Hemmung, Symptom und Angst
Introducción de James Strachey(96)
I
En la descripción de fenómenos patológicos, nuestra terminología nos permite diferenciar entre
síntomas e inhibiciones, pero no atribuye gran valor a ese distingo. Si no se nos presentaran
casos de enfermedad acerca de los cuales es preciso decir que muestran sólo inhibiciones y
ningún síntoma, y si no quisiéramos averiguar la condición a que esto responde, difícilmente
habría despertado en nosotros el interés por deslindar entre sí los conceptos de inhibición y de
síntoma.
No han crecido los dos en el mismo suelo. «Inhibición» tiene un nexo particular con la función y
no necesariamente designa algo patológico: se puede dar ese nombre a una limitación normal
de una función. En cambio, «síntoma» equivale a indicio de un proceso patológico. Entonces,
también una inhibición puede ser un síntoma. La terminología procede, pues, del siguiente
modo: habla de inhibición donde está presente una simple rebaja de la función, y de síntoma,
donde se trata de una desacostumbrada variación de ella o de una nueva operación. En
muchos casos parece librado al albedrío que se prefiera destacar el aspecto positivo o el
negativo del proceso patológico, designar su resultado como síntoma o como inhibición. Nada
de esto es muy interesante, en verdad, y nuestro planteo inicial del problema demuestra ser
poco fecundo.
Dado que la inhibición se liga conceptualmente de manera tan estrecha a la función, uno puede
dar en la idea de indagar las diferentes funciones del yo a fin de averiguar las formas en que se
exterioriza su perturbación a raíz de cada una de las afecciones neuróticas. Para ese estudio
comparativo escogemos: la función sexual, la alimentación, la locomoción y el trabajo
profesional.
a. La función sexual sufre muy diversas perturbaciones, la mayoría de las cuales presentan el
carácter de inhibiciones simples. Son resumidas como impotencia psíquica. El logro de la
operación sexual normal presupone un decurso muy complicado, y la perturbación puede
intervenir en cualquier punto de él. Las estaciones principales de la inhibición son, en el varón: el
extrañamiento de la libido en el inicio del proceso (displacer psíquico), la falta de la preparación
física (ausencia de erección), la abreviación del acto (ejaculatio praecox) -que igualmente puede
21
describirse como síntoma positivo-, la detención del acto antes del desenlace natural (falta de
eyaculación), la no consumación del efecto psíquico (ausencia de sensación de placer del
orgasmo). Otras perturbaciones resultan del enlace de la función a condiciones particulares de
naturaleza perversa o fetichista.
No puede escapársenos por mucho tiempo la existencia de un nexo entre la inhibición y la
angustia. Muchas inhibiciones son, evidentemente, una renuncia a cierta función porque a raíz
de su ejercicio se desarrollaría angustia. En la mujer es frecuente una angustia directa frente a
la función sexual; la incluimos en la histeria, lo mismo que al síntoma defensivo del asco, que
originariamente se instala como una reacción, sobrevenida con posterioridad {nachträglich},
frente al acto sexual vivenciado de manera pasiva, y luego emerge a raíz de la representación
de este. También un número considerable de acciones obsesivas resultan ser precauciones y
aseguramientos contra un vivenciar sexual, y por tanto son de naturaleza fóbica.
Con esto no avanzamos mucho en materia de comprensión; anotamos, solamente, que se
emplean muy diversos procedimientos para perturbar la función: 1) el mero extrañamiento de la
libido, que parece producir a lo sumo lo que llamamos una inhibición pura; 2) el menoscabo en
la ejecución de la función; 3) su obstaculización mediante condiciones particulares, y su
modificación por desvío hacia otras metas; 4) su prevención por medidas de aseguramiento; 5)
su interrupción mediante un desarrollo de angustia toda vez que no se pudo impedir su planteo,
y por último, 6) una reacción con posterioridad que protesta contra ella y quiere deshacer
{rückgängig machen} lo acontecido cuando la función se ejecutó a pesar de todo.
b. La perturbación más frecuente de la función nutricia es el displacer frente al alimento por
quite de la libido. Tampoco es raro un incremento del placer de comer; se ha investigado poco
una compulsión a comer que tuviera por motivo la angustia de morirse de hambre. Como
defensa histérica frente al acto de comer conocemos el síntoma del vómito. El rehusamiento de
la comida a consecuencia de angustia es propio de algunos estados psicóticos (delirio de
envenenamiento) .
c. La locomoción es inhibida en muchos estados neuróticos por un displacer y tina flojera en la
marcha. la traba histérica se sirve de la paralización del aparato del movimiento o le produce
una cancelación especializada de esa sola función (abasia). Particularmente característicos
son los obstáculos puestos a la locomoción interpolando determinadas condiciones, cuyo
incumplimiento provoca angustia (fobia).
d. La inhibición del trabajo, que tan a menudo se vuelve motivo de tratamiento en calidad de
síntoma aislado, nos muestra un placer disminuido, torpeza en la ejecución, o manifestaciones
reactivas como fatiga (vértigos, vómitos) cuando se es compelido a proseguir el trabajo. La
histeria fuerza la interrupción del trabajo produciendo parálisis de órgano y funcionales, cuya
presencia es inconciliable con la ejecución de aquel. La neurosis obsesiva lo perturba mediante
una distracción continua y la pérdida de tiempo que suponen las demoras y repeticiones
interpoladas.
Podríamos extender este panorama a otras funciones, pero sin esperanza alguna de obtener
mejores resultados. No saldríamos de la superficie de los fenómenos. Nos decidimos,
entonces, por una concepción que ya no deja subsistir grandes enigmas en el concepto de
inhibición. Esta última expresa una limitación funcional del yo, que a su vez puede tener muy
diversas causas. Conocemos bien muchos de los mecanismos de esta renuncia a la función,
así como una tendencia general de ellos.
En el caso de las inhibiciones especializadas, esa tendencia es más fácil de discernir. Cuando
se padece de inhibiciones neuróticas para tocar el piano, escribir o aun caminar, el análisis nos
muestra que la razón de ello es una erotización hiperintensa de los órganos requeridos para
esas funciones: los dedos de la mano, o los pies. Hemos obtenido esta intelección, de validez
universal: la función yoica de un órgano se deteriora cuando aumenta su erogenidad, su
significación sexual. En tal caso se comporta, si se nos permite la comparación un poco torpe,
como una cocinera que no quisiera trabajar más en la cocina porque el dueño de casa trabó
relaciones amorosas con ella. Si el acto de escribir, que consiste en hacer fluir algo líquido de
un tubo sobre un papel blanco, ha cobrado la significación simbólica del coito, o si la marcha se
ha convertido en sustituto simbólico de pisar el vientre de la Madre Tierra, ambas acciones, la
de escribir y la de caminar, se omitirán porque sería como si de hecho se ejecutase la acción
sexual prohibida. El yo renuncia a estas funciones que le competen a fin de no verse precisado
a emprender una nueva represión, a fin de evitar un conflicto con el ello.
Otras inhibiciones se producen manifiestamente al servicio de la autopunición; no es raro que
así suceda en las actividades profesionales. El yo no tiene permitido hacer esas cosas porque
le proporcionarían provecho y éxito, que el severo superyó le ha denegado. Entonces el yo
renuncia a esas operaciones a fin de no entrar en conflicto con el superyó.
Las inhibiciones más generales del yo obedecen a otro mecanismo, simple. Si el yo es
requerido por una tarea psíquica particularmente gravosa, verbigracia un duelo, una enorme
sofocación de afectos o la necesidad de sofrenar fantasías sexuales que afloran de continuo, se
empobrece tanto en su energía disponible que se ve obligado a limitar su gasto de manera
simultánea en muchos sitios, como un especulador que tuviera inmovilizado su dinero en sus
empresas. Un instructivo ejemplo de este tipo de inhibición general intensiva, de corta duración,
pude observarlo en un enfermo obsesivo que caía en una fatiga paralizante, de uno a varios
días, a raíz de ocasiones que habrían debido provocarle, evidentemente, un estallido de ira. A
partir de aquí ha de abrírsenos un camino que nos lleve a comprender la inhibición general
característica de los estados depresivos y del más grave de ellos, la melancolía.
Acerca de las inhibiciones, podemos decir entonces, a modo de conclusión, que son
limitaciones de las funciones yoicas, sea por precaución o a consecuencia de un
empobrecimiento de energía. Ahora es fácil discernir la diferencia entre la inhibición y el
síntoma. Este último ya no puede describirse como un proceso que suceda dentro del yo o que
le suceda al yo.
22
Los rasgos básicos de la formación de síntoma están estudiados desde hace mucho tiempo, y
-lo esperamos- expresados de una manera inatacable. (ver nota)(97) Según eso, el síntoma es
indicio y sustituto de una satisfacción pulsional interceptada, es un resultado del proceso
represivo. La represión parte del yo, quien, eventualmente por encargo del superyó, no quiere
acatar una investidura pulsional incitada en el ello. Mediante la represión, el yo consigue coartar
el devenir-conciente de la representación que era la portadora de la moción desagradable. El
análisis demuestra a menudo que esta se ha conservado como formación inconciente. Hasta
ahí todo estaría claro; pero enseguida empiezan las dificultades no resueltas.
Nuestras descripciones del proceso que sobreviene a raíz de la represión han destacado hasta
hoy de manera expresa el éxito en la coartación de la conciencia(98), pero en otros puntos han
dejado subsistir dudas. Surge esta pregunta: ¿cuál es el destino de la moción pulsional activada
en el ello, cuya meta es la satisfacción? Dábamos una respuesta indirecta, a saber: por obra del
proceso represivo, el placer de satisfacción que sería de esperar se muda en displacer; y
entonces se planteaba otro problema: ¿cómo una satisfacción pulsional tendría por resultado un
displacer? Esperamos aclarar ese estado de la cuestión mediante este preciso enunciado: A
consecuencia de la represión, el decurso excitatorio intentado en el ello no se produce; el yo
consigue inhibirlo o desviarlo. Con esto se disipa el enigma de la «mudanza de afecto» a raíz de
la represión. (ver nota)(99) Pero así hemos concedido al yo la posibilidad de exteriorizar una
vastísima influencia sobre los procesos del ello, y debemos averiguar cuál es la vía que le
permite alcanzar este sorprendente despliegue de poder.
Creo que el yo adquiere este influjo a consecuencia de sus íntimos vínculos con el sistema
percepción, vínculos que constituyen su esencia y han devenido el fundamento de su
diferenciación respecto del ello. La función de este sistema, que hemos llamado P- Cc, se
conecta con el fenómeno de la conciencia(100); recibe excitaciones no sólo de afuera, sino de
adentro, y, por medio de las sensaciones de placer y displacer, que le llegan desde ahí, intenta
guiar todos los decursos del acontecer anímico en el sentido del principio de placer. Tendemos
a representarnos al yo como impotente frente al ello, pero, cuando se revuelve contra un
proceso pulsional del ello, no le hace falta más que emitir una señal de displacer(101) para
alcanzar su propósito con ayuda de la instancia casi omnipotente del principio de placer. Si por
un instante consideramos aislada esta situación, podemos ilustrarla por medio de un ejemplo
tomado de otra esfera. Supongamos que en un Estado cierta camarilla quisiera defenderse de
una medida cuya adopción respondiera a las inclinaciones de la masa. Entonces esa minoría se
apodera de la prensa y por medio de ella trabaja la soberana «opinión pública» hasta conseguir
que se intercepte la decisión planeada.
Y bien; aquella respuesta plantea otros problemas. ¿De dónde proviene la energía empleada
para producir la señal de displacer? Aquí nos orienta la idea de que la defensa frente a un
proceso indeseado del interior acaso acontezca siguiendo el patrón de la defensa frente a un
estímulo exterior, y que el yo emprenda el mismo camino para preservarse tanto del peligro
interior como del exterior. A raíz de un peligro externo, el ser orgánico inicia un intento de huida:
primero quita la investidura a la percepción de lo peligroso; luego discierne que el medio más
eficaz es realizar acciones musculares tales que vuelvan imposible la percepción del peligro,
aun no rehusándose a ella, vale decir: sustraerse del campo de acción del peligro. Pues bien; la
represión equivale a un tal intento de huida. El yo quita la investidura (preconciente) de la
agencia representante de pulsión(102) que es preciso reprimir {desalojar}, y la emplea para el
desprendimiento de displacer (de angustia). Puede que no sea nada simple el problema del
modo en que se engendra la angustia a raíz de la represión; empero, se tiene el derecho a
retener la idea de que el yo es el genuino almácigo de la angustia, y a rechazar la concepción
anterior, según la cual la energía de investidura de la moción reprimida se mudaba
automáticamente en angustia. Al expresarme así anteriormente, proporcioné una descripción
fenomenológica, no una exposición metapsicológica.
De lo dicho deriva un nuevo problema: ¿cómo es posible, desde el punto de vista económico,
que un mero proceso de débito y descarga, como lo es el retiro de la investidura yoica
preconciente, produzca un displacer o una angustia que, de acuerdo con nuestras premisas,
sólo podrían ser consecuencia de una investidura acrecentada? Respondo que esa causación
no está destinada a recibir explicación económica, pues la angustia no es producida como algo
nuevo a raíz de la represión, sino que es reproducida como estado afectivo siguiendo tina
imagen mnémica preexistente. Pero si ahora preguntamos por el origen de esa angustia -así
como de los afectos en general-, abandonamos el indiscutido terreno psicológico para ingresar
en el campo de la fisiología. Los estados afectivos están incorporados {einverleiben} en la vida
anímica como unas sedimentaciones de antiquísimas vivencias traumáticas y, en situaciones
parecidas, despiertan como unos símbolos mnémicos. (ver nota)(103) Opino que no andaría
descaminado equiparándolos a los ataques histéricos, adquiridos tardía e individualmente, y
considerándolos sus arquetipos normales. (ver nota)(104) En el hombre y en las criaturas
emparentadas con él, el acto del nacimiento, en su calidad de primera vivencia individual de
angustia, parece haber prestado rasgos característicos a la expresión del afecto de angustia.
Pero no debemos sobrestimar este nexo ni olvidar, admitiéndolo, que un símbolo de afecto para
la situación del peligro constituye una necesidad biológica y se lo habría creado en cualquier
caso. Además, considero injustificado suponer que en todo estallido de angustia ocurra en la
vida anímica algo equivalente a una reproducción de la situación del nacimiento. Ni siquiera es
seguro que los ataques histéricos, que en su origen son unas reproducciones traumáticas de
esa índole, conserven de manera duradera ese carácter.
En otro escrito he puntualizado que la mayoría de las represiones con que debemos
habérnoslas en el trabajo terapéutico son casos de «esfuerzo de dar caza» {«Nachdrängen»}.
(ver nota)(105) Presuponen represiones primordiales {Urverdrängungen} producidas con
anterioridad, v que ejercen su influjo de atracción sobre la situación reciente. Es aún demasiado
poco lo que se sabe acerca de esos trasfondos y grados previos de la represión. Se corte
fácilmente el peligro de sobrestimar el papel del superyó en la represión. Por ahora no es
posible decidir si la emergencia del superyó, crea, acaso, el deslinde entre «esfuerzo primordial
de desalojo» {«Urverdrängung»} y «esfuerzo de dar caza». Comoquiera que fuese, los primeros
-muy intensos- estallidos de angustia se producen antes de la diferenciación del superyó. Es
enteramente verosímil que factores cuantitativos como la intensidad hipertrófica de la excitación
y la ruptura de la protección antiestímulo constituyan las ocasiones inmediatas de las
represiones primordiales.(ver nota)(106)
23
La mención de la protección antiestímulo nos recuerda, a modo de una consigna, que las
represiones emergen en dos diversas situaciones, a saber: cuando una percepción externa
evoca una moción pulsional desagradable, y cuando esta emerge en lo interior sin mediar una
provocación así. Más tarde volveremos sobre esa diversidad [pág. 146]. Ahora bien, protección
antiestímulo la hay sólo frente a estímulos externos, no frente a exigencias pulsionales internas.
Mientras nos atenemos al estudio del intento de huida del yo, permanecemos alejados de la
formación de síntoma. Este se engendra a partir de la moción pulsional afectada por la
represión. Cuando el yo, recurriendo a la señal de displacer, consigue su propósito de sofocar
por entero la moción pulsional, no nos enteramos de nada de lo acontecido. Sólo nos enseñan
algo los casos que pueden caracterizarse como represiones fracasadas en mayor o menor
medida.
De estos últimos obtenemos una exposición general: a pesar de la represión, la moción
pulsional ha encontrado, por cierto, un sustituto, pero uno harto mutilado, desplazado
{descentrado}, inhibido. Ya no es reconocible como satisfacción. Y si ese sustituto llega a
consumarse, no se produce ninguna sensación de placer; en cambio de ello, tal consumación
ha cobrado el carácter de la compulsión. Pero en esta degradación a síntoma del decurso de la
satisfacción, la represión demuestra su poder también en otro punto, El proceso sustitutivo es
mantenido lejos, en todo lo posible, de su descarga por la motilidad; y si esto no se logra, se ve.
forzado a agotarse en la alteración del cuerpo propio y no se le permite desbordar sobre el
mundo exterior; le está prohibido {verwebren} trasponerse en acción. Lo comprendemos: en la
represión el yo trabaja bajo la influencia de la realidad externa, y por eso segrega de ella al
resultado del proceso sustitutivo.
El yo gobierna el acceso a la conciencia, así como el paso a la acción sobre el mundo exterior;
en la represión, afirma su poder en ambas direcciones. La agencia representante de pulsión
tiene que experimentar un aspecto de su exteriorización de fuerza, y la moción pulsional misma,
el otro. Entonces es atinado preguntar cómo se compadece este reconocimiento de la
potencialidad del yo con la descripción que esbozamos, en el estudio El yo y el ello, acerca de
la posición de ese mismo yo. Describimos ahí los vasallajes del yo respecto del ello, así como
respecto del superyó, su impotencia y su apronte angustiado hacia ambos, desenmascaramos
su arrogancia trabajosamente mantenida. (ver nota)(107) Desde entonces, ese juicio ha hallado
fuerte eco en la bibliografía psicoanalítica. Innumerables voces destacan con insistencia la
endeblez del yo frente al ello, de lo acorde a la ratio frente a lo demoníaco en nosotros, prestas a
hacer de esa tesis el pilar básico de una «cosmovisión» psicoanalítica. ¿La intelección de la
manera en que la represión demuestra su eficacia no debería mover a los analistas, justamente
a ellos, a abstenerse de una toma de partido tan extrema?
Yo no soy en modo alguno partidario de fabricar cosmovisiones. (ver nota)(108) Dejémoslas
para los filósofos, quienes, según propia confesión, hallan irrealizable el viaje de la vida sin un
Baedeker(109) así, que dé razón de todo. Aceptemos humildemente el desprecio que ellos,
desde sus empinados afanes, arrojarán sobre nosotros. Pero como tampoco podemos
desmentir nuestro orgullo narcisista, busquemos consuelo en la reflexión de que todas esas
«guías de vida» envejecen con rapidez y es justamente nuestro pequeño trabajo, limitado en su
miopía, el que hace necesarias sus reediciones; y que, además, aun los más modernos de
esos Baedeker son intentos de sustituir el viejo catecismo, tan cómodo y tan perfecto. Bien
sabemos cuán poca luz ha podido arrojar hasta ahora la ciencia sobre los enigmas de este
mundo; pero todo el barullo de los filósofos no modificará un ápice ese estado de cosas; sólo la
paciente prosecución del trabajo que todo lo subordina a una sola exigencia, la certeza, puede
producir poco a poco un cambio. Cuando el caminante canta en la oscuridad, desmiente su
estado de angustia, mas no por ello ve más claro.
III
Para volver al problema del yo(110): La apariencia de contradicción se debe a que tomamos
demasiado rígidamente unas abstracciones y destacamos, de lo que es en sí un estado de
cosas complejo, ora un aspecto, ora sólo el otro. La separación del yo respecto del ello parece
justificada; determinadas constelaciones nos la imponen. Pero, por otra parte, el yo es idéntico
al ello, no es más que un sector del ello diferenciado en particular. Si conceptualmente
contraponemos ese fragmento al todo, o si se ha producido una efectiva bipartición entre
ambos, se nos hará manifiesta la endeblez del yo. Pero si el yo permanece ligado con el ello, no
es separable del ello, entonces muestra su fortaleza. Parecido es el nexo del yo con el superyó;
en muchas situaciones se nos confunden, las más de las veces sólo podemos distinguirlos
cuando se ha producido una tensión, un conflicto entre ambos. Y en el caso de la represión se
vuelve decisivo el hecho de que el yo es una organización, pero el ello no lo es; el yo es
justamente el sector organizado del ello. Sería por completo injustificado representarse al yo y al
ello como dos ejércitos diferentes, en que el yo procurara sofocar una parte del ello mediante la
represión {desalojo}, y el resto del ello acudiera en socorro de la parte atacada y midiera sus
fuerzas con las del yo. Puede que así suceda a menudo, pero ciertamente no constituye la
situación inicial de la represión; como regla general, la moción pulsional por reprimir permanece
aislada. Si el acto de la represión nos ha mostrado la fortaleza del yo, al mismo tiempo atestigua
su impotencia y el carácter no influible de la moción pulsional singular del ello. En efecto, el
proceso que por obra de la represión ha devenido síntoma afirma ahora su existencia fuera de la
organización yoica y con independencia de ella. Y no sólo él: también todos sus retoños gozan
del mismo privilegio, se diría que de «extraterritorialidad»; cada vez que se encuentren por vía
asociativa con sectores de la organización yoica cabe la posibilidad de que los atraigan y, con
esta ganancia, se extiendan a expensas del yo. Una comparación que nos es familiar desde
hace mucho tiempo considera al síntoma como un cuerpo extraño que alimenta sin cesar
fenómenos de estímulo, y de reacción dentro del tejido en que está inserto. (ver nota)(111) Sin
duda, la lucha defensiva contra la moción pulsional desagradable se termina a veces mediante
la formación de síntoma; hasta donde podemos verlo, es lo que ocurre sobre todo en la
conversión histérica. Pero por regla general la trayectoria es otra: al primer acto de la represión
sigue un epílogo escénico {Nachspiel} prolongado, o que no se termina nunca; la lucha contra la
moción pulsional encuentra su continuación en la lucha contra el síntoma.
Esta lucha defensiva secundaria nos muestra dos rostros de expresión contradictoria. Por una
parte, el yo es constreñido por su naturaleza a emprender algo que tenemos que apreciar como
24
intento de restablecimiento o de reconciliación. El yo es una organización, se basa en el libre
comercio y en la posibilidad de influjo recíproco entre todos sus componentes; su energía
desexualizada revela todavía su origen en su aspiración a la ligazón y la unificación, y esta
compulsión a la síntesis aumenta a medida que el yo se desarrolla más vigoroso. Así se
comprende que el yo intente, además, cancelar la ajenidad y el aislamiento del síntoma,
aprovechando toda oportunidad para ligarlo de algún modo a sí e incorporarlo a su organización
mediante tales lazos. Sabemos que un afán de ese tipo influye ya sobre el acto de la formación
de síntoma. Ejemplo clásico son aquellos síntomas histéricos que se nos han vuelto
trasparentes como un compromiso entre necesidad de satisfacción y necesidad de castigo.
(ver nota)(112) En cuanto cumplimientos de una exigencia del superyó, tales síntomas
participan por principio del yo, mientras que por otra parte tienen la significatividad de unas
posiciones {Positionen} de lo reprimido y unos puntos de intrusión de lo reprimido en la
organización yoica; son, por así decir, estaciones fronterizas con investidura(113) mezclada.
Merecería una cuidadosa indagación averiguar si todos los síntomas histéricos primarios están
edificados así. En la ulterior trayectoria, el yo se comporta como si se guiara por esta
consideración: el síntoma ya está ahí y no puede ser eliminado; ahora se impone avenirse a
esta situación y sacarle la máxima ventaja posible. Sobreviene una adaptación al fragmento del
mundo interior que es ajeno al yo y está representado {repräsentieren} por el síntoma,
adaptación como la que el yo suele llevar a cabo normalmente respecto del mundo exterior
objetivo {real}. Nunca faltan ocasiones para ello. Puede ocurrir que la existencia del síntoma
estorbe en alguna medida la capacidad de rendimiento, y así permita apaciguar una demanda
del superyó o rechazar una exigencia del mundo exterior. Así el síntoma es encargado poco a
poco de subrogar importantes intereses, cobra un valor para la afirmación de sí, se fusiona
cada vez más con el yo, se vuelve cada vez más indispensable para este. Sólo en casos muy
raros el proceso [físico] de enquistamiento de un cuerpo extraño puede repetir algo semejante.
Podría exagerarse también el valor de esta adaptación secundaria al síntoma mediante el
enunciado de que el yo se lo ha procurado únicamente para gozar de sus ventajas. Ello es tan
correcto o tan falso como lo sería la opinión de que el mutilado de guerra se ha hecho cortar la
pierna sólo para quedar exento de trabajar y para vivir de su pensión de invalidez.
Otras configuraciones de síntoma, las de la neurosis obsesiva y la paranoia, cobran un elevado
valor para el yo, mas no por ofrecerle una ventaja, sino porque le deparan una satisfacción
narcisista de que estaba privado. Las formaciones de sistemas de los neuróticos obsesivos
halagan su amor propio con el espejismo de que ellos, como unos hombres particularmente
puros o escrupulosos, serían mejores que otros; las formaciones delirantes de la paranoia
abren al ingenio y a la fantasía de estos enfermos un campo de acción que no es fácil
sustituirles.
De todos los nexos mencionados resulta lo que nos es familiar como ganancia (secundaría) de
la enfermedad en el caso de la neurosis. (ver nota)(114) Viene en auxilio del afán del yo por
incorporarse el síntoma, y refuerza la fijación de este último. Y cuando después intentamos
prestar asistencia analítica al yo en su lucha contra el síntoma, nos encontramos con que estas
ligazones de reconciliación entre el yo y el síntoma actúan en el bando de las resistencias. No
nos resulta fácil soltarlas.
línea de la represión. Pero parece que no sería lícito reprochar inconsecuencia al yo. El está
dispuesto a la paz y querría incorporarse el síntoma, acogerlo dentro del conjunto {Ensemble}
que él constituye. La perturbación parte del síntoma, que sigue escenificando su papel de
correcto sustituto y retoño de la moción reprimida, cuya exigencia de satisfacción renueva una y
otra vez, constriñendo al yo a dar en cada caso la señal de displacer y a ponerse a la defensiva.
La lucha defensiva secundaria contra el síntoma es variada en sus formas, se despliega en
diferentes escenarios y se vale de múltiples medios. No podremos enunciar gran cosa acerca
de ella sin tomar como asunto de indagación los casos singulares de formación de síntoma.
Ello nos dará ocasión de entrar en el problema de la angustia, que hace tiempo sentimos como
si acechara en el trasfondo. Es recomendable partir de los síntomas creados por la neurosis
histérica; aún no estamos preparados para abordar la formación de síntoma en el caso de la
neurosis obsesiva, la paranoia y otras neurosis.
IV
Como primer caso, consideremos el de una zoofobia histérica infantil; sea, por ejemplo, el de la
fobia del pequeño Hans a los caballos [1909b], indudablemente típico en todos sus rasgos
principales. Ya la primera mirada nos permite discernir que las constelaciones de un caso real
de neurosis son mucho más complejas de lo que imaginábamos mientras trabajábamos con
abstracciones. Hace falta algún trabajo para orientarse y reconocer la moción reprimida, su
sustituto-síntoma, y el motivo de la represión.
El pequeño Hans se rehusa a andar por la calle porque tiene angustia ante el caballo. Esta es
nuestra materia en bruto. Ahora bien, ¿cuál es ahí el síntoma: el desarrollo de angustia, la
elección del objeto de la angustia, la renuncia a la libre movilidad o varias de estas cosas al
mismo tiempo? ¿Dónde está la satisfacción que él se deniega? ¿Por qué tiene que
denegársela?
Se estará tentado de responder que yendo al caso mismo las cosas no son tan enigmáticas. La
incomprensible angustia frente al caballo es el síntoma; la incapacidad para andar por la calle,
un fenómeno de inhibición, una limitación que el yo se impone para no provocar el
síntoma-angustia. Se intelige sin más que la explicación del segundo punto es correcta, y esa
inhibición se dejará fuera de examen para lo que sigue. Pero el primer conocimiento fugitivo que
tomamos del caso ni siquiera nos enseña cuál es la expresión efectiva del supuesto síntoma.
Se trata, como lo averiguamos tras escuchar más detenidamente, no de una angustia
indeterminada frente al caballo, sino de una determinada expectativa angustiada: el caballo lo
morderá. (ver nota)(115) Ocurre que este contenido procura sustraerse de la conciencia y
sustituirse mediante la fobia indeterminada, en la que ya no aparecen más que la angustia y su
objeto. ¿Será este contenido el núcleo del síntoma?
Los dos procedimientos que el yo aplica contra el síntoma se encuentran efectivamente en
No avanzamos un solo paso mientras no nos decidimos a considerar toda la situación psíquica
contradicción recíproca. El otro procedimiento tiene un carácter menos amistoso, prosigue la
25
del pequeño, tal como se nos reveló en el curso del trabajo analítico. Se encuentra en la actitud
edípica de celos y hostilidad hacia su padre, a quien, empero, ama de corazón toda vez que no
entre en cuenta la madre como causa de la desavenencia. Por tanto, un conflicto de
ambivalencia, un amor bien fundado y un odio no menos justificado, ambos dirigidos a una
misma persona. Su fobia tiene que ser un intento de solucionar ese conflicto. Tales conflictos
de ambivalencia son harto frecuentes, y conocemos otro desenlace típico de ellos. En este, una
de las dos mociones en pugna, por regla general la tierna, se refuerza enormemente, mientras
que la otra desaparece. Sólo que el carácter desmesurado y compulsivo de la ternura nos
revela que esa actitud no es la única presente, sino que se mantiene en continuo alerta para
tener sofocada a su contraria, y nos permite construir un proceso que describimos como
represión por formación reactiva (en el interior del yo). Casos como el del pequeño Hans no
presentan nada parecido a una formación reactiva; es evidente que hay diversos caminos para
salir de un conflicto de ambivalencia.
Entretanto, hemos discernido con certeza algo más. La moción pulsional que sufre la represión
es un impulso hostil hacia el padre. El análisis nos brindó la prueba de ello mientras se
empeñaba en pesquisar el origen de la idea del caballo mordedor. Hans ha visto rodar a un
caballo, y caer y lastimarse a un compañerito de juegos con quien había jugado al «caballito».
Así nos dio derecho a construir en Hans una moción de deseo, la de que ojalá el padre se
cayese, se hiciera daño como el caballo y el camarada. Referencias a una partida de viaje
observada permiten conjeturar que el deseo de hacer a un lado al padre halló también expresión
menos tímida. Ahora bien, un deseo así tiene el mismo valor que el propósito de eliminarlo a él
mismo: equivale a la moción asesina del complejo de Edipo.
Pero hasta ahora no hay camino alguno que lleve desde esa moción pulsional reprimida hasta
su sustituto, que conjeturamos en la fobia al caballo. Simplifiquemos la situación psíquica del
pequeño Hans, removiendo el factor infantil y la ambivalencia; sea, por ejemplo, un sirviente
joven enamorado de la dueña de casa y que goza de ciertas muestras de favor de parte de ella.
Va de suyo que odia al amo de la casa, más fuerte que él, y le gustaría verlo eliminado; en un
caso así, la consecuencia más natural es que tema la venganza de su amo, que su actitud
frente a él sea la de un estado de angustia -semejante en todo a la fobia del pequeño Hans
frente al caballo-. Vale decir que no podemos designar como síntoma la angustia de esta fobia;
si el pequeño Hans, que está enamorado de su madre, mostrara angustia frente al padre, no
tendríamos derecho alguno a atribuirle una neurosis, una fobia. Nos encontraríamos con una
reacción afectiva enteramente comprensible. Lo que la convierte en neurosis es, única y
exclusivamente, otro rasgo: la sustitución del padre por el caballo. Es, pues, este
desplazamiento {descentramiento} lo que se hace acreedor al nombre de síntoma. Es aquel
otro mecanismo que permite tramitar el conflicto de ambivalencia sin la ayuda de la formación
reactiva. Tal desplazamiento es posibilitado o facilitado por la circunstancia de que a esa tierna
edad todavía están prontas a reanimarse las huellas innatas del pensamiento totemista. Aún no
se ha admitido el abismo entre ser humano y animal; al menos, no se lo destaca tanto como se
hará después. (ver nota)(116) El varón adulto, admirado pero también temido, se sitúa en la
misma serie que el animal grande a quien se envidia por tantas cosas, pero ante el cual uno se
ha puesto en guardia porque puede volverse peligroso. El conflicto de ambivalencia no se
tramita entonces en la persona misma; se lo esquiva, por así decir, deslizando una de sus
mociones hacia otra persona como objeto sustitutivo.
Hasta aquí lo vemos claro, pero en otros puntos el análisis de la fobia del pequeño Hans nos ha
traído un total desengaño. La desfiguración en que consiste el síntoma no se emprende en la
agencia representante {Repräsentanz} (el contenido de representación) de la moción pulsional
por reprimir, sino en otra por entero diversa, que corresponde sólo a una reacción frente a lo
genuinamente desagradable. Nuestra expectativa se satisfaría mejor si el pequeño Hans hubiera
desarrollado, en lugar de su angustia frente al caballo, una inclinación a maltratarlos, golpearlos,
o hubiera dejado traslucir de manera nítida su deseo de verlos caer, hacerse daño y, llegado el
caso, reventar dando respingos (el hacer barullo con las patas). (ver nota)(117) Es verdad que
algo de esa índole surgió efectivamente durante el análisis, pero no ocupaba un lugar muy
destacado en la neurosis, y, cosa rara, si de hecho él hubiera desarrollado como síntoma
principal una hostilidad así, dirigida sólo al caballo en lugar del padre, no habríamos formulado el
juicio de que padecía de una neurosis. Por lo tanto, hay algo que no está en orden, ya sea en
nuestro modo de concebir la represión o en nuestra definición de síntoma. Una cosa nos salta a
la vista desde luego: Si el pequeño Hans hubiera mostrado de hecho una conducta así hacia los
caballos, el carácter de la moción pulsional agresiva, chocante, no habría sido alterado en nada
por la represión; sólo habría mudado de objeto.
Está comprobado que hay casos de represión cuyo único resultado es ese; en la génesis de la
fobia del pequeño Hans, empero, ha ocurrido algo más. Colegimos ese tanto en más a partir de
otro fragmento de análisis.
Ya dijimos que el pequeño Hans indicaba como el contenido de su fobia la representación de
ser mordido por el caballo. Ahora bien, después hemos podido echar una mirada a la génesis
de otro caso de zoofobia, en que era el lobo el animal objeto de angustia, pero al mismo tiempo
tenía el significado de un sustituto del padre. (ver nota)(118) A raíz de un sueño que el análisis
pudo volver trasparente, se desarrolló en este muchacho la angustia de ser devorado por el lobo
como uno de los siete cabritos del cuento. El hecho de que el padre, como pudo demostrarse,
hubiera jugado al «caballito» con el pequeño Hans(119) fue sin duda decisivo para la elección
del animal angustiante; de igual modo, se pudo establecer al menos con mucha probabilidad
que el padre de mi paciente ruso, a quien analicé sólo en la tercera década de su vida, había
imitado al lobo en los juegos con el pequeño, amenazándolo en broma con devorarlo. (ver
nota)(120) Después me he topado con un tercer caso, el de un joven norteamericano que, es
cierto, no había plasmado zoofobia alguna, pero justamente por esa ausencia ayuda a
comprender los otros casos. Su excitación sexual se había. encendido a raíz de una historia
infantil fantástica que le leyeron; se refería a un jeque árabe que daba caza, para devorarla, a
una persona que consistía en una sustancia comestible (el Gingerbreadman(121)). El mismo se
identificó con este hombre comestible; en el jeque se reconocía fácilmente un sustituto del
padre, y esta fantasía pasó a ser el primer sustrato de su actividad autoerótica.
Ahora bien, la representación de ser devorado por el padre es un patrimonio infantil arcaico y
típico; las analogías provenientes de la mitología (Cronos) y de la vida animal son
universalmente conocidas. A pesar de tales hechos concurrentes, este contenido de
representación nos resulta tan extraño que sólo con incredulidad lo atribuiríamos al niño.
Tampoco sabemos si significa efectivamente lo que parece enunciar, y no comprendemos
cómo puede convertirse en tema de una fobia. Pero es el caso que la experiencia analítica nos
proporciona las informaciones requeridas. Nos enseña que la representación de ser devorado
por el padre es la expresión, degradada en sentido regresivo, de una moción tierna pasiva: es la
26
que apetece ser amado por el padre, como objeto, en el sentido del erotismo genital. Si
rastreamos la historia del caso(122), no subsistirá ninguna duda acerca de lo correcto de esta
interpretación. Es verdad que la moción genital ya no deja traslucir nada de su propósito tierno
cuando se la expresa en el lenguaje de la fase de transición, ya superada, que va de la
organización libidinal oral a la sádica. Y por otra parte, ¿se trata sólo de una sustitución de la
agencia representante {Repräsentanz} por una expresión regresiva, o de una efectiva y real
degradación regresiva de la moción orientada a lo genital en el interior del ello? No parece fácil
decidirlo. El historial clínico de mi paciente ruso, el «Hombre de los Lobos», se pronuncia
terminantemente en favor de la segunda posibilidad, más seria; en efecto, a partir del sueño
decisivo se comporta como un niño «díscolo», martirizador, sádico, y poco después desarrolla
una genuina neurosis obsesiva. De cualquier modo, obtenemos la -intelección de que la
represión no es el único recurso de que dispone el yo para defenderse de una moción pulsional
desagradable. Si el yo consigue llevar la pulsión a la regresión, en el fondo la daña de manera
más enérgica de lo que sería posible mediante la represión. Es verdad que, en muchos casos,
tras forzar la regresión la hace seguir por una represión.
El estado de las cosas en el «Hombre de los Lobos», que era algo más simple en el pequeño
Hans, da lugar todavía a muy diversas reflexiones. Pero desde ahora obtenemos dos
intelecciones inesperadas. No cabe duda de que la moción pulsional reprimida en estas fobias
es una moción hostil hacia el padre. Puede decirse que es reprimida por el proceso de la
mudanza hacia la parte contraria {Verwandlung ins GegenteiI(123)}; en lugar de la agresión
hacía el padre se presenta la agresión -la venganza- hacia la persona propia. Puesto que de
todos modos una agresión de esa índole arraiga en la fase libidinal sádica, sólo le hace falta
todavía cierta degradación al estadio oral, que en Hans es indicada por el ser-mordido y en mi
paciente ruso, en cambio, se escenifica flagrantemente en el ser-devorado. Pero, aparte de ello,
el análisis permite comprobar con certeza indubitable que simultáneamente ha sucumbido a la
represión otra moción pulsional, de sentido contrario: una moción pasiva tierna respecto del
padre, que ya había alcanzado el nivel de la organización libidinal genital (fálica). Y hasta parece
que esta otra moción hubiera tenido mayor peso para el resultado final del proceso represivo; es
la que experimenta la regresión más vasta, y cobra el influjo determinante sobre el contenido de
la fobia. Por tanto, donde pesquisábamos sólo una represión de pulsión, tenemos que admitir el
encuentro de dos procesos de esa índole; las dos mociones pulsionales afectadas -agresión
sádica hacia el padre y actitud pasiva tierna frente a él- forman un par de opuestos; y más aún:
si apreciamos correctamente la historia del pequeño Hans, discernimos que mediante la
formación de su fobia se cancela también la investidura de objeto-madre tierna, de lo cual nada
deja traslucir el contenido de la fobia. En Hans se trata -en mi paciente ruso es mucho menos
nítido- de un proceso represivo que afecta a casi todos los componentes del complejo de Edipo,
tanto a la moción hostil como a la tierna hacia el padre, y a la moción tierna respecto de la
ma dre.
He ahí unas complicaciones indeseadas para nosotros, que sólo queríamos estudiar casos
simples de formación de síntoma a consecuencia de una represión, y con este propósito nos
habíamos dirigido a las más tempranas, y en apariencia más trasparentes, neurosis de la
infancia. En lugar de una única represión, nos encontramos con una acumulación de ellas, y
además nos topamos con la regresión. Acaso contribuimos a aumentar la confusión
pretendiendo liquidar de un solo golpe los dos análisis de zoofobias disponibles -el del pequeño
Hans y el del «Hombre de los Lobos»-. Ahora bien, nos saltan a la vista ciertas diferencias entre
ambos; sólo acerca del pequeño Hans puede enunciarse con exactitud que tramitó mediante su
fobia las dos mociones principales del complejo de Edipo, la agresiva hacia el padre y la
hipertierna hacia la madre; es cierto que también estuvo presente la moción tierna hacia el
padre: desempeña su papel en la represión de su opuesta, pero ni puede demostrarse que fue
lo bastante intensa como para provocar una represión, ni que resultó cancelada en lo sucesivo.
Hans parece haber sido un muchachito normal con el llamado complejo de Edipo «positivo». Es
posible que los factores que echamos de menos hayan cooperado también en su caso, pero no
podemos ponerlos en descubierto; aun en los análisis más ahondados el material es siempre
lagunoso y nuestra documentación queda incompleta. En el caso del ruso, la falta se sitúa en
otro lugar; su vínculo con el objeto femenino fue perturbado por una seducción prematura(124),
el aspecto pasivo, femenino, se plasmó en él con intensidad, y el análisis de su sueño de los
lobos no revela gran cosa de una agresión deliberada hacia el padre; a cambio de ello, aporta
las más indubitables pruebas de que la represión afecta a la actitud pasiva, tierna, hacia el
padre. También en su caso pueden haber participado los otros factores, pero no se presentan
en escena. Y si a pesar de estas diferencias entre los dos casos, que llegan a estar casi en una
relación de oposición, el resultado final de la fobia es aproximadamente el mismo, la explicación
de ello tiene que venirnos de otro lado; y nos viene de la segunda conclusión a que arribamos en
nuestra pequeña indagación comparativa. Creemos conocer el motor de la represión en ambos
casos, y vemos corroborado su papel por el curso que siguió el desarrollo de los dos niños. Es,
en los dos, el mismo: la angustia frente a una castración inminente. Por angustia de castración
resigna el pequeño Hans la agresión hacia el padre; su angustia de que el caballo lo muerda
puede completarse, sin forzar las cosas: que el caballo le arranque de un mordisco los
genitales, lo castre. Pero también el pequeño ruso renuncia por angustia de castración al deseo
de ser amado por el padre como objeto sexual, pues ha comprendido que una relación así
tendría por premisa que él sacrificara sus genitales, a saber, lo que lo diferencia de la mujer.
Ambas plasmaciones del complejo de Edipo, la normal, activa, así como la invertida, se
estrellan, en efecto, contra el complejo de castración. Es verdad que la idea angustiante del
ruso -ser devorado por el lobo- no contiene alusión alguna a la castración; es que se ha
distanciado demasiado de la fase fálica por vía de regresión oral. Pero el análisis de su sueño
vuelve superflua cualquier otra prueba. El hecho de que el texto de la fobia ya no contenga
referencia alguna a la castración se debe por cierto a un acabado triunfo de la represión.
Y ahora, la inesperada conclusión: En ambos casos, el motor de la represión es la angustia
frente a la castración; los contenidos angustiantes -ser mordido por el caballo y ser devorado
por el lobo- son sustitutos desfigurados {dislocados} del contenido «ser castrado por el padre».
Fue en verdad este último contenido el que experimentó la represión. En el ruso, era expresión
de un deseo que no pudo subsistir tras la revuelta de la masculinidad; en Hans, expresaba una
reacción que trasmudó la agresión hacia su parte contraria {die Aggression in ihr Gegenteil
umwandelte}. Pero el afecto-angustia de la fobia, que constituye la esencia de esta última, no
proviene del proceso represivo, de las investiduras libidinosas de las mociones reprimidas, sino
de lo represor mismo; la angustia de la zoofobia es la angustia de castración inmutada, vale
decir, una angustia realista, angustia frente a un peligro que amenaza efectivamente o es
considerado real. Aquí la angustia crea a la represión y no -como yo opinaba antes- la represión
a la angustia.
No es grato reparar en esto, pero de nada vale desmentirlo: a menudo he sustentado la tesis de
que por obra de la represión la agencia representante de pulsión es desfigurada, desplazada,
27
etc., en tanto que la libido de la moción pulsional es mudada en angustia. (ver nota)(125) Ahora
bien, la indagación de las fobias, que serían las llamadas por excelencia a demostrar esa tesis,
no la corrobora y aun parece contradecirla directamente. La angustia de las zoofobias es la
angustia de castración del yo; la de la agorafobia, estudiada con menor profundidad, parece ser
angustia de tentación, que genéticamente ha de entramarse sin duda con la angustia de
castración. La mayoría de las fobias, hasta donde podemos abarcarlas hoy, se remontan a una
angustia del yo, como la indicada, frente a exigencias de la libido. En ellas, la actitud angustiada
del yo es siempre lo primario, y es la impulsión para la represión. La angustia nunca proviene de
la libido reprimida. Si antes me hubiera conformado con decir que tras la represión aparece
cierto grado de angustia en lugar de la exteriorización de libido que sería de esperar, hoy no
tendría que retractarme de nada. Esa descripción es correcta, y en efecto se da la
correspondencia aseverada entre el vigor de la moción por reprimir y la intensidad de la angustia
resultante. Pero confieso que creía estar proporcionando algo más que una mera descripción;
suponía haber discernido el proceso metapsicológico de una trasposición directa de la libido en
angustia; hoy no puedo seguir sosteniéndolo.
Por lo demás, no pude indicar entonces el modo en que se consumaría una trasmudación así.
Pero, ¿de dónde extraje la idea de esa trasposición? Del estudio de las neurosis actuales, en
una época en que todavía estábamos muy lejos de distinguir entre procesos que ocurren en el
yo y procesos que ocurren en el ello. (ver nota)(126) Hallé que determinadas prácticas sexuales
-como el coitus interrup-tus, la excitación frustránea, la abstinencia forzada- provocan estallidos
de angustia y un apronte angustiado general; ello sucede, pues, siempre que la excitación
sexual es inhibida, detenida o desviada en su decurso hacia la satisfacción. Y puesto que la
excitación sexual es la expresión de mociones pulsionales libidinosas, no parecía osado
suponer que la libido se mudaba en angustia por la injerencia de esas perturbaciones. Ahora
bien, esa observación sigue siendo válida hoy; por otra parte, no puede desecharse que la libido
de los procesos-ello experimente una perturbación incitada por la represión; en consecuencia,
puede seguir siendo correcto que a raíz de la represión se forme angustia desde la investidura
libidinal de las mociones pulsionales. Pero, ¿cómo armonizar este resultado con el otro, a
saber, que la angustia de las fobias es una angustia yoica, nace en el yo, no es producida por la
represión, sino que la provoca? Parece una contradicción, y solucionarla no es cosa simple. No
es fácil reducir esos dos orígenes de la angustia a uno solo. Puede ensayarse con el supuesto
de que el yo, en la situación del coito perturbado, de la excitación suspendida, de la abstinencia,
husmea un peligro frente al cual reacciona con angustia; pero no salimos adelante con ello. Por
otra parte, el análisis de las fobias, tal como lo hemos emprendido, no parece admitir una
enmienda. «Non fiquet(127)!»
Queríamos estudiar la formación de síntoma y la lucha secundaria del yo contra el síntoma,
pero es evidente que nuestra elección de las fobias no fue un paso feliz. La angustia que
predomina en el cuadro de estas afecciones se nos presenta ahora como una complicación
que extiende un velo sobre el estado de cosas. Son numerosas las neurosis en las que no se
presenta nada de angustia. La genuina histeria de conversión es de esa clase: sus síntomas
más graves se encuentran sin contaminación de angustia. Ya este hecho debería alertarnos
para no atar con demasiada firmeza los vínculos entre angustia y formación de síntoma. Pero
las fobias se hallan en lo demás tan próximas a las histerias de conversión que me he
considerado autorizado a situarlas en una misma serie con estas, bajo el título de «histeria de
angustia». Empero, hasta hoy nadie ha podido indicar la condición que decide si un caso ha de
cobrar la forma de una histeria de conversión o la de una fobia; y, por consiguiente, nadie ha
averiguado aún la condición del desarrollo de angustia en la histeria.
Los síntomas más frecuentes de la histeria de conversión (una parálisis motriz, una
contractura, una acción o descarga involuntarias, un dolor, una alucinación) son procesos de
investidura permanentes o intermitentes, lo cual depara nuevas dificultades a la explicación. En
verdad, no sabemos decir mucho acerca de tales síntomas. Mediante el análisis se puede
averiguar el decurso excitatorio perturbado al cual sustituyen. Las más de las veces se llega a la
conclusión de que ellos mismos participan de este último, y es como si toda la energía del
decurso excitatorio se hubiera concentrado en este fragmento. El dolor estuvo presente en la
situación en que sobrevino la represión; la -alucinación fue una percepción en ese momento; la
parálisis motriz es la defensa frente a una acción que habría debido ejecutarse en aquella
situación, pero fue inhibida; la contractura suele ser un desplazamiento hacia otro lugar de una
inervación muscular intentada entonces, y el ataque convulsivo, expresión de un estallido
afectivo que se sustrajo del control normal del yo.
La sensación de displacer que acompaña a la emergencia del síntoma varía en medida muy
llamativa. En los síntomas permanentes desplazados a la motilidad, como parálisis y
contracturas, casi siempre falta por completo; el yo se comporta frente a ellos como si no
tuviera participación alguna, En el caso de los síntomas intermitentes y referidos a la esfera
sensorial, por regla general se registran nítidas sensaciones de displacer, que en el caso del
síntoma doloroso pueden aumentar hasta un nivel excesivo. Dentro de esta diversidad es muy
difícil distinguir el factor que posibilita tales diferencias y que al mismo tiempo pudiera explicarlas
de manera unitaria. También de la lucha del yo contra el síntoma ya formado se recibe escasa
noticia en la histeria de conversión. Sólo cuando la sensibilidad dolorosa de una parte del cuerpo
se ha convertido en síntoma puede este desempeñar un papel doble. El síntoma de dolor
emerge con igual seguridad cuando ese lugar es tocado desde afuera y cuando la situación
patógena que ese lugar subroga es activada por vía asociativa desde adentro, y el yo recurre a
medidas precautorias para evitar el despertar del síntoma por la percepción externa. No
alcanzamos a colegir a qué se debe la particular opacidad de la formación de síntoma en la
histeria de conversión, pero ella nos mueve a abandonar enseguida este infecundo terreno.
Nos volvemos hacia la neurosis obsesiva en la expectativa de averiguar en ella algo más acerca
de la formación de síntoma. Los síntomas de la neurosis obsesiva son en general de dos
clases, y de contrapuesta tendencia. 0 bien son prohibiciones, medidas precautorias,
penitencias, vale decir de naturaleza negativa, o por el contrario son satisfacciones sustitutivas,
hartas veces con disfraz simbólico. De estos dos grupos, el más antiguo es el negativo,
rechazador, punitorio; pero cuando la enfermedad se prolonga, prevalecen las satisfacciones,
que burlan toda defensa. Constituye un triunfo de la formación de síntoma que se logre enlazar
28
la prohibición con la satisfacción, de suerte que el mandato o la prohibición originariamente
rechazantes cobren también el significado de una satisfacción; es harto frecuente que para ello
se recurra a vías de conexión muy artificiosas. En esta operación se evidencia la inclinación a la
síntesis, que ya hemos reconocido al yo. En casos extremos el enfermo consigue que la
mayoría de sus síntomas añadan a su significado originario el de su opuesto directo, testimonio
este del poder de la ambivalencia, que, sin que sepamos nosotros la razón, desempeña un
importantísimo papel en la neurosis obsesiva. En el caso más grosero, el síntoma es de dos
tiempos(128), vale decir que a la acción que ejecuta cierto precepto sigue inmediatamente una
segunda, que lo cancela o lo deshace {rückgängig machen}, si bien todavía no osa ejecutar su
contrario.
De este rápido panorama de los síntomas obsesivos se obtienen enseguida dos impresiones.
La primera es que se asiste aquí a una lucha continuada contra lo reprimido, que se va
inclinando más y más en perjuicio de las fuerzas represoras; y la segunda, que el yo y el
superyó participan muy considerablemente en la formación de síntoma.
La neurosis obsesiva es por cierto el objeto más interesante y remunerativo de la indagación
analítica, pero no se la ha dominado todavía como problema. Si queremos penetrar más a fondo
en su esencia, tenemos que confesar que nos resultan imprescindibles unos supuestos
inseguros y unas conjeturas indemostradas. La situación inicial de la neurosis obsesiva no es
otra que la de la histeria, a saber, la necesaria defensa contra las exigencias libidinosas del
complejo de Edipo. Y por cierto, toda neurosis obsesiva parece tener un estrato inferior de
síntomas histéricos, formados muy temprano. (ver nota)(129) Empero, la configuración ulterior
es alterada decisivamente por un factor constitucional. La organización genital de la libido
demuestra ser endeble y muy poco resistente {resistent}. Cuando el yo da comienzo a sus
intentos defensivos, el primer éxito que se propone como meta es rechazar en todo o en parte
la organización genital (de la fase fálica) hacia el estadio anterior, sádico-anal. Este hecho de la
regresión continúa siendo determinante para todo lo que sigue.
Ahora bien, puede considerarse otra posibilidad todavía. Acaso la regresión no sea la
consecuencia de un factor constitucional, sino de uno temporal. No se hará posible porque la
organización genital de la libido haya resultado demasiado endeble, sino porque la renuencia del
yo se inició demasiado temprano, todavía en pleno florecimiento de la fase sádica. Tampoco en
este punto me atrevo a adoptar una decisión cierta, pero la observación analítica no favorece
ese supuesto. Muestra, más bien, que el estadio fálico ya se ha alcanzado en el momento del
giro {Wendung} hacia la neurosis obsesiva. Además, esta neurosis estalla a edad más tardía
que la histeria (el segundo período infantil, luego de iniciada la época de latencia), y en un caso
de desarrollo muy tardío de esta afección, que pude estudiar [una paciente mujer], se demostró
con claridad que una desvalorización objetiva {real} de la vida genital hasta entonces intacta
había creado la condición de la regresión y de la génesis de la neurosis obsesiva. (ver
nota)(130)
Busco la explicación metapsicológica de la regresión en una «desmezcla de pulsiones», en la
segregación de los componentes eróticos que al comienzo de la fase genital se habían sumado
a las investiduras destructivas de la fase sádica. (ver nota)(131)
El forzamiento de la regresión significa el primer éxito del yo en la lucha defensiva contra la
exigencia de la libido. En este punto es ventajoso distinguir entre la tendencia más general de la
«defensa», y la «represión», que es sólo uno de los mecanismos de que se vale aquella.
Quizás en la neurosis obsesiva se discierna con más claridad que en los casos normales y en
los histéricos que el complejo de castración es el motor de la defensa, y que la defensa recae
sobre. las aspiraciones del complejo de Edipo. Ahora nos situamos en el comienzo del período
de latencia, que se caracteriza por el sepultamiento {Untergang} del complejo de Edipo, la
creación o consolidación del superyó y la erección de las barreras éticas y estéticas en el
interior del yo. En la neurosis obsesiva, estos procesos rebasan la medida normal; a la
destrucción {Zerstörung} del complejo de Edipo se agrega la degradación regresiva de la libido,
el superyó se vuelve particularmente severo y desamorado, el yo desarrolla, en obediencia al
superyó, elevadas formaciones reactivas de la conciencia moral, la compasión, la limpieza. Con
una severidad despiadada, y por eso mismo no siempre exitosa, se proscribe la tentación a
continuar con el onanismo de la primera infancia, que ahora se apuntala en representaciones
regresivas (sádico-anales), a pesar de lo cual sigue representando {repräsentieren} la
participación no sujetada de la organización fálica. Constituye una contradicción interna el que,
precisamente en aras de conservar la masculinidad (angustia de castración), se coarte todo
quehacer de ella, pero aun esta contradicción sólo es exagerada en la neurosis obsesiva,
puesto que es inherente al modo normal de eliminación del complejo de Edipo. Toda desmesura
lleva en sí el germen de su auto-cancelación, lo cual se comprueba también en la neurosis
obsesiva, pues justamente el onanismo sofocado fuerza, en la forma de las acciones
obsesivas, una aproximación cada vez mayor a su satisfacción.
Podemos admitir como un nuevo mecanismo de defensa, junto a la regresión y a la represión,
las formaciones reactivas que se producen dentro del yo del neurótico obsesivo y que
discernimos como exageraciones de la formación normal del carácter. Parecen faltar en la
histeria, o ser en ella mucho más débiles. En una ojeada retrospectiva obtenemos así una
conjetura acerca de lo que caracteriza al proceso defensivo de la histeria. Parece que se limita
a la represión; en efecto, el yo se extraña de la moción pulsional desagradable, la deja librada a
su decurso dentro de lo inconciente y no participa en sus ulteriores destinos. Por cierto que esto
no puede ser correcto así, de una manera tan exclusiva, pues conocemos el caso en que el
síntoma histérico significa al mismo tiempo el cumplimiento de un reclamo punitorio del
superyó; empero, quizá describa un carácter universal del comportamiento del yo en la histeria.
Puede aceptarse simplemente como un hecho que en la neurosis obsesiva se forme un
superyó severísimos, o puede pensarse que el rasgo fundamental de esta afección es la
regresión libidinal e intentarse enlazar con ella también el carácter del superyó. De hecho, el
superyó, que proviene del ello, no puede sustraerse de la regresión y la desmezcla de pulsiones
allí sobrevenida. No cabría asombrarse si a su vez se volviera más duro, martirizador y
desamorado que en el desarrollo normal.
En el curso del período de latencia, la defensa contra la tentación onanista parece ser
considerada la tarea principal. Esta lucha produce una serie de síntomas, que se repiten de
manera típica en las más diversas personas y presentan en general el carácter de un
ceremonial. Es muy lamentable que todavía no hayan sido recopilados y analizados
sistemáticamente; en su calidad de primerísimas operaciones de la neurosis, serían lo más
apto para difundir luz sobre el mecanismo de formación de síntoma aquí empleado. Ya exhiben
los rasgos que en caso de sobrevenir después una enfermedad grave resaltan como tan
29
perniciosos: la colocación {de la libido; Unterbringung} en los desempeños que más tarde están
destinados a ejecutarse como automáticamente, el irse a dormir, lavarse, vestirse, la
locomoción, la inclinación a la repetición y al dispendio del tiempo. No comprendemos aún por
qué razón ello acontece así; la sublimación de componentes del erotismo anal desempeña ahí
un nítido papel.
La pubertad introduce un corte tajante en el desarrollo de la neurosis obsesiva. La organización
genital, interrumpida en la infancia, se reinstala con gran fuerza. Empero, sabemos que el
desarrollo sexual de la infancia prescribe la orientación también al recomienzo de los años de
pubertad. Por tanto, por una parte vuelven a despertar las mociones agresivas iniciales, y por la
otra, un sector más o menos grande de las nuevas mociones libidinosas -su totalidad, en los
peores casos- se ve precisado a marchar por las vías que prefiguró la regresión, y a emerger
en condición de propósitos agresivos y destructivos. A consecuencia de este disfraz de las
aspiraciones eróticas y de las intensas formaciones reactivas producidas dentro del yo, la lucha
contra la sexualidad continúa en lo sucesivo bajo banderas éticas. El yo se revuelve,
asombrado, contra invitaciones crueles y violentas que le son enviadas desde el ello a la
conciencia, y ni sospecha que en verdad está luchando contra unos deseos eróticos, algunos
de los cuales se habrían sustraído en otro caso de su veto. El superyó hipersevero se afirma
con energía tanto mayor en la sofocación de la sexualidad cuanto que ella ha adoptado unas
formas tan, repelentes. Así, en la neurosis obsesiva el conflicto se refuerza en dos direcciones:
lo que defiende ha devenido más intolerante, y aquello de lo cual se defiende, más insoportable;
y ambas cosas por influjo de un factor: la regresión libidinal.
Podría hallarse pie para contradecir muchos de nuestros supuestos en la circunstancia de que
la representación obsesiva desagradable deviene en general conciente. Empero, no hay duda
alguna de que antes ha atravesado por el proceso de la represión. En la mayoría de los casos,
el texto genuino de la moción pulsional agresiva no se ha vuelto notorio para el yo. Hace falta un
buen tramo de trabajo analítico para hacérselo conciente. Lo que ha irrumpido hasta la
conciencia es, por regla general, sólo un sustituto desfigurado {dislocado}, de una imprecisión
onírica y nebulosa o vuelto irreconocible mediante un absurdo disfraz. Si la represión no ha roído
el contenido de la moción pulsional agresiva, ha eliminado en cambio el carácter afectivo que la
acompañaba. Así, la agresión ya no aparece al yo como un impulso, sino, según dicen los
enfermos, como un mero «contenido de pensamiento» que los deja fríos. (ver nota)(132) Lo
más asombroso, empero, es que no es ese el caso.
Ocurre que el afecto ahorrado a raíz de la percepción de la representación obsesiva sale a luz
en otro lugar. El superyó se comporta como si no se hubiera producido represión alguna, como
si la moción agresiva le fuera notoria en su verdadero texto y con su pleno carácter de afecto, y
trata al yo de la manera condigna a esa premisa. El yo, que por una parte se sabe inocente,
debe por la otra registrar un sentimiento de culpa y asumir una responsabilidad que no puede
explicarse. Ahora bien, el enigma que esto nos propone no es tan grande como parece a
primera vista. La conducta del superyó es enteramente comprensible; la contradicción dentro
del yo nos prueba, solamente, que por medio de la represión él se ha clausurado frente al ello,
en tanto permanece accesible a los influjos que parten del superyó. (ver nota)(133) El problema
que a continuación se plantea, el de saber por qué el yo no busca sustraerse también de la
crítica martirizadora del superyó, queda eliminado con la información de que es eso
efectivamente lo que sucede en una gran serie de casos. De hecho, hay neurosis obsesivas sin
ninguna conciencia de culpa; hasta donde lo comprendemos, el yo se ahorra percibirla
mediante una nueva serie de síntomas, acciones de penitencia, limitaciones de autopunición.
Ahora bien, tales síntomas significan al mismo tiempo satisfacciones de mociones pulsionales
masoquistas, que también recibieron un refuerzo desde la regresión.
Es tan enorme la diversidad de los fenómenos que ofrece la neurosis obsesiva que ningún
empeño ha conseguido todavía proporcionar una síntesis coherente de todas sus variaciones.
Uno se afana por distinguir nexos típicos, pero siempre con el temor de pasar por alto otras
regularidades no menos importantes.
Ya he descrito la tendencia general de la formación de síntoma en el caso de la neurosis
obsesiva. Consiste en procurar cada vez mayor espacio para la satisfacción sustitutiva a
expensas de la denegación {frustración}. Estos mismos síntomas que originariamente
significaban limitaciones del yo cobran más tarde, merced a la inclinación del yo por la síntesis,
el carácter de unas satisfacciones, y es innegable que esta última significación deviene poco a
poco la más eficaz. Así, el resultado de este proceso, que se aproxima cada vez más al total
fracaso del afán defensivo inicial, es un yo extremadamente limitado que se ve obligado a
buscar sus satisfacciones en los síntomas. El desplazamiento de la relación de fuerzas en
favor de la satisfacción puede llevar a un temido resultado final: la parálisis de la voluntad del yo,
quien, para cada decisión, se encuentra con impulsiones de pareja intensidad de un lado y del
otro. El conflicto hiperintensificado entre ello y superyó, que gobierna esta afección desde el
comienzo mismo, puede extenderse tanto que ninguno de los desempeños del yo, que se ha
vuelto incapaz para la mediación, se sustraiga de ser englobado en él.
VI
En el curso de estas luchas pueden observarse dos actividades del yo en la formación de
síntoma; merecen particular interés porque son claramente subrogados de la represión y por
eso mismo son aptos para ilustrar su tendencia y su técnica. Y acaso, cuando estas técnicas
auxiliares y sustitutivas salen a un primer plano, tengamos derecho a ver en ello una prueba de
que la ejecución de la represión regular tropezó con dificultades. Si consideramos que en la
neurosis obsesiva el yo es mucho más que en la histeria el escenario de la formación de
síntoma; que ese yo se atiene con firmeza a su vínculo con la realidad y la conciencia, y para
ello emplea todos sus recursos intelectuales; y más aún, que la actividad de pensamiento
aparece sobreinvestida, erotizada, tales variaciones de la represión quizá nos parezcan más
comprensibles.
Las dos técnicas a que nos referimos son el anular lo acontecido {Ungeschehenmachen} y el
aislar {Isolieren). (ver nota)(134) La primera tiene un gran campo de aplicación y llega hasta
muy atrás. Es, por así decir, magia negativa; mediante un simbolismo motor quiere «hacer
30
desaparecer» no las consecuencias de un suceso (impresión, vivencia), sino a este mismo. Al
elegir esa expresión indicamos el papel que desempeña esta técnica, no sólo en la neurosis,
sino en las prácticas de encantamiento, en los usos de los pueblos y en el ceremonial religioso.
En la neurosis obsesiva, nos encontramos con la anulación de lo acontecido sobre todo en los
síntomas de dos tiempos [pág. 1081, donde el segundo acto cancela al primero como si nada
hubiera acontecido, cuando en la realidad efectiva acontecieron ambos. El ceremonial de la
neurosis obsesiva tiene en el propósito de anular lo acontecido una segunda raíz. La primera es
prevenir, tomar precauciones para que no acontezca, no se repita, algo determinado. La
diferencia es fác il de aprehender; las medidas precautorias son acordes a la ratio, mientras que
las «cancelaciones» mediante anulación de lo acontecido son desacordes a la ratio {irrationell},
de naturaleza mágica. Debe conjeturarse, desde luego, que esta segunda raíz es la más
antigua, desciende de la actitud animista hacia el mundo circundante. El afán de anulación de lo
acontecido halla su debilitamiento como proceso normal en la decisión de tratar cierto suceso
como «non arrivé», pero en tal caso no se emprende acción alguna en contrario, no se hace
caso ni del suceso ni de sus consecuencias, mientras que en la neurosis se cancela al pasado
mismo, se procura reprimirlo {suplantarlo} por vía motriz. Esta misma tendencia puede explicar
también la compulsión de repetición, tan frecuente en la neurosis, en cuya ejecución concurren
luego muchas clases de propósitos que se contrarían unos a otros. Lo que no ha acontecido de
la manera en que habría debido de acuerdo con el deseo es anulado repitiéndolo de un modo
diverso de aquel en que aconteció, a lo cual vienen a agregarse todos los motivos para
demorarse en tales repeticiones. En la trayectoria ulterior de la neurosis la tendencia a anular el
acaecimiento de una vivencia traumática se revela a menudo como una de las principales
fuerzas motrices de la formación de síntoma. Así obtenemos una inesperada visión de una
nueva técnica, una técnica motriz de la defensa o, como podríamos decir aquí con menor
inexactitud, de la represión {esfuerzo de suplantación}.
La otra de estas técnicas que estamos describiendo es la del aislamiento, peculiar de la
neurosis obsesiva. Recae también sobre la esfera motriz, y consiste en que tras un suceso
desagradable, así como tras una actividad significativa realizada por el propio enfermo en el
sentido de la neurosis, se interpola una pausa en la que no está permitido que acontezca nada,
no se hace ninguna percepción ni se ejecuta acción alguna. Esta conducta a primera vista rara
nos revela pronto su nexo con la represión. Sabemos que en la histeria es posible relegar a la
amnesia una impresión traumática; es frecuente que no se lo consiga así en la neurosis
obsesiva: la vivencia no es olvidada, pero se la despoja de su afecto, y sus vínculos asociativos
son sofocados o suspendidos, de suerte que permanece ahí como aislada y ni siquiera se la
reproduce en el circuito de la actividad de pensamiento. Ahora bien, el efecto de ese aislamiento
es el mismo que sobreviene a raíz de la represión con amnesia. Es esta técnica, pues, la que
reproducen los aislamientos de la neurosis obsesiva, pero reforzándola por vía motriz con un
propósito mágico. Lo que así se mantiene separado es algo que asociativamente se
copertenece; el aislamiento motriz está destinado a garantizar la suspensión de ese nexo en el
pensamiento. El proceso normal de la concentración ofrece un pretexto a este proceder de la
neurosis. Lo que nos parece sustantivo como impresión o como tarea no debe ser perturbado
por los simultáneos reclamos de otros desempeños o actividades de pensamiento. Pero ya en
la persona normal la concentración no sólo se emplea para mantener alejado lo indiferente, lo
que no viene al caso, sino, sobre todo, lo opuesto inadecuado. Será sentido como lo más
perturbador aquello que originariamente estuvo en copertenencia y fue desgarrado luego por el
progreso del desarrollo, por ejemplo, las exteriorizaciones de la ambivalencia del complejo
paterno en la relación con Dios o las mociones de los órganos excretorios en las excitaciones
amorosas. Así, el yo tiene que desplegar normalmente un considerable trabajo de aislamiento
para guiar el decurso del pensar, y sabemos que en el ejercicio de la técnica analítica nos
vemos precisados a educar al yo para que renuncie de manera temporaria a esa función, por
completo justificada de ordinario.
Según toda nuestra experiencia, el neurótico obsesivo halla particular dificultad en obedecer a la
regla psicoanalítica fundamental. Su yo es más vigilante y son más tajantes los aislamientos
que emprende, probablemente a consecuencia de la elevada tensión de conflicto entre su
superyó y su ello. En el curso de su trabajo de pensamiento tiene demasiadas cosas de las
cuales defenderse: la injerencia de fantasías inconcientes, la exteriorización de las aspiraciones
ambivalentes. No le está permitido dejarse ir; se encuentra en un permanente apronte de lucha.
Luego apoya esta compulsión a concentrarse y a aislar: lo hace mediante las acciones mágicas
de aislamiento que se vuelven tan llamativas como síntomas y que tanta gravitación práctica
adquieren; desde luego, en sí mismas son inútiles, y presentan el carácter del ceremonial.
Ahora bien, en tanto procura impedir asociaciones, conexiones de pensamientos, ese yo
obedece a uno de los más antiguos y fundamentales mandamientos de la neurosis obsesiva, el
tabú del contacto. Si uno se pregunta por qué la evitación del contacto, del tacto, del contagio,
desempeña un papel tan importante en la neurosis y se convierte en contenido de sistemas tan
complicados, halla esta respuesta: el contacto físico es la meta inmediata tanto de la investidura
de objeto tierna como de la agresiva. (ver nota)(135) Eros quiere el contacto pues pugna por
alcanzar la unión, la cancelación de los límites espaciales entre el yo y el objeto amado. Pero
también la destrucción, que antes del invento de las armas de acción a distancia sólo podía
lograrse desde cerca, tiene como premisa el contacto corporal, el poner las manos encima.
Tener contacto con una mujer es en el lenguaje usual un eufemismo para decir que se la
aprovechó como objeto sexual. No tocar el miembro es el texto de la prohibición de la
satisfacción autoerótica. Puesto que la neurosis obsesiva persiguió al comienzo el contacto
erótico y, tras la regresión, el contacto enmascarado como agresión, nada puede estarle
vedado en medida mayor ni ser más apto para convertirse en el centro de un sistema de
prohibiciones. Ahora bien, el aislamiento es una cancelación de la posibilidad de contacto, un
recurso para sustraer a una cosa del mundo de todo contacto; y cuando el neurótico aísla
también una impresión o una - actividad mediante una pausa, nos da a entender
simbólicamente que no quiere dejar que los pensamientos referidos a ellas entren en contacto
asociativo con otros.
Hasta ahí llegan nuestras indagaciones sobre la formación de síntoma. No vale la pena
resumirlas; han dado escaso fruto y quedaron incompletas, y además aportaron muy poco que
ya no supiéramos desde antes. Sería infructuoso considerar la formación de síntoma en otras
afecciones, aparte de las fobias, la histeria de conversión y la neurosis obsesiva; se sabe
demasiado poco sobre esto. Pero ya del cotejo de estas tres neurosis resulta un muy serio
problema, cuyo tratamiento no puede posponerse. El punto de arranque de las tres es la
destrucción del complejo de Edipo, y en todas, según suponemos, el motor de la renuencia del
yo es la angustia de castración. Pero sólo en las fobias sale a la luz esa angustia, sólo en ellas
es confesada. ¿Qué se ha hecho de la angustia en las otras dos formas, cómo se la ha
ahorrado el yo? El problema se agudiza aún si atendemos a la posibilidad, ya citada, de que la
angustia misma brote por una suerte de fermentación a partir de la investidura libidinal
31
perturbada en su decurso; y además: ¿es seguro que la angustia de castración constituye el
único motor de la represión (o de la defensa)? Si se piensa en las neurosis de las mujeres no
se puede menos que dudar, pues si bien se comprueba en ellas la presencia del complejo de
castración, no puede hablarse, en este caso en que la castración ya está consumada, de un,,,
angustia de castración en el sentido propio.
Si volvemos a las zoofobias infantiles, comprenderemos, empero, estos casos mejor que todos
los otros. El yo debe proceder aquí contra una investidura de objeto libidinosa del ello (ya sea la
del complejo de Edipo positivo o negativo), porque ha comprendido que ceder a ella aparejaría el
peligro de la castración. Ya hemos elucidado esto, y ahora hallamos la ocasión de aclararnos
una duda que nos quedó pendiente de aquel primer examen. En el caso del pequeño Hans (vale
decir, el del complejo de Edipo positivo), ¿debemos suponer que la defensa del yo fue
provocada por la moción tierna hacia la madre, o por la agresiva hacia el padre? En la práctica
parecería indiferente, en particular porque las dos mociones se condicionan entre sí; pero esta
cuestión presenta interés teórico porque sólo la corriente tierna hacia la madre puede
considerarse erótica pura. La agresiva depende esencialmente de la pulsión de destrucción, y
siempre hemos creído que en la neurosis el yo se defiende de exigencias de la libido, no de las
otras pulsiones. De hecho vemos que tras la formación de la fobia la ligazón-madre tierna ha
como desaparecido, ha sido radicalmente tramitada por la represión, mientras que la formación
sintomática (formación sustitutiva) se ha consumado en torno de la moción agresiva. En el caso
del «Hombre de los Lobos», las cosas son más simples; la moción reprimida es en efecto una
moción erótica, la actitud femenina frente al padre, y en torno de ella se consuma también la
formación de síntoma.
Es casi humillante que luego de un trabajo tan prolongado sigamos tropezando con dificultades
para concebir hasta las constelaciones más fundamentales, pero nos hemos propuesto no
simplificar ni callar nada. Si no podemos ver claro, al menos veamos mejor las oscuridades. Lo
que aquí nos obstruye el camino es, evidentemente, una desigualdad en el desarrollo de nuestra
doctrina de las pulsiones. Primero habíamos seguido las organizaciones de la libido desde el
estadio oral, pasando por el sádico-anal, hasta el genital, y al hacerlo equiparábamos entre sí
todos los componentes de la pulsión sexual, Después el sadismo se nos apareció como
subrogado de otra pulsión, opuesta al Eros. La nueva concepción de los dos grupos de
pulsiones parece hacer saltar la anterior construcción de fases sucesivas de la organización
libidinal. Ahora bien, no tenemos necesidad de inventar el expediente que nos permita salir de
esta dificultad. Hace mucho que se halla a nuestra disposición; helo aquí: casi nunca nos las
habemos con mo ciones pulsionales puras, sino, todo el tiempo, con ligas de ambas pulsiones
en diversas proporciones de mezcla. Por tanto, la investidura sádica de objeto se ha hecho
también acreedora a que la tratemos como libidinosa, no nos vemos obligados a revisar las
organizaciones de la libido, y la moción agresiva hacia el padre puede ser objeto de la represión
a igual título que la moción tierna hacía la madre. A pesar de ello, apartamos como tema de
ulteriores reflexiones la posibilidad de que la represión sea un proceso que mantiene un vínculo
particular con la organización genital de la libido, y que el yo recurra a otros métodos de defensa
cuando se ve precisado a resguardarse de la libido en otros estadios de la organización. Y
continuamos: Un caso como el del pequeño Hans no nos permite decisión alguna; es verdad
que en él se tramita mediante represión una moción agresiva, pero después que la organización
genital ya se ha alcanzado.
Esta vez no perdamos de vista el vínculo con la angustia. Dijimos que tan pronto como
discierne el peligro de castración, el yo da la señal de angustia e inhibe el proceso de investidura
amenazador en el ello; lo hace de una manera que todavía no inteligimos, por medio de la
instancia placer-displacer. Al mismo tiempo se consuma la formación de la fobia. La angustia
de castración recibe otro objeto y una expresión desfigurada {dislocada}: ser mordido por el
caballo (ser devorado por el lobo), en vez de ser castrado por el padre. La formación sustitutiva
tiene dos manifiestas ventajas; la primera, que esquiva un conflicto de ambivalencia, pues el
padre es simultáneamente un objeto amado; y la segunda, que permite al yo suspender el
desarrollo de angustia. En efecto, la angustia de la fobia es facultativa, sólo emerge cuando su
objeto es asunto {Gegenstand} de la percepción. Esto es enteramente correcto; en efecto, sólo
entonces está presente la situación de peligro. Tampoco de un padre ausente se temería la
castración. Sólo que no se puede remover al padre: aparece siempre, toda vez que quiere. Pero
si se lo sustituye por el animal, no hace falta más que evitar la visión, vale decir la presencia de
este, para quedar exento de peligro y de angustia. Por lo tanto, el pequeño Hans impone a su yo
una limitación, produce la inhibición de salir para no encontrarse con caballos. El pequeño ruso
se las arregla de manera aún más cómoda; apenas si constituye una renuncia para él no tomar
más entre sus manos cierto libro de ilustraciones. Si no fuera porque su díscola hermana le
ponía siempre ante los ojos la figura del lobo erguido de ese libro, habría tenido derecho a
sentirse asegurado contra su angustia. (ver nota)(136)
Ya una vez he adscrito a la fobia el carácter de una proyección, pues sustituye un peligro
pulsional interior por un peligro de percepción exterior. Esto trae la ventaja de que uno puede
protegerse del peligro exterior mediante la huida y la evitación de percibirlo, mientras que la
huida no vale de nada frente al peligro interior. (ver nota)(137) Mi puntualización no era
incorrecta, pero se quedaba en la superficie. La exigencia pulsional no es un peligro en sí
misma; lo es sólo porque conlleva un auténtico peligro exterior, el de la castración. Por tanto, en
la fobia, en el fondo sólo se ha sustituido un peligro exterior por otro. El hecho de que el yo
pueda sustraerse de la angustia por medio de una evitación o de un síntoma-inhibición armoniza
muy bien con la concepción de que esa angustia es sólo una señal-afecto, y de que nada ha
cambiado en la situación económica.
La angustia de las zoofobias es, entonces, una reacción afectiva del yo frente al peligro; y el
peligro frente al cual se emite la señal es el de la castración. He aquí la única diferencia
respecto de la angustia realista que el yo exterioriza normalmente en situaciones de peligro: el
contenido de la angustia permanece inconciente, y sólo deviene conciente en una desfiguración.
Según creo, hallaremos que la misma concepción es válida también para las fobias de adultos,
a pesar de que en ellas el material que la neurosis procesa es mucho más rico y añade algunos
factores a la formación de síntoma. En el fondo es lo mismo. El agorafóbico impone una
limitación a su yo para sustraerse de un peligro pulsional. Este último es la tentación de ceder a
32
sus concupiscencias eróticas, lo que le haría convocar, como en la infancia, el peligro de la
castración o uno análogo. A guisa de ejemplo simple menciono el caso de un joven que se
volvió agorafóbico porque temía ceder a los atractivos de prostitutas y recibir como castigo la
sífilis.
Bien sé que muchos casos presentan una estructura más complicada y que en la fobia pueden
confluir muchas otras mociones pulsionales reprimidas, pero sólo tienen carácter auxiliar y las
más de las veces se han puesto con posterioridad {nachträglich} en conexión con el núcleo de
la neurosis. La sintomatología de la agorafobia se complica por el hecho de que el yo no se
conforma con una renuncia; hace algo más para quitar a la situación su carácter peligroso. Este
agregado suele ser una regresión temporal(138) a los años de la infancia (en el caso extremo,
hasta el seno materno, hasta épocas en que uno estaba protegido de los peligros que hoy
amenazan) y emerge como la condición bajo la cual se puede omitir la renuncia. Así, el
agorafóbico puede andar por la calle sí una persona de su confianza lo acompaña como si fuera
un niño pequeño. Acaso idéntico miramiento le permita salir solo, siempre que no se aleje de su
casa más allá de cierto radio, ni entre en zonas que no conoce bien y donde la gente no lo
conoce. En la elección de estas estipulaciones se evidencia el influjo de los factores infantiles
que lo gobiernan a través de su neurosis. Enteramente unívoca, aunque falte esa regresión
infantil, es la fobia a la soledad, que en el fondo quiere escapar a la tentación del onanismo
solitario. La condición de esa regresión infantil es, desde luego, que se esté distanciado en el
tiempo respecto de la infancia.
La fobia se establece por regla general después que en ciertas circunstancias -en la calle, en un
viaje por ferrocarril, en la soledad- se vivenció un primer ataque de angustia. Así se proscribe la
angustia, pero reaparece toda vez que no se puede observar la condición protectora. El
mecanismo de la fobia presta buenos servicios como medio de defensa y exhibe una gran
inclinación a la estabilidad. A menudo, aunque no necesariamente, sobreviene una continuación
de la lucha defensiva, que ahora se dirige contra el síntoma.
Lo que acabamos de averiguar acerca de la angustia en el caso de las fobias es aplicable
también a la neurosis obsesiva. No es difícil reducir su situación a la de la fobia. El motor de
toda la posterior formación de síntoma es aquí, evidentemente, la angustia del yo frente a su
superyó. La hostilidad del superyó es la situación de peligro de la cual el yo se ve precisado a
sustraerse. Aquí falta todo asomo de proyección; el peligro está enteramente interiorizado. Pero
si nos preguntamos por lo que el yo teme del superyó, se impone la concepción de que el
castigo de este es un eco del castigo de castración. Así como el superyó es el padre que devino
apersonal, la angustia frente a la castración con que este amenaza se ha trasmudado en una
angustia social indeterminada o en una angustia de la conciencia moral. (ver nota)(139) Pero
esa angustia está encubierta; el yo se sustrae de ella ejecutando, obediente, los mandamientos,
preceptos y acciones expiatorias que le son impuestos. Tan pronto como esto último le es
impedido, emerge un malestar en extremo penoso, en el que nosotros podemos ver el
equivalente de la angustia y que los enfermos mismos equiparan a ella. He aquí, entonces,
nuestra conclusión: La angustia es la reacción frente a la situación de peligro; se la ahorra si el
yo hace algo para evitar la situación o sustraerse de ella. Ahora se podría decir que los síntomas
son creados para evitar el desarrollo de angustia, pero ello no nos procura una mirada muy
honda. Es más correcto decir que los síntomas son creados para evitar la situación de peligro
que es señalada mediante el desarrollo de angustia. Pues bien, en los casos considerados
hasta ahora ese peligro era el de la castración o algo derivado de ella.
Si la angustia es la reacción del yo frente al peligro, parece evidente que la neurosis traumática,
tan a menudo secuela de un peligro mortal, ha de concebirse como una consecuencia directa
de la angustia de supervivencia o de muerte {Lebensoder Todesangst}, dejando de lado los
vasallajes del yo y la castración. Es lo que han hecho la mayoría de los observadores de las
neurosis traumáticas de la última guerra(140): se proclamó triunfalmente que se había aportado
la prueba de que una amenaza a la pulsión de autoconservación podía producir una neurosis sin
participación alguna de la sexualidad y sin miramiento por las complicadas hipótesis del
psicoanálisis. De hecho es en extremo lamentable que no se haya presentado ni un solo
análisis utilizable de neurosis traumática. (ver nota)(141) Y ello no por una supuesta
contradicción al valor etiológico de la sexualidad -pues hace ya tiempo la canceló la introducción
del narcisismo, que puso en una misma serie la investidura libidinosa del yo y las investiduras
de objeto, y destacó la naturaleza libidinosa de la pulsión de autoconservación-, sino porque la
falta de esos análisis nos ha hecho perder la más preciosa oportunidad de obtener
informaciones decisivas acerca del nexo entre angustia y formación de síntoma. Después de
todo lo que sabemos acerca de la estructura de las neurosis más simples de la vida cotidiana,
es harto improbable que una neurosis sobrevenga sólo por el hecho objetivo de un peligro
mortal, sin que participen los estratos inconcientes más profundos del aparato anímico. Ahora
bien, en lo inconciente no hay nada que pueda dar contenido a nuestro concepto de la
aniquilación de la vida. La castración se vuelve por así decir representable por medio de la
experiencia cotidiana de la separación respecto del contenido de los intestinos y la pérdida del
pecho materno vivenciada a raíz del destete(142); empero, nunca se ha experimentado nada
semejante a la muerte, o bien, como es el caso del desmayo, no ha dejado tras sí ninguna
huella registrable. Por eso me atengo a la conjetura de que la angustia de muerte debe
concebirse como un análogo de la angustia de castración, y que la situación frente a la cual el
yo reacciona es la de ser abandonado por el superyó protector -los poderes del destino-, con lo
que expiraría ese su seguro para todos los peligros. (ver nota)(143) Además, cuenta el hecho de
que a raíz de las vivencias que llevan a la neurosis traumática es quebrada la protección contra
los estímulos exteriores y en el aparato anímico ingresan volúmenes hipertróficos de excitación,
de suerte que aquí estamos ante una segunda posibilidad: la de que la angustia no se limite a
ser una señalafecto, sino que sea también producida como algo nuevo a partir de las
condiciones económicas de la situación.
Mediante esta última puntualización, a saber, que el yo se pondría sobre aviso de la castración a
través de pérdidas de objeto repetidas con regularidad, hemos obtenido una nueva concepción
de la angustia. Sí hasta ahora la considerábamos una señal-afecto del peligro, nos parece que
se trata tan a menudo del peligro de la castración como de la reacción frente a una pérdida, una
separación. A pesar de lo mucho que enseguida puede aducirse contra esta conclusión, tiene
que saltarnos a la vista una notabilísima concordancia. La primera vivencia de angustia, al
menos del ser humano, es la del nacimiento, y este objetivamente significa la separación de la
madre, podría compararse a una castración de la madre (de acuerdo con la ecuación hijo =
pene). Sería muy satisfactorio que la angustia se repitiera como símbolo de una separación a
raíz de cada separación posterior; pero algo obsta, por desdicha, para sacar partido de esa
concordancia: el nacimiento no es vivenciado subjetivamente como una separación de la
madre, pues esta es ignorada como objeto por el feto enteramente narcisista. He aquí otro
reparo: las reacciones afectivas frente a una separación nos resultan familiares y las sentimos
33
como dolor y duelo, no como angustia. Por otra parte, recordemos que en nuestro examen del
duelo no pudimos llegar a comprender por qué es tan doloroso. (ver nota)(144)
Es tiempo de que nos detengamos a meditar. Desde luego, buscamos una intelección que nos
revele la esencia de la angustia, un «o bieno bien» que separe, en lo que sobre ella se dice, la
verdad del error. Pero es difícil lograrlo; la angustia no es cosa simple de aprehender. Hasta
aquí no hemos obtenido nada más que unas contradicciones entre las cuales no se podría
elegir sin responder a un prejuicio. Ahora propongo otro procedimiento; reunamos, sin tomar
partido, todo cuanto podemos enunciar acerca de la angustia, renunciando a la expectativa de
alcanzar una nueva síntesis.
La angustia es, pues, en primer término, algo sentido. La llamamos estado afectivo, si bien no
sabemos qué es un afecto. Como sensación, tiene un carácter displacentero evidentísimo, pero
ello no agota su cualidad; no a todo displacer podemos llamarlo angustia. Existen otras
sensaciones de carácter displacentero (tensiones, dolor, duelo); por tanto, la angustia ha de
tener, además de esta cualidad displacentera, otras particularidades. Una pregunta:
¿Conseguiremos llegar a comprender las diferencias entre estos diversos afectos
displacenteros?
De cualquier modo, algo podremos sacar en limpio de la sensación de la angustia. Su carácter
displacentero parece tener una nota particular; esto resulta difícil de demostrar, pero es
probable; no sería nada llamativo. Pero además de ese carácter peculiar, difícil de aislar,
percibimos en la angustia sensaciones corporales más determinadas que referimos a ciertos
órganos. Puesto que aquí no nos interesa la fisiología de la angustia, bástenos con destacar
algunos representantes {Repräsentant} de esas sensaciones: las más frecuentes y nítidas son
las que sobrevienen en los órganos de la respiración y en el corazón. (ver nota)(145) Otras
tantas pruebas, para nosotros, de que en la angustia como totalidad participan inervaciones
motrices, vale decir, procesos de descarga. El análisis del estado de angustia nos permite
distinguir entonces: 1) un carácter displacentero- específico; 2) acciones de descarga, y 3)
percepciones de estas.
Ya los puntos 2 y 3 nos proporcionan una diferencia respecto de los estados semejantes, como
el duelo y el dolor. Las exteriorizaciones motrices no forman parte de esos estados; cuando se
presentan, se separan de manera nítida, no como componentes de la totalidad, sino como
consecuencias o reacciones frente a ella. Por tanto, la angustia es un estado displacentero
particular con acciones de descarga que siguen determinadas vías {Bahn}. De acuerdo con
nuestras opiniones generales(146), tenderíamos a creer que en la base de la angustia hay un
incremento de la excitación, incremento que por una parte da lugar al carácter displacentero y
por la otra es aligerado mediante las descargas mencionadas. Empero, es difícil que nos
conforme esta síntesis puramente fisiológica; estamos tentados de suponer que es un factor
histórico el que liga con firmeza entre sí las sensaciones e inervaciones de la angustia. Con
otras palabras: que el estado de angustia es la reproducción de una vivencia que reunió las
condiciones para un incremento del estímulo como el señalado y para la descarga por
determinadas vías, a raíz de lo cual, también, el displacer de la angustia recibió su carácter
específico. En el caso de los seres humanos, el nacimiento nos ofrece una vivencia arquetípica
de tal índole, y por eso nos inclinamos a ver en el estado de angustia una reproducción del
trauma del nacimiento.
Pero con ello no hemos aseverado nada que pudiera otorgar a la angustia una posición
excepcional entre los estados afectivos. Opinamos que también los otros afectos son
reproducciones de sucesos antiguos, de importancia vital, preindividuales llegado el caso, y en
calidad de ataques histéricos universales, típicos, congénitos, los comparamos con los ataques
de la neurosis histérica, que se adquieren tardía e individualmente, ataques estos últimos cuya
génesis y significado de símbolos mnémicos nos fueron revelados con nitidez por el análisis.
Sería muy deseable, desde luego, que esta concepción pudiera aplicarse de manera probatoria
a una serie de otros afectos, de lo cual estamos muy distantes hoy. (ver nota)(147)
La reconducción de la angustia al suceso del nacimiento debe ser protegida contra unas obvias
objeciones. La angustia es una reacción probablemente inherente a todos los organismos; al
menos, lo es a todos los organismos superiores. Ahora bien, sólo los mamíferos vivencian el
nacimiento, y es dudoso que en todos ellos alcance el valor de un trauma. Por tanto, existe
angustia sin el arquetipo del nacimiento. Pero esta objeción salta la frontera entre biología y
psicología. justamente porque la angustia tiene que llenar una función indispensable desde el
punto de vista biológico, como reacción frente al estado de peligro, puede haber sido montada
{einrichten} de manera diversa en los diferentes seres vivos. Por otra parte, no sabemos si en
los seres vivos más alejados del hombre tiene el mismo contenido de sensaciones e
inervaciones que en este. En consecuencia, nada de esto obsta para que en el caso del hombre
la angustia tome como arquetipo el proceso del nacimiento.
Si tales son la estructura y el origen de la angustia, se nos plantea esta otra pregunta: ¿Cuál es
su función, y en qué oportunidades es reproducida? La respuesta parece evidente y de fuerza
probatoria. La angustia se generó como reacción frente a un estado de peligro; en lo sucesivo
se la reproducirá regularmente cuando un estado semejante vuelva a presentarse.
Empero, hay que puntualizar algo sobre esto. Las inervaciones del estado de angustia originario
probablemente tuvieron pleno sentido y fueron adecuadas al fin, en un todo como las acciones
musculares del primer ataque histérico. Si uno quiere explicar el ataque histérico, no tiene más
que buscar la situación en que los movimientos correspondientes formaron parte de una acción
justificada. Así, es probable que en el curso del nacimiento la inervación dirigida a los órganos
de la respiración preparara la actividad de los pulmones, y la aceleración del ritmo cardíaco
previniera el envenenamiento de la sangre. Desde luego, este acuerdo a fines falta en la
posterior reproducción del estado de angustia en calidad de afecto, como también lo echamos
de menos en el ataque histérico repetido. Por lo tanto, cuando un individuo cae en una nueva
situación de peligro, fácilmente puede volverse inadecuado al fin que responda con el estado de
angustia, reacción frente a un peligro anterior, en vez de emprender la reacción que sería la
adecuada ahora. Empero, el carácter acorde a fines vuelve a resaltar cuando la situación de
34
peligro se discierne como inminente y es señalada mediante el estallido de angustia. En tal
caso, esta última puede ser relevada enseguida por medidas más apropiadas. Así, se separan
dos posibilidades de emergencia de la angustia: una, desacorde con el fin, en una situación
nueva de peligro; la otra, acorde con el fin, para señalarlo y prevenirlo.
Bien; pero, ¿qué es un «peligro»? En el acto del nacimiento amenaza un peligro objetivo para la
conservación de la vida. Sabemos lo que ello significa en la realidad, pero psicológicamente no
nos dice nada. El peligro del nacimiento carece aún de todo contenido psíquico. Por cierto que
no podemos presuponer en el feto nada que se aproxime de algún modo a un saber sobre la
posibilidad de que el proceso desemboque en un aniquilamiento vital. El feto no puede notar
más que una enorme perturbación en la economía de su libido narcisista. Grandes sumas de
excitación irrumpen hasta él, producen novedosas sensaciones de displacer; muchos órganos
se conquistan elevadas investiduras, lo cual es una suerte de preludio de la investidura de
objeto que pronto se iniciará; y de todo ello, ¿qué es lo que podría emplearse como signo
distintivo de una «situación de peligro»?
Por desdicha, sabemos demasiado poco acerca de la conformación anímica del neonato, lo
cual nos impide dar una respuesta directa a esta pregunta. Ni siquiera puedo garantizar la
idoneidad de la descripción que acabo de dar. Es fácil decir que el neonato repetirá el afecto de
angustia en todas las situaciones que le recuerden el suceso del nacimiento, Pero el punto
decisivo sigue siendo averiguar por intermedio de qué y debido a qué es recordado.
Apenas nos queda otra cosa que estudiar las ocasiones a raíz de las cuales el lactante o el niño
de corta edad se muestra pronto al desarrollo de angustia, En su libro sobre el trauma del
nacimiento, Rank (1924) ha hecho un intento muy enérgico por demostrar los vínculos de las
fobias más tempranas del niño con la impresión del suceso del nacimiento. Pero yo no puedo
considerar logrado ese intento. Cabe reprocharle dos cosas: la primera, que descanse en la
premisa de que el niño recibió a raíz de su nacimiento determinadas impresiones sensoriales,
en particular de naturaleza visual, cuya renovación sería capaz de provocar el recuerdo del
trauma del nacimiento y, con él, la reacción de angustia. Esta hipótesis carece de toda prueba y
es harto improbable; no es creíble que el niño haya guardado del proceso de su nacimiento
otras sensaciones excepto las táctiles y las de carácter general. Sí más tarde muestra angustia
frente a animales pequeños que desaparecen en agujeritos 0 salen de ellos, Rank explica esta
reacción por la percepción de una analogía; empero, ella no puede ser manifiesta para el niño.
En segundo lugar, que en la apreciación de estas situaciones posteriores de angustia Rank
hace intervenir, según lo necesite, el recuerdo de la existencia intrauterina dichosa o el de su
perturbación traumática; así abre de par en par las puertas a la arbitrariedad en la interpretación.
Ciertos casos de esa angustia infantil son directamente refractarios a la aplicación del , principio
de Rank. Si se deja al niño en la oscuridad y soledad, deberíamos esperar que recibiera con
satisfacción esta reproducción de la situación intrauterina, pero el hecho es que, justamente en
ese caso, reacciona con angustia: cuando se reconduce ese hecho al recuerdo de la
perturbación de aquella dicha por el nacimiento, ya no podemos ignorar por más tiempo el
carácter forzado de este intento de explicación. (ver nota)(148)
Me veo precisado a concluir que las fobias más tempranas de la infancia no admiten una
reconducción directa a la impresión del acto del nacimiento, y que hasta ahora se han sustraído
de toda explicación. Es innegable la presencia de cierto apronte angustiado en el lactante. Pero
no alcanza su máxima intensidad inmediatamente tras el nacimiento para decrecer poco a
poco, sino que surge más tarde, con el progreso del desarrollo anímico, y se mantiene durante
cierto período de la infancia. Cuando esas fobias tempranas se extienden más allá de esa
época, despiertan la sospecha de perturbación neurótica, aunque en modo alguno nos resulta
inteligible su relación con las posteriores neurosis declaradas de la infancia.
Sólo pocos casos de la exteriorización infantil de angustia nos resultan comprensibles;
detengámonos en ellos. Se producen: cuando el niño está solo, cuando está en la
oscuridad(149) y cuando halla a una persona ajena en lugar de la que le es familiar (la madre).
Estos tres casos se reducen a una única condición, a saber, que se echa de menos a la
persona amada (añorada). Ahora bien, a partir de aquí queda expedito el camino hacia el
entendimiento de la angustia y la armonización de las contradicciones que parecen rodearla.
La imagen mnémica de la persona añorada es investida sin duda intensivamente, y es probable
que al comienzo lo sea de manera alucinatoria. Pero esto no produce resultado ninguno, y
parece como si esta añoranza se trocara de pronto en angustia. Se tiene directamente la
impresión de que esa angustia sería una expresión de desconcierto, como si este ser, muy
poco desarrollado todavía, no supiese qué hacer con su investidura añorante. Así, la angustia se
presenta como una reacción frente a la ausencia del objeto; en este punto se nos imponen unas
analogías: en efecto, también la angustia de castración tiene por contenido la separación
respecto de un objeto estimado en grado sumo, y la angustia más originaria (la «angustia
primordial» del nacimiento) se engendró a partir de la separación de la madre.
La. reflexión más somera nos lleva más allá de esa insistencia en la pérdida de objeto. Cuando
el niño añora la percepción de la madre, es sólo porque ya sabe, por experiencia, que ella
satisface sus necesidades sin dilación. Entonces, la situación que valora como «peligro» y de la
cual quiere resguardarse es la de la insatisfacción, el aumento de la tensión de necesidad,
frente al cual es impotente. Opino que desde este punto de vista todo se pone en orden; la
situación de la insatisfacción, en que las magnitudes de estímulo alcanzan un nivel
displacentero sin que se las domine por empleo psíquico y descarga, tiene que establecer para
el lactante la analogía con la vivencia del nacimiento, la repetición de la situación de peligro; lo
común a ambas es la perturbación económica por el incremento de las magnitudes de estímulo
en espera de tramitación; este factor constituye, pues, el núcleo genuino del «peligro». En
ambos casos sobreviene la reacción de angustia, que en el lactante resulta ser todavía acorde
al fin, pues la descarga orientada a la musculatura respiratoria y vocal clama ahora por la
madre, así como antes la actividad pulmonar movió a la remoción de los estímulos internos. El
niño no necesita guardar de su nacimiento nada más que esta caracterización del peligro.
Con la experiencia de que un objeto exterior, aprehensible por vía de percepción, puede poner
término a la situación peligrosa que recuerda al nacimiento, el contenido del peligro se desplaza
de la situación económica a su condición, la pérdida del objeto. La ausencia de la madre
deviene ahora el peligro; el lactante da la señal de angustia tan pronto como se produce, aun
antes que sobrevenga la situación económica temida. Esta mudanza significa un primer gran
progreso en el logro de la autoconservación; simultáneamente encierra el pasaje de la
neoproducción involuntaria y automática de la angustia a su reproducción deliberada como
señal del peligro.
35
En ambos aspectos, como fenómeno automático y como señal de socorro, la angustia
demuestra ser producto del desvalimiento psíquico del lactante, que es el obvio correspondiente
de su desvalimiento biológico. La llamativa coincidencia de que tanto la angustia del nacimiento
como la angustia del lactante reconozca por condición la separación de la madre no ha
menester de interpretación psicológica alguna; se explica harto simplemente, en términos
biológicos, por el hecho de que la madre, que primero había calmado todas las necesidades del
feto mediante los dispositivos de su propio cuerpo, también tras el nacimiento prosigue esa
misma función en parte con otros medios. Vida intrauterina y primera infancia constituyen un
continuo, en medida mucho mayor de lo que nos lo haría pensar la llamativa cesura(150) del
acto del nacimiento. El objeto-madre psíquico sustituye para el niño la situación fetal biológica.
Mas no por ello tenemos derecho a olvidar que en la vida intrauterina la madre no era objeto
alguno, y que en esa época no existía ningún objeto.
Se echa de ver fácilmente que en esta trama no queda espacio alguno para una abreacción del
trauma del nacimiento, y que no se descubre otra función de la angustia que la de ser una señal
para la evitación de la situación de peligro. La pérdida del objeto como condición de la angustia
persiste por todo un tramo. También la siguiente mudanza de la angustia, la angustia de
castración que sobreviene en la fase fálica, es una angustia de separación y está ligada a
idéntica condición. El peligro es aquí la separación de los genitales. Una argumentación de
Ferenczi [1925], que parece enteramente justificada, nos permite discernir en este punto la línea
de conexión con los contenidos más tempranos de la situación de peligro. La alta estima
narcisista por el pene puede basarse en que la posesión de ese órgano contiene la garantía
para una reunión con la madre (con el sustituto de la madre) en el acto del coito. La privación de
ese miembro equivale a una nueva separación de la madre; vale decir: implica quedar expuesto
de nuevo, sin valimiento alguno, a una tensión displacentera de la necesidad (como sucedió a
raíz del nacimiento). Pero ahora la necesidad cuyo surgimiento se teme es una necesidad
especializada, la de la libido genital, y no ya una cualquiera como en la época de lactancia. En
este punto señalo que la fantasía de regreso al seno materno es el sustituto del coito en el
impotente (inhibido por la amenaza de castración). En el sentido de Ferenczi, puede decirse
que un individuo que en el regreso al seno materno querría hacerse subrogar por su órgano
genital, sustituye ahora [en esta fantasía] regresivamente ese órgano por su persona toda. (ver
nota)(151)
Los progresos del desarrollo del niño, el aumento de su independencia, la división más neta de
su aparato anímico en varias instancias, la emergencia de nuevas necesidades, no pueden
dejar de influir sobre el contenido de la situación de peligro. Hemos perseguido su mudanza
desde la pérdida del objeto-madre hasta la castración y vemos el paso siguiente causado por el
poder del superyó. Al despersonalizarse la instancia parental, de la cual se temía la castración,
el peligro se vuelve más indeterminado. La angustia de castración se desarrolla como angustia
de la conciencia moral, como angustia social. Ahora ya no es tan fácil indicar qué teme la
angustia. La fórmula «separación, exclusión de la horda» sólo recubre aquel sector posterior del
superyó que se ha desarrollado por apuntalamiento en arquetipos sociales, y no al núcleo del
superyó, que corresponde a la instancia parental introyectada. Expresado en términos
generales: es la ira, el castigo del superyó, la pérdida de amor de parte de él, aquello que el yo
valora como peligro y a lo cual responde con la señal de angustia. Me ha parecido que la última
mudanza de esta angustia frente al superyó es la angustia de muerte (de supervivencia), la
angustia frente a la proyección del superyó en los poderes del destino.
En alguna ocasión anterior concedí cierto valor a la figuración de que es la investidura quitada
{abziehen} a raíz de la represión {desalojo} la que se aplica como descarga de angustia. (ver
nota)(152) Esto hoy apenas me parece interesante. La diferencia está en que yo antes creía que
la angustia se generaba de manera automática en todos los casos mediante un proceso
económico, mientras que la concepción de la angustia que ahora sustento, como una señal
deliberada del yo hecha con el propósito de influir sobre la instancia placer-displacer, nos
dispensa de esta compulsión económica. Desde luego, nada hay que decir en contra del
supuesto de que el yo aplica, para despertar el afecto, justamente la energía liberada por el
débito {Abziehung} producido a raíz de la represión; pero ha perdido importancia saber con qué
porción de energía esto acontece. (ver nota)(153)
Otra tesis que he formulado en algún momento pide ser revisada ahora a la luz de nuestra
nueva concepción. Es la aseveración de que el yo es el genuino almácigo de la angustia(154);
opino que demostrará ser acertada. En efecto, no tenemos motivo alguno para atribuir al
superyó una exteriorización de angustia. Y si se habla de «angustia del ello», no es necesario
contradecirlo, sino corregir una expresión torpe. La angustia es un estado afectivo que, desde
luego, sólo puede ser registrado por el yo. El ello no puede tener angustia como el yo: no es una
organización, no puede apreciar situaciones de peligro. En cambio, es frecuentísimo que en el
ello se preparen o se consumen procesos que den al yo ocasión para desarrollar angustia; de
hecho, las represiones probablemente más tempranas, así como la mayoría de las posteriores,
son motivadas por esa angustia del yo frente a procesos singulares sobrevenidos en el ello.
Aquí distinguimos de nuevo, con buen fundamento, entre dos casos: que en el ello suceda algo
que active una de las situaciones de peligro para el yo y lo mueva a dar la señal de angustia a fin
de inhibirlo, o que en el ello se produzca la situación análoga al trauma del nacimiento, en que la
reacción de angustia sobreviene de manera automática. Ambos casos pueden aproximarse sí
se pone de relieve que el segundo corresponde a la situación de peligro primera y originaria, en
tanto que el primero obedece a una de las condiciones de angustia que derivan después de
aquella. O, para atenernos a las afecciones que se presentan en la realidad: el segundo caso se
realiza en la etiología de las neurosis actuales, en tanto que el primero sigue siendo
característico de las psiconeurosis.
Vemos ahora que no necesitamos desvalorizar nuestras elucidaciones anteriores, sino
meramente ponerlas en conexión con las intelecciones más recientes. No es descartable que
en caso de abstinencia, de perturbación abusiva del decurso de la excitación sexual, de
desviación de esta de suprocesamiento psíquico(155), se genere directamente angustia a partir
de libido, vale decir, se establezca aquel estado de desvalimiento del yo frente a una tensión
hipertrófica de la necesidad, estado que, como en el nacimiento, desemboque en un desarrollo
de angustia; y en relación con esto, es de nuevo una posibilidad indiferente, pero que nos viene
sugerida como naturalmente, que sea el exceso de libido no aplicada el que encuentre su
descarga en el desarrollo de angustia. Vemos que sobre el terreno de estas neurosis actuales
se desarrollan con particular facilidad psiconeurosis, así: el yo intenta ahorrarse la angustia, que
ha aprendido a mantener en suspenso por un lapso, y a ligarla mediante una formación de
síntoma. El análisis de las neurosis traumáticas de guerra (designación que, por lo demás,
abarca afecciones de muy diversa índole) habría arrojado probablemente el resultado de que
cierto número de ellas participa de los caracteres de las neurosis actuales.
36
Cuando exponíamos el desarrollo de las diferentes situaciones de peligro a partir del arquetipo
originario del nacimiento, lejos estábamos de afirmar que cada condición posterior de angustia
destituyera simplemente a la anterior. Los progresos del desarrollo yoico, es cierto, contribuyen
a desvalorizar y empujar a un lado la anterior situación de peligro, de suerte que puede decirse
que una determinada edad del desarrollo recibe, como si fuera la adecuada, cierta condición de
angustia. El peligro del desvalimiento psíquico se adecua al período de la inmadurez del yo, así
como el peligro de la pérdida de objeto a la falta de autonomía de los primeros años de la niñez,
el peligro de castración a la fase fálica, y la angustia frente al superyó al período de latencia.
Empero, todas estas situaciones de peligro y condiciones de angustia pueden pervivir lado a
lado, y mover al yo a cierta reacción de angustia aun en épocas posteriores a aquellas en que
habría sido adecuada; o varias de ellas pueden ejercer simultáneamente una acción eficaz. Es
posible que existan también vínculos más estrechos entre la situación de peligro operante y la
forma de la neurosis que subsigue. (ver nota)(156)
Cuando en un pasaje anterior de estas indagaciones tropezamos con la significatividad de la
angustia de castración para más de una afección neurótica, nos habíamos advertido a nosotros
mismos no sobrestimar ese factor, puesto que en el sexo femenino -sin duda, el más
predispuesto a la neurosis -no podría ser lo decisivo. Ahora vemos que no corremos el peligro
de declarar a la angustia de castración como el único motor de los procesos defensivos que
llevan a la neurosis. En otro lugar(157) he puntualizado cómo el desarrollo de la niña pequeña
es guiado a través del complejo de castración hasta la investidura tierna de objeto. Y
precisamente, en el caso de la mujer parece que la situación de peligro de la pérdida de objeto
siguiera siendo la más eficaz. Respecto de la condición de angustia válida para ella, tenemos
derecho a introducir esta pequeña modificación: más que de la ausencia o de la pérdida real del
objeto, se trata de la pérdida de amor de parte del objeto. Puesto que sabemos con certeza que
la histeria tiene mayor afinidad con la feminidad, así como la neurosis obsesiva con la
masculinidad(158), ello nos sugiere la conjetura de que la pérdida de amor como condición de
angustia desempeña en la histeria un papel semejante a la amenaza de castración en las
fobias, y a la angustia frente al superyó en la neurosis obsesiva.
Lo que ahora nos resta es tratar sobre los vínculos entre formación de síntoma y desarrollo de
angustia.
Dos diversas opiniones acerca de ellos parecen muy difundidas. Una dice que la angustia
misma es síntoma de la neurosis, en tanto la otra cree en un nexo mucho más íntimo entre
ambas. De acuerdo con esta última, toda formación de síntoma se emprende sólo para escapar
a la angustia; los síntomas ligan la energía psíquica que de otro modo se habría descargado
como angustia; así, la angustia sería el fenómeno fundamental y el principal problema de la
neurosis.
Por medio de algunos decisivos ejemplos se puede demostrar la licitud al menos parcial de la
segunda tesis. Sí uno deja librado a sí mismo a un agorafóbico a quien venía acompañando por
la calle, él produce un ataque de angustia; si se impide a un neurótico obsesivo lavarse las
manos tras haber tocado algo, caerá presa de una angustia casi insoportable. Es claro, por
consiguiente, que ambas condiciones (la de ser acompañado y la acción obsesiva de lavarse)
tenían el propósito, y también el resultado, de prevenir tales estallidos de angustia. En este
sentido, puede llamarse síntoma también toda inhibición que el yo se imponga.
Puesto que hemos reconducido el desarrollo de angustia a la situación de peligro, preferiremos
decir que los síntomas se crean para sustraer de ella al yo. Si se obstaculiza la formación de
síntoma, el peligro se presenta efectivamente, o sea, se produce aquella situación análoga al
nacimiento en que el yo se encuentra desvalido frente a la exigencia pulsional en continuo
crecimiento: la primera y la más originaria de las condiciones de angustia. En nuestra visión, los
vínculos entre angustia y síntoma demuestran ser menos estrechos de lo que se había
supuesto; ello se debe a que hemos interpolado entre ambos el factor de la situación de peligro.
A modo de complemento podemos decir que el desarrollo de angustia introduce la formación de
síntoma, y hasta es una premisa necesaria de esta, puesto que si el yo no hubiera alertado a la
instancia placer-displacer, no adquiriría el poder para atajar el proceso amenazador que se
gesta en el ello. En todo esto hay una inequívoca tendencia a limitarse a la medida mínima de
desarrollo de angustia, a emplear la angustia sólo como señal, pues de lo contrario no se haría
sino sentir en otro lugar el displacer que amenaza por el proceso pulsional, lo cual no
constituiría éxito alguno según el propósito del principio de placer; empero, esto es lo que ocurre
en las neurosis con harta frecuencia.
La formación de síntoma tiene por lo tanto el efectivo resultado de cancelar la situación de
peligro. Posee dos caras; una, que permanece oculta para nosotros, produce en el ello aquella
modificación por medio de la cual el yo se sustrae del peligro; la otra cara, vuelta hacia
nosotros, nos muestra lo que ella ha creado en remplazo del proceso pulsional modificado: la
formación sustitutiva.
Sin embargo, deberíamos expresarnos de manera más correcta, adscribiendo al proceso
defensivo lo que acabamos de enunciar acerca de la formación de síntoma, y empleando la
expresión «formación de síntoma» como sinónima de «formación sustitutiva». Parece claro, así,
que el proceso defensivo es análogo a la huida por la cual el yo se sustrae de un peligro que le
amenaza desde afuera, y que justamente constituye un intento de huida frente a un peligro
pulsional. Los reparos que pueden dirigirse a esta comparación nos ayudarán a obtener un
esclarecimiento mayor. En primer lugar puede replicarse que la pérdida del objeto (la pérdida del
amor del objeto) y la amenaza de castración son también peligros que se ciernen desde afuera,
como lo haría un animal carnicero, y por tanto no son peligros pulsionales. Ahora bien, el caso
no es el mismo. El lobo nos atacaría probablemente sin importarle nuestra conducta; pero la
persona amada no nos sustraería su amor, ni se nos amenazaría con la castración, si en
nuestro interior no alimentáramos determinados sentimientos y propósitos. Así, estas mociones
pulsionales pasan a ser condiciones del peligro exterior y peligrosas ellas mismas; ahora
podemos combatir el peligro externo con medidas dirigidas contra peligros internos. En las
zoofobias el peligro parece sentirse todavía enteramente como uno exterior, de igual modo que
en el síntoma experimenta un desplazamiento hacia el exterior. En la neurosis obsesiva está
mucho más interiorizado: la parte de la angustia frente al superyó, que es angustia social, sigue
37
representando {repräsentieren} todavía al sustituto interior de un peligro exterior, mientras que la
otra parte, la angustia de la conciencia moral, es por entero endopsíquica. (ver nota)(159)
He aquí una segunda objeción: en el intento de huida frente a un peligro exterior amenazador no
hacemos otra cosa que aumentar la distancia en el espacio entre nosotros y lo que nos
amenaza. No nos ponemos en pie de guerra contra el peligro, no buscamos modificar nada en
él, como sí lo hacemos en el otro caso, cuando soltamos un garrotazo al lobo o le disparamos
con un arma. Ahora bien, el proceso defensivo parece obrar más de lo que correspondería a un
intento de huida. En efecto, interviene en el decurso pulsional amenazante, lo sofoca de algún
modo, lo desvía de su meta, y por ese medio lo vuelve inocuo. Esta objeción parece irrefutable;
debemos dar razón de ella. Opinamos que sin duda existen procesos defensivos que con buen
derecho pueden ser comparados a un intento de huida, pero en otros el yo se pone en pie de
guerra de manera mucho más activa y emprende enérgicas acciones contrarias. Esto, claro
está, siempre que la comparación de la defensa con la huida no se invalide por la circunstancia
de que el yo y la pulsión del ello son partes de una misma organización, y no existencias
separadas como el lobo y el niño, de suerte que cualquier conducta del yo forzosamente
ejercerá un efecto modificador sobre el proceso pulsional.
El estudio de las condiciones de angustia nos llevó a transfigurar de acuerdo con la ratio, por así
decir, la conducta del yo en el proceso de la defensa. Cada situación de peligro corresponde a
cierta época de la vida o fase de desarrollo del aparato anímico, y parece justificada para ella.
En la primera infancia, no se está de hecho pertrechado para dominar psíquicamente grandes
sumas de excitación que lleguen de adentro o de afuera. En una cierta época, el interés más
importante consiste, en la realidad efectiva, en que las personas de quienes uno depende no le
retiren su cuidado tierno. Cuando el varoncito siente a su poderoso padre como un rival ante la
madre y se percata de sus inclinaciones agresivas hacía él y sus propósitos sexuales hacía
ella, está justificado para temer al padre y la angustia frente a su castigo puede exteriorizarse,
por refuerzo filogenético, como angustia de castración. Con la entrada en relaciones sociales, la
angustia frente al superyó, la conciencia moral, adquiere un carácter necesario, y la ausencia de
este factor pasa a ser la fuente de graves conflictos y peligros, etc. Pero en este punto,
justamente, se plantea un nuevo problema.
Intentemos sustituir por un momento el afecto de angustia por otro, el afecto de dolor.
Consideramos enteramente normal que la niñita de cuatro años llore dolida sí se le rompe una
muñeca; a los seis años, si su maestra la reprende; a los dieciséis, si suamado no hace caso
de ella, y a los veinticinco quizá, si entierra a un hijo. Cada una de estas condiciones de dolor
tiene su época y desaparece expirada esta; las condiciones últimas, definitivas, se conservan
toda la vida. Empero, sería llamativo que esta niña, ya esposa y madre, llorara porque se le
estropeó un bibelot. Ahora bien, es así como se comportan los neuróticos. Hace tiempo que en
su aparato anímico están conformadas todas las instancias para el dominio sobre los
estímulos, y dentro de amplios límites; son lo bastante adultos para satisfacer por sí mismos la
mayoría de sus necesidades; ha mucho saben que la castración ya no se practica como
castigo, y no obstante se comportan como si todavía subsistieran las antiguas situaciones de
peligro, siguen aferrados a todas las condiciones anteriores de angustia.
La respuesta a este problema tiene que ser prolija, Ante todo habrá que examinar el sumario de
los hechos. En gran número de casos, las antiguas condiciones de angustia se abandonan
efectivamente después que ya produjeron reacciones neuróticas. Las fobias a la soledad, a la
oscuridad y a los extraños, de los niños más pequeños, fobias que han de llamarse casi
normales, se disipan las más de las veces a poco que ellos crezcan; «pasan», como se dice de
muchas perturbaciones infantiles. Las zoofobias, tan frecuentes, tienen el mismo destino;
muchas de las histerias de conversión de la infancia no hallan luego continuación alguna. En el
período de latencia es frecuentísimo el ceremonial, pero sólo un mínimo porcentaje de esos
casos se desarrolla después hasta la neurosis obsesiva cabal. Las neurosis de la infancia son
en general -hasta donde alcanzan nuestras experiencias con niños urbanos, de raza blanca,
sometidos a elevados requerimientos culturales- episodios regulares del desarrollo, aunque se
les siga prestando muy escasa atención. En ningún neurótico adulto se echan de menos los
signos de la neurosis infantil, pero ni con mucho todos los niños que los presentan se vuelven
después neuróticos. Por tanto, en el curso de la maduración han de haberse resignado
condiciones de angustia, y ciertas situaciones de peligro perdieron su significatividad. Por otra
parte, algunas de esas situaciones de peligro sobreviven en épocas más tardías porque
modificaron, de acuerdo con estas, su condición de angustia. Por ejemplo, la angustia de
castración se conserva bajo la máscara de la fobia a la sífilis después de saberse que la
castración ya no se usa como castigo por ceder a los propios apetitos sexuales, pero en
cambio amenazan graves enfermedades si uno se entrega a la libertad pulsional. Entre las
condiciones de angustia, hay otras que en modo alguno están destinadas a ser sepultadas, sino
que acompañarán a los seres humanos durante toda su vida; tal, por ejemplo, la angustia frente
al superyó. El neurótico se diferencia del hombre normal por sus desmedidas reacciones frente
a estos peligros. Y, en definitiva, la condición de adulto no ofrece una protección suficiente
contra el retorno de la situación de angustia traumática y originaria; acaso cada quien tenga
cierto umbral más allá del cual su aparato anímico fracase en el dominio sobre volúmenes de
excitación que aguardan trámite.
Es imposible que estas pequeñas rectificaciones estén destinadas a conmover el hecho aquí
elucidado, a saber, que tantísimos seres humanos siguen teniendo una conducta infantil frente
al peligro y no superan condiciones de angustia perimidas; poner esto en tela de juicio
equivaldría a desconocer el hecho de la neurosis, pues justamente llamamos neuróticas a estas
personas. Ahora bien, ¿cómo es ello posible? ¿Por qué no todas las neurosis se convierten en
episodios del desarrollo, cerrados tan pronto se alcanza la fase siguiente? ¿A qué deben su
permanencia estas reacciones frente al peligro? ¿De dónde le viene al afecto de angustia el
privilegio de que parece gozar sobre todos los otros afectos, a saber, el de provocar sólo él
unas reacciones que se distinguen de otras como anormales y se contraponen a la corriente de
la vida como inadecuadas al fin? Con otras palabras: sin advertirlo nos hemos vuelto a topar
con el enigmático problema, tantas veces planteado, de saber de dónde viene la neurosis, cuál
es su motivo último, particular. Tras décadas de empeño analítico vuelve a alzarse frente a
nosotros, incólume, como al comienzo.
X
38
La angustia es la reacción frente al peligro. Y por cierto que no cabe desechar la idea de que si
el afecto de angustia ha podido conquistarse una posición excepcional dentro de la economía
anímica, ello tiene mucho que ver con la naturaleza del peligro. Ahora bien, los peligros son
comunes a los seres humanos, los mismos para todos los individuos; lo que nos hace falta y no
tenemos, es un factor que nos permita entender cómo se seleccionan los individuos capaces
de someter el afecto de angustia, a pesar de su particularidad, a la fábrica normal del alma, y
quiénes están destinados a fracasar en esa tarea. Veo frente a mí dos intentos por descubrir un
factor de esa índole; es comprensible que cualquiera que se emprenda en ese sentido
encuentre una acogida simpática, pues promete socorro en un trance peliagudo. Esos dos
intentos se complementan entre sí, pues abordan el problema por extremos contrapuestos. El
primero fue hecho hace más de diez años por Alfred Adler(160); reducido a su núcleo más
íntimo, asevera que fracasan en la tarea planteada por el peligro aquellos seres humanos a
quienes la inferioridad de sus órganos depara dificultades demasiado grandes. Si fuera cierto el
apotegma «Símplex sigillum veri» {«La simplicidad es el sello de la verdad»}, habría que saludar
como salvadora tal solución. No obstante, la crítica del decenio trascurrido demostró la total
insuficiencia de esta explicación, que por lo demás pasa por alto toda la riqueza de las
circunstancias descubiertas por el psicoanálisis.
El segundo intento fue emprendido por Otto Rank en 1923, en su libro El trauma del nacimiento.
Sería injusto equipararlo con el ensayo de Adler en otro punto que el aquí destacado, puesto que
se mantiene en el terreno del psicoanálisis, cuyas ilaciones de pensamiento prosigue, y debe
reconocérselo como un legítimo empeño por solucionar problemas analíticos. Dentro de la
relación dada entre individuo y peligro, Rank quita el acento a la endeblez de órgano del individuo
para ponerlo sobre la intensidad variable del peligro. El proceso del nacimiento es la primera
situación de peligro, y la subversión económica que produce se convierte en el arquetipo de la
reacción de angustia. En un pasaje anterior perseguimos la línea de desarrollo que conecta esta
primera situación de peligro y condición de angustia con las posteriores, y vimos entonces que
todas estas conservan algo en común, pues en cierto sentido significan una separación de la
madre: primero sólo en el aspecto biológico, después en el sentido de una directa pérdida de
objeto y, luego, en el de una separación mediada por caminos indirectos. El descubrimiento de
este vasto nexo es un mérito indiscutible de la construcción de Rank. Ahora bien, el trauma del
nacimiento afecta a los diversos individuos con intensidad variable, y junto con la intensidad del
trauma varía la reacción de angustia: en opinión de Rank, de estas magnitudes iniciales del
desarrollo de angustia depende que el individuo logre alguna vez dominarlo; depende, pues, que
se vuelva neurótico o normal.
Nuestra tarea no consiste en emprender la crítica detallada de las tesis de Rank, sino,
meramente, en examinarlas para ver si son aplicables a la solución de nuestro problema. La
fórmula de Rank, a saber, que se vuelve neurótico quien nunca logra abreaccionar por completo
su trauma del nacimiento a causa de la intensidad que tuvo, es en grado sumo cuestionable
desde el punto de vista teórico. No se sabe bien qué se quiere significar con «abreacción» del
trauma. Si se lo entiende al pie de la letra, se llega a la insostenible conclusión de que el
neurótico se aproxima tanto más a su curación cuanto mayores sean la frecuencia y la
intensidad con que reproduzca el afecto de angustia. A causa de esta contradicción con la
realidad, yo había resignado ya en su tiempo la teoría de la abreacción, que desempeñaba un
papel tan importante en la catarsis. La insistencia en la intensidad variable del trauma del
nacimiento no deja espacio alguno a los justificados títulos etiológicos de la constitución
hereditaria. Esa intensidad es por cierto un factor orgánico que respecto de la constitución se
comporta como una contingencia, y a su vez depende de múltiples influjos, que han de llamarse
también contingentes (por ejemplo, el de la oportuna asistencia en el parto). La doctrina de Rank
ha dejado fuera de cuenta tanto factores constitucionales como filogenéticos. Pero si se
quisiera dar cabida a la significatividad de la constitución, introduciendo, por ejemplo, la variante
de que interesaría más bien la amplitud con que el individuo reacciona frente a la intensidad
variable del trauma del nacimiento, se quitaría a la teoría su valor y se limitaría a un papel
colateral el factor que se acaba de introducir. Por consiguiente, lo que decide sobre el
desenlace en la neurosis se sitúa en otro ámbito, que sigue siendo desconocido para nosotros.
El hecho de que el ser humano tenga en común con los otros mamíferos el proceso del
nacimiento, mientras que parece corresponderle como privilegio sobre los animales una
particular predisposición a la neurosis, difícilmente hable en favor de la doctrina de Rank.
Empero, la principal objeción es que ella planea en el aire, en vez de apoyarse en una
observación cierta. No existen buenas indagaciones que prueben si un parto difícil y prolongado
coincide de manera inequívoca con el desarrollo de una neurosis, o si al menos los niños así
nacidos presentan los fenómenos del estado de angustia de la primera infancia durante más
tiempo o con mayor intensidad que otros niños. Aun si se considera que partos precipitados y
fáciles para la madre pueden significar para el hijo traumas graves, no puede negarse que en
los casos en que se producen comienzos de asfixia debieran poder discernirse con certeza las
consecuencias aseveradas. Parece una ventaja de la etiología de Rank conceder prioridad a un
factor susceptible de examen en el material de la experiencia; mientras no se haya emprendido
efectivamente esa demostración, será imposible formular un juicio acerca de su valor.
En cambio, no puedo suscribir la opinión de que la doctrina de Rank contradiría el valor
etiológico de las pulsiones sexuales, admitido hasta ahora en el psicoanálisis; en efecto, sólo se
refiere a la relación del individuo con la situación de peligro, y deja abierto este buen expediente:
quien no pudo dominar los peligros iníciales, deberá fracasar también en las situaciones de
peligro sexual que luego se le planteen y así será esforzado a la neurosis.
Yo no creo, pues, que el intento de Rank nos haya proporcionado la respuesta a la pregunta por
el fundamento de la neurosis, y opino que todavía no puede decidirse cuán grande es la
contribución que, a pesar de todo, implica para su solución. Si las indagaciones sobre el influjo
de un parto difícil sobre la predisposición a contraer neurosis hubieran de arrojar un resultado
negativo, esa contribución debería considerarse escasa. Es muy de lamentar que siempre
quede insatisfecha la necesidad de hallar una «causa última» unitaria y aprehensible de la
condición neurótica {Nervosität}. El caso ideal, que probablemente los médicos sigan añorando
todavía hoy, sería el del bacilo, que puede ser aislado y obtenerse de él un cultivo puro, y cuya
inoculación en cualquier individuo produciría idéntica afección. O algo menos fantástico: la
presentación de sustancias químicas cuya administración produjera o cancelara determinadas
neurosis. Pero no parece probable que puedan obtenerse tales soluciones de] problema.
El psicoanálisis lleva a expedientes menos simples, poco satisfactorios. No tengo nada nuevo
para agregar en este punto, sólo repetiré cosas hace mucho notorias. Cuando el yo consigue
defenderse de una moción pulsional peligrosa, por ejemplo mediante el proceso de la represión,
sin duda inhibe y daña esta parte del ello, pero simultáneamente le concede una porción de
independencia y renuncia a una porción de su propia soberanía. Esto se desprende de la
39
naturaleza de la represión, que en el fondo es un intento de huida. Ahora lo reprimido está
«proscrito», excluido de la gran organización del yo, sólo sometido a las leyes que gobiernan el
reino de lo inconciente. Pero las consecuencias de la limitación del yo se vuelven manifiestas si
luego la situación de peligro se altera de suerte que el yo ya no tiene motivo alguno para
defenderse de una moción pulsional nueva, análoga a la reprimida. El nuevo decurso pulsional
se consuma bajo el influjo del automatismo -preferiría decir de la compulsión de repetición-;
recorre el mismo camino que el decurso pulsional reprimido anteriormente, como si todavía
persistiera la situación de peligro ya superada. Por lo tanto, el factor fijador a la represión es la
compulsión de repetición del ello inconciente, que en el caso normal sólo es cancelada por la
función libremente móvil del yo. En ocasiones el yo logra echar abajo las barreras de la
represión {desalojo} que él mismo había erigido, recuperar su influencia sobre la moción
pulsional y guiar el nuevo decurso pulsional en el sentido de la situación de peligro ahora
alterada. Pero es un hecho que muy a menudo fracasa y no puede deshacer {rückgängig
machen} sus represiones. Para el desenlace de esta lucha acaso sean decisivas unas
relaciones cuantitativas. En muchos casos tenemos la impresión de que se decide de una
manera compulsiva: la atracción regresiva {regressive Anziehung} de la moción reprimida y la
intensidad de la represión son tan grandes que la moción nueva no puede más que obedecer a
la compulsión de repetición. En otros casos percibimos la contribución de un diferente juego de
fuerzas: la atracción del arquetipo reprimido es reforzada por la repulsión {Abstossung} ejercida
por las dificultades reales, que se contraponen a un diverso decurso de la moción pulsional
reciente.
La prueba de que este es el modo en que se produce la fijación o la represión y en que se
conserva la situación de peligro que ha dejado de ser actual se encuentra en el hecho de la
terapia analítica, hecho modesto en sí mismo, pero de una importancia teórica difícil de
sobrestimar. Cuando en el análisis prestamos al yo el auxilio que le permite cancelar sus
represiones, él recupera su poder sobre el ello reprimido y puede hacer que las mociones
pulsionales discurran como sí ya no existieran las antiguas situaciones de peligro. Lo que
conseguimos entonces armoniza bien con el alcance ordinario de nuestra operación médica.
En efecto, por regla general nuestra terapia debe contentarse con producir de manera más
rápida y confiable, y con menor gasto, el desenlace bueno que en circunstancias favorables se
habría producido espontáneamente.
Las consideraciones que llevamos hechas nos enseñan que son relaciones cuantitativas, no
pesquisables de manera directa, sino aprehensibles sólo por la vía de la inferencia
retrospectiva, las que deciden sí se retendrán las antiguas situaciones de peligro, si se
conservarán las represiones del yo, si las neurosis de la infancia tendrán o no continuación.
Entre los factores que han participado en la causación de las neurosis, que han creado las
condiciones bajo las cuales se miden entre sí las fuerzas psíquicas, hay tres que cobran relieve
para nuestro entendimiento: uno biológico, uno filogenético y uno puramente psicológico. El
biológico es el prolongado desvalimiento y dependencia de la criatura humana. La existencia
intrauterina del hombre se presenta abreviada con relación a la de la mayoría de los animales;
es dado a luz más inacabado que estos. Ello refuerza el influjo del mundo exterior real,
promueve prematuramente la diferenciación del yo respecto del ello, eleva la significatividad de
los peligros del mundo exterior e incrementa enormemente el valor del único objeto que puede
proteger de estos peligros y sustituir la vida intrauterina perdida. Así, este factor biológico
produce las primeras situaciones de peligro y crea la necesidad de ser amado, de que el
hombre no se librará más.
El segundo factor, el filogenético, ha sido dilucidado sólo por nosotros; un hecho muy notable
del desarrollo libidinal nos forzó a admitirlo como hipótesis. Hallamos que la vida sexual del ser
humano no experimenta un desarrollo continuo desde su comienzo hasta su maduración, como
en la mayoría de los animales que le son próximos, sino que tras un primer florecimiento
temprano, que llega hasta el quinto año, sufre tina interrupción enérgica, luego de la cual
recomienza con la pubertad anudándose a los esbozos infantiles. Creemos que en las
peripecias de la especie humana tiene que haber ocurrido algo importante(161) que dejó como
secuela, en calidad de precipitado histórico, esta interrupción del desarrollo sexual. La
significatividad patógena de este factor se debe a que la mayoría de las exigencias pulsionales
de esa sexualidad infantil son tratadas como peligros por el yo, quien se defiende de ellas como
si fueran tales, de modo que las posteriores mociones sexuales de la pubertad, que debieran
ser acordes con el yo, corren el riesgo de sucumbir a la atracción de los arquetipos infantiles y
seguirlos a la represión. Nos topamos aquí con la etiología más directa de las neurosis. Es
notable que el temprano contacto con las exigencias de la sexualidad ejerza sobre el yo un
efecto parecido al prematuro contacto con el mundo exterior.
El tercer factor, o factor psicológico, se encuentra en una imperfección de nuestro aparato
anímico, estrechamente relacionada con su diferenciación en un yo y un ello, vale decir que en
último análisis se remonta también al influjo del mundo exterior. El miramiento por los peligros
de la realidad fuerza al yo a ponerse a la defensiva ante ciertas mociones pulsionales del ello, a
tratarlas como peligros. Empero, el yo no puede protegerse de peligros pulsionales internos de
manera tan eficaz como de una porción de la realidad que le es ajena. Conectado íntimamente
con el ello él mismo, sólo puede defenderse del peligro pulsional limitando su propia
organización y aviniéndose a la formación de síntoma como sustituto del daño que infirió a la
pulsión. Y si después se renueva el esfuerzo de asalto {Andrang} de la moción rechazada,
surgen para el yo todas las dificultades que conocemos como padecimiento neurótico.
Provisionalmente, debo admitirlo, no hemos avanzado más en nuestra intelección de la esencia
y la causación de las neurosis.
XI. «Addenda»
En el curso de estas elucidaciones se rozaron diversos temas que fue preciso abandonar antes
de tiempo y ahora deben reunirse para dispensarles la cuota de atención a que tienen derecho.
A. Modificación
de opiniones anteriores
40
a. Resistencia y contrainvestidura
Es una pieza importante de la teoría de la represión {esfuerzo de desalojo} que esta no consiste
en un proceso que se cumpla de una vez, sino que reclama un gasto permanente. Si este
faltara, la moción reprimida, que recibe continuos aflujos desde sus fuentes, retomaría el mismo
camino que fue esforzada a desalojar {abdrängen}, la represión quedaría despojada de su éxito
o debería repetirse indefinidamente. (ver nota)(162) Así, la naturaleza continuada de la pulsión
exige al yo asegurar su acción defensiva mediante un gasto permanente. Esta acción en
resguardo de la represión es lo que en el empeño terapéutico registramos como resistencia. Y
esta última presupone lo que he designado como contrainvestidura. En la neurosis obsesiva es
palpable una contrainvestidura así. Se manifiesta como alteración del yo(163), como formación
reactiva en el interior del yo, por refuerzo de la actitud opuesta a la orientación pulsional que ha
de reprimirse (compasión, escrupulosidad de la conciencia moral, limpieza). Estas formaciones
reactivas de la neurosis obsesiva son, por entero, exageraciones de rasgos de carácter
normales, desarrollados en el curso del período de latencia. Más difícil resulta pesquisar la
contrainvestidura en la histeria, donde, según nuestra expectativa teórica, es igualmente
indispensable. También en ella es inequívoca la presencia de cierto grado de alteración del yo
por formación reactiva, v en muchas circunstancias es tan notable que se impone a ja atención
como el síntoma principal del cuadro. De ese modo se resuelve, verbigracia, el conflicto de
ambivalencia de la histeria: el odio hacia una persona amada es sofrenado por una hiperternura
hacia ella y un desmedido temor por su suerte. Empero, como diferencia respecto de la
neurosis obsesiva debe destacarse que tales formaciones reactivas no muestran la naturaleza
general de rasgos de carácter, sino que se limitan a relaciones muy especiales. Por ejemplo, la
histérica que trata con excesiva ternura al hijo a quien en el fondo odia, no por ello será en el
conjunto más amorosa que otras mujeres, ni siquiera más tierna con otros niños. La formación
reactiva de la histeria retiene con firmeza un objeto determinado y no se eleva al carácter de una
predisposición universal del yo. En cambio, lo característico de la neurosis obsesiva es
justamente esta generalización, el aflojamiento de los vínculos de objeto, la facilidad para el
desplazamiento en la elección de objeto.
Otra clase de contrainvestidura parece más acorde a la especificidad de la histeria. La moción
pulsional reprimida puede ser activada (investida de nuevo) desde dos lados; en primer lugar,
desde adentro, por un refuerzo de la pulsión a partir de sus fuentes internas de excitación, y, en
segundo, desde afuera, por la percepción de un objeto que sería deseable para la pulsión. Ahora
bien, la contrainvestidura histérica se dirige preferentemente hacia afuera contra una percepción
peligrosa; cobra la forma de una particular vigilancia que evita, mediante limitaciones del yo,
situaciones en que por fuerza emergería esa percepción y, en caso de que esta haya surgido no
obstante, consigue sustraer de ella la atención. Autores franceses (Laforgue [1926] ) han
designado recientemente esta operación de la histeria mediante el nombre particular de
«escotomización(164)». En las fobias, cuyo interés se concentra en distanciarse cada vez más
de la percepción temida, esta técnica es aún más llamativa que en la histeria. La oposición en la
orientación de la contrainvestidura entre histeria y fobias, por un lado, y neurosis obsesiva, por el
otro, parece sustantiva, pero no es absoluta. Cabe suponer que existe un nexo más estrecho
entre la represión y la contrainvestidura externa, así como entre la regresión y la
contrainvestidura interna (alteración del yo por formación reactiva). La defensa contra la
percepción peligrosa es, por lo demás, una tarea universal de las neurosis. Diversos
mandamientos y prohibiciones de la neurosis obsesiva están destinados a servir a este mismo
propósito.
Ya tenemos en claro desde antes(165) que la resistencia, que debemos superar en el análisis,
es operada por el yo, que se afirma en sus contrainvestiduras. Es difícil para el yo dirigir su
atención a percepciones y representaciones de cuya evitación había hecho hasta entonces un
precepto, o reconocer como suyas unas mociones que constituyen lo más totalmente opuesto
a lo que le es familiar como propio. Nuestro combate contra las resistencias en el análisis se
basa en esa concepción de ellas. Hacemos conciente la resistencia toda vez que, como es tan
frecuente que ocurra, ella misma es inconciente a raíz de su nexo con lo reprimido; si ha
devenido conciente, o después que lo ha hecho, le contraponemos argumentos lógicos, y
prometemos al yo ventajas y premios si abandona la resistencia. En cuanto a la resistencia del
yo, entonces, no hay nada que poner en duda o rectificar. En cambio, es cuestionable que ella
sola recubra el estado de cosas que nos sale al paso en el análisis. Hacemos la experiencia de
que el yo sigue hallando dificultades para deshacer las represiones aun después que se formó
el designio de resignar sus resistencias, y llamamos «reelaboración» {«Durcharbeiten(166)»} a
la fase de trabajoso empeño que sigue a ese loable designio. Ahora parece indicado reconocer
el factor dinámico que vuelve necesaria y comprensible esa reelaboración. Difícilmente sea otro
que este: tras cancelar la resistencia yoica, es preciso superar todavía el poder de la
compulsión de repetición, la atracción de los arquetipos inconcientes sobre el proceso pulsional
reprimido; y nada habría que objetar si se quisiese designar ese factor como resistencia de lo
inconciente. Que no nos aflijan estas correcciones; bienvenidas sean si nos hacen avanzar en
nuestra comprensión; y no son motivo alguno de vergüenza cuando no refutan lo anterior, sino
lo enriquecen, llegado el caso restringen una generalidad o amplían una concepción demasiado
estrecha.
No cabe suponer que mediante esa corrección hayamos obtenido un panorama completo de las
clases de resistencias con que nos topamos en el análisis. Antes bien, notamos, en una ulterior
profundización, que debemos librar combate contra cinco clases de resistencia que provienen
de tres lados, a saber: del yo, del ello y del superyó, demostrando ser el yo la fuente de tres
formas de ella, diversas por su dinámica. La primera de estas tres resistencias yoicas es la
resistencia de represión, ya tratada, y acerca de la cual hay poquísimo de nuevo para decir. De
ella se separa la resistencia de trasferencia, de naturaleza idéntica, pero que en el análisis crea
fenómenos diversos y mucho más nítidos, pues consigue establecer un vínculo con la situación
analítica o con la persona del analista y, así, reanimar como si fuera fresca una represión que
meramente debía ser recordada. (ver nota)(167) Es también una resistencia yoica, pero de muy
diversa naturaleza, la que parte de la ganancia de la enfermedad y se basa en la integración
{Einbeziehung) del síntoma en el yo. Corresponde a la renuencia a renunciar a una satisfacción
o a un aligeramiento. En cuanto a la cuarta clase de resistencia, la del ello, acabamos de
hacerla responsable de la necesidad de la reelaboración. La quinta resistencia, la del superyó,
discernida en último término y que es la más oscura pero no siempre la más débil, parece
brotar de la conciencia de culpa o necesidad de castigo; se opone a todo éxito y, por tanto,
también a la curación mediante el análisis. (ver nota)(168)
b. Angustia por trasmudación de libido
41
La concepción de la angustia sustentada en este ensayo se distancia un poco de la que me
parecía justificada hasta ahora. Antes yo consideraba la angustia como una reacción general del
yo bajo las condiciones del displacer, en cada caso procuraba dar razón de su emergencia en
términos económicos(169) y, apoyado en la indagación de las neurosis actuales, suponía que
una libido (excitación sexual) desautorizada por el yo o no aplicada hallaba una descarga directa
en la forma de angustia. Es innegable que estas diversas determinaciones no se compadecen
bien o, al menos, no se siguen necesariamente una de la otra. Además, surgió la apariencia de
un vínculo particularmente estrecho entre angustia y libido, que, a su vez, no armonizaba con el
carácter general de la angustia como reacción de displacer.
El veto a esta concepción partió de la tendencia a hacer del yo el único almácigo de la angustia;
era, por tanto, una de las consecuencias de la articulación del aparato anímico intentada en El
yo y el ello. Para la concepción anterior era natural considerar a la libido de la moción pulsional
reprimida como la fuente de la angustia; de acuerdo con la nueva, en cambio, más bien debía
de ser el yo el responsable de esa angustia. Por lo tanto: . angustia yoica o angustia pulsional
(del ello). Puesto que el yo trabaja con energía desexualizada, en la nueva concepción se aflojó
también el nexo íntimo entre angustia y libido. Espero que conseguiré al menos aclarar la
contradicción, dibujar con exactitud los contornos de la incertidumbre.
La sugerencia de Rank, según la cual, como yo mismo lo afirmara antes(170), el afecto de
angustia era una consecuencia del proceso del nacimiento y una repetición de la situación por
cuya vivencia se atravesó entonces, obligó a reexaminar el problema de la angustia. Yo no podía
seguirle en su tesis del nacimiento como trauma, del estado de angustia como reacción de
descarga frente a él, y de cada nuevo afecto de angustia como un ensayo de «abreaccionar» el
trauma de manera cada vez más acabada. Así nos vimos precisados a remontarnos de la
reacción de angustia a la situación de peligro que estaba tras ella. Al introducirse este factor
surgieron nuevos puntos de vista que debían ser considerados. El nacimiento pasó a ser el
arquetipo de todas las situaciones posteriores de peligro, planteadas bajo las nuevas
condiciones del cambio en la forma de existencia y el progreso en el desarrollo psíquico. Pero al
mismo tiempo su significado se limitó a este carácter de referencia arquetípica al peligro. La
angustia sentida a raíz del nacimiento pasó a ser el arquetipo de un afecto de angustia que
debía compartir los destinos de otros afectos. O se reproducía en situaciones análogas a las
originarias, como una forma de reacción inadecuada al fin, después de haber sido adecuado en
la primera situación de peligro, o el yo adquiría poder sobre este afecto y él mismo lo reproducía,
se servía de él como alerta frente al peligro y como medio para convocar la intervención del
mecanismo de placer-displacer. El valor biológico del afecto de angustia obtenía su
reconocimiento al admitirse que la angustia era la reacción general frente a la situación de
peligro; se refirmaba el papel del yo como almácigo de la angustia al adjudicársele la función de
producir el afecto de angustia de acuerdo con sus necesidades. Así se atribuían dos
modalidades al origen de la angustia en la vida posterior: una involuntaria, automática,
económicamente justificada en cada caso, cuando se había producido una situación de peligro
análoga a la del nacimiento ; la otra, generada por el yo cuando una situación así amenazaba
solamente, y a fin de movilizar su evitación. En este segundo caso, el yo se sometía a la
angustia como si fuera a una vacuna, a fin de sustraerse, mediante un estallido morigerado de
la enfermedad, de un ataque no morigerado. El yo se representa por así decir vívidamente la
situación de peligro, con la inequívoca tendencia de limitar ese vivenciar penoso a una
indicación, una señal. Ya hemos expuesto en detalle el modo en que las diversas situaciones de
peligro se desarrollan unas tras otras en ese proceso, y, no obstante, permanecen
genéticamente conectadas entre sí. Quizá logremos avanzar un poco más en nuestra
comprensión de la angustia si abordamos el problema de la relación entre angustia neurótica y
angustia realista.
Ahora ha perdido interés para nosotros la transposición directa de la libido en angustia, antes
sustentada. Pero si la tomamos en consideración, debemos diferenciar varios casos. No entra
en cuenta respecto de la angustia que el yo provoca como señal; tampoco, por consiguiente, en
todas las situaciones de peligro que mueven al yo a introducir una represión. La investidura
libidinosa de la moción pulsional reprimida experimenta, como se lo ve de la manera más nítida
en el caso de la histeria de conversión, una aplicación diversa de su trasposición en angustia y
su descarga como tal. En cambio, en nuestro posterior examen de la situación de peligro
tropezaremos con aquel caso del desarrollo de angustia sobre el cual probablemente sea
preciso formular un juicio diferente.
c. Represión y defensa
En conexión con las elucidaciones acerca del problema de la angustia he retomado un
concepto -o, dicho más modestamente, una expresión- del que me serví con exclusividad al
comienzo de mis estudios, hace treinta años, y luego había abandonado. Me refiero al término
«proceso defensivo» {«Abwehrvorgang(171)»}. Después lo sustituí por el de «represión»
{esfuerzo de desalojo}, pero el nexo entre ambos permaneció indeterminado. Ahora opino que
significará una segura ventaja recurrir al viejo concepto de la «defensa» estipulando que se lo
debe utilizar como la designación general de todas las técnicas de que el yo se vale en sus
conflictos que eventualmente llevan a la neurosis, mientras que «represión» sigue siendo el
nombre de uno de estos métodos de defensa en particular, con el cual nos familiarizamos más
al comienzo, a consecuencia de la orientación de nuestras indagaciones.
Para que se justifique aun una mera innovación terminológica, debe ser la expresión de un
nuevo modo de abordaje o de una ampliación de nuestras intelecciones. Pues bien; volver a
utilizar el concepto de defensa y limitar el concepto de represión da razón de un hecho hace
tiempo notorio, pero que ha cobrado significatividad en virtud de algunos descubrimientos más
recientes. Fue en la histeria donde hicimos nuestras primeras experiencias sobre represión y
formación de síntoma; vimos que el contenido perceptivo de vivencias excitantes, el contenido
de representación de formaciones patógenas de pensamiento, son olvidados y excluidos de la
reproducción en la memoria, y por eso discernimos en el apartamiento de la conciencia un
carácter principal de la represión histérica. Más tarde estudiamos la neurosis obsesiva y
hallamos que en esta afección los procesos patógenos no son olvidados. Permanecen
concientes, mas son «aislados» de una manera todavía irrepresentable, de suerte que se
alcanza más o menos el mismo resultado que mediante la amnesia histérica. Pero la diferencia
es lo bastante grande para justificar nuestra opinión de que el proceso mediante el cual la
neurosis obsesiva elimina una exigencia pulsional no puede ser el mismo que en la histeria.
42
Posteriores indagaciones nos enseñaron que en la neurosis obsesiva se llega, bajo el influjo de
la revuelta del yo, a la meta de una regresión de las mociones pulsionales a una fase anterior de
la libido, que por cierto no vuelve superflua una represión, pero manifiestamente opera en el
mismo sentido que esta. Hemos visto, por lo demás, que la contrainvestidura -cuya existencia
es de suponer también en la histeria- desempeña en la neurosis obsesiva un papel muy
considerable como alteración reactiva del yo; así prestamos atención a un procedimiento de
«aislamiento», cuya técnica no podemos indicar todavía, que se procura una expresión
sintomática directa, y también al procedimiento de la «anulación de lo acontecido», que ha de
llamarse mágico y acerca de cuya tendencia defensiva no pueden caber dudas, pero que ya no
tiene semejanza con el proceso de la «represión». Estas experiencias son base suficiente para
reintroducir el viejo concepto de la defensa, apto para abarcar todos estos procesos de idéntica
tendencia -protección del yo frente a exigencias pulsionales-, y subsumirle la represión como un
caso especial. El valor de esta terminología se acrecienta si se piensa en la posibilidad de que
una profundización de nuestros estudios pueda dar como resultado una estrecha copertenencia
entre formas particulares de la defensa y afecciones determinadas, por ejemplo, entre represión
e histeria. Además, nuestra expectativa se dirige a la posibilidad de otra significativa relación de
dependencia. No es difícil que el aparato psíquico, antes de la separación tajante entre yo y ello,
antes de la conformación de un superyó, ejerza métodos de defensa distintos de los que
emplea luego de alcanzados esos grados de organización.
B. Complemento sobre la angustia
El afecto de angustia exhibe algunos rasgos cuya indagación promete un mayor
esclarecimiento. La angustia tiene un inequívoco vínculo con la expectativa; es angustia ante
algo(172). Lleva adherido un carácter de indeterminación y ausencia de objeto; y hasta el uso
lingüístico correcto le cambia el nombre cuando ha hallado un objeto, sustituyéndolo por el de
miedo {Furcht}. Por otra parte, además de su vínculo con el peligro, la angustia tiene otro con la
neurosis, en cuyo esclarecimiento hace tiempo que estamos empeñados. Surge la pregunta:
¿Por qué no todas las reacciones de angustia son neuróticas, por qué admitimos a tantas de
ellas como normales? Y también se hace necesaria una apreciación a fondo de la diferencia
entre angustia realista y angustia neurótica.
Principiemos por esta última tarea. Nuestro progreso consistió en remontarnos desde la
reacción de angustia hasta la situación de peligro. Emprendamos esa misma alteración en el
problema de la angustia realista; así nos resultará fácil solucionarlo. Peligro realista es uno del
que tomamos noticia, y angustia realista es la que sentimos frente a un peligro notorio de esa
clase. La angustia neurótica lo es ante un peligro del que no tenemos noticia. Por tanto, es
preciso buscar primero el peligro neurótico; el análisis nos ha enseñado que es un peligro
pulsional. Tan pronto como llevamos a la conciencia este peligro desconocido para el yo,
borramos la diferencia entre angustia realista y angustia neurótica, y podemos tratar a esta
como a aquella,
En el peligro realista desarrollamos dos reacciones: la afectiva, el estallido de angustia, y la
acción protectora. Previsiblemente lo mismo ocurrirá con el peligro pulsional. Conocemos el
caso de una cooperación adecuada a fines de ambas reacciones, en que una da la señal para
la entrada de la otra, pero también el caso inadecuado al fin, el de la parálisis por angustia, en
que una se extiende a expensas de la otra.
Hay casos que presentan contaminados los caracteres de la angustia realista y de la neurótica.
El peligro es notorio y real (objetivo}, pero la angustia ante él es desmedida, más grande de lo
que tendría derecho a ser a juicio nuestro. En este «plus» se delata el elemento neurótico. Sin
embargo, tales casos no aportan en principio nada nuevo. El análisis muestra que al peligro
realista notorio se anuda un peligro pulsional no discernido.
Avanzaremos otro paso no contentándonos tampoco con la reconducción de la angustia al
peligro. ¿Cuál es el núcleo, la significatividad, de la situación de peligro? Evidentemente, la
apreciación de nuestras fuerzas en comparación con su magnitud, la admisión de nuestro
desvalimiento frente a él, desvalimiento material en el caso del peligro realista, y psíquico en el
del peligro pulsional. En esto, nuestro juicio es guiado por experiencias efectivamente hechas;
que su estimación sea errónea es indiferente para el resultado. Llamemos traumática a una
situación de desvalimiento vivenciada; tenemos entonces buenas razones para diferenciar la
situación traumática de la situación de peligro.
Ahora bien, constituye un importante progreso en nuestra autopreservación no aguardar
{abwarten} a que sobrevenga una de esas situaciones traumáticas de desvalimiento, sino
preverla, estar esperándola {erwarten}. Llámese situación de peligro a aquella en que se
contiene la condición de esa expectativa; en ella se da la señal de angustia. Esto quiere decir:
yo tengo la expectativa de que se produzca una situación de desvalimiento, o la situación,
presente me recuerda a una de las vivencias traumáticas que antes experimenté. Por eso
anticipo ese trauma, quiero comportarme como si ya estuviera ahí, mientras es todavía tiempo
de extrañarse de él. La angustia es entonces, por una parte, expectativa del trauma, y por la
otra, una repetición amenguada de él. Estos dos caracteres que nos han saltado a la vista en la
angustia tienen, a su vez, diverso origen. Su vínculo con la expectativa atañe a la situación de
peligro; su indeterminación y ausencia de objeto, a la situación traumática del desvalimiento que
es anticipada en la situación de peligro.
De acuerdo con el desarrollo de la serie angustia-peligro-desvalimiento (trauma), podemos
resumir: La situación de peligro es la situación de desvalimiento discernida, recordada,
esperada. La angustia es la reacción originaria frente al desvalimiento en el trauma, que más
tarde es reproducida como señal de socorro en la situación de peligro. El yo, que ha vivenciado
pasivamente el trauma, repite {wiederbolen} ahora de manera activa una reproducción
{Reproduktion} morigerada de este, con la esperanza de poder guiar de manera autónoma su
decurso. Sabemos que el niño adopta igual comportamiento frente a todas las vivencias
penosas para él, reproduciéndolas en el juego; con esta modalidad de tránsito de la pasividad a
la actividad procura dominar psíquicamente sus impresiones vitales. (ver nota)(173) Si la
«abreacción» del trauma se entendiera en este sentido no habría nada más que objetar.
Empero, lo decisivo es el primer desplazamiento de la reacción de angustia desde su origen en
la situación de desvalimiento hasta su expectativa, la situación de peligro. Y de ahí se siguen los
ulteriores desplazamientos del peligro a la condición del peligro, así como la pérdida de objeto y
sus ya mencionadas modificaciones.
«Malcriar» al niño pequeño tiene la indeseada consecuencia de acrecentar, por encima de todos
43
los demás, el peligro de la pérdida de objeto -siendo este la protección frente a todas las
situaciones de desvalimiento- Favorece entonces que el individuo se quede en la infancia, de la
que son característicos el desvalimiento motor y el psíquico.
Hasta ahora no hemos tenido ocasión ninguna de considerar a la angustia realista de otro modo
que a la neurótica. Conocemos la diferencia; el peligro realista amenaza desde un objeto
externo, el neurótico desde una exigencia pulsional. En la medida en que esta exigencia
pulsional es algo real {Real}, puede reconocerse también a la angustia neurótica un fundamento
real. Hemos comprendido que la apariencia de un vínculo particularmente íntimo entre angustia
y neurosis se reconduce al hecho de que el yo se defiende, con auxilio de la reacción de
angustia, del peligro pulsional del mismo modo que del peligro realista externo, pero esta
orientación de la actividad defensiva desemboca en la neurosis a consecuencia de una
imperfección del aparato anímico.
Hemos adquirido también la convicción de que la exigencia pulsional a menudo sólo se
convierte en un peligro (interno) porque su satisfacción conllevaría un peligro externo, vale decir,
porque ese peligro interno representa {repräsentieren} uno externo.
Y, por otra parte, también el peligro exterior (realista) tiene que haber encontrado una
interiorización si es que ha de volverse significativo para el yo; por fuerza es discernido en su
vínculo con una situación vivenciada de desvalimiento. (ver nota)(174) Un discernimiento
instintivo de peligros que amenacen de afuera no parece innato en el hombre, o lo tiene sólo en
medida muy limitada. Los niños pequeños hacen incesantemente cosas que aparejan riesgo de
muerte, y por eso mismo no pueden prescindir del objeto protector. En el nexo con la situación
traumática, frente a la cual uno está desvalido, coinciden peligro externo e interno, peligro
realista y exigencia pulsional. Sea que el yo vivencie en un caso un dolor que no cesa, en otro
una estasis de necesidad que no puede hallar satisfacción, la situación económica es, en
ambos, la misma, y el desvalimiento motor encuentra su expresión en el desvalimiento psíquico.
Las enigmáticas fobias de la primera infancia merecen ser citadas de nuevo en este lugar.
Algunas de ellas -soledad, oscuridad, personas extrañas- podrían comprenderse como
reacciones frente al peligro de la pérdida del objeto; respecto de otras -animales pequeños,
truenos, etc.- se ofrece quizás el expediente de que serían los restos mutilados de una
preparación congénita para los peligros realistas, tan nítidamente conformada en otros
animales. En el caso del ser humano, lo -único acorde al fin es la parte de esta herencia arcaica
que se refiere a la pérdida del objeto. Cuando tales fobias infantiles se fijan, se vuelven más
intensas y perduran hasta una época posterior, el análisis demuestra que su contenido se ha
puesto en conexión con exigencias libidinales, ha devenido también la subrogación de peligros
internos.
C. Angustia, dolor y duelo
Es tan poco lo que hay sobre la psicología de los procesos de sentimiento que las siguientes,
tímidas, puntualizaciones tienen derecho a reclamar la mayor indulgencia. El problema se nos
plantea en este punto: deberíamos decir que la angustia nace como reacción frente al peligro de
la pérdida del objeto. Ahora bien, ya tenemos noticia de una reacción así frente a la pérdida del
objeto; es el duelo. Entonces, ¿cuándo sobreviene uno y cuándo la otra? En el duelo, del cual
yo, nos hemos ocupado antes, ha quedado un rasgo completamente sin entender: su carácter
particularmente doliente. (ver nota)(175) Y a pesar de todo, nos parece evidente que la
separación del objeto deba ser dolorosa. Pero entonces el problema se nos complica más:
¿Cuándo la separación del objeto provoca angustia, cuándo duelo y cuándo quizá sólo dolor?
Digamos enseguida que no hay perspectiva alguna de responder estas preguntas. Nos
conformaremos con hallar algunos deslindes y algunas indicaciones.
Tomemos de nuevo como punto de partida una situación que creemos comprender: la del
lactante que, en lugar de avistar a su madre, avista a una persona extraña. Muestra entonces
angustia, que hemos referido al peligro de la pérdida del objeto. Pero ella es sin duda más
compleja y merece un examen más a fondo. La angustia del lactante no ofrece por cierto duda
alguna, pero la expresión del rostro y la reacción de llanto hacen suponer que, además, siente
dolor. Parece que en él marchara conjugado algo que luego se dividirá. Aún no puede diferenciar
la ausencia temporaria de la pérdida duradera; cuando no ha visto a la madre una vez, se
comporta como si nunca más hubiera de verla, y hacen falta repetidas experiencias
consoladoras hasta que aprenda que a una desaparición de la madre suele seguirle su
reaparición. La madre hace madurar ese discernimiento {Erkenntnis}, tan importante para él,
ejecutando el familiar juego de ocultar su rostro ante el niño y volverlo a descubrir, para su
alegría. (ver nota)(176) De este modo puede sentir, por así decir, una añoranza no acompañada
de desesperación.
La situación en que echa de menos a la madre es para él, a consecuencia de su malentendido,
no una situación de peligro, sino traumática o, mejor dicho, es una situación traumática cuando
registra en ese momento una necesidad que la madre debe satisfacer; se muda en situación de
peligro cuando esa necesidad no es actual. La primera condición de angustia que el yo mismo
introduce es, por lo tanto, la de la pérdida de percepción, que se equipara a la de la pérdida del
objeto. Todavía no cuenta una pérdida de amor. Más tarde la experiencia enseña que el objeto
permanece presente, pero puede ponerse malo para el niño, y entonces la pérdida de amor por
parte del objeto se convierte en un nuevo peligro y nueva condición de angustia más
permanentes.
La situación traumática de la ausencia de la madre diverge en un punto decisivo de la situación
traumática del nacimiento. En ese momento no existía objeto alguno que pudiera echarse de
menos. La angustia era la única reacción que podía producirse. Desde entonces, repetidas
situaciones de satisfacción han creado el objeto de la madre, que ahora, en caso de
despertarse la necesidad, experimenta una investidura intensiva, que ha de llamarse
«añorante». A esta novedad es preciso referir la reacción del dolor. El dolor es, por tanto, la
genuina reacción frente a la pérdida del objeto; la angustia lo es frente al peligro que esa pérdida
conlleva, y en ulterior desplazamiento, al peligro de la pérdida misma del objeto.
También acerca del dolor es muy poco lo que sabemos. He aquí el único contenido seguro: el
hecho de que el dolor -en primer término y por regla general- nace cuando un estímulo que
44
ataca en la periferia perfora los dispositivos de la protección antiestímulo y entonces actúa
como un estímulo pulsional continuado, frente al cual permanecen impotentes las acciones
musculares, en otro caso eficaces, que sustraerían del estímulo el lugar estimulado. (ver
nota)(177) En nada varía la situación cuando el estímulo no parte de un lugar de la piel, sino de
un órgano interno; no ocurre otra cosa que el remplazo de la periferia externa por una parte de la
interna. Es evidente que el niño tiene ocasión de hacer esas vivencias de dolor, que son
independientes de sus vivencias de necesidad. Ahora bien, esta condición genética del dolor
parece tener muy poca semejanza con una pérdida del objeto; es indudable que en la situación
de añoranza del niño falta por completo el factor, esencial para el dolor, de la estimulación
periférica. Empero, no dejará de tener su sentido que el lenguaje haya creado el concepto del
dolor interior, anímico, equiparando enteramente las sensaciones de la pérdida del objeto al
dolor corporal.
A raíz de] dolor corporal se genera una investidura elevada, que ha de llamarse narcisista, del
lugar doliente del cuerpo(178); esa investidura aumenta cada vez más y ejerce sobre el yo un
efecto de vaciamiento, por así decir. (ver nota)(179) Es sabido que con motivo de dolores en
órganos internos recibimos representaciones espaciales y otras de partes del cuerpo que no
suelen estar subrogadas en el representar conciente. También el notable hecho de que aun los
dolores corporales más intensos no se producen (no es lícito decir aquí: permanecen
inconcientes) si un interés de otra índole provoca distracción psíquica halla su explicación en el
hecho de la concentración de la investidura en la agencia representante psíquica del lugar
doliente del cuerpo. Pues bien; en este punto parece residir la analogía que ha permitido aquella
trasferencia de la sensación dolorosa al ámbito anímico. ¡La intensiva investidura de añoranza,
en continuo crecimiento a consecuencia de su carácter irrestañable, del objeto ausente
(perdido) crea las mismas condiciones económicas que la investidura de dolor del lugar
lastimado del cuerpo y hace posible prescindir del condicionamiento periférico del dolor
corporal! El paso del dolor corporal al dolor anímico corresponde a la mudanza de investidura
narcisista en investidura de objeto. La representación-objeto, que recibe de la necesidad una
elevada investidura, desempeña el papel del lugar del cuerpo investido por el incremento de
estímulo. La continuidad del proceso de investidura y su carácter no inhibible producen idéntico
estado de desvalimiento psíquico. Si la sensación de displacer que entonces nace lleva el
carácter específico del dolor (no susceptible de otra descripción), en lugar de exteriorizarse en
la forma de reacción de la angustia, cabe responsabilizar de ello a un factor que ha sido poco
tenido en cuenta hasta ahora en la explicación: el elevado nivel de las proporciones de
investidura y ligazón con que se consuman estos procesos que llevan a la sensación de
displacer. (ver nota)(180)
Tenemos noticia, además, de otra reacción de sentimiento frente a la pérdida del objeto: el
duelo. Pero su explicación ya no depara más dificultades. El duelo se genera bajo el influjo del
examen de realidad, que exige categóricamente separarse del objeto porque él ya no existe
más. (ver nota)(181) Debe entonces realizar el trabajo de llevar a cabo ese retiro del objeto en
todas las situaciones en que el objeto {Objekt} fue asunto {Gegenstand} de una investidura
elevada. El carácter doliente de esta separación armoniza con la explicación que acabamos de
dar, a saber, la elevada e incumplible investidura de añoranza del objeto en el curso de la
reproducción de las situaciones en que debe ser desasida la ligazón con el objeto.
Apéndice A.
«Represión» y «defensa»
[La historia del uso de estos dos términos, tal como la traza Freud, es quizás un poco imprecisa
o en todo caso exige cierta ampliación. Ambos fueron utilizados con mucha liberalidad durante
el período de Breuer. «Represión» («Verdrängung») aparece por primera vez en la
«Comunicación preliminar» (1893a), AE, 2, pág. 36, y «defensa» («Abtvehr») en «Las
neuropsicosis de defensa» (1894a). En los Estudios sobre la histeria (1895d), «represión» se
encuentra una docena de veces y «defensa» algunas más; no obstante, parece haberse
establecido entre ellos una diferenciación, describiendo con «represión» el proceso efectivo y
con «defensa» su motivación. Pero en el prólogo a la primera edición de los Estudios los
autores aparentemente equiparan los dos conceptos, pues sostienen que «la sexualidad
desempeña un papel principal [ ... ] como motivo de la "defensa", de la represión de
representaciones fuera de la conciencia» (AE, 2, pág. 23). Y de manera todavía más explícita, al
comienzo de su segundo trabajo sobre las neuropsicosis de defensa (1896b), AE, 3, pág. 163,
Freud habla del «proceso psíquico de la "defensa" o la "represión"».
Después del período de Breuer, o sea, a partir de 1897, el uso de «defensa» fue haciéndose
menos frecuente, aunque no desapareció del todo; figura varias veces, por ejemplo, en el
capítulo VII de la primera edición de Psicopatología de la vida cotidiana (1901b) y en el capítulo
VII, sección 7, de El chiste y su relación con lo inconciente (1905c). Pero ya «represión» había
comenzado a predominar, y aparece en forma casi exclusiva en el historial clínico de «Dora»
(1905e) y en los Tres ensayos de teoría sexual (1905d). Poco después, en «Mis tesis sobre el
papel de la sexualidad en la etiología de las neurosis» (1906a), escrito en junio de 1905, Freud
llamó expresamente la atención sobre el cambio terminológico. En una reseña histórica de sus
concepciones, al ocuparse del período inmediatamente posterior al de Breuer, aprovechó para
escribir lo siguiente: « ... la "represión" (como empecé a decir en lugar de "defensa") ... » (AE, 7,
pág, 268).
La leve imprecisión ya manifiesta en esta frase se hizo más marcada aún en otra parecida de la
«Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico» (1914d), donde, al referirse
nuevamente a las postrimerías del período de Breuer, consignaba Freud: « ... [yo] concebía la
escisión psíquica misma como resultado de un proceso de repulsión al que llamé entonces
45
"defensa" y, más tarde, "represión"» (AE, 14, págs. 10-1).
El predominio de "represión" fue aún mayor luego de 1905, hasta que en el análisis del «Hombre
de las Ratas» (1909d), verbigracia, Freud nos dice que hay dos clases de represión, una de las
cuales se aplica en la histeria y la otra en la neurosis obsesiva (AE, 10, pág. 154). Este es un
ejemplo particularmente claro en el cual, si nos atenemos al esquema propuesto en la presente
obra, deberíamos decir «dos clases de defensa».
Pero no pasó mucho tiempo sin que comenzara a verse nítidamente la utilidad de «defensa»
como término más amplio que «represión»; esto ocurre, en particular, en los trabajos
metapsicológicos. Así, los «destinos» de las pulsiones, sólo uno de los cuales es la
«represión», fueron considerados como «modos de defensa» contra ellas (cf. «Pulsiones y
destinos de pulsión (1915c), AE, 14, págs. 122 y 127, y «La represión» (1915d); y de la
«proyección» se nos dice que es un «mecanismo de defensa» o «medio de la defensa» (cf. «Lo
inconciente» (1915e), AE, 14, pág. 181, y «Complemento metapsicológico a la doctrina de los
sueños» (1917d). Sin embargo, pasarían otros diez años (hasta la presente obra) antes de que
Freud reconociera explícitamente la conveniencia de establecer un distingo en el uso de ambos
términos.]
Apéndice B.
Escritos de Freud que
versan predominantemente
o en gran parte sobre la
angustia
[El tema de la angustia aparece en un gran número (tal vez en la mayoría) de los escritos de
Freud, pese a lo cual posiblemente resulte útil una lista como la que ofrecemos a continuación.
La fecha que aparece a la izquierda es la del año de redacción; la que figura luego de cada uno
de los títulos corresponde al año de publicación y remite al ordenamiento adoptado en la
bibliografía del final del volumen. Los manuscritos que se dan entre corchetes fueron publicados
póstumamente.]
[1893 Manuscrito B. «La etiología de las neurosis», sección II (1950a).]
[1894 Manuscrito E. «¿Cómo se genera la angustia?» (1950a).]
[1894 Manuscrito F. «Recopilación III», nº 1 (1950a).]
1894 «Obsesiones y fobias», sección 11 (1895c).
1894 «Sobre la justificación de separar de la neurastenia un determinado síndrome en calidad
de "neurosis de angustia"» ( 1895b).
[¿1895? Manuscrito J (1950a).]
1895 «A propósito de las críticas a la "neurosis de angustia"» (1895f).
1909 «Análisis de la fobia de un niño de cinco años» ( 1909b).
1910 «Sobre el psicoanálisis "silvestre"» (1910k).
1914 «De la historia de una neurosis infantil» (1918b).
1916-17 Conferencias de introducción al psicoanálisis, 25º conferencia (1916-17).
1925 Inhibición, síntoma y angustia (1926d).
1932 Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, 32º conferencia (primera parte)
(1933a]