseveraré que puedo darles esa solución íntegra, pero sin duda ustedes esperan que el psicoanálisis aborde también este tema de manera por completo diversa que la medicina académica. Esta parece interesarse sobre todo por los caminos anatómicos a través de los cuales se produce el estado de angustia. Se nos dice que la medulla oblongata es estimulada, y el enfermo se entera de que padece de una neurosis del nervus vagus. La medulla oblongata es un objeto muy serio y muy lindo. Recuerdo bien todo el tiempo y el esfuerzo que hace años consagré a su estudio. Pero hoy no podría indicar algo más indiferente para la comprensión psicológica de la angustia que el conocimiento de las vías nerviosas por las que transitan sus excitaciones (ver nota(155)).
Al comienzo es posible tratar un buen rato de la angustia sin considerar para nada el estado neurótico.* Ustedes me comprenderán sin más si designo a esta angustia como angustia realista, por oposición a una angustia neurótica. Y bien; la angustia realista aparece como algo muy racional y comprensible. De ella diremos que es una reacción frente a la percepción de un peligro exterior, es decir, de un daño esperado, previsto; va unida al reflejo de la huida, y es lícito ver en ella una manifestación de la pulsión de autoconservación. Las oportunidades en que se presente la angustia (es decir, frente a qué objetos y en qué situaciones) dependerán en buena parte, como es natural, del estado de nuestro saber y de nuestro sentimiento de poder respecto del mundo exterior. Hallamos sumamente comprensible que el salvaje sienta miedo frente a un cañón y se angustie frente a un eclipse de sol, mientras que el hombre blanco, que maneja aquel instrumento y puede predecir el eclipse, permanece exento de angustia en esas situaciones. En otras ocasiones. es justamente el mayor saber el que promueve la angustia, porque permite individualizar antes el peligro. Así, el salvaje se aterrorizará frente a un rastro que descubra en el bosque Y que al inexperto nada le dio, pero a él le revela la proximidad de una fiera carnicera; y el navegante experimentado verá con terror una nubecilla en el cielo, que le anuncia la proximidad del huracán, mientras que al pasajero le parece insignificante.
Si se reflexiona un poco más, hay que decir que el juicio según el cual la angustia realista es racional y adecuada(156) debe revisarse a fondo. En efecto, la única conducta adecuada frente a un peligro que se cierne sería la fría evaluación de las propias fuerzas comparadas con la magnitud de la amenaza, y el decidirse, sobre esa base, por lo que prometa un mejor desenlace: si la huida o la defensa, o aun el ataque, llegado el caso. Pero en una situación así no hay lugar alguno para la angustia; todo cuanto acontece se consumaría igualmente bien, e incluso mejor, probablemente, si no se llegase al desarrollo de angustia. Bien advierten ustedes que si la angustia alcanza una fuerza desmedida, resulta inadecuada en extremo: paraliza toda acción, aun la de la huida. Por lo común, la reacción frente al peligro consiste en una mezcla de afecto de angustia y acción de defensa. El animal aterrorizado se angustia y huye, pero lo adecuado en ese caso es la «huida», no el «angustiarse».
Estamos tentados de afirmar, por tanto, que el desarrollo de angustia nunca es adecuado. Quizás obtengamos una mejor intelección si descomponemos con mayor cuidado la situación de angustia. Lo primero que hallamos en ella es el apronte para el peligro, que se exterioriza en un aumento de la atención sensorial y en una tensión motriz. Ese apronte expectante debe reconocerse, sin ninguna duda, como ventajoso, y su falta puede traer serias consecuencias. En él se origina, por un lado, la acción motriz -primero la huida y, en un nivel superior, la defensa activa-; por el otro, lo que sentimos como estado de angustia. Mientras más se limita el desarrollo de angustia a un meto amago, a una señal(157), tanto menores son las perturbaciones en el paso del apronte angustiado a la acción, y tanto más adecuada la forma que adopta todo el proceso. Por eso, en lo que llamamos angustia, el apronte angustiado me parece lo más adecuado al fin, y el desarrollo de angustia lomás inadecuado.
Omito entrar a considerar más de cerca si las acepciones usuales de angustia {Angst}, miedo {Furcht} y terror {Schreck} designan lo mismo o cosas claramente distintas. Creo, tan sólo, que «angustia» se refiere al estado y prescinde del objeto, mientras que «miedo» dirige la atención
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justamente al objeto. En cambio, «terror» parece tener un sentido particular, a saber, pone de resalto el efecto de un peligro que no es recibido con apronte angustiado. Así, podría decirse que el hombre se protege del horror mediante la angustia (ver nota(158)).
No se les escapará a ustedes cierta ambigüedad e imprecisión en el uso de la palabra «angustia». Casi siempre se entiende por tal el estado subjetivo en que se cae por la percepción del «desarrollo de angustia», y designa en particular a este afecto. Ahora bien, ¿qué es, en sentido dinámico, un afecto? Para empezar, algo muy complejo. Un afecto incluye, en primer lugar, determinadas inervaciones motrices o descargas; en segundo lugar, ciertas sensaciones, que son, además, de dos clases: las percepciones de las acciones motrices ocurridas, y las sensaciones directas de placer y displacer que prestan al afecto, como se dice, su tono dominante. Pero no creo que con esta enumeración hayamos alcanzado la esencia del afecto. En el caso de algunos afectos creemos ver más hondo y advertir que el núcleo que mantiene unido a ese ensemble es la repetición de una determinada vivencia significativa. Esta sólo podría ser una impresión muy temprana de naturaleza muy general, que ha de situarse en la prehistoria, no del individuo, sino de la especie. Para que se me comprenda mejor: el estado afectivo tendría la misma construcción que un ataque histérico y sería, como este, la decantación de una reminiscencia. Por tanto, el ataque histérico es comparable a un afecto individual neoformado, y el afecto normal, a la expresión de una histeria general que se ha hecho hereditaria (ver nota(159)).
No crean que lo que les he dicho sobre los afectos es patrimonio admitido en la psicología normal. Al contrario; son concepciones nacidas en el terreno del psicoanálisis, su único solar natal. Lo que ustedes pueden averiguar en la psicología acerca de los afectos, por ejemplo la teoría de James-Lange, es algo que nosotros, psicoanalistas, no comprendemos ni podemos examinar. Pero tampoco creemos muy seguro lo que sabemos sobre los afectos; es un primer intento de orientarse en este oscuro campo. Y ahora prosigo: En cuanto al afecto de angustia, creemos conocer cuál es esa impresión temprana que él reproduce en calidad de repetición. Decimos que es el acto del nacimiento, en el que se produce ese agrupamiento de sensaciones displacenteras, mociones de descarga y sensaciones corporales que se ha convertido en el modelo para los efectos de un peligro mortal y desde entonces es repetido por nosotros como estado de angustia. El enorme incremento de los estímulos sobrevenido al interrumpirse la renovación de la sangre (la respiración interna) fue en ese momento la causa de la vivencia de angustia; por tanto, la primera angustia fue una angustia tóxica. El nombre «angustia» {Angst} -angustiae, angostamiento {Enge}-(ver nota(160))destaca el rasgo de la falta de aliento, que en ese momento fue consecuencia de la situación real y hoy se reproduce casi regularmente en el afecto. Admitiremos también como significativo que ese primer estado de angustia se originara en la separación de la madre. Por cierto, estamos convencidos de que la predisposición a repetir el primer estado de angustia se ha incorporado tan profundamente al organismo, a través de la serie innumerable de las generaciones, que ningún individuo puede sustraerse á ese afecto, por más que, como el legendario Macduff, haya sido «arrancado prematuramente del seno materno(161)», y por eso no haya experimentado por sí mismo el acto del nacimiento. No podemos decir en qué ha parado el estado de angustia en los animales que no son mamíferos. Tampoco sabemos, por eso, si en estas criaturas el complejo de sensaciones equivale a nuestra angustia.
Quizá les interese saber cómo llegué a la idea de que el acto del nacimiento es la fuente y el modelo del afecto de angustia. La especulación fue la que menos parte tuvo; más bien, me inspiré en el pensamiento ingenuo del pueblo. Hace muchos años, un grupo de jóvenes médicos de hospital almorzábamos en una posada; un asistente relató la cómica historia que había sucedido en el último examen de parteras. Se le preguntó a una candidata qué significaba el hecho de que en el parto apareciese meconio (alhorre, excremento) en el agua del nacimiento, y ella respondió sin vacilar: «Que el niño está angustiado». Se rieron de ella y la reprobaron. Pero yo, calladamente, tomé partido por ella y empecé a sospechar que esa pobre mujer del pueblo había puesto certeramente en descubierto un nexo importante (ver nota(162)).
Y si ahora pasamos a la angustia neurótica, ¿qué nuevas formas de manifestación y qué nuevos nexos nos presenta la angustia en los neuróticos? Mucho hay para decir sobre esto. Hallamos, en primer lugar, un estado general de angustia, por así decir una angustia libremente flotante. Está dispuesta a prenderse del contenido de cualquier representación pasajera; influye sobre el juicio, escoge expectativas, acecha la oportunidad de justificarse. Llamamos a este estado «angustia expectante» o «expectativa angustiada». Las personas aquejadas de esta clase de angustia prevén, entre todas las posibilidades, siempre la más terrible, interpretan cada hecho accidental como indicio de una desgracia, explotan en el peor sentido cualquier incertidumbre. La inclinación aesa expectativa de desgracia se encuentra como rasgo de carácter en muchos hombres que en lo demás no podríamos llamar enfermos, y a quienes se moteja de hiperangustiados o pesimistas; empero, un grado llamativo de angustia expectante corresponde, por regla general, a una afección neurótica que yo he llamado «neurosis de angustia(163)» e incluyo entre las neurosis actuales.
Una segunda forma de la angustia, a diferencia de la que acabamos de describir, está más bien psíquicamente ligada(164) y anudada a ciertos objetos o situaciones. Es la angustia de las «fobias», de enorme diversidad y a menudo muy extrañas. Stanley Hall [1914], el respetado psicólogo norteamericano, no hace mucho se ha tomado el trabajo de presentarnos toda la serie de estas fobias con lujosos rótulos procedentes del griego. Eso suena como la cuenta de las diez plagas de Egipto, sólo que su número rebasa con mucho la decena(165). Escuchen ustedes todo lo que puede ser objeto o contenido de una fobia: la oscuridad, el aire libre, lugares abiertos, gatos arañas, orugas, serpientes, ratones, tormentas, puntas aguzadas, sangre, espacios cerrados, multitudes, la soledad, el paso de puentes, los viajes por mar y por ferrocarril, etc. En un primer intento de orientarnos en esta maraña, es sugerente diferenciar tres grupos. Muchos de los objetos y situaciones temidos tienen también para nosotros, normales, algo de ominoso, una dimensión de peligro, y por eso tales fobias no nos parecen inconcebibles, aunque sí muy exageradas en su fuerza. Así, la mayoría de nosotros experimentamos un sentimiento de repugnancia si tropezamos con una víbora. La fobia a las víboras, puede decir se, es común a todos los hombres, y Charles Darwin [1890] ha descrito de manera muy impresionante su incontenible angustia frente a una víbora que se le abalanzó, aunque se sabía protegido por un grueso vidrio. En un segundo grupo reunimos los casos en que sigue habiendo una dimensión de peligro, pero solemos minimizar y no anticipar ese peligro. Entre ellos se cuentan la mayoría de las fobias a una situación. Sabemos que si viajamos en ferrocarril, la probabilidad de sufrir un accidente es mayor que si permaneciésemos en casa, pues puede producirse un choque de trenes; sabemos también que un barco puede hundirse, a raíz de lo cual uno por lo general se ahoga, pero no pensamos en estos peligros y viajamos libres de angustia por tren y por barco. Es innegable, asimismo, que si el puente se rompiera en el momento en que pasamos sobre él nos precipitaríamos al río, pero es un suceso
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tan raro que no lo computamos como peligro. También la soledad tiene sus peligros, y en ocasiones la evitamos; pero no es que no podamos tolerarla :siquiera un momento en condiciones normales.
Lo mismo vale para las multitudes, los espacios cerrados, las tormentas, etc. Lo que nos extraña en estas fobias de los neuróticos no es tanto su contenido como su intensidad. ¡La angustia de las fobias es directamente abrumadora! Y muchas veces tenemos la impresión de que los neuróticos no se angustian frente a las mismas cosas y situaciones que en ciertas circunstancias pueden provocarnos angustia también a nosotros, aunque las llamen con idénticos nombres.
Nos queda un tercer grupo de fobias que ya están por completo fuera de nuestra comprensión. Cuando la angustia impide a un hombre fuerte, adulto, atravesar una calle o una plaza de su ciudad natal, tan familiar para él; cuando una mujer sana y bien desarrollada cae presa de incomprensible angustia porque un gato roza el ruedo de su vestido o una laucha atravesó corriendo la habitación, ¿cómo estableceríamos el nexo con el peligro que evidentemente existe para el fóbico? En el caso de las fobias a los animales, que pertenecen a este grupo, no puede tratarse de unas aumentadas antipatías, comunes a todos los seres humanos; en efecto, como para demostrar lo contrario, hay muchas personas que no pueden pasar junto a un gato sin atraerlo y hacerle caricias. El ratón, tan temido por las mujeres, es al mismo tiempo [en alemán] un apelativo cariñoso por excelencia; muchas muchachas que gustosas se oirían llamar «ratoncito» por su amado gritan despavoridas al divisar el gracioso animalito que lleva ese nombre. En cuanto al hombre que siente angustia en calles o plazas, se nos impone esta única explicación: se comporta como un niño pequeño. Los educadores dirigen a este la exhortación directa de evitar como peligrosas tales situaciones, y nuestro agorafóbico se siente, de hecho, protegido de su angustia si lo acompañamos por la plaza.
Las dos formas de angustia aquí descritas, la angustia expectante, libremente flotante, y la unida a fobias, son independientes entre sí. No es que una sea una etapa superior de la otra; sólo por excepción se presentan juntas, y cuando lo hacen es como por casualidad. Un estado de angustia general, aun el más fuerte, no necesita manifestarse en fobias; personas que durante toda su vida se han visto coartadas por una agorafobia pueden hallarse totalmente exentas de una angustia expectante pesimista. Muchas de las fobias, por ejemplo la angustia a las plazas o a los ferrocarriles, se adquieren sólo a edad madura, según puede demostrarse; otras, como la angustia a la oscuridad, a las tormentas, a ciertos animales, parecen haber existido desde el comienzo. Las del primer tipo tienen la dimensión de enfermedades graves; las segundas aparecen más bien como rarezas, caprichos. En las personas que muestran una de estas últimas, puede conjeturarse por regla general la existencia de otras del mismo tipo. Debo agregar que incluimos todas estas fobias en la histeria de angustia, vale decir, las consideramos como una afección muy próxima a la conocida histeria de conversión (ver nota(166)).
La tercera de las formas de angustia neurótica nos plantea, entonces, este enigma: perdemos totalmente de vista el nexo entre la angustia y la amenaza de un peligro. En el caso de la histeria, por ejemplo, esta angustia aparece acompañando a los síntomas histéricos, o bien en estados emotivos en que esperaríamos, por cierto, una exteriorización de afectos, pero no justamente de angustia; o bien, puede aparecer desligada de cualquier condición, como un ataque gratuito de angustia tan incomprensible para nosotros como para el enfermo. Ni hablar entonces de un peligro o de una ocasión que, exagerada, pudiese elevarse a la condición de tal. En esos ataques espontáneos advertimos, además, que el complejo que designamos como estado de angustia es susceptible de una división. La totalidad del ataque puede estar subrogada por un único síntoma, intensamente desarrollado: por un temblor, un vértigo, palpitaciones, ahogos; y el sentimiento general que individualizamos como angustia puede faltar
o hacerse borroso. No obstante, esos estados, que describimos como «equivalentes de la angustia», pueden equipararse a esta última en todos los aspectos clínicos y etiológicos.
Ahora se plantean dos preguntas. ¿Puede la angustia neurótica, en la cual el peligro no desempeña papel alguno o lo tiene muy ínfimo, vincularse con la angustia realista, que es, en todo, una reacción frente al peligro? ¿Y cómo hemos de entender la angustia neurótica? Consignemos primero nuestra expectativa: si hay angustia, tiene que existir también algo frente a lo cual uno se angustie.
De la observación clínica se obtienen varias indicaciones para la comprensión de la angustia neurótica, cuyo contenido dilucidaré ante ustedes.
No es difícil comprobar que la angustia expectante o estado de angustia general mantiene estrecha dependencia con determinados procesos de la vida sexual; queremos decir: con ciertas aplicaciones de la libido. El caso más simple y más instructivo de esta clase se presenta en personas expuestas a la llamada excitación frustránea, es decir, aquellas en que unas violentas excitaciones sexuales no experimentan descarga suficiente, no son llevadas a una consumación satisfactoria. Por ejemplo, los hombres mientras están de novios, o las mujeres cuyos maridos no tienen suficiente potencia o que, por precaución, practican el acto sexual abreviado o mutilado. En estas circunstancias, la excitación libidinosa desaparece y en su lugar emerge angustia, tanto en la forma de la angustia expectante cuanto en ataques y sus equivalentes. La interrupción deliberada del acto sexual, cuando se la practica como régimen sexual, es tan regularmente causa de neurosis de angustia en los hombres, y en particular en las mujeres, que en la práctica médica es recomendable investigar en tales casos ante todo esta etiología. Y entonces podrá comprobarse innumerables veces que la neurosis de angustia desaparece cuando se elimina ese mal hábito sexual.
Este nexo entre retención sexual y estados de angustia es un hecho. Por lo que yo sé, ni siquiera médicos alejados del psicoanálisis lo ponen en duda. No obstante, bien puedo imaginar que no se omitirá el intento de invertir la relación, sosteniendo que en tales casos se trata de personas de antemano propensas a los estados de angustia y que por eso se retienen en materia sexual. Pero contradice terminantemente esa concepción la conducta de las mujeres, cuya práctica sexual es por esencia de naturaleza pasiva, vale decir, está determinada por el trato que reciben del hombre. Mientras más temperamental, y por tanto más inclinada al comercio sexual y más capaz de satisfacción, sea una mujer, tanto más seguramente reaccionará con manifestaciones de angustia frente a la impotencia del marido o al coitus interruptus, en tanto que en mujeres anestésicas o poco libidinosas ese mal trato ejercerá un papel mucho menor.
Desde luego, la abstinencia sexual tan vivamente recomendada hoy por los médicos tiene la misma importancia para la génesis de estados de angustia sólo cuando la libido a que se
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deniega la descarga de satisfacción posee la correspondiente fuerza y no ha sido tramitada en su mayor parte por sublimación. Es que siempre la decisión en cuanto al resultado patológico recae en los factores cuantitativos. Aun donde no está en juego la enfermedad, sino la conformación del carácter, es fácil advertir que una restricción sexual va de la mano con cierta propensión a la angustia y cierta medrosidad, mientras que la intrepidez y la audacia acompañan al libre consentimiento de las necesidades sexuales. Por más que estas relaciones sean alteradas y complicadas por múltiples influencias culturales, para el promedio de los hombres es cierto que angustia y restricción sexual se corresponden entre sí.
Lejos estoy de haberles comunicado todas las observaciones que abonan nuestra tesis del vínculo genético entre libido y angustia. Entre ellas se cuenta, todavía, la influencia que sobre la contracción de angustia ejercen ciertas fases de la vida, como la pubertad y la menopausia, a las que es lícito atribuir un considerable incremento en la producción de libido. En muchos estados emocionales es posible observar directamente el entrelazamiento de libido y angustia, y la sustitución final de la primera por la segunda. La impresión que recibimos de todos estos hechos es doble: en primer lugar, que está en juego una acumulación de libido a la que se le coartó su aplicación normal; en segundo lugar, que ello nos sitúa por entero en el campo de los procesos somáticos. A primera vista no se discierne el modo en que se genera la angustia a partir de la libido; se comprueba, solamente, que falta libido y en su lugar se observa angustia (ver nota(167)).
b.
Nos proporciona un segundo indicio el análisis de las psiconeurosis, en especial de la histeria. Dijimos que en esta afección la angustia aparece a menudo acompañando a los síntomas, pero se exterioriza también, como ataque o como estado crónico, una angustia no ligada. Los enfermos no saben decir qué es eso ante lo cual se angustian y, mediante una inequívoca elaboración secundaria, lo enlazan con las fobias que tienen más a mano, como morir, enloquecer, sufrir un síncope. Si sometemos al análisis la situación de la cual nacieron la angustia o los síntomas acompañados por ella, por regla general podemos indicar el decurso psíquico normal interceptado y sustituido por el fenómeno de la angustia. Expresémoslo de otro modo: construimos el proceso inconciente como si no hubiera experimentado ninguna represión y hubiera proseguido, sin inhibición, hasta la conciencia. Este proceso también habrá estado acompañado por un determinado afecto, y ahora nos enteramos con sorpresa de que ese afecto que acompañó al decurso normal es sustituido por angustia en todos los casos, sin que importe su cualidad. Por tanto, cuando estamos frente a un estado de angustia histérica, su correlato inconciente puede ser una moción de similar carácter, es decir, de angustia, vergüenza, turbación, pero también una excitación libidinosa positiva, o una agresiva, de hostilidad, como la furia y el enojo. Esta angustia es, entonces, la moneda corriente por la cual se cambian o pueden cambiarse todas las mociones afectivas cuando el correspondiente contenido de representación ha sido sometido a represión (ver nota(168)).
c.
Una tercera experiencia nos la proporcionan los enfermos que padecen de acciones obsesivas, notablemente exentos de angustia, en apariencia. Si intentamos impedirles que ejecuten su acción obsesiva, su lavado o su ceremonial, o si ellos mismos se aventuran a abandonar una de sus compulsiones, una angustia horrible los fuerza a obedecer a la compulsión. Caemos en la cuenta de que la angustia estaba encubierta por la acción obsesiva,
y esta no se ejecutaba sino para evitar aquella. En la neurosis obsesiva, por tanto, una formación de síntoma ¡sustituye a la angustia que, de lo contrario, sobrevendría necesariamente. Y si ahora nos volvemos a la histeria, hallamos una situación parecida en esta neurosis: el resultado del proceso represivo es, o bien un desarrollo de angustia pura, o bien una angustia con formación de síntoma, o bien una formación de síntoma más completa, sin angustia. Por consiguiente, en un sentido abstracto no parecería erróneo decir que, en general, los síntomas sólo se forman para sustraerse a un desarrollo de angustia que de lo contrario sería inevitable. Esta concepción sitúa a la angustia, por así decir, en el centro de nuestro interés en cuanto a los problemas de las neurosis.
De las observaciones hechas sobre la neurosis de angustia inferíamos que la desviación de la libido de su aplicación normal, desviación generadora de la angustia, se produce en el campo de los procesos somáticos. Los análisis de la histeria y de la neurosis obsesiva nos permiten agregar que esa misma desviación, con idéntico resultado, puede ser también el efecto de un rehusamiento de parte de las instancias psíquicas. Eso es, pues, todo lo que sabemos sobre la génesis de la angustia neurótica; suena bastante impreciso todavía. Pero por ahora no diviso camino alguno que pudiera llevarnos adelante. Aún más difícil de solucionar parece la segunda tarea que nos hemos planteado, la de establecer un vínculo entre la angustia neurótica, que es libido aplicada de manera anormal, y la angustia realista, que corresponde a una reacción frente al peligro. Se creería que se trata de cosas por entero dispares; empero, no disponemos de ningún medio para distinguir, por la sensación que ellas nos provocan, la angustia realista de la angustia neurótica.
El enlace buscado se establece, por fin, si tomamos como premisa la oposición, tantas veces aseverada, entre yo y libido. Como sabemos, el desarrollo de angustia es la reacción del yo frente al peligro y la señal para que se inicie la huida; esto nos sugiere la siguiente concepción: en el caso de la angustia neurótica, el yo emprende un idéntico intento de huida frente al reclamo de su libido y trata este peligro interno como si fuera externo. Así se cumpliría nuestra expectativa de que ahí donde aparece angustia tiene que existir algo frente a lo cual uno se angustia. Ahora bien, la analogía puede proseguirse. Así como el intento de huida frente al peligro exterior es relevado por la actitud de hacerle frente y adoptar las medidas adecuadas para la defensa, también el desarrollo de la angustia neurótica cede paso a la formación de síntoma, que produce una ligazón de la angustia.
La dificultad para comprenderlo radica ahora en otro lugar. La angustia que significa una huida del yo frente a su libido no puede haber nacido sino de esa libido misma. Esto nos resulta oscuro y nos advierte que no debemos olvidar que la libido de una persona en el fondo le pertenece a ella y no puede contraponérsele como algo exterior. Es la dinámica tópica del desarrollo de angustia la que todavía nos resulta oscura, a saber, la clase de energías anímicas que son convocadas, y los sistemas psíquicos desde los cuales lo son. No puedo prometerles respuesta también para esta cuestión, pero sin dejar de recurrir a la observación directa y a la investigación analítica como auxiliares de nuestra especulación, perseguiremos otras dos pistas: la génesis de la angustia en el niño y el origen de la angustia neurótica que está ligada a fobias.
En los niños es muy común el estado de angustia, y parece muy difícil discernir si se trata de angustia realista o neurótica. Y aun el valor de este distingo es puesto en entredicho por la
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conducta de aquellos. En efecto, por una parte no nos asombra que el niño se angustie frente a todas las personas extrañas, frente a situaciones y objetos nuevos, y nos explicamos fácilmente esta reacción por su debilidad y su ignorancia. Por tanto, atribuimos al niño una fuerte inclinación a la angustia realista, y nos parecería totalmente acorde a fines que ese estado de angustia fuese congénito en él. El niño no haría sino repetir así la conducta del hombre primordial y de los primitivos de nuestros días, quienes, a causa de su ignorancia y de su indefensión, sienten angustia frente a todo lo nuevo, aun frente a cosas familiares que hoy no nos la provocarían. Y si las fobias del niño siguiesen siendo, al menos en parte, las mismas que nos es lícito atribuir a aquellas épocas primordiales del desarrollo humano, ello respondería por completo a nuestra expectativa.
Por otro lado, no podemos desconocer que no todos los niños están sometidos a la angustia en igual medida, y que son precisamente los que exteriorizan un horror particular frente a todos los objetos y situaciones posibles los que resultan más tarde neuróticos. Entonces, la disposición neurótica se trasluce también por una inclinación expresa a la angustia realista; el estado de angustia aparece como lo primario, y se llega a la conclusión de que el niño y, más tarde, el adolescente se angustian frente al nivel de su libido justamente porque todo los angustia. Ello refutaría la tesis de que la angustia se genera desde la libido, y, si se investigaran las condiciones de la angustia realista, se llegaría consecuentemente a la concepción de que la conciencia de la propia debilidad e indefensión -la inferioridad, en la terminología de Adler- es también el fundamento último de la neurosis, toda vez que puede proseguir desde la infancia en la vida adulta.
Esto suena tan simple y seductor que solicita nuestra atención. Es verdad que no haría sino desplazar el enigma del estado neurótico. La persistencia del sentimiento de inferioridad (y, con él, de la condición de la angustia y de la formación de síntoma) parece tan segura que más bien haría falta una explicación para los casos excepcionales en que se produjera lo que conocemos como salud. Ahora bien, ¿qué podemos averiguar mediante una observación cuidadosa del estado de angustia de los niños? Al comienzo, el niño pequeño se angustia frente a personas extrañas; las situaciones cobran importancia únicamente si incluyen a personas, y las cosas sólo más tarde entran en cuenta. Pero el niño no se angustia frente a estos extraños porque les atribuya malas intenciones y compare su debilidad con la fuerza de ellos, individualizándolos como peligros para su vida, su seguridad o la ausencia de dolor. Un niño así, desconfiado, aterrorizado por la pulsión de agresión que gobernaría al mundo, no es más que una malograda construcción teórica. No; el niño se aterroriza frente al rostro extraño porque espera ver a la persona familiar y amada: en el fondo, a la madre. Son su desengaño y su añoranza las que se trasponen en angustia; vale decir, en una libido que ha quedado inaplicable, que por el momento no puede mantenerse en suspenso, sino que es descargada como angustia. Difícilmente será casual que en esta situación arquetípica de la angustia infantil se repita la condición del primer estado de angustia durante el acto del nacimiento, a saber, la separación de la madre (ver nota(169)).
Las primeras fobias situacionales de los niños son las fobias a la oscuridad y a la soledad; la primera persiste a menudo durante toda la vida, y es común a las dos la nostalgia por la persona amada que cuidó al niño, vale decir, la madre. Una vez oí, desde la habitación vecina, exclamar a un niño que se angustiaba en la oscuridad: «Tía, háblame, tengo miedo». «Pero, ¿de qué te sirve, si no puedes verme? »; y respondió el niño: «Hay más luz cuando alguien habla» (ver nota(170)).Por tanto, la añoranza en la oscuridad se trasforma en angustia frente a la oscuridad. Lejos de que la angustia neurótica sea sólo secundaria y un caso especial de la angustia realista, en el niño pequeño vemos más bien que se comporta como angustia realista algo que comparte con la angustia neurótica el rasgo esencial de provenir de una libido no aplicada. En cuanto a la angustia realista en sentido más estricto, el niño parece traerla congénita en escasa medida. En todas las situaciones que más tarde pueden condicionar fobias (alturas, puentes estrechos sobre el agua, viajes por ferrocarril o por barco), el niño no muestra angustia alguna, y tanta menos cuanto más ignorante es. Muy deseable sería que se recibieran en herencia más instintos(171) de esta clase, protectores de la vida; así se aliviaría mucho la tarea de la vigilancia, destinada a impedir que el niño se exponga a un peligro tras otro. Pero, en realidad, el niño sobrestima inicialmente sus fuerzas y actúa exento de angustia porque no conoce los peligros. Correrá por el borde del agua, se trepará al alféizar de las ventanas, jugará con objetos filosos y con fuego; en suma, hará todo lo que puede causarle daño y preocupar a quienes lo tienen a su cargo. Es por entero obra de la educación que por fin despierte en él la angustia realista, pues no puede permitírsele que haga por sí mismo la aleccionadora experiencia.
Y bien; si hay niños que transigen un poco más(172) con esta educación para la angustia y después encuentran por sí mismos peligros sobre los cuales no se les había advertido, para explicarlo basta suponer que era congénita a su constitución una medida mayor de necesidad libidinosa, o que prematuramente se los malcrió con una satisfacción libidinosa. Y no cabe asombrarse de que entre estos niños se encuentren también los que después serán neuróticos; ya sabemos que lo que más favorece la génesis de una neurosis es la incapacidad para soportar por largo tiempo una estasis libidinal considerable. Notan ustedes que aquí el factor constitucional recupera unos derechos que, por lo demás, nunca quisimos impugnarle. Sólo nos ponemos en guardia cuando alguien pretende, por sustentar ese derecho, descuidar todo lo demás e introducir el factor constitucional aun allí donde, según los resultados conjugados de la observación y del análisis, no es pertinente o debe ser computado en último término.
Resumamos ahora las observaciones acerca del estado de angustia de los niños: La angustia infantil tiene muy poco que ver con la angustia realista y, en cambio, se emparienta de cerca con la angustia neurótica de los adultos. Como esta, se genera a partir de una libido no aplicada y sustituye al objeto de amor, que se echa de menos, por un objeto externo o una situación.
No les disgustará saber que el análisis de las fobias no nos enseña muchas cosas nuevas. En efecto, en ellas ocurre lo mismo que en la angustia infantil; una libido que permanece inaplicable se trasmuda en una aparente angustia realista y, de ese modo, un minúsculo peligro externo se erige como subrogación de los reclamos libidinales. Esta coincidencia nada tiene de extraño, pues las fobias infantiles no sólo son el modelo de las posteriores, que incluimos en la «histeria de angustia», sino su directa precondición y su preludio. Toda fobia histérica se remonta a una angustia infantil y la continúa, aun si tiene un contenido diverso y, por ende, debe recibir otro nombre. La diferencia entre ambas afecciones reside en el mecanismo. En el adulto, para la mudanza de la libido en angustia no basta que aquella, en calidad de añoranza, se haya vuelto momentáneamente inaplicable. Desde largo tiempo atrás ha aprendido a mantener en suspenso esa libido o a aplicarla de otro modo. Pero cuando la libido pertenece a una moción psíquica que ha experimentado la represión, se restablece una situación parecida a la del niño que todavía no posee ninguna separación entre conciente e inconciente. Y por la regresión a la
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fobia infantil se abre, digámoslo así, el desfiladero a través del cual puede consumarse cómodamente la mudanza de la libido en angustia.
Como ustedes recuerdan, ya nos ocupamos bastante de la represión(173), pero no hicimos sino perseguir el destino de la representación que había de ser reprimida, desde luego porque era más fácil de averiguar y de exponer. En todo momento dejamos de lado lo que acontece con el afecto adherido a la representación reprimida, y sólo ahora nos enteramos de que el destino más inmediato de ese afecto es el de ser mudado en angustia, sin que interese la cualidad que haya presentado en el decurso normal. Pues bien, esta mudanza del afecto es, con mucho, la parte más importante del proceso represivo. No es tan fácil hablar de ella porque no podernos aseverar la existencia de afectos inconcientes en el mismo sentido en que podemos hacerlo respecto de las representaciones inconcientes (ver nota(174)). Una representación sigue siendo la misma, salvada la diferencia de que sea conciente o inconciente. Pero un afecto es un proceso de descarga y ha de ser objeto de un juicio muy diverso que una representación; no puede decirse qué habrá de corresponderle en el inconciente sin reflexionar con más hondura y aclarar nuestras premisas sobre los procesos psíquicos. No podemos abordar esto aquí. Sólo queremos destacar la impresión obtenida, a saber, que el desarrollo de angustia se anuda estrechamente al sistema del inconciente.
Decía que la mudanza en angustia o, mejor, la descarga en la forma de la angustia es el destino más inmediato de la libido afectada por la represión. Tengo que agregar: no el único ni el definitivo. En las neurosis hay en marcha procesos que se empeñan en ligar este desarrollo de angustia, y que lo logran incluso, por diversas vías. En el caso de las fobias, por ejemplo, es posible diferenciar nítidamente dos fases del proceso neurótico. La primera tiene a su cargo la represión y el trasporte de la libido a la angustia, que es ligada a un peligro exterior. La segunda consiste en la edificación de todas aquellas precauciones y aseguramientos destinados a evitar un contacto con ese peligro considerado como algo externo. La represión corresponde a un intento de huida del yo frente a la libido sentida como peligro. La fobia puede compararse a un atrincheramiento contra el peligro externo que subroga ahora a la libido temida. La debilidad del sistema protector en el caso de las fobias reside, desde luego, en que la fortaleza tan afianzada hacia afuera sigue siendo vulnerable desde adentro. Nunca puede conseguirse del todo la proyección del peligro libidinal hacia afuera (ver nota(175)). Por eso en las otras neurosis se usan sistemas diferentes para protegerse contra la posibilidad del desarrollo de angustia. Esta es una parte muy interesante de la psicología de las neurosis, pero por desgracia nos llevaría demasiado lejos y presupone unos conocimientos especiales más profundos. Sólo quiero agregar algo todavía. Ya les he hablado de la «contrainvestidura» que el yo gasta a raíz de una represión y que debe mantener permanentemente para que esta persista. Sobre tal contrainvestidura recae la tarea de ejecutar las diversas formas de protección contra el desarrollo de angustia tras la represión.
Volvamos a las fobias. Creo que advierten cuán insuficiente es querer explicar sólo su contenido, interesarse exclusivamente por su proveniencia, por el hecho de que este o aquel objeto, o una situación cualquiera, pasaron a ser el tema de la fobia. El contenido de una fobia tiene para esta más o menos la misma importancia que posee para el sueño su fachada manifiesta. Con las necesarias restricciones, es preciso conceder que entre estos contenidos de las fobias se encuentran muchos que, como destaca Stanley Hall [1914], son aptos, por herencia filogenética, para convertirse en objetos de angustia. Y no está en desacuerdo con ello el hecho de que muchas de estas cosas angustiantes sólo puedan establecer su enlace con el peligro mediante una referencia simbólica.
Hemos llegado al convencimiento de que el problema de la angustia ocupa entre las cuestiones de la psicología de las neurosis un lugar que ha de llamarse lisa y llanamente central. Tuvimos la fuerte presunción de que el desarrollo de angustia se conecta con los destinos de la libido y con el sistema del inconciente. Sólo a un punto lo percibimos corno inconexo, como una laguna en nuestra concepción: es el hecho, difícilmente rebatible, de que la angustia realista tiene que considerarse como exteriorización de la pulsión de autoconservación del yo (ver nota(176)).

26ª conferencia. La teoría de la libido y el narcisismo

Señoras y señores: Repetidas veces -y la última no hace mucho- nos hemos ocupado de la separación entre pulsiones yoicas y pulsiones sexuales. Primero, la represión nos mostró que ambas pueden entrar en oposición recíproca, y entonces las pulsiones sexuales son formalmente sometidas y obligadas a procurarse satisfacción por rodeos regresivos, luego de lo cual su indomabilidad las resarce de su derrota. Además, aprendimos que desde el comienzo las dos mantienen diversa relación con el maestro apremio, de manera que no recorren el mismo camino de desarrollo ni entran en idéntico vínculo con el principio de realidad. Por último, creímos advertir que las pulsiones sexuales se enlazan con el estado afectivo de la angustia mucho más íntimamente que las pulsiones yoicas, resultado este que parece incompleto todavía en un solo punto importante. Aduzcamos, para reafirmarlo aún más, el hecho notable de que la insatisfacción del hambre y de la sed, las dos pulsiones de autoconservación más elementales, nunca tiene por consecuencia su vuelco en angustia, mientras que la trasposición de libido insatisfecha en angustia se cuenta, según vimos, entre los fenómenos mejor conocidos y observados con más frecuencia.
No se nos puede privar de nuestro justo derecho a separar pulsiones sexuales y yoicas: está
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implícito en la existencia de la vida sexual como práctica particular del individuo. Sólo puede cuestionársenos la importancia que atribuimos a esa separación, y la profundidad que le adjudicamos. Ahora bien, nuestra respuesta se orientará por el resultado de una comprobación. Tendremos que averiguar en qué medida las pulsiones sexuales, en sus exteriorizaciones somáticas y anímicas, se comportan diversamente de las otras que les contraponemos, así como la importancia de los efectos resultantes de esas diferencias. No tenemos motivo, desde luego, para aseverar una diferencia fundamental entre ambos grupos de pulsiones, que por lo demás no se comprendería bien. Ambas se nos presentan como unas designaciones de fuentes energéticas del individuo. Y la discusión acerca de si son una sola o son en esencia diversas, y, en el primer caso, cuándo se divorciaron, no puede desarrollarse en el terreno de los conceptos, sino que debe atenerse a los hechos biológicos que hay tras ellos. Por ahora sabemos muy poco acerca de estos, y aun :si supiéramos más, ello no contarla para nuestra tarea analítica.
Es evidente que muy poco provecho obtendríamos si, siguiendo las huellas de Jung, destacáramos la unidad originaria de todas las pulsiones y llamáramos «libido» a la energía que se exterioriza en todas [cf. Jung (1911-12)]. Puesto que ningún artificio permite eliminar de la vida del alma la función sexual, nos veríamos en tal caso precisados a hablar de libido sexual y de libido asexual. No obstante, lo correcto es reservar el nombre de libido para las fuerzas pulsionales de la vida sexual, como lo hicimos hasta aquí.
Por lo dicho, opino que no tiene mucha importancia para el psicoanálisis decidir hasta dónde ha de proseguirse la separación entre pulsiones sexuales y de autoconservación, indudablemente justificada; tampoco él es competente para hacerlo. La biología, en cambio, ofrece diversas indicaciones que nos hacen pensar que en esa cuestión se encierra algo importante. La :sexualidad es, en efecto, la única función del organismo vivo que rebasa al individuo y procura su enlace con la especie. Es innegable que no siempre su ejercicio trae al individuo la misma ventaja que sus otras operaciones; más bien, al precio de un placer inusualmente elevado, le depara peligros que amenazan su vida y con bastante frecuencia se la cobran. Además, probablemente se requieren procesos metabólicos muy particulares, divergentes de todos los otros, para conservar una parte de la vida individual como disposición para la descendencia. Y por último, el individuo, que se considera a sí mismo lo principal y considera a su sexualidad un medio como cualquier otro para su satisfacción, en una perspectiva biológica no es más que un episodio dentro de una serie de generaciones, un efímero apéndice de un plasma germinal dotado de virtual inmortalidad -el titular temporario de un fideicomiso que lo sobrevive-. (Ver nota(177)).
Comoquiera que fuese, para el esclarecimiento psicoanalítico de las neurosis no hacen falta unos puntos de vista de tan vastos alcances. Pesquisando por separado las pulsiones sexuales y las yoicas obtuvimos la clave para comprender el grupo de las neurosis de trasferencia. Pudimos reconducirlas a esta situación básica: las pulsiones sexuales entran en pugna con las de autoconservación. O, dicho en términos biológicos, aunque también más imprecisos: una posición del yo, en cuanto individuo autónomo, entra en conflicto con la otra, en cuanto miembro de una serie de generaciones. A una desavenencia de esta clase se llega quizá sólo en el ser humano, y por eso la neurosis es tal vez, en conjunto, su privilegio frente a los animales. El hiperdesarrollo de su libido y la conformación de una vida anímica ricamente articulada, que es quizá posibilitada por aquel, parecen llamados a crear las condiciones para que se engendre un conflicto de esa índole. Se advierte de inmediato que son también las condiciones de los grandes progresos que han llevado al hombre a salir de su comunidad con los animales, de suerte que su capacidad para la neurosis no es sino el reverso de sus otras dotes. Pero también estas son meras especulaciones, que nos desvían de nuestra tarea inmediata.
Hasta aquí fue premisa de nuestro trabajo que podíamos distinguir, por sus manifestaciones, las pulsiones yoicas de las sexuales. En las neurosis de trasferencia esto se logra sin dificultad. A las investiduras energéticas que el yo dirigía a los objetos de sus aspiraciones sexuales las llamamos «libido»; a todas las otras, que son enviadas por las pulsiones de autoconservación, las llamamos «interés(178)».Y entonces, persiguiendo las investiduras libidinales, sus trasmudaciones y sus destinos finales, nos procuramos una primera intelección de la fábrica de las fuerzas del alma. Las neurosis de trasferencia nos ofrecieron el material más favorable para ello. Pero el yo, las diversas organizaciones que lo componen, la manera en que están edificadas y su modo de funcionamiento siguieron ocultos para nosotros. Teníamos derecho a conjeturar que sólo el análisis de otras perturbaciones neuróticas podría brindarnos esa intelección.
Desde temprano empezamos a extender las concepciones psicoanalíticas a estas otras afecciones. Ya en 1908, Karl Abraham, tras un intercambio de ideas conmigo, formuló la tesis de que el carácter principal de la dementia praecox (incluida entre las psicos is) consiste en que en ella falta la investidura libidinal de los objetos.Pero entonces se planteaba esta pregunta: ¿Qué ocurrió con la libido de los dementes extrañada de los objetos? Abraham no vaciló en responder: es revertida al yo, y esta reversión reflexiva es la fuente del delirio de grandeza de la dementía praecox. Este último es enteramente comparable a la sobrestimación sexual del objeto, bien conocida en la vida amorosa [normal] (ver nota(179)). De tal modo, pudimos comprender por primera vez un rasgo de una afección psicótica refiriéndolo a la vida amorosa normal.
Les diré que estas primeras concepciones de Abraham se conservaron en el psicoanálisis y se convirtieron en la base de la posición que adoptamos hacia las psicosis. Poco a poco nos fuimos familiarizando con la idea de que la libido que hallamos adherida a los objetos, y que es expresión del afán de ganar una satisfacción por su intermedio, puede también abandonarlos y, en lugar de ocuparlos {setzen} a ellos, ocupar al yo. Fuimos elaborando esta idea de manera cada vez más consecuente. El nombre para esta colocación de la libido -narcisismo- lo tomamos de una perversión descrita por Paul Näcke [1899], en la cual el individuo adulto prodiga al cuerpo propio todas las ternezas que suelen volcarse a un objeto sexual ajeno (ver nota(180)).
Uno se dice enseguida: Si existe una fijación así de la libido al cuerpo propio y en la persona propia, en vez de la fijación a un objeto, este hecho no puede ser excepcional ni de poca monta. Más bien es probable que este narcisismo sea el estado universal y originario a partir del cual sólo más tarde se formó el amor de objeto, sin que por eso debiera desaparecer aquel. De la historia del desarrollo de la libido de objeto, tendríamos que recordar que muchas pulsiones sexuales se satisfacen al comienzo en el cuerpo propio (decimos que se satisfacen de manera autoerótica), y que esta capacidad para el autoerotismo es la base que permite el retraso de la sexualidad en el proceso de educarse en el principio de realidad. Por tanto, el autoerotismo era la práctica sexual del estadio narcisista de colocación de la libido.
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Dicho brevemente: acerca de la relación entre libido yoica y libido de objeto nos formamos una representación que puedo ilustrarles mediante un símil extraído de la zoología. Consideren ustedes los seres vivos más simples, aquellos que consisten en un glóbulo poco diferenciado de sustancia protoplasmática [las amebas]. Estos seres emiten prolongaciones, llamadas seudópodos, por las que hacen correr su sustancia corporal. Pero pueden recoger esas prolongaciones y adoptar de nuevo forma de glóbulo. Y bien; comparamos la emisión de las prolongaciones con el envío de libido a los objetos mientras la masa principal de la libido puede permanecer en el interior del yo, y suponemos que en condiciones normales la libido yoica se traspone sin impedimentos en libido de objeto, y esta puede recogerse de nuevo en el interior del yo (ver nota(181)).
Con ayuda de estas imágenes, podemos explicar toda una serie de estados del alma, o, dicho más modestamente, podemos describirlos en el lenguaje de la teoría de la libido; estados que cabe incluir en la vida normal, como la conducta psíquica en el enamoramiento, la que se tiene a raíz de una enfermedad orgánica o mientras se duerme. Para el estado del dormir hemos establecido el supuesto de que se basa en el extrañamiento respecto del mundo exterior y el acomodamiento al deseo de dormir. Hallamos que lo que se exterioriza en el sueño en calidad de actividad anímica nocturna está al servicio de un deseo de dormir y es gobernado, además, por motivos totalmente egoístas. Ahora habremos de puntualizar, en el sentido de la teoría de la libido, que el dormir es un estado en el cual todas las investiduras de objeto, las libidinosas así como las egoístas, son resignadas y retiradas al interior del yo. ¿Arroja esto una luz nueva sobre el descanso que procura el dormir y sobre la naturaleza de la fatiga en general? La imagen del aislamiento beatífico en la vida intrauterina, que noche tras noche el durmiente convoca en nosotros, es perfeccionada así en su costado psíquico. En el durmiente se ha restablecido el estado originario de la distribución libidinal, el narcisismo pleno, en el cual libido e interés yoico moran todavía unidos e inseparables en el interior del yo que se contenta a sí mismo.
En este lugar deben hacerse dos observaciones. La primera: ¿Cómo distinguir conceptualmente narcisismo y egoísmo? Bien; yo creo que el narcisismo es el complemento libidinoso del egoísmo. Cuando se habla de egoísmo se tiene en vista la utilidad para el individuo; cuando se mienta el narcisismo, se toma en cuenta también su satisfacción libidinal. Con fines prácticos, los dos pueden estudiarse por separado un largo trecho. Se puede ser absolutamente egoísta y, no obstante, mantener fuertes investiduras libidinosas de objeto, en la medida en que la satisfacción libidinosa en el objeto se cuente entre las necesidades del yo; el egoísmo cuidará después que la aspiración al objeto no traiga perjuicios al yo. Se puede ser egoísta y al mismo tiempo extremadamente narcisista, es decir, tener una muy escasa necesidad de objeto, y ello en la satisfacción sexual directa o bien en aquella otra aspiración más alta, derivada de la necesidad sexual, que solemos llamar «amor» por oposición a la «sensualidad». En todas estas relaciones, el egoísmo es lo obvio, lo constante, y el narcisismo es el elemento variable. Como bien se comprende, lo opuesto del egoísmo, el altruismo, no coincide con la investidura libidinosa de objeto; se separa de esta porque faltan en él las aspiraciones a la satisfacción sexual. Empero, en el enamoramiento pleno el altruismo coincide con la investidura libidinosa de objeto. El objeto sexual atrae sobre sí, por regla general, una parte del narcisismo del yo, lo que se hace notable en la llamada «sobrestimación sexual» del objeto. Si en cambio se produce la trasmisión altruista del egoísmo al objeto sexual, este cobra máximo poder; por así decir, deglute al yo.
Creo que les complacerá si, tras la fantasía en el fondo árida de la ciencia, les presento una imagen poética de la oposición económica (ver nota(182)) entre narcisismo y enamoramiento. La tomo de West-östlicher Diwan(183), de Goethe:
SuleíkaPueblo y siervo y vencedor confiesan en toda edad: la dicha mayor del hombre es la personalidad. Si uno mismo no se falta, cualquier vida es llevadera. Si en ser quien es no desmaya, no importa que todo pierda.
Hatem¡Bien dicho! ¡Así será! Mas yo voy por otra senda: no hallo dicha terrenal que no se condense en ella. Suleika se me prodiga, valioso se hace mi yo. Suleika se muestra esquiva, al punto perdido soy. Estoy, parece, arruinado; me salvo sin dilación: ya me encarno en el amado que Suleika prefirió.
La segunda observación es un complemento a la teoría del sueño. No podemos explicarnos la génesis del sueño si no incluimos este supuesto: lo inconciente reprimido adquirió cierta independencia respecto del yo, de suerte que no se allana al deseo de dormir y retiene sus investiduras aunque todas las investiduras de objeto dependientes del yo :se hayan recogido en beneficio del dormir. Sólo así se comprende que lo inconciente pueda aprovechar la cancelación
o la rebaja nocturnas de la censura y sepa apropiarse de los restos diurnos para formar, con su materia prima, un deseo onírico prohibido. Por otra parte, es posible que ya los restos diurnos deban a un enlace preexistente con lo inconciente reprimido una parte de la resistencia que oponen al recogimiento de la libido dispuesto por el deseo de dormir. Introduzcamos entonces con posterioridad, en nuestra concepción de la formación de los sueños, este rasgo importante en el plano dinámico (ver nota(184)).
Una enfermedad orgánica, una estimulación dolorosa, la inflamación de un órgano, crean un estado que tiene a todas luces por consecuencia un desasimiento de la libido respecto de sus
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objetos. La libido recogida se reencuentra en el interior del yo como una investidura reforzada de la parte enferma del cuerpo. Y aun puede aventurarse el aserto de que, en esas condiciones, el quite de la libido de sus objetos es más llamativo que el extrañamiento del interés egoísta respecto del mundo exterior. Desde aquí parece abrirse un camino para la comprensión de la hipocondría, en la cual de manera similar un órgano atarea al yo, sin que para nuestra percepción esté enfermo.
Pero no cederé a la tentación de avanzar por este camino o de elucidar otras situaciones que podríamos comprender o exponer mediante el supuesto de una migración de la libido de objeto al yo; me urge, en efecto, salir al paso de dos objeciones a las que sé que ustedes están prestando oídos. En primer lugar, quieren pedirme cuentas de mi empeño en distinguir a ultranza libido e interés, pulsión sexual y pulsión yoica, en el dormir, la enfermedad y otras ,situaciones similares, toda vez que se podría dar plena razón de las observaciones con el supuesto de una energía única y unitaria, que, libremente móvil, investiría ora el objeto, ora el yo, y podría entrar al servicio de una u otra pulsión. Y, en segundo lugar, me reprochan mi osadía en tratar el desasimiento de la libido respecto del objeto como fuente de un estado patológico, cuando semejante trasposición de la libido de objeto en libido yoica -o, en general, en energía yoica- se cuenta entre los procesos normales de la dinámica del alma, que se repiten cada día y cada noche.
Debo replicar a ello: La primera objeción de ustedes suena bien. Es probable que la elucidación de los estados del dormir, de la enfermedad o del enamoramiento nunca nos habría llevado, por sí misma, a distinguir entre una libido yoica y una libido de objeto, o entre la libido y el interés. Pero así descuidan ustedes las indagaciones de que partimos y bajo cuya luz consideramos las mencionadas situaciones del alma. El distingo entre libido e interés, o sea, entre pulsiones sexuales y de autoconservación, nos fue impuesto por la intelección del conflicto del cual nacen las neurosis de trasferencia. No podemos volver a abandonarlo. El supuesto de que la libido de objeto puede trasponerse en libido yoica, y que por tanto es preciso tener en cuenta una libido yoica, se nos presentó como el único que puede solucionar el enigma de las llamadas neurosis narcisistas (p. ej., la dementia praecox ) y dar razón de las semejanzas y diferencias con la histeria y las obsesiones. No hacemos sino aplicar a la enfermedad, al dormir y al enamoramiento lo que en otra parte hemos hallado incontrastablemente establecido. Nos es lícito proseguir con esas aplicaciones y ver adónde nos llevan. La única tesis que no es sedimento directo de nuestra experiencia analítica es la que sostiene que la libido sigue siendo libido ya se aplique a objetos o al yo propio, y que nunca se traspone en interés egoísta, ni a la inversa. Pero esta tesis tiene el mismo valor que la separación entre pulsiones sexuales y pulsiones yoicas, sobre la que ya dimos una apreciación crítica y que sustentaremos por razones heurísticas hasta su posible fracaso.
También la segunda objeción de ustedes contiene un justificado planteo, pero apunta en una dirección falsa. Es verdad que el recogimiento de la libido de objeto en el interior del yo no es directamente patógeno; vemos, en efecto, que se lo emprende cada vez que se va a dormir, para volver a deshacerlo al despertar. La ameba recoge sus prolongaciones para volver a emitirlas en la siguiente ocasión. Pero muy diverso es el caso cuando un determinado proceso, muy violento, es el que obliga a quitar la libido de los objetos. La libido, convertida en narcisista, no puede entonces hallar el camino de regreso hacia los objetos, y es este obstáculo a su movilidad el que pasa a :ser patógeno. Parece que la acumulación de la libido narcisista no se tolera más allá de cierta medida. Y aun podemos imaginar que se ha llegado a la investidura de objeto justamente por eso, porque el yo se vio forzado a emitir su libido a fin de no enfermar con su estasis. Si estuviera en nuestros planes ocuparnos más a fondo de la dementia praecox, les mostraría que el proceso que hace desasirse a la libido de los objetos y le bloquea el camino de regreso se aproxima al de la represión y ha de concebirse como su correspondiente. Pero, sobre todo, sentirían ustedes estar pisando terreno conocido cuando se enterasen de que las condiciones de este proceso -hasta donde podernos conocerlas hoy- son casi idénticas a las de la represión. El conflicto parece ser el mismo y librarse entre los mismos poderes. Si el desenlace es aquí tan distinto del de la histeria, por ejemplo, la razón no puede estar sino en una diversidad de la disposición {constitucional}. En estos enfermos, el desarrollo libidinal tiene su punto débil en una fase diversa; la fijación decisiva, que, como ustedes recuerdan, era la que permitía la irrupción hasta la formación de síntoma, se sitúa en otra parte, probablemente en el estadio del narcisismo primitivo al que la dementia praecox vuelve atrás en su desenlace final. Es un hecho muy notable que en todas las neurosis narcisistas tengamos que suponer unos lugares de fijación de la libido que se remontan a fases muy anteriores del desarrollo que en el caso de la histeria o de la neurosis obsesiva. Pero ya saben ustedes que los conceptos que obtuvimos en el estudio de las neurosis de trasferencia nos alcanzan también para orientarnos en las neurosis narcisistas, mucho más graves en la práctica. Son numerosos los rasgos comunes; en el fondo se trata del mismo campo de fenómenos. Pero ya pueden imaginar cuán pocas perspectivas de esclarecer estas afecciones, que pertenecen a la esfera de la psiquiatría, tienen aquellos que no recurren para esta tarea al aporte del conocimiento analítico de las neurosis de trasferencia.
El cuadro clínico de la dementia praecox, muy cambiantepor lo demás, no se define exclusivamente por los síntomas que nacen del esfuerzo por alejar a la libido de los objetos y por acumularla en el interior del yo en calidad de libido narcisista. Más bien ocupan un vasto espacio otros fenómenos, que remiten al afán de la libido por alcanzar de nuevo los objetos, y que por consiguiente responden a un intento de restitución o de curación. Y estos síntomas son incluso los más llamativos, los más ruidosos; muestran una indudable semejanza con los de la histeria o, más raramente, con los de la neurosis obsesiva. No obstante, son diferentes en todos sus puntos. En la dementia praecox parece como si la libido, en su empeño por regresar a los objetos -vale decir, a las representaciones de estos-, atrapara realmente algo de ellos, mas sólo sus sombras, por así decir: creo que son las representaciones-palabra que les corresponden. Aquí no puedo añadir nada más acerca del tema, pero creo que este comportamiento de la libido que aspira a regresar nos ha permitido ganar una intelección sobre lo que constituye realmente la diferencia entre una representación conciente y una inconciente (ver nota(185)).
Los he llevado al campo en el cual cabe esperar que el trabajo analítico haga sus próximos progresos. Desde que nos habituamos a manejar el concepto de libido yoica, las neurosis narcisistas se nos han hecho asequibles; nos propusimos obtener un esclarecimiento dinámico de estas afecciones y, a la vez, perfeccionar nuestro conocimiento de la vida anímica mediante la comprensión del yo. La psicología del yo a que aspiramos no ha de basarse en los datos que nos brinde la percepción de nosotros mismos, sino, como en el caso de la libido, en el análisis de las perturbaciones y desorganizaciones del yo. Es probable que, cuando demos remate a ese trabajo de mayor envergadura, tengamos en poco el conocimiento sobre los destinos de la libido que hemos logrado hasta ahora merced al estudio de las neurosis de trasferencia. Pero
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todavía no hemos avanzado mucho. Las neurosis narcisistas son apenas abordables con la técnica que nos ha servido en el caso de las neurosis de trasferencia. Pronto sabrán la razón. Siempre nos ocurre que tras un breve avance tropezamos con un muro que nos detiene. Como ya saben, también en las neurosis de trasferencia tropezamos con barreras parecidas que oponía la resistencia, pero pudimos desmontarlas pieza por pieza. En las neurosis narcisistas la resistencia es insuperable; a lo sumo, podemos arrojar una mirada curiosa por encima de ese muro para atisbar lo que ocurre del otro lado. Por tanto, nuestros presentes métodos técnicos tienen que ser sustituidos por otros; todavía no sabemos si lograremos tal sustituto. Es verdad que tampoco en estos enfermos carecemos de material. Aportan toda clase de manifestaciones, si bien no en calidad de respuestas a nuestras preguntas; y provisionalmente nos vemos constreñidos a interpretar estas manifestaciones con ayuda de la comprensión que hemos adquirido sobre la base de los síntomas de las neurosis de trasferencia. La concordancia es lo bastante grande para asegurarnos un beneficio inicial. No sabemos hasta dónde nos llevará esta técnica.
Otras dificultades se suman para detener nuestro progreso. Las afecciones narcisistas y las psicosis relacionadas con ellas sólo pueden ser desentrañadas por observadores formados en el estudio analítico de las neurosis de trasferencia. Pero nuestros psiquiatras no estudian psicoanálisis, y nosotros, los psicoanalistas, vemos muy pocos casos psiquiátricos. Primero tiene que surgir una raza de psiquiatras que haya pasado por la escuela del psicoanálisis como ciencia preparatoria. Los primeros pasos para ello se dan hoy en Estados Unidos, donde muchísimos psiquiatras, de primera línea imparten a los estudiantes las doctrinas psicoanalíticas, y donde dueños de institutos y directores de asilos de insanos se empeñan en observar a sus enfermos en el sentido de estas doctrinas. No obstante, también nosotros, aquí, tenemos a veces la suerte de echar una mirada por encima del muro narcisista, y en lo que sigue les informaré de algunas cosas que creemos haber atisbado.
La forma de enfermedad conocida como paranoia, la insanía crónica sistemática, ocupa en los intentos clasificatorios de la psiquiatría actual una posición fluctuante. Empero, su estrecho parentesco con la dementia praecox no ofrece ninguna duda. En una ocasión me permití hacer la propuesta de reunir paranoia y dementia praecox bajo la designación común de parafrenia(186). Las formas de la paranoia son descritas según su contenido: delirio de grandeza, delirio de persecución, delirio de amor (erotomanía), delirio de celos, etc. Ensayos explicativos, no los esperemos de la psiquiatría. Como ejemplo de uno de estos (envejecido y no muy valioso por lo demás), les menciono el intento de derivar un síntoma de otro por medio de una racionalización intelectual: el enfermo que por una inclinación primaria se cree perseguido, supuestamente inferiría de esa persecución que él es una personalidad muy, pero muy importante, y así desarrollaría una manía de grandeza. Para nuestra concepción analítica, el delirio de grandeza es la consecuencia directa de un aumento del yo por recogimiento de las investiduras libidinosas de objeto, un narcisismo secundario como retorno del narcisismo originario de la primera infancia. Ahora bien, en los casos de delirio de persecución hemos observado algo que nos movió a seguir cierta pista. Lo primero que nos llamó la atención fue que en la inmensa mayoría de los casos el perseguidor era del mismo sexo que el perseguido. Esto era todavía susceptible de una explicación inocente, pero en algunos casos bien estudiados se evidenció con claridad que la persona del mismo sexo más amada en épocas normales se trasformaba en perseguidor después de contraerse la enfermedad. Ello posibilita un ulterior desarrollo, a saber, que la persona amada es sustituida por otra, de acuerdo con afinidades notorias entre ambas; por ejemplo, el padre lo es por el maestro, el jefe. De estas experiencias, que siguen multiplicándose, extraemos la conclusión de que la paranoia persecutoria es la forma en que el individuo se defiende de una moción homosexual que se ha vuelto hiperintensa (ver nota(187)). La mudanza de la ternura en odio, que, como es sabido, puede convertirse en una seria amenaza para la vida del objeto amado y odiado, corresponde entonces a la trasposición de mociones libidinosas en angustia, que es un resultado regular del proceso de la represión. Escuchen ustedes, por ejemplo, el relato de mi última observación en este sentido.
Un médico joven debió ser expulsado de su ciudad natal porque había amenazado de muerte al hijo de un profesor universitario que allí vivía, hasta entonces su mejor amigo. Atribuía a este ex amigo propósitos realmente diabólicos y un poder demoníaco. Era el culpable de todos los males que en los últimos años sobrevinieron a la familia del enfermo, y de todas sus desventuras familiares y sociales. Pero la cosa no paraba ahí: el mal amigo y su padre habían provocado la guerra y llamado a los rusos al país. El malhechor merecía mil veces la muerte, y nuestro enfermo estaba convencido de que ella pondría fin a todas las desgracias. No obstante, la ternura que antiguamente había sentido por él fue lo bastante fuerte como para detenerle la mano en una ocasión en que pudo abatir a su enemigo a quemarropa. En los breves coloquios que tuve con el enfermo, se evidenció que la relación de amistad entre ambos se remontaba muy atrás, hasta la escuela secundaria. Por lo menos una vez había rebasado los límites de la amistad; una noche que habían pasado juntos fue para ellos la ocasión de un comercio sexual completo. Nuestro paciente nunca había adquirido con las mujeres el vínculo afectivo que había correspondido a su edad y a su atractiva personalidad. Había estado comprometido con una muchacha bella y distinguida, pero esta rompió el compromiso porque no encontraba ninguna ternura en su novio. Años después, su enfermedad estalló justamente en el momento en que por primera vez había conseguido satisfacer a una mujer plenamente. Cuando ella lo abrazó, agradecida y rendida, él sintió de pronto un enigmático dolor que le corría como un filo agudo en torno de la calota craneana. Más tarde interpretó esta sensación como si en una autopsia le hubieran hecho el corte para exponer el cerebro; y dado que su amigo era especialista en anatomía patológica, poco a poco descubrió que sólo él podía haberle enviado a esa mujer para tentarlo. Desde ahí abrió los ojos para las otras persecuciones cuya víctima estaba destinado a ser por las maquinaciones de su ex amigo.
Ahora bien, ¿qué pensar en los casos en que el perseguidor no pertenece al mismo sexo que el perseguido, y entonces parecen contradecir nuestra explicación por la defensa frente a una libido homosexual? Hace algún tiempo tuve oportunidad de indagar un caso así, y de la aparente contradicción pude obtener una confirmación. Una joven, que se creía perseguida por el hombre a quien había concedido dos citas amorosas, de hecho había dirigido primero una idea delirante a una mujer en quien podía verse un sustituto de la madre. Sólo tras el segundo encuentro avanzó hasta desasir esa idea delirante de la mujer y transferirla al hombre. Por tanto, también en este caso se había cumplido la condición de que el perseguidor ha de ser del mismo sexo. En su queja al abogado y al médico, la paciente no había mencionado ese estadio previo de su delirio, y así dio lugar a una apariencia que contradecía nuestra comprensión de la paranoia (ver nota(188)).
La elección homosexual de objeto originariamente está más cerca del narcisismo que la heterosexual. Y si después es preciso rechazar una fuerte moción homosexual no deseada, el
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camino de regreso al narcisismo se ve particularmente allanado. No he tenido mucha oportunidad de hablarles acerca de lo que hemos llegado a saber sobre los fundamentos de la vida amorosa, y ahora es demasiado tarde para reparar esa omisión. Unicamente quiero destacar esto: la elección de objeto, el progreso en el desarrollo libidinal que se efectúa tras el estadio narcisista, puede producirse según dos diversos tipos: el tipo narcisista, en que el yo propio es remplazado por otro que se le parece en todo lo posible, o el tipo de apuntalamiento [anaclítico(189)], en que las personas que han adquirido valor por haber satisfecho las otras necesidades de la vida son escogidas como objetos también por la libido. Una fuerte fijación libidinal en el tipo narcisista de la elección de objeto ha de computarse, además, en la disposición a la homosexualidad manifiesta.
Recuerdan ustedes que en el primer encuentro de este semestre les conté un caso de delirio de celos en una mujer. Ahora que estamos llegando al final, ustedes querrían saber, sin duda, cómo explicamos en el psicoanálisis una idea delirante. Pero sobre esto tengo para decirles menos de lo que esperan. La imposibilidad de abordar la idea delirante mediante argumentos lógicos y experimentos reales se explica, como en el caso de las obsesiones, por el vínculo con lo inconciente, que es representado {repräsentiert} y sofrenado por la idea delirante o la idea obsesiva. La diversidad entre ambas tiene su raíz en la tópica y la dinámica de esas dos afecciones.
Como en el caso de la paranoia, también en el de la melancolía (de la cual, por lo demás, se describen muy diversas formas clínicas) hemos hallado un lugar en el que es posible echar una mirada a la estructura interna de la afección. Hemos conocido que los autorreproches con que estos melancólicos se martirizan de la manera más inmisericorde están dirigidos, en verdad, a otra persona, el objeto sexual, a quien han perdido o se les ha desvalorizado por culpa de ella. De ahí pudimos inferir que el melancólico ha retirado, es cierto, su libido del objeto, pero que, por un proceso que es preciso llamar «identificación narcisista», ha erigido el objeto en el interior de su propio yo; por así decir, lo ha proyectado sobre el yo. Aquí sólo puedo trazarles un cuadro ilustrativo, no darles una descripción ordenada en sentido tópico-dinámico (ver nota(190)). Y bien; el yo propio es tratado entonces como lo sería el objeto resignado, y sufre todas las agresiones y manifestaciones de venganza que estaban reservadas a aquel. También la inclinación de los melancólicos al suicidio se vuelve más comprensible si se reflexiona en que la ira del enfermo recae de un golpe sobre el yo propio y sobre el objeto amado-odiado. En el caso de la melancolía, como en el de otras afecciones narcisistas, sale a la luz de manera muy marcada un rasgo de la vida afectiva que desde Bleuler solemos designar como ambivalencia(191). Mentamos así el hecho de que se dirijan a una misma persona sentimientos contrapuestos, de ternura y de hostilidad. Por desgracia, en el curso de estos coloquios ya no tendré nuevas oportunidades de contarles acerca de la ambivalencia de sentimientos.
Además de la identificación narcisista existe una identificación histérica, que nos es conocida desde hace mucho más tiempo (ver nota(192)). Me gustaría que ya fuese posible aclararles las diferencias entre ambas mediante algunas definiciones. Acerca de las formas periódicas y cíclicas de la melancolía, puedo comunicarles algo que ustedes escucharán sin duda con gusto. En efecto, en circunstancias favorables es posible -hice dos veces la experiencia-, mediante un tratamiento analítico realizado en los períodos intermedios libres, prevenir el retorno de ese estado, ya sea en el mismo talante o en el contrapuesto. Así se averigua que también en el caso de la melancolía y la manía se trata de una manera particular de tramitar un conflicto cuyas premisas coinciden enteramente con las de las otras neurosis. Pueden imaginar ustedes todo lo que el psicoanálisis tiene aún por averiguar en este campo.
Les dije, asimismo, que mediante el análisis de las afecciones narcisistas esperábamos poder llegar a conocer la composición de nuestro yo y su edificio de instancias. Hemos dado los primeros pasos en otro lugar (ver nota(193)). Por el análisis del delirio de observación [Beobachtungswahn], hemos extraído la conclusión de que en el interior del yo existe realmente una instancia que de continuo observa, critica y compara, y que de tal modo se contrapone a la otra parte del yo. Opinamos, por eso, que cuando el enfermo se queja de que cada uno de sus pasos es espiado y observado, de que cada uno de sus pensamientos es enunciado y criticado, nos revela una verdad que todavía no ha sido apreciada lo bastante. Sólo yerra en cuanto traslada afuera este poder incómodo, como algo que le sería ajeno. Siente en el interior de su yo el reinado de una instancia que mide su yo actual y cada una de sus actividades con un yo ideal, que él mismo se ha creado en el curso de su desarrollo. Opinamos, además, que esta creación se hizo con el propósito de restaurar aquel contento consigo mismo que iba ligado con el narcisismo infantil primario, pero que tuvo que experimentar desde entonces tantas perturbaciones y afrentas. A la instancia de observación de sí la conocemos como el censor yoico(194) la conciencia moral; es la misma que por las noches ejerce la censura sobre los sueños, y de la que parten las represiones de las mociones de deseo no permitidas. Y cuando, en el caso del delirio de observación, ella se descompone, nos revela que proviene de las influencias de los padres, los educadores y el medio social, de la identificación con algunas de estas personas modelo.
Esos serían algunos de los resultados que nos ha brindado hasta ahora la aplicación del psicoanálisis a las afecciones narcisistas. Por cierto son todavía muy pocos, y a menudo les falta ese carácter bien perfilado que sólo proporciona la familiaridad segura con un nuevo campo. Los debemos todos al aprovechamiento del concepto de libido yoica o libido narcisista, con cuyo auxilio extendemos a las neurosis narcisistas las concepciones que se han acreditado en las neurosis de trasferencia. Ahora preguntarán ustedes: ¿Es posible que logremos subordinar a la teoría de la libido todas las perturbaciones propias de las afecciones narcisistas y de las psicosis? ¿Es posible que culpemos en todas partes al factor libidinoso de la vida anímica por la contracción de la enfermedad, y nunca nos haga falta responsabilizar por ella a cambios sobrevenidos en la función de la pulsión de autoconservación? Y bien, señoras y señores; no me parece acuciante de cirlo y, sobre todo, no me parece que las cosas estén maduras para ello. Podemos dejarlo librado, confiados, al progreso del trabajo científico. No me asombraría que la facultad de producir el efecto patógeno resultara ser realmente un privilegio de las pulsiones libidinosas, de manera que la teoría de la libido pudiera festejar su triunfo en toda la línea, desde las más simples neurosis actuales hasta la más grave alienación psicótica del individuo. Es que, como bien sabemos, es un rasgo característico de la libido el de resistirse a ser subordinada a la realidad del mundo, a la ¢Anagch. Pero considero muy probable que las pulsiones yoicas sean arrastradas secundariamente por las incitaciones patógenas de la libido, y forzadas a una perturbación de su funcionamiento. Y no veo en qué sentido habría fracasado la orientación que hemos impreso a nuestras búsquedas si descubriésemos que en las psicosis graves son las pulsiones yoicas mismas las extraviadas de manera primaria; el futuro lo dirá al menos a ustedes.
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Permítanme volver todavía un momento sobre la angustia, a fin de esclarecer un último punto oscuro que habíamos dejado allí. Dijimos que no armonizaba con el vínculo entre angustia y libido, tan bien individualizado en lo demás, el hecho de que la angustia realista frente a un peligro hubiese de ser la exteriorización de la pulsión de autoconservación, lo cual, empero, difícilmente puede cuestionarse. Ahora bien, ¿qué tal si el afecto de angustia no fuera solventado por las pulsiones yoicas egoístas, sino por la libido yoica? El estado de angustia es por cierto inadecuado siempre, y su inadecuación se vuelve evidente cuando alcanza un grado más alto. En tal caso perturba la acción, sea esta la huida o la defensa; y la acción es la única adecuada y la que sirve a la autoconservación. Por tanto, si atribuimos la parte afectiva de la angustia realista a la libido yoica, y la acción a la pulsión de conservación del yo, habremos eliminado toda dificultad teórica. Por lo demás, ¿no seguirán ustedes creyendo en serio que uno huye porque siente angustia? No; uno siente angustia y emprende la huida por un motivo común, el que nace de la percepción del peligro. Hombres que han pasado por peligros mortales cuentan que no sintieron angustia alguna, meramente actuaron -p. ej., apuntaron el rifle a la fiera-; y sin duda alguna, eso era lo más adecuado.