16ª conferencia. Psicoanálisis y psiquiatría
Señoras y señores: Me regocija que nos volvamos a ver, después de un año, para proseguir nuestros coloquios. El año pasado les expuse la concepción psicoanalítica de las operaciones fallidas y del sueño; ahora querría introducirlos en la comprensión de los fenómenos neuróticos, que, como pronto descubrirán, tienen mucho en común con aquellos. Pero les anticipo que en esta oportunidad no puedo concederles la misma posición frente a mí que el año anterior. Aquella vez me empeñé en no dar un paso sin que hubiera acuerdo entre el juicio de ustedes y el mío; discutimos mucho me sometí a sus objeciones y en verdad los reconocí a ustedes y a su «sano sentido común» como instancia decisiva. Ahora no será así, y por una simple circunstancia. Operaciones fallidas y sueños no les eran extraños como fenómenos; podía decirse que poseían al respecto tanta experiencia como yo o que podían fácilmente procurarse una experiencia igual. Pero el campo de fenómenos de las neurosis les es ajeno; si no son médicos, no tienen otro acceso a él que mis comunicaciones, y de nada vale el mejor discernimiento cuando falta la familiaridad con el material que ha de juzgarse.
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cierto derecho de sostenerla con alguna tenacidad. Además, puedo invocar en mi favor que en
Pero no entiendan este anuncio como si yo me propusiera hacerles una exposición dogmática y exigirles una fe incondicional. Semejante malentendido me haría grave injusticia. No es mi propósito despertar convencimientos; quiero dar incitaciones y desarraigar prejuicios. Si, por desconocer el material, ustedes no están en condiciones de juzgar, no deben ni creer ni desestimar. Deben escuchar y dejar que produzca en ustedes su efecto lo que se les refiere. El convencimiento no se alcanza con tanta facilidad o, cuando se ha llegado a él tan sin esfuerzo, pronto se evidencia falto de valor e inconsistente. Sólo puede pretender convencimiento quien, como yo lo hice, ha trabajado durante muchos años con el mismo material y ha vivido, él mismo, estas experiencias nuevas y sorprendentes. ¿Por qué, entonces, se producen en el campo intelectual esas convicciones súbitas, esas conversiones fulminantes, esas repulsiones instantáneas? ¿No reparan en que el «coup de Joudre», el amor a primera vista, proviene de un campo enteramente diverso, el campo afectivo? Ni siquiera a nuestros pacientes les exigimos un acto de convencimiento o de adhesión al psicoanálisis. Que lo hagan nos resulta a menudo sospechoso. La actitud que más deseamos en ellos es la de un benévolo escepticismo. Procuren ustedes, pues, dejar que la concepción psicoanalítica coexista y crezca en paz junto a la popular o a la psiquiátrica, hasta que se presenten oportunidades en que ambas puedan influirse, cotejarse y conciliarse en una decisión final.Por otra parte, ni por un instante deben creer que esto que les presento como concepción psicoanalítica sea un sistema especulativo. Es más bien experiencia: expresión directa de la observación o resultado de su procesamiento. Si este último procedió o no de manera suficiente y justificada, he ahí algo que se verá con el ulterior progreso de la ciencia; y por cierto tengo derecho, trascurridos ya casi dos decenios y medio y bastante avanzado yo en la vida(1), a aseverar sin jactancia que fue un trabajo particularmente difícil, intenso y empeñoso el que brindó estas observaciones. A menudo he recibido la impresión de que nuestros oponentes no que rían considerar para nada este origen de nuestras aseveraciones, como si creyesen que no eran sino unas ocurrencias de cuño subjetivo a las que otro podría oponer su propio capricho. Este comportamiento opositor no me resulta del todo comprensible. Quizá provenga de que los médicos se comprometen muy poco con los neuróticos; oyen con tan poca atención lo que ellos tienen que decirles que se han enajenado la posibilidad de extraer algo valioso de sus comunicaciones, y por tanto de hacer en ellos observaciones en profundidad. En esta ocasión les prometo que en el curso de mis conferencias polemizaré poco, al menos con personas individuales. Nunca he podido convencerme de la verdad de la sentencia según la cual la guerra es el padre de todas las cosas. Creo que proviene de la sofística griega y falla, como esta, por sobrestimación de la dialéctica. Me parecía, al contrario, como si la llamada polémica científica fuese en todo sentido infecunda, prescindiendo de que casi siempre se la cultiva con un sesgo en extremo personal. Hasta hace unos años podía gloriarme, respecto de mí mismo, de que con un solo investigador (Löwenfeld, de Munich) había entablado una vez una polémica científica en regla(2). El final fue que nos hicimos amigos y lo seguimos siendo hasta el día de hoy. Pero por mucho tiempo no he repetido el experimento; no estaba seguro de obtener idéntico desenlace (ver nota(3)).
Ustedes juzgarán, sin duda, que una repulsa tal de la discusión académica atestigua un grado particularmente alto de inaccesibilidad a las objeciones, de terquedad o, como lo suelen expresar los científicos en su cortés lenguaje, de «extravagante pertinacia». Me gustaría responderles que si a costa de tantos trabajos ustedes adquiriesen una convicción, les cabría el curso de mis trabajos he modificado mis opiniones sobre algunos puntos importantes sustituyéndolas por otras nuevas, de lo cual, desde luego, hice comunicación pública en cada caso, ¿Y el resultado de esta sinceridad? Algunos ni siquiera han tomado conocimiento de mis autoenmiendas y todavía hoy me critican por tesis que desde hace mucho ya no significan para mí lo mismo. Los otros me reprochan justamente esas mudanzas y me declaran por eso mismo poco sólido. ¿No es cierto que quien ha cambiado algunas veces sus opiniones no merece crédito, pues con harta probabilidad puede andar errado también en las aseveraciones que últimamente ha hecho? Pero al que se atiene, imperturbable, a lo que una vez expresó o no se deja apartar de ello con suficiente rapidez, le llaman obcecado y extravagante. ¿Qué puede uno hacer, en vista de estos contrapuestos ataques de la crítica, sino mantenerse como uno es y comportarse como su propio juicio lo autoriza? Estoy decidido a esto, y no me abstendré de rehacer y corregir todas mis doctrinas según lo exija mi experiencia más avanzada. En las intelecciones básicas, basta ahora no he hallado nada que modificar; y espero que en lo sucesivo sea también así (ver nota(4)).
Debo presentarles, entonces, la concepción psicoanalítica de los fenómenos neuróticos. Para ello, me parece indicado empalmar con los fenómenos ya tratados, tanto a modo de analogía como de contraste. He de echar mano a una acción sintomática en que veo que incurren muchas personas en mis horas de consulta. El analista no atina a hacer gran cosa con la gente que lo visita en su consultorio médico para desplegar frente a él, en un cuarto de hora, las lamentaciones de su larga vida. Su saber más profundo le impide pronunciar el veredicto a que recurriría otro médico: «Lo que usted tiene no es nada», e impartir el consejo: «Tome una ligera cura de aguas». Uno de nuestros colegas, preguntado por lo que hacía con sus pacientes de consultorio, respondió incluso, con un encogimiento de hombros: «Les impongo una multa de unas buenas coronas». Por eso no les asombrará enterarse de que aun en el caso de psicoanalistas con mucha clientela las horas de consulta no suelen ser muy concurridas. Yo puse doble puerta en remplazo de la simple que separaba mi sala de espera de mi sala de tratamiento y consultorio, reforzándola además con una cubierta de fieltro. El propósito de este pequeño artificio no es nada dudoso. Ahora bien, siempre acontece que personas que hago pasar desde la sala de espera descuidan cerrar la puerta tras sí, y por cierto casi siempre dejan las dos puertas abiertas. Tan pronto lo observo, me obstino, con tono bastante inamistoso, en que el o la ingresante vuelva sobre sus pasos para reparar ese descuido, por más que se trate de un elegante caballero o de una dama empingorotada. Esto hace la impresión de una* descortés pedantería. Y aun en ocasiones me he puesto en ridículo con esa exigencia, ante una de esas personas incapaces de asir un picaporte y que ven con agrado que su acompañante les ahorre ese contacto. Pero en la enorme mayoría de los casos yo tenía razón, pues quien se porta de ese modo, quien deja abierta la puerta que separa la sala de espera del consultorio del médico, pertenece a la plebe y merece que lo traten descortésmente. Ahora bien, no tomen ustedes partido antes de oír lo que sigue. Este descuido del paciente, en efecto, no acontece más que cuando se ha encontrado solo en la sala de espera y por tanto deja tras sí una habitación desierta; nunca cuando otras personas extrañas esperaron con él. En este último caso comprende muy bien que es su interés no ser espiado con las orejas {belauschen} mientras habla con el médico, y jamás omite cerrar cuidadosamente ambas puertas.
La omisión del paciente obedece entonces a un determinismo, no es contingente ni carece de sentido; ni siquiera es intrascendente, pues veremos que ilustra la relación del recién llegado

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con el médico. El paciente pertenece al gran número de los que claman por una autoridad mundana, de los que quieren ser deslumbrados, intimidados. Quizás hizo preguntar telefónicamente cuál era la mejor hora a que podía venir y se preparó para encontrarse con un gentío en busca de asistencia, como si fuera una filial de Julius Meinl(5). Y ahora entra en una sala de espera desierta, por añadidura en extremo modesta, y eso lo perturba. Tiene que hacerle pagar al médico su intención de ofrecerle una muestra tan superflua de respeto y ... omite cerrar las puertas entre sala de es pera y consultorio. Con eso quiere decirle: «¡Ah! Aquí no hay nadie, y probablemente durante todo el tiempo en que yo esté no vendrá nadie tampoco». Además, en la entrevista se portaría con total descortesía y falta de respeto si desde el comienzo mismo no se le pusiera un dique a su arrogancia mediante una tajante reconvención.
En el análisis de esta pequeña acción sintomática ustedes no encuentran nada que no les sea ya familiar: 19 aseveración de que no es contingente, sino que posee un motivo, un sentido y un propósito; que pertenece a una trabazón anímica pesquisable y que, en calidad de pequeño indicio, anoticia de un proceso anímico más importante. Pero, sobre todo, que la conciencia de quien la consuma ignora el proceso cuya marca es la acción misma: ninguno de los pacientes que han dejado abiertas ambas puertas admitirían que mediante esa omisión quisieron testimoniarme su menosprecio. Muchos, probablemente, recordarían haber tenido un conato de desengaño al ingresar en la sala de espera desierta; pero el nexo entre esta impresión y la acción sintomática subsiguiente ha permanecido con seguridad desconocido para su conciencia.
Ahora abandonaremos estos pequeños análisis de una acción sintomática para pasar a la observación de un enfermo. Escojo una por tener fresco su recuerdo, y también porque puede exponerse en breve espacio. Un cierto grado de prolijidad es indispensable en una comunicación así.
Un joven oficial, al regresar a la casa con una breve licencia, me pidió que tomara bajo tratamiento a su suegra, que, viviendo en las más dichosas condiciones, se amargaba la vida y la amargaba a los suyos a causa de una idea disparatada. De ese modo conocí a una dama de unos 53 años, bien conservada, de naturaleza simple y afable, que sin resistirse me dio el siguiente informe: Vive en el campo, en feliz matrimonio con su marido, quien dirige una gran fábrica. Todo le parece poco para encomiar el amoroso cuidado que él le dedica. Casada por amor treinta años antes, desde entonces ninguna nube, ni querella, ni ocasión de celos. Ya bien casados los dos hijos, el marido y padre, movido por un sentimiento de deber, no quiere darse todavía descanso. Hace un año ocurría lo increíble, incomprensible para ella misma: le llegó una carta anónima donde se le denunciaba que su virtuoso marido mantenía relaciones amorosas con una muchacha joven, y ella le prestó crédito en el acto; desde entonces quedó destruida su dicha. Más en detalle, lo ocurrido fue aproximadamente como sigue: Tenía una mucama con quien conversaba quizá demasiado de cosas íntimas. Esta muchacha perseguía a otra con una hostilidad animada directamente por el odio; ello se debía a que esta última había progresado mucho más en la vida, sin ser de mejor cuna. En lugar de entrar a trabajar en servicio doméstico, se había procurado una formación en asuntos de comercio, ingresó en la fábrica y, a causa de la falta de personal producida por el llamamiento a filas de los empleados, fue promovida a un buen puesto. Ahora vivía en la propia fábrica, tenía trato con caballeros y aun se hacía llamar señorita. La que se había quedado atrás en la vida estaba naturalmente dispuesta a decir todo el mal posible de su antigua compañera de escuela. Un día conversaba nuestra dama con su mucama acerca de un señor anciano que habían recibido en la casa, y de quien se sabía que no vivía con su mujer, sino que mantenía una relación con otra. Ella no sabe cómo fue que de pronto dijo: «Para mí sería lo más terrible enterarme de que mí buen esposo tiene también una relación». Al día siguiente recibió por el correo una carta anónima que, con escritura disimulada, le comunicaba eso mismo que ella, por así decir, había conjurado. Extrajo la conclusión -probablemente acertada- de que la carta era obra de su maligna mucama, pues señalaba como la amada del marido precisamente a esa señorita a quien la sirvienta perseguía con su odio. Pero aunque se percató enseguida de la intriga y en su lugar de residencia había vivido sobrados ejemplos de la poca fe que merecían tales cobardes denuncias, aconteció que esa carta la hizo derrumbarse al instante. Presa de una terrible emoción, envió de inmediato por su marido para hacerle los más acerbos reproches. El hombre rechazó riendo la imputación e hizo lo mejor que podía hacer. Llamó al médico de la casa y de la fábrica, quien puso todo su empeño en calmar a la desdichada señora. El ulterior proceder de ambos fue también enteramente razonable. La mucama fue despedida, pero la supuesta rival no. Desde entonces, una y otra vez, la enferma pareció tranquilizarse a punto tal de no dar más crédito al contenido de la carta anónima, pero nunca radicalmente ni por mucho tiempo. Bastaba que oyera nombrar a esa señorita o que la encontrara por la calle para que se le desencadenase un nuevo ataque de desconfianza, dolor y reproches.
He ahí, pues, la historia clínica de esa honrada señora. No hacía falta mucha experiencia psiquiátrica para comprender que, a diferencia de otros neuróticos, había expuesto su caso más bien suavizando las tintas, como si dijéramos disimulándolo, y que nunca había vencido su creencia en la inculpación de la carta anónima.
Ahora bien, ¿qué actitud adopta el psiquiatra frente a un caso clínico así? Harto lo sabemos: la misma que adoptaría frente a la acción sintomática del paciente que no cierra las puertas que dan a la sala de espera. La declara una contingencia sin interés psicológico, y no le da más importancia. Pero esta conducta ya no es viable en el caso patológico de la señora celosa. La acción sintomática parece ser. algo indiferente, pero el síntoma se impone como importante. Va conectado a un intenso sufrimiento subjetivo, y objetivamente amenaza la convivencia de una familia; es, por tanto, un objeto insoslayable del interés psiquiátrico. El psiquiatra intenta primero caracterizar el síntoma mediante una propiedad esencial. La idea con que esta mujer se martiriza no ha de llamarse disparatada en sí misma; ocurre, en efecto, que hombres casados de edad avanzada mantienen relaciones amorosas con muchachas jóvenes. Pero otra cosa hay aquí disparatada e incomprensible. El único fundamento que tiene la paciente para creer que su tierno y fiel esposo pertenece a esa categoría de hombres -no tan rara, por lo demás- es la aseveración de la carta anónima. Sabe que ese escrito no posee fuerza probatoria alguna, puede esclarecerse satisfactoriamente su origen; debería poder decirse, entonces, que no tiene fundamento para sus celos, y así se lo dice; no obstante, sufre como si admitiera la total justificación de esos celos. A ideas de este tipo, inaccesibles a argumentos lógicos y tomados de la realidad, se ha convenido en llamarlas ideas delirantes. La buena señora padece, pues, de un delirio de celos. He ahí la característica esencial de ese caso patológico.
Tras esta primera comprobación, nuestro interés psiquiátrico se avivará con fuerza todavía mayor. Si una idea delirante no puede ser desarraigada refiriéndola a la realidad, no ha de provenir de esta. ¿Y de dónde vendría entonces? Existen ideas delirantes del más diverso

En el análisis de esta pequeña acción sintomática ustedes no encuentran nada que no les sea ya familiar: 19 aseveración de que no es contingente, sino que posee un motivo, un sentido y un propósito; que pertenece a una trabazón anímica pesquisable y que, en calidad de pequeño indicio, anoticia de un proceso anímico más importante. Pero, sobre todo, que la conciencia de quien la consuma ignora el proceso cuya marca es la acción misma: ninguno de los pacientes que han dejado abiertas ambas puertas admitirían que mediante esa omisión quisieron testimoniarme su menosprecio. Muchos, probablemente, recordarían haber tenido un conato de desengaño al ingresar en la sala de espera desierta; pero el nexo entre esta impresión y la acción sintomática subsiguiente ha permanecido con seguridad desconocido para su conciencia.
Ahora abandonaremos estos pequeños análisis de una acción sintomática para pasar a la observación de un enfermo. Escojo una por tener fresco su recuerdo, y también porque puede exponerse en breve espacio. Un cierto grado de prolijidad es indispensable en una comunicación así.
Un joven oficial, al regresar a la casa con una breve licencia, me pidió que tomara bajo tratamiento a su suegra, que, viviendo en las más dichosas condiciones, se amargaba la vida y la amargaba a los suyos a causa de una idea disparatada. De ese modo conocí a una dama de unos 53 años, bien conservada, de naturaleza simple y afable, que sin resistirse me dio el siguiente informe: Vive en el campo, en feliz matrimonio con su marido, quien dirige una gran fábrica. Todo le parece poco para encomiar el amoroso cuidado que él le dedica. Casada por amor treinta años antes, desde entonces ninguna nube, ni querella, ni ocasión de celos. Ya bien casados los dos hijos, el marido y padre, movido por un sentimiento de deber, no quiere darse todavía descanso. Hace un año ocurría lo increíble, incomprensible para ella misma: le llegó una carta anónima donde se le denunciaba que su virtuoso marido mantenía relaciones amorosas con una muchacha joven, y ella le prestó crédito en el acto; desde entonces quedó destruida su dicha. Más en detalle, lo ocurrido fue aproximadamente como sigue: Tenía una mucama con quien conversaba quizá demasiado de cosas íntimas. Esta muchacha perseguía a otra con una hostilidad animada directamente por el odio; ello se debía a que esta última había progresado mucho más en la vida, sin ser de mejor cuna. En lugar de entrar a trabajar en servicio doméstico, se había procurado una formación en asuntos de comercio, ingresó en la fábrica y, a causa de la falta de personal producida por el llamamiento a filas de los empleados, fue promovida a un buen puesto. Ahora vivía en la propia fábrica, tenía trato con caballeros y aun se hacía llamar señorita. La que se había quedado atrás en la vida estaba naturalmente dispuesta a decir todo el mal posible de su antigua compañera de escuela. Un día conversaba nuestra dama con su mucama acerca de un señor anciano que habían recibido en la casa, y de quien se sabía que no vivía con su mujer, sino que mantenía una relación con otra. Ella no sabe cómo fue que de pronto dijo: «Para mí sería lo más terrible enterarme de que mí buen esposo tiene también una relación». Al día siguiente recibió por el correo una carta anónima que, con escritura disimulada, le comunicaba eso mismo que ella, por así decir, había conjurado. Extrajo la conclusión -probablemente acertada- de que la carta era obra de su maligna mucama, pues señalaba como la amada del marido precisamente a esa señorita a quien la sirvienta perseguía con su odio. Pero aunque se percató enseguida de la intriga y en su lugar de residencia había vivido sobrados ejemplos de la poca fe que merecían tales cobardes denuncias, aconteció que esa carta la hizo derrumbarse al instante. Presa de una terrible emoción, envió de inmediato por su marido para hacerle los más acerbos reproches. El hombre rechazó riendo la imputación e hizo lo mejor que podía hacer. Llamó al médico de la casa y de la fábrica, quien puso todo su empeño en calmar a la desdichada señora. El ulterior proceder de ambos fue también enteramente razonable. La mucama fue despedida, pero la supuesta rival no. Desde entonces, una y otra vez, la enferma pareció tranquilizarse a punto tal de no dar más crédito al contenido de la carta anónima, pero nunca radicalmente ni por mucho tiempo. Bastaba que oyera nombrar a esa señorita o que la encontrara por la calle para que se le desencadenase un nuevo ataque de desconfianza, dolor y reproches.
He ahí, pues, la historia clínica de esa honrada señora. No hacía falta mucha experiencia psiquiátrica para comprender que, a diferencia de otros neuróticos, había expuesto su caso más bien suavizando las tintas, como si dijéramos disimulándolo, y que nunca había vencido su creencia en la inculpación de la carta anónima.
Ahora bien, ¿qué actitud adopta el psiquiatra frente a un caso clínico así? Harto lo sabemos: la misma que adoptaría frente a la acción sintomática del paciente que no cierra las puertas que dan a la sala de espera. La declara una contingencia sin interés psicológico, y no le da más importancia. Pero esta conducta ya no es viable en el caso patológico de la señora celosa. La acción sintomática parece ser. algo indiferente, pero el síntoma se impone como importante. Va conectado a un intenso sufrimiento subjetivo, y objetivamente amenaza la convivencia de una familia; es, por tanto, un objeto insoslayable del interés psiquiátrico. El psiquiatra intenta primero caracterizar el síntoma mediante una propiedad esencial. La idea con que esta mujer se martiriza no ha de llamarse disparatada en sí misma; ocurre, en efecto, que hombres casados de edad avanzada mantienen relaciones amorosas con muchachas jóvenes. Pero otra cosa hay aquí disparatada e incomprensible. El único fundamento que tiene la paciente para creer que su tierno y fiel esposo pertenece a esa categoría de hombres -no tan rara, por lo demás- es la aseveración de la carta anónima. Sabe que ese escrito no posee fuerza probatoria alguna, puede esclarecerse satisfactoriamente su origen; debería poder decirse, entonces, que no tiene fundamento para sus celos, y así se lo dice; no obstante, sufre como si admitiera la total justificación de esos celos. A ideas de este tipo, inaccesibles a argumentos lógicos y tomados de la realidad, se ha convenido en llamarlas ideas delirantes. La buena señora padece, pues, de un delirio de celos. He ahí la característica esencial de ese caso patológico.
Tras esta primera comprobación, nuestro interés psiquiátrico se avivará con fuerza todavía mayor. Si una idea delirante no puede ser desarraigada refiriéndola a la realidad, no ha de provenir de esta. ¿Y de dónde vendría entonces? Existen ideas delirantes del más diverso

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contenido; ¿por qué justamente los celos son en nuestro caso el contenido del delirio? Aquí querríamos escucharlo al psiquiatra, pero aquí mismo nos deja en la estacada. Se internará, exclusivamente, en una sola de las cuestiones que hemos planteado. Investigará en la historia familiar de esta señora y nos aportará quizás esta respuesta: «Ideas delirantes se presentan en aquellas personas en cuyas familias han aparecido repetidas veces estas y otras perturbaciones psíquicas». Con otras palabras, esta señora ha desarrollado una idea delirante porque estaba predispuesta a causa de una trasmisión hereditaria. Es por cierto algo, pero, ¿es todo lo que queremos saber? ¿Todo lo que ha cooperado en la causación de este caso patológico? ¿Tendremos que contentarnos con suponer que es indiferente, arbitrario o inexplicable que se haya desarrollado un delirio de celos en vez de cualquier otro delirio? ¿Y es lícito que entendamos también en sentido negativo el aserto que proclama el predominio de la influencia hereditaria, a saber, que son indiferentes las vivencias que sobrevinieron a esta alma pues estaba condenada a producir alguna vez un delirio? Querrán ustedes saber por qué la psiquiatría científica no quiere darnos más referencias. Pero yo les respondo: ¡Maldito sea quien dé más de lo que tiene! Digamos que el psiquiatra, justamente, no conoce ningún camino que lo haga avanzar más en el esclarecimiento de un caso de esta índole. Tiene que conformarse con el diagnóstico y una prognosis del desarrollo ulterior, prognosis insegura por rica que sea su experiencia.
Ahora bien, ¿puede el psicoanálisis desempeñarse mejor? Sí, por cierto; espero mostrarles que aun en un caso así, de tan difícil acceso, es capaz de descubrir algo que posibilite la comprensión más directa. Primero, les ruego que atiendan a este pequeño detalle: fue la propia paciente quien provocó esa carta anónima que sirve de apoyo a su idea delirante, cuando, el día anterior, dijo a la intrigante muchacha que su máxima desventura sería que su marido mantuviera una relación amorosa con una muchacha joven. Sólo entonces concibió la servidora la idea de enviarle la carta anónima. La idea delirante cobra así una cierta independencia de la carta; ya antes había estado presente como temor -¿o como deseo?- en la enferma. Ahora agreguen ustedes algunos pequeños indicios más que sólo dos sesiones de análisis han brindado. La paciente se comportó con mucha renuencia cuando se la exhortó a comunicar, tras el relato de su historia, sus ulteriores pensamientos, ocurrencias y recuerdos. Aseveró que nada se le ocurría, lo había dicho todo, y transcurridas dos sesiones fue preciso interrumpir realmente el ensayo con ella, pues había proclamado que ya se sentía sana y estaba segura de que la idea enfermiza no reaparecería. Lo dijo, desde luego, sólo por resistencia y por angustia frente a la prosecución del análisis. Pero en esas dos sesiones había dejado caer algunas observaciones que permitieron una interpretación determinada, y aun la hicieron inevitable; y esta interpretación echa una luz fulgurante sobre la génesis de su delirio de celos. Había dentro de ella un intenso enamoramiento por un hombre joven, ese mismo yerno que la instó a buscarme en calidad de paciente. De este enamoramiento, ella no sabía nada o quizá muy poco; dada la relación de parentesco existente, esta amorosa inclinación podía enmascararse fácilmente como una ternura inocente. Tras todas las experiencias que hemos recogido en otras partes, no nos resulta difícil una comprensión empática {einfühlen} de la vida anímica de esta decente señora y honrada madre de 53 años. Un enamoramiento así, que sería algo monstruoso, imposible, no pudo devenir conciente; no obstante, persistió y, en calidad de inconciente, ejerció una seria presión. Alguna cosa tenía que acontecer con él, algún remedio tenía que buscarse, y el alivio inmediato lo ofreció sin duda el mecanismo del desplazamiento, que con tanta regularidad toma parte en la génesis de los celos delirantes. Si no sólo ella, una señora mayor, se había enamorado de un hombre joven, sino también su anciano marido mantenía una relación amorosa con una joven muchacha, entonces su conciencia moral se descargaba del peso de la infidelidad. La fantasía de la infidelidad del marido fue entonces un paño frío sobre su llaga ardiente. Su propio amor no le había devenido conciente, pero el reflejo de él, que le aportaba esa ventaja, ahora se le hizo conciente de manera obsesiva, delirante. Todos los argumentos en contra no podían, desde luego, dar fruto alguno, pues sólo se dirigían a la imagen reflejada, no al modelo a que aquella debía su poder y que acechaba inatacable en lo inconciente.
Resumamos ahora lo que un breve y dificultoso empeño psicoanalítico aportó para la comprensión de este caso clínico, suponiendo, desde luego, que nuestras averiguaciones se hayan realizado correctamente, cosa que no puedo someter aquí al juicio de ustedes. En primer lugar: La idea delirante ha dejado de ser algo disparatado o incomprensible, posee pleno sentido, tiene sus buenos motivos, pertenece a la trama de una vivencia, rica en afectos, de la enferma. En segundo lugar: Es necesaria como reacción frente a un proceso anímico inconciente colegido por otros indicios, y precisamente a esta dependencia debe su carácter delirante, su resistencia a los ataques basados en la lógica y la realidad. Es a su vez algo deseado, una suerte de consuelo. En tercer lugar: La vivencia que hay tras la contracción de la enfermedad determina unívocamente que habría de engendrarse una idea de celos delirantes y ninguna otra cosa (ver nota(6)). Bien lo recuerdan ustedes: el día anterior había manifestado a esa muchacha intrigante que lo más terrible sería que su marido le fuera infiel. No descuiden tampoco las dos importantes analogías con la acción sintomática que hemos analizado, a saber, en cuanto al esclarecimiento del sentido o del propósito y en cuanto a la dependencia de algo inconciente que estaba dado dentro de la situación.
Con ello, desde luego, no quedan respondidas todas las preguntas que pudimos plantearnos a raíz de este caso. Más bien, él rebosa de otros problemas, unos que todavía nos resultan insolubles y otros que no se dejan solucionar a causa de lo desfavorable de las circunstancias. Por ejemplo, ¿por qué esta señora, que vive un matrimonio dichoso, sufre un enamoramiento hacia su yerno, y por qué el alivio, que también habría sido posible por otras vías, ocurre en la forma de un espejamiento así, de una proyección de su propio estado sobre su marido? Y no crean ustedes que es ocioso o pretencioso plantear tales preguntas. Disponemos ya de mucho material para una respuesta posible. Esta señora se encuentra en la edad crítica que trae a la necesidad sexual femenina una intensificación indeseada y repentina; quizás esto baste por sí solo. 0 tal vez quepa agregar que su marido, bueno y fiel, desde hace muchos años ya no posee aquella capacidad de rendimiento sexual que esta señora bien conservada necesitaría para satisfacerse. La experiencia nos ha hecho notar que justamente esos maridos, cuya fidelidad se descuenta, se distinguen por una particular ternura en el trato con sus esposas y por una inhabitual paciencia hacia sus achaques nerviosos. Y hasta quizá no sea indiferente que fuera el joven marido de una hija quien deviniera objeto de este enamoramiento patógeno. Un fuerte lazo erótico con la hija, que en su último fundamento se reconduce a la constitución sexual de la madre, a menudo halla el camino para proseguirse en una trasmudación de esa índole. En este contexto, quizá me sea lícito recordarles que la relación entre suegra y yerno fue juzgada desde siempre espinosa por los seres humanos, y entre los primitivos dio ocasión a tabúes y «evitaciones» muy estrictos (ver nota(7)). Tanto en el aspecto positivo cuanto en el negativo ella rebasa a menudo la medida culturalmente deseada. Ahora bien, cuál de estos tres factores operó en nuestro caso, si dos de ellos, si todos se conjugaron, no puedo decírselo a ustedes, pero únicamente porque no me fue permitido proseguir el análisis del caso más allá de

Ahora bien, ¿puede el psicoanálisis desempeñarse mejor? Sí, por cierto; espero mostrarles que aun en un caso así, de tan difícil acceso, es capaz de descubrir algo que posibilite la comprensión más directa. Primero, les ruego que atiendan a este pequeño detalle: fue la propia paciente quien provocó esa carta anónima que sirve de apoyo a su idea delirante, cuando, el día anterior, dijo a la intrigante muchacha que su máxima desventura sería que su marido mantuviera una relación amorosa con una muchacha joven. Sólo entonces concibió la servidora la idea de enviarle la carta anónima. La idea delirante cobra así una cierta independencia de la carta; ya antes había estado presente como temor -¿o como deseo?- en la enferma. Ahora agreguen ustedes algunos pequeños indicios más que sólo dos sesiones de análisis han brindado. La paciente se comportó con mucha renuencia cuando se la exhortó a comunicar, tras el relato de su historia, sus ulteriores pensamientos, ocurrencias y recuerdos. Aseveró que nada se le ocurría, lo había dicho todo, y transcurridas dos sesiones fue preciso interrumpir realmente el ensayo con ella, pues había proclamado que ya se sentía sana y estaba segura de que la idea enfermiza no reaparecería. Lo dijo, desde luego, sólo por resistencia y por angustia frente a la prosecución del análisis. Pero en esas dos sesiones había dejado caer algunas observaciones que permitieron una interpretación determinada, y aun la hicieron inevitable; y esta interpretación echa una luz fulgurante sobre la génesis de su delirio de celos. Había dentro de ella un intenso enamoramiento por un hombre joven, ese mismo yerno que la instó a buscarme en calidad de paciente. De este enamoramiento, ella no sabía nada o quizá muy poco; dada la relación de parentesco existente, esta amorosa inclinación podía enmascararse fácilmente como una ternura inocente. Tras todas las experiencias que hemos recogido en otras partes, no nos resulta difícil una comprensión empática {einfühlen} de la vida anímica de esta decente señora y honrada madre de 53 años. Un enamoramiento así, que sería algo monstruoso, imposible, no pudo devenir conciente; no obstante, persistió y, en calidad de inconciente, ejerció una seria presión. Alguna cosa tenía que acontecer con él, algún remedio tenía que buscarse, y el alivio inmediato lo ofreció sin duda el mecanismo del desplazamiento, que con tanta regularidad toma parte en la génesis de los celos delirantes. Si no sólo ella, una señora mayor, se había enamorado de un hombre joven, sino también su anciano marido mantenía una relación amorosa con una joven muchacha, entonces su conciencia moral se descargaba del peso de la infidelidad. La fantasía de la infidelidad del marido fue entonces un paño frío sobre su llaga ardiente. Su propio amor no le había devenido conciente, pero el reflejo de él, que le aportaba esa ventaja, ahora se le hizo conciente de manera obsesiva, delirante. Todos los argumentos en contra no podían, desde luego, dar fruto alguno, pues sólo se dirigían a la imagen reflejada, no al modelo a que aquella debía su poder y que acechaba inatacable en lo inconciente.
Resumamos ahora lo que un breve y dificultoso empeño psicoanalítico aportó para la comprensión de este caso clínico, suponiendo, desde luego, que nuestras averiguaciones se hayan realizado correctamente, cosa que no puedo someter aquí al juicio de ustedes. En primer lugar: La idea delirante ha dejado de ser algo disparatado o incomprensible, posee pleno sentido, tiene sus buenos motivos, pertenece a la trama de una vivencia, rica en afectos, de la enferma. En segundo lugar: Es necesaria como reacción frente a un proceso anímico inconciente colegido por otros indicios, y precisamente a esta dependencia debe su carácter delirante, su resistencia a los ataques basados en la lógica y la realidad. Es a su vez algo deseado, una suerte de consuelo. En tercer lugar: La vivencia que hay tras la contracción de la enfermedad determina unívocamente que habría de engendrarse una idea de celos delirantes y ninguna otra cosa (ver nota(6)). Bien lo recuerdan ustedes: el día anterior había manifestado a esa muchacha intrigante que lo más terrible sería que su marido le fuera infiel. No descuiden tampoco las dos importantes analogías con la acción sintomática que hemos analizado, a saber, en cuanto al esclarecimiento del sentido o del propósito y en cuanto a la dependencia de algo inconciente que estaba dado dentro de la situación.
Con ello, desde luego, no quedan respondidas todas las preguntas que pudimos plantearnos a raíz de este caso. Más bien, él rebosa de otros problemas, unos que todavía nos resultan insolubles y otros que no se dejan solucionar a causa de lo desfavorable de las circunstancias. Por ejemplo, ¿por qué esta señora, que vive un matrimonio dichoso, sufre un enamoramiento hacia su yerno, y por qué el alivio, que también habría sido posible por otras vías, ocurre en la forma de un espejamiento así, de una proyección de su propio estado sobre su marido? Y no crean ustedes que es ocioso o pretencioso plantear tales preguntas. Disponemos ya de mucho material para una respuesta posible. Esta señora se encuentra en la edad crítica que trae a la necesidad sexual femenina una intensificación indeseada y repentina; quizás esto baste por sí solo. 0 tal vez quepa agregar que su marido, bueno y fiel, desde hace muchos años ya no posee aquella capacidad de rendimiento sexual que esta señora bien conservada necesitaría para satisfacerse. La experiencia nos ha hecho notar que justamente esos maridos, cuya fidelidad se descuenta, se distinguen por una particular ternura en el trato con sus esposas y por una inhabitual paciencia hacia sus achaques nerviosos. Y hasta quizá no sea indiferente que fuera el joven marido de una hija quien deviniera objeto de este enamoramiento patógeno. Un fuerte lazo erótico con la hija, que en su último fundamento se reconduce a la constitución sexual de la madre, a menudo halla el camino para proseguirse en una trasmudación de esa índole. En este contexto, quizá me sea lícito recordarles que la relación entre suegra y yerno fue juzgada desde siempre espinosa por los seres humanos, y entre los primitivos dio ocasión a tabúes y «evitaciones» muy estrictos (ver nota(7)). Tanto en el aspecto positivo cuanto en el negativo ella rebasa a menudo la medida culturalmente deseada. Ahora bien, cuál de estos tres factores operó en nuestro caso, si dos de ellos, si todos se conjugaron, no puedo decírselo a ustedes, pero únicamente porque no me fue permitido proseguir el análisis del caso más allá de

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esas dos sesiones.
Ahora caigo en la cuenta, señores míos, de que he hablado de cosas que ustedes todavía no están preparados para comprender. Lo hice con el fin de comparar la psiquiatría con el psicoanálisis. Pero hay algo que tengo derecho a preguntarles: ¿Han observado alguna contradicción entre ambos? La psiquiatría no aplica los métodos técnicos del psicoanálisis, omite todo otro anudamiento con el contenido de la idea delirante y, al remitirnos a la herencia, nos proporciona una etiología muy general y remota, en vez de poner de manifiesto primero la causación más particular y próxima. Pero, ¿hay ahí una contradicción, una oposición? ¿No es más bien un completamiento? ¿Acaso el factor hereditario contradice la importancia de la vivencia? ¿No se conjugan ambos, más bien, de la manera más eficaz? Me concederán que en la naturaleza del trabajo psiquiátrico no hay nada que pudiera rebelarse contra la investigación psicoanalítica. Son entonces los psiquiatras los que se resisten al psicoanálisis, no la psiquiatría. El psicoanálisis es a la psiquiatría lo que la histología a la anatomía: esta estudia las formas exteriores de los órganos; aquella, su constitución a partir de los tejidos y de las células. Es inconcebible una contradicción entre estas dos modalidades de estudio, una de las cuales continúa a la otra. Como saben, la anatomía es hoy para nosotros la base de una medicina científica, pero hubo un tiempo en que estaba tan prohibido disecar cadáveres humanos para averiguar la constitución interna del cuerpo como lo parece hoy ejercer el psicoanálisis para averiguar la fábrica interna de la vida del alma. Y previsiblemente, en una época no muy lejana comprenderemos que no es posible una psiquiatría profundizada en sentido científico sin un buen conocimiento de los procesos de la vida del alma que van por lo profundo, de los procesos inconcientes.
Ahora bien, quizás el psicoanálisis, tan combatido, tiene entre ustedes también amigos que verían con buenos ojos que se lo pudiera justificar desde otro costado, el costado terapéutico. Ustedes saben que nuestra terapia psiquiátrica no ha sido capaz hasta ahora de influir sobre las ideas delirantes. ¿Podrá hacerlo acaso el psicoanálisis gracias a su intelección del mecanismo de estos síntomas? No, señores míos, no puede; al menos provisionalmente, es tan impotente contra esta enfermedad como cualquier otra terapia. Podemos comprender, es verdad, lo que ha ocurrido dentro del enfermo, pero no tenemos medio alguno para hacer que él mismo lo comprenda. Acaban de escuchar que yo no pude llevar el análisis de aquella idea delirante más allá de los primeros esbozos. ¿Afirmarán por ello que el análisis de esos casos es desestimable porque no arroja fruto? Creo que no, en modo alguno. Tenemos el derecho, más aún, el deber, de cultivar la investigación sin mirar por un efecto útil inmediato. Al final -no sabemos dónde ni cuándo- cada partícula de saber se traspondrá en un poder hacer, también en un poder hacer terapéutico. Aunque para todas las otras formas de contracción de enfermedades nerviosas y psíquicas el psicoanálisis se mostrara tan huero de éxitos como en el caso de las ideas delirantes, seguiría siendo, con pleno derecho, un medio insustituible de investigación científica. Es verdad que entonces no estaríamos en condiciones de ejercitarlo; el material de hombres en que queremos aprender, un material viviente, tiene su voluntad propia; le hacen falta motivos para colaborar en el trabajo, y en tal caso rehusaría hacerlo. Por eso, permítanme que concluya hoy con esta comunicación: existen vastos grupos de perturbaciones nerviosas para los cuales la trasposición de nuestra mejor comprensión en un poder hacer terapéutico se ha comprobado en los hechos, y en el caso de estas enfermedades, de difícil acceso por otras vías, obtenemos, en ciertas condiciones, éxitos que no les van en zaga a otros cualesquiera en el campo de la medicina clínica (ver nota(8)).
Ahora caigo en la cuenta, señores míos, de que he hablado de cosas que ustedes todavía no están preparados para comprender. Lo hice con el fin de comparar la psiquiatría con el psicoanálisis. Pero hay algo que tengo derecho a preguntarles: ¿Han observado alguna contradicción entre ambos? La psiquiatría no aplica los métodos técnicos del psicoanálisis, omite todo otro anudamiento con el contenido de la idea delirante y, al remitirnos a la herencia, nos proporciona una etiología muy general y remota, en vez de poner de manifiesto primero la causación más particular y próxima. Pero, ¿hay ahí una contradicción, una oposición? ¿No es más bien un completamiento? ¿Acaso el factor hereditario contradice la importancia de la vivencia? ¿No se conjugan ambos, más bien, de la manera más eficaz? Me concederán que en la naturaleza del trabajo psiquiátrico no hay nada que pudiera rebelarse contra la investigación psicoanalítica. Son entonces los psiquiatras los que se resisten al psicoanálisis, no la psiquiatría. El psicoanálisis es a la psiquiatría lo que la histología a la anatomía: esta estudia las formas exteriores de los órganos; aquella, su constitución a partir de los tejidos y de las células. Es inconcebible una contradicción entre estas dos modalidades de estudio, una de las cuales continúa a la otra. Como saben, la anatomía es hoy para nosotros la base de una medicina científica, pero hubo un tiempo en que estaba tan prohibido disecar cadáveres humanos para averiguar la constitución interna del cuerpo como lo parece hoy ejercer el psicoanálisis para averiguar la fábrica interna de la vida del alma. Y previsiblemente, en una época no muy lejana comprenderemos que no es posible una psiquiatría profundizada en sentido científico sin un buen conocimiento de los procesos de la vida del alma que van por lo profundo, de los procesos inconcientes.
Ahora bien, quizás el psicoanálisis, tan combatido, tiene entre ustedes también amigos que verían con buenos ojos que se lo pudiera justificar desde otro costado, el costado terapéutico. Ustedes saben que nuestra terapia psiquiátrica no ha sido capaz hasta ahora de influir sobre las ideas delirantes. ¿Podrá hacerlo acaso el psicoanálisis gracias a su intelección del mecanismo de estos síntomas? No, señores míos, no puede; al menos provisionalmente, es tan impotente contra esta enfermedad como cualquier otra terapia. Podemos comprender, es verdad, lo que ha ocurrido dentro del enfermo, pero no tenemos medio alguno para hacer que él mismo lo comprenda. Acaban de escuchar que yo no pude llevar el análisis de aquella idea delirante más allá de los primeros esbozos. ¿Afirmarán por ello que el análisis de esos casos es desestimable porque no arroja fruto? Creo que no, en modo alguno. Tenemos el derecho, más aún, el deber, de cultivar la investigación sin mirar por un efecto útil inmediato. Al final -no sabemos dónde ni cuándo- cada partícula de saber se traspondrá en un poder hacer, también en un poder hacer terapéutico. Aunque para todas las otras formas de contracción de enfermedades nerviosas y psíquicas el psicoanálisis se mostrara tan huero de éxitos como en el caso de las ideas delirantes, seguiría siendo, con pleno derecho, un medio insustituible de investigación científica. Es verdad que entonces no estaríamos en condiciones de ejercitarlo; el material de hombres en que queremos aprender, un material viviente, tiene su voluntad propia; le hacen falta motivos para colaborar en el trabajo, y en tal caso rehusaría hacerlo. Por eso, permítanme que concluya hoy con esta comunicación: existen vastos grupos de perturbaciones nerviosas para los cuales la trasposición de nuestra mejor comprensión en un poder hacer terapéutico se ha comprobado en los hechos, y en el caso de estas enfermedades, de difícil acceso por otras vías, obtenemos, en ciertas condiciones, éxitos que no les van en zaga a otros cualesquiera en el campo de la medicina clínica (ver nota(8)).
17ª conferencia. El sentido de los síntomas
Señoras y señores: En la exposición anterior desarrollé la idea de que la psiquiatría clínica hace muy poco caso de la forma de manifestación y del contenido del síntoma individual, pero que el psicoanálisis arranca justamente de ahí y ha sido el primero en comprobar que el síntoma es rico en sentido y se entrama con el vivenciar del enfermo. El sentido de los síntomas neuróticos fue descubierto por Josef Breuer; lo hizo mediante el estudio y la feliz curación de un caso de histeria que desde entonces se ha hecho famoso (1880-82). Es cierto que Pierre Janet aportó de manera independiente la misma demostración; y aun al investigador francés le corresponde la prioridad de publicación, pues Breuer dio a conocer su observación, en el curso de su colaboración conmigo(1893-95), más de un decenio después de haberla realizado. Por lo demás, quizá sea bastante indiferente averiguar de quién procede el descubrimiento, pues ustedes saben que todo descubrimiento se hace más de una vez, ninguno de una vez sola, y de todos modos el éxito no siempre va aparejado al mérito. América no se llama así por Colón. Antes de Breuer y de Janet, el gran psiquiatra Leuret(9) había expresado la opinión de que aun los delirios de los enfermos mentales, si se atinase a traducirlos, mostrarían un sentido. Confieso que durante largo tiempo estuve dispuesto a tasar en mucho el mérito de Janet en el esclarecimiento de los síntomas neuróticos, porque él los concebía como exteriorizaciones de idées inconscientes que dominaban a los enfermos (ver nota(10)). Pero después Janet se ha expresado con excesiva cautela, pretendiendo que lo inconciente no ha sido para él nada más que un giro verbal, un expediente, une facon de parler una manera de decir}; nada real ha mentado con él (ver nota(11)). Desde entonces yo no comprendo los desarrollos de Janet, pero opino que se ha empañado un gran mérito sin necesidad alguna.Los síntomas neuróticos tienen entonces su sentido, como las operaciones fallidas y los sueños, y, al igual que estos, su nexo con la vida de las personas que los exhiben. Ahora querría acercarles esa importante intelección mediante algunos ejemplos. Que siempre y en todos los casos sea así, sólo puedo aseverarlo, no demostrarlo. Quien se busque por sí mismo experiencias, se convencerá de ello. Pero, por ciertos motivos, no tomaré estos ejemplos de la

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histeria, sino de otra neurosis, asombrosa en extremo, que en el fondo le es muy próxima y sobre la cual tengo que decirles algunas palabras introductorias. Esta, la llamada neurosis obsesiva, no es tan popular como la histeria, de todos conocida; no es, si se me permite expresarme así, tan estridente; se porta más como un asunto privado del enfermo, renuncia casi por completo a manifestarse en el cuerpo y crea todos sus síntomas en el ámbito del alma. La neurosis obsesiva y la histeria son las formas de contracción de neurosis sobre cuyo estudio comenzó a construirse el psicoanálisis, y en cuyo tratamiento nuestra terapia festeja también sus triunfos. Pero la neurosis obsesiva, que no presenta ese enigmático salto desde lo anímico a lo corporal, se nos ha hecho en verdad, por el empeño psicoanalítico, más trasparente y familiar que la histeria, y hemos advertido que manifiesta de manera más resplandeciente ciertos caracteres extremos de las neurosis.
La neurosis obsesiva se exterioriza del siguiente modo: los enfermos son ocupados por pensamientos que en verdad no les interesan, sienten en el interior de sí impulsos que les parecen muy extraños, y son movidos a realizar ciertas acciones cuya ejecución no les depara contento alguno, pero les es enteramente imposible omitirlas. Los pensamientos (representaciones obsesivas) pueden ser en sí disparatados o también sólo indiferentes para el individuo; a menudo son lisa y llanamente necios, y en todos los casos son el disparador de una esforzada actividad de pensamiento que deja exhausto al enfermo y a la que se entrega de muy mala gana. Se ve forzado contra su voluntad a sutilizar y especular, como si se tratara de sus más importantes tareas vitales. Los impulsos que siente en el interior de sí pueden igualmente hacer una impresión infantil y disparatada, pero casi siempre tienen el más espantable contenido, corno tentaciones a cometer graves crímenes, de suerte que el enfermo no sólo los desmiente como ajenos, sino que huye de ellos, horrorizado, y se protege de ejecutarlos mediante prohibiciones, renuncias y restricciones de su libertad. Pero, con todo eso, jamás, nunca realmente, llegan esos impulsos a ejecutarse; el resultado es siempre el triunfo de la huida y la precaución. Lo que el enfermo en realidad ejecuta, las llamadas acciones obsesivas, son unas cosas ínfimas, por cierto, harto inofensivas, las más de las veces repeticiones, floreos ceremoniosos sobre actividades de la vida cotidiana' a raíz de lo cual, empero, estos manejos necesarios, el meterse en cama, el lavarse, el hacerse la toilette, el ir de paseo, se convierten en tareas en extremo fastidiosas y casi insolubles. Las representaciones, impulsos y acciones enfermizos en modo alguno se mezclan por partes iguales en cada forma y caso singular de la neurosis obsesiva. Más bien es regla que uno u otro de estos factores domine el cuadro y dé su nombre a la enfermedad; pero lo común a todas estas formas es harto inequívoco.
Y bien, se trata indudablemente de un penar estrafalario. Creo que la fantasía psiquiátrica más desbocada sería incapaz de construir algo parecido, y si no lo viéramos ante nosotros todos los días no nos decidiríamos a creerlo. Ahora bien, no piensen ustedes que podrían lograr algo con el enfermo exhortándolo a distraerse, a no ocuparse de esos estúpidos pensamientos y a hacer algo racional en vez de dedicarse a tales jugueteos. Bien lo querría él, pues tiene perfectamente claro el juicio de ustedes sobre sus síntomas obsesivos, lo comparte y aun se los formula. Sólo que no puede hacer otra cosa; lo que en la neurosis obsesiva se abre paso hasta la acción es sostenido por una energía que probablemente no tiene paralelo en la vida normal del alma. El enfermo sólo puede hacer una cosa: desplazar., permutar, poner en lugar de una idea estúpida otra de algún modo debilitada, avanzar desde una precaución o prohibición hasta otra, ejecutar un ceremonial en vez de otro. Puede desplazar la obsesión, pero no suprimirla. La desplazabilidad de todos los síntomas bien lejos de su conformación originaria es un carácter principal de su enfermedad; además, salta a la vista que las oposiciones (polaridades) de que está atravesada la vida del alma se han aguzado particularmente en el estado del obsesivo. junto a la obsesión de contenido positivo y negativo, se hace valer en el campo intelectual la duda, que poco a poco corroe aun aquello de que solemos estar seguros al máximo. El todo desemboca en una creciente indecisión, en una falta cada vez mayor de energía, en una restricción de la libertad. Y eso que el neurótico obsesivo ha sido al principio un carácter de cuño muy enérgico, a menudo de una testarudez extraordinaria, por regla general poseedor de dotes intelectuales superiores a lo normal. Casi siempre ha conseguido una loable elevación en el plano ético, muestra una extremada conciencia moral, es correcto más de lo habitual. Como ustedes imaginan, hace falta un lindo trabajo para orientarse un poco en este contradictorio conjunto de rasgos de carácter y de síntomas patológicos. Por ahora no aspiramos sino a comprender algunos síntomas de esta enfermedad, a poder interpretarlos.
Quizás ustedes, por referencia a nuestros coloquios anteriores, quieran saber el modo en que la psiquiatría contemporánea trata los problemas de la neurosis obsesiva. Ahora bien, es un pobre capítulo. La psiquiatría da nombres a las diversas obsesiones, y fuera de eso no dice otra cosa. En cambio, insiste en que los portadores de tales síntomas son «degenerados». Esto es poco satisfactorio, en verdad un juicio de valor, una condena en vez de una explicación. Tal vez deberíamos admitir que personas con esa clase de anormalidad presentarán todas las extravagancias posibles. Y, en efecto, creemos que las personas que desarrollan tales síntomas tienen que ser de una condición natural diferente que la de los demás hombres. Pero nos gustaría preguntar: ¿Acaso son más «degenerados» que otros neuróticos, por ejemplo los histéricos o los que han contraído psicosis? La caracterización, evidentemente, es de nuevo demasiado general. Y aun cabe poner en duda su justificación misma cuando uno se entera de que tales síntomas se presentan también en hombres descollantes, de una capacidad de rendimiento particularmente elevada y significativa para la comunidad. Es cierto: gracias a su propia discreción y a la mendacidad de sus biógrafos, solemos saber muy poco de la intimidad de los grandes hombres que elevamos a la condición de paradigmas nuestros. Pero ocurre también que alguno, como Emile Zola, sea un fanático de la verdad, y entonces nos enteramos por él de los extravagantes hábitos obsesivos que padeció a lo largo de suvida (ver nota(12)).
La psiquiatría ha creado el expediente de hablar de dégénérés supérieurs. Muy bien; pero por el psicoanálisis hemos hecho la experiencia de que es posible eliminar duraderamente estos extraños síntomas obsesivos, lo mismo que otras enfermedades y lo mismo que en el caso de otros hombres no degenerados. Yo lo he conseguido en repetidas oportunidades (ver nota(13)).
Quiero comunicarles sólo dos ejemplos de análisis de un síntoma obsesivo: uno de observación antigua, para el cual no encuentro mejor sustituto, y uno que obtuve recientemente. Me circunscribo a un número tan escaso porque en una comunicación de esta índole es preciso extenderse mucho, entrar en todos los detalles.
Una dama, cuya edad frisa en los 30 años, que padece de las más graves manifestaciones obsesivas y a quien quizá yo habría sanado si un alevoso accidente no hubiera echado por tierra mi trabajo -tal vez les cuente todavía esto-, ejecutaba, entre otras, la siguiente, asombrosa acción obsesiva varias veces al día. Corría de una habitación a la habitación contigua, se paraba ahí en determinado lugar frente a la mesa situada en medio de ella, tiraba del llamador para que acudiese su mucama, le daba algún encargo trivial o aun la despachaba sin dárselo, y de nuevo

La neurosis obsesiva se exterioriza del siguiente modo: los enfermos son ocupados por pensamientos que en verdad no les interesan, sienten en el interior de sí impulsos que les parecen muy extraños, y son movidos a realizar ciertas acciones cuya ejecución no les depara contento alguno, pero les es enteramente imposible omitirlas. Los pensamientos (representaciones obsesivas) pueden ser en sí disparatados o también sólo indiferentes para el individuo; a menudo son lisa y llanamente necios, y en todos los casos son el disparador de una esforzada actividad de pensamiento que deja exhausto al enfermo y a la que se entrega de muy mala gana. Se ve forzado contra su voluntad a sutilizar y especular, como si se tratara de sus más importantes tareas vitales. Los impulsos que siente en el interior de sí pueden igualmente hacer una impresión infantil y disparatada, pero casi siempre tienen el más espantable contenido, corno tentaciones a cometer graves crímenes, de suerte que el enfermo no sólo los desmiente como ajenos, sino que huye de ellos, horrorizado, y se protege de ejecutarlos mediante prohibiciones, renuncias y restricciones de su libertad. Pero, con todo eso, jamás, nunca realmente, llegan esos impulsos a ejecutarse; el resultado es siempre el triunfo de la huida y la precaución. Lo que el enfermo en realidad ejecuta, las llamadas acciones obsesivas, son unas cosas ínfimas, por cierto, harto inofensivas, las más de las veces repeticiones, floreos ceremoniosos sobre actividades de la vida cotidiana' a raíz de lo cual, empero, estos manejos necesarios, el meterse en cama, el lavarse, el hacerse la toilette, el ir de paseo, se convierten en tareas en extremo fastidiosas y casi insolubles. Las representaciones, impulsos y acciones enfermizos en modo alguno se mezclan por partes iguales en cada forma y caso singular de la neurosis obsesiva. Más bien es regla que uno u otro de estos factores domine el cuadro y dé su nombre a la enfermedad; pero lo común a todas estas formas es harto inequívoco.
Y bien, se trata indudablemente de un penar estrafalario. Creo que la fantasía psiquiátrica más desbocada sería incapaz de construir algo parecido, y si no lo viéramos ante nosotros todos los días no nos decidiríamos a creerlo. Ahora bien, no piensen ustedes que podrían lograr algo con el enfermo exhortándolo a distraerse, a no ocuparse de esos estúpidos pensamientos y a hacer algo racional en vez de dedicarse a tales jugueteos. Bien lo querría él, pues tiene perfectamente claro el juicio de ustedes sobre sus síntomas obsesivos, lo comparte y aun se los formula. Sólo que no puede hacer otra cosa; lo que en la neurosis obsesiva se abre paso hasta la acción es sostenido por una energía que probablemente no tiene paralelo en la vida normal del alma. El enfermo sólo puede hacer una cosa: desplazar., permutar, poner en lugar de una idea estúpida otra de algún modo debilitada, avanzar desde una precaución o prohibición hasta otra, ejecutar un ceremonial en vez de otro. Puede desplazar la obsesión, pero no suprimirla. La desplazabilidad de todos los síntomas bien lejos de su conformación originaria es un carácter principal de su enfermedad; además, salta a la vista que las oposiciones (polaridades) de que está atravesada la vida del alma se han aguzado particularmente en el estado del obsesivo. junto a la obsesión de contenido positivo y negativo, se hace valer en el campo intelectual la duda, que poco a poco corroe aun aquello de que solemos estar seguros al máximo. El todo desemboca en una creciente indecisión, en una falta cada vez mayor de energía, en una restricción de la libertad. Y eso que el neurótico obsesivo ha sido al principio un carácter de cuño muy enérgico, a menudo de una testarudez extraordinaria, por regla general poseedor de dotes intelectuales superiores a lo normal. Casi siempre ha conseguido una loable elevación en el plano ético, muestra una extremada conciencia moral, es correcto más de lo habitual. Como ustedes imaginan, hace falta un lindo trabajo para orientarse un poco en este contradictorio conjunto de rasgos de carácter y de síntomas patológicos. Por ahora no aspiramos sino a comprender algunos síntomas de esta enfermedad, a poder interpretarlos.
Quizás ustedes, por referencia a nuestros coloquios anteriores, quieran saber el modo en que la psiquiatría contemporánea trata los problemas de la neurosis obsesiva. Ahora bien, es un pobre capítulo. La psiquiatría da nombres a las diversas obsesiones, y fuera de eso no dice otra cosa. En cambio, insiste en que los portadores de tales síntomas son «degenerados». Esto es poco satisfactorio, en verdad un juicio de valor, una condena en vez de una explicación. Tal vez deberíamos admitir que personas con esa clase de anormalidad presentarán todas las extravagancias posibles. Y, en efecto, creemos que las personas que desarrollan tales síntomas tienen que ser de una condición natural diferente que la de los demás hombres. Pero nos gustaría preguntar: ¿Acaso son más «degenerados» que otros neuróticos, por ejemplo los histéricos o los que han contraído psicosis? La caracterización, evidentemente, es de nuevo demasiado general. Y aun cabe poner en duda su justificación misma cuando uno se entera de que tales síntomas se presentan también en hombres descollantes, de una capacidad de rendimiento particularmente elevada y significativa para la comunidad. Es cierto: gracias a su propia discreción y a la mendacidad de sus biógrafos, solemos saber muy poco de la intimidad de los grandes hombres que elevamos a la condición de paradigmas nuestros. Pero ocurre también que alguno, como Emile Zola, sea un fanático de la verdad, y entonces nos enteramos por él de los extravagantes hábitos obsesivos que padeció a lo largo de suvida (ver nota(12)).
La psiquiatría ha creado el expediente de hablar de dégénérés supérieurs. Muy bien; pero por el psicoanálisis hemos hecho la experiencia de que es posible eliminar duraderamente estos extraños síntomas obsesivos, lo mismo que otras enfermedades y lo mismo que en el caso de otros hombres no degenerados. Yo lo he conseguido en repetidas oportunidades (ver nota(13)).
Quiero comunicarles sólo dos ejemplos de análisis de un síntoma obsesivo: uno de observación antigua, para el cual no encuentro mejor sustituto, y uno que obtuve recientemente. Me circunscribo a un número tan escaso porque en una comunicación de esta índole es preciso extenderse mucho, entrar en todos los detalles.
Una dama, cuya edad frisa en los 30 años, que padece de las más graves manifestaciones obsesivas y a quien quizá yo habría sanado si un alevoso accidente no hubiera echado por tierra mi trabajo -tal vez les cuente todavía esto-, ejecutaba, entre otras, la siguiente, asombrosa acción obsesiva varias veces al día. Corría de una habitación a la habitación contigua, se paraba ahí en determinado lugar frente a la mesa situada en medio de ella, tiraba del llamador para que acudiese su mucama, le daba algún encargo trivial o aun la despachaba sin dárselo, y de nuevo

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corría a la habitación primera. No era ese, por cierto, un síntoma patológico grave, pero sí apto para despertar el apetito de saber. El esclarecimiento vino también de la manera más impensada e inobjetable, sin contribución alguna de parte del médico. Y yo no sé cómo habría podido llegar a una conjetura sobre el sentido de esta acción obsesiva, a barruntar su interpretación. Toda vez que había preguntado a la enferma: «¿Por qué hace eso? ¿Qué sentido tiene eso?», ella había respondido: «No lo sé». Pero un día, después de que pude vencer en ella un grueso reparo de principio, de pronto devino sabedora y contó lo que importaba para la acción obsesiva. Hacía más de diez años se había casado con un hombre mucho, pero mucho mayor que ella, que en la noche de bodas resultó impotente. Esa noche, él corrió incontables veces desde su habitación a la de ella para repetir el intento, y siempre sin éxito. A la mañana dijo, fastidiado: «Es como para que uno tenga que avergonzarse frente a la mucama, cuando haga la cama»; y cogió un frasco de tinta roja, que por casualidad se encontraba en la habitación, y volcó su contenido sobre la sábana, pero no justamente en el sitio que habría tenido derecho a exhibir una mancha así. Al principio yo no entendí la relación que este recuerdo podía tener con la acción obsesiva en cuestión, pues sólo hallaba una concordancia con el repetido correr-de-una-habitación-a-la-otra, y tal vez con la entrada de la mucama. Entonces mi paciente me llevó frente a la mesa de la segunda habitación y me hizo ver una gran mancha que había sobre el mantel. Declaró también que se situaba frente a la mesa de modo tal que a la muchacha no pudiera pasarle inadvertida la mancha. Ahora no quedaba nada dudoso sobre la íntima relación entre aquella escena que siguió a la noche de bodas y su actual acción obsesiva, pero sí restaban muchas cosas por aprender.
Ante todo, se aclara que la paciente se identifica con su marido; en verdad representa su papel, puesto que imita su corrida de una habitación a la otra. Entonces, si nos atenemos a esa asimilación, nos vemos forzados a conceder que ella sustituye la cama y la sábana por la mesa y el mantel.
Esto podría parecer arbitrario, pero no se dirá que hemos estudiado el simbolismo onírico sin provecho. En el sueño, de igual modo, hartas veces es vista una mesa que, empero, ha de interpretarse como cama. Mesa y cama, juntas, significan matrimonio(14), y entonces fácilmente una hace las veces de la otra.
La prueba de que la acción obsesiva es rica en sentido ya estaría aportada; parece ser una figuración, una repetición de aquella significativa escena. Pero nada nos obliga a detenernos en esta apariencia; si indagamos más a fondo la relación entre ambas, con probabilidad obtendremos ilustración sobre algo que va más allá, sobre el propósito de la acción obsesiva. El núcleo de esta es, evidentemente, el llamado a la mucama, a quien le pone la mancha ante los ojos, por oposición a lo que dijo su marido ese día: «Es como para que uno tenga que avergonzarse frente a la mucama». El -cuyo papel ella actúa- no se avergüenza entonces frente a la mucama; la mancha, consiguientemente, está en el lugar justo. Vemos, pues, que la mujer no se limitó a repetir la escena, sino que la prosiguió, y al hacerlo la corrigió, la rectificó. Pero así corrigió también lo otro, lo que aquella noche fue tan penoso e hizo necesario recurrir al expediente de la tinta roja: la impotencia. La acción obsesiva dice entonces: «No, eso no es cierto, él no tuvo de qué avergonzarse frente a la mucama, no era impotente»; como lo haría un sueño, figura este deseo como cumplido dentro de una acción presente; sirve a la tendencia de elevar al marido por sobre su infortunio de entonces.

Ante todo, se aclara que la paciente se identifica con su marido; en verdad representa su papel, puesto que imita su corrida de una habitación a la otra. Entonces, si nos atenemos a esa asimilación, nos vemos forzados a conceder que ella sustituye la cama y la sábana por la mesa y el mantel.
Esto podría parecer arbitrario, pero no se dirá que hemos estudiado el simbolismo onírico sin provecho. En el sueño, de igual modo, hartas veces es vista una mesa que, empero, ha de interpretarse como cama. Mesa y cama, juntas, significan matrimonio(14), y entonces fácilmente una hace las veces de la otra.
La prueba de que la acción obsesiva es rica en sentido ya estaría aportada; parece ser una figuración, una repetición de aquella significativa escena. Pero nada nos obliga a detenernos en esta apariencia; si indagamos más a fondo la relación entre ambas, con probabilidad obtendremos ilustración sobre algo que va más allá, sobre el propósito de la acción obsesiva. El núcleo de esta es, evidentemente, el llamado a la mucama, a quien le pone la mancha ante los ojos, por oposición a lo que dijo su marido ese día: «Es como para que uno tenga que avergonzarse frente a la mucama». El -cuyo papel ella actúa- no se avergüenza entonces frente a la mucama; la mancha, consiguientemente, está en el lugar justo. Vemos, pues, que la mujer no se limitó a repetir la escena, sino que la prosiguió, y al hacerlo la corrigió, la rectificó. Pero así corrigió también lo otro, lo que aquella noche fue tan penoso e hizo necesario recurrir al expediente de la tinta roja: la impotencia. La acción obsesiva dice entonces: «No, eso no es cierto, él no tuvo de qué avergonzarse frente a la mucama, no era impotente»; como lo haría un sueño, figura este deseo como cumplido dentro de una acción presente; sirve a la tendencia de elevar al marido por sobre su infortunio de entonces.
A esto se suma todo lo otro que podría contarles de esta señora; mejor dicho: todo lo que en otros respectos sabemos de ella nos marca el camino hacia esta interpretación de su acción obsesiva, en sí misma incomprensible. La señora vive desde hace años separada de su marido, y se debate indecisa con el propósito de obtener un divorcio por vía judicial. Pero ni por asomo está libre de él; se ve compelida a permanecerle fiel, rehuye todo contacto mundano para no caer en tentación, disculpa y engrandece en su fantasía la persona de él. Y aun el secreto más hondo de su enfermedad es que por medio de ella resguarda a su marido de la maledicencia, justifica el que vivan en lugares separados y le posibilita una cómoda vida solitaria. Así, el análisis de una inocente acción obsesiva lleva por el camino recto hasta el núcleo más íntimo de un caso clínico, pero al mismo tiempo nos hace entrever una pieza no desdeñable del secreto de la neurosis obsesiva. De buena gana los hago demorarse en este ejemplo, pues reúne condiciones que no podrían exigirse en todos los casos. Aquí, la interpretación del síntoma fue hallada de golpe por la enferma, sin guía ni intromisión del analista, y la obtuvo por referencia a una vivencia que no había pertenecido, como es lo corriente, a un período olvidado de la infancia, sino que sucedió durante su vida madura y había permanecido incólume en su recuerdo. Ninguna de las objeciones que la crítica suele enderezar contra nuestras interpretaciones de síntomas hace mella en este caso singular. No siempre habremos de tener, sin duda, uno tan bueno (ver nota(15)).
¡Y algo más todavía! ¿No les ha sorprendido el modo en que esta acción obsesiva nimia nos introdujo en las intimidades de la paciente? Una mujer no tiene muchas cosas más íntimas para contar que la historia de su noche de bodas, y el hecho de que justame nte hayamos dado con intimidades de la vida sexual, ¿se deberá al azar, o tendrá un alcance mayor? Podría ser, sin duda, consecuencia de la elección que yo hice esta vez. Pero no emitamos juicio demasiado rápido y volvámonos al segundo ejemplo, que es de una clase por entero diversa, una muestra de un género que suele presentarse a menudo, a saber, un ceremonial de dormir.
Una muchacha de 19 años, lozana, bien dotada, hija única, que aventaja a sus padres en materia de cultura y vivacidad intelectual, fue, de niña, salvaje y traviesa; en el curso de los últimos años, sin que mediase influencia exterior visible, se ha convertido en una neurótica. En particular, se muestra muy irritable con su madre; siempre insatisfecha, deprimida, se inclina a la indecisión y a la duda y, por último, confiesa que ya no puede ir más sola a plazas ni por calles importantes. No nos explayaremos sobre su complicado estado patológico, que requiere por lo menos de dos diagnósticos, el de una agorafobia y el de una neurosis obsesiva; sólo nos detendremos en el hecho de que esta muchacha ha desarrollado también un ceremonial de dormir que aflige a sus padres. En cierto sentido puede decirse que toda persona normal tiene su ceremonial de dormir: cuida que se establezcan ciertas condiciones cuyo incumplimiento le molesta para dormirse; ha volcado dentro de ciertas formas el tránsito de la vida de vigilia al estado del dormir, y cada noche las repite de la misma manera. Pero todo lo que la persona sana requiere como condición para dormir se deja comprender racionalmente, y cuando las circunstancias exteriores le imponen un cambio, se adecua a él con facilidad y sin pérdida de tiempo. Por el contrario, el ceremonial patológico es inflexible, sabe imponerse aun a costa de los mayores sacrificios, se cubre de igual modo con una fundamentación racional y, si se lo considera superficialmente, parece apartarse de lo normal sólo por cierta extremada precaución. Pero si se miran las cosas más de cerca, puede notarse que esa cobertura le queda demasiado estrecha, que el ceremonial comprende estipulaciones que rebasan con mucho la fundamentación racional, y otras que directamente la contradicen. Nuestra paciente

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pretexta como motivo de sus precauciones nocturnas que le hace falta silencio para dormir y tiene que eliminar todas las fuentes de ruido. Con este propósito hace dos cosas: El reloj grande de la habitación es detenido, y todos los otros relojes se sacan de ella; ni siquiera tolera sobre la mesa de noche su pequeñito reloj de pulsera. Floreros y vasos son acomodados sobre su escritorio de suerte que por la noche no puedan caerse, romperse y así turbarle el dormir. Ella sabe que el imperativo del silencio sólo puede dar una justificación aparente a estas medidas; el tictac del reloj pequeño no se escucharía por más que lo dejara sobre la mesita de noche, y todos hemos hecho la experiencia de que el rítmico tictac de un reloj de péndulo nunca constituye una perturbación para el dormir; más bien ejerce un efecto adormecedor. Admite también que el temor de que floreros y vasos puedan caerse y hacerse añicos durante la noche si se los deja en su sitio es por completo infundado. El imperativo del silencio no se invoca para otras estipulaciones del ceremonial. Y aun su exigencia de que permanezcan entreabiertas las puertas que comunican su dormitorio con el de sus padres, cuyo cumplimiento se asegura arrimándoles diversos objetos, parece, al contrario, activar una fuente de ruidos perturbadores. Las estipulaciones más importantes se refieren, empero, a la cama misma. La almohada de la cabecera no puede tocar el travesaño. La almohadita más pequeña en que apoya la cabeza no puede situarse sobre aquella si no es formando un rombo; además, ella pone su cabeza exactamente siguiendo la diagonal mayor del rombo. El edredón («Duchent», como decimos en Austria(16)) tiene que ser sacudido antes de que se meta en cama, de manera que quede bien grueso a los pies; pero ella no deja de emparejar de nuevo esta acumulación de plumas aplastándola.
Permítanme omitir los otros detalles de este ceremonial, ínfimos muchos de ellos; no nos enseñarían nada nuevo y nos apartarían mucho de nuestros propósitos. Pero no deben pasar por alto que todo esto no se consuma tan fácilmente. Siempre está presente la inquietud de que no todo se hizo en el orden debido; es preciso reexaminarlo, repetirlo, la duda recae ora sobre uno de los aseguramientos, ora sobre otro, y el resultado es que se tarda de una a dos horas, durante las cuales la muchacha misma no puede dormir y tampoco deja que lo hagan los acobardados padres.
El análisis de estas mortificaciones no fue tan sencillo como el de la acción obsesiva de nuestra paciente anterior. Tuve que hacerle a la muchacha unos señalamientos y unas propuestas de interpretación que en cada caso ella desautorizó con un «no» terminante, o aceptó con duda desdeñosa. Pero a esta primera reacción desautorizadora siguió una época en que ella misma se ocupó de las posibilidades que le eran presentadas, recogió ocurrencias sobre ellas, produjo recuerdos, estableció nexos, hasta que hubo aceptado todas las interpretaciones por su propio trabajo. En la medida en que esto aconteció, cedió también en la ejecución de los recaudos obsesivos, y antes de que terminase el tratamiento ya había renunciado a todo el ceremonial. Tienen que saber ustedes, por otra parte, que el trabajo analítico, tal como hoy lo practicamos, excluye de plano la elaboración sistemática de un solo síntoma hasta su final iluminación. Más bien es preciso abandonar una y otra vez determinado tema, en ¡a seguridad de que se habrá de regresar de nuevo a él desde otros nexos. Por tanto, la interpretación del síntoma que ahora les comunicaré es una síntesis de resultados que se va alcanzando interrumpida por otros trabajos, a lo largo de semanas y de meses.
Nuestra paciente aprendió poco a poco que si había proscrito al reloj de sus aprontes para la noche fue como símbolo de los genitales femeninos. El reloj, para el cual conocemos también otras interpretaciones simbólicas(17), alcanza este papel genital por su referencia a procesos periódicos e intervalos idénticos. Una mujer, acaso, puede alabarse de que su menstruación se comporta tan regularmente como un reloj. Ahora bien, la angustia de nuestra paciente se dirigía en particular a la posibilidad de ser turbada en su dormir por el tictac del reloj. El tictac del reloj ha de equipararse con el latir del clítoris en la excitación sexual(18). Y es el caso que, en efecto, repetidas veces la había despertado esta sensación penosa para ella, y ahora esa angustia de erección se exteriorizaba en el mandato de alejar de su cercanía durante la noche todo reloj en funcionamiento. Floreros y vasos son, del mismo modo que toda clase de vasijas, símbolos femeninos. Por eso, el temor de que durante la noche se cayesen e hiciesen añicos no carece de sentido. Conocemos la muy difundida costumbre de romper una vasija o un plato con ocasión de los esponsales. Cada uno de los hombres presentes se apodera de un fragmento, y estamos autorizados a entender ese acto como una renuncia a sus pretensiones sobre la novia, que un régimen matrimonial anterior a la monogamia(19) le concedía. Con relación a esta parte de su ceremonial, la muchacha aportó también un recuerdo y varías ocurrencias. Cierta vez, de niña, se había caído llevando una vasija de vidrio o de cerámica, cortándose un dedo que le sangró copiosamente. Cuando creció y tomó conocimiento de los hechos del comercio sexual, se instaló en ella la idea angustiosa de que en la noche de bodas no sangraría ni demostraría su virginidad. Sus cautelas hacia la rotura de los vasos significan, entonces, un rechazo de todo el complejo que se entrama con la virginidad y el sangrar en el primer coito; es tanto un rechazo de la angustia de sangrar como de la contraria, la de no sangrar. Estas medidas, que ella subordinó a la prevención de los ruidos, sólo remotamente tenían que ver con esta última.
El sentido central de su ceremonial lo coligió un día en que repentinamente comprendió su precepto de que la almohada no debía estar en contacto con la cabecera de la cama. La almohada había sido siempre para ella, dijo, una mujer, y el enhiesto respaldo, un hombre. Quería entonces -de manera mágica, podemos acotar- mantener separados hombre y mujer, vale decir, separar a sus padres, no dejarlos que llegaran al comercio conyugal. En años anteriores a la institución del ceremonial había procurado obtener eso mismo por vías más directas. Había simulado angustia o explotado una inclinación a la angustia preexistente en ella para no permitir que se cerrasen las puertas que comunicaban el dormitorio de los padres y su cuarto. Y por cierto este mandato se había conservado en su actual ceremonial. De tal suerte, se procuró la oportunidad de espiar con las orejas a los padres, pero el aprovecharla le atrajo cierta vez un insomnio que duró meses. No satisfecha con perturbar así a los padres, impuso después, en cierto momento, que la dejasen dormir en la cama matrimonial entre ambos. «Almohada» y «respaldo» no pudieron entonces juntarse realmente. Por último, cuando ya fue tan grande que físicamente no podía hallar sitio cómodo en la cama entre los padres, consiguió, mediante una simulación conciente de angustia, que la madre trocase la cama con ella, cediéndole su puesto junto al padre. Esta situación fue por cierto el disparador de fantasías cuya repercusión se registra en el ceremonial.
Si una almohada era una mujer, tenía también un sentido sacudir el edredón hasta que todas las plumas se agolparan abajo y se provocase una hinchazón. Significaba preñar a la mujer; pero ella no dejaba de volver a eliminar esa preñez, pues durante años había vivido con el temor de que el comercio sexual de los padres diera por fruto otro hijo y así le deparara un competidor. Por otra parte, si la almohada grande era una mujer, la madre, entonces la pequeña almohadita de mano sólo podía representar a la hija. ¿Por qué esta tenía que colocarse formando un

Permítanme omitir los otros detalles de este ceremonial, ínfimos muchos de ellos; no nos enseñarían nada nuevo y nos apartarían mucho de nuestros propósitos. Pero no deben pasar por alto que todo esto no se consuma tan fácilmente. Siempre está presente la inquietud de que no todo se hizo en el orden debido; es preciso reexaminarlo, repetirlo, la duda recae ora sobre uno de los aseguramientos, ora sobre otro, y el resultado es que se tarda de una a dos horas, durante las cuales la muchacha misma no puede dormir y tampoco deja que lo hagan los acobardados padres.
El análisis de estas mortificaciones no fue tan sencillo como el de la acción obsesiva de nuestra paciente anterior. Tuve que hacerle a la muchacha unos señalamientos y unas propuestas de interpretación que en cada caso ella desautorizó con un «no» terminante, o aceptó con duda desdeñosa. Pero a esta primera reacción desautorizadora siguió una época en que ella misma se ocupó de las posibilidades que le eran presentadas, recogió ocurrencias sobre ellas, produjo recuerdos, estableció nexos, hasta que hubo aceptado todas las interpretaciones por su propio trabajo. En la medida en que esto aconteció, cedió también en la ejecución de los recaudos obsesivos, y antes de que terminase el tratamiento ya había renunciado a todo el ceremonial. Tienen que saber ustedes, por otra parte, que el trabajo analítico, tal como hoy lo practicamos, excluye de plano la elaboración sistemática de un solo síntoma hasta su final iluminación. Más bien es preciso abandonar una y otra vez determinado tema, en ¡a seguridad de que se habrá de regresar de nuevo a él desde otros nexos. Por tanto, la interpretación del síntoma que ahora les comunicaré es una síntesis de resultados que se va alcanzando interrumpida por otros trabajos, a lo largo de semanas y de meses.
Nuestra paciente aprendió poco a poco que si había proscrito al reloj de sus aprontes para la noche fue como símbolo de los genitales femeninos. El reloj, para el cual conocemos también otras interpretaciones simbólicas(17), alcanza este papel genital por su referencia a procesos periódicos e intervalos idénticos. Una mujer, acaso, puede alabarse de que su menstruación se comporta tan regularmente como un reloj. Ahora bien, la angustia de nuestra paciente se dirigía en particular a la posibilidad de ser turbada en su dormir por el tictac del reloj. El tictac del reloj ha de equipararse con el latir del clítoris en la excitación sexual(18). Y es el caso que, en efecto, repetidas veces la había despertado esta sensación penosa para ella, y ahora esa angustia de erección se exteriorizaba en el mandato de alejar de su cercanía durante la noche todo reloj en funcionamiento. Floreros y vasos son, del mismo modo que toda clase de vasijas, símbolos femeninos. Por eso, el temor de que durante la noche se cayesen e hiciesen añicos no carece de sentido. Conocemos la muy difundida costumbre de romper una vasija o un plato con ocasión de los esponsales. Cada uno de los hombres presentes se apodera de un fragmento, y estamos autorizados a entender ese acto como una renuncia a sus pretensiones sobre la novia, que un régimen matrimonial anterior a la monogamia(19) le concedía. Con relación a esta parte de su ceremonial, la muchacha aportó también un recuerdo y varías ocurrencias. Cierta vez, de niña, se había caído llevando una vasija de vidrio o de cerámica, cortándose un dedo que le sangró copiosamente. Cuando creció y tomó conocimiento de los hechos del comercio sexual, se instaló en ella la idea angustiosa de que en la noche de bodas no sangraría ni demostraría su virginidad. Sus cautelas hacia la rotura de los vasos significan, entonces, un rechazo de todo el complejo que se entrama con la virginidad y el sangrar en el primer coito; es tanto un rechazo de la angustia de sangrar como de la contraria, la de no sangrar. Estas medidas, que ella subordinó a la prevención de los ruidos, sólo remotamente tenían que ver con esta última.
El sentido central de su ceremonial lo coligió un día en que repentinamente comprendió su precepto de que la almohada no debía estar en contacto con la cabecera de la cama. La almohada había sido siempre para ella, dijo, una mujer, y el enhiesto respaldo, un hombre. Quería entonces -de manera mágica, podemos acotar- mantener separados hombre y mujer, vale decir, separar a sus padres, no dejarlos que llegaran al comercio conyugal. En años anteriores a la institución del ceremonial había procurado obtener eso mismo por vías más directas. Había simulado angustia o explotado una inclinación a la angustia preexistente en ella para no permitir que se cerrasen las puertas que comunicaban el dormitorio de los padres y su cuarto. Y por cierto este mandato se había conservado en su actual ceremonial. De tal suerte, se procuró la oportunidad de espiar con las orejas a los padres, pero el aprovecharla le atrajo cierta vez un insomnio que duró meses. No satisfecha con perturbar así a los padres, impuso después, en cierto momento, que la dejasen dormir en la cama matrimonial entre ambos. «Almohada» y «respaldo» no pudieron entonces juntarse realmente. Por último, cuando ya fue tan grande que físicamente no podía hallar sitio cómodo en la cama entre los padres, consiguió, mediante una simulación conciente de angustia, que la madre trocase la cama con ella, cediéndole su puesto junto al padre. Esta situación fue por cierto el disparador de fantasías cuya repercusión se registra en el ceremonial.
Si una almohada era una mujer, tenía también un sentido sacudir el edredón hasta que todas las plumas se agolparan abajo y se provocase una hinchazón. Significaba preñar a la mujer; pero ella no dejaba de volver a eliminar esa preñez, pues durante años había vivido con el temor de que el comercio sexual de los padres diera por fruto otro hijo y así le deparara un competidor. Por otra parte, si la almohada grande era una mujer, la madre, entonces la pequeña almohadita de mano sólo podía representar a la hija. ¿Por qué esta tenía que colocarse formando un

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rombo, y la cabeza de ella coincidir exactamente con su diagonal mayor? Con facilidad deja que se le recuerde, el rombo es el dibujo de los genitales femeninos abiertos que se repite en todas las paredes. Ella misma hacía entonces el papel de] hombre, el padre, y con su cabeza sustituía al miembro viril. (Cotéjese con el simbolismo de la decapitación para la castración.(20))
Cosas escandalosas, dirán ustedes, unos íncubos había en la cabeza de esta muchacha virgen. Lo concedo, pero no olviden que no he creado yo estas cosas, sino que me he limitado a interpretarlas. Un ceremonial de dormir como este(21) es también algo extraño, y no podrán ustedes desconocer la correspondencia entre el ceremonial y las fantasías que nos revela la interpretación. Para mí es más importante, empero, que noten esto: en el ceremonial no se ha precipitado una fantasía única, sino toda una serie de ellas, que, por otra parte, tienen en algún lugar su punto nodal. También, que los preceptos del ceremonial reflejan los deseos sexuales ora positiva, ora negativamente, en parte como subrogación de ellos y en parte como defensa contra ellos.
Del análisis de este ceremonial podríamos conseguir más si lo presentáramos en su justo enlace con los otros síntomas de la enferma. Pero nuestro camino no nos lleva ahí. Confórmense con la indicación de que esta muchacha ha caído en un vínculo erótico con el padre, cuyos comienzos se remontan a su primera infancia. Quizá justamente por eso se muestra tan inamistosa hacia su madre. No podemos desconocer tampoco que el análisis de este síntoma nos ha remitido de nuevo a la vida sexual de la enferma. Quizás ello empiece a maravillarnos menos a medida que vayamos ganando una intelección del sentido y el propósito de los síntomas neuróticos.
Así, en dos ejemplos escogidos les he mostrado que los síntomas neuróticos poseen un sentido, lo mismo que las operaciones fallidas y los sueños, y que están en vinculación íntima con el vivenciar del paciente. ¿Puedo esperar que sobre la base de dos ejemplos me crean ustedes este enunciado, de tan enorme importancia? No. Pero, ¿pueden ustedes exigir que les cuente un número suficiente de ejemplos para declararse convencidos? Tampoco, pues dada la prolijidad con que yo trato cada caso singular, tendría que consagrar un semestre íntegro, de cinco *horas semanales, a la elucidación de este único punto de la doctrina de las neurosis. Por eso me conformo con haberles dado una muestra de mi aseveración, y en cuanto a lo demás los remito a las comunicaciones incluidas en la bibliografía, d las interpretaciones clásicas de síntomas en el primer caso de Breuer (sobre la histeria)(22), a los brillantes esclarecimientos de síntomas enteramente oscuros en la llamada dementia praecox por obra de Carl Gustav Jung [19071, del tiempo en que este investigador se limitaba a ser un psicoanalista y todavía no quería ser profeta, y a todos los trabajos que desde entonces han llenado nuestras revistas. justamente en este tipo de indagaciones no tenemos déficit alguno. El análisis, la interpretación y la traducción de los síntomas neuróticos han atraído tanto a los psicoanalistas, que por dedicarse a ellos descuidaron al comienzo los otros problemas de la doctrina de la neurosis.
Aquel de ustedes que se avenga a un esfuerzo como el propuesto quedará sin duda fuertemente impresionado por la acumulación de material probatorio. Pero también tropezará con una dificultad. El sentido de un síntoma reside, según tenemos averiguado, en un vínculo con el vivenciar del enfermo. Cuanto más individual sea el cuño del síntoma, tanto más fácilmente esperaremos establecer este nexo. La tarea que se nos plantea no es otra que esta: para una idea sin sentido y una acción carente de fin, descubrir aquella situación del pasado en que la idea estaba justificada y la acción respondía a un fin. La acción obsesiva de aquella paciente nuestra que corría hasta situarse frente a la mesa y llamaba a la mucama es, sin más, paradigmática respecto de esta clase de síntomas. Pero los hay -y por cierto son muy frecuentes- de un carácter por entero diverso. Es preciso llamarlos síntomas «típicos» de la enfermedad; en todos los casos son más o menos semejantes, sus diferencias individuales desaparecen o al menos se reducen tanto que resulta difícil conectarlos con el vivenciar individual del enfermo y referirlos a unas situaciones vivenciadas singulares. Volvamos de nuevo nuestra mirada a la neurosis obsesiva. Ya el ceremonial de dormir de nuestra segunda paciente tiene en sí mucho de típico, aunque también los suficientes rasgos individuales como para posibilitar la interpretación por así decir histórica. Pero todos estos enfermos obsesivos tienen la inclinación a repetir, a ritmar ciertos manejos y evitar otros. La mayoría de ellos se lavan con exceso. Los enfermos que sufren de agorafobia (topofobia, angustia frente al espacio) -a la que ya no consideramos una neurosis obsesiva, ;sino que la designamos como histeria de angustia-repiten a menudo en sus cuadros clínicos, con fatigante monotonía, los mismos rasgos; sienten miedo a los espacios cerrados(23), a las plazas a cielo abierto, a las largas calles y avenidas. Se creen protegidos si los acompaña gente conocida o los sigue un coche, etc. Sobre este trasfondo de un mismo tenor, empero, los enfermos singulares engastan sus condiciones individuales, sus caprichos, podría decirse, que en los diversos casos se contradicen directamente unos a otros. A uno le horrorizan sólo las calles estrechas, a otro sólo las amplias; uno solamente puede andar cuando en la calle hay pocas personas, el otro, cuando hay muchas. De igual manera la histeria, a pesar de su riqueza en rasgos individuales, posee una plétora de síntomas comunes, típicos, que parecen resistirse a una fácil reconducción histórica. No olvidemos que justamente mediante estos síntomas típicos nos orientamos para formular el diagnóstico. Si en un caso de histeria hemos reconducido realmente un síntoma típico a una vivencia o a una cadena de vivencias parecidas, por ejemplo, un vómito histérico a una serie de impresiones de asco, quedaremos desconcertados si, en otro caso de vómito, el análisis nos descubre una serie de vivencias supuestamente eficaces de índole por entero diversa. De pronto parece como si los histéricos, por razones desconocidas, se vieran obligados a manifestar vómitos, y que las ocasiones históricas que el análisis brinda fueran sólo unos pretextos de que se vale esa necesidad interior cuando por azar se presentan.Esto nos lleva enseguida a una perturbadora intelección: podemos, por cierto, esclarecer satisfactoriamente el sentido de los síntomas neuróticos individuales por su referencia al vivenciar, pero nuestro arte nos deja en la estacada respecto de los síntomas típicos, con mucho los más frecuentes. A esto se suma que todavía no los he familiarizado a ustedes con todas las dificultades que surgen cuando se persigue de manera consecuente la interpretación histórica del síntoma. Tampoco quiero hacerlo; es verdad que me propongo no embellecerles ni disimularles nada, pero no tengo derecho a dejarlos desconcertados y confusos al comienzo mismo de nuestros estudios en común. Sólo hemos dado un primer paso hacia la comprensión del significado del síntoma. Pero queremos atenernos a lo ganado y avanzar poco a poco hasta dominar lo que aún no comprendemos. Por eso quiero consolarlos con esta reflexión: es difícil suponer una diversidad fundamental entre una y otra clase de síntomas. Si los síntomas individuales dependen de manera tan innegable del vivenciar del enfermo, para los síntomas típicos queda la posibilidad de que se remonten a un vivenciar típico en sí mismo, común a todos los hombres. Otros de los rasgos que reaparecen con regularidad en las neurosis podrían ser reacciones universales que le son impuestas al enfermo por la naturaleza de la alteración

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patológica, como el repetir o el dudar en el caso de la neurosis obsesiva. En suma, no tenemos razón alguna para acobardarnos por anticipado; ya veremos qué habrá de resultar.
En la doctrina del sueño tropezamos con una dificultad muy semejante, que no pude abordar en nuestros anteriores coloquios sobre ese tema. El contenido manifiesto de los sueños es variado en extremo y diferente según los individuos, y hemos mostrado con prolijidad lo que a partir de él puede obtenerse mediante el análisis. Pero junto a eso hay sueños a los que se llama también «típicos», que aparecen de igual manera en todos los hombres; sueños de contenido uniforme que oponen a la interpretación aquellas mismas dificultades. Son los sueños de caer, de volar, de flotar, de nadar, de estar inhibido, de estar desnudo, y ciertos otros sueños de angustia, que en diversas personas reclaman ora esta, ora estotra interpretación, sin que con ello encuentre esclarecimiento su monotonía y su ocurrencia típica. También en el caso de estos sueños, empero, observamos que un trasfondo común es vivificado por añadidos que varían según los individuos, y es probable que también ellos puedan ser ensamblados en la comprensión de la vida onírica que obtuvimos respecto de los otros sueños; se ensamblarán sin violencia, a condición de que ensanchemos nuestras intelecciones (ver nota(24)).
En la doctrina del sueño tropezamos con una dificultad muy semejante, que no pude abordar en nuestros anteriores coloquios sobre ese tema. El contenido manifiesto de los sueños es variado en extremo y diferente según los individuos, y hemos mostrado con prolijidad lo que a partir de él puede obtenerse mediante el análisis. Pero junto a eso hay sueños a los que se llama también «típicos», que aparecen de igual manera en todos los hombres; sueños de contenido uniforme que oponen a la interpretación aquellas mismas dificultades. Son los sueños de caer, de volar, de flotar, de nadar, de estar inhibido, de estar desnudo, y ciertos otros sueños de angustia, que en diversas personas reclaman ora esta, ora estotra interpretación, sin que con ello encuentre esclarecimiento su monotonía y su ocurrencia típica. También en el caso de estos sueños, empero, observamos que un trasfondo común es vivificado por añadidos que varían según los individuos, y es probable que también ellos puedan ser ensamblados en la comprensión de la vida onírica que obtuvimos respecto de los otros sueños; se ensamblarán sin violencia, a condición de que ensanchemos nuestras intelecciones (ver nota(24)).
18ª conferencia. La fijación al trauma, lo inconciente
Señoras y señores: La última vez dije que no queríamos proseguir nuestro trabajo partiendo de nuestras dudas, sino de nuestros descubrimientos. Todavía no hemos formulado dos de las conclusiones más interesantes que se derivan de los dos análisis que presentamos como paradigmas.La primera: Las dos pacientes nos hacen la impresión de estar fijadas a un fragmento determinado de su pasado; no se las arreglan para emanciparse de él, y por ende están enajenadas del presente y del futuro. Están metidas ahí, dentro de su enfermedad, como antaño era costumbre retirarse a un claustro para sobrellevar un aciago destino. Para nuestra primera paciente, fue su casamiento, desistido en la realidad, el que le deparó esa desventura. A través de sus síntomas prosigue el proceso con su marido; aprendimos a comprender aquellas voces que alegan en favor de él, lo disculpan, lo enaltecen, lamentan su pérdida. Aunque ella es joven y deseable para otros hombres, ha recurrido a todas las precauciones reales e imaginarias (mágicas) para guardarle fidelidad. No se muestra ante ojos ajenos, descuida su aspecto. También es incapaz de levantarse con presteza de un sillón en que se ha sentado(25), y se niega a firmar con su nombre; no puede hacer regalos, para lo cual aduce la motivación de que nadie debería recibir nada de ella.
En el caso de nuestra segunda paciente, la joven soltera, fue un vínculo erótico con el padre, establecido en los años anteriores a la pubertad, el que cumplió ese papel en su vida. También había extraído para sí la conclusión de que no podía casarse mientras estuviera tan enferma. Podemos conjeturar que se puso tan enferma para no tener que casarse, y permanecer junto al padre.
No tenemos derecho a esquivar esta pregunta: ¿Cómo, por qué vías y en virtud de qué motivos se llega a una actitud tan rara y desventajosa para la vida?, suponiendo, desde luego, que esta conducta sea un carácter universal de la neurosis y no una peculiaridad de estas dos enfermas. Pero, de hecho, es un rasgo universal, y aun de notable importancia práctica, de las neurosis. La primera paciente histérica de Breuer había quedado fijada, de manera similar, a la época en que cuidaba a su padre gravemente enfermo. Después, y a pesar de su restablecimiento, en cierto aspecto permaneció segregada de la vida; quedó, por cierto, sana y capaz de rendimiento, pero se apartó del destino normal en la mujer(26). En cada uno de nuestros enfermos el análisis nos permite discernir que, dentro de los síntomas de su enfermedad y por las consecuencias que de estos dimanan, se han quedado rezagados en cierto período de su pasado. Y en la abrumadora mayoría de los casos han escogido una fase muy temprana de la vida, una época de su infancia y hasta, por risible que pueda sonar esto, de su período de lactancia.
La analogía más inmediata con esta conducta de nuestros neuróticos la ofrecen enfermedades como las que la guerra provoca ahora con particular frecuencia: las llamadas neurosis traumáticas. Desde luego, también antes de la guerra las hubo, luego de catástrofes ferroviarias y otros terribles peligros mortales. Las neurosis traumáticas no son, en su fondo, lo mismo que las neurosis espontáneas que indagamos analíticamente y solemos tratar; todavía no hemos logrado someterlas a nuestros puntos de vista; espero poder aclararles alguna vez la raíz de esta restricción (ver nota(27)). Pero en un aspecto nos es lícito destacar una concordancia plena. Las neurosis traumáticas dan claros indicios de que tienen en su base una fijación al momento del accidente traumático. Estos enfermos repiten regularmente en sus sueños la situación traumática (ver nota(28)); cuando se presentan ataques histeriformes, que admiten un análisis, se averigua que el ataque responde a un traslado total [del paciente] a esa situación. Es como si estos enfermos no hubieran podido acabar con la situación traumática, como si ella se les enfrentara todavía a modo de una tarea actual insoslayable (vernota(29)); y nosotros tomamos esta concepción al pie de la letra: nos enseña el camino hacia una consideración, llamémosla económica, de los procesos anímicos . Más: la expresión «traumática» no tiene otro sentido que ese, el económico. La aplicamos a una vivencia que en un breve lapso provoca en la vida anímica un exceso tal en la intensidad de estímulo que su tramitación o finiquitación {Aufarbeitung} por las vías habituales y normales fracasa, de donde

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por fuerza resultan trastornos duraderos para la economía energética.
Esta analogía no puede sino tentarnos a llamar traumáticas también a aquellas vivencias a las que nuestros neuróticos aparecen fijados. Esto nos prometería brindarnos una condición simple para la contracción de neurosis. La neurosis sería equiparable a una enfermedad traumática y nacería de la incapacidad de tramitar una vivencia teñida de un afecto hiperintenso. Y así rezaba, en realidad, la primera fórmula con la cual Breuer y yo, en 1893-95, dimos razón teórica de nuestras nuevas observaciones(30). Un caso como el de nuestra primera paciente, el de la joven separada de su marido, se adecua muy bien a esta concepción, No ha podido consolarse de la imposibilidad de consumar su matrimonio y quedó pendiente de ese trauma. Pero ya nuestro segundo caso, el de la muchacha fijada a su padre, nos enseña que la fórmula no es suficientemente inclusiva. Por una parte, un enamoramiento así de una niñita hacia su padre es algo tan común y tan a menudo superable que la designación «traumático» perdería todo su contenido; por otra parte, la historia de la enferma nos enseña que esta primera fijación erótica pareció al principio pasajera e inocua, y sólo varios años más tarde volvió a salir a la luz en los síntomas de la neurosis obsesiva. Prevemos entonces ahí unas complicaciones, una mayor riqueza en las condiciones de contracción de la enfermedad, pero entrevemos también que el punto de vista traumático acaso no sea abandonado por erróneo; tendrá que ser incluido en algún otro y subordinado a él.
Aquí abandonamos de nuevo el camino que habíamos emprendido. Por ahora no nos lleva más lejos, y tenemos muchísimas cosas que aprender antes de poder proseguirlo correctamente (ver nota(31)). Observemos todavía, sobre el tema de la fijación a una determinada fase del pasado, que un hecho así rebasa con mucho las neurosis. Toda neurosis contiene una fijación de esa índole, pero no toda fijación lleva a la neurosis, ni coincide con ella, ni se produce a raíz de ella. Un modelo paradigmático de fijación afectiva a algo pasado es el duelo, que además conlleva el más total extrañamiento del presente y del futuro. Pero, a juicio de los legos, el duelo se distingue tajantemente de la neurosis. No obstante, hay neurosis que pueden definirse corno una forma patológica del duelo(32).
Ocurre también que ciertos hombres, por obra de un suceso traumático que conmueve los cimientos en que hasta entonces se sustentaba su vida, caen en un estado de suspensión que les hace resignar todo interés por el presente y el futuro, y su alma queda atrapada en el pasado, ocupándose de él como petrificada. Pero no necesariamente estos desventurados devienen neuróticos. No concedamos, entonces, importancia excesiva para la caracterización de la neurosis a este solo rasgo, por regular y significativo que sea.
Pasemos ahora al segundo resultado de nuestros análisis; a este no tendremos que imponerle una restricción con posterioridad. De nuestra primera paciente comunicamos la acción obsesiva carente de sentido que ejecutaba, así como el recuerdo de su vida íntima, que contó a propósito de aquella. Ahora bien, después indagamos el nexo entre ambas cosas y colegimos, a partir de esta vinculación con el recuerdo, el propósito de la acción obsesiva. Pero hay un factor que dejamos por completo de lado, aunque merece toda nuestra atención. Todo el tiempo en que repitió la acción obsesiva, la paciente no sabía que esta la anudaba con aquella vivencia. El nexo entre ambas permanecía oculto para ella; y en verdad, no podía sino responder que no conocía las impulsiones que la llevaban a hacer eso. Entonces, bajo la influencia del trabajo de la cura, le sucedió de pronto descubrir aquel nexo y poder comunicarlo. Pero todavía seguía sin saber nada del propósito a cuyo servicio ejecutaba la acción obsesiva, el propósito de corregir un fragmento penoso del pasado y de poner al hombre a quien ella amaba en un pedestal más alto. Costó bastante tiempo y mucho esfuerzo que ella cayera en la cuenta y me concediera que un motivo así, y sólo él, pudo haber sido la fuerza impulsora de la acción obsesiva.
El nexo con la escena que siguió a la desdichada noche de bodas y el tierno motivo de la enferma, conjugados, proporcionan lo que hemos llamado el «sentido» de la acción obsesiva. Pero este sentido, en sus dos direcciones (el «desde dónde» y el «hacia dónde»), le era desconocido mientras ejecutaba aquella acción. Por tanto, habían actuado en ella procesos anímicos cuyo efecto fue, justamente, la acción obsesiva; había percibido este efecto dentro de un estado anímico normal, pero ninguna de sus precondiciones anímicas llegó a conocimiento de su conciencia. Se había comportado en todo como aquel hipnotizado a quien Bernheim impartió la orden de abrir un paraguas en la sala del hospital cinco minutos después de despertarse; y despierto, la cumplió, pero no supo indicar motivo alguno para su acción (ver nota(33)). Un conjunto de circunstancias de esa índole es el que tenemos en vista cuando hablamos de la existencia de procesos anímicos inconscientes. Podemos lanzar un universal desafío a que nos den una explicación científica más correcta de ese conjunto de circunstancias; tan pronto como alguien lo logre, de buena gana renunciaremos a suponer la existencia de procesos anímicos inconcientes. Pero, hasta entonces, nos atendremos a ese supuesto, y con un resignado encogimiento de hombros tacharemos de inconcebible que se pretenda objetarnos que lo inconciente no es aquí nada real en el sentido de la ciencia, sino un expediente, une façon de parler. ¡Algo no real de lo cual surgen efectos tan realmente palpables como una acción obsesiva!
En el fondo, con esto mismo nos topamos en el caso de nuestra segunda paciente. Ella ha estatuido un mandato: la almohada no debe entrar en contacto con el respaldo de la cama; tiene que obedecerle, pero no sabe de, dónde viene, qué significa ni los motivos a que debe su imperio. En cuanto a su ejecución, lo mismo da que ella lo considere como algo indiferente, se rebele y se enfurezca contra él, o se proponga trasgredirlo. El mandato tiene que ser obedecido, y en vano busca ella el porqué. Empero, es preciso admitirlo, en estos síntomas de la neurosis obsesiva, en estas representaciones e impulsos que emergen no se sabe de dónde, que se muestran tan resistentes a todas las influencias de la vida del alma, normal en lo demás; que hacen al enfermo mismo la impresión de que serían unos huéspedes forzosos oriundos de un mundo extraño, cosas inmortales que se han mezclado en el ajetreo de los mortales; en ellos, entonces, está nítidamente dada la referencia a una comarca particular de la vida anímica, a una comarca separada de las otras. Desde ellos parte un camino que infaliblemente lleva a convencerse de la existencia de lo inconciente dentro del alma, y por eso mismo la psiquiatría clínica, que no conoce más que una psicología de la conciencia, no sabe qué hacer con ellos, si no es presentarlos como los indicios de un modo particular de degeneración. Desde luego, las representaciones y los impulsos obsesivos no son ellos mismos inconscientes, como tampoco se sustrae de la percepción conciente la ejecución de las acciones obsesivas. No habrían devenido síntomas si no hubiesen irrumpido hasta la conciencia. Pero sus precondiciones psíquicas, que discernimos mediante el análisis, así como los nexos dentro de los cuales los insertamos por vía de la interpretación, son inconcientes, al menos hasta el momento en que por el trabajo del análisis logramos que el enfermo tome conciencia de ellos.
Agreguemos ahora que ese conjunto de circunstancias, comprobado en nuestros dos casos,

Esta analogía no puede sino tentarnos a llamar traumáticas también a aquellas vivencias a las que nuestros neuróticos aparecen fijados. Esto nos prometería brindarnos una condición simple para la contracción de neurosis. La neurosis sería equiparable a una enfermedad traumática y nacería de la incapacidad de tramitar una vivencia teñida de un afecto hiperintenso. Y así rezaba, en realidad, la primera fórmula con la cual Breuer y yo, en 1893-95, dimos razón teórica de nuestras nuevas observaciones(30). Un caso como el de nuestra primera paciente, el de la joven separada de su marido, se adecua muy bien a esta concepción, No ha podido consolarse de la imposibilidad de consumar su matrimonio y quedó pendiente de ese trauma. Pero ya nuestro segundo caso, el de la muchacha fijada a su padre, nos enseña que la fórmula no es suficientemente inclusiva. Por una parte, un enamoramiento así de una niñita hacia su padre es algo tan común y tan a menudo superable que la designación «traumático» perdería todo su contenido; por otra parte, la historia de la enferma nos enseña que esta primera fijación erótica pareció al principio pasajera e inocua, y sólo varios años más tarde volvió a salir a la luz en los síntomas de la neurosis obsesiva. Prevemos entonces ahí unas complicaciones, una mayor riqueza en las condiciones de contracción de la enfermedad, pero entrevemos también que el punto de vista traumático acaso no sea abandonado por erróneo; tendrá que ser incluido en algún otro y subordinado a él.
Aquí abandonamos de nuevo el camino que habíamos emprendido. Por ahora no nos lleva más lejos, y tenemos muchísimas cosas que aprender antes de poder proseguirlo correctamente (ver nota(31)). Observemos todavía, sobre el tema de la fijación a una determinada fase del pasado, que un hecho así rebasa con mucho las neurosis. Toda neurosis contiene una fijación de esa índole, pero no toda fijación lleva a la neurosis, ni coincide con ella, ni se produce a raíz de ella. Un modelo paradigmático de fijación afectiva a algo pasado es el duelo, que además conlleva el más total extrañamiento del presente y del futuro. Pero, a juicio de los legos, el duelo se distingue tajantemente de la neurosis. No obstante, hay neurosis que pueden definirse corno una forma patológica del duelo(32).
Ocurre también que ciertos hombres, por obra de un suceso traumático que conmueve los cimientos en que hasta entonces se sustentaba su vida, caen en un estado de suspensión que les hace resignar todo interés por el presente y el futuro, y su alma queda atrapada en el pasado, ocupándose de él como petrificada. Pero no necesariamente estos desventurados devienen neuróticos. No concedamos, entonces, importancia excesiva para la caracterización de la neurosis a este solo rasgo, por regular y significativo que sea.
Pasemos ahora al segundo resultado de nuestros análisis; a este no tendremos que imponerle una restricción con posterioridad. De nuestra primera paciente comunicamos la acción obsesiva carente de sentido que ejecutaba, así como el recuerdo de su vida íntima, que contó a propósito de aquella. Ahora bien, después indagamos el nexo entre ambas cosas y colegimos, a partir de esta vinculación con el recuerdo, el propósito de la acción obsesiva. Pero hay un factor que dejamos por completo de lado, aunque merece toda nuestra atención. Todo el tiempo en que repitió la acción obsesiva, la paciente no sabía que esta la anudaba con aquella vivencia. El nexo entre ambas permanecía oculto para ella; y en verdad, no podía sino responder que no conocía las impulsiones que la llevaban a hacer eso. Entonces, bajo la influencia del trabajo de la cura, le sucedió de pronto descubrir aquel nexo y poder comunicarlo. Pero todavía seguía sin saber nada del propósito a cuyo servicio ejecutaba la acción obsesiva, el propósito de corregir un fragmento penoso del pasado y de poner al hombre a quien ella amaba en un pedestal más alto. Costó bastante tiempo y mucho esfuerzo que ella cayera en la cuenta y me concediera que un motivo así, y sólo él, pudo haber sido la fuerza impulsora de la acción obsesiva.
El nexo con la escena que siguió a la desdichada noche de bodas y el tierno motivo de la enferma, conjugados, proporcionan lo que hemos llamado el «sentido» de la acción obsesiva. Pero este sentido, en sus dos direcciones (el «desde dónde» y el «hacia dónde»), le era desconocido mientras ejecutaba aquella acción. Por tanto, habían actuado en ella procesos anímicos cuyo efecto fue, justamente, la acción obsesiva; había percibido este efecto dentro de un estado anímico normal, pero ninguna de sus precondiciones anímicas llegó a conocimiento de su conciencia. Se había comportado en todo como aquel hipnotizado a quien Bernheim impartió la orden de abrir un paraguas en la sala del hospital cinco minutos después de despertarse; y despierto, la cumplió, pero no supo indicar motivo alguno para su acción (ver nota(33)). Un conjunto de circunstancias de esa índole es el que tenemos en vista cuando hablamos de la existencia de procesos anímicos inconscientes. Podemos lanzar un universal desafío a que nos den una explicación científica más correcta de ese conjunto de circunstancias; tan pronto como alguien lo logre, de buena gana renunciaremos a suponer la existencia de procesos anímicos inconcientes. Pero, hasta entonces, nos atendremos a ese supuesto, y con un resignado encogimiento de hombros tacharemos de inconcebible que se pretenda objetarnos que lo inconciente no es aquí nada real en el sentido de la ciencia, sino un expediente, une façon de parler. ¡Algo no real de lo cual surgen efectos tan realmente palpables como una acción obsesiva!
En el fondo, con esto mismo nos topamos en el caso de nuestra segunda paciente. Ella ha estatuido un mandato: la almohada no debe entrar en contacto con el respaldo de la cama; tiene que obedecerle, pero no sabe de, dónde viene, qué significa ni los motivos a que debe su imperio. En cuanto a su ejecución, lo mismo da que ella lo considere como algo indiferente, se rebele y se enfurezca contra él, o se proponga trasgredirlo. El mandato tiene que ser obedecido, y en vano busca ella el porqué. Empero, es preciso admitirlo, en estos síntomas de la neurosis obsesiva, en estas representaciones e impulsos que emergen no se sabe de dónde, que se muestran tan resistentes a todas las influencias de la vida del alma, normal en lo demás; que hacen al enfermo mismo la impresión de que serían unos huéspedes forzosos oriundos de un mundo extraño, cosas inmortales que se han mezclado en el ajetreo de los mortales; en ellos, entonces, está nítidamente dada la referencia a una comarca particular de la vida anímica, a una comarca separada de las otras. Desde ellos parte un camino que infaliblemente lleva a convencerse de la existencia de lo inconciente dentro del alma, y por eso mismo la psiquiatría clínica, que no conoce más que una psicología de la conciencia, no sabe qué hacer con ellos, si no es presentarlos como los indicios de un modo particular de degeneración. Desde luego, las representaciones y los impulsos obsesivos no son ellos mismos inconscientes, como tampoco se sustrae de la percepción conciente la ejecución de las acciones obsesivas. No habrían devenido síntomas si no hubiesen irrumpido hasta la conciencia. Pero sus precondiciones psíquicas, que discernimos mediante el análisis, así como los nexos dentro de los cuales los insertamos por vía de la interpretación, son inconcientes, al menos hasta el momento en que por el trabajo del análisis logramos que el enfermo tome conciencia de ellos.
Agreguemos ahora que ese conjunto de circunstancias, comprobado en nuestros dos casos,

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se corrobora en todos los síntomas de todas las afecciones neuróticas; siempre y dondequiera, el sentido de los síntomas es desconocido para el enfermo, y el análisis muestra por lo regular que estos síntomas son retoños de procesos inconcientes que, empero, bajo diversas condiciones favorables, pueden hacerse concientes. De tal modo, comprenderán ustedes que en el psicoanálisis no podamos prescindir de lo anímico inconciente y estemos habituados a operar con ello como con algo sensorialmente aprehensible. Pero al mismo tiempo comprenderán, quizá, cuán inaptos para emitir juicio en esta materia son todos aquellos que sólo conocen lo inconciente como concepto, que nunca lo han analizado, nunca han interpretado sueños ni traspuesto síntomas neuróticos en un sentido y un propósito. Formulémoslo de nuevo, atendiendo a nuestros fines: La posibilidad de dar a los síntomas neuróticos un sentido por medio de la interpretación analítica es una prueba inconmovible de la existencia -o, si lo prefieren, de la necesidad de suponer la existencia- de procesos anímicos inconcientes.
Pero esto no es todo. Gracias a un segundo descubrimiento de Breuer, que me parece todavía de más rico contenido y que él realizó sin colaboración de nadie, aprendemos otra cosa sobre el vínculo entre lo inconciente y los síntomas neuróticos. El sentido de los síntomas es por regla general inconciente; pero no sólo eso: existe también una relación de subrogación entre esta condición de inconciente y la posibilidad de existencia de los síntomas, Enseguida comprenderán lo que quiero decir. Pretendo sostener, con Breuer, lo siguiente: Toda vez que tropezamos con un síntoma tenemos derecho a inferir que existen en el enfermo determinados procesos inconcientes, que, justamente, contienen el sentido del síntoma. Pero, para que el síntoma se produzca, es precisotambién que ese sentido sea inconciente.
De procesos concientes no se forman síntomas; tan pronto como los que son inconcientes devienen concientes, el síntoma tiene que desaparecer. Aquí disciernen ustedes, de un golpe, una vía de acceso a la terapia, un camino para hacer desaparecer síntomas. Y de hecho, por este camino Breuer restableció a su paciente histérica, vale decir, la liberó de sus síntomas; halló una técnica para hacerle llevar a la conciencia los procesos inconcientes que contenían el sentido del síntoma, y los síntomas desaparecieron.
Este descubrimiento de Breuer no fue el resultado de una especulación, sino de una feliz observación, facilitada por la colaboración de la enferma (ver nota(34)). Ahora no se atormenten ustedes para comprenderlo reconduciéndolo a algo diverso, ya conocido; deben reconocer en él un nuevo hecho fundamental, con cuyo auxilio podrá alcanzarse la explicación de muchas otras cosas. Permítanme, por eso, que les repita lo mismo expresándolo de otras maneras.
La formación de síntoma es un sustituto de algo diverso, que está interceptado. Ciertos procesos anímicos habrían debido desplegarse normalmente hasta que la conciencia recibiese noticia de ellos. Esto no ha acontecido, y a cambio de ello, de los procesos interrumpidos, perturbados de algún modo, forzados a permanecer inconcientes, ha surgido el síntoma. Por tanto, ha ocurrido algo así como una permutación; si se logra deshacerla, la terapia de los síntomas neuróticos habrá cumplido exitosamente su tarea.
El hallazgo de Breuer es todavía hoy la base de la terapia psicoanalítica. El enunciado según el cual los síntomas desaparecen cuando se logra que se hagan concientes sus precondiciones inconcientes fue corroborado por toda la investigación ulterior, si bien después, cuando se ensayó su aplicación práctica, se tropezó con las más asombrosas e inesperadas complicaciones. Nuestra terapia opera del siguiente modo: muda lo inconciente en conciente; y sólo produce efectos cuando es capaz de ejecutar esta mudanza.
Debo hacer, y enseguida, una pequeña digresión para evitarles el riesgo de que imaginen demasiado fácil este trabajo terapéutico. De acuerdo con las puntualizaciones que hicimos hasta aquí, la neurosis sería la consecuencia de una suerte de ignorancia, del no saber sobre unos procesos anímicos acerca de los que uno debería saber. Así nos acercaríamos mucho a conocidas doctrinas socráticas según las cuales los vicios mismos descansan en una ignorancia. Ahora bien, el médico experimentado en el análisis colegirá por regla general muy fácilmente las mociones anímicas que han permanecido inconcientes en el individuo enfermo. Entonces, no podría serle difícil curar al enfermo liberándolo de su ignorancia por la comunicación de ese saber suyo. Al menos una parte del sentido inconciente de los síntomas se tramitaría con facilidad de esa manera; del otro sector, del nexo de los síntomas con las vivencias del paciente, el médico no puede colegir mucho, es verdad: no conoce estas vivencias, tiene que esperar hasta que el enfermo se acuerde de ellas y se las cuente. Pero también para esto se hallaría en muchos casos un sustituto. Sería posible averiguar estas vivencias entre los parientes del enfermo, quienes muchas veces estarán en condiciones de individualizar las que tuvieron eficacia traumática y aun, quizá, de comunicar vivencias de las que el enfermo nada sabe porque ocurrieron en años muy tempranos de su vida. La conjunción de estos dos procedimientos, entonces, prometería aventar la ignorancia patógena del enfermo en breve tiempo y con poco trabajo.
¡Sí, cuando se puede! Hemos hecho sobre este punto experiencias para las cuales al comienzo no estábamos preparados. Hay saberes y saberes; existen diversas clases de saber que en manera alguna pueden equipararse en lo psicológico. «Il y a fagots et fagots» {«Hay atados y atados de leña»}, se dice en un pasaje de Moliére(35). El saber del médico no es el mismo que el del enfermo, y no puede manifestar los mismos .efectos. Cuando el médico trasfiere su saber al enfermo comunicándoselo, esto no da resultado alguno. No; sería incorrecto decirlo así. No tiene el resultado de cancelar los síntomas, sino este otro, el de poner en marcha el análisis (manifestaciones de desacuerdo de parte del paciente son, a menudo, los primeros indicios de que esto último ha ocurrido) . El enfermo sabe, entonces, algo que no sabía, el sentido de su síntoma, y, no obstante, lo sabe tan poco como antes. Aprendemos así que hay más de una clase de ignorancia, Para ver dónde residen las diferencias tendremos que profundizar un poco nuestros conocimientos psicológicos (ver nota(36)). Sin embargo, sigue siendo correcto nuestro enunciado de que los síntomas cesan tan pronto se sabe su sentido. Agreguemos, únicamente, que ese saber tiene que descansar en un cambio interior del enfermo, tal como sólo se lo puede producir mediante un trabajo psíquico con una meta determinada. Tropezamos en este punto con problemas que enseguida se nos resumirán corno los de una dinámica de la formación de síntoma.
¡Señores míos! Ahora tengo que hacerles esta pregunta: ¿No les suena acaso demasiado oscuro y complicado lo que les digo? ¿No los confunde que tan a menudo me retracte y haga salvedades, urda unos pensamientos para abandonarlos enseguida? Me pesaría si así fuese. Pero siento fuerte aversión por las simplificaciones que se hacen a costa de sacrificar la verdad; no me parece malo que ustedes reciban la impresión cabal de nuestro objeto en su múltiple y enrevesada naturaleza; por otra parte, me digo, no es perjudicial que sobre cada

Pero esto no es todo. Gracias a un segundo descubrimiento de Breuer, que me parece todavía de más rico contenido y que él realizó sin colaboración de nadie, aprendemos otra cosa sobre el vínculo entre lo inconciente y los síntomas neuróticos. El sentido de los síntomas es por regla general inconciente; pero no sólo eso: existe también una relación de subrogación entre esta condición de inconciente y la posibilidad de existencia de los síntomas, Enseguida comprenderán lo que quiero decir. Pretendo sostener, con Breuer, lo siguiente: Toda vez que tropezamos con un síntoma tenemos derecho a inferir que existen en el enfermo determinados procesos inconcientes, que, justamente, contienen el sentido del síntoma. Pero, para que el síntoma se produzca, es precisotambién que ese sentido sea inconciente.
De procesos concientes no se forman síntomas; tan pronto como los que son inconcientes devienen concientes, el síntoma tiene que desaparecer. Aquí disciernen ustedes, de un golpe, una vía de acceso a la terapia, un camino para hacer desaparecer síntomas. Y de hecho, por este camino Breuer restableció a su paciente histérica, vale decir, la liberó de sus síntomas; halló una técnica para hacerle llevar a la conciencia los procesos inconcientes que contenían el sentido del síntoma, y los síntomas desaparecieron.
Este descubrimiento de Breuer no fue el resultado de una especulación, sino de una feliz observación, facilitada por la colaboración de la enferma (ver nota(34)). Ahora no se atormenten ustedes para comprenderlo reconduciéndolo a algo diverso, ya conocido; deben reconocer en él un nuevo hecho fundamental, con cuyo auxilio podrá alcanzarse la explicación de muchas otras cosas. Permítanme, por eso, que les repita lo mismo expresándolo de otras maneras.
La formación de síntoma es un sustituto de algo diverso, que está interceptado. Ciertos procesos anímicos habrían debido desplegarse normalmente hasta que la conciencia recibiese noticia de ellos. Esto no ha acontecido, y a cambio de ello, de los procesos interrumpidos, perturbados de algún modo, forzados a permanecer inconcientes, ha surgido el síntoma. Por tanto, ha ocurrido algo así como una permutación; si se logra deshacerla, la terapia de los síntomas neuróticos habrá cumplido exitosamente su tarea.
El hallazgo de Breuer es todavía hoy la base de la terapia psicoanalítica. El enunciado según el cual los síntomas desaparecen cuando se logra que se hagan concientes sus precondiciones inconcientes fue corroborado por toda la investigación ulterior, si bien después, cuando se ensayó su aplicación práctica, se tropezó con las más asombrosas e inesperadas complicaciones. Nuestra terapia opera del siguiente modo: muda lo inconciente en conciente; y sólo produce efectos cuando es capaz de ejecutar esta mudanza.
Debo hacer, y enseguida, una pequeña digresión para evitarles el riesgo de que imaginen demasiado fácil este trabajo terapéutico. De acuerdo con las puntualizaciones que hicimos hasta aquí, la neurosis sería la consecuencia de una suerte de ignorancia, del no saber sobre unos procesos anímicos acerca de los que uno debería saber. Así nos acercaríamos mucho a conocidas doctrinas socráticas según las cuales los vicios mismos descansan en una ignorancia. Ahora bien, el médico experimentado en el análisis colegirá por regla general muy fácilmente las mociones anímicas que han permanecido inconcientes en el individuo enfermo. Entonces, no podría serle difícil curar al enfermo liberándolo de su ignorancia por la comunicación de ese saber suyo. Al menos una parte del sentido inconciente de los síntomas se tramitaría con facilidad de esa manera; del otro sector, del nexo de los síntomas con las vivencias del paciente, el médico no puede colegir mucho, es verdad: no conoce estas vivencias, tiene que esperar hasta que el enfermo se acuerde de ellas y se las cuente. Pero también para esto se hallaría en muchos casos un sustituto. Sería posible averiguar estas vivencias entre los parientes del enfermo, quienes muchas veces estarán en condiciones de individualizar las que tuvieron eficacia traumática y aun, quizá, de comunicar vivencias de las que el enfermo nada sabe porque ocurrieron en años muy tempranos de su vida. La conjunción de estos dos procedimientos, entonces, prometería aventar la ignorancia patógena del enfermo en breve tiempo y con poco trabajo.
¡Sí, cuando se puede! Hemos hecho sobre este punto experiencias para las cuales al comienzo no estábamos preparados. Hay saberes y saberes; existen diversas clases de saber que en manera alguna pueden equipararse en lo psicológico. «Il y a fagots et fagots» {«Hay atados y atados de leña»}, se dice en un pasaje de Moliére(35). El saber del médico no es el mismo que el del enfermo, y no puede manifestar los mismos .efectos. Cuando el médico trasfiere su saber al enfermo comunicándoselo, esto no da resultado alguno. No; sería incorrecto decirlo así. No tiene el resultado de cancelar los síntomas, sino este otro, el de poner en marcha el análisis (manifestaciones de desacuerdo de parte del paciente son, a menudo, los primeros indicios de que esto último ha ocurrido) . El enfermo sabe, entonces, algo que no sabía, el sentido de su síntoma, y, no obstante, lo sabe tan poco como antes. Aprendemos así que hay más de una clase de ignorancia, Para ver dónde residen las diferencias tendremos que profundizar un poco nuestros conocimientos psicológicos (ver nota(36)). Sin embargo, sigue siendo correcto nuestro enunciado de que los síntomas cesan tan pronto se sabe su sentido. Agreguemos, únicamente, que ese saber tiene que descansar en un cambio interior del enfermo, tal como sólo se lo puede producir mediante un trabajo psíquico con una meta determinada. Tropezamos en este punto con problemas que enseguida se nos resumirán corno los de una dinámica de la formación de síntoma.
¡Señores míos! Ahora tengo que hacerles esta pregunta: ¿No les suena acaso demasiado oscuro y complicado lo que les digo? ¿No los confunde que tan a menudo me retracte y haga salvedades, urda unos pensamientos para abandonarlos enseguida? Me pesaría si así fuese. Pero siento fuerte aversión por las simplificaciones que se hacen a costa de sacrificar la verdad; no me parece malo que ustedes reciban la impresión cabal de nuestro objeto en su múltiple y enrevesada naturaleza; por otra parte, me digo, no es perjudicial que sobre cada

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punto yo les comunique más de lo que ustedes pueden apreciar por el momento. Bien sé que todo oyente o lector corrige en su pensamiento lo que se le ofrece, lo abrevia, lo simplifica y espiga lo que querría retener. Hasta cierto punto es verdad que es más lo que queda cuando hubo abundancia. Confío en que a pesar de todos los accesorios hayan captado ustedes con claridad lo esencial de mis comunicaciones acerca del sentido de los síntomas, acerca de lo inconciente y del vínculo entre ambos. Sin duda han comprendido también que nuestro ulterior empeño marchará en dos direcciones; apuntará a averiguar, en primer lugar, cómo los hombres enferman, cómo pueden llegar a esa actitud de vida que es la neurosis, lo cual constituye un problema clínico; y en segundo lugar, cómo se desarrollan desde las condiciones de la neurosis los síntomas patológicos, lo cual sigue siendo un problema de la dinámica del alma. Para esos dos problemas tiene que existir también, en alguna parte, un punto de convergencia.
Por lo demás, hoy no proseguiré con esto. Pero como nuestro tiempo no ha expirado todavía, me propongo llamar la atención de ustedes sobre otro carácter de nuestros dos análisis, cuya apreciación cabal, de nuevo, sólo más tarde se alcanzará: las lagunas del recuerdo o amnesias. Dijimos que la tarea del tratamiento psicoanalítico puede condensarse en esta fórmula: trasponer en conciente todo lo inconciente patógeno. Ahora quizá les asombre enterarse de que esa fórmula puede sustituirse también por esta otra: llenar todas las lagunas del recuerdo del enfermo, cancelar sus amnesias. Es que vendría a significar lo mismo. Así, se atribuye considerable importancia a las amnesias del neurótico para la génesis de sus síntomas. Pero si ustedes consideran el caso que motivó nuestros primeros análisis, no hallarán justificada esta apreciación de la amnesia. La enferma no ha olvidado la escena a que se anuda su acción obsesiva; al contrario, conserva un vívido recuerdo de ella, y en la génesis de este síntoma no hay en juego ninguna otra cosa olvidada. Menos clara, aunque en un todo análoga, es la situación en el caso de nuestra segunda paciente, la muchacha del ceremonial obsesivo. En verdad, tampoco ella ha olvidado su comportamiento de la infancia, el hecho de que se empecinaba en que permaneciesen abiertas las puertas entre el dormitorio de sus padres y el suyo, y el hecho de que desalojaba a su madre de su lugar en la cama matrimonial; se acuerda de eso con mucha nitidez aunque vacilantemente y de mala gana. Lo único llamativo para nosotros es que la primera paciente no advirtió ni una sola vez, de las tantas que llevó a cabo su acción obsesiva, su similitud con la vivencia consecuente a la noche de bodas, y que este recuerdo tampoco le acudió cuando fue exhortada, por preguntas directas, a que rebuscase la motivación de su acción obsesiva. Lo mismo vale para la muchacha, en quien el ceremonial y sus ocasiones, por añadidura, iban referidos a una situación idéntica que se repetía todos los días a la hora de acostarse (ver nota(37)). En ninguno de los dos casos existe una amnesia genuina, una falta de recuerdo, sino que se ha interrumpido la conexión que estaría llamada a provocar la reproducción, la reemergencia en el recuerdo. Una perturbación así de la memoria basta para la neurosis obsesiva; en el caso de la histeria las cosas ocurren de otra manera. Esta última neurosis si singulariza la mayoría de las veces por vastísimas amnesias. En general, el análisis de todo síntoma histérico singular nos lleva hasta una cadena íntegra de impresiones vitales; cuando estas regresan, el paciente consigna de manera expresa que habían sido olvidadas hasta ese momento. Esta cadena se remonta, por una parte, a los primerísimos años de vida, de suerte que la amnesia histérica se deja reconocer como prosecución directa de la amnesia infantil que a nosotros, las personas normales, nos oculta los comienzos de nuestra vida anímica. Por otra parte, nos enteramos de que también las vivencias más recientes de los enfermos pueden caer en el olvido, y, en particular, las ocasiones en que la enfermedad ha estallado o se ha reforzado son roídas, cuando no tragadas del todo, por la amnesia. Por lo común, del cuadro íntegro de un recuerdo reciente de esa clase desaparecen detalles importantes o son sustituidos por falseamientos del recuerdo. Y aun sucede (también por lo común, repitámoslo) que poco antes de la terminación de un análisis emerjan ciertos recuerdos de, vivencias recientes que se retuvieron hasta en tonces y que habían dejado sensibles lagunas dentro de la trabazón.
Tales deterioros de la capacidad de recordar son, como dijimos, característicos de la histeria; en esta se presentan, en calidad de síntomas, estados (los ataques histéricos) que no suelen dejar en el recuerdo huella alguna. Si en la neurosis obsesiva las cosas son diversas, ustedes podrían inferir que esas amnesias son un carácter psicológico de la alteración histérica y no un rasgo universal de las neurosis. La importancia de esta diferencia quedará restringida por la siguiente consideración. En el «sentido» de un síntoma conjugamos dos cosas: su «desde dónde» y su «hacia dónde» o «para qué», es decir, las impresiones y vivencias de las que arranca, y los propósitos a que sirve. El «desde dónde» de un síntoma se resuelve, pues, en impresiones venidas del exterior, que necesariamente fueron una vez concientes y después pueden haber pasado a ser inconcientes por olvido. El «para qué» del síntoma, su tendencia, es todas las veces, empero, un proceso endopsíquico que puede haber devenido conciente al principio, pero también puede no haber sido conciente nunca y haber permanecido desde siempre en el inconciente. Por eso no es muy importante que la amnesia haya hecho presa también del «desde dónde», de las vivencias sobre las cuales se apoya el síntoma, como acontece en el caso de la histeria; el «hacia dónde», la tendencia del síntoma, que desde el comienzo puede haber sido inconciente, es lo que funda su dependencia respecto del inconciente, que, por cierto, no es menos sólida en la neurosis obsesiva que en la histeria.
Ahora bien, al poner así de relieve lo inconciente dentro de la vida del alma, hemos convocado a los más malignos espíritus de la crítica en contra del psicoanálisis. No se maravillen ustedes, y tampoco crean que la resistencia contra nosotros se afianza sólo en la razonable dificultad de lo inconciente o en la relativa inaccesibilidad de las experiencias que lo demuestran. Yo opino que viene de algo más hondo. En el curso de los tiempos, la humanidad ha debido soportar de parte de la ciencia dos graves afrentas a su ingenuo amor propio. La primera, cuando se enteró de que nuestra Tierra no era el centro del universo, sino una ínfima partícula dentro de un sistema cósmico apenas imaginable en su grandeza. Para nosotros, esa afrenta se asocia al nombre de Copérnico, aunque ya la ciencia alejandrina había proclamado algo semejante. La segunda, cuando la investigación biológica redujo a la nada el supuesto privilegio que se había conferido al hombre en la Creación, demostrando que provenía del reino animal y poseía una inderogable naturaleza animal. Esta subversión se 'ha consumado en nuestros días bajo la influencia de Darwin, Wallace y sus predecesores, no sin la más encarnizada renuencia de los contemporáneos. Una tercera y más sensible afrenta, empero, está destinada a experimentar hoy la manía humana de grandeza por obra de la investigación psicológica; esta pretende demostrarle al yo que ni siquiera es el amo en su propia casa, sino que depende de unas mezquinas noticias sobre lo que ocurre inconcientemente en su alma. Tampoco fuimos nosotros, los psicoanalistas, los primeros ni los únicos en hacer este llamado a mirar dentro de la propia casa; pero parece estarnos deparado sustentarlo con gran insistencia y corroborarlo con un material empírico al alcance de cualquiera. De ahí el rechazo general a nuestra ciencia, el descuido por todos los miramientos de la urbanidad académica y el hecho de que la oposición se haya sacudido todos los frenos que impone la lógica imparcial (ver nota(38)); y a esto se suma, como pronto escucharán ustedes, que estamos destinados a turbar la paz de

Por lo demás, hoy no proseguiré con esto. Pero como nuestro tiempo no ha expirado todavía, me propongo llamar la atención de ustedes sobre otro carácter de nuestros dos análisis, cuya apreciación cabal, de nuevo, sólo más tarde se alcanzará: las lagunas del recuerdo o amnesias. Dijimos que la tarea del tratamiento psicoanalítico puede condensarse en esta fórmula: trasponer en conciente todo lo inconciente patógeno. Ahora quizá les asombre enterarse de que esa fórmula puede sustituirse también por esta otra: llenar todas las lagunas del recuerdo del enfermo, cancelar sus amnesias. Es que vendría a significar lo mismo. Así, se atribuye considerable importancia a las amnesias del neurótico para la génesis de sus síntomas. Pero si ustedes consideran el caso que motivó nuestros primeros análisis, no hallarán justificada esta apreciación de la amnesia. La enferma no ha olvidado la escena a que se anuda su acción obsesiva; al contrario, conserva un vívido recuerdo de ella, y en la génesis de este síntoma no hay en juego ninguna otra cosa olvidada. Menos clara, aunque en un todo análoga, es la situación en el caso de nuestra segunda paciente, la muchacha del ceremonial obsesivo. En verdad, tampoco ella ha olvidado su comportamiento de la infancia, el hecho de que se empecinaba en que permaneciesen abiertas las puertas entre el dormitorio de sus padres y el suyo, y el hecho de que desalojaba a su madre de su lugar en la cama matrimonial; se acuerda de eso con mucha nitidez aunque vacilantemente y de mala gana. Lo único llamativo para nosotros es que la primera paciente no advirtió ni una sola vez, de las tantas que llevó a cabo su acción obsesiva, su similitud con la vivencia consecuente a la noche de bodas, y que este recuerdo tampoco le acudió cuando fue exhortada, por preguntas directas, a que rebuscase la motivación de su acción obsesiva. Lo mismo vale para la muchacha, en quien el ceremonial y sus ocasiones, por añadidura, iban referidos a una situación idéntica que se repetía todos los días a la hora de acostarse (ver nota(37)). En ninguno de los dos casos existe una amnesia genuina, una falta de recuerdo, sino que se ha interrumpido la conexión que estaría llamada a provocar la reproducción, la reemergencia en el recuerdo. Una perturbación así de la memoria basta para la neurosis obsesiva; en el caso de la histeria las cosas ocurren de otra manera. Esta última neurosis si singulariza la mayoría de las veces por vastísimas amnesias. En general, el análisis de todo síntoma histérico singular nos lleva hasta una cadena íntegra de impresiones vitales; cuando estas regresan, el paciente consigna de manera expresa que habían sido olvidadas hasta ese momento. Esta cadena se remonta, por una parte, a los primerísimos años de vida, de suerte que la amnesia histérica se deja reconocer como prosecución directa de la amnesia infantil que a nosotros, las personas normales, nos oculta los comienzos de nuestra vida anímica. Por otra parte, nos enteramos de que también las vivencias más recientes de los enfermos pueden caer en el olvido, y, en particular, las ocasiones en que la enfermedad ha estallado o se ha reforzado son roídas, cuando no tragadas del todo, por la amnesia. Por lo común, del cuadro íntegro de un recuerdo reciente de esa clase desaparecen detalles importantes o son sustituidos por falseamientos del recuerdo. Y aun sucede (también por lo común, repitámoslo) que poco antes de la terminación de un análisis emerjan ciertos recuerdos de, vivencias recientes que se retuvieron hasta en tonces y que habían dejado sensibles lagunas dentro de la trabazón.
Tales deterioros de la capacidad de recordar son, como dijimos, característicos de la histeria; en esta se presentan, en calidad de síntomas, estados (los ataques histéricos) que no suelen dejar en el recuerdo huella alguna. Si en la neurosis obsesiva las cosas son diversas, ustedes podrían inferir que esas amnesias son un carácter psicológico de la alteración histérica y no un rasgo universal de las neurosis. La importancia de esta diferencia quedará restringida por la siguiente consideración. En el «sentido» de un síntoma conjugamos dos cosas: su «desde dónde» y su «hacia dónde» o «para qué», es decir, las impresiones y vivencias de las que arranca, y los propósitos a que sirve. El «desde dónde» de un síntoma se resuelve, pues, en impresiones venidas del exterior, que necesariamente fueron una vez concientes y después pueden haber pasado a ser inconcientes por olvido. El «para qué» del síntoma, su tendencia, es todas las veces, empero, un proceso endopsíquico que puede haber devenido conciente al principio, pero también puede no haber sido conciente nunca y haber permanecido desde siempre en el inconciente. Por eso no es muy importante que la amnesia haya hecho presa también del «desde dónde», de las vivencias sobre las cuales se apoya el síntoma, como acontece en el caso de la histeria; el «hacia dónde», la tendencia del síntoma, que desde el comienzo puede haber sido inconciente, es lo que funda su dependencia respecto del inconciente, que, por cierto, no es menos sólida en la neurosis obsesiva que en la histeria.
Ahora bien, al poner así de relieve lo inconciente dentro de la vida del alma, hemos convocado a los más malignos espíritus de la crítica en contra del psicoanálisis. No se maravillen ustedes, y tampoco crean que la resistencia contra nosotros se afianza sólo en la razonable dificultad de lo inconciente o en la relativa inaccesibilidad de las experiencias que lo demuestran. Yo opino que viene de algo más hondo. En el curso de los tiempos, la humanidad ha debido soportar de parte de la ciencia dos graves afrentas a su ingenuo amor propio. La primera, cuando se enteró de que nuestra Tierra no era el centro del universo, sino una ínfima partícula dentro de un sistema cósmico apenas imaginable en su grandeza. Para nosotros, esa afrenta se asocia al nombre de Copérnico, aunque ya la ciencia alejandrina había proclamado algo semejante. La segunda, cuando la investigación biológica redujo a la nada el supuesto privilegio que se había conferido al hombre en la Creación, demostrando que provenía del reino animal y poseía una inderogable naturaleza animal. Esta subversión se 'ha consumado en nuestros días bajo la influencia de Darwin, Wallace y sus predecesores, no sin la más encarnizada renuencia de los contemporáneos. Una tercera y más sensible afrenta, empero, está destinada a experimentar hoy la manía humana de grandeza por obra de la investigación psicológica; esta pretende demostrarle al yo que ni siquiera es el amo en su propia casa, sino que depende de unas mezquinas noticias sobre lo que ocurre inconcientemente en su alma. Tampoco fuimos nosotros, los psicoanalistas, los primeros ni los únicos en hacer este llamado a mirar dentro de la propia casa; pero parece estarnos deparado sustentarlo con gran insistencia y corroborarlo con un material empírico al alcance de cualquiera. De ahí el rechazo general a nuestra ciencia, el descuido por todos los miramientos de la urbanidad académica y el hecho de que la oposición se haya sacudido todos los frenos que impone la lógica imparcial (ver nota(38)); y a esto se suma, como pronto escucharán ustedes, que estamos destinados a turbar la paz de

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este mundo todavía de otras maneras.
19ª conferencia. Resistencia y represión.
(Ver nota(39))
Señoras y señores: Para :seguir avanzando en la comprensión de las neurosis nos hacen falta nuevas experiencias, y abordaremos ahora dos de ellas. Ambas son sumamente raras, y en su tiempo sorprendieron mucho. Por nuestros coloquios del año anterior, ustedes ya están preparados para recibirlas (ver nota(40)).
En primer lugar: Cuando emprendemos el restablecimiento de un enfermo para liberarlo de sus síntomas patológicos, él nos opone una fuerte, una tenaz resistencia, que se mantiene durante todo el tratamiento. Es este un hecho demasiado extraño; no podemos esperar que se le preste mucho crédito. Lo mejor es no mencionárselo siquiera a los parientes del enfermo, pues invariablemente piensan que es una excusa nuestra para disculparnos por la larga duración o el fracaso del tratamiento. También el enfermo produce todos los fenómenos de esta resistencia sin reconocerlo como tales, y es ya un gran éxito que logremos inducirlo a aceptar esta concepción y contar con ella. ¡Piensen un poco: el enfermo, a quien sus síntomas hacen penar tanto, y ve sufrir también a sus parientes; que se aviene a tantos sacrificios de tiempo, de dinero, de trabajo; que se empeña en vencerse a sí mismo para liberarse de ellos ... ¿se rebelaría acaso contra su auxiliador en beneficio de su enfermedad?! ¡Cuán inverosímil tiene que sonar esta aseveración! No obstante, así es; y si se nos aduce su inverosimilitud, nos bastará indicar situaciones análogas: todos los que han acudido al dentista llevados por un insoportable dolor de muelas le han querido detener el brazo cuando él aproximaba las tenazas al diente enfermo.
La resistencia de los enfermos es harto diversificada, refinada en grado sumo, a menudo difícil de reconocer, y son variadas y proteicas las formas de su manifestación.
Es obligatorio para el médico ser desconfiado y mantenerse en guardia contra ella. En la terapia psicoanalítica aplicamos la técnica que ustedes conocen por la interpretación de los sueños. Ordenamos al enfermo que se ponga en un estado de calma observación de sí sin reflexión, y nos comunique todas las percepciones interiores que pueda tener en ese estado -sentimientos, pensamientos, recuerdos-, en la secuencia en que emergen dentro de él. Le advertimos de manera expresa que debe resignar cualquier motivo que le haría practicar una selección o exclusión entre las ocurrencias: que eso es demasiado desagradable o indiscreto para decirlo, o que es demasiado trivial, no viene al caso, o es disparatado y no hace falta decirlo. Le encarecemos que siga siempre sólo la superficie de su conciencia, que omita toda crítica, cualquiera que sea su índole, contra lo que ahí encuentre, y le aseguramos que el resultado del tratamiento, sobre todo su duración, dependen de la escrupulosidad con que obedezca a esta regla téc nica fundamental del análisis(41). Por la técnica de la interpretación de los sueños sabemos que justamente las ocurrencias contra las cuales se elevan esos reparos y objeciones que acabamos de enumerar contienen, por lo general, el material que nos encamina al descubrimiento de lo inconciente.Cuando fijamos esta regla técnica fundamental, lo primero que conseguimos es que se convierta en el blanco de ataque de la resistencia. El enfermo procura evadirse por todos los medios de sus imperativos. Ora asevera que no se le ocurre nada, ora que es tanto lo que le acude que no puede apresar nada. Entonces notamos, con asombro y disgusto, que ha cedido a esta o a aquella objeción crítica: las largas pausas que deja entre sus dichos lo delatan. 0 se confiesa que realmente no puede decirlo, pues lo avergonzaría, y deja que este motivo prevalezca sobre su promesa. 0 se le ocurrió algo, pero atañe a otra persona y no a él mismo, y por eso ha de excluírselo de la comunicación. 0 lo que ahora se le ocurre es realmente tan nimio, tan estúpido y disparatado: yo no puedo haber querido indicarle que se entregue a unos pensamientos así. Y de tal suerte eso continúa con innumerables variaciones, en contra de las cuales uno tiene que declarar que decirlo todo significa realmente decirlo todo.
Es raro tropezar con un enfermo que no intente reservar para sí algún ámbito a fin de defenderlo de la cura. Uno, a quien yo no podía menos que considerar una persona de gran inteligencia, calló así por semanas una íntima relación de amor y, cuando se le pidió cuentas por haber infringido la regla sagrada, se escudó en el argumento de que había creído que esa historia era asunto privado. Naturalmente, la cura analítica no soporta semejante derecho de asilo. Supongamos que en una ciudad como Viena se admita, como excepción, que no está permitido efectuar arrestos en un lugar como el Hohe Markt o la iglesia de San Esteban, y después nos empeñemos en dar caza a determinado criminal. No se lo hallará en otro lugar que en ese refugio. Cierta vez, a un hombre cuyo restablecimiento tenía considerable importancia social, le concedí un derecho de excepción 5sí, pues había prestado un juramento profesional que le prohibía comunicar a otro determinadas cosas. El, es cierto, quedó satisfecho con el resultado, pero yo no; me formé el propósito de no repetir el intento en esas condiciones.
Los neuróticos obsesivos descuellan en componérselas para hacer casi inutilizable la regla técnica; lo hacen sobreimponiéndole su exacerbada conciencia moral y sus dudas. Los que padecen la histeria de angustia logran en ocasiones llevarla ad absurdum produciendo sólo ocurrencias tan alejadas de lo buscado que no dan rédito alguno. Pero no me propongo introducirlos a ustedes en el tratamiento de estas dificultades técnicas. Baste con saber que al final se logra, a fuerza de decisión y de tenacidad, arrancarle a la resistencia una cierta cuota de obediencia a la regla técnica fundamental, y entonces ella se vuelca a otro ámbito. Aparece

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como resistencia intelectual, lucha con argumentos, se hace fuerte en las dificultades e inverosimilitudes que el pensamiento normal, pero no instruido, halla en las doctrinas analíticas. Tenemos que oír así, de labios de un solo individuo, todas las críticas y objeciones que en la bibliografía científica hacen de rugiente coro contra nosotros. Por eso no nos suena a desconocido nada de lo que se nos espeta desde fuera. Es, en toda la regla, una tormenta en un vaso de agua. Empero, el paciente admite razones; le gustaría movernos a que lo instruyésemos, lo aconsejásemos, lo refutásemos, lo introdujésemos en la bibliografía que le permitiría ilustrarse. De buena gana está dispuesto a hacerse partidario del psicoanálisis, bajo la condición de que el análisis deje a salvo su persona. Pero nosotros individualizamos este apetito de saber como resistencia, como distracción de nuestras tareas específicas, y lo rechazamos. En el caso del neurótico obsesivo tenemos que estar preparados para una táctica especial de la resistencia. A menudo deja que el análisis recorra sin trabas su camino, de suerte que logre echar una luz cada vez más clara sobre los enigmas de su enfermedad, pero al final nos asombramos de que este esclarecimiento no traiga como correlato ningún progreso práctico, ningún debilitamiento de los síntomas. Entonces podemos descubrir que la resistencia se ha atrincherado en la duda de la neurosis obsesiva y desde esta posición nos combate con éxito. El enfermo se ha dicho, más o menos: «Todo eso es muy lindo y muy interesante. De buena gana seguiría esa pista. Mi enfermedad cambiaría mucho si eso fuera cierto. Pero yo no creo que lo sea, y puesto que no lo creo, nada tiene que ver con mi enfermedad». Así puede proseguirse por largo tiempo hasta que, al fin, nos aproximamos a esa posición reservada y entonces se desata la batalla decisiva (ver nota(42)).
Las resistencias intelectuales no son las peores; siempre se sale vencedor de ellas. Pero el paciente se las compone también, mientras permanece dentro del marco del análisis, para producir resistencias cuyo vencimiento se cuenta entre las más difíciles tareas técnicas. En lugar de recordar, repite unas actitudes y mociones afectivas de su vida que, por medio de la llamada «trasferencia(43)», pueden emplearse para resistirse al médico y a la cura. Si se trata de un hombre, por lo general tomará este material de su relación con el padre, en cuyo lugar pone al médico, y entonces sus resistencias parten de su afán de afirmar su autonomía personal y de juicio, de su ambición, cuya primera meta fue igualarse al padre o superarlo, de su desgana en cargar otra vez sobre sí el lastre del agradecimiento. A ratos se tiene la impresión de que el propósito dé descaminar al médico, de hacerle sentir su impotencia, de triunfar sobre él, hubiera sustituido por completo en el enfermo al propósito mejor de poner fin a la enfermedad. Las mujeres se las componen magistralmente para hacer sobre el médico una trasferencia tierna, de tinte erótico, y explotarla a los fines de la resistencia. Esta simpatía, llegada a cierta altura, hace que se pierda todo interés por la situación actual de la cura, que se abandonen todos los compromisos que se habían aceptado cuando se ingresó en ella; los ínfaltables celos, así como la amargura por el rechazo inevitable -aunque presentado con todos los miramientos-, no pueden menos que contribuir a estropear el entendimiento personal con el médico y, así, a eliminar una de las más potentes fuerzas impulsoras del análisis.
Las resistencias de esta clase no deben ser objeto de un juicio adverso unilateral. Contienen tanto del material más importante del pasado del enfermo, y lo espejan de manera tan convincente, que se convierten en los mejores soportes del análisis si una técnica diestra sabe darles el giro correcto. Lo notable, eso sí, es que este material siempre se pone al comienzo al servicio de la resistencia y adelanta su fachada hostil al tratamiento. Puede decirse también que son propiedades del carácter, actitudes del yo, las que se movilizan para luchar contra los cambios apetecidos. Así se averigua que estas propiedades del carácter se han formado en conexión con las condiciones de la neurosis y como reacción frente a sus reclamos, y se disciernen rasgos de ese carácter, que llamaríamos latentes, y que de otra manera no podrían aflorar o no podrían hacerlo en esa medida. No piensen ustedes que en el surgimiento de estas resistencias discernimos una amenaza imprevista para la terapia analítica. No, sabemos que estas resistencias tienen que salir a la luz; más aún: quedamos insatisfechos cuando no las provocamos con la nitidez suficiente y no podemos aclarárselas al enfermo. Y hasta entendemos, en definitiva, que el vencimiento de estas resistencias es la operación esencial del análisis(44) y la única pieza del trabajo que nos asegura que hemos conseguido algo con el enfermo.
Agreguen a esto que el enfermo explota, convirtiéndolas en un obstáculo, todas las contingencias que surgen durante el tratamiento, todo suceso externo que pueda distraer de la tarea, toda manifestación pronunciada en su círculo por una autoridad hostil al análisis, una enfermedad orgánica casual o que complique la neurosis, y, que él mismo aprovecha como motivo para ceder en su empeño cualquier mejoría de su estado, y tendrán un cuadro aproximado, aunque todavía incompleto, de las formas y medios a que recurre la resistencia, en lucha contra la cual trascurre todo análisis (ver nota(45)).
He dedicado a este punto un tratamiento tan prolijo porque tengo que comunicarles que esta experiencia nuestra con la resistencia que oponen los neuróticos a la eliminación de sus síntomas se convirtió en la base de nuestra concepción dinámica de las neurosis. Breuer y yo mismo cultivamos originariamente la psicoterapia por medio de la hipnosis; la primera paciente (ver nota(46)) de Breuer fue tratada enteramente en estado de influjo hipnótico; yo al principio lo seguí en eso. Confieso que el trabajo marchaba entonces de manera más fácil y agradable, y aun tomaba un tiempo mucho menor. Pero los resultados eran caprichosos y no duraderos; por eso abandoné definitivamente la hipnosis (ver nota(47)). Y después comprendí que no habría sido posible alcanzar una intelección de la dinámica de estas afecciones si se hubiera seguido usando esa técnica (ver nota(48)). Es que tal estado no podía menos que sustraer de la percepción del médico justamente las resistencias. Las empujaba hacia atrás, despejando un cierto ámbito para el trabajo analítico, y las estancaba en las fronteras de ese ámbito de tal suerte que las hacía impenetrables, efecto este similar al de la duda en el caso de la neurosis obsesiva. Por eso me fue lícito decir, también, que el psicoanálisis propiamente dicho empezó cuando se renunció a la ayuda de la hipnosis (ver nota(49)).
Puesto que la comprobación de la resistencia se ha vuelto tan importante, conviene hacer lugar a una duda precavida: ¿No procedimos con demasiada ligereza al suponer tales resistencias? Quizás existan realmente casos de neurosis en que las asociaciones fallen por otras razones; quizás el contenido de los argumentos dirigidos contra nuestras premisas merezca realmente considerarse, y cometamos un error al desechar tan cómodamente como resistencia la crítica intelectual del analizado. Pero, señores míos, no hemos llegado tan a la ligera a este juicio. Hemos tenido oportunidad de observar a cada uno de esos pacientes críticos en el momento en que surgía una resistencia y tras su desaparición. En efecto, en el curso de un tratamiento la intensidad de la resistencia varía de continuo; aumenta cada vez que nos aproximamos a un tema nuevo, llega a su máxima fuerza en el ápice de la elaboración de este y vuelve a desbaratarse cuando se lo finiquita. Por lo demás, salvo que hayamos cometido particulares torpezas técnicas, nunca nos enfrentamos con la total dimensión de la resistencia

Las resistencias intelectuales no son las peores; siempre se sale vencedor de ellas. Pero el paciente se las compone también, mientras permanece dentro del marco del análisis, para producir resistencias cuyo vencimiento se cuenta entre las más difíciles tareas técnicas. En lugar de recordar, repite unas actitudes y mociones afectivas de su vida que, por medio de la llamada «trasferencia(43)», pueden emplearse para resistirse al médico y a la cura. Si se trata de un hombre, por lo general tomará este material de su relación con el padre, en cuyo lugar pone al médico, y entonces sus resistencias parten de su afán de afirmar su autonomía personal y de juicio, de su ambición, cuya primera meta fue igualarse al padre o superarlo, de su desgana en cargar otra vez sobre sí el lastre del agradecimiento. A ratos se tiene la impresión de que el propósito dé descaminar al médico, de hacerle sentir su impotencia, de triunfar sobre él, hubiera sustituido por completo en el enfermo al propósito mejor de poner fin a la enfermedad. Las mujeres se las componen magistralmente para hacer sobre el médico una trasferencia tierna, de tinte erótico, y explotarla a los fines de la resistencia. Esta simpatía, llegada a cierta altura, hace que se pierda todo interés por la situación actual de la cura, que se abandonen todos los compromisos que se habían aceptado cuando se ingresó en ella; los ínfaltables celos, así como la amargura por el rechazo inevitable -aunque presentado con todos los miramientos-, no pueden menos que contribuir a estropear el entendimiento personal con el médico y, así, a eliminar una de las más potentes fuerzas impulsoras del análisis.
Las resistencias de esta clase no deben ser objeto de un juicio adverso unilateral. Contienen tanto del material más importante del pasado del enfermo, y lo espejan de manera tan convincente, que se convierten en los mejores soportes del análisis si una técnica diestra sabe darles el giro correcto. Lo notable, eso sí, es que este material siempre se pone al comienzo al servicio de la resistencia y adelanta su fachada hostil al tratamiento. Puede decirse también que son propiedades del carácter, actitudes del yo, las que se movilizan para luchar contra los cambios apetecidos. Así se averigua que estas propiedades del carácter se han formado en conexión con las condiciones de la neurosis y como reacción frente a sus reclamos, y se disciernen rasgos de ese carácter, que llamaríamos latentes, y que de otra manera no podrían aflorar o no podrían hacerlo en esa medida. No piensen ustedes que en el surgimiento de estas resistencias discernimos una amenaza imprevista para la terapia analítica. No, sabemos que estas resistencias tienen que salir a la luz; más aún: quedamos insatisfechos cuando no las provocamos con la nitidez suficiente y no podemos aclarárselas al enfermo. Y hasta entendemos, en definitiva, que el vencimiento de estas resistencias es la operación esencial del análisis(44) y la única pieza del trabajo que nos asegura que hemos conseguido algo con el enfermo.
Agreguen a esto que el enfermo explota, convirtiéndolas en un obstáculo, todas las contingencias que surgen durante el tratamiento, todo suceso externo que pueda distraer de la tarea, toda manifestación pronunciada en su círculo por una autoridad hostil al análisis, una enfermedad orgánica casual o que complique la neurosis, y, que él mismo aprovecha como motivo para ceder en su empeño cualquier mejoría de su estado, y tendrán un cuadro aproximado, aunque todavía incompleto, de las formas y medios a que recurre la resistencia, en lucha contra la cual trascurre todo análisis (ver nota(45)).
He dedicado a este punto un tratamiento tan prolijo porque tengo que comunicarles que esta experiencia nuestra con la resistencia que oponen los neuróticos a la eliminación de sus síntomas se convirtió en la base de nuestra concepción dinámica de las neurosis. Breuer y yo mismo cultivamos originariamente la psicoterapia por medio de la hipnosis; la primera paciente (ver nota(46)) de Breuer fue tratada enteramente en estado de influjo hipnótico; yo al principio lo seguí en eso. Confieso que el trabajo marchaba entonces de manera más fácil y agradable, y aun tomaba un tiempo mucho menor. Pero los resultados eran caprichosos y no duraderos; por eso abandoné definitivamente la hipnosis (ver nota(47)). Y después comprendí que no habría sido posible alcanzar una intelección de la dinámica de estas afecciones si se hubiera seguido usando esa técnica (ver nota(48)). Es que tal estado no podía menos que sustraer de la percepción del médico justamente las resistencias. Las empujaba hacia atrás, despejando un cierto ámbito para el trabajo analítico, y las estancaba en las fronteras de ese ámbito de tal suerte que las hacía impenetrables, efecto este similar al de la duda en el caso de la neurosis obsesiva. Por eso me fue lícito decir, también, que el psicoanálisis propiamente dicho empezó cuando se renunció a la ayuda de la hipnosis (ver nota(49)).
Puesto que la comprobación de la resistencia se ha vuelto tan importante, conviene hacer lugar a una duda precavida: ¿No procedimos con demasiada ligereza al suponer tales resistencias? Quizás existan realmente casos de neurosis en que las asociaciones fallen por otras razones; quizás el contenido de los argumentos dirigidos contra nuestras premisas merezca realmente considerarse, y cometamos un error al desechar tan cómodamente como resistencia la crítica intelectual del analizado. Pero, señores míos, no hemos llegado tan a la ligera a este juicio. Hemos tenido oportunidad de observar a cada uno de esos pacientes críticos en el momento en que surgía una resistencia y tras su desaparición. En efecto, en el curso de un tratamiento la intensidad de la resistencia varía de continuo; aumenta cada vez que nos aproximamos a un tema nuevo, llega a su máxima fuerza en el ápice de la elaboración de este y vuelve a desbaratarse cuando se lo finiquita. Por lo demás, salvo que hayamos cometido particulares torpezas técnicas, nunca nos enfrentamos con la total dimensión de la resistencia

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que un paciente puede desplegar. Así, pudimos convencernos de que un mismo individuo desecha incontables veces en el curso del análisis su actitud crítica y la vuelve a retomar. Si estamos a punto de promover a su conciencia un fragmento nuevo del material inconciente, particularmente penoso para él, se vuelve crítico al extremo; si antes había comprendido y aceptado mucho, ahora estas adquisiciones quedan como borradas; en su afán de oponerse a cualquier precio puede dar la imagen cabal de un imbécil en el campo afectivo. Si se logra ayudarlo a vencer esta nueva resistencia, recupera su discernimiento y su comprensión. Por tanto, su crítica no es una función autónoma, que debiera respetarse como tal; es la auxiliar de sus actitudes afectivas y está dirigida por su resistencia. Si algo no le viene bien, puede defenderse contra eso con mucha agudeza y aparecer muy crítico; si algo le conviene, puede mostrarse muy crédulo. Quizá no seamos muy diferentes todos nosotros; si el analizado exhibe con tanta claridad esta dependencia del intelecto respecto de la vida afectiva, ello se debe únicamente a que en el análisis lo ponemos en un aprieto muy grande.
Ahora bien, ¿de qué manera explicamos esta observación, a saber, que el enfermo se defiende con tanta energía contra la eliminación de sus síntomas y el restablecimiento de un discurrir normal en sus procesos anímicos? Nos decimos que ahí registramos fuerzas poderosas que se oponen a un cambio de estado; tienen que ser las mismas que en su tiempo lo impusieron. En la formación del síntoma tiene que haber ocurrido algo que ahora podemos reconstruir por las experiencias que hacemos en su solución. Ya desde la observación de Breuer lo sabemos: la existencia del síntoma tiene por premisa que algún proceso anímico no fue llevado hasta el final normalmente, vale decir, de manera que pudiera devenir conciente. El síntoma es un sustituto de lo que se interceptó. Y bien; conocemos el lugar donde es preciso situar la así conjeturada acción. Debe de haberse producido una violenta renuencia a que el proceso anímico cuestionado penetrase hasta la conciencia; por eso permaneció inconciente. Y en cuanto inconciente tuvo el poder de formar un síntoma. Esa misma renuencia se opone durante la cura analítica al esfuerzo por volver a transportar lo inconciente a lo conciente. Esto es lo que sentimos como resistencia. El proceso patógeno que la resistencia nos revela ha de recibir el nombre de represión.
Sobre este proceso de la represión tenemos que precisar ahora mejor las ideas. Es la precondición de la formación de síntoma, pero es también algo que no se parece a nada de lo que conocemos. Si tomamos por modelo un impulso, un proceso anímico que se afana por trasponerse en una acción, sabemos que puede sufrir un rechazo que llamamos desestimación
o juicio adverso. Con ello le es sustraída la energía de que dispone; se vuelve impotente, pero puede subsistir como recuerdo. Todo el proceso de la decisión que se adopte sobre él trascurre a sabiendas del yo. Enteramente diverso sería si imagináramos que ese mismo impulso fue sometido a la represión. Entonces conservarla su energía y no restaría recuerdo alguno de él; además, el proceso de la represión se consumaría sin que el yo lo notase. Esta comparación, entonces, no nos aproxima a la esencia de la represión.
Quiero exponerles las representaciones(50) teóricas que demostraron ser las únicas utilizables para ligar el concepto de la represión con una figura más determinada. A tal fin, es necesario, sobre todo, que avancemos desde el sentido puramente descriptivo de la palabra «inconciente» hasta el sentido sistemático de esta palabra (ver nota(51)), o sea, nos decidamos a decir que la condición de conciente o la condición de inconciente {Unbewusstheít) de un proceso psíquico es sólo una de sus propiedades, y no necesariamente unívoca. Cuando un proceso así ha permanecido inconciente, entonces ese su apartamiento de la conciencia es quizá sólo un indicio del destino que ha experimentado, y no ese destino mismo. Para representarnos gráficamente este destino, supongamos que todo proceso anímico -aquí habrá que hacer una excepción, que mencionaremos más tarde(52)- existe primeramente en un estadio o en una fase inconciente, y sólo a partir de esta se traspasa a la fase conciente, como una imagen fotográfica es primero un negativo y se convierte en imagen por el proceso del revelado. Ahora bien, no es forzoso que de todo negativo se obtenga un positivo, y menos todavía que todo proceso anímico inconciente se trasmute en uno conciente. Nos resulta ventajoso expresarnos así: el proceso singular pertenece primeramente al sistema psíquico de lo inconciente, y después, en ciertas circunstancias, puede pasar al sistema de lo conciente.
La representación más grosera de estos sistemas es para nosotros la más cómoda; me refiero a la espacial. Equiparamos entonces el sistema del inconciente a un gran vestíbulo donde las mociones anímicas pululan como individuos. En este vestíbulo se incluye otro más estrecho, una suerte de salón en el que está presente también la conciencia. Pero en el umbral entre ambos espacios está en funciones un guardián que examina las mociones anímicas singulares, las censura y no las deja entrar en el salón si excitan su desagrado. Enseguida advierten ustedes que no hay mucha diferencia entre que el guardián rechace a una moción singular ya desde el umbral o vuelva por ella y le enseñe la puerta después que entró en el salón. Lo único que allí está en juego es el grado en que ejerce su vigilancia y su individualización más o menos precoz del intruso. Si nos atenemos a esta imagen, podremos extender nuestra nomenclatura. Las mociones que están dentro del vestíbulo del inconciente quedan sustraídas a la mirada de la conciencia, que se encuentra en el otro espacio; por fuerza tienen que permanecer al principio inconcientes. Cuando ya se abrieron paso hasta el umbral y fueron refrenadas por el guardián, son inadmisibles en la conciencia:(53) las llamamos reprimidas(54).Pero las mociones a las que el guardián dejó pasar el umbral no por eso han devenido necesariamente concientes; meramente pueden llegar a serlo si logran atraer sobre ellas la mirada de la conciencia. Por eso con buen derecho llamamos a este segundo espacio el sistema del preconciente. El devenir-conciente mantiene así su sentido puramente descriptivo. El destino de la represión para una moción singular consiste, empero, en que el guardián no la deja pasar del sistema del inconciente al del preconciente. Es el mismo guardián con quien tomamos conocimiento en calidad de resistencia cuando procuramos cancelar la represión mediante el tratamiento analítico.
Sé que ahora ustedes dirán que estas representaciones son tan burdas como fantásticas y en modo alguno admisibles dentro de una exposición científica. Yo sé que son burdas; más aún: sabemos que son incorrectas y, si no andamos muy errados, ya les tenemos preparado un sustituto mejor (ver nota(55)). Si después les seguirán pareciendo tan fantásticas, eso no lo sé. Provisionalmente, son imágenes auxiliares como las del hombrecillo de Amp(56)ère(57), que nadaba en la corriente eléctrica; y no son de despreciar en la medida en que pueda utilizárselas para comprender las observaciones. Yo quisiera asegurarles que estos burdos supuestos acerca de los dos espacios, del guardián en el umbral entre ambos y de la conciencia como un observador situado al final de la segunda sala tienen que significar, pese a todo, una aproximación muy grande al estado de cosas real. Me gustaría oír de ustedes la admisión de que nuestras designaciones inconciente, preconciente, conciente, son mucho menos perjudiciales y de justificación más fácil que otras que se han propuesto o han entrado en uso, como subconsciente, paraconciente, intraconciente, y similares (ver nota(58)).

Ahora bien, ¿de qué manera explicamos esta observación, a saber, que el enfermo se defiende con tanta energía contra la eliminación de sus síntomas y el restablecimiento de un discurrir normal en sus procesos anímicos? Nos decimos que ahí registramos fuerzas poderosas que se oponen a un cambio de estado; tienen que ser las mismas que en su tiempo lo impusieron. En la formación del síntoma tiene que haber ocurrido algo que ahora podemos reconstruir por las experiencias que hacemos en su solución. Ya desde la observación de Breuer lo sabemos: la existencia del síntoma tiene por premisa que algún proceso anímico no fue llevado hasta el final normalmente, vale decir, de manera que pudiera devenir conciente. El síntoma es un sustituto de lo que se interceptó. Y bien; conocemos el lugar donde es preciso situar la así conjeturada acción. Debe de haberse producido una violenta renuencia a que el proceso anímico cuestionado penetrase hasta la conciencia; por eso permaneció inconciente. Y en cuanto inconciente tuvo el poder de formar un síntoma. Esa misma renuencia se opone durante la cura analítica al esfuerzo por volver a transportar lo inconciente a lo conciente. Esto es lo que sentimos como resistencia. El proceso patógeno que la resistencia nos revela ha de recibir el nombre de represión.
Sobre este proceso de la represión tenemos que precisar ahora mejor las ideas. Es la precondición de la formación de síntoma, pero es también algo que no se parece a nada de lo que conocemos. Si tomamos por modelo un impulso, un proceso anímico que se afana por trasponerse en una acción, sabemos que puede sufrir un rechazo que llamamos desestimación
o juicio adverso. Con ello le es sustraída la energía de que dispone; se vuelve impotente, pero puede subsistir como recuerdo. Todo el proceso de la decisión que se adopte sobre él trascurre a sabiendas del yo. Enteramente diverso sería si imagináramos que ese mismo impulso fue sometido a la represión. Entonces conservarla su energía y no restaría recuerdo alguno de él; además, el proceso de la represión se consumaría sin que el yo lo notase. Esta comparación, entonces, no nos aproxima a la esencia de la represión.
Quiero exponerles las representaciones(50) teóricas que demostraron ser las únicas utilizables para ligar el concepto de la represión con una figura más determinada. A tal fin, es necesario, sobre todo, que avancemos desde el sentido puramente descriptivo de la palabra «inconciente» hasta el sentido sistemático de esta palabra (ver nota(51)), o sea, nos decidamos a decir que la condición de conciente o la condición de inconciente {Unbewusstheít) de un proceso psíquico es sólo una de sus propiedades, y no necesariamente unívoca. Cuando un proceso así ha permanecido inconciente, entonces ese su apartamiento de la conciencia es quizá sólo un indicio del destino que ha experimentado, y no ese destino mismo. Para representarnos gráficamente este destino, supongamos que todo proceso anímico -aquí habrá que hacer una excepción, que mencionaremos más tarde(52)- existe primeramente en un estadio o en una fase inconciente, y sólo a partir de esta se traspasa a la fase conciente, como una imagen fotográfica es primero un negativo y se convierte en imagen por el proceso del revelado. Ahora bien, no es forzoso que de todo negativo se obtenga un positivo, y menos todavía que todo proceso anímico inconciente se trasmute en uno conciente. Nos resulta ventajoso expresarnos así: el proceso singular pertenece primeramente al sistema psíquico de lo inconciente, y después, en ciertas circunstancias, puede pasar al sistema de lo conciente.
La representación más grosera de estos sistemas es para nosotros la más cómoda; me refiero a la espacial. Equiparamos entonces el sistema del inconciente a un gran vestíbulo donde las mociones anímicas pululan como individuos. En este vestíbulo se incluye otro más estrecho, una suerte de salón en el que está presente también la conciencia. Pero en el umbral entre ambos espacios está en funciones un guardián que examina las mociones anímicas singulares, las censura y no las deja entrar en el salón si excitan su desagrado. Enseguida advierten ustedes que no hay mucha diferencia entre que el guardián rechace a una moción singular ya desde el umbral o vuelva por ella y le enseñe la puerta después que entró en el salón. Lo único que allí está en juego es el grado en que ejerce su vigilancia y su individualización más o menos precoz del intruso. Si nos atenemos a esta imagen, podremos extender nuestra nomenclatura. Las mociones que están dentro del vestíbulo del inconciente quedan sustraídas a la mirada de la conciencia, que se encuentra en el otro espacio; por fuerza tienen que permanecer al principio inconcientes. Cuando ya se abrieron paso hasta el umbral y fueron refrenadas por el guardián, son inadmisibles en la conciencia:(53) las llamamos reprimidas(54).Pero las mociones a las que el guardián dejó pasar el umbral no por eso han devenido necesariamente concientes; meramente pueden llegar a serlo si logran atraer sobre ellas la mirada de la conciencia. Por eso con buen derecho llamamos a este segundo espacio el sistema del preconciente. El devenir-conciente mantiene así su sentido puramente descriptivo. El destino de la represión para una moción singular consiste, empero, en que el guardián no la deja pasar del sistema del inconciente al del preconciente. Es el mismo guardián con quien tomamos conocimiento en calidad de resistencia cuando procuramos cancelar la represión mediante el tratamiento analítico.
Sé que ahora ustedes dirán que estas representaciones son tan burdas como fantásticas y en modo alguno admisibles dentro de una exposición científica. Yo sé que son burdas; más aún: sabemos que son incorrectas y, si no andamos muy errados, ya les tenemos preparado un sustituto mejor (ver nota(55)). Si después les seguirán pareciendo tan fantásticas, eso no lo sé. Provisionalmente, son imágenes auxiliares como las del hombrecillo de Amp(56)ère(57), que nadaba en la corriente eléctrica; y no son de despreciar en la medida en que pueda utilizárselas para comprender las observaciones. Yo quisiera asegurarles que estos burdos supuestos acerca de los dos espacios, del guardián en el umbral entre ambos y de la conciencia como un observador situado al final de la segunda sala tienen que significar, pese a todo, una aproximación muy grande al estado de cosas real. Me gustaría oír de ustedes la admisión de que nuestras designaciones inconciente, preconciente, conciente, son mucho menos perjudiciales y de justificación más fácil que otras que se han propuesto o han entrado en uso, como subconsciente, paraconciente, intraconciente, y similares (ver nota(58)).

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el segundo estaba algo escondido por un factor que mencionaré más adelante. Ahora bien, lo
Más importante habrá de parecerme, por esos una advertencia de ustedes en el sentido de que la organización del aparato anímico que hemos supuesto aquí con miras a explicar síntomas neuróticos tendría que ser universalmente válida y, por tanto, arrojar luz también sobre la función normal. En esto, desde luego, tienen razón. Ahora no podemos perseguir esta consecuencia; pero nuestro interés por la psicología de la formación de síntoma habrá de aumentar extraordinariamente si nos aguarda la perspectiva de arrojar luz, por el estudio de las condiciones patológicas, sobre el acaecer anímico normal, tan bien encubierto.¿No advierten ustedes dónde se apoyan nuestras puntualizaciones sobre los dos sistemas, sobre el vínculo entre ellos y con la conciencia? ¡Pero si el guardián entre el preconciente y el inconciente no es otra cosa que la censura a la cual, según vimos,' estaba sometida la conformación del sueño manifiesto! Los restos diurnos, en los que individualizamos a los incitadores del sueño, eran un material preconciente que durante la noche, en el estado del dormir, había podido experimentar la influencia de unas mociones de deseo inconcientes y reprimidas, y formar el sueño latente en comunidad con estas mociones y merced a la energía de ellas. Bajo el imperio del sistema inconciente, ese material había recibido un tipo de procesamiento -la condensación y el desplazamiento- que en la vida anímica normal, es decir, dentro del sistema preconciente, es desconocido o se admite sólo por excepción. Esta diversidad de los modos de trabajo se nos convirtió en la característica de ambos sistemas; y en cuanto a la relación con la conciencia, que depende del preconciente, la juzgamos sólo como signo de la pertenencia a uno de los dos (ver nota(59)). Ahora bien, el sueño ya no es un fenómeno patológico; puede aparecer en toda persona sana bajo las condiciones del estado del dormir. Aquel supuesto sobre la estructura del aparato anímico que nos permita comprender en una unidad la formación del sueño y la de los síntomas neuróticos tiene un derecho incontrastable a que se lo tome en cuenta también respecto de la vida normal del alma.
Es todo lo que queremos decir por ahora sobre la represión. Pero ella no es más que la condición previa para que se forme un síntoma. Sabemos que este es un sustituto de algo que fue estorbado por la represión. Pero ~e conocer la represión a comprender esta formación sustitutiva media todavía considerable distancia. Tras comprobar aquella, en el otro costado del problema surgen estas preguntas: ¿Qué tipo de mociones anímicas sucumben a la represión? ¿Qué fuerzas la imponen? ¿Por qué motivos? Sobre esto, sólo una cosa sabemos hasta ahora. Cuando estudiamos la resistencia, averiguamos que ella parte de unas fuerzas del yo, de unas propiedades del carácter conocidas y latentes. También son estas, entonces, las que procuraron la represión o, al menos, participaron en ella. Lo demás nos es todavía desconocido.
En este punto viene en nuestro auxilio la segunda experiencia que yo había anunciado. El análisis nos permite indicar en todos los casos el propósito de los síntomas neuróticos. Tampoco esto es nuevo para ustedes. Ya se los he mostrado en dos casos de neurosis. Pero, ¿qué valen dos casos? Ustedes tienen derecho a exigir que se lo demuestre doscientas, incontables veces. De nuevo esto tiene que remplazarse por la experiencia propia o por la fe, que en este punto puede invocar el testimonio coincidente de todos los psicoanalistas.
Ustedes lo recuerdan; en dos casos cuyos síntomas sometimos a una indagación profunda, el análisis nos inició en lo más íntimo de la vida sexual de estos enfermos. En el primero, además, individualizamos con particular nitidez el propósito o tendencia del síntoma indagado; quizás en mismo que vimos en estos dos ejemplos nos lo enseñarían todos los otros casos que sometiéramos al análisis. Este nos introduciría siempre en las vivencias y deseos sexuales del enfermo, y siempre nos veríamos obligados a comprobar que sus síntomas sirven al mismo propósito: se nos da a conocer, como tal, la satisfacción de unos deseos sexuales; los síntomas sirven a la satisfacción sexual de los enfermos, son un sustituto de esa satisfacción que les falta en la vida.
Consideren la acción obsesiva de nuestra primera paciente. La mujer echa de menos a su marido, a quien ama intensamente, pero con quien no puede convivir a causa de las deficiencias y debilidades de él. Tiene que permanecerle fiel, no puede remplazarlo por otro. Su síntoma obsesivo le da lo que ella ansía: eleva a su marido, corrige, desmiente sus debilidades, sobre todo su impotencia. Este síntoma es en el fondo un cumplimiento de deseo, en un todo como un sueño, y es además (lo que el sueño no es siempre) el cumplimiento de un deseo erótico. En el caso de nuestra segunda paciente pudieron ustedes al menos sacar en limpio que su ceremonial pretendía estorbar el comercio sexual de los padres o impedir que concibiesen otro hijo. Y aun coligieron que en el fondo ella aspiraba a ponerse en el lugar de la madre. Por tanto, otra vez una remoción de lo que perturba la satisfacción sexual y el cumplimiento de unos deseos sexuales propios. Pronto nos referiremos a la complicación que mencionamos poco antes.
¡Mis estimados señores! No me gustaría tener que restringir más adelante la universalidad de estas aseveraciones; por eso les hago notar que todo lo que aquí digo sobre represión, formación de síntomas y significado de estos últimos se obtuvo con relación a tres formas de neurosis: la histeria de angustia, la histeria de conversión y la neurosis obsesiva, y por tanto en principio sólo vale para ellas. Estas tres afecciones, que solemos reunir en un solo grupo bajo el título de «neurosis de trasferencia(60)», abarcan también el campo en que puede afianzarse la terapia psicoanalítica. Las otras neurosis han sido mucho menos estudiadas por el psicoanálisis; respecto de un grupo de ellas, el motivo de ese retraso fue sin duda la imposibilidad de conseguir un resultado terapéutico. No deben olvidar que el psicoanálisis es todavía una ciencia muy joven, su preparación demanda mucho trabajo y esfuerzo, y hasta no hace mucho se basaba en lo que podían ver dos ojos solamente. Empero, por todas partes estamos a punto de penetrar en la comprensión de estas otras afecciones, las que no son neurosis de trasferencia. Espero poder exponerles todavía las ampliaciones que nuestros supuestos experimentan al aplicarse a este material nuevo, así como los resultados que de ahí se obtienen, y mostrarles que estos ulteriores estudios no han llevado a contradicciones, sino a unidades de nivel superior (ver nota(61) ). Así pues, todo lo que ahora diré rige para las tres neurosis de trasferencia; permítanme entonces continuar con otra comunicación que acrecienta el valor de los síntomas. Una indagación comparativa de las ocasiones en que puede contraerse la neurosis da un resultado que puede verterse en esta fórmula: Estas personas enferman a raíz de una frustración cualquiera, cuando la realidad les escatima la satisfacción de sus deseos sexuales (ver nota(62)). Adviertan cuán admirablemente armonizan entre sí estos dos resultados. Ello nos reafirma que los síntomas han de comprenderse como una satisfacción sustitutiva de lo que fe echó de menos en la vida.
Sin duda, es posible plantear aún toda clase de objeciones a la tesis según la cual los síntomas neuróticos son unas satisfacciones sexuales sustitutivas. Ustedes mismos, tras

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haber indagado analíticamente a un mayor número de neuróticos, me informarán quizá, sacudiendo la cabeza: «Pero ... en una serie de casos esto no es así en modo alguno; los síntomas parecen contener más bien el propósito contrario, el de excluir o cancelar la satisfacción sexual». No impugnaré la corrección de la interpretación de ustedes. Es que las cosas suelen presentarse en el psicoanálisis más complicadas de lo que quisiéramos. Y si fueran tan simples, quizá no se requeriría del psicoanálisis para echar luz sobre ellas. En realidad, ya algunos rasgos del ceremonial de nuestra segunda paciente dejan reconocer este carácter ascético, enemigo de la satisfacción sexual; por ejemplo, el hecho de que quite los relojes, lo cual tiene el sentido mágico de evitar erecciones nocturnas, o el de que pretenda prevenir la caída y rotura de vasijas, lo cual equivale a una protección de su virginidad.
En otros casos de ceremonial de dormir que pude analizar, este carácter negativo era mucho más expreso; el ceremonial podía consistir enteramente en unas medidas de defensa contra recuerdos y tentaciones sexuales. Y bien: hartas veces hemos comprobado ya en el psicoanálisis que opuestos no equivalen a contradicción (ver nota(63)). Pudimos ampliar nuestra aseveración y sostener que los síntomas llevan el propósito de obtener una satisfacción sexual o bien de defenderse de ella; así, en la histeria prevalece el carácter positivo, de cumplimiento de deseo, y en la neurosis obsesiva, el negativo, ascético. Si los síntomas pueden servir tanto a la satisfacción sexual como a su opuesto, esta bilateralidad o polaridad suya tiene un notable fundamento en una pieza de su mecanismo, que aún no pudimos mencionar. En efecto, según llegaremos a saber, son productos de compromiso; nacen de la interferencia de dos aspiraciones opuestas y subrogan tanto a lo reprimido cuanto a lo represor que han cooperado en su génesis. La subrogación puede entonces inclinarse más hacia un lado o hacia el otro; es raro que una de esas influencias falte por completo. En la histeria se alcanza, las más de las veces, la coincidencia de los dos propósitos en el mismo síntoma. En la neurosis obsesiva, las dos partes a menudo se separan; el síntoma se hace entonces de dos tiempos, consta de dos acciones sucesivas que se cancelan entre sí (ver nota(64)).
No nos resultará tan fácil aventar un segundo reparo. Si ustedes abarcan con la mirada una serie más amplia de interpretaciones de síntomas, probablemente juzguen al comienzo que en ellas el concepto de satisfacción sexual sustitutiva se ha extendido hasta límites extremos. No dejarán de destacar que esos síntomas no ofrecen nada real en materia de satisfacción, y aun con bastante frecuencia se limitan a reanimar una sensación o a figurar una fantasía proveniente de un complejo sexual. Apuntarán, además, que la supuesta satisfacción sexual muestra demasiado a menudo un carácter infantil e indigno, tal vez se aproxima a un acto masturbatorio o recuerda a las cochinas malas costumbres que ya en los niños se prohiben y se desarraigan. Y encima expresarán su asombro ante el hecho de que se quiera hacer pasar por una satisfacción sexual lo que quizá tendría que describirse como satisfacción de concupiscencias que se dirían crueles o monstruosas, y hasta antinaturales. Sobre estos últimos puntos, señores míos, no habremos de alcanzar acuerdo alguno antes de someter a indagación radical la vida sexual de los seres humanos y establecer lo que es lícito llamar «sexual».
En otros casos de ceremonial de dormir que pude analizar, este carácter negativo era mucho más expreso; el ceremonial podía consistir enteramente en unas medidas de defensa contra recuerdos y tentaciones sexuales. Y bien: hartas veces hemos comprobado ya en el psicoanálisis que opuestos no equivalen a contradicción (ver nota(63)). Pudimos ampliar nuestra aseveración y sostener que los síntomas llevan el propósito de obtener una satisfacción sexual o bien de defenderse de ella; así, en la histeria prevalece el carácter positivo, de cumplimiento de deseo, y en la neurosis obsesiva, el negativo, ascético. Si los síntomas pueden servir tanto a la satisfacción sexual como a su opuesto, esta bilateralidad o polaridad suya tiene un notable fundamento en una pieza de su mecanismo, que aún no pudimos mencionar. En efecto, según llegaremos a saber, son productos de compromiso; nacen de la interferencia de dos aspiraciones opuestas y subrogan tanto a lo reprimido cuanto a lo represor que han cooperado en su génesis. La subrogación puede entonces inclinarse más hacia un lado o hacia el otro; es raro que una de esas influencias falte por completo. En la histeria se alcanza, las más de las veces, la coincidencia de los dos propósitos en el mismo síntoma. En la neurosis obsesiva, las dos partes a menudo se separan; el síntoma se hace entonces de dos tiempos, consta de dos acciones sucesivas que se cancelan entre sí (ver nota(64)).
No nos resultará tan fácil aventar un segundo reparo. Si ustedes abarcan con la mirada una serie más amplia de interpretaciones de síntomas, probablemente juzguen al comienzo que en ellas el concepto de satisfacción sexual sustitutiva se ha extendido hasta límites extremos. No dejarán de destacar que esos síntomas no ofrecen nada real en materia de satisfacción, y aun con bastante frecuencia se limitan a reanimar una sensación o a figurar una fantasía proveniente de un complejo sexual. Apuntarán, además, que la supuesta satisfacción sexual muestra demasiado a menudo un carácter infantil e indigno, tal vez se aproxima a un acto masturbatorio o recuerda a las cochinas malas costumbres que ya en los niños se prohiben y se desarraigan. Y encima expresarán su asombro ante el hecho de que se quiera hacer pasar por una satisfacción sexual lo que quizá tendría que describirse como satisfacción de concupiscencias que se dirían crueles o monstruosas, y hasta antinaturales. Sobre estos últimos puntos, señores míos, no habremos de alcanzar acuerdo alguno antes de someter a indagación radical la vida sexual de los seres humanos y establecer lo que es lícito llamar «sexual».
20° conferencia. La vida sexual de los seres humanos
(Ver nota(65))
Señoras y señores: Y sin embargo, se creería que no puede dar lugar a dudas qué ha de entenderse por «sexual». Y bien, ante todo, lo sexual es lo indecoroso, aquello de lo que no está permitido hablar. Me han contado que los alumnos de un famoso psiquiatra se tomaron una vez el trabajo de convencer a su maestro de que los síntomas de las histéricas figuran con muchísima frecuencia cosas sexuales. Con este propósito lo llevaron ante el lecho de una histérica cuyos ataques imitaban indudablemente el proceso de un parto. Pero él dijo, meneando la cabeza: «Bueno, pero un parto no es nada sexual». No en todas las circunstancias, claro está un parto tiene que ser algo indecoroso.
Ya veo que les disgusta que tome en broma cosas tan serias. Pero no es enteramente broma. En serio: no es fácil indicar el contenido del concepto «sexual». Todo lo que se relaciona con la diferencia entre los dos sexos: eso sería quizá lo único pertinente, pero ustedes lo hallarán incoloro y demasiado amplio. Si ponen en el centro el hecho del acto sexual, enunciarán tal vez que sexual es todo lo que con el propósito de obtener una ganancia de placer se ocupa del cuerpo, en especial de las partes sexuales del otro sexo, y, en última instancia, apunta a la unión de los genitales y a la ejecución del acto sexual. Pero entonces no están ustedes muy lejos de la equiparación entre lo sexual y lo indecoroso, y en realidad el parto no pertenecería a lo sexual. Ahora bien, si convierten a la función de la reproducción en el núcleo de la sexualidad, corren el riesgo de excluir toda una serie de cosas que no apuntan a la reproducción y, no obstante, son con seguridad sexuales, como la masturbación y aun el besar. Pero ya estamos al tanto de que ensayar definiciones nos acarrea siempre dificultades; renunciemos a tener mejor suerte en este caso. Podemos vislumbrar que en el desarrollo del concepto de «sexual» ha ocurrido algo que, según una feliz expresión de H. Silberer, tuvo por consecuencia un «error de superposición(66)».
En general, no carecemos de orientación acerca de lo que los hombres llaman sexual. Para todas las necesidades prácticas de la vida cotidiana, bastará algo que combine las referencias a la oposición entre los sexos, a la ganancia de placer, a la función de la reproducción y al carácter de lo indecoroso que ha de mantenerse en secreto. Pero para la ciencia no basta con eso. En efecto, cuidadosas indagaciones, que por cierto sólo pudieron realizarse tras un

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abnegado olvido de sí mismo, nos han hecho conocer a grupos de individuos cuya «vida sexual» se aparta, de la manera más llamativa, de la que es habitual en el promedio. Una parte de estos «perversos» han borrado de su programa, por así decir, la diferencia entre los sexos. Sólo los de su mismo sexo pueden excitar sus deseos sexuales; los otros, y sobre todo sus partes sexuales, no constituyen para ellos objeto sexual alguno y, en los casos extremos, les provocan repugnancia. Desde luego, han renunciado así a participar en la reproducción. A estas personas las llamamos homosexuales o invertidos. Muchas veces -no siempre- son hombres y mujeres por lo demás intachables, de elevado desarrollo intelectual y ético, y aquejados sólo de esta fatal desviación. Por boca de sus portavoces científicos se presentan como una variedad particular del género humano, como un «tercer sexo» a igual título que los otros dos. Quizá tengamos después oportunidad de someter a crítica sus pretensiones. Por cierto que ellos no son, como gustarían proclamarse, una «cepa selecta» de la humanidad, sino que incluyen por lo menos tantos individuos inferiores e inútiles como los que hay en cualquier otra variedad en el orden sexual.
De todos modos, estos perversos hacen con su objeto sexual más o menos lo mismo que los normales con el suyo. Pero sigue luego una larga serie de anormales cuyas prácticas sexuales se apartan cada vez más de lo que un hombre dotado de razón considera apetecible. Por su diversidad y su anomalía sólo son comparables a los monstruos grotescos que Breughel ha pintado en La tentación de San Antonio, o a los dioses y fieles olvidados que Flaubert hace desfilar en larga procesión ante su piadoso penitente (ver nota(67)). Este tropel reclama alguna clase de orden; de lo contrario nos confundiríamos. Los dividimos en dos grupos: aquellos en que se ha mudado el objeto sexual (como en el caso de los homosexuales) y aquellos en quienes principalmente se alteró la meta sexual. Al primer grupo pertenecen los que renunciaron a la unión de los dos genitales y en el acto sexual los sustituyen, con un compañero, por otra parte o región del cuerpo; al hacerlo se sobreponen a la falta del dispositivo orgánico y al impedimento del asco. (Boca, ano en lugar de la vagina.) Después siguen otros para los que cuentan los genitales, mas no a causa de sus funciones sexuales, sino de otras en las que participan por razones anatómicas y motivos de proximidad. En ellos advertimos que las func iones excretorias, apartadas por indecorosas en la educación del niño, siguen siendo capaces de atraer sobre sí el pleno interés sexual. Otros, todavía, han resignado enteramente como objeto los genitales, elevando en su remplazo otra parte del cuerpo a la condición de objeto anhelado: el pecho de la mujer, el pie, una trenza. Vienen después los que no se interesan ni siquiera por una parte del cuerpo, pues una pieza de indumentaria les llena todos los deseos: un zapato, una ropa interior; son los fetichistas. Por último, las personas que reclaman el objeto total, pero le hacen determinadas demandas, raras u horrendas, incluida la de que se convierta en un cadáver inerme, y llevados por una compulsión criminal hacen lo preciso para poder gozarlo así. ¡Pero basta ya de crueldades por este lado!
El otro grupo está constituido por los perversos que han establecido como meta de los deseos sexuales lo que normalmente es sólo una acción preliminar y preparatoria. Son los que anhelan mirar y palpar a la otra persona, o contemplarla en sus funciones íntimas; o los que desnudan las partes pudendas de su cuerpo con la oscura esperanza de ser recompensados con una acción idéntica del otro. Después siguen los enigmáticos sádicos, cuya aspiración tierna no conoce otra meta que infligir dolores y martirizar a su objeto, desde muestras de humillación hasta graves daños corporales; y, como para contrabalancearlos, sus correspondientes, los masoquistas, cuyo único placer es soportar de su objeto amado toda clase de humillaciones y martirios, tanto en forma simbólica como real. Y otros todavía, en quienes varias de estas condiciones anormales se unen y se entrelazan; y por último, tenemos que saber que cada uno de estos grupos existe de dos maneras: junto a unos que buscan su satisfacción sexual en la realidad, existen otros que se contentan con imaginarse meramente esa satisfacción; a estos no les hace falta ningún objeto real, sino que pueden sustituírselo por la fantasía.
Y en todo esto no puede caber la mínima duda de que la práctica sexual de estos hombres consiste precisamente en tales locuras, extravagancias y horrores. No sólo que ellos la entienden así y la perciben como un sustituto; tenemos que decir también que cumple en su vida idéntico papel que la satisfacción sexual normal en la nuestra; para obtenerla hacen los mismos sacrificios, a menudo muy penosos, y puede estudiarse tanto a grandes rasgos como con el más fino detalle dónde estas anormalidades se apuntalan en lo normal y dónde se apartan. No se les escapa a ustedes, tampoco, que vuelve a aparecer aquí el carácter de lo indecoroso, adherido a la práctica sexual; pero a menudo se extrema hasta lo salaz.

De todos modos, estos perversos hacen con su objeto sexual más o menos lo mismo que los normales con el suyo. Pero sigue luego una larga serie de anormales cuyas prácticas sexuales se apartan cada vez más de lo que un hombre dotado de razón considera apetecible. Por su diversidad y su anomalía sólo son comparables a los monstruos grotescos que Breughel ha pintado en La tentación de San Antonio, o a los dioses y fieles olvidados que Flaubert hace desfilar en larga procesión ante su piadoso penitente (ver nota(67)). Este tropel reclama alguna clase de orden; de lo contrario nos confundiríamos. Los dividimos en dos grupos: aquellos en que se ha mudado el objeto sexual (como en el caso de los homosexuales) y aquellos en quienes principalmente se alteró la meta sexual. Al primer grupo pertenecen los que renunciaron a la unión de los dos genitales y en el acto sexual los sustituyen, con un compañero, por otra parte o región del cuerpo; al hacerlo se sobreponen a la falta del dispositivo orgánico y al impedimento del asco. (Boca, ano en lugar de la vagina.) Después siguen otros para los que cuentan los genitales, mas no a causa de sus funciones sexuales, sino de otras en las que participan por razones anatómicas y motivos de proximidad. En ellos advertimos que las func iones excretorias, apartadas por indecorosas en la educación del niño, siguen siendo capaces de atraer sobre sí el pleno interés sexual. Otros, todavía, han resignado enteramente como objeto los genitales, elevando en su remplazo otra parte del cuerpo a la condición de objeto anhelado: el pecho de la mujer, el pie, una trenza. Vienen después los que no se interesan ni siquiera por una parte del cuerpo, pues una pieza de indumentaria les llena todos los deseos: un zapato, una ropa interior; son los fetichistas. Por último, las personas que reclaman el objeto total, pero le hacen determinadas demandas, raras u horrendas, incluida la de que se convierta en un cadáver inerme, y llevados por una compulsión criminal hacen lo preciso para poder gozarlo así. ¡Pero basta ya de crueldades por este lado!
El otro grupo está constituido por los perversos que han establecido como meta de los deseos sexuales lo que normalmente es sólo una acción preliminar y preparatoria. Son los que anhelan mirar y palpar a la otra persona, o contemplarla en sus funciones íntimas; o los que desnudan las partes pudendas de su cuerpo con la oscura esperanza de ser recompensados con una acción idéntica del otro. Después siguen los enigmáticos sádicos, cuya aspiración tierna no conoce otra meta que infligir dolores y martirizar a su objeto, desde muestras de humillación hasta graves daños corporales; y, como para contrabalancearlos, sus correspondientes, los masoquistas, cuyo único placer es soportar de su objeto amado toda clase de humillaciones y martirios, tanto en forma simbólica como real. Y otros todavía, en quienes varias de estas condiciones anormales se unen y se entrelazan; y por último, tenemos que saber que cada uno de estos grupos existe de dos maneras: junto a unos que buscan su satisfacción sexual en la realidad, existen otros que se contentan con imaginarse meramente esa satisfacción; a estos no les hace falta ningún objeto real, sino que pueden sustituírselo por la fantasía.
Y en todo esto no puede caber la mínima duda de que la práctica sexual de estos hombres consiste precisamente en tales locuras, extravagancias y horrores. No sólo que ellos la entienden así y la perciben como un sustituto; tenemos que decir también que cumple en su vida idéntico papel que la satisfacción sexual normal en la nuestra; para obtenerla hacen los mismos sacrificios, a menudo muy penosos, y puede estudiarse tanto a grandes rasgos como con el más fino detalle dónde estas anormalidades se apuntalan en lo normal y dónde se apartan. No se les escapa a ustedes, tampoco, que vuelve a aparecer aquí el carácter de lo indecoroso, adherido a la práctica sexual; pero a menudo se extrema hasta lo salaz.
Y ahora, señoras y señores, ¿qué actitud adoptaremos frente a estas maneras inusuales de la satisfacción sexual? Nada lograremos, es evidente, con indignarnos, exteriorizar nuestra repugnancia personal y asegurar que no compartimos tales concupiscencias. Nada de eso se nos pide. En definitiva es un campo de fenómenos como cualquier otro. También sería fácil rechazar el intento de no considerarlos so pretexto de que sólo son rarezas y curiosidades. Se trata, al contrario, de fenómenos muy frecuentes y difundidos. Pero si se nos alegase que no deben desorientarnos en nuestras opiniones sobre la vida sexual, puesto que todos y cada uno constituyen extravíos y deslices de la pulsión sexual, una seria réplica saldría a la liza. En efecto, si no comprendemos estas conformaciones patológicas de la sexualidad ni podemos reunirlas con la vida sexual normal, tampoco comprenderemos esta última. En suma: es una tarea insoslayable dar en la teoría razón cabal de la posibilidad de las llamadas perversiones y de su relación con la sexualidad pretendidamente normal.
Vendrán en nuestro auxilio, para esto, una intelección y dos nuevas experiencias. La primera la debemos a Iwan Bloch [1902-031; rectifica la concepción según la cual todas estas perversiones son «signos de degeneración» demostrando que tales aberraciones de la meta sexual, tales aflojamientos del nexo con el objeto sexual, ocurrieron desde siempre, en todas las épocas por nosotros conocidas y entre todos los pueblos, así los más primitivos como los de civilización más alta, y en ocasiones fueron tolerados y alcanzaron vigencia general. En cuanto a las dos experiencias, se han obtenido a raíz de la indagación psicoanalítica de los neuróticos; están destinadas a influir de manera decisiva sobre nuestra concepción de las perversiones sexuales.
Hemos dicho que los síntomas neuróticos son satisfacciones sexuales sustitutivas, y les he indicado que la confirmación de esta tesis mediante el análisis de los síntomas chocará con muchas dificultades. En efecto, sólo se certifica sí bajo «satisfacción sexual» incluimos las necesidades sexuales de los llamados perversos, pues con sorprendente frecuencia tenemos que interpretar los síntomas en ese sentido. La pretensión de excepcionalidad de los homosexuales o invertidos cae por tierra tan pronto comprobamos que en ningún neurótico faltan mociones homosexuales y que buen número de síntomas expresan esta inversión latente. Los que se autodenominan homosexuales no son sino los invertidos concientes y manifiestos, cuyo número palidece frente al de los homosexuales latentes. Ahora bien, nos vemos

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precisados a considerar la elección de objeto dentro del mismo sexo como una ramificación regular {regelmássige Abzwe¡gung} de la vida amorosa, ni más ni menos, y cada vez más aprendemos a concederle particular importancia. No por ello, claro está, se cancelan las diferencias entre la homosexualidad manifiesta y la conducta normal; su significación práctica persiste, pero su valor teórico se reduce enormemente. Y aun respecto de una determinada afección que ya no podemos contar entre las neurosis de trasferencia, la paranoia, suponemos que por regla general nace del intento de defenderse de unas mociones homosexuales hiperintensas (ver nota(68)). Quizá recuerden ustedes todavía que una de nuestras pacientes actuaba (agieren} en su conducta obsesiva a un hombre, a su propio marido abandonado; este tipo de producción de síntomas, personificando a un hombre, es muy habitual en las mujeres neuróticas. Si bien no puede imputárselo en sí mismo a la homosexualidad, tiene mucho que ver con las premisas de esta.
Como ustedes probablemente saben, la neurosis histérica puede hacer sus síntomas en todos los sistemas de órgano y, por esa vía, perturbar todas las funciones. El análisis muestra que en ello encuentran exteriorización todas las mociones llamadas perversas que quieren sustituir los genitales por otros órganos. Estos se comportan entonces como genitales sustitutivos; y justamente la sintomatología de la histeria nos llevó a comprender que a los órganos del cuerpo ha de reconocérseles, además de su papel funcional, una significación sexual -erógena-, y son perturbados en el cumplimiento de aquella primera misión cuando la última los reclama con exceso (ver nota(69)). Innumerables sensaciones e inervaciones que encontramos como síntomas en órganos que nada tienen que ver, en apariencia, con la sexualidad nos revelan así su naturaleza: son cumplimientos de mociones sexuales perversas, con relación a las cuales otros órganos han atraído sobre sí el significado de las partes genitales. Entonces advertimos también en qué gran medida los órganos de la recepción de alimentos y de la excreción pueden convertirse en portadores de la excitación sexual. Es, por tanto, lo mismo que nos han mostrado las perversiones, salvo que en estas se lo veía sin trabajo y de manera evidente, mientras que en la histeria tenemos que dar primero el rodeo por la interpretación de los síntomas y, después, no atribuir las mociones sexuales perversas en cuestión a la conciencia de los individuos, sino situarlas en el inconciente de ellos.
Entre los muchos cuadros sintomáticos en que aparece la neurosis obsesiva, los más importantes se revelan como nacidos de la presión de unas mociones sexuales sádicas hiperintensas, vale decir, perversas en su meta; y por cierto, según cuadra a la estructura de una neurosis obsesiva, los síntomas sirven preponderantemente para defenderse contra esos deseos o expresan la lucha entre la satisfacción y la defensa. Pero tampoco la satisfacción se queda corta; sabe imponerse en la conducta de los enfermos mediante unos rodeos y, de preferencia, se vuelve sobre la persona propia, se trueca en automortificación. Otras formas de esta neurosis, las cavilosas, corresponden a una sexualización desmedida de actos que normalmente se insertan como preámbulos en la vía hacia la satisfacción sexual normal: el querer ver y tocar, y el explorar. Aquí se nos esclarecen los vastos alcances de la angustia de contacto y de la compulsión a lavarse. Una parte insospechadamente grande de las acciones obsesivas, en calidad de repetición disfrazada y modificación, se remonta a la masturbación, acción única y monótona que, como se sabe, acompaña a las más diversas formas del fantasear sexual (ver nota(70)).
No me costaría mucho trabajo exponerles más en lo íntimo los vínculos entre perversión y neurosis, pero creo que lo dicho ha de bastar para nuestros propósitos. Ahora bien, tras estos esclarecimiento s sobre el significado de los síntomas hemos de guardarnos de sobrestimar la frecuencia y la intensidad de las inclinaciones perversas de los hombres. Ya dijimos que uno puede enfermar de neurosis por frustración de la satisfacción sexual normal. Ahora bien, a raíz de esa frustración la necesidad se lanza por los caminos anormales de la excitación sexual. Más adelante podrán inteligir la forma en que esto ocurre. De todos modos, comprenderán ustedes que, en virtud de una retroestasis «colateral» de esa índole, las mociones perversas tengan que aparecer más fuertes de lo que habrían lucido si la satisfacción sexual normal no hubiera tropezado con ningún impedimento real (ver nota(71)). Una influencia parecida ha de admitirse también, por lo demás, respecto de las perversiones manifiestas. En muchos casos, son provocadas o activadas por el hecho de que unas circunstancias pasajeras o ciertas instituciones sociales permanentes (ver nota(72)) opusieron dificultades excesivas a una satisfacción normal de la pulsión sexual. En otros casos, sin duda, las inclinaciones a la perversión son por completo independientes de tales condiciones favorecedoras; por así decir, son el modo normal de vida sexual para ese individuo.
Quizá tengan en este momento la impresión de que hemos confundido, más que aclarado, el nexo entre sexualidad normal y perversa. Pero reflexionen en lo siguiente: Si es cierto que el estorbo de una satisfacción sexual normal o su privación en la vida real hace salir a la luz inclinaciones perversas en personas que nunca las habían exhibido, «es preciso suponer en estas algo que contrarrestaba esas perversiones; o, si ustedes quieren, tienen que haber preexistido en ellas en forma latente.
Por este camino llegamos a la segunda novedad que les anuncié (ver nota(73)). La investigación psicoanalítica, en efecto, se ha visto precisada a tomar en consideración también la vida sexual del niño, y ello debido, por cierto, a que en el análisis de los síntomas [de adultos], los recuerdos y ocurrencias por regla general reconducían a los primeros años de la infancia. Lo que así descubrimos fue corroborado después punto por punto mediante observaciones directas de niños(74). Se llegó entonces a este resultado: Todas las inclinaciones perversas arraigan en la infancia; los niños tienen toda la disposición f constitucional} a ellas y la ponen en práctica en una medida que corresponde a su inmadurez. En suma, la sexualidad perversa no es otra cosa que la sexualidad infantil aumentada y descompuesta en sus mociones singulares.
Comoquiera que sea, ahora verán ustedes las perversiones bajo otra luz y ya no desconocerán su trabazón con la vida sexual de los seres humanos. Pero, ¡a costa de qué sorpresas y de cuántas cosas que sentirán como penosas incongruencias! Sin duda, se inclinarán primero a impugnarlo todo: el que los niños tengan algo que sería lícito designar vida sexual, la justeza de nuestras observaciones y la justificación para descubrir en la conducta de los niños un parentesco con lo que más tarde se condenará como perversión. Permítanme, entonces, que primero les esclarezca los motivos de la renuencia de ustedes y después les exponga la suma de nuestras observaciones. Que los niños no poseerían ninguna vida sexual -excitaciones, necesidades y una suerte de satisfacción-, sino que la adquirirían de repente entre los 12 y los 14 años, he ahí algo tan inverosímil -prescindiendo de cualquier observación- desde el punto de vista biológico, y aun tan disparatado, como la afirmación de que vendrían al mundo sin genitales y es tos les crecerían sólo en el período de la pubertad. Lo que despierta en ellos en ese período es la función de la reproducción, que se sirve para sus fines de un material corporal y anímico preexistente. Ustedes incurren en el error de confundir sexualidad y reproducción, y

Como ustedes probablemente saben, la neurosis histérica puede hacer sus síntomas en todos los sistemas de órgano y, por esa vía, perturbar todas las funciones. El análisis muestra que en ello encuentran exteriorización todas las mociones llamadas perversas que quieren sustituir los genitales por otros órganos. Estos se comportan entonces como genitales sustitutivos; y justamente la sintomatología de la histeria nos llevó a comprender que a los órganos del cuerpo ha de reconocérseles, además de su papel funcional, una significación sexual -erógena-, y son perturbados en el cumplimiento de aquella primera misión cuando la última los reclama con exceso (ver nota(69)). Innumerables sensaciones e inervaciones que encontramos como síntomas en órganos que nada tienen que ver, en apariencia, con la sexualidad nos revelan así su naturaleza: son cumplimientos de mociones sexuales perversas, con relación a las cuales otros órganos han atraído sobre sí el significado de las partes genitales. Entonces advertimos también en qué gran medida los órganos de la recepción de alimentos y de la excreción pueden convertirse en portadores de la excitación sexual. Es, por tanto, lo mismo que nos han mostrado las perversiones, salvo que en estas se lo veía sin trabajo y de manera evidente, mientras que en la histeria tenemos que dar primero el rodeo por la interpretación de los síntomas y, después, no atribuir las mociones sexuales perversas en cuestión a la conciencia de los individuos, sino situarlas en el inconciente de ellos.
Entre los muchos cuadros sintomáticos en que aparece la neurosis obsesiva, los más importantes se revelan como nacidos de la presión de unas mociones sexuales sádicas hiperintensas, vale decir, perversas en su meta; y por cierto, según cuadra a la estructura de una neurosis obsesiva, los síntomas sirven preponderantemente para defenderse contra esos deseos o expresan la lucha entre la satisfacción y la defensa. Pero tampoco la satisfacción se queda corta; sabe imponerse en la conducta de los enfermos mediante unos rodeos y, de preferencia, se vuelve sobre la persona propia, se trueca en automortificación. Otras formas de esta neurosis, las cavilosas, corresponden a una sexualización desmedida de actos que normalmente se insertan como preámbulos en la vía hacia la satisfacción sexual normal: el querer ver y tocar, y el explorar. Aquí se nos esclarecen los vastos alcances de la angustia de contacto y de la compulsión a lavarse. Una parte insospechadamente grande de las acciones obsesivas, en calidad de repetición disfrazada y modificación, se remonta a la masturbación, acción única y monótona que, como se sabe, acompaña a las más diversas formas del fantasear sexual (ver nota(70)).
No me costaría mucho trabajo exponerles más en lo íntimo los vínculos entre perversión y neurosis, pero creo que lo dicho ha de bastar para nuestros propósitos. Ahora bien, tras estos esclarecimiento s sobre el significado de los síntomas hemos de guardarnos de sobrestimar la frecuencia y la intensidad de las inclinaciones perversas de los hombres. Ya dijimos que uno puede enfermar de neurosis por frustración de la satisfacción sexual normal. Ahora bien, a raíz de esa frustración la necesidad se lanza por los caminos anormales de la excitación sexual. Más adelante podrán inteligir la forma en que esto ocurre. De todos modos, comprenderán ustedes que, en virtud de una retroestasis «colateral» de esa índole, las mociones perversas tengan que aparecer más fuertes de lo que habrían lucido si la satisfacción sexual normal no hubiera tropezado con ningún impedimento real (ver nota(71)). Una influencia parecida ha de admitirse también, por lo demás, respecto de las perversiones manifiestas. En muchos casos, son provocadas o activadas por el hecho de que unas circunstancias pasajeras o ciertas instituciones sociales permanentes (ver nota(72)) opusieron dificultades excesivas a una satisfacción normal de la pulsión sexual. En otros casos, sin duda, las inclinaciones a la perversión son por completo independientes de tales condiciones favorecedoras; por así decir, son el modo normal de vida sexual para ese individuo.
Quizá tengan en este momento la impresión de que hemos confundido, más que aclarado, el nexo entre sexualidad normal y perversa. Pero reflexionen en lo siguiente: Si es cierto que el estorbo de una satisfacción sexual normal o su privación en la vida real hace salir a la luz inclinaciones perversas en personas que nunca las habían exhibido, «es preciso suponer en estas algo que contrarrestaba esas perversiones; o, si ustedes quieren, tienen que haber preexistido en ellas en forma latente.
Por este camino llegamos a la segunda novedad que les anuncié (ver nota(73)). La investigación psicoanalítica, en efecto, se ha visto precisada a tomar en consideración también la vida sexual del niño, y ello debido, por cierto, a que en el análisis de los síntomas [de adultos], los recuerdos y ocurrencias por regla general reconducían a los primeros años de la infancia. Lo que así descubrimos fue corroborado después punto por punto mediante observaciones directas de niños(74). Se llegó entonces a este resultado: Todas las inclinaciones perversas arraigan en la infancia; los niños tienen toda la disposición f constitucional} a ellas y la ponen en práctica en una medida que corresponde a su inmadurez. En suma, la sexualidad perversa no es otra cosa que la sexualidad infantil aumentada y descompuesta en sus mociones singulares.
Comoquiera que sea, ahora verán ustedes las perversiones bajo otra luz y ya no desconocerán su trabazón con la vida sexual de los seres humanos. Pero, ¡a costa de qué sorpresas y de cuántas cosas que sentirán como penosas incongruencias! Sin duda, se inclinarán primero a impugnarlo todo: el que los niños tengan algo que sería lícito designar vida sexual, la justeza de nuestras observaciones y la justificación para descubrir en la conducta de los niños un parentesco con lo que más tarde se condenará como perversión. Permítanme, entonces, que primero les esclarezca los motivos de la renuencia de ustedes y después les exponga la suma de nuestras observaciones. Que los niños no poseerían ninguna vida sexual -excitaciones, necesidades y una suerte de satisfacción-, sino que la adquirirían de repente entre los 12 y los 14 años, he ahí algo tan inverosímil -prescindiendo de cualquier observación- desde el punto de vista biológico, y aun tan disparatado, como la afirmación de que vendrían al mundo sin genitales y es tos les crecerían sólo en el período de la pubertad. Lo que despierta en ellos en ese período es la función de la reproducción, que se sirve para sus fines de un material corporal y anímico preexistente. Ustedes incurren en el error de confundir sexualidad y reproducción, y

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así se cierran el camino para comprender la sexualidad, las perversiones y las neurosis. Pero este error es tendencioso. He aquí lo notable: tiene su fuente en el hecho de que ustedes mismos fueron niños y como tales estuvieron sometidos a la influencia de la educación. La sociedad, en efecto, tiene que hacerse cargo, como una de sus más importantes tareas pedagógicas, de domeñar la pulsión sexual cuando aflora como esfuerzo por reproducirse, tiene que restringirla y someterla a una voluntad individual que sea idéntica al mandato social. También tiene interés en posponer su desarrollo pleno hasta que el niño haya alcanzado un cierto grado de madurez intelectual; es que con el afloramiento pleno de la pulsión sexual toca a su fin también, en la práctica, la docilidad a la educación. En caso contrario, la pulsión rompería todos los diques y arrasaría con la obra de la cultura, trabajosamente erigida. Por otra parte, la tarea de domeñarla nunca es fácil; se la consuma ora con defecto, ora con exceso. El motivo de la sociedad humana es, en su raíz última, económico; como no posee los medios de vida suficientes para mantener a sus miembros sin que trabajen, tiene que restringir su número y desviar sus energías de la práctica sexual para volcarlas al trabajo. Vale decir, el eterno apremio de la vida, que desde los tiempos primordiales continúa hasta el presente.
La experiencia tiene que haber mostrado a los educadores que la tarea de guiar la voluntad sexual de la nueva generación sólo podía cumplirse sí se empezaba a influir sobre ella desde muy temprano, si en lugar de esperar la tormenta de la pubertad se intervenía ya en la vida sexual de los niños, que la preparaba. Con este propósito se prohibieron y se desalentaron en el niño casi todas las prácticas sexuales; se estableció como meta ideal conformar asexuada la vida del niño, y en el curso de los tiempos se consiguió por fin que realmente se la tuviera por asexual; la ciencia proclamó después esto como su doctrina. Además, para no ponerse en contradicción con esa creencia y esos propósitos, se omitió ver la práctica sexual del niño, lo cual no es poca hazaña, o bien los hombres de ciencia se conformaron con atribuirle una significación diversa. El niño es juzgado puro, inocente, y el que describa las cosas de alguna otra manera puede ser acusado de impío, sacrílego de los tiernos y sagrados sentimientos de la humanidad.
Los niños son los únicos que no participan de estas convenciones; con toda ingenuidad hacen valer sus derechos animales y demuestran una y otra vez que han dejado para más tarde el camino hacia la pureza. Cosa bastante extraña: los que desmienten la sexualidad infantil no cejan por eso en la educación, sino que persiguen con el máximo rigor las exteriorizaciones de lo desmentido bajo el título de «malas costumbres de los niños». De alto interés teórico es también que el período que contradice de la manera más flagrante el prejuicio de la infancia asexuada, el que llega hasta el quinto o el sexto año de vida, es cubierto después en la mayoría de las personas por el velo de una amnesia que sólo una exploración analítica desgarra radicalmente, pero que ya antes se dejó atravesar por formaciones oníricas aisladas.
Quiero exponerles ahora lo que más claramente puede averiguarse acerca de la vida sexual del niño. Permítanme que en aras de la conveniencia introduzca el concepto de libido. Exactamente igual que el, hambre, la libido está destinada a nombrar la fuerza en la cual se exterioriza la pulsión: en este caso es la pulsión sexual; en el caso del hambre, la pulsión de nutrición. Otros conceptos, como excitación sexual y satisfacción, no necesitan que se los elucide. En cuanto a las prácticas sexuales del lactante, son casi siempre materia de interpretación; ustedes mismos lo advertirán con facilidad o, quizá, sacarán partido de ese hecho para formular una objeción. Tales interpretaciones se obtienen sobre la base de las indagaciones analíticas en la medida en que el síntoma es rastreado hacia atrás. Las primeras mociones de la sexualidad aparecen en el lactante apuntaladas en otras funciones importantes para la vida. Su principal interés está dirigido, como ustedes saben, a la recepción de alimento; cuando se adormece luego de haberse saciado en el pecho, expresa una satisfacción beatífica, lo cual se repetirá más tarde tras la vivencia del orgasmo sexual. Esto sería demasiado poco para fundar una conclusión. Pero observamos que el lactante quiere repetir la acción de recepción de alimento sin pedir que se le vuelva a dar este; por tanto, no está bajo la impulsión del hambre. Decimos que chupetea(75), y el hecho de que con esta nueva acción también se adormezca con expresión beatífica nos muestra que, en sí y por sí, ella le ha dado satisfacción. Como es bien sabido, pronto adopta el hábito de no adormecerse sin haber chupeteado. El primero en sostener que esta práctica es de naturaleza sexual fue un viejo pediatra de Budapest, el doctor Lindner [1879]. Las personas encargadas de la crianza de los niños, ajenas a la intención de tomar partido en materia de teoría, parecen formarse una idea parecida. No dudan de que el chupeteo sirve sólo a una ganancia de placer, lo cuentan entre las malas costumbres del niño, a que él debe renunciar; cuando no quiere hacerlo por sí solo, lo obligan provocándole impresiones penosas. Así nos enteramos de que el lactante ejecuta acciones cuyo único propósito es la ganancia de placer. Somos de la opinión de que primero vivencia ese placer a raíz de la recepción de alimento, pero que pronto aprende a separarlo de esa condición. Sólo a la excitación de la zona de la boca y de los labios podemos referir esa ganancia de placer; llamamos zonas erógenas a estas partes del cuerpo y designamos como sexual al placer alcanzado mediante el chupeteo. Sin duda, todavía tenemos que someter a examen nuestra justificación para darle este nombre.
Si el lactante pudiera ¡hablar, sin duda reconocería que el acto de mamar del pecho materno es de lejos el más importante en su vida. Y no andaría errado, pues con él satisface al mismo tiempo las dos grandes necesidades vitales. Y después nos enteramos por el psicoanálisis, no sin sorpresa, de la enorme importancia psíquica que este acto conserva durante toda la existencia. El mamar del pecho materno pasa a ser el punto de partida de toda la vida sexual, el modelo inalcanzado de toda satisfacción sexual posterior, al cual la fantasía suele revertir en momentos de apremio. Incluye el pecho materno como primer objeto de la pulsión sexual; no puedo darles una idea de la importancia de este primer objeto para todo hallazgo posterior de objeto, ni de los profundos efectos que, en sus mudanzas y sustituciones, sigue ejerciendo sobre los más distantes ámbitos de nuestra vida anímica. Pero diré que primero es resignado por el lactante en la actividad del chupeteo, y sustituido por una parte del cuerpo propio. El niño se chupa el pulgar, chupa su propia lengua. Por esa vía se independiza del mundo exterior en cuanto a la ganancia de placer, y además le suma la excitación de una segunda zona del cuerpo. No todas las zonas erógenas son igualmente generosas; por eso es una vivencia importante para el niño, según nos informa Lindner, descubrir en las exploraciones de su cuerpo propio sus zonas genitales particularmente excitables, con lo cual halla el camino que va del chupeteo al onanismo.
Tras la consideración del chupeteo tomamos conocimiento ya de dos caracteres decisivos de la sexualidad infantil. Esta aparece apuntalándose en la satisfacción de las grandes necesidades orgánicas y se comporta de manera autoerótica, es decir, busca y encuentra sus objetos en el cuerpo propio. Lo que se ha mostrado de la manera más nítida a raíz de la recepción de alimento, se repite en parte respecto de las excreciones. Inferimos que el lactante tiene sensaciones placenteras cuando vacía su vejiga y sus intestinos, y después organiza

La experiencia tiene que haber mostrado a los educadores que la tarea de guiar la voluntad sexual de la nueva generación sólo podía cumplirse sí se empezaba a influir sobre ella desde muy temprano, si en lugar de esperar la tormenta de la pubertad se intervenía ya en la vida sexual de los niños, que la preparaba. Con este propósito se prohibieron y se desalentaron en el niño casi todas las prácticas sexuales; se estableció como meta ideal conformar asexuada la vida del niño, y en el curso de los tiempos se consiguió por fin que realmente se la tuviera por asexual; la ciencia proclamó después esto como su doctrina. Además, para no ponerse en contradicción con esa creencia y esos propósitos, se omitió ver la práctica sexual del niño, lo cual no es poca hazaña, o bien los hombres de ciencia se conformaron con atribuirle una significación diversa. El niño es juzgado puro, inocente, y el que describa las cosas de alguna otra manera puede ser acusado de impío, sacrílego de los tiernos y sagrados sentimientos de la humanidad.
Los niños son los únicos que no participan de estas convenciones; con toda ingenuidad hacen valer sus derechos animales y demuestran una y otra vez que han dejado para más tarde el camino hacia la pureza. Cosa bastante extraña: los que desmienten la sexualidad infantil no cejan por eso en la educación, sino que persiguen con el máximo rigor las exteriorizaciones de lo desmentido bajo el título de «malas costumbres de los niños». De alto interés teórico es también que el período que contradice de la manera más flagrante el prejuicio de la infancia asexuada, el que llega hasta el quinto o el sexto año de vida, es cubierto después en la mayoría de las personas por el velo de una amnesia que sólo una exploración analítica desgarra radicalmente, pero que ya antes se dejó atravesar por formaciones oníricas aisladas.
Quiero exponerles ahora lo que más claramente puede averiguarse acerca de la vida sexual del niño. Permítanme que en aras de la conveniencia introduzca el concepto de libido. Exactamente igual que el, hambre, la libido está destinada a nombrar la fuerza en la cual se exterioriza la pulsión: en este caso es la pulsión sexual; en el caso del hambre, la pulsión de nutrición. Otros conceptos, como excitación sexual y satisfacción, no necesitan que se los elucide. En cuanto a las prácticas sexuales del lactante, son casi siempre materia de interpretación; ustedes mismos lo advertirán con facilidad o, quizá, sacarán partido de ese hecho para formular una objeción. Tales interpretaciones se obtienen sobre la base de las indagaciones analíticas en la medida en que el síntoma es rastreado hacia atrás. Las primeras mociones de la sexualidad aparecen en el lactante apuntaladas en otras funciones importantes para la vida. Su principal interés está dirigido, como ustedes saben, a la recepción de alimento; cuando se adormece luego de haberse saciado en el pecho, expresa una satisfacción beatífica, lo cual se repetirá más tarde tras la vivencia del orgasmo sexual. Esto sería demasiado poco para fundar una conclusión. Pero observamos que el lactante quiere repetir la acción de recepción de alimento sin pedir que se le vuelva a dar este; por tanto, no está bajo la impulsión del hambre. Decimos que chupetea(75), y el hecho de que con esta nueva acción también se adormezca con expresión beatífica nos muestra que, en sí y por sí, ella le ha dado satisfacción. Como es bien sabido, pronto adopta el hábito de no adormecerse sin haber chupeteado. El primero en sostener que esta práctica es de naturaleza sexual fue un viejo pediatra de Budapest, el doctor Lindner [1879]. Las personas encargadas de la crianza de los niños, ajenas a la intención de tomar partido en materia de teoría, parecen formarse una idea parecida. No dudan de que el chupeteo sirve sólo a una ganancia de placer, lo cuentan entre las malas costumbres del niño, a que él debe renunciar; cuando no quiere hacerlo por sí solo, lo obligan provocándole impresiones penosas. Así nos enteramos de que el lactante ejecuta acciones cuyo único propósito es la ganancia de placer. Somos de la opinión de que primero vivencia ese placer a raíz de la recepción de alimento, pero que pronto aprende a separarlo de esa condición. Sólo a la excitación de la zona de la boca y de los labios podemos referir esa ganancia de placer; llamamos zonas erógenas a estas partes del cuerpo y designamos como sexual al placer alcanzado mediante el chupeteo. Sin duda, todavía tenemos que someter a examen nuestra justificación para darle este nombre.
Si el lactante pudiera ¡hablar, sin duda reconocería que el acto de mamar del pecho materno es de lejos el más importante en su vida. Y no andaría errado, pues con él satisface al mismo tiempo las dos grandes necesidades vitales. Y después nos enteramos por el psicoanálisis, no sin sorpresa, de la enorme importancia psíquica que este acto conserva durante toda la existencia. El mamar del pecho materno pasa a ser el punto de partida de toda la vida sexual, el modelo inalcanzado de toda satisfacción sexual posterior, al cual la fantasía suele revertir en momentos de apremio. Incluye el pecho materno como primer objeto de la pulsión sexual; no puedo darles una idea de la importancia de este primer objeto para todo hallazgo posterior de objeto, ni de los profundos efectos que, en sus mudanzas y sustituciones, sigue ejerciendo sobre los más distantes ámbitos de nuestra vida anímica. Pero diré que primero es resignado por el lactante en la actividad del chupeteo, y sustituido por una parte del cuerpo propio. El niño se chupa el pulgar, chupa su propia lengua. Por esa vía se independiza del mundo exterior en cuanto a la ganancia de placer, y además le suma la excitación de una segunda zona del cuerpo. No todas las zonas erógenas son igualmente generosas; por eso es una vivencia importante para el niño, según nos informa Lindner, descubrir en las exploraciones de su cuerpo propio sus zonas genitales particularmente excitables, con lo cual halla el camino que va del chupeteo al onanismo.
Tras la consideración del chupeteo tomamos conocimiento ya de dos caracteres decisivos de la sexualidad infantil. Esta aparece apuntalándose en la satisfacción de las grandes necesidades orgánicas y se comporta de manera autoerótica, es decir, busca y encuentra sus objetos en el cuerpo propio. Lo que se ha mostrado de la manera más nítida a raíz de la recepción de alimento, se repite en parte respecto de las excreciones. Inferimos que el lactante tiene sensaciones placenteras cuando vacía su vejiga y sus intestinos, y después organiza

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estas acciones de tal manera que le procuren la máxima ganancia de placer posible mediante las correspondientes excitaciones de las zonas erógenas de la mucosa. En este punto, como lo señaló la sutil Lou. Andreas-Salomé [1916], el mundo exterior se le enfrenta por primera vez como un poder inhibidor, hostil a sus aspiraciones de placer, y así vislumbra las luchas externas e internas que librará después. No debe expeler sus excrementos cuando a él le da la gana, sino cuando otras personas lo determinan. Para moverlo a renunciar a estas fuentes de placer, se le declara que todo lo que atañe a estas funciones es indecente y está destinado a mantenerse en secreto. En este momento, por primera vez, debe intercambiar placer por dignidad social. Su relación con los excrementos mismos es al comienzo muy diversa. No siente asco ninguno frente a su caca, la aprecia como a una parte de su cuerpo de la que no le resulta fácil separarse, y la usa como un primer «regalo» para distinguir a personas a quienes aprecia particularmente. Aún después que la educación logró apartarlo de estas inclinaciones, traslada esa estima por la caca al «regalo» y al «dinero». Por otra parte, parece apreciar con particular orgullo sus hazañas urinarias (ver nota(76)).
Yo sé que desde hace largo rato ustedes están queriendo interrumpirme para espetarme: «¡Basta de barbaridades! ¡La defecación, una fuente de satisfacción sexual que ya explotaría el lactante! ¡La caca, una sustancia valiosa; el ano, una suerte de genital! No lo creemos, pero ahora comprendemos por qué pediatras y pedagogos han arrojado lejos de sí al psicoanálisis y a sus resultados». No, señores míos. Ustedes han olvidado una cosa, y es que yo quise presentarles los hechos de la vida sexual infantil en conexión con los hechos de las perversiones sexuales. ¿Por qué no habrían de saber que en gran número de adultos, así homosexuales como heterosexuales, el ano realmente toma en el comercio sexual el papel de la vagina? ¿Y que hay muchos individuos que durante toda su vida conservan la sensación de voluptuosidad al defecar y en modo alguno la describen como de poca monta? En cuanto al interés por el acto de la defecación y al contento que se siente contemplándolo en otro, ustedes pueden corroborarlo por boca de los propios niños cuando ya son algo mayores y pueden comunicarlo. Desde luego, no tienen que haberlos amedrentado sistemáticamente de antemano; de lo contrario, se las arreglarán para callarlo. Y para las otras cosas en que ustedes no quieren creer, los remito a los resultados del análisis y a la observación directa de niños, y les digo que es lisa y llanamente una gran obra de ingenio no ver nada de esto o verlo de otro modo. Nada tengo que objetar si a ustedes les salta a la vista el parentesco de la sexualidad infantil con las perversiones sexuales. En verdad, es algo evidente; si el niño tiene en efecto una vida sexual, no puede ser sino de índole perversa, pues, salvo unos pocos y oscuros indicios, a él le falta lo que convierte a la sexualidad en la función de la reproducción. Y por otra parte, el carácter común a todas las perversiones es que han abandonado la meta de la reproducción. justamente, llamamos perversa a una práctica sexual cuando ha renunciado, dicha meta y persigue la ganancia de placer como meta autónoma. Bien comprenden ustedes, por tanto, que la ruptura y el punto de viraje en el desarrollo de la vida sexual se hallan en su subordinación a los propósitos de la reproducción Todo lo que acontece antes de ese viraje, y de igual modo todo lo que se ha sustraído a él, lo que sólo sirve a la ganancia de placer, es tildado con el infamante nombre de «perverso» y es proscrito como tal.
Permítanme, entonces, que prosiga con mi sucinto cuadro de la sexualidad infantil. Lo que he informado con relación a dos sistemas de órgano [el de la nutrición y el de la excreción] podría haberlo completado tomando en cuenta los otros. En efecto, la vida sexual del niño se agota en la práctica de una serie de pulsiones parciales que, independientemente unas de otras, buscan ganar placer en parte en el cuerpo propio, en parte ya en el objeto exterior. Entre estos órganos, muy pronto se distinguen los genitales; hay hombres en quienes la ganancia de placer que le deparan sus propios genitales, sin cooperación de los genitales de otra persona o sin la de otro objeto, prosigue sin interrupción desde el onanismo del lactante hasta el onanismo de apremio (ver nota(77)) de la pubertad, y aun persiste después durante un tiempo indefinidamente largo. El tema del onanismo no puede despacharse tan rápidamente; es asunto para ser considerado desde muchos ángulos (ver nota(78)).

Yo sé que desde hace largo rato ustedes están queriendo interrumpirme para espetarme: «¡Basta de barbaridades! ¡La defecación, una fuente de satisfacción sexual que ya explotaría el lactante! ¡La caca, una sustancia valiosa; el ano, una suerte de genital! No lo creemos, pero ahora comprendemos por qué pediatras y pedagogos han arrojado lejos de sí al psicoanálisis y a sus resultados». No, señores míos. Ustedes han olvidado una cosa, y es que yo quise presentarles los hechos de la vida sexual infantil en conexión con los hechos de las perversiones sexuales. ¿Por qué no habrían de saber que en gran número de adultos, así homosexuales como heterosexuales, el ano realmente toma en el comercio sexual el papel de la vagina? ¿Y que hay muchos individuos que durante toda su vida conservan la sensación de voluptuosidad al defecar y en modo alguno la describen como de poca monta? En cuanto al interés por el acto de la defecación y al contento que se siente contemplándolo en otro, ustedes pueden corroborarlo por boca de los propios niños cuando ya son algo mayores y pueden comunicarlo. Desde luego, no tienen que haberlos amedrentado sistemáticamente de antemano; de lo contrario, se las arreglarán para callarlo. Y para las otras cosas en que ustedes no quieren creer, los remito a los resultados del análisis y a la observación directa de niños, y les digo que es lisa y llanamente una gran obra de ingenio no ver nada de esto o verlo de otro modo. Nada tengo que objetar si a ustedes les salta a la vista el parentesco de la sexualidad infantil con las perversiones sexuales. En verdad, es algo evidente; si el niño tiene en efecto una vida sexual, no puede ser sino de índole perversa, pues, salvo unos pocos y oscuros indicios, a él le falta lo que convierte a la sexualidad en la función de la reproducción. Y por otra parte, el carácter común a todas las perversiones es que han abandonado la meta de la reproducción. justamente, llamamos perversa a una práctica sexual cuando ha renunciado, dicha meta y persigue la ganancia de placer como meta autónoma. Bien comprenden ustedes, por tanto, que la ruptura y el punto de viraje en el desarrollo de la vida sexual se hallan en su subordinación a los propósitos de la reproducción Todo lo que acontece antes de ese viraje, y de igual modo todo lo que se ha sustraído a él, lo que sólo sirve a la ganancia de placer, es tildado con el infamante nombre de «perverso» y es proscrito como tal.
Permítanme, entonces, que prosiga con mi sucinto cuadro de la sexualidad infantil. Lo que he informado con relación a dos sistemas de órgano [el de la nutrición y el de la excreción] podría haberlo completado tomando en cuenta los otros. En efecto, la vida sexual del niño se agota en la práctica de una serie de pulsiones parciales que, independientemente unas de otras, buscan ganar placer en parte en el cuerpo propio, en parte ya en el objeto exterior. Entre estos órganos, muy pronto se distinguen los genitales; hay hombres en quienes la ganancia de placer que le deparan sus propios genitales, sin cooperación de los genitales de otra persona o sin la de otro objeto, prosigue sin interrupción desde el onanismo del lactante hasta el onanismo de apremio (ver nota(77)) de la pubertad, y aun persiste después durante un tiempo indefinidamente largo. El tema del onanismo no puede despacharse tan rápidamente; es asunto para ser considerado desde muchos ángulos (ver nota(78)).
A pesar de mi tendencia a abreviar todavía más el tema, no puedo menos que decirles algo sobre la investigación sexual de los niños. Es que es demasiado característica de la sexualidad infantil y demasiado importante para la sintomatología de las neurosis (ver nota(79)). La investigación sexual infantil empieza muy temprano, a menudo antes del tercer año de vida. No arranca de la diferencia de los sexos(80), que nada significa para el niño, pues -al menos el varón- atribuye a ambos idénticos genitales, los masculinos. Si después el varón descubre la vagina en una hermanita o en una compañera de juegos, primero intenta desmentir el testimonio de sus sentidos, pues no puede concebir un ser humano semejante a él que carezca de esa parte que tanto aprecia. Más tarde siente temor ante la posibilidad que se le ha abierto; y sobre él ejercen su efecto con posterioridad las amenazas que pudo haber recibido antes por ocuparse con demasiada intensidad de su pequeño miembro. Así cae bajo el imperio del complejo de castración(81) , cuya configuración tanto influye sobre su carácter si permanece sano, sobre su neurosis sí enferma, y sobre sus resistencias en caso de que emprenda un tratamiento analítico. De la niñita sabemos que a causa de la falta de un gran pene visible se considera gravemente perjudicada; envidia al varón tal pertenencia y por este motivo, esencialmente, desarrolla el deseo de ser hombre, deseo que se retomará más tarde en la neurosis sobrevenida a causa de un fracaso en su papel femenino. Por lo demás, en la infancia el clítoris de la niña desempeña enteramente el papel del pene; es el portador de una particular excitabilidad, el lugar donde se alcanza la satisfacción autoerótica. Para que la niñita se haga mujer importa mucho que el clítoris ceda a tiempo y por completo esa sensibilidad a la vagina. En los casos de la llamada anestesia sexual de las mujeres, el clítoris ha conservado obstinadamente esa sensibilidad.
El interés sexual del niño se dirige primero, más bien, a saber de dónde vienen los bebés (ver nota(82)); es el mismo problema que supone el enigma de la Esfinge de Tebas, y la mayoría de las veces surge por unos temores egoístas frente a la llegada de un nuevo niño. La respuesta tradicional, que es la cigüeña la que trae a los niños choca con incredulidad ya en los más pequeños más a menudo de lo que sospechamos. La sensación de que los adultos le birlan la verdad contribuye mucho a que el niño se sienta solo y al desarrollo de su autonomía. Pero él no está en condiciones de solucionar este problema por sus propios medios. Su capacidad de conocimiento choca con las barreras que le impone la falta de desarrollo de su constitución sexual. Primero supone que los niños nacen cuando se ha comido algo en particular, y no sabe que sólo las mujeres pueden tenerlos. Más tarde advierte esta restricción y deja de creer que los niños vienen de la comida, teoría que subsiste en los cuentos. Cuando crece, pronto observa que el padre tiene que desempeñar algún papel en la venida de los niños, pero no puede colegir cuál. Si por casualidad es testigo de un acto sexual, lo ve como un intento de sometimiento, una violencia: el malentendido sádico del coito. Pero al comienzo no conecta este acto con el nacimiento del hijo. Y si descubre rastros de sangre en la cama o en la ropa interior de su madre, lo toma como prueba de que el padre le infligió una herida. A una edad

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más avanzada, sospecha que el órgano masculino tiene una participación esencial en la generación de los niños, pero no puede atribuir a esta parte del cuerpo otra función que no sea la micción.
Desde el principio los niños están contestes en que el nacimiento del hijo tiene que producirse por el intestino; por tanto, vendría al mundo como una porción de excremento. Sólo tras la desvalorización de todos los intereses anales esta teoría será abandonada y sustituida por el supuesto de que es el ombligo el que se abre o que la región del pecho entre las mamas es el lugar del nacimiento. De tal suerte, el niño se va aproximando en sus exploraciones al conocimiento de los hechos sexuales, o bien, extraviado por su ignorancia, los pasa por alto, hasta que, casi siempre en los años de la prepubertad, recibe una información desvalorizadora e incompleta, que no raras veces ejerce efectos traumáticos.
Sin duda habrán oído decir ustedes, estimados señores, que el psicoanálisis extiende de manera abusiva el concepto de lo sexual, con el propósito de sustentar las tesis sobre la causación sexual de las neurosis y sobre la significación sexual de los síntomas. Ahora pueden juzgar por sí mismos si esa extensión es injustificada. Hemos ampliado el concepto de la sexualidad sólo hasta el punto en que pueda abarcar también la vida sexual de los perversos y la de los niños. Es decir, le hemos devuelto su extensión correcta. Lo que fuera del psicoanálisis se llama sexualidad se refiere sólo a una vida sexual restringida, puesta al servicio de la reproducción y llamada normal.
21ª conferencia. Desarrollo libidinal y organizaciones sexuales
Señores: Tengo la impresión de que no he logrado convencerlos suficientemente de la importancia de las perversiones para nuestra concepción de la sexualidad. Por eso procuraré, hasta donde me sea posible, mejorar y complementar mi exposición.No es que las perversiones solas nos compelieran a introducir en el concepto de sexualidad esa modificación que nos atrajo un disenso tan violento. Todavía más contribuyó a ello el estudio de la sexualidad infantil, y la concordancia de ambas cosas fue decisiva para nosotros. Pero las exteriorizaciones de la sexualidad infantil, por inequívocas que puedan ser en los últimos años de la infancia, parecen al comienzo perderse en lo indeterminable. Quien no quiera tomar en cuenta la historia evolutiva ni el contexto analítico, les impugnará su carácter sexual y, a cambio, les atribuirá un carácter indiferenciado cualquiera. Recuerden que por ahora no poseemos una señal universalmente admitida que permita determinar la naturaleza sexual de un proceso, a menos que otra vez recurramos a su vínculo con la función de reproducción, que tenemos que rechazar por demasiado mezquino. Los criterios biológicos, como las periodicidades de 23 y 28 días establecidas por W. Fliess [1906], son todavía enteramente cuestionables; las propiedades químicas de los procesos sexuales, cuya existencia estamos autorizados a sospechar, esperan aún ser descubiertas. En cambio, las perversiones sexuales de los adultos son algo aprehensible e inequívoco. Como ya lo prueba el nombre que se les da, universalmente admitido, pertenecen sin lugar a dudas a la sexualidad. Puede llamárselos signos degenerativos o de otro modo, pero nadie ha osado sostener que no son fenómenos de la vida sexual. Ellos nos autorizan a formular este aserto: sexualidad y reproducción no coinciden; en efecto, es evidente que todos ellos desmienten la meta de la reproducción.
Veo ahí un paralelismo que no deja de ser interesante. Mientras que para la mayoría «conciente» y «psíquico» son lo mismo, nosotros nos vimos precisados a ampliar este último concepto y a admitir algo psíquico que no es conciente. Y sucede algo muy parecido cuando otros declaran idénticos «sexual» y «perteneciente a la reproducción» -o, si quieren decirlo más brevemente, «genital»-, mientras que nosotros debemos admitir algo «sexual» que no es «genital» ni tiene nada que ver con la reproducción. Esta es sólo una semejanza formal, pero que tiene una base más profunda.
Ahora bien: si la existencia de las perversiones sexuales es en esta materia un argumento tan concluyente, ¿por qué no ha producido su efecto desde hace ya mucho, zanjando la cuestión? En realidad, no lo sé. La razón estriba, me parece, en que sobre estas perversiones sexuales pesa una interdicción muy particular que se extiende a la teoría y estorba también su consideración por parte de la ciencia. Como si nadie pudiera olvidar que no son sólo algo abominable, sino también algo monstruoso, peligroso; como si se las juzgara seductoras y en el fondo hubiera que refrenar una secreta envidia hacia quienes las gozan, quizá como lo confiesa el landgrave castigador en la famosa parodia de Tannhäuser:
«¡En el monte de Venus olvidó honor y deber! ¡Qué raro que a nosotros no nos pasen estas cosas!» (Ver nota(83))
En verdad, los perversos son más bien unos pobres diablos que tienen que pagar un precio altísimo por esa satisfacción que tan trabajosamente se conquistan.Lo que confiere un carácter tan inequívocamente sexual a la práctica perversa, a pesar de la

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ajenidad de su objeto y de sus metas, es la circunstancia de que el acto de la satisfacción perversa desemboca no obstante, las más de las veces, en un orgasmo completo y en el vaciamiento de los productos genitales. Desde luego, esto no es sino la consecuencia de la madurez de las personas; en el niño difícilmente son posibles el orgasmo y la excreción genital: son sustituidos por unos indicios que, de nuevo, no son reconocidos como sexuales sin lugar a dudas.
Tengo todavía algo que agregar para completar la apreciación de las perversiones sexuales. Por mala que sea su fama, por más que se las contraponga tajantemente a la práctica sexual normal, es fácil observar que a esta última rara vez le falta algún rasgo perverso. Ya el beso merece el nombre de un acto perverso, pues consiste en la unión de dos zonas bucales erógenas en lugar de los dos genitales. Pero nadie lo condena por perverso; al contrario, en la representación teatral se lo admite como una alusión velada al acto sexual. Ahora bien, justamente el besar lleva, con facilidad, a la perversión plena, a saber, cuando es tan intenso que termina directamente en la descarga genital y el orgasmo, lo que en modo alguno es infrecuente. Además, puede averiguarse que, para uno, palpar y mirar el objeto son condiciones indispensables del goce sexual, otro muerde y pellizca en el ápice de la excitación sexual, y el estado de excitación máxima en los amantes no siempre es provocado por los genitales, sino por otra región corporal del objeto; podría hacerse un sinnúmero de comprobaciones semejantes. No tiene ningún sentido excluir de la serie de las personas normales y declarar perversas a las que exhiben algunos de estos rasgos aislados; más bien, cada vez advertimos con más claridad que lo esencial de las perversiones no consiste en la trasgresión de la meta sexual, ni en la sustitución de los genitales, ni siquiera en la variación del objeto, sino solamente en que estas desviaciones se consuman de manera exclusiva, dejando de lado el acto sexual al servicio de la reproducción. Las acciones perversas dejan de ser tales en la medida en que se integran en la producción del acto sexual normal como unas contribuciones que lo preparan o lo refuerzan. Hechos de esta índole, desde luego, achican mucho la distancia entre la sexualidad normal y la perversa. Se infiere naturalmente que la sexualidad normal nace de algo que la preexistió, desechando rasgos aislados de este material por inutilizables y reuniendo los otros para subordinarlos a una meta nueva, la de la reproducción.
Antes de emplear nuestro conocimiento de las perversiones para sumergirnos de nuevo, con premisas más claras, en el estudio de la sexualidad infantil, tengo que hacerles notar una importante diferencia entre ambas. La sexualidad perversa está, por regla general, notablemente centrada; todas las acciones presionan hacia una meta -casi siempre única- y una pulsión parcial tiene la primacía: o bien es la única pesquisable o bien ha sometido a las otras a sus propósitos. En este sentido, no hay entre la sexualidad perversa y la normal más diferencia que la diversidad de las pulsiones parciales dominantes y, por tanto, de las metas sexuales. En uno y otro caso se trata, por así decir, de una tiranía bien organizada, sólo que son diversas las familias que se han arrogado el gobierno. En cambio, la sexualidad infantil carece, globalmente considerada, de semejante centramiento y organización; sus diversas pulsiones parciales tienen iguales derechos y cada una persigue por cuenta propia el logro de placer. Tanto la ausencia como la presencia de centramiento armonizan muy bien, desde luego, con el hecho de que ambos tipos de sexualidad, la perversa y la normal, han nacido de lo infantil. Por lo demás, también hay casos de sexualidad perversa que presentan una semejanza mucho mayor con la infantil: son aquellos en que numerosas pulsiones parciales han impuesto sus metas o, mejor, han persistido en ellas con independencia unas de otras. En tales casos es más correcto hablar de infantilismo de la vida sexual que de perversión.
Así preparados, podemos pasar a responder a un planteo que a buen seguro no se nos ahorrará. Se nos dirá: «¿Por qué se aferra usted a llamar sexualidad a esas manifestaciones infantiles, indeterminables según su propio testimonio, a partir de las cuales deviene después lo sexual? ¿Por qué no quiere conformarse con la descripción fisiológica y decir, simplemente, que en el lactante ya se observan actividades, como el chupeteo y la retención de los excrementos, que nos muestran que aspira a un placer de órgano(84)? Así usted evitaría el supuesto, tan ultrajante para cualquier sentimiento, de que ya en el niño pequeño existiría una vida sexual». Y bien, señores míos, no tengo nada que objetar en contra del placer de órgano; yo sé que el máximo placer de la unión sexual no es sino un placer de órgano que depende de la actividad de los genitales. Pero, ¿pueden ustedes decirme cuándo este placer de órgano, originalmente indiferente, cobra el carácter sexual que sin duda posee en fases más tardías del desarrollo? ¿Sabemos más acerca del «placer de órgano» que de la sexualidad? Responderán ustedes que el carácter sexual se agrega justamente cuando los genitales empiezan a desempeñar el papel que les corresponde; lo sexual coincide con lo genital. Y aun rechazarán mi objeción basada en la existencia de las perversiones haciéndome presente que en la mayoría de ellas, no obstante, se alcanza el orgasmo genital, aunque por otros caminos que la unión de los genitales. Realmente ustedes se hallarán en mucho mejor posición si de las notas características de lo sexual eliminan su referencia a la reproducción, insostenible por la existencia de las perversiones, y le anteponen, a cambio, la actividad genital. Entonces nuestras posiciones no divergen tanto; queda una simple oposición entre los órganos genitales y los otros órganos. Pero, ¿qué hacen ustedes con las múltiples experiencias que les muestran que los genitales pueden ser subrogados por otros órganos en la ganancia de placer, como ocurre en el beso normal, así como en las prácticas perversas de los libertinos y en la sintomatología de la histeria? En esta neurosis es lo más corriente que fenómenos de estimulación, sensaciones e inervaciones que son propios de los genitales -incluso los procesos de la erección- se desplacen a otras regiones del cuerpo alejadas de estos (p. ej., que se trasladen hacia arriba, a la cabeza y el rostro). Convencidos de que no pueden aferrarse a nada en calidad de rasgo característico de lo que postulan como sexual, ustedes se verán forzados a seguir mi ejemplo y extender la designación de «sexual» también a las prácticas de la primera infancia que aspiran al placer de órgano.
Y ahora admitan ustedes para mí justificación otras dos elucidaciones. Como ya bien saben, llamamos sexuales a las dudosas e indeterminables prácticas placenteras de la primera infancia porque el camino del análisis nos lleva a ellas desde los síntomas pasando por un material indiscutiblemente sexual. Admito que no por eso tendrían que ser también sexuales. Pero consideren ustedes un caso análogo. Supongan que no tuviéramos ninguna vía para observar desde sus semillas el desarrollo de dos plantas dicotiledóneas, el manzano y la haba, pero que pudiéramos perseguirlo retrospectivamente desde el individuo plenamente formado hasta el primer germen provisto de dos cotiledones. Estos presentan un aspecto indiferente, en los dos casos son del mismo tipo. ¿Supondremos que lo son realmente y que la diferencia específica entre manzano y haba se introduce sólo más tarde en las plantas? ¿0 desde el punto de vista biológico es más correcto creer que esa diferencia preexistía en el germen, aunque en los cotiledones yo no podía discernirla? Lo mismo hacemos en el caso de las prácticas del lactante cuando llamamos sexual al placer. Aquí no puedo examinar si todo placer de órgano debe llamarse sexual o si además del placer sexual existe otro, que no merezca tal nombre. Sé

Tengo todavía algo que agregar para completar la apreciación de las perversiones sexuales. Por mala que sea su fama, por más que se las contraponga tajantemente a la práctica sexual normal, es fácil observar que a esta última rara vez le falta algún rasgo perverso. Ya el beso merece el nombre de un acto perverso, pues consiste en la unión de dos zonas bucales erógenas en lugar de los dos genitales. Pero nadie lo condena por perverso; al contrario, en la representación teatral se lo admite como una alusión velada al acto sexual. Ahora bien, justamente el besar lleva, con facilidad, a la perversión plena, a saber, cuando es tan intenso que termina directamente en la descarga genital y el orgasmo, lo que en modo alguno es infrecuente. Además, puede averiguarse que, para uno, palpar y mirar el objeto son condiciones indispensables del goce sexual, otro muerde y pellizca en el ápice de la excitación sexual, y el estado de excitación máxima en los amantes no siempre es provocado por los genitales, sino por otra región corporal del objeto; podría hacerse un sinnúmero de comprobaciones semejantes. No tiene ningún sentido excluir de la serie de las personas normales y declarar perversas a las que exhiben algunos de estos rasgos aislados; más bien, cada vez advertimos con más claridad que lo esencial de las perversiones no consiste en la trasgresión de la meta sexual, ni en la sustitución de los genitales, ni siquiera en la variación del objeto, sino solamente en que estas desviaciones se consuman de manera exclusiva, dejando de lado el acto sexual al servicio de la reproducción. Las acciones perversas dejan de ser tales en la medida en que se integran en la producción del acto sexual normal como unas contribuciones que lo preparan o lo refuerzan. Hechos de esta índole, desde luego, achican mucho la distancia entre la sexualidad normal y la perversa. Se infiere naturalmente que la sexualidad normal nace de algo que la preexistió, desechando rasgos aislados de este material por inutilizables y reuniendo los otros para subordinarlos a una meta nueva, la de la reproducción.
Antes de emplear nuestro conocimiento de las perversiones para sumergirnos de nuevo, con premisas más claras, en el estudio de la sexualidad infantil, tengo que hacerles notar una importante diferencia entre ambas. La sexualidad perversa está, por regla general, notablemente centrada; todas las acciones presionan hacia una meta -casi siempre única- y una pulsión parcial tiene la primacía: o bien es la única pesquisable o bien ha sometido a las otras a sus propósitos. En este sentido, no hay entre la sexualidad perversa y la normal más diferencia que la diversidad de las pulsiones parciales dominantes y, por tanto, de las metas sexuales. En uno y otro caso se trata, por así decir, de una tiranía bien organizada, sólo que son diversas las familias que se han arrogado el gobierno. En cambio, la sexualidad infantil carece, globalmente considerada, de semejante centramiento y organización; sus diversas pulsiones parciales tienen iguales derechos y cada una persigue por cuenta propia el logro de placer. Tanto la ausencia como la presencia de centramiento armonizan muy bien, desde luego, con el hecho de que ambos tipos de sexualidad, la perversa y la normal, han nacido de lo infantil. Por lo demás, también hay casos de sexualidad perversa que presentan una semejanza mucho mayor con la infantil: son aquellos en que numerosas pulsiones parciales han impuesto sus metas o, mejor, han persistido en ellas con independencia unas de otras. En tales casos es más correcto hablar de infantilismo de la vida sexual que de perversión.
Así preparados, podemos pasar a responder a un planteo que a buen seguro no se nos ahorrará. Se nos dirá: «¿Por qué se aferra usted a llamar sexualidad a esas manifestaciones infantiles, indeterminables según su propio testimonio, a partir de las cuales deviene después lo sexual? ¿Por qué no quiere conformarse con la descripción fisiológica y decir, simplemente, que en el lactante ya se observan actividades, como el chupeteo y la retención de los excrementos, que nos muestran que aspira a un placer de órgano(84)? Así usted evitaría el supuesto, tan ultrajante para cualquier sentimiento, de que ya en el niño pequeño existiría una vida sexual». Y bien, señores míos, no tengo nada que objetar en contra del placer de órgano; yo sé que el máximo placer de la unión sexual no es sino un placer de órgano que depende de la actividad de los genitales. Pero, ¿pueden ustedes decirme cuándo este placer de órgano, originalmente indiferente, cobra el carácter sexual que sin duda posee en fases más tardías del desarrollo? ¿Sabemos más acerca del «placer de órgano» que de la sexualidad? Responderán ustedes que el carácter sexual se agrega justamente cuando los genitales empiezan a desempeñar el papel que les corresponde; lo sexual coincide con lo genital. Y aun rechazarán mi objeción basada en la existencia de las perversiones haciéndome presente que en la mayoría de ellas, no obstante, se alcanza el orgasmo genital, aunque por otros caminos que la unión de los genitales. Realmente ustedes se hallarán en mucho mejor posición si de las notas características de lo sexual eliminan su referencia a la reproducción, insostenible por la existencia de las perversiones, y le anteponen, a cambio, la actividad genital. Entonces nuestras posiciones no divergen tanto; queda una simple oposición entre los órganos genitales y los otros órganos. Pero, ¿qué hacen ustedes con las múltiples experiencias que les muestran que los genitales pueden ser subrogados por otros órganos en la ganancia de placer, como ocurre en el beso normal, así como en las prácticas perversas de los libertinos y en la sintomatología de la histeria? En esta neurosis es lo más corriente que fenómenos de estimulación, sensaciones e inervaciones que son propios de los genitales -incluso los procesos de la erección- se desplacen a otras regiones del cuerpo alejadas de estos (p. ej., que se trasladen hacia arriba, a la cabeza y el rostro). Convencidos de que no pueden aferrarse a nada en calidad de rasgo característico de lo que postulan como sexual, ustedes se verán forzados a seguir mi ejemplo y extender la designación de «sexual» también a las prácticas de la primera infancia que aspiran al placer de órgano.
Y ahora admitan ustedes para mí justificación otras dos elucidaciones. Como ya bien saben, llamamos sexuales a las dudosas e indeterminables prácticas placenteras de la primera infancia porque el camino del análisis nos lleva a ellas desde los síntomas pasando por un material indiscutiblemente sexual. Admito que no por eso tendrían que ser también sexuales. Pero consideren ustedes un caso análogo. Supongan que no tuviéramos ninguna vía para observar desde sus semillas el desarrollo de dos plantas dicotiledóneas, el manzano y la haba, pero que pudiéramos perseguirlo retrospectivamente desde el individuo plenamente formado hasta el primer germen provisto de dos cotiledones. Estos presentan un aspecto indiferente, en los dos casos son del mismo tipo. ¿Supondremos que lo son realmente y que la diferencia específica entre manzano y haba se introduce sólo más tarde en las plantas? ¿0 desde el punto de vista biológico es más correcto creer que esa diferencia preexistía en el germen, aunque en los cotiledones yo no podía discernirla? Lo mismo hacemos en el caso de las prácticas del lactante cuando llamamos sexual al placer. Aquí no puedo examinar si todo placer de órgano debe llamarse sexual o si además del placer sexual existe otro, que no merezca tal nombre. Sé

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demasiado poco del placer de órgano y de sus condiciones; además, dado el carácter retrocedente del análisis, no puedo asombrarme sí al final me topo con factores por ahora no determinables.
¡Y algo más! Muy poco ganarían ustedes en favor de lo que pretenden afirmar, en favor de la pureza sexual del niño, aun si pudieran convencerme de que sería mejor no considerar sexuales las prácticas del lactante. En efecto, ya desde el tercer año de vida la sexualidad del niño, no da lugar a ninguna de estas dudas; por esa época ya empiezan a excitarse los genitales y quizá sobreviene regularmente un período de masturbación infantil; o sea, de satisfacción genital. Las manifestaciones anímicas y sociales de la vida sexual ya no se echan de menos; elección de objeto, preferencia tierna por determinadas personas, y aun la predilección por uno de los sexos, los celos: he ahí fenómenos comprobados por observaciones imparciales hechas con independencia del psicoanálisis y antes de su advenimiento, y que pueden ser confirmados por cualquier observador que quiera verlos. Me objetarán que nunca pusieron en duda el temprano despertar de la ternura, sino sólo que esta tuviera el carácter de lo «sexual». Es verdad que los niños de entre tres y ocho años han aprendido a ocultarlo, pero si ustedes prestan atención podrán reunir buenas pruebas de los propósitos «sensuales» de esta ternura, y si algo todavía se les escapa, las exploraciones analíticas se lo proporcionarán sin trabajo y en abundancia. Las metas sexuales de este período de la vida se entraman de manera íntima con la contemporánea investigación sexual de la que les he dado algunos ejemplos. El carácter perverso de algunas de estas metas depende, naturalmente, de la inmadurez constitucional del niño, quien no ha descubierto aún la meta del coito,
Más o menos desde el sexto al octavo año de vida en adelante se observan una detención y un retroceso en el desarrollo sexual, que, en los casos más favorables desde el punto de vista cultural, merecen el nombre de período de latencia. Este puede faltar; no es forzoso que traiga aparejada una interrupción completa de las prácticas y los intereses sexuales. Las vivencias y mociones anímicas anteriores al advenimiento del período de latencia son víctimas, en su mayoría, de la amnesia infantil, ese olvido que ya elucidarnos, que oculta nuestros primeros años de vida y nos aliena de ellos. En todo psicoanálisis se plantea la tarea de recobrar en el recuerdo ese período olvidado de la vida; no podemos dejar de sospechar que los comienzos de vida sexual contenidos en él proporcionaron el motivo de ese olvido, que, por tanto, sería un resultado de la represión.
Desde el tercer año de vida, la sexualidad del niño muestra mucha semejanza con la del adulto; se diferencia de esta, como ya sabemos, por la falta de una organización fija bajo el primado de los genitales, por los inevitables rasgos perversos y también, desde luego, por la intensidad mucho menor de la aspiración en su conjunto. Pero las fases del desarrollo sexual (o, como decimos nosotros, libidinal) interesantes para la teoría se sitúan más atrás de ese punto temporal. Es un desarrollo tan rápido que la observación directa nunca habría logrado, probablemente, fijar sus imágenes fugitivas. Sólo con ayuda de la exploración psicoanalítica de las neurosis se hizo posible colegir unas fases todavía más remotas del desarrollo libidinal. Por cierto, no son sino construcciones; empero, si cultivan el psicoanálisis en la práctica, ustedes descubrirán que son construcciones necesarias y útiles. Pronto comprenderán cómo sucede que la patología pueda revelarnos aquí unos nexos que en el objeto normal por fuerza pasamos por alto.
Ahora podemos indicar la conformación de la vida sexual del niño antes de que se instaure el primado de los genitales; este se prepara en la primera época infantil, la anterior al período de latencia, y se organiza de manera duradera a partir de la pubertad. En esta prehistoria hay una suerte de organización laxa que llamaremospregenital. Pero en esta fase no se sitúan en el primer plano las pulsiones parciales genitales, sino las sádicas y anales. La oposición entre masculino y femenino no desempeña todavía papel alguno; ocupa su lugar la oposición entre activo y pasivo, que puede definirse como la precursora de la polaridad sexual, con la cual también se suelda más tarde. Lo que nos parece masculino en las prácticas de esta fase, sí las consideramos desde la fase genital, resulta ser expresión de una pulsión de apoderamiento que fácilmente desborda hacia lo cruel. Aspiraciones de meta pasiva se anudan a la zona erógena del orificio anal, muy importante en este período. La pulsión de ver y la pulsión de saber despiertan con fuerza; los genitales participan en la vida sexual propiamente dicha sólo en su papel de órganos para la excreción de la orina. En esta fase las pulsiones parciales no carecen de objetos, pero estos no necesariamente coinciden en uno solo. La organización sádico-anal es la etapa que precede inmediatamente a la fase del primado genital. Un estudio más profundizado muestra todo lo que de ella se conserva en la posterior conformación definitiva y los caminos que sus pulsiones parciales se vieron compelidas a seguir para insertarse dentro de la nueva organización genital (ver nota(85)). Por detrás de la fase sádico-anal del desarrollo libidinal obtenemos todavía la visión de una etapa de organización más temprana, más primitiva aún, en que la zona erógena de la boca desempeña el papel principal. Pueden colegir ustedes que la práctica sexual del chupeteo le pertenece, y tienen derecho a asombrarse por la sagacidad de los antiguos egipcios, cuyo arte caracterizaba al niño, y también al dios Horus, por el dedo en la boca. Recientemente, Abraham [1916] ha informado acerca de las huellas que esta fase oral primitiva deja en la vida sexual posterior.
Puedo suponer, señores, que estas últimas comunicaciones mías sobre las organizaciones sexuales les han traído más confusión que esclarecimiento. Quizás otra vez he entrado demasiado en los detalles. Pero tengan paciencia; lo que han oído les resultará valioso cuando más tarde lo apliquemos. Por ahora retengan esta impresión: que la vida sexual -lo que llamamos la función libidinal- no emerge como algo acabado, tampoco crece semejante a sí misma, sino que recorre una serie de fases sucesivas que no presentan el mismo aspecto; es, por tanto, un desarrollo retomado varias veces, como el que va de la crisálida a la mariposa. El punto de viraje de ese desarrollo es la subordinación de todas las pulsiones parciales bajo el primado de los genitales y, con este, el sometimiento de la sexualidad a la función de la reproducción. Antes de ello, hay por así decir una vida sexual descompaginada, una práctica autónoma de las diversas pulsiones parciales que aspiran a un placer de órgano. Esta anarquía se atempera por unos esbozos de organizaciones «pregenitales», primero la fase sádico-anal y, más atrás, la oral, quizá la más primitiva. A esto se suman los diversos procesos, no conocidos con precisión todavía, que conducen desde una etapa de organización a la que le sigue inmediatamente, de nivel más alto. En otra oportunidad(86) averiguaremos la importancia que para la intelección de las neurosis tiene el hecho de que la libido recorra un camino de desarrollo tan largo y accidentado.
Hoy estudiaremos otro aspecto de este desarrollo, a saber, el vínculo de las pulsiones sexuales parciales con el objeto. Más bien, trazaremos un somero panorama de este desarrollo y nos detendremos en un resultado bastante tardío de él. Decíamos que algunos de los componentes

¡Y algo más! Muy poco ganarían ustedes en favor de lo que pretenden afirmar, en favor de la pureza sexual del niño, aun si pudieran convencerme de que sería mejor no considerar sexuales las prácticas del lactante. En efecto, ya desde el tercer año de vida la sexualidad del niño, no da lugar a ninguna de estas dudas; por esa época ya empiezan a excitarse los genitales y quizá sobreviene regularmente un período de masturbación infantil; o sea, de satisfacción genital. Las manifestaciones anímicas y sociales de la vida sexual ya no se echan de menos; elección de objeto, preferencia tierna por determinadas personas, y aun la predilección por uno de los sexos, los celos: he ahí fenómenos comprobados por observaciones imparciales hechas con independencia del psicoanálisis y antes de su advenimiento, y que pueden ser confirmados por cualquier observador que quiera verlos. Me objetarán que nunca pusieron en duda el temprano despertar de la ternura, sino sólo que esta tuviera el carácter de lo «sexual». Es verdad que los niños de entre tres y ocho años han aprendido a ocultarlo, pero si ustedes prestan atención podrán reunir buenas pruebas de los propósitos «sensuales» de esta ternura, y si algo todavía se les escapa, las exploraciones analíticas se lo proporcionarán sin trabajo y en abundancia. Las metas sexuales de este período de la vida se entraman de manera íntima con la contemporánea investigación sexual de la que les he dado algunos ejemplos. El carácter perverso de algunas de estas metas depende, naturalmente, de la inmadurez constitucional del niño, quien no ha descubierto aún la meta del coito,
Más o menos desde el sexto al octavo año de vida en adelante se observan una detención y un retroceso en el desarrollo sexual, que, en los casos más favorables desde el punto de vista cultural, merecen el nombre de período de latencia. Este puede faltar; no es forzoso que traiga aparejada una interrupción completa de las prácticas y los intereses sexuales. Las vivencias y mociones anímicas anteriores al advenimiento del período de latencia son víctimas, en su mayoría, de la amnesia infantil, ese olvido que ya elucidarnos, que oculta nuestros primeros años de vida y nos aliena de ellos. En todo psicoanálisis se plantea la tarea de recobrar en el recuerdo ese período olvidado de la vida; no podemos dejar de sospechar que los comienzos de vida sexual contenidos en él proporcionaron el motivo de ese olvido, que, por tanto, sería un resultado de la represión.
Desde el tercer año de vida, la sexualidad del niño muestra mucha semejanza con la del adulto; se diferencia de esta, como ya sabemos, por la falta de una organización fija bajo el primado de los genitales, por los inevitables rasgos perversos y también, desde luego, por la intensidad mucho menor de la aspiración en su conjunto. Pero las fases del desarrollo sexual (o, como decimos nosotros, libidinal) interesantes para la teoría se sitúan más atrás de ese punto temporal. Es un desarrollo tan rápido que la observación directa nunca habría logrado, probablemente, fijar sus imágenes fugitivas. Sólo con ayuda de la exploración psicoanalítica de las neurosis se hizo posible colegir unas fases todavía más remotas del desarrollo libidinal. Por cierto, no son sino construcciones; empero, si cultivan el psicoanálisis en la práctica, ustedes descubrirán que son construcciones necesarias y útiles. Pronto comprenderán cómo sucede que la patología pueda revelarnos aquí unos nexos que en el objeto normal por fuerza pasamos por alto.
Ahora podemos indicar la conformación de la vida sexual del niño antes de que se instaure el primado de los genitales; este se prepara en la primera época infantil, la anterior al período de latencia, y se organiza de manera duradera a partir de la pubertad. En esta prehistoria hay una suerte de organización laxa que llamaremospregenital. Pero en esta fase no se sitúan en el primer plano las pulsiones parciales genitales, sino las sádicas y anales. La oposición entre masculino y femenino no desempeña todavía papel alguno; ocupa su lugar la oposición entre activo y pasivo, que puede definirse como la precursora de la polaridad sexual, con la cual también se suelda más tarde. Lo que nos parece masculino en las prácticas de esta fase, sí las consideramos desde la fase genital, resulta ser expresión de una pulsión de apoderamiento que fácilmente desborda hacia lo cruel. Aspiraciones de meta pasiva se anudan a la zona erógena del orificio anal, muy importante en este período. La pulsión de ver y la pulsión de saber despiertan con fuerza; los genitales participan en la vida sexual propiamente dicha sólo en su papel de órganos para la excreción de la orina. En esta fase las pulsiones parciales no carecen de objetos, pero estos no necesariamente coinciden en uno solo. La organización sádico-anal es la etapa que precede inmediatamente a la fase del primado genital. Un estudio más profundizado muestra todo lo que de ella se conserva en la posterior conformación definitiva y los caminos que sus pulsiones parciales se vieron compelidas a seguir para insertarse dentro de la nueva organización genital (ver nota(85)). Por detrás de la fase sádico-anal del desarrollo libidinal obtenemos todavía la visión de una etapa de organización más temprana, más primitiva aún, en que la zona erógena de la boca desempeña el papel principal. Pueden colegir ustedes que la práctica sexual del chupeteo le pertenece, y tienen derecho a asombrarse por la sagacidad de los antiguos egipcios, cuyo arte caracterizaba al niño, y también al dios Horus, por el dedo en la boca. Recientemente, Abraham [1916] ha informado acerca de las huellas que esta fase oral primitiva deja en la vida sexual posterior.
Puedo suponer, señores, que estas últimas comunicaciones mías sobre las organizaciones sexuales les han traído más confusión que esclarecimiento. Quizás otra vez he entrado demasiado en los detalles. Pero tengan paciencia; lo que han oído les resultará valioso cuando más tarde lo apliquemos. Por ahora retengan esta impresión: que la vida sexual -lo que llamamos la función libidinal- no emerge como algo acabado, tampoco crece semejante a sí misma, sino que recorre una serie de fases sucesivas que no presentan el mismo aspecto; es, por tanto, un desarrollo retomado varias veces, como el que va de la crisálida a la mariposa. El punto de viraje de ese desarrollo es la subordinación de todas las pulsiones parciales bajo el primado de los genitales y, con este, el sometimiento de la sexualidad a la función de la reproducción. Antes de ello, hay por así decir una vida sexual descompaginada, una práctica autónoma de las diversas pulsiones parciales que aspiran a un placer de órgano. Esta anarquía se atempera por unos esbozos de organizaciones «pregenitales», primero la fase sádico-anal y, más atrás, la oral, quizá la más primitiva. A esto se suman los diversos procesos, no conocidos con precisión todavía, que conducen desde una etapa de organización a la que le sigue inmediatamente, de nivel más alto. En otra oportunidad(86) averiguaremos la importancia que para la intelección de las neurosis tiene el hecho de que la libido recorra un camino de desarrollo tan largo y accidentado.
Hoy estudiaremos otro aspecto de este desarrollo, a saber, el vínculo de las pulsiones sexuales parciales con el objeto. Más bien, trazaremos un somero panorama de este desarrollo y nos detendremos en un resultado bastante tardío de él. Decíamos que algunos de los componentes

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de la pulsión sexual tienen desde el principio un objeto y lo retienen, como la pulsión de apoderamiento (sadismo) y las pulsiones de ver y de saber. Otras, más claramente anudadas a determinadas zonas del cuerpo, lo tienen sólo al comienzo, mientras todavía se apuntalan en las funciones no sexuales, y lo resignan cuando se desligan de estas. Así, el primer objeto de los componentes orales de la pulsión sexual es el pecho materno, que satisface la necesidad de nutrición del lactante. En el acto del chupeteo se vuelven autónomos los componentes eróticos que se satisfacen juntamente al mamar; el objeto se abandona y se sustituye por un lagar del cuerpo propio. La pulsión oral se vuelve autoerótica, como desde el comienzo lo son las pulsiones anales y las otras pulsiones erógenas. El resto del desarrollo tiene, expuesto de la manera más sucinta, dos metas: en primer lugar, abandonar el autoerotismo, permutar de nuevo el objeto situado en el cuerpo propio por un objeto ajeno; en segundo lugar, unificar los diferentes objetos de las pulsiones singulares, sustituirlos por un objeto único. Esto sólo puede lograrse, desde luego, cuando dicho objeto único es a su vez un cuerpo total, parecido al propio. Tampoco puede consumarse sin que cierto número de las mociones pulsionales autoerótícas se releguen por inutilizables.
Los procesos del hallazgo de objeto son bastante enredados y todavía no han sido expuestos de manera panorámica. Destaquemos, para nuestros propósitos, lo siguiente: cuando en la infancia, antes de que advenga el período de latencia el proceso ha alcanzado un cierto cierre, el objeto hallado resulta ser casi idéntico al primer objeto de la pulsión placentera oral, ganado por apuntalamiento [en la pulsión de nutrición] [ver nota(87)]. Es, sí no el pecho materno, al menos la madre. Llamamos a la madre el primer objeto de amor. De amor hablamos, en efecto, cuando traemos al primer plano el aspecto anímico de las aspiraciones sexuales y empujamos al segundo plano, o queremos olvidar por un momento, los requerimientos pulsionales de carácter corporal o «sensual» que están en la base. Para la época en que la madre deviene objeto de amor ya ha empezado en el niño el trabajo psíquico de la represión, que sustrae de su saber el conocimiento de una parte de sus metas sexuales. Ahora bien, a esta elección de la madre como objeto de amor se anuda todo lo que en el esclarecimiento psicoanalítico de las neurosis ha adquirido importancia tan grande bajo el nombre del «complejo de Edipo» y que ha tenido no poca participación en la resistencia contra el psicoanálisis (ver nota(88)).
Escuchen una pequeña historia que ocurrió en el curso de esta guerra: Uno de los más empeñosos discípulos del psicoanálisis se encuentra en calidad de médico en el frente alemán, en algún lugar de Polonia, y despierta la atención de sus colegas por haber obtenido un éxito inesperado con un enfermo. Preguntado, confiesa que trabaja con los medios del psicoanálisis, y se declara dispuesto a comunicar su saber
sus colegas. Así, cada atardecer se reúnen los médicos del batallón, sus colegas y jefes, para escuchar las esotéricas doctrinas del análisis. Todo anduvo bien por un tiempo, pero cuando habló a sus oyentes del complejo de Edipo se levantó uno de los jefes y manifestó que no creía en eso; era una vulgaridad del conferencista contarle semejantes cosas a ellos, hombres valientes que luchaban por su patria, y padres de familia por añadidura. Y prohibió la continuación de las conferencias. Así terminó todo. El analista pidió traslado a otro lugar del frente. Yo creo, empero, que mal andan las cosas si el triunfo alemán necesita de semejante «organización» de la ciencia; y la ciencia alemana no soportará bien esta organización.
Ustedes ya estarán ansiosos por conocer el contenido de este espantoso complejo de Edipo.
El nombre se los dice. Todos ustedes conocen la saga griega del rey Edipo, condenado por el destino a matar a su padre y a tomar por esposa a su madre; hace todo lo posible por sustraerse de la sentencia del oráculo, y por último, al enterarse de que sin saberlo ha cometido esos dos crímenes, se castiga cegándose. Espero que muchos de ustedes hayan vivenciado en sí mismos el conmovedor efecto de la tragedia donde Sófocles trata este asunto. La obra del dramaturgo ateniense no hace sino figurar el proceso por el cual el crimen de Edipo, cometido hace tiempo, se revela poco a poco, merced a una indagación diferida con maestría y desplegada mediante nuevos y nuevos indicios; en esa medida, tiene cierto parecido con la marcha de un psicoanálisis. En el curso del diálogo, sucede que la obnubilada madre-esposa Yocasta se resiste a que prosiga la indagación. Invoca el hecho de que a muchos hombres les es deparado cohabitar en sueños con su madre, pero los sueños merecen ser tenidos en poco. Nosotros no los tenemos en poco, al menos a los sueños típicos, aquellos que sobrevienen a muchos hombres, y no dudamos de que el sueño mencionado por Yocasta se relaciona estrechamente con el contenido de la saga, que provoca horror y extrañeza.Lo asombroso es que la tragedia de Sófocles no provoque más bien en sus espectadores una indignada repulsa, una reacción parecida a la de nuestro simplote médico militar, y más justificada. En efecto, es en el fondo una pieza inmoral, elimina la responsabilidad ética del hombre, presenta a los poderes divinos como los que ordenan el crimen y muestra la impotencia de las inspiraciones éticas del hombre que se defiende de cometerlo. De primera intención se creería que el tema de la saga quiere ser una acusación a los dioses y al destino, y en manos de Eurípides, el artista crítico y peleado con los dioses, probablemente se habría convertido en una acusación así. Pero en el pío Sófocles, ni hablar de este sesgo; mediante una piadosa sutileza barre él la dificultad: la eticidad suprema sería plegarse a la voluntad de los dioses, aunque ella ordene algo criminal. Yo no puedo creer que esta moraleja sea uno de los puntos fuertes de la pieza; pero es indiferente para el efecto que esta última produce. El espectador no reacciona frente a ella, sino frente al sentido secreto y al contenido de la saga. Reacciona, entonces, como si hubiera conocido en el interior de sí, por autoanálisis, el complejo de Edipo, y desenmascarase a la voluntad de los dioses y al oráculo como unos exaltados disfraces de su propio inconciente; como si él se acordara de sus deseos de eliminar al padre y de suplantarlo tomando por esposa a la madre, y tuviera que horrorizarse frente a ellos. Entiende así que la voz del artista quiere decirle: «En vano te revuelves contra tu responsabilidad y protestas lo que hiciste para contrariar esos propósitos criminales. Eres bien culpable, pues no has podido aniquilarlos; persisten todavía inconcientes en ti». Y ahí se encierra una verdad psicológica. Aun cuando el hombre haya reprimido (desalojado} al inconciente estas mociones malignas y pueda decirse que no es responsable de ellas, por fuerza sufrirá esta responsabilidad como un sentimiento de culpa cuyo fundamento desconoce.
No cabe duda ninguna de que es lícito ver en el complejo de Edipo una de las fuentes más importantes de la conciencia de culpa que tan a menudo hace penar a los neuróticos. Pero todavía más: en un estudio sobre los comienzos de la religión y la eticidad, que publiqué en 1913 poniéndole por título Tótem y tabú [1912-13], se me ocurrió la conjetura de que quizá la humanidad como un todo, en los comienzos de su historia, adquirió en el complejo de Edipo la conciencia de culpa, esa fuente última de la religión y la eticidad. Me gustaría hablarles más sobre esto, pero mejor lo dejo. Es difícil interrumpir este tema cuando se lo ha iniciado, y tenemos que volver a la psicología individual.

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¿Qué deja ver del complejo de Edipo la observación directa del niño en la época de la elección de objeto anterior al período de latencia? Bueno, se ve con facilidad que el varoncito quiere tener a la madre para él solo, siente como molesta la presencia del padre, se enfada cuando este se permite ternezas hacia la madre, exterioriza su contento cuando el padre parte de viaje o está ausente. A menudo expresa con palabras sus sentimientos, promete a la madre casarse con ella. Se pensará que es poco en comparación al crimen de Edipo, pero de hecho es bastante, y en germen es lo mismo. La observación se empaña a menudo por la circunstancia de que, simultáneamente, el mismo niño da muestras en otras oportunidades de una gran ternura hacia el padre; sólo que semejantes actitudes afectivas opuestas -o mejor dicho: ambivalentes-que en el adulto llevarían al conflicto, coexisten muy bien en el niño durante largo tiempo, tal como después hallan un sitio duradero en el inconciente una junto a la otra. También se objetará que la conducta del varoncito responde a motivos egoístas y no justifica la hipótesis de un complejo erótico.
La madre cuida de todas las necesidades del niño, y por eso este tiene interés en que ella no haga caso de ninguna otra persona. También esto es cierto, pero resulta claro de inmediato que en estas situaciones, como en otras parecidas, el interés egoísta (ver nota(89)) sólo ofrece el apuntalamiento al cual se anuda la aspiración erótica. Si el pequeño muestra la más franca curiosidad sexual hacia ;su madre, si pide dormir con ella por las noches, si presiona para asistir a sutoilette o intenta seducirla, como la madre tan a menudo lo comprueba y lo cuenta riendo, la naturaleza erótica del vínculo con la madre queda certificada fuera de toda duda. Tampoco es lícito olvidar que la madre despliega igual solicitud hacia sus hijitas sin provocar ese mismo efecto, y que el padre rivaliza con ella harto a menudo en sus cuidados hacia el varón, sin lograr conquistarse la misma importancia que la madre. En suma: que ninguna crítica puede eliminar de la situación el factor de la predilección sexual. Desde el punto de vista del interés egoísta, sería tonto de parte del pequeño que no prefiriese tolerar dos personas a su servicio en vez de una sola.
Como ustedes notan, sólo he pintado la relación del varoncito con su padre y su madre. Con las necesarias modificaciones, las cosas son en un todo semejantes en el caso de la niña pequeña (ver nota(90)). La actitud de tierna dependencia hacia el padre, la sentida necesidad de eliminar por superflua a la madre y ocupar su puesto, una coquetería que ya trabaja con los recursos de la posterior feminidad, dan por resultado justamente en la niña pequeña una imagen encantadora, que nos hace olvidar la seriedad de esta situación infantil y las posibles consecuencias graves que esconde. No dejemos de agregar que con frecuencia los propios padres ejercen una influencia decisiva para que despierte en el niño la actitud del Edipo: se dejan llevar ellos mismos por la atracción sexual y, donde hay varios hijos, el padre otorga de la manera más nítida su preferencia en la ternura a su hijita, y la madre a su hijo. Pero ni siquiera este factor pone seriamente en duda la naturaleza espontánea del complejo infantil de Edipo.
Este se amplia hasta convertirse en un complejo familiar cuando se suman otros niños. En tales casos el perjuicio egoísta proporciona un nuevo apuntalamiento para que esos hermanitos sean recibidos con antipatía y sean eliminados sin misericordia en el deseo. E incluso, por regla general, los niños expresan verbalmente estos sentimientos de odio mucho más que los provenientes del complejo parental. Si uno de esos deseos se cumple y la muerte vuelve a llevarse a corto plazo al bebé no deseado, un análisis permite averiguar después cuán importante fue para el niño esa vivencia, por más que no haya permanecido adherida a su memoria. El niño desplazado a un segundo plano por el nacimiento de un hermanito, y casi aislado de la madre por primera vez, difícilmente olvidará este relegamiento; le nacen sentimientos que en el adulto se dirían de grave inquina, y que a menudo pasan a ser la base de un distanciamiento duradero. Ya mencionamos el hecho de que la investigación sexual, con todas sus consecuencias, suele anudarse a esta experiencia vital del niño. Cuando estos hermanitos crecen, la actitud para con ellos sufre importantísimas mudanzas. El chico puede tomar a la hermana como objeto de amor en sustitución de la madre infiel; entre varios hermanos que compiten por una hermanita más pequeña ya se presentan las situaciones de rivalidad hostil que cobrarán significación más tarde en la vida. Una niñita encuentra en el hermano mayor un sustituto del padre, quien ya no se ocupa de ella con la ternura de los primeros años, o toma a una hermanita menor como sustituto del bebé que en vano deseó del padre.Todas estas cosas y muchas más de la misma naturaleza les mostrará la observación directa de los niños y el estudio de los recuerdos de infancia conservados con claridad y no influidos por el análisis. De ahí extraerán, entre otras, esta conclusión: la posición de un niño dentro de la serie de los hijos es un factor relevante para la conformación de su vida ulterior, y siempre es preciso tomarlo en cuenta en la descripción de una vida. Pero, lo que es más importante, en vista de estos esclarecimiento s, que se obtienen sin dificultad, no podrán ustedes recordar sin reírse las tesis que ha propuesto la ciencia para explicar la prohibición del íncesto. ¡Qué no se ha inventado! ¡Se afirmó que la inclinación sexual se aparta de los miembros del otro sexo de la misma familia en virtud de la convivencia en la infancia, o que una tendencia biológica a evitar el aparcamiento consanguíneo halla su representante psíquico en el horror innato al incesto! En esto se olvida que no haría falta una prohibición tan inexorable medíante la ley y las costumbres si existieran unas barreras naturales seguras contra la tentación del incesto. En lo contrario se encierra la verdad. La primera elección de objeto es, por lo general, incestuosa; en el hombre, se dirige a la madre y a las hermanas, y se requieren las más terminantes prohibiciones para impedir que se haga realidad esta persistente inclinación infantil. Entre los primitivos que sobreviven en nuestros días, los pueblos salvajes, las prohibiciones del incesto son todavía más terminantes que entre nosotros; y hace poco Theodor Reik, en un brillante trabajo [1915-16], ha mostrado que los ritos de pubertad de los salvajes, que figuran un renacimiento, tienen el sentido de cancelar el vínculo incestuoso del muchacho con su madre y de reconciliarlo con su padre.
La mitología les enseña que el incesto, frente al cual supuestamente tanto se horrorizan los humanos, se concedía sin reparo alguno a los dioses; y por la historia antigua pueden averiguar que el matrimonio incestuoso con la hermana era un precepto sagrado para la persona del gobernante (entre los antiguos faraones y los incas del Perú). Es, entonces, un privilegio denegado a los hombres comunes.
El incesto con la madre es uno de los crímenes de Edipo; el parricidio es el otro. Mencionemos de pasada que son también los dos grandes crímenes prohibidos por el totemismo, la primera institución sociorreligiosa de los hombres (ver nota(91)).
Volvámonos ahora de la observación directa del niño a la exploración analítica del adulto que ha

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contraído neurosis.
¿En qué contribuye el análisis al ulterior conocimiento del complejo de Edipo? Bien; puede responderse muy brevemente. Lo revela tal como la saga lo cuenta; muestra que cada uno de estos neuróticos fue a su vez un Edipo o, lo que viene a ser lo mismo, se ha convertido en un Hamlet en la reacción frente al complejo (ver nota(92)). Desde luego, la exposición analítica del complejo de Edipo es una versión aumentada y ampliada del esbozo infantil. El odio hacia el padre, los deseos de que muera, ya no se insinúan tímidamente; la ternura hacia la madre confiesa como su meta el poseerla en calidad de mujer. ¿Nos es lícito atribuir realmente estas flagrantes y extremas mociones afectivas a aquellos tiernos años de la infancia, o el análisis nos engaña por la intromisión de un factor nuevo? No es difícil descubrir un factor así. Toda vez que un hombre informa sobre el pasado, aun si se trata de un historiador, debernos tomar en cuenta lo que inadvertidamente pone en él desde el presente o de épocas intermedias, falseando así su imagen. Y en el caso del neurótico hasta es dudoso que esa atribución retrospectiva carezca de propósito; más adelante averiguaremos los motivos que existen para esto y justificaremos el hecho del «fantasear retrospectivo» {Rückphantasieren}(93) hasta el lejano pasado. También descubrimos fácilmente que el odio al padre es reforzado por cierto número de motivos que provienen de épocas y vínculos más tardíos, y que los deseos sexuales hacia la madre se vuelcan en formas que al niño le son por fuerza todavía ajenas. Pero vano sería el empeño de explicar todo el complejo de Edipo por un fantasear retrospectivo y de referirlo a épocas más tardías. Su núcleo infantil, y aun sus elementos accesorios en mayor o menor medida, quedan en pie, como lo confirma la observación directa del niño.
Ahora bien, el hecho clínico que nos sale al paso tras la forma del complejo de Edipo establecida por el análisis es de gran importancia práctica. Nos enteramos de que en la época de la pubertad, cuando la pulsión sexual plantea sus exigencias por primera vez en toda su fuerza, los viejos objetos familiares e incestuosos son retomados e investidos(94) de nuevo libidinosamente. La elección infantil de objeto no fue sino un débil preludio, aunque señero, de la elección de objeto en la pubertad. En esta se despliegan procesos afectivos muy intensos, que siguen el mismo rumbo del complejo de Edipo o se alinean en una reacción frente a él. No obstante, y por el hecho de que sus premisas se han vuelto insoportables, esos procesos tienen que permanecer en buena parte alejados de la conciencia. Desde esta época en adelante, el individuo humano tiene que consagrarse a la gran tarea de desasirse de sus padres; solamente tras esa suelta puede dejar de ser niño para convertirse en miembro de la comunidad social. Para el hijo, la tarea consiste en desasir de la madre sus deseos libidinosos a fin de emplearlos en la elección de un objeto de amor ajeno, real, y en reconciliarse con el padre si siguió siéndole hostil o en liberarse de su presión si se le sometió corno reacción frente a su sublevación infantil. Estas tareas se plantean para todas las personas; es digno de notar cuán raramente se finiquitan de la manera ideal, es decir, correcta tanto en lo psicológico como en lo social. Pero los neuróticos no alcanzan de ningún modo esta solución; el hijo permanece toda la vida sometido a la autoridad del padre y no está en condiciones de trasferir su libido a un objeto sexual ajeno. Esta misma puede ser, trocando la relación, la suerte de la hija. En este sentido, el complejo de Edipo es considerado con acierto como el núcleo de las neurosis (ver nota(95)).
Imaginarán ustedes, señores, cuán someramente he rozado gran número de circunstancias, importantes para la teoría y para la práctica, relacionadas con el complejo de Edipo. Tampoco he entrado a considerar sus variaciones ni su inversión posible (ver nota(96)). Con respecto a sus nexos más alejados, sólo quiero indicarles todavía que se ha revelado como determinante en grado sumo para la producción literaria. Otto Rank ha mostrado, en un meritorio libro [1912c], que los dramaturgos de todos los tiempos han tomado su asunto principalmente del complejo de Edipo y del complejo del incesto, de sus variaciones y disfraces. Tampoco debemos dejar de consignar que los dos deseos criminales del complejo de Edipo fueron reconocidos mucho antes de la época del psicoanálisis como los genuinos representantes de la vida pulsional no inhibida. Entre los escritos del enciclopedista Diderot hay un famoso diálogo, Le neveu de Rameau, vertido al alemán nada menos que por Goethe. Ahí pueden leer este asombroso pasaje: «Si le petit sauvage étaít abandonné á luimême, qu'il conservät toute son imbécillité et qu'íl réunit au peu de raison de Venfant au berceau la violence des passíons de l'homme de trente ans, il tordrait te col á son pbre et coucherait avec sa mere» (ver traducción(97)). (Ver nota(98)).
Pero hay otra cosa que no puedo omitir. No será en vano que la madre-esposa de Edipo nos haya hecho parar mientes en el sueño. ¿Recuerdan todavía el resultado de nuestros análisis de sueños, a saber, que los deseos que los forman son con harta frecuencia de naturaleza perversa, incestuosa, o delatan una insospechada hostilidad hacia parientes próximos y queridos? En aquel momento dejamos sin esclarecer la proveniencia de estas mociones malvadas. Ahora ustedes mismos pueden señalarla. Son unas colocaciones {Unterbringung} de la libido y unas investiduras de objeto de la primera infancia, hace tiempo resignadas en la vida conciente, las que durante la noche demuestran estar aún presentes y ser capaces de operar en cierto sentido. Pero como todos los hombres, y no sólo los neuróticos, tienen esos sueños perversos, incestuosos y asesinos, estamos autorizados a concluir que también los que hoy son normales han recorrido la vía de desarrollo que pasa por las perversiones y las investiduras de objeto del complejo de Edipo, que esa vía es la del desarrollo normal y que los neuróticos no hacen más que mostrarnos aumentado y ampliado lo que el análisis de los sueños nos revela también en las personas sanas. Y este es uno de los motivos por los cuales hemos hecho que el estudio de los sueños precediera al de los síntomas neuróticos.
¿En qué contribuye el análisis al ulterior conocimiento del complejo de Edipo? Bien; puede responderse muy brevemente. Lo revela tal como la saga lo cuenta; muestra que cada uno de estos neuróticos fue a su vez un Edipo o, lo que viene a ser lo mismo, se ha convertido en un Hamlet en la reacción frente al complejo (ver nota(92)). Desde luego, la exposición analítica del complejo de Edipo es una versión aumentada y ampliada del esbozo infantil. El odio hacia el padre, los deseos de que muera, ya no se insinúan tímidamente; la ternura hacia la madre confiesa como su meta el poseerla en calidad de mujer. ¿Nos es lícito atribuir realmente estas flagrantes y extremas mociones afectivas a aquellos tiernos años de la infancia, o el análisis nos engaña por la intromisión de un factor nuevo? No es difícil descubrir un factor así. Toda vez que un hombre informa sobre el pasado, aun si se trata de un historiador, debernos tomar en cuenta lo que inadvertidamente pone en él desde el presente o de épocas intermedias, falseando así su imagen. Y en el caso del neurótico hasta es dudoso que esa atribución retrospectiva carezca de propósito; más adelante averiguaremos los motivos que existen para esto y justificaremos el hecho del «fantasear retrospectivo» {Rückphantasieren}(93) hasta el lejano pasado. También descubrimos fácilmente que el odio al padre es reforzado por cierto número de motivos que provienen de épocas y vínculos más tardíos, y que los deseos sexuales hacia la madre se vuelcan en formas que al niño le son por fuerza todavía ajenas. Pero vano sería el empeño de explicar todo el complejo de Edipo por un fantasear retrospectivo y de referirlo a épocas más tardías. Su núcleo infantil, y aun sus elementos accesorios en mayor o menor medida, quedan en pie, como lo confirma la observación directa del niño.
Ahora bien, el hecho clínico que nos sale al paso tras la forma del complejo de Edipo establecida por el análisis es de gran importancia práctica. Nos enteramos de que en la época de la pubertad, cuando la pulsión sexual plantea sus exigencias por primera vez en toda su fuerza, los viejos objetos familiares e incestuosos son retomados e investidos(94) de nuevo libidinosamente. La elección infantil de objeto no fue sino un débil preludio, aunque señero, de la elección de objeto en la pubertad. En esta se despliegan procesos afectivos muy intensos, que siguen el mismo rumbo del complejo de Edipo o se alinean en una reacción frente a él. No obstante, y por el hecho de que sus premisas se han vuelto insoportables, esos procesos tienen que permanecer en buena parte alejados de la conciencia. Desde esta época en adelante, el individuo humano tiene que consagrarse a la gran tarea de desasirse de sus padres; solamente tras esa suelta puede dejar de ser niño para convertirse en miembro de la comunidad social. Para el hijo, la tarea consiste en desasir de la madre sus deseos libidinosos a fin de emplearlos en la elección de un objeto de amor ajeno, real, y en reconciliarse con el padre si siguió siéndole hostil o en liberarse de su presión si se le sometió corno reacción frente a su sublevación infantil. Estas tareas se plantean para todas las personas; es digno de notar cuán raramente se finiquitan de la manera ideal, es decir, correcta tanto en lo psicológico como en lo social. Pero los neuróticos no alcanzan de ningún modo esta solución; el hijo permanece toda la vida sometido a la autoridad del padre y no está en condiciones de trasferir su libido a un objeto sexual ajeno. Esta misma puede ser, trocando la relación, la suerte de la hija. En este sentido, el complejo de Edipo es considerado con acierto como el núcleo de las neurosis (ver nota(95)).
Imaginarán ustedes, señores, cuán someramente he rozado gran número de circunstancias, importantes para la teoría y para la práctica, relacionadas con el complejo de Edipo. Tampoco he entrado a considerar sus variaciones ni su inversión posible (ver nota(96)). Con respecto a sus nexos más alejados, sólo quiero indicarles todavía que se ha revelado como determinante en grado sumo para la producción literaria. Otto Rank ha mostrado, en un meritorio libro [1912c], que los dramaturgos de todos los tiempos han tomado su asunto principalmente del complejo de Edipo y del complejo del incesto, de sus variaciones y disfraces. Tampoco debemos dejar de consignar que los dos deseos criminales del complejo de Edipo fueron reconocidos mucho antes de la época del psicoanálisis como los genuinos representantes de la vida pulsional no inhibida. Entre los escritos del enciclopedista Diderot hay un famoso diálogo, Le neveu de Rameau, vertido al alemán nada menos que por Goethe. Ahí pueden leer este asombroso pasaje: «Si le petit sauvage étaít abandonné á luimême, qu'il conservät toute son imbécillité et qu'íl réunit au peu de raison de Venfant au berceau la violence des passíons de l'homme de trente ans, il tordrait te col á son pbre et coucherait avec sa mere» (ver traducción(97)). (Ver nota(98)).
Pero hay otra cosa que no puedo omitir. No será en vano que la madre-esposa de Edipo nos haya hecho parar mientes en el sueño. ¿Recuerdan todavía el resultado de nuestros análisis de sueños, a saber, que los deseos que los forman son con harta frecuencia de naturaleza perversa, incestuosa, o delatan una insospechada hostilidad hacia parientes próximos y queridos? En aquel momento dejamos sin esclarecer la proveniencia de estas mociones malvadas. Ahora ustedes mismos pueden señalarla. Son unas colocaciones {Unterbringung} de la libido y unas investiduras de objeto de la primera infancia, hace tiempo resignadas en la vida conciente, las que durante la noche demuestran estar aún presentes y ser capaces de operar en cierto sentido. Pero como todos los hombres, y no sólo los neuróticos, tienen esos sueños perversos, incestuosos y asesinos, estamos autorizados a concluir que también los que hoy son normales han recorrido la vía de desarrollo que pasa por las perversiones y las investiduras de objeto del complejo de Edipo, que esa vía es la del desarrollo normal y que los neuróticos no hacen más que mostrarnos aumentado y ampliado lo que el análisis de los sueños nos revela también en las personas sanas. Y este es uno de los motivos por los cuales hemos hecho que el estudio de los sueños precediera al de los síntomas neuróticos.
22° conferencia.

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Algunas perspectivas sobre el desarrollo y la regresión. Etiología
Señoras y señores: Hemos averiguado que la función libidinal recorre un largo camino de desarrollo hasta poder entrar al servicio de la reproducción en la manera llamada normal. Ahora querría exponerles la importancia que este ,hecho tiene para la causación de las neurosis.Creo que coincidimos con las doctrinas de la patología general si suponemos que un desarrollo de esa índole acarrea dos peligros: primero, el de la inhibición y,segundo, el de la regresión. Vale decir, dada la tendencia general de los procesos biológicos a la variación, por fuerza sucederá que no todas las fases preparatorias transcurran con igual felicidad y se superen completamente; partes de la función quedarán retrasadas de manera permanente en esos estadios primeros, y un cierto grado de inhibición se mezclará en el cuadro total del desarrollo.
Procurémonos analogías con estos procesos en otros campos. Cuando un pueblo entero abandona su lugar de residencia para buscar uno nuevo, como tantas veces ocurrió en períodos anteriores de la historia humana, es seguro que no todos sus miembros llegarán al nuevo sitio. Prescindiendo de otras pérdidas, debe contarse por lo general con que pequeños grupos o bandas de los migrantes se detendrán en el camino y se establecerán en esas estaciones mientras el grueso sigue adelante. 0, para buscar una comparación más sugerente: ustedes bien saben que en los mamíferos superiores las glándulas sexuales masculinas, originariamente situadas muy adentro de la cavidad abdominal, en un cierto momento de la vida intrauterina inician una migración que las lleva casi directamente bajo la piel de la extremidad pélvica. Como consecuencia de esta migración, hallamos que en cierto número de machos uno de esos órganos dobles se quedó atrás en la cavidad pélvica o encontró ubicación duradera en el llamado canal inguinal, por el cual ambos tienen que pasar en su migración, o, al menos, que este canal ha permanecido abierto, cuando normalmente debe cerrarse una vez cumplido el cambio de ubicación de las glándulas sexuales. De joven estudiante, cuando realicé mi primer trabajo científico bajo la dirección de Von Brücke, me ocupé de las raíces nerviosas posteriores de la médula espinal de un pequeño pez, de conformación muy arcaica todavía(99). Hallé que las fibras nerviosas de estas raíces tenían su origen en grandes células situadas en el asta posterior de la sustancia gris, lo que no sucede en otros vertebrados. Pero enseguida descubrí que tales células nerviosas estaban presentes, fuera de la sustancia gris, en todo el trayecto que va hasta el llamado ganglio espinal de la raíz posterior; y de ahí deduje que las células de estas masas de ganglios habían migrado desde la médula espinal hasta las raíces de los nervios. Esto es lo que enseña también la historia evolutiva; pero en este pequeño pez toda la vía de la migración se manifestaba por unas células retrasadas (ver nota(100)).
Si estudian más a fondo estas comparaciones, no les resultará difícil pesquisar sus puntos débiles. Por eso iremos a una formulación directa: juzgamos posible, respecto de cada aspiración sexual separada, que partes de ella queden retrasadas en estadios anteriores del desarrollo, por más que otras puedan haber alcanzado la meta última. Advierten ustedes que nos representamos a cada una de estas aspiraciones como una corriente continuada desde el comienzo de la vida, que descomponemos, en cierta medida artificialmente, en oleadas separadas y sucesivas. Es justa la impresión de ustedes en cuanto a que estas representaciones han menester de ulterior aclaración. Pero ese intento nos llevaría demasiado lejos. Permítanme añadir todavía que una demora así de una aspiración parcial en una etapa anterior debe llamarsefijación (a saber, de la pulsión).
El segundo peligro de un desarrollo como este, que procede por etapas, reside en que fácilmente las partes que ya han avanzado pueden revertir, en un movimiento de retroceso, hasta una de esas etapas anteriores; a esto lo llamamos regresión. La aspiración se verá impelida a una regresión de esta índole cuando el ejercicio de su función, y por tanto el logro de su meta de satisfacción, tropiece con fuertes obstáculos externos en la forma más tardía o de nivel evolutivo superior. Aquí se nos presenta la conjetura de que fijación y regresión no son independientes entre sí. Mientras más fuertes sean las fijaciones en la vía evolutiva, tanto más la función esquivará las dificultades externas mediante una regresión hasta aquellas fijaciones, y la función desarrollada mostrará una resistencia tanto menor frente a los obstáculos externos que se oponen a su decurso. Consideren esto: si un pueblo en movimiento ha dejado tras sí poderosos contingentes en las estaciones de su migración, los que siguieron avanzando se inclinarán a retirarse a estas estaciones si son derrotados o tropiezan con un enemigo muy poderoso. Pero también, mayor peligro correrán de ser derrotados cuanto mayor sea el número de sus miembros que se quedaron atrás.
Para la comprensión de las neurosis, es importante que no pierdan de vista este nexo entre fijación y regresión. Ello les proporcionará un apoyo seguro en el problema de la causación de las neurosis, en el problema de la etiología de las neurosis, en el que enseguida entraremos.
Pero ahora quiero demorarme todavía en la regresión. Tras lo que han aprendido sobre el desarrollo de la función libidinal, pueden esperar ustedes regresiones de dos clases: retroceso a los primeros objetos investidos por la libido, que como sabemos son de naturaleza incestuosa, y retroceso de toda la organización sexual a estadios anteriores. Las dos se presentan en las neurosis de trasferencia y desempeñan un importante papel en su mecanismo. En particular, el retroceso a los primeros objetos incestuosos de la libido es un rasgo que con regularidad francamente fatigosa hallamos con los neuróticos. Mucho más puede decirse acerca de las regresiones de la libido si se trae a consideración otro grupo de neurosis, las llamadas narcisistas, lo que por el momento no nos proponernos hacer (ver nota(101)). Estas afecciones nos anotician sobre otros procesos de desarrollo de la función libidinal, que no hemos mencionado aún, y concomitantemente nos muestran nuevas variedades de la regresión. Ahora bien, creo que tengo que advertirles, sobre todo, que no confundan regresión y represión(102), y ayudarlos para que tengan claros los vínculos entre esos dos procesos. Represión es, como ustedes recuerdan, aquel proceso por el cual un acto admisible en la conciencia, vale decir, un acto que pertenece al sistema Prcc, se vuelve inconciente y por tanto es relegado al sistema Icc (ver nota(103)). Y de igual modo hablamos de represión si al acto anímico inconciente no se lo admite en el sistema que sigue, el preconciente, sino que es rechazado en el umbral por la censura. El concepto de la represión no tiene, pues, ningún vínculo con la sexualidad; por favor, retengan bien esto. Designa un proceso puramente

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psicológico, al que podemos caracterizar todavía mejor si lo llamamos tópico. Con ello queremos decir que se relaciona con las supuestas espacialidades psíquicas o, si abandonamos esta grosera representación auxiliar, con el edificio del aparato anímico compuesto por sistemas psíquicos separados.
La comparación que establecimos nos hace reparar en que hasta aquí no hemos usado la palabra «regresión» en su significado general, sino en uno muy especial. Si le dan ustedes su sentido general, el de un retroceso desde una etapa más alta del desarrollo a una más baja, entonces también la represión se subordina a la regresión, pues puede describirse como el retroceso de un acto psíquico a un estadio más profundo y anterior del desarrollo. Sólo que en el caso de la represión no nos interesa esta dirección retrocedente, pues también hablamos de represión en sentido dinámico, cuando un acto psíquico es retenido en el estadio más bajo, el de lo inconciente. Es que la represión es un concepto tópico-dinámico, y la regresión, un concepto puramente descriptivo. Ahora bien, al hablar de la regresión como lo hicimos hasta aquí, relacionándola con la fijación, mentamos exclusivamente el retroceso de la libido a estaciones anteriores de su desarrollo, vale decir, algo por entero diverso de la represión en cuanto a su naturaleza y completamente independiente de ella. Por otra parte, no podemos decir que la regresión libidinal sea un proceso puramente psíquico, ni sabemos qué localización debemos atribuirle en el interior del aparato anímico. Y si bien ejerce la influencia más poderosa sobre la vida anímica, el factor orgánico es el que más se destaca en ella.
Elucidaciones como estas tienen que resultar un poco áridas. Volvámonos a la clínica para encontrar ejemplos de aplicación más concretos. Ustedes saben que histeria y neurosis obsesiva son los dos principales exponentes del grupo de las neurosis de trasferencia. Sin duda, en el caso de la histeria tenemos una regresión de la libido a los objetos sexuales primarios, incestuosos, pero nada que se parezca a una regresión a una etapa anterior de la organización sexual. En cambio, el papel principal en el mecanismo de la histeria recae en la represión. Si se me permite completar por medio de una construcción lo que sobre esta neurosis hemos verificado hasta aquí, podría describir la situación de la siguiente manera: La unificación de las pulsiones parciales bajo el primado de los genitales se ha cumplido, pero sus resultados chocan con la resistencia del sistema preconciente enlazado con la conciencia. La organización genital rige entonces para el inconciente, mas no de igual modo para el preconciente; y esta repulsa de parte del preconciente produce un cuadro que presenta ciertas analogías con el estado anterior al del primado genital. No obstante, constituye algo enteramente diverso.
De las dos regresiones libidinales, la que lleva a una fase anterior de la organización sexual es con mucho la más llamativa. Como ella falta en la histeria, y como toda nuestra concepción de las neurosis está todavía muy influida por el estudio de esa enfermedad, que fue el primero en emprenderse, el significado de la regresión libidinal se nos aclaró también mucho después que el de la represión. Estemos preparados para que nuestros puntos de vista vuelvan a ampliarse y a subvertirse cuando podamos incorporar a nuestras consideraciones, además de la histeria y la neurosis obsesiva, las otras neurosis, las narcisistas.
En el caso de la neurosis obsesiva, al contrario, la regresión de la libido al estadio previo de la organización sádico-anal es el hecho más llamativo y el decisivo para la exteriorización en síntomas. El impulso de amor tiene que enmascararse, entonces, como impulso sádico. La representación obsesiva: «Querría matarte», quiere decir en el fondo, cuando se la ha librado de ciertas circunstancias accesorias -pero que no son contingentes, sino insoslayables-, nada más que esto: «Querría gozarte en amor». Sumen a esto que al mismo tiempo se ha producido una regresión en cuanto al objeto, de suerte que ese impulso sólo puede dirigirse a las personas más próximas y más amadas, y se formarán una idea del horror que estas representaciones obsesivas provocan en el enfermo, así como la ajenidad con que aparecen a su percepción conciente. Pero también la represión participa considerablemente en el mecanismo de estas neurosis, lo cual no es cosa fácil de exponer en una introducción somera como la presente. Una regresión de la libido sin represión nunca daría por resultado una neurosis, sino que desembocaría en una perversión. De aquí infieren ustedes que la represión es el proceso más peculiar ' de las neurosis, y el que mejor las caracteriza. Quizá tenga todavía oportunidad de exponerles lo que sabemos acerca del mecanismo de las perversiones, y verán entonces que tampoco aquí las cosas son tan sencillas como se querría imaginarlas (ver nota(104)).
¡Estimados señores! Deberían considerar las elucidaciones que acaban de escuchar sobre fijación y regresión de la libido como preparativos para explorar la etiología de las neurosis. Creo que sería el mejor modo de reconciliarse con ellas. Sobre esto, sólo les he comunicado que los seres humanos contraen una neurosis cuando se les quita la posibilidad de satisfacer su libido, vale decir, por una «frustración», según la expresión que utilicé; y sus síntomas son justamente el sustituto de la satisfacción frustrada {denegada}. Desde luego, esto no quiere decir que toda frustración de la satisfacción libidinosa provoque una neurosis en quien la sufre, sino meramente que el factor de la frustración se registra en todos los casos de neurosis investigados. Así pues, ese enunciado no puede invertirse. Por otra parte, bien comprenden ustedes que esa aseveración no está destinada a revelar todo el secreto de la etiología de las neurosis, sino que sólo destaca una condición importante e indispensable.
En el ulterior examen de esta proposición, ¿hemos de detenernos en la naturaleza de la frustración o en la peculiaridad de aquellos a quienes afecta? Por ahora no lo sabemos. Pero es rarísimo que la frustración sea omnímoda y absoluta; para producir efectos patógenos tiene que recaer sobre la forma de satisfacción que la persona quiere con exclusividad, la única de que ella es capaz. En general, muchas vías permiten soportar la privación de la satisfacción libidinosa sin enfermar por ello. Ante todo, conocemos personas capaces de aceptar una privación así sin deterioro; es verdad que no son dichosas, padecen de añoranza, pero no enferman. Enseguida tenemos que tener en cuenta que justamente las mociones pulsionales de carácter sexual son extraordinariamente plásticas, si así puedo decir. Pueden remplazarse unas a otras, una puede tomar sobre sí la intensidad de las otras; cuando la satisfacción de una es frustrada por la realidad, la de otra puede ofrecer un resarcimiento pleno. Se comportan entre sí como una red de vasos comunicantes, y ello a pesar de que están sometidas al primado de lo genital, estado de cosas nada fácil de conciliar en una representación. Además, las pulsiones parciales de la sexualidad, así como la aspiración sexual que las compendia, muestran gran capacidad para mudar su objeto, para permutarlo por otro, y por ende también por uno más asequible; esta proclividad al desplazamiento y esta predisposición a adoptar subrogados no pueden sino contrarrestar con fuerza el efecto patógeno de una frustración. Entre estos procesos que protegen de enfermar por una privación, hay uno que ha alcanzado particular importancia cultural. Consiste en que la aspiración sexual abandona su meta dirigida al placer parcial o al placer de la reproducción, y adopta otra que se relaciona genéticamente con la

La comparación que establecimos nos hace reparar en que hasta aquí no hemos usado la palabra «regresión» en su significado general, sino en uno muy especial. Si le dan ustedes su sentido general, el de un retroceso desde una etapa más alta del desarrollo a una más baja, entonces también la represión se subordina a la regresión, pues puede describirse como el retroceso de un acto psíquico a un estadio más profundo y anterior del desarrollo. Sólo que en el caso de la represión no nos interesa esta dirección retrocedente, pues también hablamos de represión en sentido dinámico, cuando un acto psíquico es retenido en el estadio más bajo, el de lo inconciente. Es que la represión es un concepto tópico-dinámico, y la regresión, un concepto puramente descriptivo. Ahora bien, al hablar de la regresión como lo hicimos hasta aquí, relacionándola con la fijación, mentamos exclusivamente el retroceso de la libido a estaciones anteriores de su desarrollo, vale decir, algo por entero diverso de la represión en cuanto a su naturaleza y completamente independiente de ella. Por otra parte, no podemos decir que la regresión libidinal sea un proceso puramente psíquico, ni sabemos qué localización debemos atribuirle en el interior del aparato anímico. Y si bien ejerce la influencia más poderosa sobre la vida anímica, el factor orgánico es el que más se destaca en ella.
Elucidaciones como estas tienen que resultar un poco áridas. Volvámonos a la clínica para encontrar ejemplos de aplicación más concretos. Ustedes saben que histeria y neurosis obsesiva son los dos principales exponentes del grupo de las neurosis de trasferencia. Sin duda, en el caso de la histeria tenemos una regresión de la libido a los objetos sexuales primarios, incestuosos, pero nada que se parezca a una regresión a una etapa anterior de la organización sexual. En cambio, el papel principal en el mecanismo de la histeria recae en la represión. Si se me permite completar por medio de una construcción lo que sobre esta neurosis hemos verificado hasta aquí, podría describir la situación de la siguiente manera: La unificación de las pulsiones parciales bajo el primado de los genitales se ha cumplido, pero sus resultados chocan con la resistencia del sistema preconciente enlazado con la conciencia. La organización genital rige entonces para el inconciente, mas no de igual modo para el preconciente; y esta repulsa de parte del preconciente produce un cuadro que presenta ciertas analogías con el estado anterior al del primado genital. No obstante, constituye algo enteramente diverso.
De las dos regresiones libidinales, la que lleva a una fase anterior de la organización sexual es con mucho la más llamativa. Como ella falta en la histeria, y como toda nuestra concepción de las neurosis está todavía muy influida por el estudio de esa enfermedad, que fue el primero en emprenderse, el significado de la regresión libidinal se nos aclaró también mucho después que el de la represión. Estemos preparados para que nuestros puntos de vista vuelvan a ampliarse y a subvertirse cuando podamos incorporar a nuestras consideraciones, además de la histeria y la neurosis obsesiva, las otras neurosis, las narcisistas.
En el caso de la neurosis obsesiva, al contrario, la regresión de la libido al estadio previo de la organización sádico-anal es el hecho más llamativo y el decisivo para la exteriorización en síntomas. El impulso de amor tiene que enmascararse, entonces, como impulso sádico. La representación obsesiva: «Querría matarte», quiere decir en el fondo, cuando se la ha librado de ciertas circunstancias accesorias -pero que no son contingentes, sino insoslayables-, nada más que esto: «Querría gozarte en amor». Sumen a esto que al mismo tiempo se ha producido una regresión en cuanto al objeto, de suerte que ese impulso sólo puede dirigirse a las personas más próximas y más amadas, y se formarán una idea del horror que estas representaciones obsesivas provocan en el enfermo, así como la ajenidad con que aparecen a su percepción conciente. Pero también la represión participa considerablemente en el mecanismo de estas neurosis, lo cual no es cosa fácil de exponer en una introducción somera como la presente. Una regresión de la libido sin represión nunca daría por resultado una neurosis, sino que desembocaría en una perversión. De aquí infieren ustedes que la represión es el proceso más peculiar ' de las neurosis, y el que mejor las caracteriza. Quizá tenga todavía oportunidad de exponerles lo que sabemos acerca del mecanismo de las perversiones, y verán entonces que tampoco aquí las cosas son tan sencillas como se querría imaginarlas (ver nota(104)).
¡Estimados señores! Deberían considerar las elucidaciones que acaban de escuchar sobre fijación y regresión de la libido como preparativos para explorar la etiología de las neurosis. Creo que sería el mejor modo de reconciliarse con ellas. Sobre esto, sólo les he comunicado que los seres humanos contraen una neurosis cuando se les quita la posibilidad de satisfacer su libido, vale decir, por una «frustración», según la expresión que utilicé; y sus síntomas son justamente el sustituto de la satisfacción frustrada {denegada}. Desde luego, esto no quiere decir que toda frustración de la satisfacción libidinosa provoque una neurosis en quien la sufre, sino meramente que el factor de la frustración se registra en todos los casos de neurosis investigados. Así pues, ese enunciado no puede invertirse. Por otra parte, bien comprenden ustedes que esa aseveración no está destinada a revelar todo el secreto de la etiología de las neurosis, sino que sólo destaca una condición importante e indispensable.
En el ulterior examen de esta proposición, ¿hemos de detenernos en la naturaleza de la frustración o en la peculiaridad de aquellos a quienes afecta? Por ahora no lo sabemos. Pero es rarísimo que la frustración sea omnímoda y absoluta; para producir efectos patógenos tiene que recaer sobre la forma de satisfacción que la persona quiere con exclusividad, la única de que ella es capaz. En general, muchas vías permiten soportar la privación de la satisfacción libidinosa sin enfermar por ello. Ante todo, conocemos personas capaces de aceptar una privación así sin deterioro; es verdad que no son dichosas, padecen de añoranza, pero no enferman. Enseguida tenemos que tener en cuenta que justamente las mociones pulsionales de carácter sexual son extraordinariamente plásticas, si así puedo decir. Pueden remplazarse unas a otras, una puede tomar sobre sí la intensidad de las otras; cuando la satisfacción de una es frustrada por la realidad, la de otra puede ofrecer un resarcimiento pleno. Se comportan entre sí como una red de vasos comunicantes, y ello a pesar de que están sometidas al primado de lo genital, estado de cosas nada fácil de conciliar en una representación. Además, las pulsiones parciales de la sexualidad, así como la aspiración sexual que las compendia, muestran gran capacidad para mudar su objeto, para permutarlo por otro, y por ende también por uno más asequible; esta proclividad al desplazamiento y esta predisposición a adoptar subrogados no pueden sino contrarrestar con fuerza el efecto patógeno de una frustración. Entre estos procesos que protegen de enfermar por una privación, hay uno que ha alcanzado particular importancia cultural. Consiste en que la aspiración sexual abandona su meta dirigida al placer parcial o al placer de la reproducción, y adopta otra que se relaciona genéticamente con la

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resignada, pero ya no es ella misma sexual, sino que se la debe llamar social. Damos el nombre de «sublimación» a este proceso, plegándonos al juicio general que sitúa más alto las metas sociales que las sexuales, en el fondo egoístas. Por lo demás, la sublimación no es sino un caso especial del apuntalamiento de unas aspiraciones sexuales en otras, no sexuales. En otro contexto tendremos que referirnos nuevamente a ello.
Ahora tendrán la impresión de que, en virtud de todos estos recursos para soportarla, la privación ha quedado reducida a algo insignificante. Pero no es así; ella conserva su poder patógeno. Las medidas tomadas para contrarrestarla no son en general suficientes. El grado de libido insatisfecha que los seres humanos, en promedio, pueden tolerar en sí mismos es limitado. La plasticidad o libre movilidad de la libido en modo alguno se ha conservado intacta en todos, y la sublimación nunca puede tramitar sino una cierta porción de la libido, prescindiendo de que a muchas personas se les ha concedido en escasa medida la capacidad de sublimar. La más importante de estas restricciones es manifiestamente la que recae sobre la movilidad de la libido, pues hace depender la satisfacción del individuo del logro de un número muy escaso de metas y objetos. Baste recordar que un desarrollo libidinal incompleto deja tras sí fijaciones libidinales muy extensas llegado el caso, también múltiples fases anteriores de la organización y del hallazgo de objeto, que las más de las veces no son susceptibles de una satisfacción real; así discernirán en la fijación libidinal el segundo factor poderoso que se conjuga con la frustración para causar la enfermedad. De manera esquemática pueden formularlo así: en la etiología de las neurosis la fijación libidinal es el factor interno, predisponente, y la frustración es el factor externo, accidental.
Aprovecho aquí la oportunidad para disuadirles de tomar partido en una disputa superflua. En el cultivo de la ciencia hay un expediente muy socorrido: se escoge una parte de la verdad, se la sitúa en el lugar del todo y, en aras de ella, se pone en entredicho todo lo demás, que no es menos verdadero. Por este camino ya se han escindido del movimiento psicoanalítico varias orientaciones: una admite sólo las pulsiones egoístas, pero en cambio desmiente las sexuales; la otra sólo aprecia la influencia de las tareas reales de la vida, pero descuida las que plantea el pasado del individuo (ver nota(105)), etc. Y bien; en este punto se ofrece un asidero para promover una objeción y una pregunta polémica de esa índole: ¿Son las neurosis enfermedades exógenas o endógenas? ¿Son la consecuencia ineludible de una cierta constitución o el producto de ciertas impresiones vitales dañinas (traumáticas)? Y, en particular: ¿Son provocadas por la fijación libidinal (y el resto de la constitución sexual) o por la presión de la frustración? Este dilema no me parece, en su conjunto, más atinado que otro que podría plantearles: ¿El niño es procreado por el padre o es concebido por la madre? Las dos condiciones son igualmente indispensables, responderán ustedes. En la causación de las neurosis la situación es, si no idéntica, muy parecida. Con respecto a la causación, los casos de contracción de neurosis se ordenan en una serie dentro de la cual dos factores -constitución sexual y vivencia o, si ustedes quieren, fijación libidinal y frustración- aparecen de tal modo que uno aumenta cuando el otro disminuye. En un extremo de la serie se sitúan los casos de los que ustedes pueden decir con convencimiento: A consecuencia de su peculiar desarrollo libidinal, estos hombres habrían enfermado de cualquier manera, cualesquiera que hubiesen sido sus vivencias y los miramientos con que los tratase la vida. En el otro extremo se encuentran los casos en que ustedes se verían llevados a juzgar, a la inversa, que sin duda habrían escapado a la enfermedad si la vida no los hubiera puesto en esta o estotra situación. En los casos ubicados entre ambos extremos, un más o un menos de constitución sexual predisponente se conjuga con un más o un menos de exigencias vitales dañinas. Su constitución sexual no les habría provocado la neurosis sí no hubieran tenido tales vivencias ' y estas no habrían tenido un efecto traumático sobre ellos con otra disposición de su libido. Dentro de esta serie, quizá podría concederse un peso algo mayor a los factores predisponentes, pero esta misma concesión depende del punto hasta el cual quieran ustedes extender las fronteras de la neurosis.
¡Señores! Les propongo que a las series de esta clase las llamemos series complementarias(106), y les anticipo que tendremos ocasión de establecer todavía otras de igual índole.
La tenacidad con que la libido adhiere a determinadas orientaciones y objetos, su viscosidad {Klebrigkeit}, por así decir, se nos presenta como un factor autónomo, variable de un individuo a otro, cuyos acondicionamientos nos son por completo desconocidos, pero cuya importancia para la etiología de las neurosis no podemos seguir subestimando (ver nota(107)). Empero, tampoco hemos de sobrestimar la constancia de esta relación. Una «viscosidad» de la libido de esa misma índole, en efecto, se presenta (por razones desconocidas) en el individuo normal bajo numerosas condiciones, y la hallamos como factor determinante en las personas que en cierto sentido son el opuesto de los neuróticos: entre los perversos. Ya antes de la época del psicoanálisis (Binet [1888]) se descubrió con harta frecuencia en la anamnesis de los perversos una impresión muy temprana que provocó una orientación pulsional o una elección de objeto anormales, y a la que la libido de esa persona permanecía adherida por toda la vida. A menudo no se sabe indicar lo que ha habilitado a esa impresión para ejercer una atracción tan intensa sobre la libido. Quiero contarles un caso de este tipo que yo mismo he observado. Un hombre a quien hoy no le importan los genitales de la mujer ni ningún otro de sus encantos, y a quien sólo un pie de cierta forma, calzado, le provoca una excitación sexual incontenible, atina a recordar una vivencia de su sexto año de vida que fue decisiva para la fijación de su libido. Estaba sentado sobre un escabel junto a la gobernanta, con quien tomaba su lección de inglés. La gobernanta, una señorita entrada en años, seca, fea, con ojos de un celeste lavado y una nariz arremangada, tenía ese día un pie enfermo y por eso lo dejó descansar, cubierto con una pantufla de terciopelo, extendido sobre un almohadón; en esa posición, su pierna permanecía oculta de la manera más decente. Un pie así, magro, nervudo, como se lo vio una vez a la gobernanta, pasó a ser (tras un tímido intento de práctica sexual normal en la pubertad) su único objeto sexual, y se apoderaba de él un entusiasmo irresistible cuando a ese pie se asociaban todavía otros rasgos que le recordaban el tipo de la gobernanta inglesa. Pero el hombre no se convirtió en neurótico a raíz de esta fijación de su libido, sino en perverso, en fetichista del pie, como decimos nosotros (ver nota(108)). Ya ven: si bien la desmedida, y sobre todo aún prematura, fijación de la libido es indispensable para la causación de las neurosis, su círculo de acción rebasa con mucho el ámbito de estas. Por sí sola, entonces, esta condición no es más decisiva que la mencionada antes, la frustración.
De este modo, el problema de la causación de las neurosis parece complicarse. De hecho la indagación psicoanalítica nos familiariza con un nuevo factor que no fue tenido en cuenta en nuestra serie etiológica y que se reconoce mejor en casos en que una persona, hasta entonces sana, enferma repentinamente de neurosis. En tales personas hallamos por regla general los indicios de una lucha entre mociones de deseo 0, como solemos decir, de un conflicto psíquico. Un fragmento de la personalidad sustenta ciertos deseos, otro se revuelve y se defiende contra

Ahora tendrán la impresión de que, en virtud de todos estos recursos para soportarla, la privación ha quedado reducida a algo insignificante. Pero no es así; ella conserva su poder patógeno. Las medidas tomadas para contrarrestarla no son en general suficientes. El grado de libido insatisfecha que los seres humanos, en promedio, pueden tolerar en sí mismos es limitado. La plasticidad o libre movilidad de la libido en modo alguno se ha conservado intacta en todos, y la sublimación nunca puede tramitar sino una cierta porción de la libido, prescindiendo de que a muchas personas se les ha concedido en escasa medida la capacidad de sublimar. La más importante de estas restricciones es manifiestamente la que recae sobre la movilidad de la libido, pues hace depender la satisfacción del individuo del logro de un número muy escaso de metas y objetos. Baste recordar que un desarrollo libidinal incompleto deja tras sí fijaciones libidinales muy extensas llegado el caso, también múltiples fases anteriores de la organización y del hallazgo de objeto, que las más de las veces no son susceptibles de una satisfacción real; así discernirán en la fijación libidinal el segundo factor poderoso que se conjuga con la frustración para causar la enfermedad. De manera esquemática pueden formularlo así: en la etiología de las neurosis la fijación libidinal es el factor interno, predisponente, y la frustración es el factor externo, accidental.
Aprovecho aquí la oportunidad para disuadirles de tomar partido en una disputa superflua. En el cultivo de la ciencia hay un expediente muy socorrido: se escoge una parte de la verdad, se la sitúa en el lugar del todo y, en aras de ella, se pone en entredicho todo lo demás, que no es menos verdadero. Por este camino ya se han escindido del movimiento psicoanalítico varias orientaciones: una admite sólo las pulsiones egoístas, pero en cambio desmiente las sexuales; la otra sólo aprecia la influencia de las tareas reales de la vida, pero descuida las que plantea el pasado del individuo (ver nota(105)), etc. Y bien; en este punto se ofrece un asidero para promover una objeción y una pregunta polémica de esa índole: ¿Son las neurosis enfermedades exógenas o endógenas? ¿Son la consecuencia ineludible de una cierta constitución o el producto de ciertas impresiones vitales dañinas (traumáticas)? Y, en particular: ¿Son provocadas por la fijación libidinal (y el resto de la constitución sexual) o por la presión de la frustración? Este dilema no me parece, en su conjunto, más atinado que otro que podría plantearles: ¿El niño es procreado por el padre o es concebido por la madre? Las dos condiciones son igualmente indispensables, responderán ustedes. En la causación de las neurosis la situación es, si no idéntica, muy parecida. Con respecto a la causación, los casos de contracción de neurosis se ordenan en una serie dentro de la cual dos factores -constitución sexual y vivencia o, si ustedes quieren, fijación libidinal y frustración- aparecen de tal modo que uno aumenta cuando el otro disminuye. En un extremo de la serie se sitúan los casos de los que ustedes pueden decir con convencimiento: A consecuencia de su peculiar desarrollo libidinal, estos hombres habrían enfermado de cualquier manera, cualesquiera que hubiesen sido sus vivencias y los miramientos con que los tratase la vida. En el otro extremo se encuentran los casos en que ustedes se verían llevados a juzgar, a la inversa, que sin duda habrían escapado a la enfermedad si la vida no los hubiera puesto en esta o estotra situación. En los casos ubicados entre ambos extremos, un más o un menos de constitución sexual predisponente se conjuga con un más o un menos de exigencias vitales dañinas. Su constitución sexual no les habría provocado la neurosis sí no hubieran tenido tales vivencias ' y estas no habrían tenido un efecto traumático sobre ellos con otra disposición de su libido. Dentro de esta serie, quizá podría concederse un peso algo mayor a los factores predisponentes, pero esta misma concesión depende del punto hasta el cual quieran ustedes extender las fronteras de la neurosis.
¡Señores! Les propongo que a las series de esta clase las llamemos series complementarias(106), y les anticipo que tendremos ocasión de establecer todavía otras de igual índole.
La tenacidad con que la libido adhiere a determinadas orientaciones y objetos, su viscosidad {Klebrigkeit}, por así decir, se nos presenta como un factor autónomo, variable de un individuo a otro, cuyos acondicionamientos nos son por completo desconocidos, pero cuya importancia para la etiología de las neurosis no podemos seguir subestimando (ver nota(107)). Empero, tampoco hemos de sobrestimar la constancia de esta relación. Una «viscosidad» de la libido de esa misma índole, en efecto, se presenta (por razones desconocidas) en el individuo normal bajo numerosas condiciones, y la hallamos como factor determinante en las personas que en cierto sentido son el opuesto de los neuróticos: entre los perversos. Ya antes de la época del psicoanálisis (Binet [1888]) se descubrió con harta frecuencia en la anamnesis de los perversos una impresión muy temprana que provocó una orientación pulsional o una elección de objeto anormales, y a la que la libido de esa persona permanecía adherida por toda la vida. A menudo no se sabe indicar lo que ha habilitado a esa impresión para ejercer una atracción tan intensa sobre la libido. Quiero contarles un caso de este tipo que yo mismo he observado. Un hombre a quien hoy no le importan los genitales de la mujer ni ningún otro de sus encantos, y a quien sólo un pie de cierta forma, calzado, le provoca una excitación sexual incontenible, atina a recordar una vivencia de su sexto año de vida que fue decisiva para la fijación de su libido. Estaba sentado sobre un escabel junto a la gobernanta, con quien tomaba su lección de inglés. La gobernanta, una señorita entrada en años, seca, fea, con ojos de un celeste lavado y una nariz arremangada, tenía ese día un pie enfermo y por eso lo dejó descansar, cubierto con una pantufla de terciopelo, extendido sobre un almohadón; en esa posición, su pierna permanecía oculta de la manera más decente. Un pie así, magro, nervudo, como se lo vio una vez a la gobernanta, pasó a ser (tras un tímido intento de práctica sexual normal en la pubertad) su único objeto sexual, y se apoderaba de él un entusiasmo irresistible cuando a ese pie se asociaban todavía otros rasgos que le recordaban el tipo de la gobernanta inglesa. Pero el hombre no se convirtió en neurótico a raíz de esta fijación de su libido, sino en perverso, en fetichista del pie, como decimos nosotros (ver nota(108)). Ya ven: si bien la desmedida, y sobre todo aún prematura, fijación de la libido es indispensable para la causación de las neurosis, su círculo de acción rebasa con mucho el ámbito de estas. Por sí sola, entonces, esta condición no es más decisiva que la mencionada antes, la frustración.
De este modo, el problema de la causación de las neurosis parece complicarse. De hecho la indagación psicoanalítica nos familiariza con un nuevo factor que no fue tenido en cuenta en nuestra serie etiológica y que se reconoce mejor en casos en que una persona, hasta entonces sana, enferma repentinamente de neurosis. En tales personas hallamos por regla general los indicios de una lucha entre mociones de deseo 0, como solemos decir, de un conflicto psíquico. Un fragmento de la personalidad sustenta ciertos deseos, otro se revuelve y se defiende contra

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ellos. Sin un conflicto de esa clase no hay neurosis. Nada de particular vemos en ello. Ustedes saben que nuestra vida anímica es agitada sin cesar por conflictos que nos vemos obligados a zanjar. Por tanto, tienen que cumplirse condiciones particulares para que uno de esos conflictos se vuelva patógeno. Tenemos derecho a preguntar por esas condiciones, por los poderes anímicos entre los cuales se libran esos conflictos patógenos, por el vínculo del conflicto con los otros factores causales.
Espero poder darles respuestas satisfactorias a estas preguntas, por más que deban ser esquemáticas. El conflicto es engendrado por la frustración; ella hace que la libido pierda su satisfacción y se vea obligada a buscar otros objetos y caminos. Aquel tiene por condición que estos otros caminos y objetos despierten enojo en una parte de la personalidad, de modo que se produzca un veto que en principio imposibilite la nueva modalidad de satisfacción. Desde aquí parte el camino hacia la formación de síntoma, por el cual después nos internaremos(109). No obstante, las aspiraciones libidinosas rechazadas logran imponerse dando ciertos rodeos, no sin verse obligadas a sortear el veto a través de ciertas desfiguraciones y atemperamientos. Los rodeos son los caminos de la formación de síntoma; los síntomas son la satisfacción nueva
o sustitutiva que se hizo necesaria por la frustración.
Es posible dar razón del significado del conflicto psíquico en otra terminología: Para que la frustración exterior tenga efectos patógenos es preciso que se le sume la frustración interior. Frustración externa e interna se refieren, desde luego, a diversos caminos y objetos. La primera elimina una posibilidad de satisfacción, y la segunda querría excluir otra en torno de la cual estalla después el conflicto. Yo prefiero esta manera de exponer las cosas porque posee un contenido secreto. En efecto, apunta a la probabilidad de que en épocas prehistóricas del desarrollo humano las coartaciones internas surgieran de impedimentos externos. (Ver nota(110))
Ahora bien, ¿cuáles son los poderes de que parte el veto a la aspiración libidinosa? O sea, ¿cuál es la otra parte en el conflicto patógeno? Dicho en términos totalmente generales, son las fuerzas pulsionales no sexuales. Las reunimos bajo la designación de «pulsiones yoicas(111)». El psicoanálisis de las neurosis de trasferencia no nos proporciona un buen acceso para discernirles sus componentes; a lo sumo, tomamos de algún modo conocimiento de ellas a través de las resistencias que se oponen al análisis. El conflicto patógeno se libra, pues, entre las pulsiones yoicas y las pulsiones sexuales. En toda una serie de casos se presenta como si pudiera ser también un conflicto entre diversas aspiraciones puramente sexuales; pero en el fondo es lo mismo, pues de las dos aspiraciones sexuales que se encuentran en conflicto una es siempre, por así decir, acorde con el yo {Ichgerecht}, mientras que la otra convoca al yo a defenderse. Sigue siendo, por tanto, un conflicto entre el yo y la sexualidad.
¡Señores! Con harta frecuencia, cuando el psicoanálisis pretendió que un acontecer anímico era la operación de las pulsiones sexuales, se le arguyó, a manera de enconada defensa, que el hombre no consiste sólo en sexualidad, que en la vida del alma hay otros intereses y pulsiones además de los sexuales, que no es lícito derivarlo «todo» de la sexualidad, etc. Ahora bien, es motivo de gran alegría poder coincidir alguna vez con los oponentes. El psicoanálisis nunca olvidó que existen también fuerzas pulsionales de carácter no sexual; él mismo se construyó sobre la tajante separación entre las pulsiones sexuales y las pulsiones yoicas, y aseveró, fuera de toda objeción, no que las neurosis brotan de la sexualidad, sino que deben su origen al conflicto entre el yo y la sexualidad. Tampoco tiene motivo alguno imaginable para poner en entredicho la existencia o la importancia de las pulsiones yoicas mientras estudia el papel de las pulsiones sexuales en la enfermedad y en la vida. Sólo que su destino le hizo ocuparse primero de las pulsiones sexuales porque las neurosis de trasferencia abrían el mejor acceso para inteligirlas y porque le fue deparado estudiar lo que otros descuidaron.
Tampoco es cierto que el psicoanálisis no haya hecho caso de la parte no sexual de la personalidad. justamente la separación entre yo y sexualidad nos permitió conocer de manera bien clara que también las pulsiones yoicas recorren un importante camino de desarrollo; este no es del todo independiente de la libido, ni deja de reaccionar sobre ella. Es cierto que conocemos mucho peor el desarrollo del yo que el de la libido; en efecto, sólo el estudio de las neurosis narcisistas(112) nos promete una intelección del edificio del yo. No obstante, existe ya un valioso estudio de Ferenczi [1913c] que intenta construir en la teoría las etapas de desarrollo del yo, y por lo menos en dos lugares hemos conseguido firmes puntos de apoyo para apreciarlo. No creemos que los intereses libidinosos de una persona se encuentren de entrada en oposición a sus intereses de autoconservación; más bien el yo se afanará en cada etapa por mantener el acuerdo con la organización sexual que en ese momento tiene y por subordinarse a ella. Dentro del desarrollo libidinal, el relevo de cada fase por otra sigue probablemente un programa prescrito; empero, no puede descartarse que este decurso sea influido por el yo, y quizás estaríamos autorizados a prever una determinada correspondencia entre las fases evolutivas del yo y la libido; y aun la perturbación de esa correspondencia podría revelarse como un factor patógeno. Ahora bien, un punto de vista más importante para nosotros es el de averiguar el modo en que el yo se comporta cuando su libido deja tras sí, en un lugar de su desarrollo, una fuerte fijación. Puede admitirla ' y entonces se volverá perverso en esa misma medida o, lo que es idéntico, se volverá infantil. Pero también puede adoptar una conducta de repulsa frente a ese asiento (Festsetzung} de la libido, y entonces el yo tiene una represión donde la libido ha experimentado una fijación.
Por este camino averiguamos que el tercer factor de la etiología de las neurosis, la inclinación al conflicto, depende tanto del desarrollo del yo como del de la libido. Así se ha completado nuestra intelección de la causación de las neurosis. Primero, tenemos su condición más general, la frustración; después, la fijación de la libido, que la empuja en determinadas direcciones, y, en tercer lugar, la inclinación al conflicto, proveniente del desarrollo del yo, que ha rechaza do esas mociones libidinales. Por tanto, la situación no es tan confusa ni impenetrable como probablemente les pareció cuando yo iba avanzando en mis puntualizaciones. Claro que no hemos terminado todavía, como pronto descubriremos. Tendremos que agregar algo nuevo y volver a descomponer algo que ya nos es familiar.
Para ilustrarles la influencia del desarrollo del yo sobre la formación del conflicto y, por ende, sobre la causación de las neurosis, les presentaré un ejemplo totalmente inventado, pero que en ningún punto se aleja de lo verosímil. Apoyándome en el título de una farsa de Nestroy(113), quiero ponerlo bajo esta rúbrica: «En los bajos y en los altos». En los bajos vive el portero de la casa, y en los altos el propietario, un señor rico y distinguido, Ambos tienen hijos, y supondremos que a la hijita del propietario le permiten sin vigilancia jugar con la hija del proletario. Bien puede ocurrir entonces que los juegos cobren un carácter indecoroso, vale decir, sexual; que jueguen a «papá y mamá», se observen en sus funciones íntimas y se estimulen los genitales. La hija del portero, que a pesar de sus cinco o seis años de edad pudo

Espero poder darles respuestas satisfactorias a estas preguntas, por más que deban ser esquemáticas. El conflicto es engendrado por la frustración; ella hace que la libido pierda su satisfacción y se vea obligada a buscar otros objetos y caminos. Aquel tiene por condición que estos otros caminos y objetos despierten enojo en una parte de la personalidad, de modo que se produzca un veto que en principio imposibilite la nueva modalidad de satisfacción. Desde aquí parte el camino hacia la formación de síntoma, por el cual después nos internaremos(109). No obstante, las aspiraciones libidinosas rechazadas logran imponerse dando ciertos rodeos, no sin verse obligadas a sortear el veto a través de ciertas desfiguraciones y atemperamientos. Los rodeos son los caminos de la formación de síntoma; los síntomas son la satisfacción nueva
o sustitutiva que se hizo necesaria por la frustración.
Es posible dar razón del significado del conflicto psíquico en otra terminología: Para que la frustración exterior tenga efectos patógenos es preciso que se le sume la frustración interior. Frustración externa e interna se refieren, desde luego, a diversos caminos y objetos. La primera elimina una posibilidad de satisfacción, y la segunda querría excluir otra en torno de la cual estalla después el conflicto. Yo prefiero esta manera de exponer las cosas porque posee un contenido secreto. En efecto, apunta a la probabilidad de que en épocas prehistóricas del desarrollo humano las coartaciones internas surgieran de impedimentos externos. (Ver nota(110))
Ahora bien, ¿cuáles son los poderes de que parte el veto a la aspiración libidinosa? O sea, ¿cuál es la otra parte en el conflicto patógeno? Dicho en términos totalmente generales, son las fuerzas pulsionales no sexuales. Las reunimos bajo la designación de «pulsiones yoicas(111)». El psicoanálisis de las neurosis de trasferencia no nos proporciona un buen acceso para discernirles sus componentes; a lo sumo, tomamos de algún modo conocimiento de ellas a través de las resistencias que se oponen al análisis. El conflicto patógeno se libra, pues, entre las pulsiones yoicas y las pulsiones sexuales. En toda una serie de casos se presenta como si pudiera ser también un conflicto entre diversas aspiraciones puramente sexuales; pero en el fondo es lo mismo, pues de las dos aspiraciones sexuales que se encuentran en conflicto una es siempre, por así decir, acorde con el yo {Ichgerecht}, mientras que la otra convoca al yo a defenderse. Sigue siendo, por tanto, un conflicto entre el yo y la sexualidad.
¡Señores! Con harta frecuencia, cuando el psicoanálisis pretendió que un acontecer anímico era la operación de las pulsiones sexuales, se le arguyó, a manera de enconada defensa, que el hombre no consiste sólo en sexualidad, que en la vida del alma hay otros intereses y pulsiones además de los sexuales, que no es lícito derivarlo «todo» de la sexualidad, etc. Ahora bien, es motivo de gran alegría poder coincidir alguna vez con los oponentes. El psicoanálisis nunca olvidó que existen también fuerzas pulsionales de carácter no sexual; él mismo se construyó sobre la tajante separación entre las pulsiones sexuales y las pulsiones yoicas, y aseveró, fuera de toda objeción, no que las neurosis brotan de la sexualidad, sino que deben su origen al conflicto entre el yo y la sexualidad. Tampoco tiene motivo alguno imaginable para poner en entredicho la existencia o la importancia de las pulsiones yoicas mientras estudia el papel de las pulsiones sexuales en la enfermedad y en la vida. Sólo que su destino le hizo ocuparse primero de las pulsiones sexuales porque las neurosis de trasferencia abrían el mejor acceso para inteligirlas y porque le fue deparado estudiar lo que otros descuidaron.
Tampoco es cierto que el psicoanálisis no haya hecho caso de la parte no sexual de la personalidad. justamente la separación entre yo y sexualidad nos permitió conocer de manera bien clara que también las pulsiones yoicas recorren un importante camino de desarrollo; este no es del todo independiente de la libido, ni deja de reaccionar sobre ella. Es cierto que conocemos mucho peor el desarrollo del yo que el de la libido; en efecto, sólo el estudio de las neurosis narcisistas(112) nos promete una intelección del edificio del yo. No obstante, existe ya un valioso estudio de Ferenczi [1913c] que intenta construir en la teoría las etapas de desarrollo del yo, y por lo menos en dos lugares hemos conseguido firmes puntos de apoyo para apreciarlo. No creemos que los intereses libidinosos de una persona se encuentren de entrada en oposición a sus intereses de autoconservación; más bien el yo se afanará en cada etapa por mantener el acuerdo con la organización sexual que en ese momento tiene y por subordinarse a ella. Dentro del desarrollo libidinal, el relevo de cada fase por otra sigue probablemente un programa prescrito; empero, no puede descartarse que este decurso sea influido por el yo, y quizás estaríamos autorizados a prever una determinada correspondencia entre las fases evolutivas del yo y la libido; y aun la perturbación de esa correspondencia podría revelarse como un factor patógeno. Ahora bien, un punto de vista más importante para nosotros es el de averiguar el modo en que el yo se comporta cuando su libido deja tras sí, en un lugar de su desarrollo, una fuerte fijación. Puede admitirla ' y entonces se volverá perverso en esa misma medida o, lo que es idéntico, se volverá infantil. Pero también puede adoptar una conducta de repulsa frente a ese asiento (Festsetzung} de la libido, y entonces el yo tiene una represión donde la libido ha experimentado una fijación.
Por este camino averiguamos que el tercer factor de la etiología de las neurosis, la inclinación al conflicto, depende tanto del desarrollo del yo como del de la libido. Así se ha completado nuestra intelección de la causación de las neurosis. Primero, tenemos su condición más general, la frustración; después, la fijación de la libido, que la empuja en determinadas direcciones, y, en tercer lugar, la inclinación al conflicto, proveniente del desarrollo del yo, que ha rechaza do esas mociones libidinales. Por tanto, la situación no es tan confusa ni impenetrable como probablemente les pareció cuando yo iba avanzando en mis puntualizaciones. Claro que no hemos terminado todavía, como pronto descubriremos. Tendremos que agregar algo nuevo y volver a descomponer algo que ya nos es familiar.
Para ilustrarles la influencia del desarrollo del yo sobre la formación del conflicto y, por ende, sobre la causación de las neurosis, les presentaré un ejemplo totalmente inventado, pero que en ningún punto se aleja de lo verosímil. Apoyándome en el título de una farsa de Nestroy(113), quiero ponerlo bajo esta rúbrica: «En los bajos y en los altos». En los bajos vive el portero de la casa, y en los altos el propietario, un señor rico y distinguido, Ambos tienen hijos, y supondremos que a la hijita del propietario le permiten sin vigilancia jugar con la hija del proletario. Bien puede ocurrir entonces que los juegos cobren un carácter indecoroso, vale decir, sexual; que jueguen a «papá y mamá», se observen en sus funciones íntimas y se estimulen los genitales. La hija del portero, que a pesar de sus cinco o seis años de edad pudo

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observar muchas cosas sobre la sexualidad de los adultos, quizá desempeñe el papel de la seductora. Estas vivencias son suficientes, aunque no prosigan mucho tiempo, para activar en ambas niñas ciertas mociones sexuales que, tras el cese de los juegos en común, :se exteriorizarán durante algunos año! como masturbación. Hasta aquí la identidad de desarrollo; el resultado final será muy diverso en ambas niñas. La hija del portero seguirá masturbándose quizás hasta tener su primer período; después dejará sin dificultad de hacerlo, pocos años más tarde tendrá un amado, quizá también un hijo, emprenderá este o estotro camino en la vida, y tal vez llegue a ser una artista popular que terminará como aristócrata. Es probable que su destino sea menos brillante, pero en todo caso cumplirá su vida sin que la haya afectado la práctica prematura de su sexualidad, y estará exenta de neurosis. Cosa muy distinta sucederá a la hijita del propietario. Muy temprano, siendo todavía una niña, sospechará que ha hecho algo malo, y al poco tiempo, pero quizá tras dura lucha, renunciará a la satisfacción masturbatoria y a pesar de eso conservará algo oprimido en su ser. Si, ya de muchacha, se encuentra en situación de enterarse de alguna cosa sobre el comercio sexual, se extrañará de eso con un horror inexplicado y querrá permanecer ignorante. Es probable que quede sometida entonces a un nuevo esfuerzo a masturbarse, que reaparecerá incoercible y del cual no osará quejarse. En los años en que como mujer está destinada a gustarle a un hombre, estallará en ella la neurosis, que le tronchará el matrimonio y sus esperanzas en la vida. Si por medio del análisis se logra penetrar en esta neurosis, se demostrará que esta muchacha bien educada, inteligente y de elevadas aspiraciones ha reprimido por completo sus mociones sexuales, pero estas, inconcientes para ella, permanecen adheridas a las mezquinas vivencias que tuvo con su amiguita de juegos.
La diferencia entre los dos destinos, a pesar de ser igual la vivencia, se debe a que el yo de una ha experimentado un desarrollo no iniciado en el de la otra. A la hija del portero, la práctica sexual le parecerá más tarde tan natural y tan sin reparos como en la infancia. La hija del propietario ha experimentado la influencia de la educación y aceptado sus exigencias. A partir de las incitaciones que se le presentaron, su yo ha formado ideales de pureza y de austeridad femeninas con los cuales la práctica sexual no es conciliable; su formación intelectual ha rebajado su interés por el papel femenino a que está destinada. En virtud de este desarrollo de su yo, más elevado en lo moral y lo intelectual, ha caído en conflicto con los requerimientos de su sexualidad.
Todavía quiero demorarme hoy en un segundo punto relativo al desarrollo del yo; me interesa tanto por ciertos vastos panoramas que abre, cuanto por el hecho de que lo que sigue permite justificar nuestra tajante separación entre pulsiones yoicas y pulsiones sexuales, separación que a nosotros nos parece bien pero no es evidente de suyo. En nuestros juicios sobre los dos desarrollos, el del yo y el de la libido, tenemos que dar la precedencia a un punto de vista que hasta ahora no se ha apreciado muy a menudo. Helo aquí: ambos son en el fondo heredados, unas repeticiones abreviadas de la evolución que la humanidad toda ha recorrido desde sus épocas originarias y por lapsos prolongadísimos. En el desarrollo libidinal, creo yo, se ve sin más este origen filogenético. Consideren ustedes que en una clase de animales el aparato genital se relaciona de la manera más íntima con la boca, en otra es inseparable del aparato excretorio, y en otra, todavía, se asocia con los órganos del movimiento, cosas todas que ustedes hallan descritas de manera atractiva en el valioso libro de W. Bölsche [1911-13]. En los animales vemos, por así decir, todas las variedades de perversión cristalizadas en su organización sexual. Ahora bien, en el hombre el punto de vista filogenético está velado en parte por la circunstancia de que algo en el fondo heredado es, empero, vuelto a adquirir en el desarrollo individual (ver nota(114)), probablemente porque todavía persiste, e influye sobre cada individuo, la misma situación que en su época impuso la adquisición. Yo diría que en ese tiempo operó como una creación, y ahora actúa como un llamado. Por otra parte, es indudable que influencias recientes pueden perturbar y modificar desde fuera, en cada individuo, el curso de ese desarrollo prefigurado. Pero el poder que ha forzado en la humanidad tal desarrollo, y que aún hoy conserva su presión en el mismo sentido, es uno que ya conocemos: de nuevo, la frustración dictada por la realidad o, si querernos darle su gran nombre, su nombre justo, el apremio de la vida, 'Avagch. Ha sido un educador riguroso y ha conseguido mucho de nosotros. Los neuróticos se cuentan entre los niños en quienes ese rigor tuvo un mal resultado, pero es el riesgo que se corre con cualquier educación. Por lo demás, esta apreciación del apremio de la vida como el motor del desarrollo no nos lleva a restar importancia a las «tendencias internas del desarrollo», si es que puede demostrarse su existencia,
Y bien; es muy digno de notarse que pulsiones sexuales y pulsiones de autoconservación no se comportan de la misma manera hacia el apremio real(115). Las segundas y todo lo que depende de ellas son más fáciles de educar; aprenden temprano a plegarse al apremio y a enderezar su evolución según los señalamientos de la realidad. Es comprensible, pues no pueden procurarse de ninguna otra manera los objetos de que necesitan; y sin estos, el individuo sucumbiría. Las pulsiones sexuales son más difíciles de educar, pues al principio no conocen ningún apremio de objeto. En efecto, se apuntalan parasitariamente, por así decir, en las otras funciones corporales y se satisfacen de manera autoerótica en el cuerpo propio; por eso al comienzo se sustraen del influjo pedagógico del apremio real y se afianzan en este carácter suyo de porfía, de inaccesibilidad a toda influencia, en lo que llamamos «irrazonabilidad»; y en la mayoría de los hombres, en ciertos aspectos lo hacen por toda la vida. Además, la posibilidad de educar a un joven cesa, por regla general, cuando sus pulsiones sexuales despiertan en la plenitud de su fuerza. Los educadores lo saben y actúan en consecuencia; pero quizá si consideran los resultados del psicoanálisis se verán llevados a trasladar lo principal de la presión pedagógica a la primera infancia, desde la lactancia misma. En su cuarto o quinto año de vida, el pequeño ser humano a menudo está hecho, y no hace sino sacar a luz poco a poco lo que ya se encontraba en él.
Para apreciar en toda su importancia el distingo que acabamos de indicar entre los dos grupos de pulsiones, tenemos que aventurarnos a dar otro paso e introducir el tipo de consideraciones que merecen llamarse económicas. Con ello nos internamos en uno de los más importantes campos del psicoanálisis, pero que por desdicha es también uno de los más oscuros. Nos planteamos esta pregunta: ¿Puede discernirse en el trabajo de nuestro aparato anímico un propósito principal? Y respondemos, en una primera aproximación, que ese propósito está dirigido a la ganancia de placer. Parece que toda nuestra actividad anímica está dirigida a conseguir placer y a evitar el displacer, y que se regula automáticamente por el principio de placer. Ahora bien, daríamos cualquier cosa por saber cuáles son las condiciones de la génesis del placer y del displacer, pero es justamente lo que nos falta. Sólo esto podemos atrevernos a aseverar: El placer se liga de algún modocon la reducción, la rebaja o la extinción de los volúmenes de estímulo {Reizmenge(116)} que obran en el interior del aparato anímico, y el displacer, con su elevación. La indagación del placer más intenso que es dado al hombre, el que experimenta en la consumación del acto sexual, pocas dudas deja sobre este punto. A las

La diferencia entre los dos destinos, a pesar de ser igual la vivencia, se debe a que el yo de una ha experimentado un desarrollo no iniciado en el de la otra. A la hija del portero, la práctica sexual le parecerá más tarde tan natural y tan sin reparos como en la infancia. La hija del propietario ha experimentado la influencia de la educación y aceptado sus exigencias. A partir de las incitaciones que se le presentaron, su yo ha formado ideales de pureza y de austeridad femeninas con los cuales la práctica sexual no es conciliable; su formación intelectual ha rebajado su interés por el papel femenino a que está destinada. En virtud de este desarrollo de su yo, más elevado en lo moral y lo intelectual, ha caído en conflicto con los requerimientos de su sexualidad.
Todavía quiero demorarme hoy en un segundo punto relativo al desarrollo del yo; me interesa tanto por ciertos vastos panoramas que abre, cuanto por el hecho de que lo que sigue permite justificar nuestra tajante separación entre pulsiones yoicas y pulsiones sexuales, separación que a nosotros nos parece bien pero no es evidente de suyo. En nuestros juicios sobre los dos desarrollos, el del yo y el de la libido, tenemos que dar la precedencia a un punto de vista que hasta ahora no se ha apreciado muy a menudo. Helo aquí: ambos son en el fondo heredados, unas repeticiones abreviadas de la evolución que la humanidad toda ha recorrido desde sus épocas originarias y por lapsos prolongadísimos. En el desarrollo libidinal, creo yo, se ve sin más este origen filogenético. Consideren ustedes que en una clase de animales el aparato genital se relaciona de la manera más íntima con la boca, en otra es inseparable del aparato excretorio, y en otra, todavía, se asocia con los órganos del movimiento, cosas todas que ustedes hallan descritas de manera atractiva en el valioso libro de W. Bölsche [1911-13]. En los animales vemos, por así decir, todas las variedades de perversión cristalizadas en su organización sexual. Ahora bien, en el hombre el punto de vista filogenético está velado en parte por la circunstancia de que algo en el fondo heredado es, empero, vuelto a adquirir en el desarrollo individual (ver nota(114)), probablemente porque todavía persiste, e influye sobre cada individuo, la misma situación que en su época impuso la adquisición. Yo diría que en ese tiempo operó como una creación, y ahora actúa como un llamado. Por otra parte, es indudable que influencias recientes pueden perturbar y modificar desde fuera, en cada individuo, el curso de ese desarrollo prefigurado. Pero el poder que ha forzado en la humanidad tal desarrollo, y que aún hoy conserva su presión en el mismo sentido, es uno que ya conocemos: de nuevo, la frustración dictada por la realidad o, si querernos darle su gran nombre, su nombre justo, el apremio de la vida, 'Avagch. Ha sido un educador riguroso y ha conseguido mucho de nosotros. Los neuróticos se cuentan entre los niños en quienes ese rigor tuvo un mal resultado, pero es el riesgo que se corre con cualquier educación. Por lo demás, esta apreciación del apremio de la vida como el motor del desarrollo no nos lleva a restar importancia a las «tendencias internas del desarrollo», si es que puede demostrarse su existencia,
Y bien; es muy digno de notarse que pulsiones sexuales y pulsiones de autoconservación no se comportan de la misma manera hacia el apremio real(115). Las segundas y todo lo que depende de ellas son más fáciles de educar; aprenden temprano a plegarse al apremio y a enderezar su evolución según los señalamientos de la realidad. Es comprensible, pues no pueden procurarse de ninguna otra manera los objetos de que necesitan; y sin estos, el individuo sucumbiría. Las pulsiones sexuales son más difíciles de educar, pues al principio no conocen ningún apremio de objeto. En efecto, se apuntalan parasitariamente, por así decir, en las otras funciones corporales y se satisfacen de manera autoerótica en el cuerpo propio; por eso al comienzo se sustraen del influjo pedagógico del apremio real y se afianzan en este carácter suyo de porfía, de inaccesibilidad a toda influencia, en lo que llamamos «irrazonabilidad»; y en la mayoría de los hombres, en ciertos aspectos lo hacen por toda la vida. Además, la posibilidad de educar a un joven cesa, por regla general, cuando sus pulsiones sexuales despiertan en la plenitud de su fuerza. Los educadores lo saben y actúan en consecuencia; pero quizá si consideran los resultados del psicoanálisis se verán llevados a trasladar lo principal de la presión pedagógica a la primera infancia, desde la lactancia misma. En su cuarto o quinto año de vida, el pequeño ser humano a menudo está hecho, y no hace sino sacar a luz poco a poco lo que ya se encontraba en él.
Para apreciar en toda su importancia el distingo que acabamos de indicar entre los dos grupos de pulsiones, tenemos que aventurarnos a dar otro paso e introducir el tipo de consideraciones que merecen llamarse económicas. Con ello nos internamos en uno de los más importantes campos del psicoanálisis, pero que por desdicha es también uno de los más oscuros. Nos planteamos esta pregunta: ¿Puede discernirse en el trabajo de nuestro aparato anímico un propósito principal? Y respondemos, en una primera aproximación, que ese propósito está dirigido a la ganancia de placer. Parece que toda nuestra actividad anímica está dirigida a conseguir placer y a evitar el displacer, y que se regula automáticamente por el principio de placer. Ahora bien, daríamos cualquier cosa por saber cuáles son las condiciones de la génesis del placer y del displacer, pero es justamente lo que nos falta. Sólo esto podemos atrevernos a aseverar: El placer se liga de algún modocon la reducción, la rebaja o la extinción de los volúmenes de estímulo {Reizmenge(116)} que obran en el interior del aparato anímico, y el displacer, con su elevación. La indagación del placer más intenso que es dado al hombre, el que experimenta en la consumación del acto sexual, pocas dudas deja sobre este punto. A las

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El tránsito del principio de placer al principio de realidad es uno de los progresos más importantes es el desarrollo del yo. Ya sabemos que las pulsiones sexuales se suman tardíamente y con renuencia a este tramo del desarrollo del yo, y después nos enteraremos de las consecuencias que tiene para el ser humano el hecho de que su sexualidad se conforme con un vínculo tan laxo con la realidad exterior. Y ahora, para concluir, una última observación que corresponde a este contexto: Si el yo del ser humano tiene, al igual que la libido, su historia de desarrollo, no les sorprenderá enterarse de que existen también «regresiones del yo», y querrán saber, además, el papel que este retroceso del yo a fases más tempranas de su desarrollo puede cumplir en la contracción de neurosis (vernota(119)).