«Zur Geschichte der psychoanalytischen Bewegung»
«Fluctuat nec mergitur»
(En el escudo de armas de la ciudad de París(1))
Nota introductoria(2)
I
Si en lo que sigue hago contribuciones a la historia del movimiento psicoanalítico, nadie tendrá derecho a asombrarse por su carácter subjetivo ni por el papel que en esa historia cabe a mi persona. En efecto, el psicoanálisis es creación mía, yo fui durante diez años el único que se ocupó de él, y todo el disgusto que el nuevo fenómeno provocó en los contemporáneos se descargó sobre mi cabeza en forma de crítica. Me juzgo con derecho a defender este punto de vista: todavía hoy, cuando hace mucho he dejado de ser el único psicoanalista, nadie puede saber mejor que yo lo que el psicoanálisis es, en qué se distingue de otros modos de explorar la vida anímica, qué debe correr bajo su nombre y qué sería mejor llamar de otra manera. Y mientras así refuto lo que me parece una osada usurpación, doy a nuestros lectores un esclarecimiento indirecto sobre los procesos que han llevado al cambio de directores y de

2
modalidad de presentación de esta revista(3).Cuando en 1909, en la cátedra de una universidad norteamericana, tuve por primera vez oportunidad de dar una conferencia pública sobre el psicoanálisis(4), declaré, penetrado de la importancia que ese momento tenía para mis empeños, no haber sido yo quien trajo a la vida el psicoanálisis. Este mérito le fue deparado a Josef Breuer en tiempos en que yo era estudiante y me absorbía la preparación de mis exámenes (1880-82). Pero amigos bienintencionados me sugirieron luego una reflexión: ¿no había expresado de manera impropia ese reconocimiento? Igual que en ocasiones anteriores, habría debido apreciar el«procedimiento catártico» de Breuer como un estadio previo del psicoanálisis y fijar el comienzo de este sólo en el momento en que yo desestimé la técnica hipnótica e introduje la asociación libre. Ahora bien, es bastante indiferente que la historia del psicoanálisis quiera computarse desde el procedimiento catártico
o sólo desde mi modificación de él. Si he entrado en este problema, que carece de interés, se debe únicamente a que muchos opositores del psicoanálisis suelen acordarse en ocasiones de que este arte no proviene de mí, sino de Breuer. Desde luego, sólo lo hacen en caso de que su posición les permita hallar algo digno de nota en el psicoanálisis; cuando no se ponen ese límite en su repulsa, el psicoanálisis es siempre, y sin discusión, obra mía. Nunca supe que su gran participación en el psicoanálisis le haya atraído a Breuer la cuota correspondiente de insultos y censuras. Y como desde hace tiempo he reconocido que el inevitable destino del psicoanálisis es mover a contradicción a los hombres e irritarlos, he sacado en conclusión que yo debo de ser el verdadero creador de todo lo que lo distingue. Con satisfacción agrego que ninguno de los empeños por disminuir mi parte en el tan vilipendiado análisis ha partido de Breuer mismo ni puede vanagloriarse de contar con su apoyo.
El contenido del descubrimiento de Breuer se ha expuesto ya tantas veces que podemos omitir aquí su consideración detallada: El hecho básico de que los síntomas de los histéricos dependen de escenas impresionantes, pero olvidadas, de su vida (traumas); la terapia, fundada en él, que consiste en hacer recordar y reproducir esas vivencias en la hipnosis (catarsis); y el poquito de teoría que de ahí se sigue, a saber, que estos síntomas corresponden a una aplicación anormal de magnitudes de excitación no finiquitadas (conversión). Cada vez que en su contribución teórica a Estudios sobre la histeria (1895) Breuer debió mencionar la conversión(5), puso mi nombre entre paréntesis, como si este primer ensayo de explicación teórica fuera de mi propiedad intelectual. Yo creo que este reconocimiento sólo es válido para el bautismo, mientras que la concepción misma nos vino a ambos al mismo tiempo y en común.
Es también sabido que, después de su primera experiencia, Breuer abandonó durante una serie de años el método catártico, y sólo lo retomó después que yo, de vuelta de mi permanencia con Charcot(6), lo moví a ello. El era médico internista y una absorbente práctica médica lo reclamaba; yo sólo a disgusto me hice médico, pero en ese tiempo tenía un fuerte motivo para querer ayudar a los enfermos nerviosos o, al menos, comprender algo de sus estados. Me había confiado a la terapia fisicista y quedé desorientado frente a los desengaños que me deparó la electroterapia de W. Erb [1882], tan rica en consejos e indicaciones. Si en esa época no llegué a formular por mi cuenta el juicio que después sentó Moebius, a saber, que los éxitos obtenidos con el tratamiento eléctrico en el caso de las perturbaciones nerviosas eran éxitos de sugestión, ello debe imputarse exclusivamente a la ausencia de esos prometidos éxitos. En aquella época, parecía ofrecer un sustituto satisfactorio de la fracasada terapia eléctrica el tratamiento con sugestiones en estado de hipnosis profunda, de que yo tomé conocimiento por las demostraciones en extremo impresionantes de Liébeault y de Bernheim(7). Pero la exploración de pacientes en estado de hipnosis, que yo había conocido por Breuer, aunaba dos cosas: un modo de operación automático y la satisfacción del apetito de saber; por esto mismo debía resultar incomparablemente más atractiva que la prohibición monótona y forzada en que consistía la sugestión, ajena a toda inquietud investigadora.
Hace poco se nos ha presentado como una de las conquistas más recientes del psicoanálisis el consejo de situar en el primer plano del análisis el conflicto actual y el ocasionamiento {Veranlassung} de la enfermedad [cf. AE, 14, pág. 61]. Ahora bien, esto es precisamente lo que Breuer y yo hicimos al comienzo de nuestros trabajos con el método catártico. Dirigíamos la atención del enfermo directamente a la escena traumática en que el síntoma se había engendrado, procurábamos colegir en el interior de ella el conflicto psíquico y liberar el afecto sofocado. A raíz de ello descubrimos el proceso psíquico característico de las neurosis, que yo más tarde he llamado regresión. Las asociaciones de los enfermos retrocedían desde las escenas que se querían esclarecer hasta vivencias anteriores, y así obligaban al análisis, cuyo propósito era corregir el presente, a ocuparse del pasado. Esta regresión llevó cada vez más atrás; primero -pareció- regularmente hasta la pubertad, pero después, los fracasos así como las lagunas de la comprensión atrajeron al trabajo analítico hacia los años más remotos de la infancia, inasequibles hasta ese momento para cualquier tipo de investigación. Esta orientación retrocedente pasó a ser un importante carácter del análisis. Se vio que el psicoanálisis no puede esclarecer nada actual si no es reconduciéndolo a algo pasado, y aun que toda vivencia patógena presupone una vivencia anterior, que, no siendo patógena en sí misma, presta al suceso que viene después su propiedad patógena. No obstante, la tentación de atenerse a la ocasión actual conocida era tan grande que incluso en análisis posteriores cedí a ella. En el tratamiento de la paciente que llamé «Dora», realizado en 1899(8), me era conocida la escena que había ocasionado el estallido de la enfermedad actual. Incontables veces me empeñé en traer al análisis esa vivencia, pero mi exhortación directa nunca conseguía sino la misma descripción mezquina y lagunosa. Sólo tras un largo rodeo, que nos condujo por la infancia más temprana de la paciente, sobrevino un sueño cuyo análisis llevó a recordar los detalles de la escena, olvidados hasta entonces; así se posibilitaron la comprensión y la solución del conflicto actual.
Por este solo ejemplo puede advertirse cuán descaminado anda el consejo que mencionamos antes y la cuota de regresión científica que se expresa en ese descuido de la regresión dentro de la técnica analítica, que así se nos recomienda.
La primera diferencia con Breuer añoró en un problema atinente al mecanismo más íntimo de la histeria. El prefería una teoría, por así decir, aún fisiológica; quería explicar la escisión del alma de los histéricos por la incomunicación entre diferentes estados de ella (o estados de conciencia, como decíamos entonces), y así creó la teoría de los «estados hipnoides»; a juicio de Breuer, los productos de esos estados penetraban en la «conciencia de vigilia» como unos cuerpos extraños no asimilados. Yo entendía las cosas menos científicamente(9), discernía dondequiera tendencias e inclinaciones análogas a las de la vida cotidiana y concebía la escisión psíquica misma como resultado de un proceso de repulsíón(10) al que llamé entonces «defensa» y, más tarde, «represión»(11). Hice un efímero intento por dejar subsistir los dos mecanismos el uno junto al otro, pero como la experiencia me mostraba sólo uno de ellos y

3
siempre el mismo, pronto mi doctrina de la defensa se contrapuso a la teoría de los estados hipnoides de Breuer.No obstante, estoy completamente seguro de que tal desacuerdo nada tuvo que ver con nuestra separación, sobrevenida poco después. Esta respondió a motivos más hondos, pero se produjo de tal modo que al principio no la entendí y sólo después, por toda clase de buenos indicios, atiné a interpretarla. Recuérdese que Breuer había dicho, acerca de su famosa primera paciente, que el elemento sexual permanecía en ella asombrosamente no desarrollado(12), sin contribuir con nada a su rico cuadro clínico. Siempre me maravilló que los críticos no opusiesen con mayor frecuencia esta aseveración de Breuer a mi tesis sobre la etiología sexual de las neurosis, y todavía hoy no sé si en esa omisión debo ver una prueba de la discreción de ellos o de su inadvertencia. El que a la luz de la experiencia adquirida en los últimos veinte años relea aquella historia clínica redactada por Breuer juzgará inequívoco el simbolismo de las serpientes, del ponerse rígida, de la parálisis del brazo, y si toma en cuenta la situación de la joven junto al lecho de enfermo de su padre, colegirá con facilidad la verdadera interpretación de esa formación de síntoma. Entonces, su juicio sobre el papel de la sexualidad en la vida anímica de aquella muchacha se apartará mucho del que formuló su médico. Para el restablecimiento de la enferma se le ofreció a Breuer el más intenso rapport sugestivo, que precisamente puede servirnos como paradigma de lo que llamamos [hoy] «trasferencia». Ahora tengo fuertes motivos para conjeturar que, tras eliminar todos los síntomas, él debió de descubrir por nuevos indicios la motivación sexual de esa trasferencia, pero, habiéndosele escapado la naturaleza universal de este inesperado fenómeno, interrumpió en este punto su investigación. como sorprendido por un «untoward event»(13). De esto, él no me ha hecho ninguna comunicación directa, pero en diversas épocas me dio suficientes asideros para justificar esta reconstrucción. Cuando después yo me pronuncié de manera cada vez más terminante en favor de la importancia de la sexualidad en la causación de las neurosis., él fue el primero en mostrarme esas reacciones de indignado rechazo que más tarde me serían tan familiares, pero que por entonces yo aún no había reconocido como mi ineluctable destino.(14)
El hecho de la trasferencia de tenor crudamente sexual, tierna u hostil, que se instala en todo tratamiento de una neurosis por más que ninguna de las dos partes lo desee o lo provoque, me ha parecido siempre la prueba más inconmovible de que las fuerzas impulsoras de la neurosis tienen su origen en la vida sexual. Este argumento todavía no se ha apreciado con la seriedad que merece, pues si así se hiciera, a la investigación no le quedaría verdaderamente otra alternativa. En cuanto a mí, lo juzgo una terminante pieza de convicción, junto a los resultados especiales del trabajo analítico, y más allá de ellos.
Frente a la mala acogida que mí tesis sobre la etiología sexual de las neurosis halló aun en el círculo íntimo de mis amigos -pronto se hizo el vacío en torno de mi persona-, me sirvió de consuelo pensar que había empeñado batalla en favor de una idea nueva y original. Pero es el caso que un día se agolparon en mí ciertos recuerdos qué me estorbaron esa satisfacción y me abrieron una buena perspectiva sobre los procesos de nuestra actividad creadora y la naturaleza de nuestro saber. Esa idea, por la que se me había hecho responsable, en modo alguno se había engendrado en mí. Me había sido trasmitida por tres personas cuya opinión reclamaba con justicia mi más profundo respeto: Breuer mismo, Charcot y el ginecólogo de nuestra universidad, Chrobak(15), quizás el más eminente de nuestros médicos de Viena. Los tres me habían trasmitido una intelección que, en todo rigor, ellos mismos no poseían. Dos de ellos desmintieron su comunicación cuando más tarde se las recordé; el tercero (el maestro Charcot) probablemente habría hecho lo propio de haber podido yo volverlo a ver. En mí, en cambio, esas tres comunicaciones idénticas, que recibí sin comprender, quedaron dormidas durante años, hasta que un día despertaron como un conocimiento en apariencia original. (Ver nota(16))
Un día, siendo yo un joven médico de hospital, acompañaba a Breuer en un paseo por la ciudad; en eso se le acercó un hombre que quería hablarle con urgencia. Permanecí apartado; cuando Breuer quedó libre, me comunicó, con su manera de enseñanza amistosa: ese era el marido de una paciente que le traía noticias de ella. La mujer, agregó, se comportaba en reuniones sociales de un modo tan llamativo que se la habían enviado para que la tratase por nerviosa. Son siempre secretos de alcoba, concluyó Breuer. Atónito, pregunté qué quería decir eso, y él me aclaró la palabra «alcoba»(17) («el lecho matrimonial») porque no entendía que la cosa pudiera parecerme tan inaudita.
Años después, asistía yo a una de esas veladas que daba Charcot; me encontraba cerca del venerado maestro, a quien Brouardel(18), al parecer, contaba una muy interesante historia de la práctica de esa jornada. Oí al comienzo de manera imprecisa, y poco a poco el relato fue cautivando mi atención: Una joven pareja de lejanas tierras del Oriente, la mujer con un padecimiento grave, y el hombre, impotente o del todo inhábil. «Táchez donc», oí que Charcot repetía, «je vous assure, vous y arriverez(19)». Brouardel, quien hablaba en voz más baja, debió de expresar entonces su asombro por el hecho de que en tales circunstancias se presentaran síntomas como los de la mujer. Y Charcot pronunció de pronto, con brío, estas palabras: «Mais dans des cas pareils c'est toujours la chose génitale, toujours... toujours ... toujours!(20)». Y diciéndolo cruzó los brazos sobre el pecho y se cimbró varias veces de pies a cabeza con la vivacidad que le era peculiar. Sé que por un instante se apoderó de mí un asombro casi paralizante y me dije: Y si él lo sabe, ¿por qué nunca lo dice? Pero esa impresión se me olvidó pronto; la anatomía cerebral y la producción experimental de parálisis histéricas habían absorbido todo mi interés.
Un año más tarde yo había iniciado mi actividad médica en Viena como docente auxiliar {Privatdozent} en enfermedades nerviosas, y en lo relativo a la etiología de las neurosis era todo lo inocente y todo lo ignorante que puede exigirse de un universitario promisorio. Cierto día recibí un amistoso pedido de Chrobak: que tomase a mi cargo una paciente de él, a quien por causa de sus nuevas funciones de profesor universitario no podía consagrar el tiempo suficiente. Llegué antes que él a casa de la enferma, y me enteré de que sufría de ataques de angustia sin sentido que sólo podían yugularse mediante la más exacta información sobre el lugar en que se encontraba su médico en cada momento del día. Cuando Chrobak apareció, me llevó aparte y me reveló que la angustia de la paciente se debía a que, no obstante estar casada desde hacía dieciocho años, era virgo intacta. El marido era absolutamente impotente. En tales casos al médico no le quedaba más que cubrir con su reputación la desventura conyugal y aceptar que alguien, encogiéndose de hombros, pudiera decir sobre él: «Ese tampoco puede nada, puesto que en tantos años no la ha curado». La única receta para una enfermedad así, agregó Chrobak, nos es bien conocida, pero no podemos prescribirla. Sería:

4
Rp. Penis normalis
dosim
Repetatur!
Yo nunca había oído hablar de semejante receta, y a punto estuve de menear la cabeza frente al cinismo de mi protector.
Por cierto que no he revelado el ilustre origen de esa atroz idea para descargar sobre otros la responsabilidad por ella. Sé que una cosa es expresar una idea una o varias veces en la forma de un apercu pasajero, y otra muy distinta tomarla en serio, al pie de la letra, hacerla salir airosa de cada uno de los detalles que le oponen resistencia y conquistarle un lugar entre las verdades reconocidas. Es la diferencia entre un amorío ocasional y un matrimonio en regla, con todos sus deberes y todas sus dificultades. «Epouser les idées de ... (21)» es, al menos en francés, un giro idiomático usual.
Entre los otros factores que por mi trabajo se fueron sumando al método catártico y lo trasformaron en el psicoanálisis, quiero destacar: la doctrina de la represión y de la resistencia, la introducción de la sexualidad infantil, y la interpretación y el uso de los sueños para el reconocimiento de lo inconciente.
En cuanto a la doctrina de la represión, es seguro que la concebí yo independientemente; no sé de ninguna influencia que me haya aproximado a ella, y durante mucho tiempo tuve a esta idea por original, hasta que Otto Rank (1910b) nos exhibió aquel pasaje de El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, donde el filósofo se esfuerza por explicar la locura. Lo que ahí se dice acerca de la renuencia a aceptar un fragmento penoso de la realidad coincide acabadamente con el contenido de mi concepto de represión, tanto, que otra vez puedo dar gracias a mi falta de erudición libresca, que me posibilitó hacer un descubrimiento. No obstante, otros han leído ese pasaje y lo pasaron por alto sin hacer ese descubrimiento, y quizá lo propio me hubiera ocurrido si en años mozos hallara más gusto en la lectura de autores filosóficos. En una época posterior, me rehusé el elevado goce de las obras de Nietzsche con esta motivación conciente: no quise que representación-expectativa de ninguna clase viniese a estorbarme en la elaboración de las impresiones psicoanalíticas. Por ello, debía estar dispuesto -y lo estoy, de buena gana- a resignar cualquier pretensión de prioridad en aquellos frecuentes casos en que la laboriosa investigación psicoanalítica no puede más que corroborar las intelecciones obtenidas por los filósofos intuitivamente. (Ver Nota(22))
La doctrina de la represión es ahora el pilar fundamental sobre el que descansa el edificio del psicoanálisis, su pieza más esencial. Sin embargo, no es más que la expresión teórica de una experiencia que puede repetirse a voluntad toda vez que se emprenda el análisis de un neurótico sin auxilio de la hipnosis. Es que entonces se llega a palpar una resistencia que se opone al trabajo analítico y pretexta una falta de memoria para hacerlo fracasar. El empleo de la hipnosis ocultaba, por fuerza, esa resistencia; de ahí que la historia del psicoanálisis propiamente dicho sólo empiece con la innovación técnica de la renuncia a la hipnosis. Y después, la apreciación teórica de la circunstancia de que esa resistencia se conjuga con una amnesia lleva, sin que se lo pueda evitar, a aquella concepción de la actividad inconciente del alma que es propiedad del psicoanálisis y lo distingue siempre marcadamente de las especulaciones filosóficas acerca de lo inconciente.Es lícito decir, pues, que la teoría psicoanalítica es un intento por comprender dos experiencias que, de modo llamativo e inesperado, se obtienen en los ensayos por reconducir a sus fuentes biográficas los síntomas patológicos de un neurótico: el hecho de la trasferencia y el de la resistencia. Cualquier línea de investigación que admita estos dos hechos y los tome como punto de partida de su trabajo tiene derecho a llamarse psicoanálisis, aunque llegue a resultados diversos de los míos. Pero el que aborde otros aspectos del problema y se aparte de estas dos premisas difícilmente podrá sustraerse a la acusación de ser un usurpador que busca mimetizarse, si es que porfía en llamarse psicoanalista.
Yo rebatiría con toda energía a quien pretendiera computar la doctrina de la represión y de la resistencia entre las premisas y no entre los resultados del psicoanálisis. Hay premisas así, de naturaleza psicológica y biológica universal, y sería conveniente tratar de ellas en otro lugar; pero la doctrina de la represión es una conquista del trabajo psicoanalítico, ganada de manera legítima como decantación teórica de innumerables experiencias.
Una conquista de igual valor, aunque de una época muy posterior, es la introducción de la sexualidad infantil, de la cual ni se habló en los primeros años de tanteos en la investigación mediante el análisis. Al principio se advirtió únicamente que era preciso reconducir a un tiempo pasado el efecto de impresiones actuales. Sólo que «el buscador halló a menudo más de lo que habría deseado hallar». Cada vez éramos retrotraídos más atrás en ese pasado, y al fin tuvimos la esperanza de que se nos dejaría permanecer en la pubertad, la época tradicional de maduración de las mociones sexuales. Pero en vano; las huellas se adentraban todavía más atrás, hasta la infancia y los primeros años de ella. Y en el avance por ese camino fue preciso superar un error que habría sido casi fatal para la joven disciplina. Bajo la influencia de la teoría traumática de la histeria, originada en Charcot, se tendía con facilidad a juzgar reales y de pertinencia etiológica los informes de pacientes que hacían remontar sus síntomas a vivencias sexuales pasivas de sus primeros años infantiles, vale decir, dicho groseramente, a una seducción.
Cuando esta etiología se desbarató por su propia inverosimilitud y por contradecirla circunstancias establecidas con certeza, el resultado inmediato fue un período de desconcierto total. El análisis había llevado por un camino correcto hasta esos traumas sexuales infantiles, y hete aquí que no eran verdaderos. Era perder el apoyo en la realidad. En ese momento, con gusto habría dejado yo todo el trabajo en la estacada, como hizo mi ilustre predecesor Breuer en ocasión de su indeseado descubrimiento. Quizá perseveré porque no tenía la opción de principiar otra cosa. Y por fin atiné a reflexionar que uno no tiene el derecho de acobardarse cuando sus expectativas no se cumplen, sino que es preciso revisar estas. Si los histéricos reconducen sus síntomas a traumas inventados, he ahí precisamente el hecho nuevo, a saber, que ellos fantasean esas escenas, y la realidad psíquica pide ser apreciada junto a la realidad práctica. Pronto siguió la intelección de que esas fantasías estaban destinadas a encubrir, a embellecer y a promover a una etapa más elevada el ejercicio autoerótico de los primeros años de la infancia. Así, tras esas fantasías, salió al primer plano la vida sexual del niño en todo su alcance. (Ver nota(23))

5
En esta actividad sexual de los primeros años infantiles, también la constitución congénita pudo por fin volver por sus derechos. Disposición y vivencia se enlazaron aquí en una unidad etiológica inseparable; en efecto, la disposición elevaba a la condición de traumas incitadores y fijadores impresiones que de otro modo habrían sido enteramente triviales e ineficaces, mientras que las vivencias despertaban en la disposición ciertos factores que, de no mediar ellas, habrían permanecido largo tiempo dormidos, sin desarrollarse quizá. La última palabra en cuanto a la etiología traumática la dijo después Abraham [1907], cuando señaló que precisamente la especificidad de la constitución sexual del niño es propicia para provocar vivencias sexuales de un tipo determinado, vale decir, traumas.Mis tesis sobre la sexualidad del niño se fundaron al comienzo casi exclusivamente en los resultados del análisis de adultos, que retrogradaba al pasado. Me faltó la oportunidad de hacer observaciones directas en el niño. Por eso fue un triunfo extraordinario cuando años después, mediante la observación directa y el análisis de niños de muy corta edad, pude corroborar la mayor parte de lo descubierto; un triunfo que fue empañando poco a poco la reflexión de que ese descubrimiento era de índole tal que más bien debía uno avergonzarse por haberlo hecho. Cuanto más se avanzaba en la observación del niño, tanto más patente se hacía ese hecho, pero también más extraño parecía que se hubiera gastado semejante trabajo en pasarlo por alto.
Es verdad que una convicción tan cierta sobre la existencia y la importancia de la sexualidad infantil sólo puede obtenerse sí se transita el camino del análisis, retrogradando desde los síntomas y peculiaridades de los neuróticos hasta las fuentes últimas cuyo descubrimiento explica lo que hay en ellos de explicable y permite modificar lo que acaso puede cambiarse. Comprendo que se llegue a otros resultados si, como hace poco hizo C. G. Jung, uno se forma primero una representación teórica de la naturaleza de la pulsión sexual y desde ella quiere concebir la vida del niño. Una representación así sólo puede escogerse al azar o atendiendo a consideraciones tomadas de otro ámbito, y corre el peligro de ser inadecuada para aquel al que se la quiere aplicar. Sin duda, también el camino analítico depara dificultades y oscuridades últimas en lo que atañe a la sexualidad y a sus nexos con la vida total del individuo, pero no se las puede despejar mediante especulaciones, sino que es fuerza que :subsistan hasta que hallen solución por vía de otras observaciones o de observaciones hechas en otros ámbitos.
Acerca de la interpretación de los sueños puedo ser breve. Me fue dada como primicia después que yo, obedeciendo a un oscuro presentimiento, me hube decidido a trocar la hipnosis por la asociación libre. Mi apetito de saber no iba dirigido de antemano a la comprensión de los sueños. Influencias que guiaran mi interés o generaran en mí una expectativa propicia, yo no las conozco. Antes de cesar mi trato con Breuer, tuve tiempo de comunicarle cierta vez, con una frase, que me proponía traducir sueños. A causa de la historia de este descubrimiento, el simbolismo del lenguaje onírico fue, de lejos, lo último a que tuve acceso en el sueño, pues para el conocimiento de los símbolos las asociaciones del soñante sirven de poco. Gracias a mi hábito de ponerme primero, y siempre, a estudiar las cosas antes de reverlas en los libros, pude cerciorarme del simbolismo del sueño antes de que el escrito de Scherner [1861] llamase mi atención sobre él. Sólo más tarde aprecié este medio de expresión del sueño en todo su alcance, en parte bajo la influencia de los trabajos de Stekel, autor tan meritorio al principio y tan enteramente acrítico después (ver nota(24)). La íntima correspondencia de la interpretación psicoanalítica de los sueños con el arte interpretativo de los antiguos, tan reverenciado en su tiempo, se me hizo clara sólo muchos años después. En cuanto a la pieza más peculiar e importante de mi teoría sobre el sueño, reconducir la desfiguración onírica a un conflicto interior, una suerte de insinceridad interior, la reencontré en un autor ajeno por cierto a la medicina, mas no a la filosofía, el famoso ingeniero J. Popper, quien bajo el nombre de Lynkeus había publicado las Mantasien eines Realisten [1900] (ver nota(25)).
La interpretación de los sueños me sirvió de consuelo y apoyo en esos difíciles años iniciales del análisis, cuando tuve que dominar técnica, clínica y terapia de las neurosis, todo a un tiempo; estaba entonces enteramente aislado, en medio de una maraña de problemas, y a raíz de la acumulación de dificultades temía a menudo perder la brújula y la confianza en mí mismo. Trascurría a menudo un lapso desconcertantemente largo antes de hallar en el enfermo la prueba de mi premisa de que toda neurosis tenía que hacerse por fuerza comprensible mediante análisis; pero en los sueños, que podían concebirse como unos análogos de los síntomas, hallaba esa premisa una confirmación casi infalible.
Sólo estos éxitos me habilitaron para perseverar. Por eso tomé el hábito de medir la comprensión de un trabajador psicológico por su actitud frente a los problemas de la interpretación de los sueños, y observo complacido que la mayoría de los oponentes del psicoanálisis evitan entrar en este terreno o, si lo intentan, se comportan en él con extrema torpeza. Pronto advertí la necesidad de hacer mi autoanálisis, y lo llevé a cabo con ayuda de una serie de sueños propios que me hicieron recorrer todos los acontecimientos de mi infancia, y todavía hoy opino que en el caso de un buen soñador, que no sea una persona demasiado anormal, esta clase de análisis puede ser suficiente. (Ver nota(26))
Mediante el despliegue de esta historia genética creo haber mostrado mejor que mediante una exposición sistemática lo que es el psicoanálisis. Al principio no advertí la naturaleza particular de mi descubrimiento. Sin vacilar sacrifiqué mi incipiente reputación como médico y el aumento de mi clientela de pacientes neuróticos en aras de mi empeño por investigar consecuentemente la causación sexual de sus neurosis; obtuve así una serie de experiencias que me refirmaron de manera definitiva en mi convicción acerca de la importancia práctica del factor sexual. Desprevenido, me presenté en la asociación médica de Viena, presidida en ese tiempo por Von Krafft-Ebing(27), como un expositor que esperaba resarcirse, gracias al interés y el reconocimiento que le tributarían sus colegas, de los perjuicios materiales consentidos por propia decisión. Yo trataba mis descubrimientos como contribuciones ordinarias a la ciencia, y lo mismo esperaba que hicieran los otros. Sólo el silencio que siguió a mi conferencia, el vacío que se hizo en torno de mi persona, las insinuaciones que me fueron llegando, me hicieron comprender poco a poco que unas tesis acerca del papel de la sexualidad en la etiología de las neurosis no podían tener la misma acogida que otras comunicaciones. Entendí que en lo sucesivo pertenecería al número de los que «han turbado el sueño del mundo», según la expresión de Hebbel(28), y no me estaba permitido esperar objetividad ni benevolencia. Pero como mí convicción sobre la justeza global de mis observaciones y de mis inferencias se afirmaba cada vez más, y no eran menores mi confianza en mi propio juicio y mi coraje moral, el desenlace de esa situación no podía ser más que uno. Me resolví a creer que había tenido la dicha de descubrir unos nexos particularmente importantes y me dispuse a aceptar el destino que suele ir asociado con un hallazgo así.

6
Ese destino lo imaginé de la manera siguiente: Probablemente, los éxitos terapéuticos del nuevo procedimiento me permitirían subsistir, pero la ciencia no repararía en mí mientras yo viviese. Algunos decenios después, otro, infaliblemente, tropezaría con esas mismas cosas para las cuales ahora no habían madurado los tiempos, haría que los demás las reconociesen y me honraría como a un precursor forzosamente malogrado. Entretanto, me dispuse a pasarlo lo mejor posible, como Robinson en su isla solitaria. Cuando desde los embrollos y las urgencias del presente vuelvo la mirada a aquellos años de soledad, quiere parecerme que fue una época hermosa, una época heroica; al splendid isolation(29) no le faltan ventajas ni atractivos. No tenía ninguna bibliografía que leer, ningún oponente mal informado a quien escuchar, no estaba sometido a influencia alguna ni urgido por nada. Aprendí a sofrenar las inclinaciones especulativas y, atendiendo al inolvidable consejo de mi maestro Charcot, a examinar de nuevo las mismas cosas tantas veces como fuera necesario para que ellas por sí mismas empezaran a decir algo (ver nota(30)). Mis publicaciones, para las cuales con algún trabajo encontré también espacio, pudieron quedar siempre muy retrasadas respecto del avance de mi saber: era posible posponerlas a voluntad, ya que no había que defender ninguna «prioridad» cuestionada. Lainterpretación de los sueños, por ejemplo, estuvo lista en todo lo esencial a comienzos de 1896 (ver nota(31)), pero sólo fue redactada en el verano de 1899. El tratamiento de «Dora» concluyó a fines de 1899(32). Su historial clínico quedó registrado en las dos semanas que siguieron, pero no se publicó hasta 1905. Entretanto, mis escritos no eran reseñados en las publicaciones especializadas o, cuando esto por excepción ocurría, se los descartaba con un irónico o compasivo ademán de superioridad. Sucedió también que algún colega me dirigiera en sus publicaciones alguna observación, que solía ser harto sucinta y muy poco lisonjera, como «extravagante», «extremista», «muy singular». Pasó una vez que un asistente de la clínica de Viena donde yo dictaba mis conferencias semestrales me pidió autorización para asistir a ellas. Escuchaba con mucha devoción, no decía nada, pero tras la última conferencia se comidió a acompañarme. Mientras dábamos ese paseo me reveló que, con conocimiento de su jefe, había escrito un libro contra mi doctrina y lamentaba haber llegado a apreciarla mejor sólo ahora, tras escuchar mis conferencias. De lo contrario habría escrito algo muy diverso. Además, había consultado en la clínica si no debía leer antes Lainterpretación de los sueños, pero se lo desaconsejaron diciéndole que no valía la pena. Y en cuanto al edificio de mi doctrina, tal como acababa de comprenderlo, él mismo me lo comparó con la Iglesia Católica por la solidez de su ensambladura interna. En interés de la salvación de su alma quiero suponer que esa manifestación suya contenía una partícula de reconocimiento. Pero concluyó diciendo que era demasiado tarde para introducir enmiendas en su libro, que ya estaba impreso. El colega de marras no se juzgó obligado a dar después a sus lectores alguna noticia sobre su cambio de opinión acerca de mi psicoanálisis, sino que siguió adelante, como colaborador estable de una revista médica, sumando al desarrollo de aquellos puntos de vista unas glosas burlescas. (Ver nota(33))Toda la susceptibilidad personal que yo pudiera tener la perdí en esos años, para mi beneficio. Y en cuanto a amargarme, me salvó de ello una circunstancia que no viene en socorro de todos los descubridores solitarios. Ellos suelen torturarse procurando averiguar el origen del desacuerdo o el rechazo de sus contemporáneos, y lo sienten como un doloroso mentís, pues están convencidos de la verdad de su descubrimiento. No necesité hacer otro tanto, pues la doctrina psicoanalítica me permitió comprender esa conducta de mi entorno social como una consecuencia necesaria de los supuestos fundamentales del análisis. Si era cierto que los nexos descubiertos por mí eran mantenidos lejos de la conciencia de los enfermos por obra de resistencias afectivas interiores, estas últimas surgirían también en las personas :sanas tan pronto se les hiciese presente, mediante una comunicación de fuera, lo reprimido. Y que ellos se las ingeniasen para justificar con fundamentos intelectuales esa repulsa dictada por los afectos, nada tenía de asombroso. A los enfermos les sucede lo mismo con pareja frecuencia, y los argumentos aducidos -los argumentos abundan como la zarzamora, para decirlo con Falstaff(34)-, eran idénticos y no muy penetrantes. He aquí la única diferencia: con los enfermos se disponía de un medio de presión para que inteligieran sus resistencias y las vencieran, mientras que en el caso de los presuntos sanos faltaban tales auxilios. En cuanto a los caminos por los cuales se pudiera esforzar a esas personas sanas a un examen científico objetivo y desapasionado, se trataba de un problema irresuelto; lo mejor era dejar que el tiempo lo aclarase. En la historia de las ciencias se había podido comprobar hartas veces que la misma aseveración que al comienzo sólo encontró objeciones era admitida tiempo después sin que se hubiesen aducido nuevas pruebas en su favor.
Ahora bien, nadie tendría derecho a esperar que en esos años en que yo fui el único campeón del psicoanálisis se desarrollase en mí un respeto particular por el juicio de las gentes o una proclividad a la condescendencia intelectual.
II
Desde 1902, se agruparon en derredor de mí cierto número de médicos jóvenes con el propósito expreso de aprender, ejercer y difundir el psicoanálisis. La iniciativa partió de un colega(35) que había experimentado en su persona el saludable efecto de la terapia analítica. Determinados días se hacían reuniones vespertinas en mi casa, se discutía siguiendo ciertas reglas y se buscaba una orientación en ese campo de estudios extrañamente nuevo, procurando interesar en él a otros investigadores. Cierta vez un graduado de una escuela técnica se presentó a nosotros con un manuscrito que revelaba extraordinaria penetración. Lo movimos a seguir los estudios de la escuela medía, a frecuentar la universidad y a consagrarse a las aplicaciones no médicas del psicoanálisis. La pequeña sociedad se agenció así un secretario celoso y confiable, y yo gané en Otto Rank(36) mí más fiel auxiliar y colaborador.
El pequeño círculo se amplió pronto, y en el curso de los años que siguieron cambió muchas veces de «composición. Yo tenía derecho a decirme que, en conjunto, por la riqueza y diversidad de talentos que incluía, difícilmente saliera desmerecido de una comparación con el elenco de un maestro clínico, cualquiera que fuese. Desde el comienzo se contaron entre esos hombres los que estaban destinados a desempeñar en la historia del movimiento psicoanalítico importantísimos papeles, aunque no siempre faustos. Pero en esa época no podía vislumbrarse aún este desarrollo. Yo podía estar satisfecho, y creo que lo hice todo para poner al alcance de los otros lo que sabía y había averiguado por mi experiencia. Sólo hubo dos cosas de mal presagio, que en definitiva terminaron por enajenarme interiormente a ese círculo. No logré crear entre sus miembros esa armonía amistosa que debe reinar entre hombres empeñados en una

7
misma y difícil tarea, ni tampoco ahogar las disputas por la prioridad a que las condiciones del trabajo en común daban sobrada ocasión. Las dificultades que ofrece la instrucción en el ejercicio del psicoanálisis, particularmente grandes, y culpables de muchas de las disensiones actuales, ya se hicieron sentir en aquella Asociación Psicoanalítica de Viena, de carácter privado. Yo mismo no me atreví a exponer una técnica todavía inacabada y una teoría en continua formación con la autoridad que probablemente habría ahorrado a los demás muchos extravíos y aun desviaciones definitivas. La autonomía de los trabajadores intelectuales, su temprana independencia del maestro, siempre son satisfactorias en lo psicológico; empero, ella beneficia a la ciencia sólo cuando esos trabajadores llenan ciertas condiciones personales, harto raras. Precisamente el psicoanálisis habría exigido una prolongada y rigurosa disciplina y una educación para la autodisciplina. A causa de la valentía que denotaba el consagrarse a una materia tan mal vista y falta de perspectivas, yo me inclinaba a dejar pasar en los miembros de la Asociación muchas cosas que de lo contrario habrían sido objeto de mi repulsa. Por otra parte, el círculo no incluía sólo médicos, sino otras personas cultas que habían discernido algo importante en el psicoanálisis: escritores, artistas, etc. La interpretación de los sueños, el libro sobre el chiste y otros habían mostrado desde el comienzo que las doctrinas del psicoanálisis no podían permanecer circunscritos al ámbito médico, sino que eran susceptibles de aplicación a las más diversas ciencias del espíritu.Desde 1907, la situación varió en contra de todas las expectativas y como de un golpe. Pudo advertirse que el psicoanálisis, calladamente, había despertado interés y hallado amigos, y hasta existían trabajadores científicos dispuestos a adherir a él. Desde antes, una carta de Bleuler(37) me había hecho saber que mis trabajos se estudiaban y aplicaban en el Burghölzli. En enero de 1907 vino a Viena por primera vez un miembro de la clínica de Zurich, el doctor Eitingon(38), y pronto siguieron otras visitas que dieron lugar a un vivo intercambio de ideas; por último, a invitación de C. G. Jung, por entonces todavía médico adjunto en el Burghölzli, se realizó un encuentro en Salzburgo a comienzos de 1908, donde se reunieron amigos del psicoanálisis de Viena, de Zurich y de otros lugares. Uno de los frutos de ese primer congreso psicoanalítico fue la fundación de una revista que empezó a publicarse en 1909 con el título de Jahrbuch für psychoanalytische und psychopathologische Forscbungen [cf. AE, 14, pág. 45], dirigida por Bleuler y Freud, y con Jung como jefe de redacción. Una estrecha comunidad de trabajo entre Viena y Zurich halló expresión en esta revista.
Repetidas veces he reconocido ya, con gratitud, los grandes méritos acreditados por la escuela psiquiátrica de Zurich en la difusión del psicoanálisis, y en particular los de Bleuler y Jung; no titubeo en volver a hacerlo hoy, bajo condiciones tan diversas. Es cierto que la adhesión de la escuela de Zurich no fue lo primero que en ese tiempo atrajo la atención del mundo científico sobre el psicoanálisis. El período de latencia había concluido, y en todas partes el psicoanálisis pasó a ser asunto de creciente interés. Pero en otros lugares este aumento del interés no tuvo al comienzo más resultado que una repulsa, teñida por la pasión casi siempre; en cambio, en Zurich el acuerdo básico dio el tono dominante de esa relación. Además, en ningún otro :sitio se conjugaron una falange tan compacta de seguidores, una clínica pública que pudo ser puesta al servicio de la investigación psicoanalítica y un maestro clínico que recogió la doctrina psicoanalítica como parte integrante de la enseñanza de la psiquiatría. Por eso los de Zurich se convirtieron en el núcleo de la pequeña tropa que pugnaba por conquistar el reconocimiento para el análisis. Sólo con ellos había oportunidad de aprender el nuevo arte y de realizar trabajos dentro de él. La mayoría de mis actuales partidarios y colaboradores vinieron a mí pasando por Zurich, aun aquellos que geográficamente estaban más próximos a Viena que a Suiza. Viena tiene una posición excéntrica respecto de la Europa occidental, que alberga los grandes centros de nuestra cultura; desde hace muchos años, gravosos prejuicios empañan su fama. En Suiza, tan movediza en el plano intelectual, se daban cita exponentes de las naciones de mayor envergadura; un foco infeccioso en ese lugar no podía menos que alcanzar particular importancia para la propagación de esa epidemia psíquica, como la llamó Hoche(39), de Friburgo.
Según el testimonio de un colega que asistió a la evolución cumplida en el Burghölzli, puedo afirmar que el psicoanálisis suscitó allí interés desde muy temprano. En el escrito publicado por Jung en 1902 acerca de los fenómenos ocultos ya se encuentra una primera referencia a La interpretación de los sueños. A partir de 1903 o de 1904, me informa mi colega, el psicoanálisis ocupó el primer plano. Después que se anudaron relaciones personales entre Viena y Zurich, se creó también en el Burghölzli, a mediados de 1907, una asociación informal que en encuentros regulares discutía los problemas del psicoanálisis. En la unión que se estableció entre las escuelas de Viena y de Zurich en modo alguno fueron los suizos la parte meramente receptiva. Habían producido ya respetables trabajos científicos cuyos resultados redundaron en beneficio del psicoanálisis. El experimento de la asociación, iniciado por la escuela de Wundt, había sido interpretado por ellos en el sentido del psicoanálisis, permitiéndoles insospechadas aplicaciones. Ello hizo posible efectuar rápidas corroboraciones experimentales de testimonios psicoanalíticos y presentar demostrativamente ante los estudiantes ciertas constelaciones que el analista sólo habría podido relatar. Así quedaba echado el primer puente que llevaba de la psicología experimental al psicoanálisis.
Dentro del tratamiento psicoanalítico, el experimento de la asociación posibilita un análisis cualitativo provisional del caso, pero no presta una contribución esencial a la técnica y en verdad es prescindible en la ejecución de análisis. Más importante aún fue otro logro de la escuela de Zurich o de sus dos jefes, Bleuler y Jung. El primero demostró que en toda una serie de casos puramente psiquiátricos la explicación vendría señalada por procesos semejantes a los que con el auxilio del psicoanálisis se habían individualizado en el sueño y en las neurosis («mecanismos freudianos»). Jung [1907] aplicó con éxito el procedimiento analítico de interpretación a los fenómenos más sorprendentes y oscuros de la dementia praecox [esquizofrenia], cuya génesis en la biografía y en los intereses de vida de los enfermos pudo así sacarse a la luz. Desde entonces fue imposible que los psiquiatras siguieran ignorando al psicoanálisis. La gran obra de Bleuler sobre las esquizofrenias (1911), en que el modo de consideración psicoanalítico se ponía en un pie de igualdad con el clínico-sis temático, perfeccionó ese resultado.
No quiero dejar de apuntar una diferencia que ya en esa época era visible en la orientación de trabajo de ambas escuelas. En 1897(40) yo había publicado el análisis de un caso de esquizofrenia; pero este era de índole paranoide, por lo cual su resolución no pudo anticipar los rasgos de los análisis de Jung. Sin embargo, para mí lo importante no había sido la posibilidad de interpretar los síntomas sino el mecanismo psíquico de la contracción de la enfermedad, sobre todo la concordancia de este mecanismo con el de la histeria, ya individualizado. Todavía no se había echado luz sobre las diferencias entre ambos. Ya en esa época, en efecto, yo tenía por norte una teoría de las neurosis basada en la libido, que se proponía explicar todas las

8
manifestaciones, así neuróticas como psicóticas, partiendo de destinos anormales de la libido, vale decir, desviaciones de su aplicación normal. Este punto de vista faltó a los investigadores suizos. Que yo sepa, Bleuler sostiene todavía hoy una causación orgánica de las formas de dementia praecox, y Jung, cuyo libro sobre esta enfermedad había aparecido en 1907, sostuvo en 1908, en el Congreso de Salzburgo, la teoría tóxica acerca de ella, que pasa por alto la teoría de la libido, por cierto que sin excluirla. En el mismo punto naufragó él después (1912), siendo que en este caso aprovechaba en demasía la tela de que antes no quiso servirse.Una tercera contribución de la escuela suiza, que quizá debe acreditarse íntegramente a Jung, no puedo yo tasarla en tanto como hicieron muchas personas ajenas a la materia. Aludo a la doctrina de los complejos, surgida de los Diagnostischen Assoziationsstudien [Estudios diagnósticos de la asociación] (1906-09). No dio por resultado una teoría psicológica ni pudo articularse de una manera natural con la trabazón de las doctrinas psicoanalíticas. En cambio, la palabra «complejo», término cómodo y muchas veces indispensable para la síntesis descriptiva de hechos psicológicos, ha adquirido carta de ciudadanía en el psicoanálisis. (Ver nota(41)). Ningún otro de los nombres y designaciones que el psicoanálisis debió inventar para sus necesidades ha alcanzado una popularidad tan grande ni ha sido objeto de un empleo tan abusivo en perjuicio de formaciones conceptuales más precisas. En el lenguaje cotidiano de los psicoanalistas empezó a hablarse de «retorno del complejo» cuando se aludía al «retorno de lo reprimido», o se contrajo el hábito de decir «Tengo un complejo contra él» donde lo único correcto habría :sido «una resistencia».
Después de 1907, en los años que siguieron a la fusión de la escuelas de Viena y de Zurich, el psicoanálisis tomó ese vuelo extraordinario bajo cuyo signo todavía hoy se encuentra, y que es atestiguado con igual certeza por la difusión de los escritos que le son tributarios y el aumento del número de médicos que quieren ejercerlo o aprenderlo, y por la proliferación de los ataques de que es objeto en congresos y en sociedades de especialistas. Emigró a los países más remotos, y, en todos lados, no sobresaltó solamente a los psiquiatras sino que se hizo escuchar también por los legos cultos y los trabajadores de otros ámbitos de la ciencia. Havelock Ellis, que había seguido con simpatía su desarrollo -aunque nunca se declaró su partidario- escribió en 1911, en un informe al Congreso Médico de Australasia: «Freud's psychoanalysis is now championed and carried out not only in Austria and in Switzerland, but in the United States, in England, in India, in Canada, and, I doubt not, in Australasia». (Ver nota(42)) (Ver traducción(43)). Un médico de Chile (probablemente un alemán) se pronunció en el congreso internacional que sesionó en Buenos Aires, en 1910, en favor de la sexualidad infantil y encomió los éxitos de la terapia psicoanalítica en el caso de los síntomas obsesivos (ver nota(44)); un neurólogo inglés establecido en la India central (Berkeley-Híll(45)) me comunicó, a través de un distinguido colega que viajaba por Europa, que los hindúes mahometanos a quienes aplicó el análisis no mostraban en sus neurosis una etiología diversa de nuestros pacientes europeos.
La introducción del psicoanálisis en Estados Unidos se cumplió bajo auspicios particularmente honrosos. En el otoño de 1909, Stanley Hall, presidente de la Clark University, de Worcester ({cerca de} Boston), nos cursó una invitación a Jung y a mí para que participásemos en los festejos de los veinte años de fundación del instituto mediante conferencias que pronunciaríamos en idioma alemán. Para nuestra gran sorpresa, nos encontramos con que los desprejuiciados hombres de esa Universidad, pequeña pero prestigiosa en las ramas de la pedagogía y la filosofía, conocían todos los trabajos psicoanalíticos y los habían examinado en las lecciones que daban a sus alumnos. En Estados Unidos, país tan mojigato, era posible, al menos en círculos académicos, debatir con libertad y hacer objeto de tratamiento científico todo cuanto afuera, en la vida ordinaria, se juzgaba escandaloso. Las cinco conferencias que improvisé en Worcester aparecieron después en traducción al inglés en la American Journal of Psychology y al poco tiempo en alemán bajo el título Über Psychoanalyse [1910a]; Jung leyó trabajos sobre los estudios diagnósticos de la asociación y sobre «conflictos del alma infantil» (ver nota(46)). Fuimos premiados con el título honorífico de LL. D. {Legum Doctor} (doctores en ambos derechos). Durante esa semana de festejos en Worcester, el psicoanálisis estuvo representado por cinco personas; además de Jung y de mí estaban presentes Ferenczi, que se me había sumado como compañero de viaje, Ernest Jones, por ese tiempo residente en la Universidad de Toronto (Canadá), ahora en Londres, y A. A. Brill, que ya practicaba el análisis en Nueva York.
La relación personal más importante que se sumó en Worcester fue la de James J. Putnam, titular de la cátedra de neuropatología en la Harvard University, quien durante años había emitido un juicio desfavorable sobre el psicoanálisis, pero en ese momento rápidamente se bienquistó con él y en numerosas conferencias, tan sustanciosas como bellas por su forma, lo recomendó a sus compatriotas y colegas. El respeto de que él gozaba en Estados Unidos a causa de sus altas prendas morales y de su intransigente amor a la verdad redundó en beneficio del psicoanálisis y lo puso a cubierto de las denuncias que con probabilidad lo habrían acosado en su momento. Putnam ha cedido luego en demasía a la inclinación ética y filosófica de su naturaleza, y dirigió al psicoanálisis una exigencia a mi juicio incumplible para este, a saber, que debería estar al servicio de una cosmovisión éticofílosófica determinada; no obstante, ha seguido siendo el principal sostén del movimiento psicoanalítico en su patria. (ver nota(47))
En cuanto a la difusión de este movimiento, Brill y Jones cosecharon después los mayores méritos, poniendo una y otra vez ante los ojos de sus compatriotas, con abnegada constancia, los hechos básicos y fácilmente observables de la vida cotidiana, del sueño y de la neurosis. Brill contribuyó a reforzar este efecto por medio de su actividad médica y la traducción de mis escritos, y Jones, mediante instructivas conferencias y certeros debates en congresos realizados en Estados Unidos (ver nota(48)).
La falta de una arraigada tradición científica y el poco vigor de la autoridad oficial fueron en Estados Unidos ventajas decisivas para el estímulo dado por Stanley Hall. Desde el comienzo, lo característico en ese país fue que profesores y directores de institutos de salud mental mostraron interés por el análisis en igual medida que los profesionales independientes. Pero justamente por eso, es claro que la lucha por el análisis :se decidirá en el terreno donde se presentó la mayor resistencia, vale decir, en los viejos centros de cultura.
Entre los países europeos, Francia ha resultado hasta ahora el menos receptivo al psicoanálisis, aunque el lector francés tiene a su disposición, en meritorios trabajos de A. Maeder, de Zurich, un fácil acceso a sus doctrinas. Los primeros conatos de participación provinieron de las provincias francesas. Morichau-Beauchant (Poitiers) fue el primer francés que adhirió públicamente al psicoanálisis. Hace poco [ 1914 ], Régis(49) y Hesnard (Burdeos) han procurado por vez primera disipar los prejuicios de :sus compatriotas contra la nueva doctrina;

9
lo hicieron en una exposición detallada aunque no siempre comprensiva, donde objetan en particular el simbolismo(50). En el propio París parece reinar todavía la convicción, expresada con tanta facundia por Janet en el Congreso de Londres de 1913(51), según la cual todo cuanto hay de bueno en el psicoanálisis no hace sino repetir con mínimos retoques los puntos de vista de Janet, y lo demás es calamitoso. No obstante, en ese mismo congreso, Janet tuvo que ceder ante una serie de correcciones que le hizo Ernest Jones, quien pudo demostrarle su escaso conocimiento del asunto (ver nota(52)). Empero, no por rechazar sus pretensiones olvidamos los méritos que Janet tiene ganados en la psicología de las neurosis.En Italia, después de algunos comienzos promisorios, no hubo una ulterior participación. En Holanda el análisis se abrió paso temprano merced a, relaciones personales; Van Emden, Van Ophuijsen, Van Renterghem (Freud en zijn School [1913] ) y los dos Stärcke actúan en ese país con éxito en la teoría y en la práctica (ver nota(53)). El interés de los círculos científicos de Inglaterra por el análisis se ha desarrollado con mucha lentitud, pero todo indica que precisamente allí, gracias al sentido de lo fáctico que tienen los ingleses y a su apasionado amor a la equidad, le aguarda muy pronto un brillante florecimiento.
En Suecia, P. Bjerre, el sucesor de Wetterstrand en la actividad médica, abandonó, al menos provisionalmente, la sugestión hipnótica en favor del tratamiento analítico. R. Vogt (Cristianía {Oslo}) expuso una apreciación del psicoanálisis ya en 1907, en su Psykíatriens grundtraek, de suerte que el primer manual de psiquiatría que se dio por enterado de su existencia ha sido uno escrito en noruego. En Rusia, el psicoanálisis se ha conocido y difundido universalmente; casi todos mis escritos, así como los de otros partidarios del análisis, se han traducido al ruso. No obstante, no se ha producido todavía allí una comprensión más profunda de las doctrinas analíticas. Las contribuciones de médicos rusos no pueden llamarse hoy dignas de consideración. Sólo Odesa posee, en la persona de M. WuIff, un analista de escuela. La introducción del psicoanálisis en la ciencia y la bibliografía polacas ha sido principalmente mérito de L. Jekels. Hungría, tan próxima a Austria en lo geográfico y tan distanciada de ella en lo científico, hasta ahora no ha brindado al psicoanálisis sino un solo colaborador, S. Ferenczi; pero tal, que vale por toda una asociación.» (ver nota agregada en 1924(54))
En cuanto a la situación del psicoanálisis en Alemania, no puede describírsela sino con estas comprobaciones: está en el centro del debate científico y tanto en médicos cuanto en legos provoca manifestaciones de la más terminante repulsa, que, empero, hasta ahora no han tocado a su fin, sino que de continuo vuelven a encenderse y en ocasiones se agudizan. Ningún instituto oficial de enseñanza ha admitido hasta hoy al psicoanálisis, y es escaso el número de profesionales que lo practican con éxito; sólo unos pocos institutos de salud, como el de Binswanger, en Kreuzlingen (en territorio de Suiza), y el de Marcinowski, en Holstein, le han abierto las puertas. En el suelo crítico de Berlín se afirma uno de los más destacados exponentes del análisis, Karl Abraham, antes asistente de Bleuler. Podría sorprender que este estado de cosas se haya conservado sin cambios desde hace ya varios años si uno no supiera que la anterior pintura no refleja sino la apariencia externa. No es lícito sobrestimar en su importancia la repulsa de los representantes oficiales de la ciencia y de los directores de institutos de salud, así como de los acólitos que son sus dependientes. Es comprensible que los opositores eleven su voz cuando los partidarios callan amedrentados. Muchos de estos últimos, cuyas primeras contribuciones al análisis no pudieron menos que despertar buenas esperanzas, se apartaron del movimiento después, bajo la presión del medio. Pero el movimiento mismo progresa en silencio de modo incesante, sigue conquistando partidarios tanto entre los psiquiatras como entre los legos, atrae un número creciente de lectores para la bibliografía psicoanalítica; y justamente por eso fuerza en sus oponentes unos ensayos de defensa cada vez más acerbos.
¡Tal vez una docena de veces, en el curso de estos últimos años, he leído en informes sobre las deliberaciones de ciertos congresos u organizaciones científicas, o en reseñas de ciertas publicaciones, que el psicoanálisis ya está muerto, definitivamente vencido y finiquitado! El texto de la respuesta habría debido glosar el telegrama que dirigió Mark Twain a aquel periódico que anunció falsamente su muerte: Noticia de mi deceso muy exagerada. Tras cada uno de esos pronunciamientos de muerte, el psicoanálisis ganó nuevos partidarios y colaboradores o se procuró nuevos órganos. ¡Y sin duda el pronunciamiento de muerte era un progreso, comparado con la muerte por el silencio!
Contemporánea a esa expansión espacial del psicoanálisis que acabamos de describir fue la ampliación de su contenido: su extensión a otros ámbitos del saber desde la doctrina de las neurosis y la psiquiatría. No trataré a fondo este aspecto del desarrollo histórico de nuestra disciplina; existe un excelente trabajo de Rank y Sachs [1913] (en las Grenzfragen de Löwenfeld) que precisamente expone con detalle estos logros del trabajo analítico. Por lo demás, todo eso está en sus comienzos, poco elaborado, casi siempre son sólo esbozos y en ocasiones no más que unos proyectos. Nadie, razonablemente, hallará en eso motivo alguno de reproche. Enorme es el cúmulo de tareas que aguardan a un pequeño número de trabajadores, que en su mayoría tienen en otra parte su ocupación principal y se ven precisados a abordar los problemas específicos de una ciencia ajena con una preparación de aficionados. Esos trabajadores que provienen del psicoanálisis no tratan de ocultar su carácter de aficionados; sólo pretenden ser las avanzadas y los escuderos de los especialistas, y tenerles servidas las técnicas y las premisas analíticas para el momento en que ellos mismos pongan manos a la obra. Y si las aclaraciones ya conseguidas no son desdeñables, este resultado ha de agradecerse, por una parte, a la fecundidad de la metodología analítica y, por la otra, a la circunstancia de que existen algunos investigadores que, sin ser médicos, han abrazado como tarea de su vida la aplicación del psicoanálisis a las ciencias del espíritu.
La mayoría de estas aplicaciones se remontan, bien se comprende, a una incitación de mis primeros trabajos analíticos. La investigación analítica de los neuróticos y de los síntomas neuróticos de personas normales obligaron a suponer la existencia de ciertas constelaciones psicológicas, y era de todo punto imposible que sólo tuviesen vigencia en el ámbito donde se había tomado conocimiento de ellas. Así, el análisis no sólo nos regaló el esclarecimiento de hechos patológicos, sino que mostró también su trabazón con la vida anímica normal y reveló insospechadas relaciones entre la psiquiatría y otras ciencias, las más diversas, que tenían por contenido una actividad del alma. A partir de ciertos sueños típicos se obtuvo, por ejemplo, la comprensión de muchos mitos y cuentos tradicionales. Riklin [1908] y Abraham [1909] siguieron estas pistas, inaugurando las investigaciones acerca de los mitos, que alcanzaron su consumación, satisfaciendo todos los requisitos de la ciencia especializada, en los trabajos de Rank sobre la mitología [p. ej., 1909, 1911e]. La persecución del simbolismo onírico nos situó en medio de los problemas de la mitología, del folklore (Jones [p. ej., 1910c, 1912d], Storfer [1914]) y de las abstracciones religiosas. En uno de los congresos psicoanalíticos causó profunda

10
impresión en todos los asistentes un discípulo de Jung(55), quien demostró la concordancia entre las formaciones de la fantasía de los esquizofrénicos y las cosmogonías de épocas y de pueblos primitivos. Una elaboración ya no inobjetable, pero muy interesante, del material de las mitologías ofrecieron después los trabajos de Jung, que se proponen correlacionar las neurosis y las fantasías religiosas y mitológicas.Otra vía llevó desde la investigación de los sueños hasta el análisis de las creaciones literarias y, al final, de los literatos y artistas como tales. En un primer paso se averiguó que los sueños inventados por literatos a menudo se comportaban frente al análisis igual que los genuinos (Gradiva [ 1907a] ). La concepción de la actividad inconciente del alma permitió hacerse una primera idea sobre la naturaleza del trabajo de creación literaria; y la apreciación de las mociones pulsionales, a que había obligado la doctrina de las neurosis, hizo que se reconocieran las fuentes de la creación artística y planteó los problemas de las reacciones del artista frente a esas incitaciones y de los medios con que las disfraza (ver nota(56)). La mayoría de los analistas con intereses universales han brindado contribuciones al tratamiento de estos problemas, las más atrayentes entre las aplicaciones del psicoanálisis. Desde luego, tampoco falta aquí el desacuerdo de quienes no están familiarizados con el análisis; se exteriorizó en los mismos malentendidos y apasionadas repulsas que en el suelo materno del psicoanálisis. Era previsible: dondequiera que el psicoanálisis pugnase por entrar tendría que sostener idéntica lucha con los anteriores ocupantes. Sólo que esos ensayos de invasión no han provocado todavía el estado de alerta en todos los campos donde son inminentes. Entre las aplicaciones del análisis las ciencias literarias en sentido estricto, la obra fundamental de Rank acerca del motivo del incesto [1912c] es, seguramente, aquella cuyo contenido despertará el máximo desagrado. Los trabajos de ciencias del lenguaje e históricos basados en el psicoanálisis son todavía escasos. Yo mismo, en 1907(57) me atreví a hacer los primeros tanteos en los problemas de psicología de la religión, comparando el ceremonial religioso con el neurótico [1907b]. El pastor doctor Pfister, de Zurich, en su trabajo sobre la piedad del conde de Zinzendorf [1910] (así como en otras contribuciones), ha realizado la reconducción del misticismo religioso a un erotismo perverso; en los últimos trabajos de la escuela de Zurich añora más una impregnación del análisis con representaciones religiosas que no lo contrario, como era la intención.
En mis cuatro ensayos sobre Tótem y tabú [1912-13] intenté tratar por medio del análisis ciertos problemas de la psicología de los pueblos que llevan directamente a los orígenes de nuestras más importantes instituciones de cultura, de los regímenes estatales, de la moral, de la religión, pero también del tabú del incesto y de la conciencia moral. ¿Hasta dónde los nexos que así se consiguieron resistirán a la crítica? He ahí algo que todavía hoy no puede saberse.
Mi libro sobre el chiste [1905c] brindó un primer ejemplo de la aplicación del pensamiento analítico a temas estéticos. Todo lo demás aguarda todavía a los trabajadores que en este ámbito, precisamente, tienen esperanza cierta de una rica cosecha. Aquí se echan de menos por doquier las fuerzas de trabajo provenientes de las ciencias especializadas; para atraerlas, Hanns Sachs fundó en 1912 la revista Imago, con él y Rank como jefes de redacción. En cuanto a la iluminación psicoanalítica de sistemas filosóficos y de personalidades, Hitschmann y Von Winterstein le dieron un comienzo cuya prosecución y profundización se hacen desear.
Las comprobaciones, de revolucionario efecto, que ha hecho el psicoanálisis acerca de la vida anímica del niño, el papel que en esta desempeñan las mociones sexuales (Von Hug-Hellmuth [1913b]) y los destinos de aquellas porciones de la sexualidad que se vuelven inutilizables para la función de la reproducción obligaron desde muy temprano a dirigir la atención a la pedagogía e incitaron a que se intentase empujar al primer plano en este campo unos puntos de vista analíticos. Mérito del pastor Pfister es haber abordado con encomiable entusiasmo esta aplicación del análisis sugiriéndola a pastores de almas y educadores (cf. Die psychoanalytische Methode(58), 1913b). Ha logrado que toda una serie de pedagogos suizos compartieran su interés. Al parecer, otros de sus colegas tienden a adherir a sus convicciones, pero han preferido mantenerse precavidamente en un segundo plano. Una fracción de los analistas de Viena(59), en su retirada del psicoanálisis, parecen haber aterrizado en una suerte de pedagogía médica .
Con estas menciones incompletas he intentado señalar la plétora -todavía inabarcable- de relaciones que se han ido estableciendo entre el psicoanálisis médico y otros ámbitos de la ciencia. Hay ahí material para el trabajo de una generación de investigadores, y no dudo de que se lo realizará apenas se venzan las resistencias que se levantan contra el análisis en su suelo materno (ver nota(60)).
juzgo infecundo escribir ahora la historia de esas resistencias; no ha llegado el momento. No es muy gloriosa para los hombres de ciencia de nuestros días. Pero quiero agregar enseguida que jamás se me pasó por la cabeza motejar despectivamente y a bulto a los oponentes del psicoanálisis por el mero hecho de serlo, a excepción de unos pocos individuos indignos, aventureros y pescadores de río revuelto, de los que en tiempos de combate suelen infiltrarse en los dos bandos en pugna. Es que yo sabía explicarme la conducta de esos oponentes, y la experiencia me había enseñado que el psicoanálisis saca a la luz lo peor de cada hombre. Pero tomé el partido de no responder y, hasta donde alcanzaba mi influencia, de hacer que también otros se abstuvieran de la polémica. En las particulares condiciones en que se libraba la lucha por el psicoanálisis, me parecía muy dudosa la utilidad de una discusión pública o en la literatura especializada; ya conocía los métodos que llevan a obtener la mayoría en congresos o reuniones, y siempre fue escasa mi confianza en la equidad y en la buena disposición de los señores oponentes. La observación enseña que en la polémica científica los hombres que pueden mantener la cortesía, para no hablar de la objetividad, son los menos; y la impresión de una reyerta científica siempre me resultó horrorosa. Quizás esta conducta mía dio lugar a un malentendido y se me tuvo por tan manso o tan flaco de ánimo que no hacía falta tener cuidado alguno conmigo. Nada más falso; yo puedo denostar y enfurecerme tan bien como cualquier otro, pero no me las ingenio para hacer redactables las exteriorizaciones de los afectos que se agitan en el fondo y por eso prefiero la abstención total.
Tal vez habría sido mejor, en muchos sentidos, que yo hubiese dado libre curso a mis pasiones y a las de quienes me rodeaban. Todos hemos sabido del interesante ensayo de explicar el nacimiento del psicoanálisis por el ambiente de Viena; Janet no :se avergonzó de valerse de él todavía en 1913, y eso que tiene a orgullo ser parisino, y París difícilmente puede pretenderse una ciudad de costumbres más severas que Viena (ver nota(61)). Ese aperçu sostiene que el psicoanálisis y, más precisamente, la aseveración de que las neurosis se reconducen a perturbaciones de la vida sexual, sólo podía originarse en una ciudad como Viena, en una atmósfera de sensualismo e inmoralidad que sería ajena a otras ciudades; simplemente sería el reflejo, la proyección teórica, por así decir, de estas condiciones

11
particulares de Viena. Ahora bien, yo no soy por cierto un patriota localista, pero esta teoría me pareció siempre completamente disparatada, y tanto que muchas veces me incliné a suponer que ese reproche de «vienesismo» {Wienertum} no era sino un sucedáneo eufemístico de otro que no se quería exponer en público(62). Si las premisas fueran las opuestas, la cosa sería de considerar. Si existiera una ciudad cuyos habitantes estuviesen expuestos a restricciones particulares en cuanto a la satisfacción sexual y al mismo tiempo mostrasen una particular propensión a contraer graves afecciones neuróticas, esa ciudad sería sin duda el terreno en que a un observador podría ocurrírsele enlazar esos dos hechos y derivar uno del otro. Pero ninguna de esas premisas es válida para Viena. Los vieneses no son más abstinentes ni más neuróticos que los habitantes de otras grandes ciudades. Las relaciones entre los sexos son un poco menos timoratas, la mojigatería es menor que en las ciudades del Oeste y del Norte, tan pagadas de su pudibundez. Estas peculiaridades de Viena más bien tenían que llamar a engaño al supuesto observador, que no esclarecerlo acerca de la causación de las neurosis.Ahora bien, la ciudad de Viena ha hecho todo lo posible para desmentir su participación en el nacimiento del psicoanálisis. En ningún otro lugar como allí sintió el analista tan nítidamente la indiferencia hostil de los círculos científicos e ilustrados.
Quizá yo tenga parte de culpa, por mi política de evitar la publicidad en vastos círculos. Si hubiera dado ocasión o prestado mi aquiescencia para que el psicoanálisis ocupase a las sociedades médicas de Viena en tormentosas sesiones, donde se habrían descargado todas las pasiones y preferido en voz alta todos lo! reproches e invectivas que los participantes tenían en la lengua o guardaban en su corazón, quizás hoy estaría levantado el ostracismo que pesa sobre el psicoanálisis y este no sería ya un extranjero en la ciudad que fue su patria. Pero entonces puede estar en lo cierto el poeta que hizo decir a su Wallenstein:
«Y los vieneses no me perdonan(63) que les birlara un espectáculo(64)»
La tarea, para la que yo no era apto, de ponerles por delante suaviter in modo a los oponentes del psicoanálisis su sinrazón y sus arbitrariedades fue emprendida después por Bleuler, en 1910, en su escrito «Die Psychoanalyse Freuds, Verteidigung und kritís che Bemerkungen»; y la realizó de la manera más digna de elogio. Que yo ponderase este trabajo, crítico a dos puntas, sería tan natural que quiero apresurarme a decir lo que le he objetado. Me parece que es todavía parcial, demasiado complaciente con los errores de los opositores y demasiado severo con los de los partidarios. Quizás este carácter suyo explique también que el juicio de un psiquiatra de tan alto prestigio, de competencia y autonomía tan indiscutibles, no haya ejercido una influencia mayor sobre sus colegas. El autor de Aflektivität(1906b) no tiene derecho a asombrarse si el efecto de un trabajo no resulta determinado por su valor argumental, sino por su tono afectivo. En cuanto a otra parte de este efecto -la que ejerció sobre los seguidores del psicoanálisis-, el propio Bleuler la destruyó luego cuando en su «Kritik der Freudschen Theorien» (1913b) sacó a la luz el reverso de su actitud frente al psicoanálisis. Ahí desmantela tanto el edificio de la doctrina psicoanalítica que los oponentes bien pudieron darse por satisfechos con el auxilio de este campeón del psicoanálisis. Ahora bien, estos juicios adversos de Bleuler no se guían por argumentos nuevos u observaciones mejores, sino que invocan únicamente el estado de su propio conocimiento, cuya insuficiencia el autor ya no confiesa como hiciera en trabajos anteriores. Aquí parece amenazar al psicoanálisis, entonces, una pérdida de la que le será difícil reponerse. No obstante, en su última manifestación («Die Kritiken der Schizophrenien», 1914), Bleuler, en vista de los ataques que le atrajo la introducción del psicoanálisis en su libro sobre la esquizofrenia, saca fuerzas para lo que él mismo llama una «arrogancia»: «Pero ahora quiero incurrir en una arrogancia: Opino que hasta hoy las diversas psicologías harto poco han aportado para la explicación de los nexos de síntomas psicogenéticos y enfermedades, mientras que la psicología profunda ofrece algo en el rumbo de aquella psicología, aún por crearse, que el médico necesita para comprender a sus enfermos y para curarlos racionalmente; y hasta creo que en mi Schizophrenien he dado un pequeñísimo paso hacia esa comprensión. Las dos primeras aseveraciones son sin duda correctas, la última quizá sea un
error».
Puesto que «psicología profunda» no mienta otra cosa que al psicoanálisis, podemos considerarnos provisionalmente satisfechos con esa confesión
III
«¡Abrevia! En el Juicio Final eso no es más que un cuesco».
Goethe(65)
Dos años después del primer congreso privado de los psicoanalistas, se reunió el segundo, esta vez en Nuremberg (marzo de 1910). En el lapso trascurrido entre ambos, y bajo la impresión de la acogida que tuvo el psicoanálisis en Estados Unidos, de la creciente hostilidad hacia él en los países de lengua alemana y del inesperado refuerzo que significó la adhesión del grupo de Zurich, forjé un proyecto que puse en marcha en ese segundo congreso con el apoyo de mi amigo Sándor Ferenczi. Pensaba organizar el movimiento psicoanalítico, trasladar su centro a Zurich y darle un jefe cuya misión sería velar por su futuro. Como esta fundación mía despertó mucho desacuerdo entre los partidarios del análisis, quiero exponer con detalle mis motivos. Espero que después de ello se me ha de justificar, aunque se concluya que en realidad no hice nada prudente.
Juzgaba yo que el vínculo del joven movimiento con Viena no era ninguna ventaja para él, sino un obstáculo. Un lugar como Zurich, en el corazón de Europa, donde un profesor universitario había abierto su instituto al psicoanálisis, me parecía mucho más promisorio. Suponía, además,

12
que un segundo obstáculo era mi persona, en cuya apreciación, por obra de las banderías, se habían mezclado con exceso la simpatía y el odio; se me comparaba con un Colón(66), un Darwin y un Kepler, o se me motejaba de paralítico general. Por eso yo quería retirarme a un segundo plano, y que lo mismo hiciera la ciudad de donde el psicoanálisis era oriundo. Además, ya no era joven, veía por delante un largo camino y sentía como algo abrumador que la obligación de ser jefe recayese sobre mí a una edad tan avanzada(67). Pero opinaba que un mando tenía que haber. Sabía demasiado bien de los errores que acechaban a quienes se consagraban al análisis, y confiaba en que muchos de ellos podrían evitarse si se instauraba una autoridad dispuesta a aleccionar y a disuadir. Una autoridad de esa índole había recaído al principio sobre mí a causa de la ventaja incomparable que significaban casi quince años de experiencia. Por eso, estaba en mi mano trasferir esa autoridad a un hombre más joven, que tras mi desaparición estuviera destinado, como cosa natural, a ser mi sustituto. No podía ser otro que C. G. Jung, pues Bleuler tenía mi edad y en favor de aquel hablaban sus sobresalientes dotes, las contribuciones que ya había hecho al análisis, su posición independiente y la impresión de segura energía que emanaba de su personalidad. Además, parecía dispuesto a entablar relaciones amistosas conmigo y a abandonar en mi honor ciertos prejuicios raciales que hasta ese momento se había permitido. Por entonces yo no sospechaba que esa elección, a pesar de todas las ventajas que acabo de enumerar, era harto desgraciada, pues había recaído sobre una persona que, incapaz de soportar la autoridad de otro, era todavía menos apta para constituir ella misma una autoridad, y cuya energía se encaminaba íntegra a la desconsiderada consecución de sus propios intereses.Yo juzgaba necesaria la forma de una asociación oficial porque temía el abuso de que sería objeto el psicoanálisis tan pronto como alcanzase popularidad. Entonces se requeriría de un centro capaz de emitir esta declaración: «El análisis nada tiene que ver con todo ese disparate, eso no es el psicoanálisis». En las sesiones de los grupos locales que compondrían la asociación internacional debía enseñarse el modo de cultivar el psicoanálisis, y ahí hallarían su formación médicos para cuya actividad podría prestarse una suerte de garantía. También me parecía deseable que los partidarios del psicoanálisis se encontrasen reunidos para un intercambio amistoso y para un apoyo recíproco, después que la ciencia oficial había pronunciado su solemne anatema contra él y había declarado un fulminante boycott contra los médicos e institutos que lo practicaban.
Todo eso, y nada más que eso, quería yo lograr mediante la fundación de la «Asociación Psicoanalítica Internacional». Era, probablemente, más de lo que podía obtenerse. Así como mis opositores comprobaron que no era posible detener al nuevo movimiento, a mí me aguardaba otra experiencia: no se dejaba conducir por los caminos que yo pretendía marcarle. Es verdad que se aprobó la moción presentada por Ferenczi en Nuremberg; Jung fue electo presidente, él designó a Riklin como su secretario, se acordó la publicación de un boletín para la comunicación entre el organismo central y los grupos locales. Como fin de la Asociación se estableció el siguiente: «Cultivar y promover la ciencia psicoanalítica fundada por Freud en su condición de psicología pura y en su aplicación a la medicina y a las ciencias del espíritu; alentar el apoyo recíproco entre sus miembros en todos los esfuerzos por adquirir y difundir conocimientos psicoanalíticos». Unicamente de parte de los vieneses encontró el proyecto viva oposición. Adler expresó con apasionada excitación el temor de que se intentaran «una censura y una restricción de la libertad científica». Los vieneses se avinieron al fin, tras imponer que la sede de la Asociación no se fijase en Zurich, sino en el lugar de residencia del respectivo presidente, que se elegiría por dos años.
En el mismo congreso se constituyeron tres grupos locales: el de Berlín, bajo la presidencia de Abraham, el de Zurich, que había dado su jefe para la dirección general de la Asociación, y el grupo de Viena, cuyo mando encomendé a Adler. Un cuarto grupo, el de Budapest, sólo pudo formarse más tarde. Bleuler no asistió al congreso, impedido por una enfermedad, y después expuso objeciones de principio a ingresar en la Asociación; es verdad que se dejó convencer por mí tras una entrevista personal, pero al poco tiempo se retiró por unas desinteligencias producidas en Zurich. Así quedó cancelada la unión entre el grupo local de Zurich y el instituto del Burghölzli.
Consecuencia del Congreso de Nuremberg fue también la fundación del Zentralblatt für Psychoanalyse {Periódico central de psicoanálisis}, para la cual se unieron Adler y Stekel. En su origen de evidente tendencia opositora, estaba destinado a recuperar para Viena la hegemonía amenazada por la elección de Jung. Pero cuando los dos fundadores de la revista, presionados por la dificultad de hallar editor, me aseguraron sus propósitos pacíficos y como prenda de ello me otorgaron derecho de veto, yo acepté la dirección y participé con fervor en el nuevo órgano, cuyo primer número apareció en setiembre de 1910.
Prosigo ahora con la historia de los congresos psicoanalíticos. El tercer congreso se reunió en setiembre de 1911 en Weimar y superó incluso a sus predecesores por el espíritu que reinó en él y por su interés científico. J. J. Putnam, quien había asistido a esa asamblea, expresó después en Estados Unidos su agrado y su respeto por the mental attitude de los participantes, y citó unas palabras que yo hube de usar para ellos: «Han aprendido a soportar una parcela de la verdad» [Putnam, 1912b]. Y lo cierto es que quienes ya habían asistido a congresos científicos no pudieron menos que llevarse una impresión favorable de la Asociación Psicoanalítica. Al presidir los dos congresos anteriores, yo había dejado a cada expositor tiempo para su comunicación y reservado la discusión sobre ella al intercambio privado de ideas. Jung, quien, como presidente, tomó a su cargo la dirección en Weimar, abrió el debate después de cada exposición, lo cual por esta vez no resultó perturbador.
Un cuadro por entero diverso ofreció el cuarto congreso, realizado en Munich dos años después, en setiembre de 1913; está fresco todavía en el recuerdo de todos los participantes. Fue presidido por Jung de manera descomedida e incorrecta; se limitó el tiempo a los expositores, los debates predominaron sobre las comunicaciones. Un endiablado capricho del destino quiso que ese mal espíritu de Hoche [cf.AE, 14, pág. 26n.] fuera a buscar su morada en el mismo edificio en que los analistas celebraban sus sesiones. Hoche los había caracterizado como una secta fanática que obedecía ciegamente a un jefe. Allí habría podido convencerse de la falsedad de su juicio, que la conducta de los analistas demostraba por el absurdo. Las fatigosas y enojosas reuniones trajeron también la reelección de Jung como presidente de la Asociación Psicoanalítica Internacional, cargo que él aceptó aunque dos quintos de los presentes le retiraron su confianza. Los participantes se separaron sin deseos de volver a encontrarse.
Los efectivos de la Asociación Psicoanalítica Internacional eran los siguientes en la época de este congreso: Los grupos locales de Viena, Berlín y Zurich ya se habían constituido en el Congreso de Nuremberg de 1910. En mayo de 1911 se sumó un grupo de Munich, bajo la

13
dirección del doctor L. Seif. Ese mismo año se formó el primer grupo local en Estados Unidos bajo el nombre de The New York Psychoanalytic Society, presidido por A. A. Brill. En el Congreso de Weimar se autorizó la fundación de un segundo grupo norteamericano que nació a la vida en el curso del año siguiente como American Psychoanalytic Association, reunió miembros de Canadá y de todo Estados Unidos y eligió a Putnam como presidente y a Ernest Jones como secretario. Poco antes de realizarse el Congreso de Munich de 1913, se activó el grupo local de Budapest bajo la presidencia de S. Ferenczi. Y enseguida de esto, Ernest Jones, trasladado a Londres, fundó el primer grupo inglés. Desde luego, el número de afiliados de los ocho grupos locales ahora existentes no servía como índice del número de discípulos y partidarios no organizados del psicoanálisis.También el desarrollo de las publicaciones periódicas del psicoanálisis merece una breve mención. La primera consagrada al análisis fueron los Schrífien zur angewandten Seelenkunde (Escritos sobre psicología aplicada(68)}, los cuales han aparecido de manera irregular desde 1907 y en la actualidad llegan a los quince cuadernos. (El editor fue primero Hugo Heller, de Viena, y después F. Deuticke.) Han publícado trabajos de Freud (n° 5- 1 y 7), Riklin, Jung, Abraham (n° 4 y 11), Rank (n° 5 y 13), Sadger, Pfister, Max Graf, Jones (n° 10 y 14), Storfer y Von Hug-Hellmuth (ver nota(69)). La fundación de Imago, que mencionaré después, disminuyó en alguna medida el valor de esta forma de publicación. Tras el encuentro de Salzburgo, de 1908, se creó el Jabrbuch für psychoanalytische und psychopathologische *Forschungen {Anuario de investigaciones psicoanalíticas y psicopatológicas}, que bajo la dirección de Jung alcanzó las cinco entregas y ahora, con una nueva dirección y un título algo modificado, el de Jahrbuch der Psychoanalyse {Anuario del psicoanálisis}, sale de nuevo a la luz. Ya no quiere ser un archivo que reúna trabajos especializados, como lo fue en los últimos años, sino que pretende, mediante la actividad de sus redactores, exponer todos los procesos y conquistas habidos en el ámbito del psicoanálisis (ver nota(70)). El Zentralblatt für Psychoanalyse, proyectado, según ya dijimos, por Adler y Stekel después de la fundación de la Asociación Psicoanalítica Internacional (Nuremberg, 1910), tuvo en su corta existencia cambiantes destinos. Ya el décimo número del primer volumen [julio de 1911] fue encabezado por la noticia de que el doctor Alfred Adler había decidido separarse voluntariamente de la redacción por diferendos en materia científica con el director. A partir de ahí el doctor Stekel quedó como único redactor. En el Congreso de Weimar [setiembre de 1911], el Zentralblatt fue elevado a la condición de órgano oficial de la Asociación Internacional y se hizo asequible a todos sus miembros a cambio de un incremento en su contribución anual. Desde el tercer número del segundo volumen(71) (invierno [diciembre] de 1912), Stekel pasó a ser el único responsable de su contenido. La conducta de Stekel, que es difícil de exponer en público, me había obligado a renunciar a la dirección y a crear a toda prisa un nuevo órgano para el psicoanálisis: la Internationale Zejtschríft für ärztliche Psychoanalyse {Revista internacional de psicoanálisis médico}. Con la ayuda de casi todos los colaboradores y del nuevo editor, Hugo Heller, el primer número de esta revista pudo aparecer en enero de 1913 y remplazar al Zentralblatt en su calidad de órgano oficial de la Asociación Psicoanalítica Internacional.
Entretanto, a comienzos de 1912 el doctor Hanns Sachs y el doctor Otto Rank habían creado una nueva revista, Imago (editada por Heller), destinada con exclusividad a las aplicadones del psicoanálisis a las ciencias del espíritu. Imago se halla en mitad de su tercer volumen y despierta creciente interés aun en los lectores ajenos al análisis médico (ver nota agregada en 1924(72)).
Además de estas cuatro publicaciones periódicas (Schriften zur angewandten Seelenkunde, Jahrbuch, Internationale Zeitschrift e Imago), también en otras (escritas en lengua alemana u otras lenguas) se incluyen trabajos que pueden aspirar a un lugar dentro de la literatura del psicoanálisis. El Journal of Abnormal Psychology,dirigido por Morton Prince, contiene por regla general contribuciones analíticas tan buenas que es preciso considerarlo el principal exponente de la literatura analítica en Estados Unidos. En el invierno de 1913, Whíte y Jelliffe crearon en Nueva York una nueva revista consagrada en forma exclusiva al psicoanálisis (The Psychoanalytic Review), que toma bien en cuenta el hecho de que para la mayoría de los médicos de Estados Unidos interesados en el análisis la lengua alemana constituye una dificultad (ver nota agregada en 1924(73)).
Ahora tengo que mencionar dos movimientos separatistas consumados en las filas del psicoanálisis, el primero entre la fundación de la Asociación, en 1910, y el Congreso de Weimar, de 1911, y el segundo tras este, de suerte que añoró en Munich, en 1913. Habría podido evitar la desilusión que me depararon atendiendo mejor a los procesos que sobrevienen a quienes están bajo tratamiento analítico. En efecto, yo comprendía muy bien que en su primera aproximación a las desagradables verdades del análisis alguien pudiera emprender la huida, y yo mismo había aseverado siempre que las represiones de cada individuo (o las resistencias que las mantienen) le atajan toda inteligencia, a raíz de lo cual en su relación con el análisis no puede superar un determinado punto. Pero no estaba en mi expectativa que alguien, habiendo comprendido el análisis hasta una cierta profundidad, pudiera renunciar a esa inteligencia, pudiera volver a perderla. Y no obstante, la experiencia cotidiana había mostrado en los enfermos que la total reflexión(74) de los conocimientos analíticos puede producirse desde cualquier estrato más profundo en que se encuentre una resistencia particularmente fuerte; cuando mediante un empeñoso trabajo se ha logrado que uno de estos enfermos aprehenda algunas piezas del saber analítico y las maneje como cosa propia, todavía nos aguarda quizás esta experiencia: bajo el imperio de la resistencia siguiente arroja al viento lo aprendido y se defiende como en sus mejores días de principiante. Me estaba deparado aprender que en los psicoanalistas puede ocurrir lo mismo que en enfermos bajo análisis.
No es tarea fácil ni envidiable escribir la historia de estos dos movimientos separatistas; en efecto, por un lado, no me asisten los fuertes motivos personales para ello -no he esperado agradecimiento ni soy rencoroso en una medida notable- y, por otro, sé que así me expongo a las invectivas de oponentes poco escrupulosos y ofrezco a los enemigos del análisis el espectáculo que tanto anhelaban: ver cómo «los psicoanalistas se despedazan entre ellos». Me he impuesto con gran fuerza no querellar con los oponentes ajenos al análisis, y ahora me veo precisado a recoger el desafío de quienes fueron sus partidarios o todavía hoy querrían titularse tales. Pero no tengo opción; el silencio sería comodidad o cobardía, y haría más daño a la causa que la revelación franca del daño que ya hay. Quien haya estudiado otros movimientos científicos sabrá que también en ellos suele haber trastornos y desinteligencias en un todo análogos. Quizás en otras partes se ponga más cuidado en mantenerlos secretos; el psicoanálisis, que desmiente muchos ideales convencionales, es también más sincero en estas cosas.
Otro escollo, muy espinoso, es que no puedo evitar del todo cierta iluminación analítica de las

14
dos oposiciones. Pero el análisis no se presta a un uso polémico; supone la entera aquiescencia del analizado y la situación de un superior y un subordinado. Por tanto, quien emprenda un análisis con propósito polémico tiene que disponerse a que el analizado a su turno lo vuelva en contra de él, y así la discusión caerá en un estado en que no habrá posibilidad alguna de producir convencimiento en un tercero imparcial. Por eso limitaré a un grado mínimo el uso del análisis, y con él de la indiscreción y la agresión contra mis oponentes; dejo sentado, además, que no fundo sobre ese recurso ninguna crítica científica. No me ocupo del eventual contenido de verdad de las doctrinas que desapruebo, no intento refutarlas. Quede ello reservado para otros trabajadores competentes en el campo del psicoanálisis, aunque en parte ya se lo ha hecho. Yo quiero mostrar, nada más, que estas doctrinas desmienten los principios del análisis (y especificaré los aspectos en que lo hacen), por lo cual no deben correr bajo ese nombre. Entonces, utilizo el análisis solamente para hacer comprensible la manera en que unos analistas pudieron engendrar esas desviaciones del análisis. Cierto es que en los puntos de fractura me veré obligado a dar batalla por el buen derecho del psicoanálisis con unas observaciones puramente críticas.La tarea más inmediata que afrontó el psicoanálisis fue la explicación de las neurosis; tomó como puntos de partida los dos hechos de la resistencia y de la trasferencia, y mirando al tercero, el de la amnesia, dio razón de ellos con las teorías de la represión, de las fuerzas sexuales impulsoras de la neurosis, y de lo inconciente. Nunca pretendió proporcionar una teoría completa de la vida anímica del hombre; sólo pidió que sus averiguaciones se usaran para completar y enmendar nuestro conocimiento adquirido por otras vías. Ahora bien, la teoría de Alfred Adler rebasa con mucho esa meta; quiere hacer inteligibles de un tirón, al par que las neurosis y psicosis que contraen los hombres, su comportamiento y carácter; en realidad, es más adecuada para cualquier otro campo que el de las neurosis, y sólo sigue poniendo a este en primer plano por motivos de su propia historia genética. A lo largo de muchos años tuve ocasión de estudiar al doctor Adler, y nunca me rehusé a reconocerle una gran cabeza, con particular disposición a lo especulativo. Como prueba de las «persecuciones » que dice haber sufrido de mi parte, puedo sin duda hacer valer que, fundada la Asociación, le trasferí la jefatura del grupo de Viena. Sólo tras el insistente reclamo de todos sus miembros acepté retomar la presidencia en las reuniones científicas. Cuando hube reconocido sus escasas dotes para apreciar el material inconciente, puse mis esperanzas en que sabría descubrir las conexiones del psicoanálisis con la psicología y con las bases biológicas de los procesos pulsionales, para lo cual en cierto sentido* lo habilitaban sus valiosos estudios acerca de la inferioridad de órgano (ver nota(75)). Y en efecto creó algo parecido, pero su obra resultó como si -para decirlo en su propia jerga(76)- la demostración exigiera admitir por fuerza esto: que el psicoanálisis anduvo errado en todo y sólo defendió la importancia de las fuerzas impulsoras sexuales por su credulidad hacia lo que exponen los neuróticos mismos. En cuanto al motivo personal de su trabajo, es lícito decirlo en público, pues él mismo lo ha revelado en presencia de un pequeño círculo de miembros del grupo de Viena: «¿Acaso cree que me agrada tanto pasarme toda la vida a la sombra de usted? ». No hallo nada reprochable en que un hombre más joven confiese la ambición que, de cualquier manera, se presumiría como uno de los resortes impulsores de su labor. Pero aun bajo el imperio de un motivo así habría que saber evitar la caída en eso que los ingleses, con su fino tacto social, llaman unfair(77), y para lo cual los alemanes sólo disponen de una palabra mucho más grosera. Cuán poco lo ha logrado Adler, lo muestra el cúmulo de malignidades pequeñitas que desfiguran sus trabajos, y los pujos de una desaforada manía de prioridad que ahí se traslucen. En la Asociación Psicoanalítica de Viena llegamos a escuchar directamente, cierta vez, que reclamaba para sí la prioridad sobre el punto de vista de la «unidad de las neurosis» y de la «concepción dinámica» de estas. Sorpresa grande para mí, pues siempre creí haber sustentado estos dos principios aun antes de conocer a Adler.
Este afán de Adler por hacerse un lugar bajo el sol ha tenido entretanto una consecuencia que el psicoanálisis no puede menos que sentir como benéfica. Cuando salieron a relucir las incompatibles discrepancias científicas de Adler, y yo hice que se lo excluyese de la redacción del Zentralblatt, él abandonó también la Asociación y fundó una nueva Unión que al principio se atribuyó el sabroso nombre de «Unión para el Psicoanálisis Libre» {Verein für freie Psychoanalyse}. Pero las personas extrañas, ajenas al análisis, se dan evidentemente tan poca mafia para apreciar las diferencias en las concepciones de dos psicoanalistas como nosotros, los europeos, para reconocer los matices que distinguen entre sí los rostros de dos chinos. El psicoanálisis «libre» quedó a la sombra del «oficial», el «ortodoxo», y fue tratado sólo como apéndice de este. Entonces Adler dio un paso que ha de agradecérsele: rompió todo lazo con el psicoanálisis y separó de él su doctrina como «psicología individual». Sobrado espacio hay en el mundo del Señor, y el que se sienta capaz de hacerlo tiene el indudable derecho a largarse por esos campos libre de toda traba, pero no es deseable que sigan conviviendo bajo un mismo techo quienes han dejado de entenderse y no se sopor. tan más. La «psicología individual» de Adler es ahora una de las muchas corrientes psicológicas que se oponen al psicoanálisis y cuyo ulterior desarrollo cae fuera de su interés.
La teoría de Adler fue desde su comienzo mismo un «sistema», cosa que el psicoanálisis evitó cuidadosamente. Es también un destacado ejemplo de «elaboración secundaria», como la que el pensamiento de vigilia emprende con el material onírico. Aquí, hace las veces de este último el material recién ganado por los estudios psicoanalíticos, que ahora es asido enteramente desde el punto de vista del yo, traído bajo las categorías habituales del yo, traducido y volcado a ellas y, tal cual acontece en la formación del sueño, convertido en objeto de un malentendido (ver referencia(78)). Así, la doctrina de Adler se caracteriza menos por lo queasevera que por lo que desmiente; consta, según eso, de tres elementos de valor desigual: buenas contribuciones a la psicología del yo, traducciones -superfluas, pero aceptables- de los hechos analíticos a la nueva jerga, y desfiguraciones y tergiversaciones de estos hechos en todo lo que no se adecuan a las premisas del yo.
Los elementos del primer tipo nunca fueron ignorados por el psicoanálisis, si bien no les prestó una atención especial. Tenía un interés mayor en mostrar que todos los afanes del yo llevan mezclados componentes libidinosos. La doctrina de Adler destaca la contraparte, el complemento egoísta de las mociones pulsionales libidinosas. Ahora bien, esta sería una apreciable ganancia si Adler no hubiera utilizado esa comparación para desmentir en todos los casos, y en beneficio de los componentes pulsionales yoicos, la moción libidinosa. Su teoría hace con ello lo que todos los enfermos; es lo que en general hace nuestro pensamiento conciente: se vale de la racionalización (como la llama Jones [1908]) para encubrir el motivo inconciente. Adler es tan consecuente en esto que llega a apreciar como el resorte impulsor más poderoso del acto sexual el propósito de estar encima, de enseñarle a la mujer quién es el amo. No sé si también en sus escritos ha sostenido estas enormidades.
El psicoanálisis había reconocido desde muy temprano que todo síntoma neurótico debe su posibilidad de existencia a un compromiso. Por eso el síntoma tiene que contemplar de algún

15
modo las exigencias del yo, que maneja la represión; tiene que ofrecerle una ventaja, permitirle una aplicación útil, pues de lo contrario sufriría el mismo destino que la moción pulsional originaria, la que cayó bajo Ia defensa. La expresión «ganancia de la enfermedad» dio razón de este estado de cosas; y aun se justificaría distinguir la ganancia primaria para el yo, que tiene que ser efectiva desde la misma génesis del síntoma, de una parte «secundaria» que se sobreañade, apuntalándose en otros propósitos del yo, si es que el síntoma está destinado a afirmarse (ver nota(79)). También desde hace mucho es notorio para el análisis que la sustracción de esta ganancia de la enfermedad, o su cese a consecuencia de una variación real [de las circunstancias externas], ofrece uno de los mecanismos de la curación del síntoma. Sobre estas relac iones, fácilmente comprobables e inteligibles sin esfuerzo, recae el acento principal en la doctrina de Adler; así se descuida por completo que, incontables veces, el yo hace meramente de la necesidad virtud, prestando su aquiescencia al síntoma más indeseable, que le viene impuesto, a causa de la utilidad inherente a él; por ejemplo, cuando acepta la angustia como medio de aseguramiento. El yo juega ahí el risible papel del payaso del circo, quien, con sus gestos, quiere mover a los espectadores a convencerse de que todas las variaciones que van ocurriendo en la pista se producen por efecto exclusivo de su voluntad. Pero sólo los más jóvenes entre los espectadores le dan crédito.
En cuanto al segundo componente de la doctrina de Adler, el psicoanálisis tiene que avalarlo como patrimonio propio. No es otra cosa que conocimiento psicoanalítico, absorbido por este autor de todas las fuentes asequibles durante los diez años de trabajo en común, y al que después, mediante un cambio de nomenclatura, le ha estampado su marca de propiedad. Y aun, por ejemplo, juzgo que «aseguramiento» {Sicherung} es una expresión mejor que «medida protectiva» {Schutzmassregel}, usada por mí; pero no puedo hallarle un sentido nuevo. De igual modo, si «fingido, ficticio y ficción» vuelven a sustituirse por los términos más originarios de «fantaseado» y «fantasía», se descubren en las afirmaciones de Adler una multitud de rasgos conocidos de antiguo. El psicoanálisis destacaría la identidad de estos términos aunque su autor no hubiera participado durante largos años en los trabajos en común.
La tercera porción de la doctrina de Adler, las reinterpretaciones y desfiguraciones de los hechos analíticos incómodos, contiene aquello que divorcia definitivamente a esa «psicología individual», como ha de llamársela en lo sucesivo, del análisis. El principio del sistema de Adler reza, como es sabido, que el propósito de la autoafirmación del individuo, su «voluntad de poder», es el que bajo la forma de «protesta masculina(80)» se revela dominante en la conducción de la vida, en la formación del carácter y en la neurosis. Ahora bien, esta protesta masculina, el motor adleriano, no es otra cosa que la represión desprendida de su mecanismo psicológico y sexualizada, por añadidura, lo que mal condice con el proclamado destronamiento del papel de la sexualidad dentro de la vida anímica (ver nota(81)). La protesta masculina existe, sin duda alguna; pero en su elevación al sitial de motor [único] del acontecer anímico la observación no ha intervenido más que como el trampolín que uno abandona para elevarse. Tomemos una de las situaciones básicas del anhelo infantil, la observación del acto sexual entre adultos. El análisis revela, en las personas de cuya biografía el médico tendrá que ocuparse más tarde, que dos mociones se apoderan del inmaduro espectador; sí se trata de un muchacho, una es la de ponerse en el lugar del hombre activo, y la otra, la aspiración contraria, la de identificarse con la mujer pasiva (ver nota(82)). Entre esas dos aspiraciones agotan las posibilidades de placer que resultan de la situación. Sólo la primera admite subordinarse a la protesta masculina, si es que este concepto ha de conservar algún sentido. La segunda, de cuyo destino Adler no hace caso, o no lo conoce, es la que cobrará una importancia mayor para la neurosis subsiguiente. Adler se ha recluido tan enteramente dentro de la celosa estrechez del yo que sólo toma en cuenta aquellas mociones pulsionales que son agradables para el yo y que este promueve; precisamente el caso de la neurosis, donde esas mociones se contraponen al yo, cae fuera de su horizonte.En el intento, que se ha hecho insoslayable por obra del psicoanálisis, de anudar el principio fundamental de la doctrina a la vida anímica del niño, le han sido deparadas a Adler las más serias desviaciones de la realidad observada y los más profundos extravíos conceptuales. Los sentidos biológico, social y psicológico de «masculino» y «femenino» se han entreverado sin remedio en una formación mixta (ver nota(83)). Es imposible, y la observación lo refuta, que el niño -sea varón o mujer- pueda fundar su plan de vida sobre un originario menosprecio del sexo femenino y hacer de este deseo su guía(84): «Quiero ser un hombre hecho y derecho». El niño al comienzo no vislumbra el significado de la diferencia de los sexos; más bien parte de la premisa de que los dos sexos poseen el mismo genital (el masculino). Su investigación sexual no parte del problema de la diferencia entre los sexos(85), y le es por completo ajeno el menosprecio social por la mujer. Existen mujeres en cuya neurosis el deseo de ser un hombre no ha cumplido papel alguno. Lo que hay de comprobable en la protesta masculina se reconduce con facilidad a la perturbación del narcisismo primordial por la amenaza de castración, o a los primeros obstáculos puestos a las actividades sexuales. Toda polémica acerca de la psicogénesis de las neurosis deberá zanjarse en definitiva en el ámbito de las neurosis infantiles. La cuidadosa disección de una neurosis en la primera infancia pone fin a todos los errores respecto de la etiología de las neurosis y a las dudas sobre el papel de las pulsiones sexuales (ver nota(86)). Por eso Adler [1911a], en su crítica al trabajo de Jung «Konflikte der kindlichen Seele» [1910c], se vio obligado a echar mano de la imputación de que el material del caso había sido amañado, «sin duda por el padre [del niño]», para darle determinado aspecto.
No me detendré más en los aspectos biológicos de la teoría de Adler y no indagaré si una palpable inferioridad de órgano [pág. 49, n. 10] o el sentimiento subjetivo de ella -no se sabe cuál de ambos- están en condiciones de sustentar, en calidad de fundamento, al sistema adleriano. Notemos solamente que, según eso, la neurosis no sería sino el resultado secundario de la atrofia en general, cuando en realidad la observación nos enseña que una aplastante mayoría de los feos, los contrahechos, los tullidos, los desvalidos, en modo alguno reaccionan frente a su defecto mediante el desarrollo de una neurosis. También dejo de lado el interesante conocimiento de que la inferioridad tiene que situarse en el sentimiento de ser niño. Nos muestra el disfraz con que reaparece en la psicología individual el factor del infantilismo, tan destacado en el análisis. En cambio, me veo precisado a poner de resalto que todas las conquistas del psicoanálisis en materia de psicología han sido arrojadas al viento por Adler. Lo inconciente aparece todavía como una particularidad psicológica en su über den nervosen Charakter [1912], pero sin relación alguna con el sistema. Luego ha declarado, en buena lógica, que no le importa si una representación es conciente o inconciente. Desde el comienzo, la represión no encontró en Adler comprensión alguna. En el resumen de una conferencia dada por él en la Asociación de Viena (febrero de 1911) se lee: «Sobre la base de un caso, se señala que el paciente no había reprimido su libido; en cambio, de continuo procuraba un aseguramiento frente a ella... » (ver nota(87)). En una discusión habida poco después en Viena expresó: «Si ustedes preguntan de dónde viene la represión, obtienen por respuesta: "De la

16
cultura". Pero sí después preguntan: "¿De dónde viene la cultura?", se les responderá: "De la represión". Como ven, no es sino un juego de palabras». Una partícula de la agudeza con que Adler puso en descubierto los artificios defensivos de su «carácter neurótico» le habría bastado para mostrarle el modo de salir de ese argumento de rábula. Lo que queremos decir es simplemente que la cultura descansa en las operaciones represivas de generaciones anteriores, y cada generación nueva es exhortada a conservar esa cultura consumando las mismas represiones. He sabido de un niño que se consideraba burlado y empezaba a chillar cuando a su pregunta: «¿De dónde vienen los huevos?», le respondían: «De las gallinas»; y a su ulterior pregunta: «¿De dónde vienen las gallinas?», le contestaban: «De los huevos». Y no obstante, no había en eso un juego de palabras, sino que al niño le decían algo verdadero.Igualmente lamentable y vacío es todo lo que Adler ha expresado sobre el sueño, ese shibbólet(88) del psicoanálisis. Al principio el sueño fue para él una vuelta de la línea femenina a la masculina, lo cual no significaba sino la traducción de la doctrina del cumplimiento de deseo en el sueño al lenguaje de la «protesta masculina». Después descubre la esencia del sueño en que el hombre se posibilita inconcientemente por medio de él lo que concientemente le es denegado [Adler, 1911b, pág. 215n.], También debe atribuírsele la prioridad en la confusión del sueño con los pensamientos oníricos latentes; he ahí la base de su reconocimiento de una «tendencia prospectiva». Maeder [1912] lo siguió en esto más tarde (ver nota(89)). Así se descuida paladinamente que toda interpretación de un sueño que en su fenómeno manifiesto no dice nada comprensible descansa en la aplicación de esa misma interpretación de los sueños cuyas premisas e inferencias se impugnan. Sobre la resistencia, Adler sabe indicar que le sirve al enfermo para imponerse sobre el médico. Esto es sin duda correcto; equivale a decir: la resistencia sirve a la resistencia. ¿De dónde viene ella y cómo es que sus fenómenos están a disposición de ese propósito del enfermo? He ahí cuestiones que no se dilucidan, pues no son interesantes para el yo. No se presta atención ninguna a los mecanismos detallados de los síntomas y los fenómenos, ni a la fundamentación de la diversidad de las enfermedades y sus exteriorizaciones; es que todo ello por igual se hace tributario de la protesta masculina, la afirmación de sí y el engrandecimiento de la personalidad. El sistema está listo, ha costado un extraordinario trabajo de reinterpretación, pero no ha ofrecido ni una sola observación nueva. Creo haber mostrado que eso nada tiene que ver con el psicoanálisis.
La imagen de la vida que se desprende del sistema de Adler está fundada íntegramente en la pulsión de agresión; no deja espacio alguno al amor. Cabría maravillarse por el eco que ha encontrado una tan desconsolada cosmovisión; pero no hay que olvidar que la humanidad, oprimida bajo el yugo de sus necesidades sexuales, está dispuesta a aceptarlo todo apenas se le tienda el señuelo del «doblegamiento de la sexualidad».
El movimiento separatista de Adler se consumó antes del Congreso de Weimar, de 1911; después de esa fecha se inició el de los suizos. Los primeros signos fueron, extrañamente, algunas expresiones de Riklin, vertidas en ensayos populares aparecidos en publicaciones suizas, por las cuales los contemporáneos se enteraron, aun antes que los especialistas más próximos, de que el psicoanálisis había superado algunos lamentables errores que lo desacreditaban. En 1912, Jung, en carta que me envió desde Estados Unidos, se gloriaba de que sus modificaciones al psicoanálisis habían vencido las resistencias en muchas personas que hasta entonces no querían saber nada de él. Le respondí que eso no era ningún título de gloria, y cuantas más sacrificase de esas laboriosamente ganadas verdades del psicoanálisis, tanto más vería desaparecer la resistencia. La modificación introducida por los suizos, de la que tan orgullosos se mostraban, no era otra, de nuevo, que el refrenamiento teórico del factor sexual. Confieso que desde el principio vi en este «progreso» una adaptación excesiva a los reclamos de la actualidad.
Estos dos movimientos retrógrados, que se apartan del psicoanálisis y ahora he de comparar entre sí, muestran también esta semejanza: ambos cortejan el favor del público por medio de ciertos puntos de vista que se empinan como sub specie aeternitatis. En Adler cumple este papel la relatividad de todo conocimiento y el derecho de la personalidad a plasmar artísticamente, según su propio cuño individualista, el material del saber; en Jung se machaca en el derecho histórico-cultural de los jóvenes a arrojar de sí las cadenas con que los viejos tiránicos y petrificados en sus opiniones que rrían aherrojarlos. Estos argumentos hacen necesarias unas palabras de refutación.
La relatividad de nuestro conocimiento es un reparo que puede oponerse a toda ciencia, no sólo al psicoanálisis. Nace de bien conocidas corrientes contemporáneas, reaccionarias y hostiles a la ciencia, y se arroga el relumbrón de una superioridad improcedente. Ninguno de nosotros puede entrever el juicio definitivo que la humanidad pronunciará sobre nuestros empeños teóricos. Hay ejemplos de rechazo por parte de las tres primeras generaciones, que la próxima corrige y troca en aceptación. Al individuo no le resta sino sustentar con todas sus fuerzas su convicción apoyada en la experiencia, tras haber prestado oídos a sus propias críticas con todo cuidado, y con alguna atención a las de sus oponentes. Cada cual ha de conformarse con llevar adelante su asunto honrosamente, sin usurpar un papel de juez reservado a un futuro lejano. Esa insistencia en la arbitrariedad personal en materia científica es maliciosa; evidentemente quiere discutirle al psicoanálisis su valor de ciencia, cuando de todos modos ya se había rebajado a esta con la observación anterior [acerca de la naturaleza relativa de todo conocimiento]. El que tenga en alta estima al pensamiento científico buscará, más bien, los medios y los métodos que le permitan restringir en todo lo posible ese factor de la arbitrariedad estética personal ahí donde todavía desempeñe un papel excesivo. Es oportuno recordar, además, que está fuera de lugar todo ardor en la defensa de la propia causa. Estos argumentos de Adler no están pensados seriamente; quieren aplicarse con exclusividad al oponente, pero dejar intactas las teorías propias. Los partidarios de Adler no se han abstenido de celebrarlo como al Mesías, para cuyo advenimiento tantos y tantos precursores fueron preparando a la humanidad esperanzada. Y el Mesías, por cierto, ya no es más algo relativo.
El argumento de Jung ad captandam benevolentiam(90) descansa en una premisa demasiado optimista: el progreso de la humanidad, de la cultura, del saber, se habría consumado siguiendo una línea continua y sin fracturas. Como si nunca hubieran existido epígonos, reacciones y restauraciones tras cada revolución, descendientes que por vía de un retroceso renunciaron a lo conquistado por una generación anterior. La aproximación al punto de vista del vulgo, el abandono de una novedad que se recibió con disgusto, hacen improbable de antemano que la enmienda introducida por Jung en el psicoanálisis pueda pretenderse una hazaña juvenil liberadora.
Lo que en definitiva decide sobre eso no son los años del héroe, sino el carácter de la hazaña.
De los dos movimientos aquí considerados, el de Adler es sin duda el más importante;

17
radicalmente falso, se distingue empero por su consecuencia y su coherencia. A pesar de todo, sigue fundado en una doctrina de las pulsiones. En cambio, la modificación de Jung ha aflojado el nexo de los fenómenos con la vida pulsional; es, además, como lo han destacado sus críticos (Abraham, Ferenczi, Jones.), tan oscura, impenetrable y confusa que no es fácil tomar posición frente a ella. Sea cual fuere el lado por donde se la ataque, hay que ir sabiendo que nos dirán que la comprendimos mal, y no se ve de qué modo podría llegarse a su recta comprensión. A sí misma, se concibe de una manera extrañamente tornadiza, ora como «una desviación enteramente dócil, que no merece toda la grita que se ha levantado» (Jung), ora como un nuevo evangelio salvador que inicia una nueva era para el psicoanálisis, y hasta una nueva cosmovisión para todo el mundo.En vista de los desacuerdos entre las diversas manifestaciones privadas y públicas de la corriente de Jung, cabe preguntarse en qué proporción esto se debe a la oscuridad en que ellos mismos puedan estar, y en qué proporción a su insinceridad. Pero debe admitirse que los sostenedores de la nueva doctrina se encuentran en una difícil situación. Combaten ahora cosas que ellos mismos defendieron antes, y por cierto que no sobre la base de observaciones nuevas que podrían haberlos instruido, sino a consecuencia de reinterpretaciones que ahora les hacen aparecer las cosas diversamente que antes. Por eso no quieren romper el vínculo con el psicoanálisis, cuyos defensores se confesaron ante el mundo, y prefieren proclamar que el psicoanálisis se ha modificado. En el Congreso de Munich me vi precisado a terminar con esa navegación a dos aguas y lo hice declarando que no admitía las innovaciones de los suizos como continuación legítima ni como desarrollo ulterior del psicoanálisis creado por mí. Críticos ajenos al psicoanálisis (como Furtmüller) ya habían reconocido este estado de cosas, y Abraham dijo con acierto que Jung se encontraba en plena retirada del psicoanálisis. Estoy dispuesto a conceder, desde luego, que cada cual tiene el derecho a pensar y a escribir lo que quiera, pero no a presentar eso como algo diverso de lo que realmente es.
Así como la investigación de Adler aportó algo nuevo al psicoanálisis, una pieza de la psicología del yo, y quiso hacerse pagar demasiado caro este presente con la desestimación de todas las doctrinas analíticas fundamentales, también Jung y sus seguidores enlazan su lucha contra el psicoanálisis con una nueva conquista que le han conseguido. Han estudiado en detalle (precedidos en esto por Pfister) el modo en que el material de las representaciones sexuales procedentes del complejo familiar y de la elección incestuosa de objeto es empleado en la figuración de los supremos intereses éticos y religiosos de los hombres; vale decir, han esclarecido un importante caso de sublimación de las fuerzas impulsoras eróticas y de su trasposición a aspiraciones que ya no pueden llamarse eróticas. Esto se ajustaba a la perfección a las expectativas contenidas en el psicoanálisis; condeciría, sobre todo, con la concepción según la cual en el sueño y en la neurosis se hace visible la resolución regresiva de estas sublimaciones, así como de todas las otras. Sólo que ello habría provocado indignación en la gente ... ¡la ética y la religión, sexualizadas! No puedo abstenerme de pensar por una vez de manera «finalista» y suponer que los descubridores no se sintieron capaces de afrontar esa tormenta de indignación general. Quizás hasta empezó a agitarse en el pecho de ellos mismos. La prehistoria teológica de tantos de los suizos no es indiferente para su posición hacia el psicoanálisis, como no lo es la prehistoria socialista de Adler para el desarrollo de su psicología. Le viene a uno a la memoria la famosa historia de Mark Twain sobre las peripecias de su reloj, y la expresión de asombro con que concluye: «And he used to wonder what became of all the unsuccessful tinkers, and gunsmiths, and shoemakers, and blacksmiths; but nobody couId
ever tell him(91)»
Quiero establecer un símil y suponer que en cierta sociedad vive un advenedizo que dice pertenecer a una familia de antiguo abolengo, pero de otras tierras, y se alaba de su linaje. Le demuestran que sus padres viven en algún lugar de la vecindad y son gentes muy modestas. Ahora le queda todavía un subterfugio, y echa mano de él. Ya no puede desmentir su origen, pero asevera que sus padres son de encumbrada nobleza, sólo que venida a menos, y hace que algún funcionario condescendiente les extienda el título de su alcurnia, Pienso que de manera semejante se vieron obligados a comportarse los suizos. Si no era permitido sexualizar la ética y la religión, sino que ellas desde el comienzo eran algo «más elevado», pero al mismo tiempo parecía incontrastable que sus representaciones provenían del complejo familiar y del complejo de Edipo, no quedaba sino una sola explicación: estos complejos a su vez, desde el comienzo, no podían significar lo que parecían enunciar; poseían ese otro sentido «anagógico» (según la terminología de Silberer), más elevado, gracias al cual admitieron que se los aplicara a las ilaciones de pensamientos abstractos de la ética y de la mística religiosa.
Ahora estoy preparado para que me digan de nuevo que he entendido mal el contenido y el propósito de la nueva doctrina de Zurich. Pero de antemano protesto contra cualquier intento de cargar en mi cuenta, y no en la de ellos, las contradicciones a mi concepción que resultan de las publicaciones de esa escuela. De ningún otro modo puedo hacer que me resulte comprensible y concebir como algo coherente el conjunto de las innovaciones de Jung. Todas las modificaciones que Jung ha emprendido en el psicoanálisis emanan del propósito de eliminar lo chocante en los complejos familiares a fin de no reencontrarlo en la religión y en la ética. La libido sexual fue sustituida por un concepto abstracto que, hay derecho a aseverarlo, permaneció como algo misterioso e inasible para sabios y para necios por igual. El complejo de Edipo se entendió sólo «simbólicamente»; en él la madre significó lo inalcanzable a lo cual debe renunciarse en aras del desarrollo de la cultura; el padre, a quien se da muerte en el mito de Edipo, es el padre «interior» del que es preciso emanciparse para devenir autónomo. Otras piezas del material de las representaciones sexuales sufrirán, qué duda cabe, parejas reinterpretaciones en el curso del tiempo. El conflicto entre aspiraciones eróticas desacordes con el yo{ichwidrig} y la afirmación del yo fue remplazado por el conflicto entre la «tarea de vida» y la «inercia psíquica»; el sentimiento neurótico de culpa correspondió al reproche que el individuo se hace por no haber cumplido su tarea de vida. De tal modo se creó un nuevo sistema ético-religioso que, lo mismo que el de Adler, se vio forzado a reinterpretar, desfigurar
o dejar de lado los resultados del análisis. En realidad no fue sino esto: de la sinfonía del acaecer universal se alcanzaron a escuchar sólo un par de acordes culturales y se desoyó de nuevo la potente, primordial melodía de las pulsiones.
Para sustentar ese sistema fue preciso apartarse por completo de la observación y de la técnica del psicoanálisis. A veces, el entusiasmo que inspira el excelso asunto habilita también a menospreciar la lógica científica; así, cuando Jung no halla bastante «específico» al complejo de Edipo para la etiología de las neurosis y atribuye esa especificidad a la inercia, vale decir, ¡la propiedad más general de los cuerpos animados e inanimados! Esto exige anotar que el «complejo de Edipo» no figura sino un contenido con el que se miden las fuerzas anímicas del individuo, pero no es él mismo una fuerza, como sería la «inercia psíquica». La exploración de los individuos había mostrado, y lo mostrará siempre, que los complejos sexuales están vivos en el interior de ellos en su sentido originario. Por eso la investigación del individuo fue relegada

18
y sustituida por un enjuiciamiento cuyo asidero se extrajo de la investigación de los pueblos. Es que era en la primera infancia de cada hombre donde se corría más peligro de toparse con el sentido originario y sin disfraz de los complejos que habían sido reinterpretados. De ahí resultó para la terapia el precepto de demorarse lo menos posible en ese pasado y de poner el acento principal sobre el regreso al conflicto actual, donde lo esencial no es ni por asomo lo contingente y lo personal, sino lo general, precisamente el incumplimiento de la tarea de vida. Pero nosotros tenemos sabido que el conflicto actual del neurótico sólo es comprensible y solucionable si se lo reconduce a la prehistoria del enfermo, si se transita el camino que su libido recorrió cuando él contrajo la enfermedad.El perfil que ha cobrado la neoterapia de Zurich bajo el imperio de tales tendencias puede bosquejarse siguiendo las indicaciones de un paciente que debió sufrirlas en su persona: «Esta vez, ningún cuidado por el pasado ni por la trasferencia. Donde yo creí asir esta última, la presentaron como mero símbolo de la libido. Los consejos morales eran muy hermosos, y yo los seguí al pie de la letra, pero no di un solo paso adelante. Para mí era todavía más desagradable que para él, pero, ¿qué podía hacer yo? ( ... ) En lugar de una liberación por el análisis, cada sesión traía consigo nuevas y enormes exigencias, de cuyo cumplimiento se hacía depender la superación de la neurosis; por ejemplo, una concentración interior mediante introversión, ahondamiento religioso, nueva vida comunitaria con mi mujer en amorosa entrega, etc. Eso casi sobrepasaba las fuerzas de uno, equivalía a una remodelación radical de todo el hombre interior. Uno abandonaba el análisis como un pobre pecador con los más fuertes sentimientos de contrición y los mejores propósitos, pero, al mismo tiempo, con el más profundo desánimo. Lo que él me recomendó, cualquier cura párroco me lo aconsejaría, pero, ¿de dónde vendría la fuerza?». El paciente comunica entonces que, por lo que ha sabido, previo a ello tiene que haber un análisis del pasado y de la trasferencia. Se le dijo que tenía bastante de eso. Puesto que la primera variedad del análisis no le había ayudado más, me parece justificado inferir que el paciente no había recibido lo bastante de ella. Y en modo alguno podía ayudarle ese otro tramo de tratamiento que ya no merece el nombre de psicoanálisis. Maravilla que los de Zurich hayan necesitado de ese largo desvío por Viena para llegar en definitiva a Berna, tan próxima a ellos, donde Dubois(92) cura más consideradamente las neurosis mediante el aliento ético (ver nota(93)).
Esta nueva orientación revela desde luego su total ruptura con el psicoanálisis por su modo de tratar a la represión, que en los escritos de Jung apenas si se menciona; por su yerro sobre el sueño, al cual, lo mismo que Adler, lo confunde con los pensamientos oníricos latentes, renunciando a la psicología del sueño; por la pérdida de discernimiento para lo inconciente, y, en suma, por todos los puntos en que yo situaría lo esencial del psicoanálisis. Cuando oímos decir a Jung que el complejo del incesto es sólo simbólico, que no tiene existencia real, y que el salvaje no siente gana ninguna por una vieja bruja, sino que prefiere una hembra joven y bella, estamos tentados a conjeturar que «simbólico» y «no tiene existencia real» significan lo mismo que en el psicoanálisis se denota, por referencia a sus manifestaciones y a sus efectos patógenos, como «existente en lo inconciente», y a finiquitar de esa manera la aparente contradicción.
Si se tiene presente que el sueño es algo &verso de los pensamientos oníricos que él elabora, no maravillará que los enfermos sueñen con las cosas con que se les ha llenado la cabeza durante el tratamiento, sea la «tarea de vida», sea el «estar encima y el estar debajo». Por cierto que los sueños del analizado son guiables, tal como se puede influirlos mediante estímulos acercados experimentalmente. Es posible determinar una parte del material que aparece en los sueños. Pero ello en nada modifica la esencia y el mecanismo del sueño. Por mi parte, no creo que los llamados sueños «biográficos» se produzcan fuera del análisis (ver nota(94)). Y si en cambio se analizan sueños sobrevenidos antes del tratamiento, si se toma nota de lo que el soñante agrega a las incitaciones que se le suministraron durante la cura o si puede evitarse el plantearle tareas semejantes, es posible convencerse de que el sueño está muy lejos de ofrecer sólo intentos de solución de la tarea de vida. El sueño no es más que una forma del pensar; y la comprensión de esa forma jamás podrá lograrse desde el contenido de sus pensamientos: la apreciación del trabajo del sueño, exclusivamente, lleva a ella (ver nota(95)).
No es difícil la refutación fáctica de los malentendidos y desviaciones del psicoanálisis en que ha incurrido Jung. Todo análisis ejecutado según las reglas, y en particular cualquier análisis de niños, refirma las convicciones en que descansa la teoría del psicoanálisis y refuta las reinterpretaciones que de ella hacen los sistemas de Adler y de Jung. Antes que recibiera su iluminación, el propio Jung [1910b; cf. AE, 14, pág. 30] ejecutó y publicó uno de esos análisis de niños, y está por verse si ensayará una nueva interpretación de él con el auxilio de otro «amaño de los hechos» (según la expresión de Adler, referida a él [ AE, 14, pág. 54]).
La opinión según la cual la figuración sexual de pensamientos «superiores» en el sueño y en la neurosis no importa sino un modo arcaico de expresión es incompatible, desde luego, con el hecho de que estos complejos sexuales demuestran ser en la neurosis los portadores de aquellas cantidades de libido que fueron sustraídas a la vida real. Si se tratara de una mera jerga sexual, ello no podría alterar la economía de la libido. El propio Jung lo concede todavía en su Darsiellung der psychoanalytischen Theorie [1913], y formula como tarea terapéutica la de sustraer de estos complejos su investidura libidinal. Pero esto en ningún caso se logra apartando al paciente de ellos y esforzando su sublimación, sino, únicamente, ocupándose de ellos hasta la máxima hondura y haciéndolos concientes en todo su alcance. El primer fragmento de la realidad con que el enfermo ha de saldar cuentas es, justamente, su enfermedad. Los empeños por sustraerlo de esa tarea indican la incapacidad del médico para ayudarle a vencer las resistencias, o su horror frente a los resultados de este trabajo.
Para concluir, diré que Jung, con su «modificación» del psicoanálisis, ha ofrecido la contraparte del famoso cuchillo de Lichtenberg (ver nota(96)). Le cambió el mango y le puso una hoja nueva; como lleva grabada la misma marca, se supone que hemos de creer que ese instrumento es el original.
Creo haber mostrado, por lo contrario, que la nueva doctrina que querría sustituir al psicoanálisis implica una renuncia al análisis y una secesión respecto de él. Con facilidad podría caerse en el temor de que esa secesión será más perniciosa que cualquier otra para su destino, puesto que proviene de personas que han desempeñado un papel tan importante en el movimiento y lo han hecho avanzar un trecho tan considerable. Yo no comparto ese temor.
Los hombres son fuertes durante todo el tiempo en que sustentan una idea fuerte; se vuelven impotentes cuando se le ponen en contra. El psicoanálisis soportará esta pérdida y a cambio de estos partidarios ganará otros. Sólo me queda desear que el destino depare un cómodo ascenso a quienes la residencia en el mundo subterráneo del psicoanálisis les ha provocado

19
desasosiego. Y a los otros, que les sea permitido llevar hasta el final y sin tropiezos sus trabajos en las profundidades.
Febrero de 1914

«Zur Einführung des Narzissmus»
Nota introductoria(97)
El término narcisismo(98) proviene de la descripción clínica y fue escogido por P. Nácke en 1899 para designar aquella conducta por la cual un individuo da a su cuerpo propio un trato parecido al que daría al cuerpo de un objeto sexual; vale decir, lo mira con complacencia sexual, lo acaricia, lo mima, hasta que gracias a estos manejos alcanza la satisfacción plena. En este cuadro, cabalmente desarrollado, el narcisismo cobra el significado de una perversión que ha absorbido toda la vida sexual de la persona; su estudio se aborda entonces con las mismas expectativas que el de cualquiera otra de las perversiones.Resultó después evidente a la observación psicoanalítica que rasgos aislados de esa conducta aparecen en muchas personas aquejadas por otras perturbaciones; así ocurre, según Sadger, entre los homosexuales. Por fin, surgió la conjetura de que una colocación de la libido definible como narcisismo podía entrar en cuenta en un radio más vasto y reclamar su sitio dentro del desarrollo sexual regular del hombre. (Ver nota(99)) A la misma conjetura se llegó a partir de las dificultades que ofrecía el trabajo psicoanalítico en los neuróticos, pues pareció como si una conducta narcisista de esa índole constituyera en ellos una de las barreras con que se chocaba en el intento de mejorar su estado. El narcisismo, en este sentido, no sería una perversión, sino el complemento libidinoso del egoísmo inherente a la pulsión de autoconservación, de la que justificadamente se atribuye una dosis a todo ser vivo.
Un motivo acuciante para considerar la imagen de un narcisismo primario y normal surgió a raíz del intento de incluir bajo la premisa de la teoría de la libido el cuadro de la dementia praecox (Kraepelin) o esquizofrenia (Bleuler). Los enfermos que he propuesto designar «parafrénicos(100)» muestran dos rasgos fundamentales de carácter: el delirio de grandeza y el extrañamiento de su interés respecto del mundo exterior (personas y cosas). Esta última alteración los hace inmunes al psicoanálisis, los vuelve incurables para nuestros empeños. Ahora bien, el extrañamiento del parafrénico respecto del mundo exterior reclama una caracterización más precisa. También el histérico y el neurótico obsesivo han resignado (hasta donde los afecta su enfermedad) el vínculo con la realidad. Pero el análisis muestra que en modo alguno han cancelado el vínculo erótico con personas y cosas. Aún lo conservan en la fantasía; vale decir: han sustituido los objetos reales por objetos imaginarios de su recuerdo o los han mezclado con estos, por un lado; y por el otro, han renunciado a emprender las acciones motrices que les permitirían conseguir sus fines en esos objetos. A este estado de la libido debería aplicarse con exclusividad la expresión que Jung usa indiscriminadamente:introversión de la libido(101). Otro es el caso de los parafrénicos. Parecen haber retirado realmente su libido de las personas y cosas del mundo exterior, pero sin sustituirlas por otras en su fantasía. Y cuando esto último ocurre, parece ser algo secundario y corresponder a un intento de curación que quiere reconducir la libido al objeto. (Ver nota(102))
Surge esta pregunta: ¿Cuál es el destino de la libido sustraída de los objetos en la esquizofrenia? El delirio de grandeza propio de estos estados nos indica aquí el camino. Sin duda, nació a expensas de la libido de objeto. La libido sustraída del mundo exterior fue conducida al yo, y así surgió una conducta que podemos llamar narcisismo. Ahora bien, el delirio de grandeza no es por su parte una creación nueva, sino, como sabemos, la amplificación y el despliegue de un estado que ya antes había existido. Así, nos vemos llevados a concebir el narcisismo que nace por replegamiento de las investiduras de objeto como un narcisismo secundario que se edifica sobre la base de otro, primario, oscurecido por múltiples influencias.
Entiéndase bien: no pretendo aquí aclarar el problema de la esquizofrenia ni profundizar en él, sino sólo recopilar lo ya dicho en otros lugares(103), o a fin de justificar una introducción del

20
narcisismo {como concepto de la teoría de la libido}.Un tercer aporte a esta extensión, legítima según creo, de la teoría de la libido lo proporcionan nuestras observaciones y concepciones sobre la vida anímica de los niños y de los pueblos primitivos. En estos últimos hallamos rasgos que, si se presentasen aislados, podrían Imputarse al delirio de grandeza: una sobrestimación del poder de sus deseos y de sus actos psíquicos, la «omnipotencia de los pensamientos», una fe en la virtud ensalmadora de las palabras y una técnica dirigida al mundo exterior, la «magia», que aparece como una aplicación consecuente de las premisas de la manía de grandeza (ver nota(104)). Suponemos una actitud totalmente análoga frente al mundo exterior en los niños de nuestro tiempo, cuyo desarrollo nos resulta mucho más impenetrable (ver nota(105)). Nos formamos así la imagen de una originaria investidura libidinal del yo, cedida después a los objetos; empero, considerada en su fondo, ella persiste, y es a las investiduras de objeto como el cuerpo de una ameba a los seudópodos que emite (ver nota(106)). Esta pieza de la colocación libidinal no podía sino ocultarse al principio a nuestra investigación, cuyo punto de partida fueron los síntomas neuróticos. Las emanaciones de esta libido, las investiduras de objeto, que pueden ser emitidas y retiradas de nuevo, fueron las únicas que nos saltaron a la vista. Vemos también a grandes rasgos una oposición entre la libido yoica y la libido de objeto(107).» Cuanto más gasta una, tanto más se empobrece la otra. El estado del enamoramiento se nos aparece como la fase superior de desarrollo que alcanza la segunda; lo concebimos como una resignación de la personalidad propia en favor de la investidura de objeto y discernimos. su opuesto en la fantasía (o percepción de sí mismo) de «fin del mundo(108)» de los paranoicos. En definitiva concluimos, respecto de la diferenciación de las energías psíquicas, que al comienzo están juntas en el estado del narcisismo y son indiscernibles para nuestro análisis grueso, y sólo con la investidura de objeto se vuelve posible diferenciar una energía sexual, la libido, de una energía de las pulsiones yoicas (ver nota(109)).
Antes de seguir adelante debo tocar dos cuestiones que nos ponen en el centro de las dificultades del tema. La primera: ¿Qué relación guarda el narcisismo, de que ahora tratamos, con el autoerotismo, que hemos descrito como un estado temprano de la libido? (ver nota(110)). La segunda: Si admitimos para el yo una investidura primaria con libido, ¿por qué seguiríamos forzados a separar una libido sexual de una energía no sexual de las pulsiones yoicas? ¿Acaso suponer una energía psíquica unitaria no ahorraría todas las dificultades que trae separar energía pulsional yoica y libido yoica, libido yoica y libido de objeto? (ver nota(111)).
Sobre la primera pregunta, hago notar: Es un supuesto necesario que no esté presente desde el comienzo en el individuo una unidad comparable al yo; el yo tiene que ser desarrollado. Ahora bien, las pulsiones autoeróticas son iniciales, primordiales; por tanto, algo tiene que agregarse al autoerotismo, una nueva acción psíquica, para que el narcisismo se constituya.
La exhortación a responder terminantemente la segunda pregunta no puede sino suscitar un malestar notable en todo psicoanalista. Uno se debate en este dilema: es desagradable abandonar la observación a cambio de unas estériles disputas teóricas, pero no es lícito sustraerse de un intento de clarificación. Por cierto, representaciones como las de libido yoica, energía pulsional yoica y otras semejantes no son aprehensibles con facilidad, ni su contenido es suficientemente rico; una teoría especulativa de las relaciones entre ellas pretendería obtener primero, en calidad de fundamento, un concepto circunscrito con nitidez. Sólo que a mi juicio esa es, precisamente, la diferencia entre una teoría especulativa y una ciencia construida sobre la interpretación de la empiria. Esta última no envidiará a la especulación el privilegio de una fundamentación tersa, incontrastable desde el punto de vista lógico; de buena gana se contentará con unos pensamientos básicos que se pierden en lo nebuloso y apenas se dejan concebir; espera aprehenderlos con mayor claridad en el curso de su desarrollo en cuanto ciencia y, llegado el caso, está dispuesta a cambiarlos por otros. Es que tales ideas no son el fundamento de la ciencia, sobre el cual descansaría todo; lo es, más bien, la sola observación. No son el cimiento sino el remate del edificio íntegro, y pueden sustituirse y desecharse sin perjuicio. En nuestros días vivimos idéntica situación en la física, cuyas intuiciones básicas sobre la materia, los centros de fuerzas, la atracción y conceptos parecidos están sujetos casi a tantos reparos como los correspondientes del psicoanálisis (ver nota(112)).
El valor de los conceptos de libido yoica y libido de objeto reside en que provienen de un procesamiento de los caracteres íntimos del suceder neurótico y psicótico. La separación de la libido en una que es propia del yo y una endosada a los objetos es la insoslayable prolongación de un primer supuesto que dividió pulsiones sexuales y pulsiones yoicas. Al menos me obligó a esto último el análisis de las neurosis de trasferencia puras (histeria y neurosis obsesiva), y todo lo que sé es que los intentos de dar razón de estos fenómenos por otros medios han fracasado radicalmente.
Dada la total inexistencia de una doctrina de las pulsiones que de algún modo nos oriente, está permitido o, mejor, es obligatorio adoptar provisionalmente algún supuesto y someterlo a prueba de manera consecuente hasta que fracase o se corrobore. Ahora bien, el supuesto de una separación originaria entre unas pulsiones sexuales y otras, yoicas, viene avalado por muchas cosas, y no sólo por su utilidad para el análisis de las neurosis de trasferencia. Concedo que este factor por sí solo no sería inequívoco, pues podría tratarse de una energía psíquica indiferente(113), que únicamente por el acto de la investidura de objeto se convirtieseen libido. Pero, en primer lugar, esta división conceptual responde al distingo popular tan corriente entre hambre y amor. En segundo lugar, consideraciones biológicas abogan en su favor. El individuo lleva realmente una existencia doble, en cuanto es fin para sí mismo y eslabón dentro de una cadena de la cual es tributario contra su voluntad o, al menos, sin que medie esta. El tiene a la sexualidad por uno de sus propósitos, mientras que otra consideración lo muestra como mero apéndice de su plasma germinal, a cuya disposición pone sus fuerzas a cambio de un premio de placer; es el portador mortal de una sustancia -quizás- inmortal, como un mayorazgo no es sino el derechohabiente temporario de una institución que lo sobrevive. La separación de las pulsiones sexuales respecto de las yoicas no haría sino reflejar esta función doble del individuo (ver nota(114)). En tercer lugar, debe recordarse que todas nuestras provisionalidades psicológicas deberán asentarse alguna vez en el terreno de los sustratos orgánicos. Es probable, pues, que sean materias y procesos químicos particulares los que ejerzan los efectos de la sexualidad y hagan de intermediarios en la prosecución de la vida individual en la vida de la especie. [Cf. AE, 14, pág. 120]. Nosotros tomamos en cuenta tal probabilidad sustituyendo esas materias químicas particulares por fuerzas psíquicas particulares.
Precisamente porque siempre me he esforzado por mantener alejado de la psicología todo lo que le es ajeno, incluido el pensamiento biológico, quiero confesar en este lugar de manera expresa que la hipótesis de unas pulsiones sexuales y yoicas separadas, y por tanto la teoría de la libido, descansa mínimamente en bases psicológicas, y en lo esencial tiene apoyo biológico.

21
Así pues, tendré la suficiente consecuencia para desechar esta hipótesis si del trabajo psicoanalítico mismo surgiere una premisa diferente y más servicial acerca de las pulsiones. Hasta ahora ello no ha ocurrido. También podría ser que la energía sexual, la libido -en su fundamento último y en su remoto origen-, no fuese sino un producto de la diferenciación de la energía que actúa en toda la psique. Pero una aseveración así es intrascendente. Se refiere a cosas ya tan alejadas de los problemas de nuestra observación y de tan escaso contenido cognoscitivo que es por igual ocioso impugnarla o darla por válida; posiblemente esa identidad primo rdial no tendría con nuestros intereses analíticos mayor relación que la del parentesco primordial de todas las razas humanas con la prueba de que se es pariente del testador, exigida para la trasmisión legal de la herencia. Con todas esas especulaciones no llegamos a ninguna parte; puesto que no podemos esperar hasta que alguna otra ciencia nos obsequie las soluciones definitivas en materia de doctrina de las pulsiones, es atinado averiguar si una síntesis de los fenómenos psicológicos no puede echar luz sobre aquellos enigmas biológicos básicos. Familiaricémonos con la posibilidad del error, pero no nos abstengamos de extender de manera consecuente el supuesto escogido en primer término(115) (y que el análisis de las neurosis de trasferencia nos forzó a adoptar) de una oposición entre pulsiones sexuales y pulsiones yoicas, para averiguar si admite un desarrollo fecundo y exento de contradicción y si es aplicable también a otras afecciones, por ejemplo a la esquizofrenia.Otra cosa sería, desde luego, si se aportara la prueba de que la teoría de la libido ya ha fracasado en la explicación de la enfermedad mencionada en último término. C. G. Jung (1912) lo aseveró, con lo cual me forzó a hacer las anteriores puntualizaciones, que de buena gana me habría ahorrado. Hubiese preferido seguir hasta el final el camino que emprendí en el análisis del caso Schreber, callando acerca de sus premisas. Ahora bien, la aseveración de Jung es, por lo menos, precipitada. Sus fundamentaciones son pobres. Sobre todo, aduce mi propio testimonio; yo habría dicho que me vi precisado, en vista de las dificultades del análisis de Schreber, a ampliar el concepto de libido, vale decir, a resignar su contenido sexual y hacer coincidir libido con interés psíquico en general. Ya Ferenczi (1913b), en una crítica a fondo al trabajo de Jung, expuso lo que hay que decir para rectificar esa interpretación falsa. No me resta sino declararme de acuerdo con él y repetir que yo no expresé semejante renuncia a la teoría de la libido. Otro argumento de Jung, a saber, que no es concebible que la pérdida de la función normal de lo real(116) pueda ser causada por el solo retiro de la libido, no es tal, sino un decreto; it begs the question(117), toma la decisión de antemano y se ahorra la discusión, pues justamente debería investigarse si ello es posible y el modo en que lo es. En su siguiente gran trabajo (1913 [págs. 339-40]), Jung roza muy de pasada la solución que yo apunté, hace ya mucho: «En relación con ello, sólo resta considerar un punto -al cual, por lo demás, Freud se refiere en su trabajo sobre el caso Schreber [1911c]-: que la introversión de la libido sexualis lleva a una investidura del "yo", y posiblemente por esta vía se produce aquel efecto de pérdida de realidad. Es de hecho una tentadora posibilidad explicar de esta manera la psicología de la pérdida de realidad». Sólo que Jung no se interna mucho en esa posibilidad. Pocas líneas(118) después se deshace de ella observando que, si se partiese de esta condición, «se obtendría la psicología de un anacoreta ascético, pero no una dementia praecox». Inapropiada comparación, incapaz de llevarnos a decisión alguna, según lo enseña esta reflexión: un anacoreta así, que «se afana en desarraigar todo rastro de interés sexual» (vale decir, sólo en el sentido popular de la palabra «sexual»), ni siquiera tiene que presentar necesariamente una colocación patógena de la libido. Pudo haber extrañado enteramente de los seres humanos su interés sexual, sublimándolo empero en un interés acrecentado por lo divino, lo natural, lo animal, sin que ello le hiciera caer en una introversión de su libido sobre sus fantasías ni en un regreso de ella a su yo. Parece que esta comparación desdeña de antemano el distingo posible entre un interés procedente de fuentes eróticas y otras clases de interés. Recordemos, además, que las investigaciones de la escuela suiza, con todo lo meritorias que son, sólo en dos puntos han contribuido a esclarecer el cuadro de la dementia praecox: la existencia de los complejos, comprobados tanto en personas sanas como en neuróticos, y la semejanza entre los productos de la fantasía de los aquejados por esa enfermedad y los mitos de los pueblos; pero como no han podido echar luz alguna sobre el mecanismo de la contracción de la enfermedad, podemos desechar el aserto de Jung según el cual la teoría de la libido ha fracasado en arrancar los secretos a la dementia praecox y por eso quedó liquidada también respecto de las otras neurosis.
II
Un estudio directo del narcisismo me parece bloqueado por dificultades particulares. La principal vía de acceso a él seguirá siendo el análisis de las parafrenias. Así como las neurosis de trasferencia nos posibilitaron rastrear las mociones pulsionales libidinosas, la dementia praecox y la paranoia nos permitirán inteligir la psicología del yo. De nuevo tendremos que colegir la simplicidad aparente de lo normal desde las desfiguraciones y exageraciones de lo patológico. No obstante, para aproximarnos al conocimiento del narcisismo nos quedan expeditos algunos otros caminos que describiré en el siguiente orden: la consideración de la enfermedad orgánica, de la hipocondría y de la vida amorosa de los sexos.
Ha sido una sugerencia verbal de Sándor Ferenczi la que me llevó a apreciar la influencia de la enfermedad orgánica sobre la distribución de la libido. Es sabido -y nos parece un hecho trivial-que la persona afligida por un dolor orgánico y por sensaciones penosas resigna su interés por todas las cosas del mundo exterior que no se relacionen con su sufrimiento. Una observación más precisa nos enseña que, mientras sufre, también retira de sus objetos de amor el interés libidinal, cesa de amar, La trivialidad de este hecho no ha de disuadirnos de procurarle traducción dentro de la terminología de la teoría de la libido. Diríamos entonces: El enfermo retira sobre su yo sus investiduras libidinales para volver a enviarlas después de curarse. Dice Wilhelm Busch, acerca del poeta con dolor de muelas: «En la estrecha cavidad de su muela se recluye su alma toda(119)». Libido e interés yoico tienen aquí el mismo destino y se vuelven otra vez indiscernibles. El notorio egoísmo del enfermo los recubre a ambos. Si hallamos esto tan trivial, es porque estamos ciertos de que en el mismo caso nos comportaríamos de idéntico modo. El decaimiento de la disposición a amar, aun la más intensa, por obra de perturbaciones corporales, su sustitución repentina por una indiferencia total, han sido convenientemente aprovechados por el arte cómico.
A semejanza de la enfermedad, también el estado del dormir implica un retiro narcisista de las

22
posiciones libidinales, sobre la persona propia; más precisamente, sobre el exclusivo deseo de dormir. El egoísmo de los sueños calza bien en esta conexión. [Cf. AE, 14, pág. 222.] En ambos casos vemos, si no otra cosa, al menos ejemplos de alteraciones en la distribución de la libido a consecuencia de una alteración en el yo.La hipocondría se exterioriza, al igual que la enfermedad orgánica, en sensaciones corporales penosas y dolorosas, y coincide también con ella por su efecto sobre la distribución de la libido. El hipocondríaco retira interés y libido -esta última de manera particularmente nítida- de los objetos del mundo exterior y los concentra sobre el órgano que le atarea. Ahora bien, hay una diferencia patente entre hipocondría y enfermedad orgánica: en el segundo caso las sensaciones penosas tienen su fundamento en alteraciones [orgánicas] comprobables, en el primero no. Pero sería enteramente congruente con los marcos de toda nuestra concepción sobre los procesos de la neurosis que nos decidiésemos a decir: La hipocondría ha de tener razón, tampoco en ella han de faltar las alteraciones de órgano. Ahora bien, ¿en qué consistirían?
Nos llevaremos aquí por una experiencia: tampoco en las otras neurosis faltan sensaciones corporales de carácter displacentero, comparables a las hipocondríacas. Ya una vez, con anterioridad, expresé mi inclinación a considerar la hipocondría como una tercera neurosis actual, junto a la neurastenia y a la neurosis de angustia (ver nota(120)). Probablemente no sea excesivo imaginar que una partícula de hipocondría es, por lo general, constitutiva de las otras neurosis. Lo vemos de la manera más clara en la neurosis de angustia y en la histeria edificada sobre ella. Ahora bien, el modelo que conocemos de un órgano de sensibilidad dolorosa, que se altera de algún modo y a pesar de ello no está enfermo en el sentido habitual, son los genitales en su estado de excitación. En ese estado reciben aflujo sanguíneo, se hinchan, se humedecen y son sede de múltiples sensaciones. Llamemos a la actividad por la cual un lugar del cuerpo envía a la vida anímica estímulos de excitación sexual, su erogenidad; y si además reparamos en que, por las elucidaciones de la teoría sexual, estamos familiarizados hace mucho con la concepción de que algunos otros lugares del cuerpo -las zonas erógenas-podían subrogar a los genitales y comportarse de manera análoga a ellos (ver nota(121)), sólo hemos de aventurar aquí un paso más. Podemos decidirnos a considerar la erogenidad como una propiedad general de todos los órganos, y ello nos autorizaría a hablar de su aumento o su disminución en una determinada parte del cuerpo. A cada una de estas alteraciones de la erogenidad en el interior de los órganos podría serle paralela una alteración de la investidura libidinal dentro del yo En tales factores habríamos de buscar aquello que está en la base de la hipocondría y puede ejercer, sobre la distribución de la libido, idéntico efecto que la contracción de una enfermedad material de los órganos.
Advertimos que, prosiguiendo esta ilación de pensamiento, tropezamos no sólo con el problema de la hipocondría, sino con el de las otras neurosis actuales, la neurastenia y la neurosis de angustia. Por eso queremos detenernos en este punto; no está en el propósito de una indagación puramente psicológica traspasar tanto la frontera hacia el ámbito de la investigación fisiológica. Limitémonos a consignar lo que desde este punto puede conjeturarse: la hipocondría es a la parafrenia, aproximadamente, lo que las otras neurosis actuales son a la histeria y a la neurosis obsesiva; vale decir, depende de la libido yoica, así como las otras dependen de la libido de objeto; la angustia hipocondríaca sería, del lado de la libido yoica, el correspondiente de la angustia neurótica. Además: Si ya estamos familiarizados con la idea de que el mecanismo de la contracción de la enfermedad y de la formación de síntoma en las neurosis de trasferencia (el pasaje de la introversión a la regresión) ha de conectarse con una estasis de la libido de objeto (ver nota(122)), podemos aproximarnos también a la imagen de una estasis de la libido yoica, vinculándola con los fenómenos de la hipocondría y de la parafrenia.
Nuestro apetito de saber nos plantea naturalmente esta pregunta: ¿Por qué una estasis así de la libido en el interior del yo se sentiría displacentera? Yo me contentaría con responder que el displacer en general es la expresión de un aumento de tensión y que, por tanto, aquí, como en otras partes, una cantidad del acontecer material es la que se traspone en la cualidad psíquica del displacer; comoquiera que fuese, acaso lo decisivo para el desarrollo de displacer no sería la magnitud absoluta de ese proceso material, sino, más bien, una cierta función de esa magnitud absoluta (ver nota(123)). Desde este punto, aun podemos atrevernos a incursionar en otro problema: ¿En razón de qué se ve compelida la vida anímica a traspasar los límites del narcisismo y poner (setzen} la libido sobre objetos? (ver nota(124)). La respuesta que dimana de nuestra ilación de pensamiento diría, de nuevo, que esa necesidad sobreviene cuando la investidura {Besetzung} del yo con libido ha sobrepasado cierta medida. Un fuerte egoísmo preserva de enfermar, pero al final uno tiene que empezar a amar para no caer enfermo, y por fuerza enfermará si a consecuencia de una frustración no puede amar. Algo parecido a la psicogénesis de la creación del mundo, según la imaginó H. Heine:
«Enfermo estaba; y ese fue de la creación el motivo: creando convalecí, y en ese esfuerzo sané».
(ver notas(125))
Hemos discernido a nuestro aparato anímico sobre todo como un medio que ha recibido el encargo de dominar excitaciones que en caso contrario provocarían sensaciones penosas o efectos patógenos. La elaboración psíquica presta un extraordinario servicio al desvío interno de excitaciones no susceptibles de descarga directa al exterior, o bien cuya descarga directa sería indeseable por el momento. Ahora bien, al principio es indiferente que ese procesamiento interno acontezca en objetos reales o en objetos imaginados. La diferencia se muestra después, cuando la vuelta de la libido sobre los objetos irreales (introversión) ha conducido a una estasis libidinal. En las parafrenias, el delirio de grandeza permite esta clase de procesamiento de la libido devuelta al yo; quizá sólo después de frustrado ese delirio de grandeza, la estasis libidinal en el interior del yo se vuelve patógena y provoca el proceso de curación que se nos aparece como enfermedad.
Intento aquí penetrar unos pocos pasos más en el mecanismo de la parafrenia, y resumo las concepciones que ya hoy me parecen dignas de consideración. Sitúo la diferencia entre estas afecciones y las neurosis de trasferencia en la siguiente circunstancia: en aquellas, la libido liberada por frustración no queda adscrita a los objetos en la fantasía, sino que se retira sobre el yo; el delirio de grandeza procura entonces el dominio psíquico de este volumen de libido, vale

23
decir, es la operación psíquica equivalente a la introversión sobre las formaciones de la fantasía en las neurosis de trasferencia; de su frustración nace la hipocondría de la parafrenia, homóloga a la angustia de las neurosis de trasferencia. Sabemos que esta angustia puede relevarse mediante una ulterior elaboración psíquica, a saber, mediante conversión, formación reactiva, formación protectora (fobia). En lugar de esto, en las parafrenias tenemos el intento de restitución, al que debemos las manifestaciones patológicas más llamativas. Puesto que la parafrenia a menudo (si no la mayoría de las veces) trae consigo un desasimiento meramente parcial de la libido respecto de los objetos, dentro de su cuadro pueden distinguirse tres grupos de manifestaciones: 1 ) las de la normalidad conservada o la neurosis (manifestaciones residuales); 2) las del proceso patológico (el desasimiento de la libido respecto de los objetos, y de ahí el delirio de grandeza, la hipocondría, la perturbación afectiva, todas las regresiones), y 3) las de la restitución, que deposita de nuevo la libido en los objetos al modo de una histeria (dementia praecox, parafrenia propiamente dicha) o al modo de una neurosis obsesiva (paranoia). Esta nueva investidura libidinal se produce desde un nivel diverso y bajo otras condiciones que la investidura primaria (ver nota(126)). La diferencia entre las neurosis de trasferencia generadas por ella y las formaciones correspondientes del yo normal debería poder proporcionar nos la intelección más honda de la estructura de nuestro aparato anímico.Una tercera vía de acceso al estudio del narcisismo es la vida amorosa del ser humano dentro de su variada diferenciación en el hombre y en la mujer. Así como al comienzo la libido yoica quedó oculta para nuestra observación tras la libido de objeto, reparamos primero en que el niño (y el adolescente) elige sus objetos sexuales tomándolos de sus vivencias de satisfacción. Las primeras satisfacciones sexuales autoeróticas son vivenciadas a remolque de funciones vitales que sirven a la autoconservación. Las pulsiones sexuales se apuntalan al principio en la satisfacción de las pulsiones yoicas, y sólo más tarde se independizan de ellas; ahora bien, ese apuntalamiento sigue mostrándose en el hecho de que las personas encargadas de la nutrición, el cuidado y la protección del niño devienen los primeros objetos sexuales: son, sobre todo, la madre o su sustituto. junto a este tipo y a esta fuente de la elección de objeto, que puede llamarse el tipo delapuntalamiento [tipo anaclítico(127)] (ver nota(128)), la investigación analítica nos ha puesto en conocimiento de un segundo tipo que no estábamos predispuestos a descubrir.
Hemos descubierto que ciertas personas, señaladamente aquellas cuyo desarrollo libidinal experimentó una perturbación (como es el caso de los perversos y los homosexuales), no eligen su posterior objeto de amor según el modelo de la madre, sino según el de :su persona propia. Manifiestamente se buscan a sí mismos como objeto de amor, exhiben el tipo de elección de objeto que ha de llamarse narcisista. En esta observación ha de verse el motivo más fuerte que nos llevó a adoptar la hipótesis del narcisismo.
Ahora bien, no hemos inferido que los seres humanos se descomponen tajantemente en dos grupos según que su elección de objeto responda a uno de los dos tipos, el narcisista o el del apuntalamiento; más bien, promovemos esta hipótesis: todo ser humano tiene abiertos frente a sí ambos caminos para la elección de objeto, pudiendo preferir uno o el otro. Decimos que tiene dos objetos sexuales originarios: él mismo y la mujer que lo crió, y presuponemos entonces en todo ser humano el narcisismo primario que, eventualmente, puede expresarse de manera dominante en su elección de objeto.
La comparación entre hombre y mujer muestra, después, que en su relación con el tipo de elección de objeto presentan diferencias fundamentales, aunque no, desde luego, regulares. El pleno amor de objeto según el tipo del apuntalamiento es en verdad característico del hombre. Exhibe esa llamativa sobrestimación sexual que sin duda proviene del narcisismo originario del niño y, así, corresponde a la trasferencia de ese narcisismo sobre el objeto sexual. Tal sobrestimación sexual da lugar a la génesis del enamoramiento, ese peculiar estado que recuerda a la compulsión neurótica y se reconduce, por lo dicho, a un empobrecimiento libidinal del yo en beneficio del objeto (ver nota(129)). Diversa es la forma que presenta el desarrollo en el tipo más frecuente, y con probabilidad más puro y más genuino, de la mujer. Con el desarrollo puberal, por la conformación de los órganos sexuales femeninos hasta entonces latentes, parece sobrevenirle un acrecimiento del narcisismo originario; ese aumento es desfavorable a la constitución de un objeto de amor en toda la regla, dotado de sobrestimación sexual. En particular, cuando el desarrollo la hace hermosa, se establece en ella una complacencia consigo misma que la resarce de la atrofia que la sociedad le impone en materia de elección de objeto. Tales mujeres sólo se aman, en rigor, a sí mismas, con intensidad pareja a la del hombre que las ama. Su necesidad no se sacia amando, sino siendo amadas, y se prendan del hombre que les colma esa necesidad. La importancia de este tipo de mujer para la vida amorosa de los seres humanos ha de tasarse en mucho. Tales mujeres poseen el máximo atractivo {Reiz = estímulo} para los hombres, y no sólo por razones estéticas (pues suelen ser las más hermosas); también, a consecuencia de interesantes constelaciones psicológicas. En efecto, con particular nitidez se evidencia que el narcisismo de una persona despliega gran atracción sobre aquellas otras que han desistido de la dimensión plena de su narcisismo propio y andan en requerimiento del amor de objeto; el atractivo del niño reside en buena parte en su narcisismo, en su complacencia consigo mismo y en su inaccesibilidad, lo mismo que el de ciertos animales que no parecen hacer caso de nosotros, como los gatos y algunos grandes carniceros; y aun el criminal célebre y el humorista subyugan nuestro interés, en la figuración literaria, por la congruencia narcisista con que saben alejar de sí todo cuanto pueda empequeñecer su yo. Es como si les envidiásemos por conservar un estado psíquico beatífico, una posición libidinal inexpugnable que nosotros resignamos hace ya tiempo. Pero al gran atractivo de la mujer narcisista no le falta su reverso; buena parte de la insatisfacción del hombre enamorado, la duda sobre el amor de la mujer, el lamentarse por los enigmas de su naturaleza, tienen su raíz en esta incongruencia [entre los dos tipos] de la elección de objeto.
No es ocioso, quizá, que lo asegure: nada más lejos de mí, en esta pintura de la vida amorosa
femenina, que la tendencia a menospreciar a la mujer. Prescindiendo de que soy ajeno a cualquier tendenciosidad, sé que estas conformaciones en direcciones diversas responden a la diferenciación de funciones dentro de una trabazón biológica en extremo compleja; además, estoy dispuesto a conceder que un número indeterminado de mujeres aman según el modelo masculino y también despliegan la correspondiente sobrestimación sexual.
Aun para las mujeres narcisistas, las que permanecen frías hacía el hombre, hay un camino que lleva al pleno amor de objeto. En el hijo que dan a luz se les enfrenta una parte de su cuerpo propio como un objeto extraño al que ahora pueden brindar, desde el narcisismo, el pleno amor de objeto. Y todavía hay otras que no necesitan esperar el hijo para dar ese paso en el desarrollo desde el narcisismo (secundario) hasta el amor de objeto. Antes de la pubertad se han sentido varones y durante un tramo se desarrollaron como tales; y después que esa

24
aspiración quedó interrumpida por la maduración de la feminidad, les resta la capacidad de ansiar un ideal masculino que es en verdad la continuación del ser varonil que una vez fueron (ver nota(130)).Un sucinto panorama de los caminos para la elección de objeto nos sugeriría estas observaciones indicativas: se ama
1. Según el tipo narcisista:
- a.
- A lo que uno mismo es (a sí mismo), b. A lo que uno mismo fue,
- c.
- A lo que uno querría ser, y
- d.
- A la persona que fue una parte del símismo propio.
- a.
- A la mujer nutricia, y
- b.
- Al hombre protector
La importancia de la elección narcisista de objeto para la homosexualidad del hombre es algo que nos queda para considerar en otro contexto (ver nota(131)).
El narcisismo primario que suponemos en el niño, y que contiene una de las premisas de nuestras teorías sobre la libido, es más difícil de asir por observación directa que de comprobar mediante una inferencia retrospectiva hecha desde otro punto. Sí consideramos la actitud de padres tiernos hacia sus hijos, habremos de discernirla como renacimiento y reproducción del narcisismo propio, ha mucho abandonado. La sobrestimación, marca inequívoca que apreciamos como estigma narcisista ya en el caso de la elección de objeto, gobierna, como todos saben, este vínculo afectivo. Así prevalece una compulsión a atribuir al niño toda clase de perfecciones (para lo cual un observador desapasionado no descubriría motivo alguno) y a encubrir y olvidar todos sus defectos (lo cual mantiene estrecha relación con la desmentida de la sexualidad infantil). Pero también prevalece la proclividad a suspender frente al niño todas esas conquistas culturales cuya aceptación hubo de arrancarse al propio narcisismo, y a renovar a propósito de él la exigencia de prerrogativas a que se renunció hace mucho tiempo. El niño debe tener mejor suerte que sus padres, no debe estar sometido a esas necesidades objetivas cuyo imperio en la vida hubo de reconocerse. Enfermedad, muerte, renuncia al goce, restricción de la voluntad propia no han de tener vigencia para el niño, las leyes de la naturaleza y de la sociedad han de cesar ante él, y realmente debe ser de nuevo el centro y el núcleo de la creación. His Majesty the Baby(132), como una vez nos creímos. Debe cumplir los sueños, los irrealizados deseos de sus padres; el varón será un grande hombre y un héroe en lugar del padre, y la niña se casará con un príncipe como tardía recompensa para la madre. El punto más espinoso del sistema narcisista, esa inmortalidad del yo que la fuerza de la realidad(133) asedia duramente, ha ganado su seguridad refugiándose en el niño. El conmovedor amor parental, tan infantil en el fondo, no es otra cosa que el narcisismo redivivo de los padres, que en su trasmudación al amor de objeto revela inequívoca su prístina naturaleza.
III
Las perturbaciones a que está expuesto el narcisismo originario del niño, las reacciones con que se defiende de ellas y las vías por las cuales es esforzado al hacerlo, he ahí unos temas que yo querría dejar en suspenso como un importante material todavía a la espera de ser trabajado; su pieza fundamental puede ponerse de resalto como «complejo de castración» (angustia por el pene en el varón, envidia del pene en la niña) y abordarse en su trabazón con el influjo del temprano amedrentamiento sexual. La indagación psicoanalítica, que nos habilitó para perseguir los destinos de las pulsiones libidinosas cuando, aisladas de las pulsiones yoicas, se encuentran en oposición a estas, nos permite en este ámbito unas inferencias retrospectivas a una época y a una situación psíquica en que ambas clases de pulsiones emergían como intereses narcisistas actuando todavía de consuno en unión inseparable.
Alfred Adler [1910] extrajo de esta trama su «protesta masculina», que él ha elevado a la condición de fuerza impulsora casi exclusiva de la formación del carácter y de la neurosis, al paso que no la funda en una aspiración narcisista, y por tanto todavía de naturaleza libidinosa, sino en una valoración social. En la investigación psicoanalítica se ha admitido desde el comienzo mismo la existencia e importancia de la «protesta masculina», pero, en contra de Adler, se sostuvo que era de naturaleza narcisista y que tenía su origen en el complejo de castración. Atañe a la formación del carácter, en cuya génesis interviene junto a muchos otros factores, pero es por completo inapropiada para esclarecer los problemas de las neurosis, a los que Adler no quiere atender sino en cuanto al modo en que sirven al interés del yo. juzgo totalmente imposible colocar la génesis de la neurosis sobre la base estrecha del complejo de castración, por grande que sea la fuerza con que añora en ciertos hombres entre las resistencias a la curación de la neurosis. Por último, conozco también casos de neurosis en los cuales la «protesta masculina» (o bien, en nuestra doctrina, el complejo de castración) no desempeña papel patógeno alguno o ni siquiera aparece (ver nota(134)).
La observación del adulto normal muestra amortiguado el delirio de grandeza que una vez tuvo, y borrados los caracteres psíquicos desde los cuales hemos discernido su narcisismo infantil. ¿Qué se ha hecho de su libido yoica? ¿Debemos suponer que su monto íntegro se insumió en investiduras de objeto? Esta posibilidad contradice manifiestamente toda la trayectoria de nuestras elucidaciones; ahora bien, también aquí la psicología de la represión nos presta alguna referencia para elaborar una respuesta diversa.

25
Tenemos sabido que mociones pulsionales libidinosas sucumben al destino de la represión patógena cuando entran en conflicto con las representaciones culturales y éticas del individuo. Nunca entendimos esta condición en el sentido de que la persona tuviera un conocimiento meramente intelectual de la existencia de esas representaciones; supusimos siempre que las acepta como normativas, se somete a las exigencias que de ellas derivan. La represión, hemos dicho, parte del yo; podríamos precisar: del respeto del yo por sí mismo. Las mismas impresiones y vivencias, los mismos impulsos y mociones de deseo que un hombre tolera o al menos procesa concientemente, son desaprobados por otro con indignación total o ahogados ya antes que devengan concientes (ver nota(135)). Ahora bien, es fácil expresar la diferencia entre esos dos hombres, que contiene la condición de la represión, en términos que la teoría de la libido puede dominar. Podemos decir que uno ha erigido en el interior de sí un ideal por el cual mide su yo actual, mientras que en el otro falta esa formación de ideal. La formación de ideal sería, de parte del yo, la condición de la represión (ver nota(136)).Y sobre este yo ideal recae ahora el amor de sí mismo de que en la infancia gozó el yo real. El narcisismo aparece desplazado a este nuevo yo ideal que, como el infantil, se encuentra en posesión de todas las perfecciones valiosas. Aquí, como siempre ocurre en el ámbito de la libido, el hombre se ha mostrado incapaz de renunciar a la satisfacción de que gozó una vez. No quiere privarse de la perfección narcisista de su infancia, y si no pudo mantenerla por estorbárselo las admoniciones que recibió en la época de su desarrollo y por el despertar de su juicio propio, procura recobrarla en la nueva forma del ideal del yo. Lo que él proyecta frente a sí como su ideal es el sustituto(137) del narcisismo perdido de su infancia, en la que él fue su propio ideal.
Conviene indagar las relaciones que esta formación de ideal mantiene con la sublimación. La sublimación es un proceso que atañe a la libido de objeto y consiste en que la pulsión se lanza a otra meta, distante de la satisfacción sexual; el acento recae entonces en la desviación respecto de lo sexual. La idealización es un proceso que envuelve al objeto; sin variar de naturaleza, este es engrandecido y realzado psíquicamente. La idealización es posible tanto en el campo de la libido yoica cuanto en el de la libido de objeto. Por ejemplo, la sobrestimación sexual del objeto es una idealización de este. Y entonces, puesto que la sublimación describe algo que sucede con la pulsión, y la idealización(138) algo que sucede con el objeto, es preciso distinguirlas en el plano conceptual.
La formación de un ideal del yo se confunde a menudo, en detrimento de la comprensión, con la sublimación de la pulsión. Que alguien haya trocado su narcisismo por la veneración de un elevado ideal del yo no implica que haya alcanzado la sublimación de sus pulsiones libidinosas. El ideal del yo reclama por cierto esa sublimación, pero no puede forzarla; la sublimación sigue siendo un proceso especial cuya iniciación puede ser incitada por el ideal, pero cuya ejecución es por entero independiente de tal incitación. En los neuróticos, precisamente, encontramos las máximas diferencias de tensión entre la constitución del ideal del yo y la medida en que sublimaron sus pulsiones libidinosas primitivas, y en general los idealistas son mucho más reacios que los hombres de modestas miras a convencerse del inadecuado paradero de su libido. Además, la formación de ideal y la sublimación contribuyen en proporciones por entero diversas a la causación de la neurosis. Según tenemos averiguado, la formación del ideal aumenta las exigencias del yo y es el más fuerte favorecedor de la represión. La sublimación constituye aquella vía de escape que permite cumplir esa exigencia sin dar lugar a la represión (ver nota(139)).
No nos asombraría que nos estuviera deparado hallar una instancia psíquica particular cuyo cometido fuese velar por el aseguramiento de la satisfacción narcisista proveniente del ideal del yo, y con ese propósito observase de manera continua al yo actual midiéndolo con el ideal(140). Si una instancia así existe, es imposible que su descubrimiento nos tome por sorpresa; podemos limitarnos a discernir sus rasgos y nos es lícito decir que lo que llamamos nuestra conciencia moral satisface esa caracterización. Admitir esa instancia nos posibilita comprender el llamado delirio de ser notado {Beachtungswahn} o, mejor, de ser observado {Beobachtungswahn}, que con tanta nitidez añora en la sintomatología de las enfermedades paranoides, y que puede presentarse también como una enfermedad separada o entreverada con una neurosis de trasferencia. Los enfermos se quejan de que alguien conoce todos sus pensamientos, observa y vigila sus acciones; son informados del imperio de esta instancia por voces que, de manera característica, les hablan en tercera persona. («Ahora ella piensa de nuevo en eso»; «Ahora él se marcha».) Esta queja es justa, es descriptiva de la verdad; un poder así, que observa todas nuestras intenciones, se entera de ellas y las critica, existe de hecho, y por cierto en todos nosotros dentro de la vida normal. El delirio de observación lo figura en forma regresiva y así revela su génesis y la razón por la cual el enfermo se rebela contra él.
La incitación para formar el ideal del yo, cuya tutela se confía a la conciencia moral, partió en efecto de la influencia crítica de los padres, ahora agenciada por las voces, y a la que en el curso del tiempo se sumaron los educadores, los maestros y, como enjambre indeterminado e inabarcable, todas las otras personas del medio (los prójimos, la opinión pública).
Grandes montos de una libido en esencia homosexual fue ron así convocados para la formación del ideal narcisista del yo, y en su conservación encuentran drenaje y satisfacción. La institución de la conciencia moral fue en el fondo una encarnación de la crítica de los padres, primero, y después de la crítica de la sociedad, proceso semejante al que se repite en la génesis de una inclinación represiva nacida de una prohibición o un impedimento al comienzo externos. Las voces y esa multitud que se deja indeterminada son traídas ahora a la luz por la enfermedad, a fin de reproducir en sentido regresivo la historia genética de la conciencia moral. Ahora bien, la rebelión frente a esa instancia censuradora se debe a que la persona, en correspondencia con el carácter fundamental de la enfermedad, quiere desasirse de todas esas influencias, comenzando por la de sus padres, y retirar de ellas la libido homosexual. Su conciencia moral se le enfrenta entonces en una figuración regresiva como una intromisión hostil de fuera.
La queja de la paranoia muestra también que la autocrítica de la conciencia moral coincide en el fondo con esa observación de sí sobre la cual se edifica. Esa misma actividad psíquica que ha tomado a su cargo la función de la conciencia moral se ha puesto también al servicio de la exploración interior que ofrece a la filosofía el material de sus operaciones intelectuales. Quizás esto no sea indiferente para la formación de sistemas especulativos, distintiva de la paranoia. (Ver nota(141))
Sin duda será importante para nosotros poder discernir también en otros ámbitos los indicios de la actividad de esta instancia de observación crítica que se aguza en la conciencia moral y en la introspección filosófica. Aduzco aquí lo que Herbert Silberer ha descrito como el «fenómeno funcional», una de las pocas adiciones de indiscutible valor que se han hecho a la doctrina del

26
sueño. Como es sabido, Silberer mostró que en estados intermedios entre el dormir y la vigilia es posible observar directamente la trasposición de pensamientos en imágenes visuales, pero que en esas condiciones no suele sobrevenir una figuración del contenido conceptual, sino del estado (de buena predisposición, fatiga, etc.) en que se encuentra la persona que pugna por no dormirse. Análogamente, ha mostrado que muchas claves de los sueños y segmentos del contenido de estos no significan otra cosa que la autopercepción del dormir y el despertar. Ha puesto en descubierto, por tanto, la contribución de la observación de sí -en el sentido del delirio paranoico de observación- a la formación del sueño. Esta contribución es inconstante; probablemente yo la descuidé por el hecho de que en mis sueños no desempeña un gran papel; en personas dotadas para la filosofía, habituadas a la introspección, quizá sea muy nítida (ver nota(142)).
Recordemos que, según hemos descubierto, la formación del sueño se origina bajo el imperio de una censura que constriñe a los pensamientos oníricos a desfigurarse. Ahora bien, no imaginamos esa censura como un poder particular, sino que escogimos esta expresión para designar un aspecto de las tendencias represoras que gobiernan al yo: su aspecto vuelto a los pensamientos oníricos. Si nos internamos más en la estructura del yo, podemos individualizar también alcensor del sueño(143) en el ideal del yo y en las exteriorizaciones dinámicas de la conciencia moral. Y si este censor mantiene además alguna vigilancia durante el dormir, comprenderemos que la premisa de su actividad, la observación de sí y la autocrítica, pueda contribuir al contenido del sueño con elementos como «ahora está demasiado adormilado para pensar», «ahora se despierta»(144).
Desde aquí podemos intentar la discusión del sentimiento de sí {Selbstgefühl} en la persona normal y en el neurótico.
El sentimiento de sí se nos presenta en primer lugar como expresión del «grandor del yo», como tal, prescindiendo de su condición de compuesto{Zusammengesetzheit}. Todo lo que uno posee o ha alcanzado, cada resto del primitivo sentimiento de omnipotencia corroborado por la experiencia, contribuye a incrementar el sentimiento de sí.
Si introducimos nuestra diferenciación entre pulsiones sexuales y pulsiones yoicas, tendremos que admitir que el sentimiento de sí depende de manera particularmente estrecha de la libido narcisista. Para ello nos apoyamos en estos dos hechos fundamentales: en las parafrenias aquel aumenta, mientras que en las neurosis de trasferencia se rebaja; y en la vida amorosa, el no-ser-amado deprime el sentimiento de sí, mientras que el ser-amado lo realza. Hemos indicado ya que el ser-amado constituye la meta y la satisfacción en la elección narcisista de objeto (ver nota(145)).
Además, es fácil observar que la investidura libidinal de los objetos no eleva el sentimiento de sí. La dependencia respecto del objeto amado tiene el efecto de rebajarlo; el que está enamorado está humillado. El que ama ha sacrificado, por así decir, un fragmento de su narcisismo y sólo puede restituírselo a trueque de ser-amado. En todos estos vínculos el sentimiento de sí parece guardar relación con el componente narcisista de la vida amorosa.
La percepción de la impotencia, de la propia incapacidad para amar a consecuencia de perturbaciones anímicas o corporales, tiene un efecto muy deprimente sobre el sentimiento de sí. Según yo lo discierno, aquí ha de buscarse una de las fuentes de esos sentimientos de inferioridad que de tan buena gana proclaman los aquejados de neurosis de trasferencia. Empero, la fuente principal de este sentimiento está en el empobrecimiento del yo que es resultado de la enorme cuantía de las investiduras libidinales sustraídas de él, vale decir, del deterioro del yo por obra de las aspiraciones sexuales que han eludido el control.Adler [1907] ha sostenido con acierto que la percepción de las propias inferioridades de órgano actúa como acicate sobre una vida anímica productiva y, por vía de la sobrecompensación, provoca un rendimiento extra. Empero, sería una completa exageración que, siguiendo las huellas de Adler, se quisiese reconducir todo buen rendimiento a esta condición de la originaria inferioridad de órgano. No todos los pintores están aquejados de fallas en la vista, no todos los oradores fueron al comienzo tartamudos. Sobrados son los ejemplos de un rendimiento excelente sobre la base de una dotación de órgano privilegiada. Para la etiología de las neurosis, la inferioridad y la atrofia orgánicas desempeñan ínfimo papel, el mismo, digamos, que el material perceptivo actual tiene para la formación del sueño. La neurosis se sirve de ellas a guisa de pretexto, como lo hace con todos los otros factores idóneos. No acabamos de, creer a una paciente neurótica que, según asevera, contrajo la enfermedad porque era fea, deforme, sin encantos, de suerte que nadie pudo amarla, cuando nos alecciona mejor el caso de la neurótica siguiente, que persevera en la neurosis y en la repulsa de lo sexual aunque parece más apetecible que el promedio, y en efecto es apetecida. La mayoría de las mujeres histéricas se cuentan entre las exponentes atractivas y aun hermosas de su sexo, y, por otra parte, la frecuencia de tachas, atrofias de órgano y defectos en los estamentos inferiores de nuestra sociedad no produce efecto alguno en cuanto a multiplicar las enfermedades neuróticas en ese ambiente.
Las relaciones del sentimiento de sí con el erotismo (con las investiduras libidinosas de objeto) pueden exponerse en algunas fórmulas, de la siguiente manera: Hay que distinguir dos casos, según que las investiduras amorosas sean acordes con el yo o, al contrario, hayan experimentado una represión. En el primer caso (la aplicación de la libido de manera acorde con el yo), el amar es apreciado como cualquier otra función del yo. El amar en sí, corno ansia y privación, rebaja la autoestima, mientras que ser-amado, hallar un objeto de amor, poseer al objeto amado, vuelven a elevarla. En el caso de la libido reprimida, la investidura de amor es sentida como grave reducción del yo, la satisfacción de amor es imposible, y el re-enriquecimiento del yo sólo se vuelve posible por el retiro de la libido de los objetos. El retroceso de la libido de objeto al yo, su mudanza en narcisismo, vuelve, por así decir, a figurar(146) un amor dichoso, y por otra parte un amor dichoso real responde al estado primordial en que libido de objeto y libido yoica no eran diferenciables.
La importancia de este asunto y la imposibilidad de abarcarlo justificarán que agreguemos ahora algunos enunciados de manera más dispersa.
El desarrollo del yo consiste en un distanciamiento respecto del narcisismo primario y engendra una intensa aspiración a recobrarlo. Este distanciamiento acontece por medio del desplazamiento de la libido a un ideal del yo impuesto desde fuera; la satisfacción se obtiene mediante el cumplimiento de este ideal.
Simultáneamente, el yo ha emitido las investiduras libidinosas de objeto. El yo se empobrece en

27
favor de estas investiduras así como del ideal del yo, y vuelve a enriquecerse por las satisfacciones de objeto y por el cumplimiento del ideal.
Una parte del sentimiento de sí es primaria, el residuo del narcisismo infantil; otra parte brota de la omnipotencia corroborada por la experiencia (el cumplimiento del ideal del yo), y una tercera, de la satisfacción de la libido de objeto.
El ideal del yo ha impuesto difíciles condiciones a la satisfacción libidinal con los objetos, haciendo que su censor [cf. AE, 14, pág. 94] rechace por inconciliable una parte de ella. Donde no se ha desarrollado un ideal así, la aspiración sexual correspondiente ingresa inmodificada en la personalidad como perversión. Ser de nuevo, como en la infancia, su propio ideal, también respecto de las aspiraciones sexuales: he ahí la dicha a la que aspiran los hombres.
El enamoramiento consiste en un desborde de la libido yoica sobre el objeto. Tiene la virtud de cancelar represiones y de restablecer perversiones. Eleva el objeto sexual a ideal sexual. Puesto que, en el tipo del apuntalamiento (o del objeto), adviene sobre la base del cumplimiento de condiciones infantiles de amor, puede decirse: Se idealiza a lo que cumple esta condición de
amor.
El ideal sexual puede entrar en una interesante relación auxiliar con el ideal del yo. Donde la satisfacción narcisista tropieza con impedimentos reales, el ideal sexual puede ser usado como satisfacción sustitutiva. Entonces . se ama, siguiendo el tipo de la elección narcisista de objeto, lo que uno fue y ha perdido, o lo que posee los méritos que uno no tiene (cf. el punto c [ AE, 14, pág. 87]). En fórmula paralela a la anterior se diría: Se ama a lo que posee el mérito que falta al yo para alcanzar el ideal. Este remedio tiene particular importancia para el neurótico que por sus excesivas investiduras de objeto se ha empobrecido en su yo y no está en condiciones de cumplir su ideal del yo. Busca entonces, desde su derroche de libido en los objetos, el camino de regreso al narcisismo, escogiendo de acuerdo con el tipo narcisista un ideal sexual que posee los méritos inalcanzables para él. Es la curación por amor, que él, por regla general, prefiere a la analítica. Y aun no puede creer en otro mecanismo de curación; las más de las veces lleva a la cura la expectativa de ese mecanismo, y la dirige a la persona del médico que lo trata. Este plan de curación es estorbado, desde luego, por la incapacidad para amar en que se encuentra el enfermo a consecuencia de sus extensas represiones. Si mediante el tratamiento se ha podido levantar estas en cierto grado, se obtiene a menudo este involuntario resultado: el enfermo se sustrae del ulterior tratamiento para elegir un objeto de amor y confiar a la convivencia con la persona amada su completo restablecimiento. Podríamos contentarnos con este desenlace si no trajera consigo todos los peligros de la oprimente dependencia respecto de ese salvador.
Desde el ideal del yo parte una importante vía para la comprensión de la psicología de las masas. Además de su componente individual, este ideal tiene un componente social; es también el ideal común de una familia, de un estamento, de una nación. Ha ligado, además de la libido narcisista, un monto grande de la libido homosexual de una persona(147), monto que, por ese camino, es devuelto al yo, La insatisfacción por el incumplimiento de ese ideal libera libido homosexual, que se muda en conciencia de culpa (angustia social). La conciencia de culpa fue originariamente angustia frente al castigo de parte de los padres; mejor dicho: frente a la pérdida de su amor; después los padres son remplazados por la multitud indeterminada de los compañeros. La frecuente causación de la paranoia por un agravio al yo, por una frustración de la satisfacción en el ámbito del ideal del yo, se vuelve así más comprensible, como también el encuentro de formación de ideal y sublimación en el interior del ideal del yo, la involución de las sublimaciones y el eventual remodelamiento de los ideales en los casos de contracción de una parafrenia.

Introducción de James Strachey(148)

28

«Triebe und Triebschicksale»
Nota introductoria(149)Muchas veces hemos oído sostener el reclamo de que una ciencia debe construirse sobre conceptos básicos claros y definidos con precisión. En realidad, ninguna, ni aun la más exacta, empieza con tales definiciones. El comienzo correcto de la actividad científica consiste más bien en describir fenómenos que luego son agrupados, ordenados e insertados en conexiones. Ya para la descripción misma es inevitable aplicar al material ciertas ideas abstractas que se recogieron de alguna otra parte, no de la sola experiencia nueva. Y más insoslayables todavía son esas ideas -los posteriores conceptos básicos de la ciencia- en el ulterior tratamiento del material. Al principio deben comportar cierto grado de indeterminación; no puede pensarse en ceñir con claridad su contenido. Mientras se encuentran en ese estado, tenemos que ponernos de acuerdo acerca de su significado por la remisión repetida al material empírico del que parecen extraídas, pero que, en realidad, les es sometido. En rigor, poseen entonces el carácter de convenciones, no obstante lo cual es de interés extremo que no se las escoja al azar, sino que estén determinadas por relaciones significativas con el material empírico, relaciones que se cree colegir aun antes que se las pueda conocer y demostrar. Sólo después de haber explorado más a fondo el campo de fenómenos en cuestión, es posible aprehender con mayor exactitud también sus conceptos científicos básicos y afinarlos para que se vuelvan utilizables en un vasto ámbito, y para que, además, queden por completo exentos de contradicción. Entonces quizás haya llegado la hora de acuñarlos en definiciones. Pero el progreso del conocimiento no tolera rigidez alguna, tampoco en las definiciones. Como lo enseña palmariamente el ejemplo de la física, también los «conceptos básicos» fijados en definiciones experimentan un constante cambio de contenido (ver nota(150)).
Un concepto básico convencional de esa índole, por ahora bastante oscuro, pero del cual en psicología no podemos prescindir, es el de pulsión. Intentemos llenarlo de contenido desde diversos lados.
Primero del lado de la fisiología. Esta nos ha proporcionado el concepto del estímulo y el esquema del reflejo, de acuerdo con el cual un estímulo aportado al tejido vivo (a la sustancia nerviosa) desde afuera es descargado hacia afuera mediante una acción. Esta acción es «acorde al fin», por el hecho de que sustrae a la sustancia estimulada de la influencia del estímulo, la aleja del radio en que este opera.
Ahora bien, ¿qué relación mantiene la «pulsión» con el «estímulo»? Nada nos impide subsumir el concepto de pulsíón bajo el de estímulo: la pulsión sería un estímulo para lo psíquico. Pero enseguida advertimos que no hemos de equiparar pulsión y estímulo psíquico. Es evidente que para lo psíquico existen otros estímulos que los pulsionales: los que se comportan de manera muy parecida a los estímulos fisiológicos. Por ejemplo, si una fuerte luz hiere el ojo, no es ese un estímulo pulsional; sí lo es el sentir sequedad en la mucosa de la garganta o acidez en la mucosa estomacal (ver nota(151)).
Ahora hemos obtenido material para distinguir entre estímulos pulsionales y otros estímulos (fisiológicos) que influyen sobre el alma. En primer lugar: El estímulo pulsional no proviene del mundo exterior, sino del interior del propio organismo. Por eso también opera diversamente sobre el alma y se requieren diferentes acciones para eliminarlo. Además: Todo lo esencial respecto del estímulo está dicho si suponemos que opera de un solo golpe; por tanto, se lo puede despachar mediante una única acción adecuada, cuyo tipo ha de discernirse en la huida motriz ante la fuente de estímulo. Desde luego que tales golpes pueden también repetirse y sumarse, pero esto en nada modifica la concepción del hecho ni las condiciones que presiden la supresión del estímulo. La pulsión (ver nota) en cambio, no actúa como una fuerza de choque momentánea, sino siempre como una fuerza constante. Puesto que no ataca desde afuera, sino desde el interior del cuerpo, una huida de nada puede valer contra ella. Será mejor que llamemos «necesidad» al estímulo pulsional; lo que cancela esta necesidad es la «satisfacción». Esta sólo puede alcanzarse mediante una modificación, apropiada a la meta (adecuada), de la fuente interior de estímulo.
Imaginemos un ser vivo casi por completo inerme, no orientado todavía en el mundo, que captura estímulos en su sustancia nerviosa (ver nota(152)) Este ser muy pronto se halla en condiciones de establecer un primer distingo y de adquirir una primera orientación. Por una parte, registra estímulos de los que puede sustraerse mediante una acción muscular (huida), y a estos los imputa a un mundo exterior; pero, por otra parte, registra otros estímulos frente a los cuales una acción así resulta inútil, pues conservan su carácter de esfuerzo {Drang} constante; estos estímulos son la marca de un mundo interior, el testimonio de unas necesidades pulsionales. La sustancia percipiente del ser vivo habrá adquirido así, en la eficacia de su actividad muscular, un asidero para separar un «afuera» de un «adentro » (ver nota(153)).
Entonces, primero hallamos la esencia de la pulsíón en sus caracteres principales, a saber, su

29
proveniencia de fuentes de estímulo situadas en el interior del organismo y su emergencia como fuerza constante, y de ahí derivamos uno de sus ulteriores caracteres, que es su incoercibilidad por acciones de huida. Ahora bien, en el curso de esas elucidaciones no pudo menos que saltarnos a la vista algo que nos impone otra admisión. No sólo aportamos a nuestro material empírico ciertas convenciones en calidad de conceptos básicos, sino que nos servimos de muchaspremisas complejas para guiarnos en la elaboración del mundo de los fenómenos psicológicos. Ya mencionamos la más importante de ellas; sólo nos resta destacarla de manera expresa. Es de naturaleza biológica, trabaja con el concepto de tendencia (eventualmente, el de la condición de adecuado a fines) y dice: El sistema nervioso es un aparato al que le está deparada la función de librarse de los estímulos que le llegan, de rebajarlos al nivel mínimo posible; dicho de otro modo: es un aparato que, de ser posible, querría conservarse exento de todo estímulo (ver nota(154)). Que no nos escandalice por ahora la imprecisión de esta idea, y atribuyamos al sistema nervioso el cometido (dicho en términos generales) de dominar los estímulos. Vemos ahora cuánta complicación ha traído la introducción de las pulsiones para el simple esquema fisiológico del reflejo. Los estímulos exteriores plantean una única tarea, la de sustraerse de ellos, y esto acontece mediante movimientos musculares de los que por último uno alcanza la meta y después, por ser el adecuado al fin, se convierte en disposición heredada. Los estímulos pulsionales que se generan en el interior del organismo no pueden tramitarse mediante ese mecanismo. Por eso plantean exigencias mucho más elevadas al sistema nervioso y lo mueven a actividades complejas, encadenadas entre sí, que modifican el mundo exterior lo suficiente para que satisfaga a la fuente interior de estímulo. Y sobre todo, lo obligan a renunciar a su propósito ideal de mantener alejados los estímulos, puesto que producen un aflujo continuado e inevitable de estos. Entonces, tenemos derecho a inferir que ellas, las pulsiones, y no los estímulos exteriores, son los genuinos motores de los progresos que han llevado al sistema nervioso (cuya productividad es infinita) a su actual nivel de desarrollo. Desde luego, nada impide esta conjetura: las pulsiones mismas, al menos en parte, son decantaciones de la acción de estímulos exteriores que en el curso de la filogénesis influyeron sobre la sustancia viva, modificándola.Y si después hallamos que la actividad del aparato psíquico, aun del más desarrollado, está sometida al principio de placer, es decir, es regulada de manera automática por sensaciones de la serie placer-displacer, difícilmente podremos rechazar otra premis a, a saber, que esas sensaciones reflejan el modo en que se cumple el dominio de los estímulos. Y ello con seguridad en este sentido: el sentimiento de displacer tiene que ver con un incremento del estímulo, y el de placer con su disminución. La imprecisión de esta hipótesis es considerable; no obstante, nos atendremos fielmente a ella hasta que podamos, si es posible, colegir la índole del vínculo entre placer-displacer y las oscilaciones de las magnitudes de estímulo que operan sobre la vida anímica. Vínculos de este tipo, por cierto, puede haberlos muy variados y nada simples (ver nota(155)).
Si ahora, desde el aspecto biológico, pasamos a la consideración de la vida anímica, la «pulsión» nos aparece como un concepto fronterizo entre lo anímico y lo somático, como un representante {Repräsentant} psíquico de los estímulos que provienen del interior del cuerpo y alcanzan el alma, como una medida de la exigencia de trabajo que es impuesta a lo anímico a consecuencia de su trabazón con lo corporal (ver nota(156)).
Ahora podemos discutir algunos términos que se usan en conexión con el concepto de pulsión, y son: esfuerzo, meta, objeto, fuente de la pulsión.
Por esfuerzo {Drang} de una pulsión se entiende su factor motor, la suma de fuerza o la medida de la exigencia de trabajo que ella representa {repräsentieren}. Ese carácter esforzante es una propiedad universal de las pulsiones, y aun su esencia misma. Toda pulsión es un fragmento de actividad; cuando negligentemente se habla de pulsiones pasivas, no puede mentarse otra cosa que pulsiones con una meta pasiva (ver nota(157)).
La meta {Ziel} de una pulsión es en todos los casos la satisfacción que sólo puede alcanzarse cancelando el estado de estimulación en la fuente de la pulsión. Pero si bien es cierto que esta meta última permanece invariable para toda pulsión, los caminos que llevan a ella pueden ser diversos, de suerte que para una pulsión se presenten múltiples metas más próximas o intermediarias, que se combinan entre sí o se permutan unas por otras. La experiencia nos permite también hablar de pulsiones «de meta inhibida» en el caso de procesos a los que se permite avanzar un trecho en el sentido de la satisfacción pulsional, pero después experimentan una inhibición o una desviación. Cabe suponer que también con tales procesos va asociada una satisfacción parcial.
El objeto {Objekt} de la pulsión es aquello en o por lo cual puede alcanzar su meta. Es lo más variable en la pulsión; no está enlazado originariamente con ella, sino que se .le coordina sólo a consecuencia de su aptitud para posibilitar la satisfacción. No necesariamente es un objeto ajeno; también puede ser una parte del cuerpo propio. En el curso de los destinos vitales de la pulsión puede sufrir un número cualquiera de cambios de vía {WechseL}; a este desplazamiento de la pulsión le corresponden los más significativos papeles. Puede ocurrir que el mismo objeto sirva simultáneamente a la :satisfacción de varias pulsiones; es, según Alfred Adler [1908], el caso del entrelazamiento de pulsiones(158). Un lazo particularmente íntimo de la pulsión con el objeto se acusa como fijación de aquella. Suele consumarse en períodos muy tempranos del desarrollo pulsional y pone término a la movilidad de la pulsión contrariando con intensidad su desasimiento (ver nota(159)).
Por fuente {Quelle} de la pulsión se entiende aquel proceso somático, interior a un órgano o a una parte del cuerpo, cuyo estímulo es representado {repräsentiert} en la vida anímica por la pulsión. No se sabe si este proceso es por regla general de naturaleza química o también puede corresponder al desprendimiento de otras fuerzas, mecánicas por ejemplo. El estudio de las fuentes pulsionales ya no compete a la psicología; aunque para la pulsión lo absolutamente decisivo es su origen en la fuente somática, dentro de la vida anímica no nos es conocida de otro modo que por sus metas. El conocimiento más preciso de las fuentes pulsionales en modo alguno es imprescindible para los fines de la investigación psicológica. Muchas veces puede inferirse retrospectivamente con certeza las fuentes de la pulsión a partir de sus metas.
¿Debe suponerse que las diversas pulsiones que provienen de lo corporal y operan sobre lo anímico se distinguen también por cualidades diferentes, y por eso se comportan dentro de la vida anímica de manera cualitativamente distinta? No parece justificado; más bien basta con el supuesto, más simple, de que todas las pulsiones :son cualitativamente de la misma índole, y deben su efecto sólo a las magnitudes de excitación que conducen o, quizás, aun a ciertas funciones de esta cantidad. Lo que distingue entre sí a las operaciones psíquicas que proceden de las diferentes pulsiones puede reconducirse a la diversidad de las fuentes pulsionales. Por lo

30
demás, sólo en un contexto posterior podrá aclararse el significado del problema de la cualidad de las pulsiones (ver nota(160)).¿Qué pulsiones pueden establecerse, y cuántas? Es evidente que esto deja mucho lugar a la arbitrariedad. Nada puede objetarse si alguien usa el concepto de pulsión de juego, de pulsión de destrucción, de pulsión de socialidad, siempre que el asunto lo exija y la rigurosidad del análisis psicológico lo permita. Empero, no puede dejarse de indagar si estos motivos pulsionales, tan unilateralmente especializados, no admiten una ulterior descomposición en vista de las fuentes pulsionales, de suerte que sólo las pulsiones primordiales, ya no susceptibles de descomposición, pudieran acreditar una significación.
He propuesto distinguir dos grupos de tales pulsiones primordiales: las pulsiones yoicas o de autoconservación y las pulsiones sexuales. Pero no conviene dar a esta clasificación el carácter de una premisa necesaria, a diferencia, por ejemplo, del supuesto sobre la tendencia biológica del aparato anímico; es una mera construcción auxiliar que sólo ha de mantenerse mientras resulte útil, y cuya sustitución por otra en poco alterará los resultados de nuestro trabajo descriptivo y ordenador. La ocasión que movió a establecerla brotó de la génesis misma del psicoanálisis, que tomó como su primer objeto las psiconeurosis, más precisamente el grupo de las llamadas «neurosis de trasferencia» (la histeria y la neurosis obsesiva), y en ellas obtuvo la intelección de que en la raíz de todas esas afecciones se hallaba un conflicto entre los reclamos de la sexualidad y los del yo. Comoquiera que sea, es posible que un estudio más exhaustivo de las otras afecciones neuróticas (sobre todo de las psiconeurosis narcisistas: las esquizofrenias) obligue a enmendar esa fórmula y, por tanto, a agrupar de otro modo las pulsiones primordiales. Pero en la actualidad no conocemos esa fórmula nueva y tampoco hemos descubierto argumento alguno desfavorable a la contraposición entre pulsiones yoicas y pulsiones sexuales.
En general, me parece dudoso que sobre la base de la elaboración del material psicológico se puedan obtener indicios decisivos para la división y clasificación de las pulsiones. A los fines de esa elaboración, parece más bien necesario aportar al material determinados supuestos acerca de la vida pulsional, y sería deseable que se los pudiera tomar de otro ámbito para trasferirlos a la psicología. Lo que la biología dice sobre esto no contraría por cierto la separación entre pulsiones yoicas y pulsiones sexuales. Enseña que la sexualidad no ha de equipararse a las otras funciones del individuo, pues sus tendencias van más allá de él y tienen por contenido la producción de nuevos individuos, vale decir, la conservación de la especie. Nos muestra, además, que dos concepciones del vínculo entre yo y sexualidad coexisten con ,igual título una junto a la otra. Para una, el individuo es lo principal; esta aprecia a la sexualidad como una de sus funciones y a la satisfacción sexual como una de sus necesidades. Para la otra, el individuo es un apéndice temporario y transitorio del plasma germinal, cuasi-inmortal, que le fue confiado por [el proceso de] la generación (ver nota(161)). La hipótesis de que la función sexual se distingue de los otros procesos corporales por un quimismo particular constituye, por lo que sé, también una premisa de la escuela de investigación biológica de Ehrlich (ver nota(162)).
Puesto que el estudio de la vida pulsional a partir de la conciencia ofrece dificultades apenas superables, la exploración psicoanalítica de las perturbaciones del alma sigue siendo la fuente principal de nuestro conocimiento. Pero, debido a la trayectoria que ha seguido en su desarrollo, el psicoanálisis ha podido aportar hasta ahora datos más o menos satisfactorios únicamente sobre las pulsiones sexuales; es que sólo este grupo pudo observarse como aislado en las psiconeurosis. Cuando el psicoanálisis se extienda a las otras afecciones neuróticas, sin duda obtendremos también una base para conocer las pulsiones yoicas, aunque en este nuevo campo de estudio parece desmedido esperar condiciones tan favorables a la observación.
Con miras a una caracterización general de las pulsiones sexuales puede enunciarse lo siguiente: Son numerosas, brotan de múltiples fuentes orgánicas, al comienzo actúan con independencia unas de otras y sólo después se reúnen en una síntesis más o menos acabada. La meta a que aspira cada una de ellas es el logro del placer de órgano(163) ; sólo tras haber alcanzado una síntesis cumplida entran al servicio de la función de reproducción, en cuyo carácter se las conoce comúnmente como pulsiones sexuales. En su primera aparición se apuntalan en las pulsiones de conservación, de las que sólo poco a poco se desasen; también en el hallazgo de objeto siguen los caminos que les indican las pulsiones yoicas (ver nota(164)). Una parte de ellas continúan asociadas toda la vida a estas últimas, a las cuales proveen de componentes libidinosos que pasan fácilmente inadvertidos durante la función normal y sólo salen a la luz cuando sobreviene la enfermedad (ver nota(165)). Se singularizan por el hecho de que en gran medida hacen un papel vicario unas respecto de las otras y pueden intercambiar con facilidad sus objetos {cambios de vía}. A consecuencia de las propiedades mencionadas en último término, se habilitan para operaciones muy alejadas de sus acciones-meta originarias (sublimación).
Tendremos que circunscribir a las pulsiones sexuales, mejor conocidas por nosotros, la indagación de los destinos que las pulsiones pueden experimentar en el curso de su desarrollo. La observación nos enseña a reconocer, como destinos de pulsión de esa índole, los siguientes:
El trastorno hacia lo contrario. La vuelta hacía la persona propia. La represión. La sublimación.
Puesto que no tengo proyectado tratar aquí la sublimación(166), y corno la represión exige un capítulo especial [cf. el artículo que sigue], sólo nos resta describir y examinar los dos primeros puntos. Atendiendo a los motivos {las fuerzas} contrarrestantes de una prosecución directa de las pulsiones, los destinos de pulsión pueden ser presentados también como variedades de la defensa contra las pulsiones.
El trastorno hacia lo contrario se resuelve, ante una consideración más atenta, en dos procesos diversos: la vuelta de una pulsión de la actividad a la pasividad, y el trastorno en cuanto al contenido. Por ser ambos procesos de naturaleza diversa, también ha de tratárselos por separado.
Ejemplos del primer proceso brindan los pares de opuestos sadismo-masoquismo y placer de ver-exhibición. El trastorno sólo atañe a las metas de la pulsión; la meta activa -martirizar, mirares remplazada por la pasiva -ser martirizado, ser mirado- El trastorno en cuanto al contenido se

31
descubre en este único caso: la mudanza del amor en odio.
La vuelta hacia la persona propia se nos hace más comprensible si pensamos que el masoquismo es sin duda un sadismo vuelto hacia el yo propio, y la exhibición lleva incluido el mirarse el cuerpo propio. La observación analítica no deja subsistir ninguna duda en cuanto a que el masoquista goza compartidamente la furia que se abate sobre su persona, y el exhibicionista, su desnudez. Lo esencial en este proceso es entonces el cambio de vía del objeto,manteniéndose inalterada la meta.
Entretanto, no puede escupársenos que vuelta hacia la persona propia y vuelta de la actividad a la pasividad convergen o coinciden en estos ejemplos. Para esclarecer estos vínculos se hace indispensable una investigación más a fondo. En cuanto al par de opuestos sadismo-masoquismo, el proceso puede presentarse del siguiente modo:
El caso c es el del masoquismo, como comúnmente se lo llama. La satisfacción se obtiene, también en él, por el camino del sadismo originario, en cuanto el yo pasivo se traslada en la fantasía a su puesto anterior, que ahora se deja al :sujeto ajeno. Es sumamente dudoso que exista también una satisfacción masoquista más directa. No parece haber un masoquismo originario que no se engendre del sadismo de la manera descrita (ver nota agregada en 1924(168)). El supuesto de la etapab no es superfluo, como lo revela la conducta de la pulsión sádica en la neurosis obsesiva. Aquí hallamos la vuelta hacia la persona propia sin la pasividad hacia una nueva. La mudanza llega sólo hasta la etapa b. De la manía de martirio se engendran automartirio, autocastigo, no masoquismo. El verbo en voz activa no se muda a la voz pasiva, sino a una voz media reflexiva (ver nota(169)).
La concepción del sadismo es perjudicada también por la circunstancia de que esta pulsión parece perseguir, junto a su meta general (quizá mejor: en el interior de esta), una acción-meta muy especial. junto a la humillación y al sojuzgamiento, el infligir dolores. Ahora bien, el psicoanálisis parece demostrar que el infligir dolor no desempeña ningún papel entre las acciones-meta originarias de la pulsión. El niño sádico no toma en cuenta el infligir dolores, ni se lo propone, Pero una vez que se ha consumado la trasmudación al masoquismo, los dolores se prestan muy bien a proporcionar una meta masoquista pasiva, pues tenemos todas las razones para suponer que también las sensaciones de dolor, como otras sensaciones de displacer, desbordan sobre la excitación sexual y producen un estado placentero en aras del cual puede consentirse aun el displacer del dolor (ver nota(170)). Y una vez que el sentir dolores se ha convertido en una meta masoquista, puede surgir retrogresivamente la meta sádica de infligir dolores; produciéndolos en otro, uno mismo los goza de manera masoquista en la identificación con el objeto que sufre. Desde luego, en ambos casos no se goza el dolor mismo, sino la excitación sexual que lo acompaña, y como sádico esto es particularmente cómodo. El gozar del dolor sería, por tanto, una meta originariamente masoquista, pero que sólo puede devenir meta pulsional en quien es originariamente sádico.
Para hacer un recuento completo, agrego que la compasión no puede describirse como un resultado de la mudanza pulsional desde el sadismo, sino que exige la concepción de una formación reactiva contra la pulsión (acerca de esta diferencia,véase más adelante(171)).
Resultados algo diversos y más simples ofrece la indagación de otro par de opuestos: el de las pulsiones que tienen por meta, respectivamente, el ver y el mostrarse («voyeur» y exhibicionista en el lenguaje de las perversiones). También aquí pueden distinguirse las mismas etapas que en el caso anterior: a) El ver como actividaddirigida a un objeto ajeno; b) la resignación del objeto, la vuelta de la pulsión de ver hacia una parte del cuerpo propio, y por tanto el trastorno en pasividad y el establecimiento de la nueva meta: ser mirado; c) la inserción de un nuevo sujeto
(172) al que uno se muestra a fin de ser mirado por él. Apenas puede dudarse de que la meta activa aparece también más temprano que la pasiva, el mirar precede al ser-mirado. Pero una importante divergencia con el caso del sadismo reside en que en la pulsión de ver ha de reconocerse una etapa todavía anterior a la que designamos a. En efecto, inicialmente la pulsión de ver es autoerótica, tiene sin duda un objeto, pero este se encuentra en el cuerpo propio. Sólo más tarde se ve llevada (por la vía de la comparación) a permutar este objeto por uno análogo del cuerpo ajeno (etapa a). Ahora bien, este grado previo presenta interés porque de él se siguen las dos situaciones del par de opuestos resultantes, según que el cambio de vía ocurra en un lugar o en el otro. El esquema de la pulsión de ver podría ser este:
- a.
- El sadismo consiste en una acción violenta, en una afirmación de poder dirigida a otra persona como objeto.
- b.
- Este objeto es resignado y sustituido por la persona propia. Con la vuelta hacía la persona propia se ha consumado también la mudanza de la meta pulsional activa en una pasiva.
- c.
- Se busca de nuevo como objeto una persona ajena, que, a consecuencia de la mudanza sobrevenida en la meta, tiene que tomar sobre sí el papel de sujeto. (Ver nota(167))
a) Uno mismo mirar miembro sexual = Miembro sexual mirado por persona propia
de ver activo) ajena (placer de mostrar, exhibición)
Una etapa previa semejante falta en el sadismo, que desde el comienzo se dirige a un objeto ajeno; empero, no sería del todo disparatado construirla a partir de los empeños del niño que quiere hacerse señor de sus propios miembros (ver nota(173)).
Para los dos ejemplos de pulsión aquí considerados vale esta observación: la mudanza pulsional mediante trastorno de la actividad en pasividad y mediante vuelta sobre la persona propia nunca afecta, en verdad, a todo el monto de la moción pulsional. La dirección pulsional más antigua, activa, subsiste en cierta medida junto a la más reciente, pasiva, aunque el proceso de la trasmudación pulsional haya sido muy extenso. El único enunciado correcto

32
acerca de la pulsión de ver sería este: Todas las etapas de desarrollo de la pulsión (tanto la etapa previa autoerótica cuanto las conformaciones finales activa y pasiva) subsisten unas junto a las otras; y esta aseveración se hace evidente si en lugar de las acciones pulsionales se toma como base del juicio el mecanismo de la satisfacción. Quizás esté justificado además otro modo de concepción y de explicitación. Podemos descomponer toda vida pulsional en oleadas singulares, separadas en el tiempo, y homogéneas dentro de la unidad de tiempo (cualquiera que sea esta), las cuales se comportan entre sí como erupciones sucesivas de lava. Entonces podemos imaginar que la primera erupción de lava, la más originaria, prosigue inmutable y no experimenta desarrollo alguno. La oleada siguiente está expuesta desde el comienzo a una alteración, por ejemplo la vuelta a la pasividad, y se agrega con este nuevo carácter a la anterior, etc. Y si después se abarca con la mirada la moción pulsional desde su comienzo hasta un cierto punto de detención, la sucesión descrita de las oleadas proporcionará la imagen de un determinado desarrollo de la pulsión.El hecho de que en esa(174) época más tardía del desarrollo pueda observarse, junto a una moción pulsional, su opuesto (pasivo), merece ser destacado mediante el certero nombre introducido por Bleuler: ambivalencia(175).
El desarrollo pulsional se nos haría comprensible por la referencia a la historia del desarrollo de la pulsión y a la permanencia de las etapas intermedias. La experiencia nos indica que la cuantía de la ambivalencia comprobable varía en alto grado entre los individuos, grupos humanos o razas. Una extensa ambivalencia pulsional en un ser vivo actual puede concebirse como una herencia arcaica, pues tenemos razones para suponer que la proporción de las mociones activas, no mudadas, ha sido mayor en la vida pulsional de épocas primordiales que, en promedio, en la de hoy (ver nota(176)).
Nos hemos acostumbrado (sin examinar al comienzo el vínculo entre autoerotismo y narcisismo) a llamar narcisismo a la fase temprana de desarrollo del yo, durante la cual sus pulsiones sexuales se satisfacen de manera autoerótica. Deberíamos entonces decir que la etapa previa de !a pulsión de ver -en que el placer de ver tiene por objeto al cuerpo propio-pertenece al narcisismo, es una formación narcisista. Desde ella se desarrolla la pulsión activa de ver, dejando atrás al narcisismo; pero la pulsión pasiva de ver retiene el objeto narcisista. De igual modo, la trasmudación del sadismo al masoquismo implica un retroceso hacia el objeto narcisista; y en los dos casos [o sea, el del placer pasivo de ver y el del masoquismo] el sujeto narcisista es permutado por identificación con un yo otro, ajeno. Si consideramos la etapa previa del sadismo, esa etapa narcisista que construimos, alcanzamos una intelección más general: los destinos de pulsión que consisten en la vuelta sobre el yo propio y en el trastorno de la actividad en pasividad dependen de la organización narcisista del yo y llevan impreso el sello de esta fase. Corresponden, quizás, a los intentos de defensa que en etapas más elevadas del desarrollo del yo se ejecutan con otros medios.
Aquí caemos en la cuenta de que hasta ahora sólo sometimos a examen el par de opuestos pulsionales :sadismo-masoquismo y placer de ver-placer de mostrar. Son estas las más conocidas de las pulsiones sexuales que se presentan como ambivalentes. Los otros componentes de la función sexual más tardía no han resultado aún lo bastante asequibles al análisis como para que podamos elucidarlos de manera parecida. De ellos podemos decir, en general, que actúan de modo autoerótico, es decir, su objeto se eclipsa tras el órgano que es su fuente y, por lo común, coincide con este último. El objeto de la pulsión de ver es también primero una parte del cuerpo propio; no obstante, no es el ojo mismo. Y en el sadismo, el órgano fuente, que es probablemente la musculatura capaz de acción, apunta de manera directa a un objeto otro, aunque se sitúe en el cuerpo propio. En las pulsiones autoeróticas es tan decisivo el papel del órgano fuente que, según una sugerente conjetura de Federn (1913) y Jekels (1913b), forma y función del órgano determinan la actividad o pasividad de la meta pulsional.
La mudanza de una pulsión en su contrario (material)(177) sólo es observada en un caso: la trasposición de amor en odio(178). Puesto que con particular frecuencia ambos se presentan dirigidos simultáneamente al mismo objeto, tal coexistencia ofrece también el ejemplo más significativo de una ambivalencia de sentimientos.
El caso del amor y del odio cobra un interés particular por la circunstancia de que es refractario a ordenarse dentro de nuestra exposición de las pulsiones. El vínculo más íntimo une estos dos sentimientos opuestos con la vida sexual; no podemos dudar de eso, pero naturalmente somos reacios a concebir el amar como si fuera una pulsión parcial de la sexualidad entre otras. Más bien querríamos discernir en el amar la expresión de la aspiración sexual como un todo, pero tampoco así aclaramos nada y no sabernos cómo habría de comprenderse un contrario material de esa aspiración.
El amar no es susceptible de una sola oposición, sino de tres. Además de la oposición amar-odiar, hay la que media entre amar y ser-amado, y, por otra parte, amar y odiar tomados en conjunto se contraponen al estado de indiferencia. De estas tres oposiciones, la segunda, la que media entre amar y ser-amado, se corresponde por entero con la vuelta de la actividad a la pasividad y admite también, como la pulsión de ver, idéntica reconducción a una situación básica. Hela aquí: amarse a sí mismo, lo cual es para nosotros la característica del narcisismo. Ahora bien, según sean el objeto o el sujeto los que se permuten por uno ajeno, resultan la aspiración de meta activa, el amar, o la de meta pasiva, el ser -amado, de las cuales la segunda se mantiene próxima al narcisismo.
Quizá nos acerquemos a la comprensión de los múltiples contrarios del amar si consideramos que la vida anímica en general está gobernada por tres polaridades, las oposiciones entre:
La oposición entre yo y no-yo (afuera), [o sea] sujeto-objeto, se impone tempranamente al individuo, como dijimos, por la experiencia de que puede acallar los estímulos exteriores mediante su acción muscular, pero está indefenso frente a los estímulos pulsionales. Esa oposición reina soberana principalmente en la actividad intelectual, y crea para la investigación la situación básica que ningún empeño puede modificar. La polaridad placer-displacer adhiere a una serie de la sensación cuya inigualable importancia para la decisión de nuestras acciones (voluntad) ya pusimos de relieve. La oposición activo-pasivo no ha de confundirse con la que

33
media entre yo-sujeto y afuera-objeto. El yo se comporta pasivamente hacia el mundo exterior en la medida en que recibe estímulos de él, y activamente cuando reacciona frente a estos. Sus pulsiones lo compelen sobremanera a una actividad hacia el mundo exterior, de suerte que destacando lo esencial podría decirse: El yo-sujeto es pasivo hacia los estímulos exteriores, y activo por sus pulsiones propias. La oposición entre activo y pasivo se fusiona más tarde con la que media entre masculino y femenino, que, antes que esto acontezca, carece de significación psicológica. La soldadura entre la actividad y lo masculino, y entre la pasividad y lo femenino, nos aparece, en efecto, como un hecho biológico. Pero en modo alguno es tan omnipresente y exclusiva como nos inclinamos a suponer. (Ver nota(179))Las tres polaridades del alma entran en los más significativos enlaces recíprocos. Existe una situación psíquica originaria en que dos de ellas coinciden. El yo se encuentra originariamente, al comienzo mismo de la vida anímica, investido por pulsiones {triebbesetzt}, y es en parte capaz de satisfacer sus pulsiones en sí mismo. Llamamos narcisismo a ese estado, y autoerótica a la posibilidad de satisfacción.(Ver nota(180)). El mundo exterior en esa época no está investido con interés (dicho esto en general) y es indiferente para la satisfacción. Por tanto, en ese tiempo el yo-sujeto coincide con lo placentero, y el mundo exterior, con lo indiferente (y eventualmente, en cuanto fuente de estímulos, con lo displacentero). Si por ahora definimos el amar como la relación del yo con sus fuentes de placer, entonces la situación en que sólo se ama a sí mismo y es indiferente al mundo ilustra la primera de las oposiciones en que hemos hallado el «amar». (Ver nota(181))
En la medida en que es autoerótico, el yo no necesita del mundo exterior, pero recibe de él objetos a consecuencia de las vivencias derivadas de las pulsiones de autoconservación del yo, y por tanto no puede menos que sentir por un tiempo como displacenteros ciertos estímulos pulsionales interiores. Ahora bien, bajo el imperio del principio de placer :se consuma dentro de él un ulterior desarrollo. Recoge en su interior los objetos ofrecidos en la medida en que son fuente de placer, los introyecta (según la expresión de Ferenczi [1909] ), (ver nota(182)) y, por otra parte, expele de sí lo que en su propia interioridad es ocasión de displacer. (Véaseinfra el mecanismo de la proyección). (Ver nota(183)).
Así, a partir del yo-realidad inicial, que ha distinguido el adentro y el afuera según una buena marca objetiva, se muda en un yo-placer purificado que pone el carácter del placer por encima de cualquier otro. El mundo exterior se le descompone en una parte de placer que él se ha incorporado y en un resto que le es ajeno. Y del yo propio ha segregado un componente que arroja al mundo exterior y siente como hostil. Después de este reordenamiento, ha quedado restablecida la coincidencia de las dos polaridades:
Con el ingreso del objeto en la etapa del narcisismo primario se despliega también la segunda antítesis del amar: el odiar. [Cf. n. 31.]
Como vimos, el objeto es aportado al yo desde el mundo exterior en primer término por las pulsiones de autoconservación; y no puede desecharse que también el sentido originario del odiar signifique la relación hacia el mundo exterior hostil, proveedor de estímulos. La indiferencia se subordina al odio, a la aversión, como un caso especial, después de haber emergido, al comienzo, como su precursora. Lo exterior, el objeto, lo odiado, habrían sido idénticos al principio. Y si más tarde el objeto se revela como fuente de placer, entonces es amado, pero también incorporado al yo, de suerte que para el yo-placer purificado el objeto coincide nuevamente con lo ajeno y lo odiado.
Ahora reparamos en que así como el par de opuestos amor. indiferencia refleja la polaridad yo-mundo exterior, la segunda oposición, amor-odio, reproduce la polaridad placer-displacer, enlazada con la primera. Luego que la etapa puramente narcisista es relevada por la etapa del objeto, placer y displacer significan relaciones del yo con el objeto. Cuando el objeto es fuente de sensaciones placenteras, -se establece una tendencia motriz que quiere acercarlo al yo, incorporarlo a él; entonces hablamos también de la «atracción» que ejerce el objeto dispensador de placer y decimos que «amamos» al objeto. A la inversa, cuando el objeto es fuente de sensaciones de displacer, una tendencia se afana en aumentar la distancia entre él y el yo, en repetir con relación a él el intento originario de huida frente al mundo exterior emisor de estímulos. Sentimos la «repulsión» del objeto, y lo odiamos; este odio puede después acrecentarse convirtiéndose en la inclinación a agredir al objeto, con el propósito de aniquilarlo.
De vernos precisados, podríamos decir que una pulsión «ama» al objeto al cual aspira para su satisfacción. Pero que una pulsión «odie» a un objeto nos suena bastante extraño, y caemos en la cuenta de que los vínculos (ver nota(184)) de amor y de odio no son aplicables a las relaciones de las pulsiones con sus objetos, sino que están reservados a la relación del yo-total con los suyos. Por otra parte, la observación del uso lingüístico, pleno de sentido indudablemente, nos muestra otra restricción en el significado del amor y del odio. De los objetos que sirven para la conservación del yo no se dice que se los ama; se destaca que se necesita de ellos, y tal vez se expresa la injerencia de una relación de otra índole empleando giros que indican un amor muy debilitado: me gusta, lo aprecio, lo encuentro agradable.
La palabra «amar» se instala entonces, cada vez más, en la esfera del puro vínculo de placer del yo con el objeto, y se fija en definitiva en los objetos sexuales en sentido estricto y en aquellos objetos que satisfacen las necesidades de las pulsiones sexuales sublimadas. La división entre pulsiones yoicas y pulsiones sexuales que hemos impuesto a nuestra psicología está acorde, pues, con el espíritu de nuestro lenguaje. Si no solemos decir que la pulsión sexual singular ama a su objeto, y en cambio hallamos que el uso más adecuado de la palabra «amar» se aplica al vínculo del yo con su objeto sexual, esta observación nos enseña que su aplicabilidad a tal relación sólo empieza con la síntesis de todas las pulsiones parciales de la sexualidad bajo el primado de los genitales y al servicio de la función de la reproducción.
Es notable que en el uso de la palabra «odiar» no salga a luz una referencia tan estrecha al placer y a la función sexuales; más bien, la relación de displacer parece la única decisiva. El yo odia, aborrece y persigue con fines destructivos a todos los objetos que se constituyen para él en fuente de sensaciones displacenteras, indiferentemente de que le signifiquen una frustración de la satisfacción sexual o de la satisfacción de necesidades de conservación. Y aun puede afirmarse que los genuinos modelos de la relación de odio no provienen de la vida sexual, sino

34
de la lucha del yo por conservarse y afirmarse.
Amor y odio, que se nos presentan como tajantes opuestos materiales, no mantienen entre sí, por consiguiente, una relación simple. No han surgido de la escisión de algo común originario, sino que tienen orígenes diversos, y cada uno ha recorrido su propio desarrollo antes que se constituyeran como opuestos bajo la influencia de la relación placer-displacer. Esto nos impone la tarea de resumir lo que sabemos sobre la génesis del amor y del odio.
El amor proviene de la capacidad del yo para satisfacer de manera autoerótica, por la ganancia de un placer de órgano, una parte de sus mociones pulsionales. Es originariamente narcisista, después pasa a los objetos que se incorporaron al yo ampliado, y expresa el intento motor del yo por alcanzar esos objetos en cuanto fuentes de placer. Se enlaza íntimamente con el quehacer de las posteriores pulsiones sexuales y coincide, cuando la síntesis de ellas se ha cumplido, con la aspiración sexual total. Etapas previas del amar se presentan como metas sexuales provisionales en el curso del complicado desarrollo de las pulsiones sexuales. Discernimos la primera de ellas en el incorporar o devorar, una modalidad del amor compatible con la supresión de la existencia del objeto como algo separado, y que por tanto puede denominarse ambivalente. (Ver nota(185)) En la etapa que sigue, la de la organización pregenital sádico-anal (ver nota(186)) el intento de alcanzar el objeto se presenta bajo la forma del esfuerzo de apoderamiento, al que le es indiferente el daño o la aniquilación del objeto. Por su conducta hacia el objeto, esta forma y etapa previa del amor es apenas diferenciable del odio. Sólo con el establecimiento de la organización genital el amor deviene el opuesto del odio.
El odio es, como relación con el objeto, más antiguo que el amor; brota de la repulsa primordial que el yo narcisista opone en el comienzo al mundo exterior prodigador de estímulos. Como exteriorización de la reacción displacentera provocada por objetos, mantiene siempre un estrecho vínculo con las pulsiones de la conservación del yo, de suerte que pulsiones yoicas y pulsiones sexuales con facilidad pueden entrar en una oposición que repite la oposición entre odiar y amar. Cuando las pulsiones yoicas gobiernan a la función sexual, como sucede en la etapa de la organización sádico-anal, prestan también a la meta pulsional los caracteres del odio.
La historia de la génesis y de los vínculos del amor nos permite comprender que tan a menudo se muestre «ambivalente», es decir, acompañado por mociones de odio hacia el mismo objeto. Ese odio mezclado con el amor proviene, en una parte, de las etapas previas del amar no superadas por completo, y en otra parte tiene su fundamento en reacciones de repulsa procedentes de las pulsiones yoicas, que a raíz de los frecuentes conflictos entre intereses del yo y del amor pueden invocar motivos reales y actuales. En ambos casos, entonces, ese odio mezclado se remonta a la fuente de las pulsiones de conservación del yo. Cuando el vínculo de amor con un objeto determinado se interrumpe, no es raro que lo remplace el odio, por lo cual recibimos la impresión de que el amor se muda en odio. Pero ahora, superando esa descripción, podemos concebirlo así: en tales casos el odio, que tiene motivación real, es reforzado por la regresión del amar a la etapa sádica previa, de suerte que el odiar cobra un carácter erótico y se garantiza la continuidad de un vínculo de amor.
La tercera oposición en que se encuentra el amar, la mudanza del amar en un ser-amado, responde a la injerencia de la polaridad entre actividad y pasividad y cae bajo idéntica apreciación que los casos de la pulsión de ver y del sadismo. (Ver nota(187))
Podemos destacar, a manera de resumen, que los destinos de pulsión consisten, en lo esencial, en que las mociones pulsionales son sometidas a las influencias de las tres grandes polaridades que gobiernan la vida anímica. De estas tres polaridades, la que media entre actividad y pasividad puede definirse como la biológica;la que media entre yo y mundo exterior, como la real; y, por último, la de placer-displacer, como la económica.
El destino de pulsión que es la represión será objeto de una indagación posterior [en el artículo que sigu
b) Uno mismo mirar objeto ajeno (placer g) Objeto propio ser mirado por persona
Sujeto (yo)-Objeto (mundo exterior). Placer-Displacer. Activo-Pasivo.Yo-sujeto {coincide} con placer. Mundo exterior {coincide} con displacer (desde una indiferencia anterior).