«Eine Kindheitserinnerung aus Dichtung und Wahrheit»
Nota introductoria(128)
«Cuando queremos recordar lo que nos sucedió en la época más temprana de la niñez, hartas veces damos en confundir lo que hemos escuchado decir a otros con lo que efectivamente poseemos por experiencia propia, habiéndolo contemplado nosotros mismos». Goethe hace esta observación en una de las primeras páginas de la biografía que empezó a esbozar a la edad de sesenta años [Dichtung und Wahrheit {Poesía y verdad}]. Antes de ese pasaje sólo hay

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algunas comunicaciones sobre su nacimiento, producido «el 28 de agosto de 1749, al toque de las doce del mediodía». La constelación de los astros le era favorable y bien pudo ser la causa de que sobreviviese, pues lo «consideraban muerto» al venir al mundo y sólo tras múltiples empeños se consiguió que viera la luz. A estas consideraciones sigue una breve descripción de la casa y los lugares en que los niños -él y su hermana menor- gustaban pasar el tiempo. Y después Goethe refiere en verdad un único episodio que puede situarse «en la época más temprana de la niñez» (¿hasta los cuatro años? ) y del que parece haber conservado un recuerdo propio. He aquí el informe:
«Y tres hermanos Von Ochsenstein, que vivían enfrente, hijos del difunto corregidor, me cobraron cariño, y me atendían y se chanceaban conmigo de diversas maneras.
»Los míos gustaban de referir toda clase de travesuras a que me alentaban estos hombres, tan serios y retraídos de ordinario. Sólo contaré una de estas locuras. Acababa de celebrarse la feria de menaje, y no sólo se había hecho provisión de tales objetos para la cocina, sino adquirido también para los niños una vajilla pequeñita de la misma índole, que usaríamos en nuestros juegos. Una bella siesta, cuando todo dormía en la casa, jugaba yo en la salita» (el ya mencionado lugar, sobre la calle) «con mis fuentecillas y platitos y, viendo que ya no obtenía nada más de ellos, arrojé una pieza a la calle, regocijándome su linda manera de hacerse añicos. Los Von Ochsenstein, viendo cuánto me alborozaba y cómo batía palmas de alegría, exclamaron: "¡Otro más!".
No me hice rogar y arrojé una olla, y como ellos seguían exclamando "¡Otro!", una por una fui botando al pavimento todas las pequeñas fuentes, escudillas, jarras. Mis vecinos seguían dando muestras de su aprobación y yo estaba radiante de poder proporcionarles ese contento. Pero mis existencias se habían acabado, y ellos seguían exclamando: "¡Otro más!". Me precipité entonces directamente a la cocina y cogí los platos de terracota, que, a no dudarlo, ofrecían un espectáculo todavía más lindo al hacerse añicos; y así corría de la cocina a la calle, traía un plato tras otro a medida que los alcanzaba del lugar en que estaban apilados, y como aquellos hermanos nunca se daban por satisfechos, condené a idéntico estropicio todas las piezas de vajilla hasta cuyos lugares me pude deslizar. Sólo más tarde apareció alguien para impedir y defender. El infortunio ya había ocurrido y, a cambio de tantos objetos de menaje hechos añicos, se obtuvo al menos una historia divertida, con la que se solazaron sobre todo sus pícaros instigadores hasta el fin de sus días».
En tiempos preanalíticos esto podía leerse sin que moviera a considerarlo ni llamara la atención; pero después se alertó la conciencia analítica. En efecto, acerca de los recuerdos de la infancia más temprana se habían formado determinadas opiniones y expectativas cuya validez universal se pretendía. No podía ser indiferente ni carecer de sentido qué detalle de la vida infantil se sustrajera del olvido general que pesa sobre ese período. Más bien era lícito suponer que lo conservado en la memoria era también lo más significativo de toda esa época de la vida, ya fuese que poseyera esa importancia en su tiempo o la hubiera adquirido con posterioridad por el influjo de vivencias más tardías.
Debe admitirse que sólo en raros casos era evidente la elevada valencia de tales recuerdos infantiles. Las más de las veces parecían cosas indiferentes, y aun naderías; a primera vista resultaba incomprensible que justamente ellos hubieran desafiado a la amnesia. Y por otra parte, quien los conservaba desde hacía largos años como patrimonio mnémico no sabía apreciarlos más que el extraño a quien se los refería. Para discernirlos en su sustantividad fue menester cierto trabajo interpretativo que demostró cómo su contenido debía sustituirse por otro, o pesquisó su nexo con vivencias, de importancia innegable, a las que reemplazaron al modo de los llamados recuerdos encubridores (ver nota(129)).
En toda elaboración psicoanalítica de una biografía se consigue esclarecer de esa manera la significatividad de los recuerdos de la primera infancia. Y aun por regla general resulta que justamente el recuerdo que el analizado antepone, el primero que él refiere, aquel con el cual introduce. su biografía, demuestra ser el más importante, el que oculta dentro de sí la llave de los armarios secretos de su vida anímica (ver nota(130)). Pero ese pequeño episodio de infancia que se nos refiere en Dichtung und Wahrheit no responde a nuestras expectativas. Desde luego, nos resultan inasequibles en este caso los medios y caminos que en nuestros pacientes llevan a la interpretación; el hecho en sí no parece apto para mantener un nexo registrable con impresiones vitales importantes de una época posterior. Una travesura perpetrada por influencia ajena en desmedro de la economía hogareña no es, por cierto, una viñeta adecuada para todo cuanto Goethe tiene que comunicar de su rica vida. Así, quiere afirmársenos la impresión de que ese recuerdo infantil es por completo inofensivo y carece de todo nexo, y haríamos bien en seguir la advertencia de no exagerar las pretensiones del psicoanálisis ni traerlo a colación donde no es pertinente.
Por eso había desechado en mi pensamiento ese pequeño problema, cuando el azar me trajo a un paciente en quien un recuerdo infantil parecido se presentó en una trama más trasparente. Se trataba de un hombre de veintiséis años, talentoso y de elevada cultura, ocupado en el presente por un conflicto con su madre, conflicto que se extendía a casi todos sus intereses vitales y en virtud del cual habían padecido severamente el desarrollo de su capacidad de amor y el de su autonomía personal. Ese conflicto se remontaba hasta muy atrás en la infancia: puede decirse que hasta su cuarto año de vida. Antes de entonces había sido un niño muy débil, de salud siempre quebrantada, a pesar de lo cual sus recuerdos habían glorificado esa mala época como un paraíso, pues entonces poseía irrestricta, y no compartida con ningún otro, la ternura de su madre. Cuando aún no había cumplido los cuatro años, le nació un hermano -vive aún-; como reacción frente a ese fastidio se convirtió en un niño testarudo, rebelde, que de continuo provocaba la severidad de la madre. Y nunca más se encaminó por la recta senda.
Cuando entró en tratamiento conmigo -y no fue para ello la razón de menos peso que su beata madre aborreciera al psicoanálisis-, los celos hacía ese hermano nacido después, que en su momento habían llegado a exteriorizarse en un atentado contra el lactante en su cuna, estaban olvidados desde hacía mucho. Ahora lo trataba muy consideradamente, pero unas raras acciones casuales -como inferir grave daño a animales que empero él amaba, por ejemplo a su perro de caza o a pájaros a los que de ordinario prodigaba sus cuidados- debían entenderse sin duda como ecos de aquellos impulsos hostiles hacia su hermano menor.

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tres meses. Cerca de dos años después, cuando él ya tenía unos cinco años, nació la segunda
Pues bien; este paciente informó que hacia la misma época en que atentó contra el niño odiado arrojó a la calle cierta vez, por la ventana de su casa de campo, toda la vajilla que pudo alcanzar. Vale decir, ¡lo mismo que Goethe refiere en Dichtung und Wahrheit acerca de su niñez! Dejo constancia de que mi paciente era de nacionalidad extranjera y no fue educado en la cultura alemana; nunca había leído la autobiografía de Goethe.
Esta comunicación no pudo menos que sugerirme el ensayo de interpretar el recuerdo infantil de Goethe en el sentido que se había vuelto irrefutable por la historia de mi paciente. Ahora bien, ¿se daban en la infancia del poeta las condiciones requeridas para semejante concepción? Es verdad que Goethe mismo responsabiliza de su travesura a la incitación de los Von Ochsenstein. Pero su propio relato permite discernir que sus vecinos adultos no hicieron más que alentarlo a proseguir en su empeño. El lo había iniciado espontáneamente, y la motivación que aduce («viendo que ya no obtenía -en el juego- nada más de ellos») puede interpretarse, sin forzar las cosas, como una confesión de que no conocía un motivo eficaz para su acción ni en la época en que redactó su escrito ni, probablemente, desde muchos años antes.
Es sabido que Johann Wolfgang y su hermana Cornelia fueron los mayores de una serie de hijos y los únicos que sobrevivieron. El doctor Hanns Sachs tuvo la amabilidad de procurarme las siguientes fechas relativas a esos hermanos de Goethe prematuramente fallecidos:
- a.
- Hermann Jakob, bautizado el lunes 27 de noviembre de 1752, llegó a la edad de seis años y seis semanas; inhumado el 13 de enero de 1759.
- b.
- Katharina Elisabetha, bautizada el lunes 9 de setiembre de 1754, inhumada el jueves 22 de diciembre de 1755 (a la edad de un año y cuatro meses).
- c.
- Johanna Maria, bautizada el martes 29 de marzo de 1757 e inhumada el sábado 11 de agosto de 1759 (a los dos años y cuatro meses). (Esta fue sin duda la niñita a quien su hermano hizo fama de ser muy hermosa y agradable.)
- d.
- Georg Adolph, bautizado el domingo 15 de junio de 1760; inhumado, a la edad de ocho meses, el miércoles 18 de febrero de 1761.
Cornelia Friederica Christiana, la hermana que seguía a Goethe en la serie, nació el 7 de diciembre de 1750, cuando el tenía quince meses. Esta mínima diferencia de edades la excluye prácticamente como objeto de los celos. Se sabe que los niños, cuando sus pasiones despiertan, nunca desarrollan reacciones tan violentas contra los hermanitos a quienes. ya encuentran, sino que dirigen su aversión hacia los recién venidos. Además, la escena en cuya interpretación nos empeñamos no se concilia con la tierna edad de Goethe en el momento de nacer Cornelia ni poco después.
Cuando nació su primer hermanito varón, Hermann Jakob, Johann Wolfgang tenía tres años y hermana. Ambas edades cuentan para la datación del estropicio de la vajilla; quizá merezca preferencia la primera, pues armonizaría mejor con J caso de mi paciente, que tenía alrededor de tres años y nueve meses cuando nació su hermano.
Por otra parte, Hermann Jakob, a quien de tal suerte se orienta nuestro ensayo de interpretación, no fue un huésped tan efímero en la casa de los Goethe como los hermanos que vinieron después. Cabe asombrarse de que la autobiografía de su gran hermano no contenga ni siquiera una palabrita en su memoria (ver nota agregada en 1924(131)). Había pasado los seis años cuando murió, y Johann Wolfgang estaba cerca de cumplir los diez. El doctor E. Hitschmann, quien tuvo la amabilidad de poner a mi disposición sus notas sobre este tema, dice:
«Tampoco Goethe, de pequeño, vio con malos ojos morir a un hermanito. Al menos, según testimonio de Bettina Brentano, su madre informa lo siguiente: "Le pareció raro a la madre que a raíz de la muerte de su hermano menor Jakob, que era su camarada de juegos, no derramara ninguna lágrima; más bien parecieron enojarle los lamentos de sus padres y hermana; cuando la madre preguntó luego al rebelde si no había amado a su hermano, él corrió a su habitación, sacó de debajo de la cama un montón de papeles escritos con lecciones y pequeñas historias, y le dijo que había hecho todo eso para instruir a su hermano". Así pues, el hermano mayor había gustado de hacer las veces de padre del menor, y mostrarle su superioridad».
Podríamos formarnos entonces la opinión de que arrojar la vajilla es una acción simbólica o, mejor dicho, mágica, mediante la cual el niño (tanto Goethe como mi paciente) expresa vigorosamente su deseo de eliminar al molesto intruso. No necesitamos poner en tela de juicio el contento del niño al hacerse pedazos los objetos; si una acción es placentera ya en sí misma, ello no constituye un disuasivo, sino más bien una tentación para repetirla también al servicio de otros propósitos. Pero no creemos que el estrépito y el rompimiento bastaran para asegurar a esa travesura infantil un lugar permanente en la memoria del adulto. Por lo demás, no nos negamos a complicar los motivos de la acción con otro aporte. El niño que rompe la vajilla sabe bien que hace algo malo, por lo cual los adultos habrán de reprenderlo; y si este saber no lo arredra, probablemente se deba a que tiene que satisfacer un rencor hacia sus padres: quiere mostrarse díscolo.
El placer de hacer añicos, y el que provoca lo así despedazado, habría quedado también satisfecho si el niño se hubiera limitado a arrojar al suelo esos frágiles objetos. Ese solo placer no explicaría, pues, el acto de tirarlos afuera, a la calle, por la ventana. Ahora bien, este «afuera» parece ser una pieza esencial de la acción mágica y derivarse de su sentido oculto. Es preciso quitar de en medio al nuevo niño, en lo posible por la ventana, puesto que a través de ella entró. Toda la acción tendría entonces el mismo valor que la para nosotros consabida respuesta verbal de un niño a quien le comunicaron que la cigüeña había traído un hermanito: «Que se lo lleve de vuelta», fue la respuesta (ver nota(132)).

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Desde luego, no se nos oculta cuán dudoso es -prescindiendo de las incertidumbres internas-basar la interpretación de una acción infantil sobre una sola analogía. Por eso me había reservado durante años mi concepción de la pequeña escena de Dichtung und Wahrheit. Pero cierto día recibí a un paciente que inició su análisis con las siguientes frases, que anoté textualmente:
«Soy el mayor de ocho o nueve hermanos(133). Uno de mis primeros recuerdos es que mi padre, sentado sobre su cama con ropas de dormir, me cuenta sonriendo que me ha llegado un hermanito. Yo tenía entonces tres años y nueve meses, tan grande es la diferencia de edad que me separa de mí siguiente hermano. Luego sé que, poco tiempo después (¿o fue un año después?(134)), en cierta ocasión arrojé a la calle, por la ventana, diversos objetos, cepillos -¿o fue un cepillo solo?-, zapatos y otras cosas. Poseo un recuerdo todavía anterior. A la edad de dos años pernocté con mis padres en una habitación de hotel, en Linz, en viaje hacia Salzkammergut. Estuve tan inquieto esa noche y armé tal griterío que mi padre se vio obligado a pegarme».
Ante este enunciado yo depongo toda duda. Cuando en la actitud analítica dos cosas son presentadas una inmediatamente después de la otra, de un solo aliento, debemos reinterpretar esta proximidad como una concatenación. Fue entonces como si el paciente hubiera dicho: «Porque me enteré de que tenía un hermanito, algún tiempo después arrojé a la calle esos objetos». El arrojar afuera los cepillos, zapatos, etc., se da a conocer como una reacción frente al nacimiento del hermano. Y no deja de interesarnos que los objetos quitados de en medio no fueran en este caso vajilla, sino otras cosas, probablemente las que el niño pudo alcanzar ... Así, el arrojar afuera (por la ventana a la calle) demuestra ser lo esencial de la acción, mientras que el placer de hacer añicos, el placer del estrépito, como también la índole de las cosas en que «se consuma la ejecución», son variables e inesenciales.
Desde luego, el requisito de formar una concatenación vale también para el tercer recuerdo de infancia del paciente, que, siendo el más temprano, se sitúa al final de la pequeña serie. Es fácil satisfacer ese requisito: Comprendemos que ese niño de dos años estaba tan inquieto porque no toleraba el estar juntos su padre y su madre en la cama. Es claro que durante el viaje no resultaba posible evitar que el niño se convirtiera en testigo de esa comunidad. De los sentimientos que entonces se agitaron en el pequeño celoso le quedó el encono contra la mujer, consecuencia del cual fue una perturbación duradera de su desarrollo amoroso.
Cuando, tras hacer estas dos experiencias, manifesté en el círculo de la Sociedad Psicoanalítica [de Viena] la expectativa de que probablemente sucesos de esta clase no fueran raros en niños pequeños, la doctora Von Hug-Hellmuth puso a mi disposición otras dos observaciones que trascribo a continuación:
I
« Cuando tenía cerca de tres años y medio, el pequeño Erich "repentinamente" cobró el hábito de arrojar afuera por la ventana todo cuanto no le gustaba. Pero lo hacía también con objetos que no le estorbaban ni le concernían. justo el día del cumpleaños de su padre -en ese momento tenía tres años y cuatro meses y medio- arrojó a la calle, desde el tercer piso en que se encontraba la vivienda, un pesado palo de amasar que había arrastrado en un santiamén de la cocina a la sala. Unos días después siguió el mismo destino el mortero, luego un par de pesados zapatos de montaña del padre, que primero debió sacar de un armario (ver nota(135)).
»Por entonces la madre, que estaba en el séptimo u octavo mes de su embarazo, tuvo un fausse-couche, tras el cual el niño "se portó bien, se volvió tranquilo y tierno, como si de pronto hubiera cambiado". En el quinto o sexto mes le había dicho repetidas veces a la madre: "Mamita, te salto sobre la panza" o "te aprieto la panza". Y poco antes del lausse-couche, en octubre: "Si a toda costa debo tener un hermanito, por lo menos que sea después de Navidad"».
II
«Una joven de diecinueve años ofrece espontáneamente su recuerdo más temprano de la infancia: "Me veo terriblemente traviesa, dispuesta a salir gateando, sentada bajo la mesa del comedor. Sobre la mesa está mi taza de café -todavía ahora veo ante mí nítidamente el dibujo de la porcelana-; mí abuelita entra en la habitación en el instante en que quiero arrojarla afuera, por la ventana.
»"Es que nadie había hecho caso de mí, y entretanto se había formado en el café una 'tela', que siempre me pareció espantosa y sigue pareciéndomelo hoy.
»"Ese día había nacido mi hermano, dos años y medio menor que yo; por eso nadie tenía tiempo para mí.
»"Me cuentan siempre que ese día estuve insoportable; a mediodía arrojé de la mesa la copa preferida de papá, a lo largo de la jornada me ensucié varias veces mi vestidito y desde la mañana hasta la noche estuve del peor humor. En mí cólera, destripé también una muñequita de baño"».
Estos dos casos apenas requieren comentario. Corroboran, sin necesidad de ulteriores empeños analíticos, que el encono del niño por la aparición esperada o ya consumada de un

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competidor se expresa en la acción de arrojar objetos afuera, por la ventana, así como en otros actos de conducta díscola y manía destructiva. En la primera observación, los «objetos pesados» simbolizan sin duda a la madre misma, a quien se dirige la cólera del niño mientras el nuevo vástago no ha llegado todavía. El muchachito de tres años y medio conoce el embarazo de su madre y no duda de que alberga al hijo en su vientre. Cabe recordar aquí al pequeño Hans(136) y su particular angustia ante carros con cargas pesadas(137). En la segunda observación es notable la edad de la niña, de dos años y medio.
Si ahora volvemos al recuerdo de infancia de Goethe y lo sustituimos, en Dichtung und Wahrheit, por lo que creemos haber colegido a partir de la observación de otros niños, se establece una concatenación inobjetable que de otro modo no habríamos descubierto. Quiere decir: «He sido un afortunado {Glückskind}; el destino me conservó con vida aunque me consideraban muerto al llegar al mundo. En cambio, eliminó a mi hermano, de suerte que no tuve que compartir el amor de mi madre con él». Y el camino de los pensamientos avanza hacia otro difunto de aquella temprana época, la abuela, que moraba en otro lugar de la casa como un espíritu amigo, pacífico.
Ahora bien, ya lo he expresado en otro lugar(138): Cuando uno ha sido el predilecto indiscutido de la madre, conservará toda la vida ese sentimiento de conquistador, esa confianza en el éxito que no pocas veces lo atraen de verdad. Goethe habría tenido derecho a iniciar su autobiografía con una observación como esta: «Mi fuerza tiene sus raíces en la relación con mi madre».

«Wege der psychoanalytischen Therapie»
Nota introductoria(139)
Estimados colegas: Ustedes saben que nunca nos enorgullecimos de poseer un saber o un poder-hacer completos y concluidos; hoy, como siempre, estamos dispuestos a admitir las imperfecciones de nuestro conocimiento, a aprender cosas nuevas y a modificar nuestros procedimientos toda vez que se los pueda sustituir por algo mejor.
Nos reencontramos hoy tras largos años de separación y de dura prueba; este reencuentro me mueve a pasar revista al estado de nuestra terapia, a la cual debemos sin duda la posición que tenemos en la sociedad de los hombres, y a observar en perspectiva las nuevas direcciones en que podría desarrollarse.
Hemos formulado nuestra tarea médica de este modo: llevar al enfermo de neurosis a tomar noticia de las mociones reprimidas, esas mociones inconcientes que subsisten en él, poniendo para ello en descubierto las resistencias que en su interior se oponen a tales ampliaciones de su saber sobre su propia persona. ¿El descubrimiento de esas resistencias garantizará también su superación? Por cierto que no siempre; pero esperamos alcanzar esa meta aprovechando la trasferencia del paciente sobre la persona del médico, para que él haga suya nuestra convicción de que los procesos represivos sobrevenidos en la infancia son inadecuados al fin y de que una vida gobernada por el principio de placer es irrealizable. En otro lugar(140) he aclarado las constelaciones dinámicas del nuevo conflicto a través del cual guiamos al enfermo y con el cual hemos remplazado al anterior conflicto patológico. Por el momento no sabría modificar nada de lo ya dicho.
Hemos llamado psicoanálisis al trabajo por cuyo intermedio llevamos a la conciencia del enfermo lo anímico reprimido en él. ¿Por qué «análisis», que significa desintegración, descomposición, y sugiere una analogía con el trabajo que el químico emprende con las sustancias que halla en la naturaleza y lleva a su laboratorio? Porque esa analogía se da de hecho en un punto importante. Los síntomas y las exteriorizaciones patológicas del paciente son, como todas sus actividades anímicas, de naturaleza en extremo compuesta; en su fundamento último, los elementos de esa composición están constituidos por motivos, mociones pulsionales. Ahora bien, sobre estos motivos elementales el enfermo no sabe nada o su saber es muy insuficiente. Le damos a conocer entonces la composición de esas formaciones anímicas de elevada complejidad, reconducimos los síntomas a las mociones

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pulsionales que los motivan, pesquisamos dentro de los síntomas esos motivos pulsionales desconocidos hasta entonces para el enfermo, tal y como el químico separa la sustancia básica, el elemento químico, de la sal en que se había vuelto irreconocible por combinación con otros elementos. Y aun respecto de las exteriorizaciones anímicas del enfermo no consideradas patológicas, le mostramos que su motivación le era conciente sólo de una manera incompleta, que otros motivos pulsionales, no discernidos por él, cooperaron en ellas.
Hemos explicado el querer-alcanzar sexual de los seres humanos separándolo también en sus componentes, y cuando interpretamos un sueño procedemos a dejar de lado al sueño como un todo y hacemos que la asociación vaya anudándose a sus elementos singulares.
Y bien; esta justificada comparación de la actividad médica psicoanalítica con un trabajo químico podría sugerirnos una nueva orientación para nuestra terapia. Hemos analizado al enfermo, vale decir, hemos descompuesto su actividad anímica en sus ingredientes elementales, pesquisando en él esos elementos pulsionales separados y aislados. Parecería entonces natural exigirnos que lo ayudáramos también a obtener una nueva y mejor composición de ellos. Ustedes saben que, en efecto, esa exigencia ha sido planteada. Se nos dijo: Tras el análisis de la vida anímica enferma debe seguir su síntesis. Y muy pronto se añadieron el temor de excederse en el análisis y quedarse cortos en la síntesis, y el afán por situar el centro de gravedad de la intervención terapéutica en esa síntesis, una suerte de restitución de lo que la vivisección, por así decirlo, había destruido.
Pero yo, señores, no puedo creer que esa psicosíntesis constituya en verdad una nueva tarea para nosotros. De permitirme ser sincero y descortés, diría que se trata de una frase hueca. Me limito a señalar que sólo estamos frente a una comparación que se volvió vacía al extendérsela abusivamente o, si ustedes quieren, a la explotación ¡lícita de un nombre. Pero un nombre no es más que una etiqueta que se coloca para diferenciar algo de otras cosas parecidas; no es un programa ni una indicación de contenidos o definición. Y dos términos comparados sólo necesitan coincidir en un punto, pudiendo distanciarse mucho en todos los demás. Lo psíquico es algo particularísimo; tanto, que ninguna comparación aislada puede reflejar su naturaleza. El trabajo psicoanalítico ofrece analogías con el análisis químico, pero también con la intervención del cirujano o del ortopedista, o con el influjo del educador. La comparación con el análisis químico encuentra su límite por el hecho de que en la vida anímica enfrentamos aspiraciones sometidas a una compulsión de unificar y reunir. Sí conseguimos descomponer un síntoma, librar de cierta trama a una moción pulsional, ella no permanecerá aislada: enseguida se insertará en una nueva (ver nota(141)).
Sucede, pues, justamente lo contrario: el enfermo de neurosis nos ofrece una vida anímica desgarrada, segmentada por resistencias, y al paso que la analizamos y eliminamos estas últimas, ella crece orgánicamente, va integrando en la gran unidad que llamamos su «yo» todas las mociones pulsionales que hasta entonces estaban escindidas de él y ligadas aparte (ver nota(142)). Así, la psic osíntesis se consuma en el analizado sin nuestra intervención, de manera automática e inevitable. Hemos creado sus condiciones por medio de la descomposición de los síntomas y la cancelación de las resistencias. No es cierto que en el enfermo algo quede descompuesto en sus ingredientes, algo que espera, en reposo, a que lo recompongamos de algún modo.

Hemos explicado el querer-alcanzar sexual de los seres humanos separándolo también en sus componentes, y cuando interpretamos un sueño procedemos a dejar de lado al sueño como un todo y hacemos que la asociación vaya anudándose a sus elementos singulares.
Y bien; esta justificada comparación de la actividad médica psicoanalítica con un trabajo químico podría sugerirnos una nueva orientación para nuestra terapia. Hemos analizado al enfermo, vale decir, hemos descompuesto su actividad anímica en sus ingredientes elementales, pesquisando en él esos elementos pulsionales separados y aislados. Parecería entonces natural exigirnos que lo ayudáramos también a obtener una nueva y mejor composición de ellos. Ustedes saben que, en efecto, esa exigencia ha sido planteada. Se nos dijo: Tras el análisis de la vida anímica enferma debe seguir su síntesis. Y muy pronto se añadieron el temor de excederse en el análisis y quedarse cortos en la síntesis, y el afán por situar el centro de gravedad de la intervención terapéutica en esa síntesis, una suerte de restitución de lo que la vivisección, por así decirlo, había destruido.
Pero yo, señores, no puedo creer que esa psicosíntesis constituya en verdad una nueva tarea para nosotros. De permitirme ser sincero y descortés, diría que se trata de una frase hueca. Me limito a señalar que sólo estamos frente a una comparación que se volvió vacía al extendérsela abusivamente o, si ustedes quieren, a la explotación ¡lícita de un nombre. Pero un nombre no es más que una etiqueta que se coloca para diferenciar algo de otras cosas parecidas; no es un programa ni una indicación de contenidos o definición. Y dos términos comparados sólo necesitan coincidir en un punto, pudiendo distanciarse mucho en todos los demás. Lo psíquico es algo particularísimo; tanto, que ninguna comparación aislada puede reflejar su naturaleza. El trabajo psicoanalítico ofrece analogías con el análisis químico, pero también con la intervención del cirujano o del ortopedista, o con el influjo del educador. La comparación con el análisis químico encuentra su límite por el hecho de que en la vida anímica enfrentamos aspiraciones sometidas a una compulsión de unificar y reunir. Sí conseguimos descomponer un síntoma, librar de cierta trama a una moción pulsional, ella no permanecerá aislada: enseguida se insertará en una nueva (ver nota(141)).
Sucede, pues, justamente lo contrario: el enfermo de neurosis nos ofrece una vida anímica desgarrada, segmentada por resistencias, y al paso que la analizamos y eliminamos estas últimas, ella crece orgánicamente, va integrando en la gran unidad que llamamos su «yo» todas las mociones pulsionales que hasta entonces estaban escindidas de él y ligadas aparte (ver nota(142)). Así, la psic osíntesis se consuma en el analizado sin nuestra intervención, de manera automática e inevitable. Hemos creado sus condiciones por medio de la descomposición de los síntomas y la cancelación de las resistencias. No es cierto que en el enfermo algo quede descompuesto en sus ingredientes, algo que espera, en reposo, a que lo recompongamos de algún modo.
Por eso el desarrollo de nuestra terapia emprenderá sin duda otros caminos, sobre todo aquel que Ferenczi, en su trabajo «Technische Schwierigkeiten einer Hysterieanalyse(143)» (1919c), ha caracterizado recientemente como la «actividad» del analista.
Pongámonos rápidamente de acuerdo sobre lo que debe entenderse por esa actividad. Acotamos nuestra tarea terapéutica por medio de estos dos contenidos: hacer conciente lo reprimido y poner en descubierto las resistencias. Por cierto que en ello somos bastante activos. Pero, ¿debemos dejar luego al enfermo librado a sí mismo, que se arregle solo con las resistencias que le hemos mostrado? ¿No podemos prestarle ningún otro auxilio que el que experimenta por la impulsión de la trasferencia? ¿No parecería lo indicado socorrerlo también trasladándolo a la situación psíquica más favorable para la tramitación deseada del conflicto? Además, el logro del paciente depende también de cierto número de circunstancias que forman una constelación externa. ¿Vacilaríamos en modificar esta última interviniendo de la manera apropiada? Opino que esta clase de actividad en el médico que aplica tratamiento analítico es inobjetable y está enteramente justificada.
Notan ustedes que se nos abre aquí un nuevo campo para la técnica analítica, un campo cuya elaboración requerirá empeñarse a fondo y dará por resultado unos preceptos muy precisos. No intentaré introducirlos hoy en esta técnica todavía en desarrollo, sino que me conformaré con destacar un principio que probablemente sea soberano en este campo. Postula lo siguiente: En la medida de lo posible, la cura analítica debe ejecutarse en un estado de privación -de abstinencia-.(144)
Quedará librado a un examen de detalle averiguar la medida en que sea posible respetar esto. Ahora bien, por abstinencia no debe entenderse la privación de una necesidad cualquiera -esto sería desde luego irrealizable-, ni tampoco lo que se entiende por ella en el sentido popular, a saber, la abstención del comercio sexual; se trata de algo diverso, que se relaciona más con la dinámica de la contracción de la enfermedad y el restablecimiento.
Recuerdan ustedes que el paciente enfermó a raíz de una frustración {Versagung} y que sus síntomas le prestan el servicio de unas satisfacciones sustitutivas (ver nota(145)). En el curso del análisis pueden observar que toda mejoría de su padecer aminora el tempo del restablecimiento y reduce la fuerza pulsional que esfuerza hacia la curación. Ahora bien, no podemos renunciar a esta fuerza pulsional; su reducción sería peligrosa para nuestro propósito terapéutico. Entonces, ¿qué requisito se nos impone como inevitable? Por cruel que suene, debemos cuidar que el padecer del enfermo no termine prematuramente en una medida decisiva. Si la descomposición y desvalorización de los síntomas lo han mitigado, tenemos que erigirlo en alguna otra parte bajo la forma de una privación sensible; de lo contrario corremos el riesgo de no conseguir nunca otra cosa que unas mejorías modestas y no duraderas.
Hasta donde yo lo veo, el peligro amenaza en particular desde dos lados. Por una parte, el paciente, cuya condición de enfermo ha sido conmovida por el análisis, se empeña con la mayor diligencia en procurarse en remplazo de sus síntomas nuevas satisfacciones sustitutivas, que ahora no van acompañadas de padecimiento. Se vale de la grandiosa desplazabilidad de la libido parcialmente liberada para investir con libido las más diversas actividades, preferencias y hábitos, aun los que ya tuvo antes, elevándolos a la condición de satisfacciones sustitutivas. De continuo halla tales desvíos nuevos por los que se escurre la

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energía necesaria para la empresa de la cura, y sabe mantenerlos en secreto durante algún tiempo. La tarea es pesquisarlos uno por uno y pedirle que renuncie a ellos, por inocente que parezca en sí misma la actividad productora de satisfacción. Empero, la persona curada a medias puede emprender también unos caminos menos inocentes; por ejemplo, en el caso de un hombre, buscando una ligazón prematura con una mujer. Señalemos de pasada que matrimonio infeliz y achaque físico son los sucedáneos más usuales de la neurosis. Satisfacen en particular la conciencia de culpa (necesidad de castigo) en virtud de la cual muchos enfermos se aferran tan tenazmente a su neurosis. Por medio de una elección matrimonial desafortunada se castigan a sí mismos; una larga enfermedad orgánica es considerada por ellos como una punición del destino, y consiguientemente suelen renunciar a proseguir la neurosis.
En todas esas situaciones, la actividad del médico debe exteriorizarse en una enérgica intervención contra las satisfacciones sustitutivas. En cuanto al segundo peligro que amenaza a la fuerza pulsional del análisis, sí bien no es de subestimar, le resultará más fácil prevenirlo. El enfermo busca la satisfacción sustitutiva sobre todo en la cura misma, dentro de la relación de trasferencia con el médico, y hasta puede querer resarcirse por este camino de todas las renuncias que se le imponen en los demás campos. Sin duda que es preciso consentirle algo, más o menos, según la naturaleza del caso y la peculiaridad del enfermo. Pero no es bueno consentirle demasiado. Quien como analista, acaso por desborde de su corazón caritativo, dispense al paciente lo que todo ser humano tiene derecho a esperar del prójimo, cometerá el mismo error económico en que incurren nuestros sanatorios no analíticos para enfermos nerviosos. Se afanan en que todo le sea lo más grato posible al enfermo sólo a fin de que se sienta a gusto y en otra ocasión acuda a refugiarse allí de las dificultades de la vida. De ese modo renuncian a fortalecerlo para esta, a volverlo más productivo en sus genuinas tareas. En la cura analítica es preciso evitar toda malcrianza de esa índole. Al enfermo tienen que restarle muchos deseos incumplidos de su relación con el médico. Lo adecuado al fin es, justamente, denegarle {versagen} aquellas satisfacciones que más intensamente desea y que exterioriza con mayor urgencia.
No creo haber agotado el alcance de la actividad deseable del médico con el anterior enunciado, a saber, que en la cura es preciso mantener el estado de privación. Como ustedes recordarán, otra orientación de la actividad analítica ya fue una vez motivo de polémica entre la escuela suiza y nosotros (ver nota(146)). Nos negamos de manera terminante a hacer del paciente que se pone en nuestras manos en busca de auxilio un patrimonio personal, a plasmar por él su destino, a imponerle nuestros ideales y, con la arrogancia del creador, a complacernos en nuestra obra luego de haberlo formado a nuestra imagen y semejanza. Todavía sigo manteniéndome en esa negativa; creo que este es el lugar para la discreción médica de la que debimos prescindir en otros contextos. Además, he hecho la experiencia de que el propósito terapéutico no requiere una actividad tan osada hacia el paciente. En efecto, he podido brindar tratamiento a personas con las que no me unía comunidad alguna de raza, educación, posición social ni cosmovisión, y sin perturbarlas en su peculiaridad. Sin embargo, en la época de las mencionadas polémicas tuve la impresión de que el veto de nuestros portavoces -en primera línea estuvo, creo, E. Jones(147)- fue demasiado tajante e incondicional. Es que por fuerza debemos aceptar también pacientes hasta tal punto desorientados e ineptos para la existencia que en su caso es preciso aunar el influjo analítico con el pedagógico; y no sólo eso: en la mayoría de los otros casos el médico se ve aquí y allí en la necesidad de presentarse como pedagogo y educador. Pero esto debe hacerse siempre con gran cautela; no se debe educar al enfermo para que se asemeje a nosotros, sino para que se libere y consume su propio ser.
Nuestro estimado amigo J. J. Putnam, en esos Estados Unidos que ahora nos son tan hostiles, deberá perdonarnos que tampoco podamos aceptar su reclamo de poner al psicoanálisis al servicio de una determinada cosmovisión filosófica e imponérsela al paciente con el fin de ennoblecerlo. Me atrevería a decir que sería un acto de violencia, por más que invoque los más nobles propósitos (ver nota(148)).
Un último tipo de actividad, de índole por entero diversa, nos es impuesto por la intelección, que poco a poco va cobrando certidumbre, de que las variadas formas de enfermedad que tratamos no pueden tramitarse mediante una misma técnica. Sería prematuro considerar en detalle este punto, pero puedo elucidar, a raíz de dos ejemplos, la medida en que ello implica una actividad nueva. Nuestra técnica creció en el tratamiento de la histeria y sigue ajustada a esta afección. Pero ya las fobias nos obligan a sobrepasar la conducta que hemos observado hasta el presente. Difícilmente dominará una fobia quien aguarde hasta que el enfermo se deje mover por el análisis a resignarla: él nunca aportará al análisis el material indispensable para la solución convincente de la fobia. Es preciso proceder de otra manera. Tomen ustedes el ejemplo de un agorafóbico; hay dos clases, una más leve y otra más grave. Los enfermos de la primera clase sin duda sufrirán angustia cada vez que anden solos por la calle, pero no por ello dejan de hacerlo; los otros se protegen de la angustia renunciando a andar solos. Con estos últimos no se obtiene éxito si no se los puede mover, mediante el influjo del análisis, a comportarse a su vez como fóbicos del primer grado, vale decir, a que anden por la calle y luchen con la angustia en ese intento. Entonces, primero hay que mitigar la fobia hasta ese punto, y sólo después de conseguido esto a instancias del médico, el enfermo dispondrá de aquellas ocurrencias que posibilitan la solución de la fobia.
Una espera pasiva parece todavía menos apropiada en los casos graves de acciones obsesivas; en efecto, estos tienden en general a un proceso de curación «asintótico», a un tratamiento interminable, y su análisis corre siempre el peligro de sacar a luz demasiado y no cambiar nada. Me parece dudoso que la técnica correcta sólo consista, en estos casos, en esperar hasta que la cura misma devenga compulsión {Zwang, «obsesión»}, para sofocar entonces violentamente, con esta contra-compulsión, la compulsión patológica. Pero, como ustedes comprenderán, con estos dos casos no les he presentado más que unas muestras de los nuevos desarrollos que aguardan a nuestra terapia (ver nota(149)).
Para concluir, querría considerar una situación que pertenece al futuro y a muchos de ustedes les parecerá fantástica; sin embargo, merece, a mi criterio, que uno se prepare mentalmente para ella. Ustedes saben que nuestra eficacia terapéutica no es muy grande. Sólo constituimos un puñado de personas, y cada uno de nosotros, aun con empeñosa labor, no puede consagrarse en un año más que a un corto número de enfermos. Con relación a la enorme miseria neurótica que existe en el mundo y acaso no es necesaria, lo que podemos remover es ínfimo desde el punto de vista cuantitativo. Además, las condiciones de nuestra existencia nos restringen a los estratos superiores y pudientes de nuestra sociedad, que suelen escoger sus propios médicos y en esta elección se apartan del psicoanálisis llevados por toda clase de prejuicios. Por el momento nada podemos hacer en favor de las vastas capas populares cuyo sufrimiento neurótico es enormemente más grave.

En todas esas situaciones, la actividad del médico debe exteriorizarse en una enérgica intervención contra las satisfacciones sustitutivas. En cuanto al segundo peligro que amenaza a la fuerza pulsional del análisis, sí bien no es de subestimar, le resultará más fácil prevenirlo. El enfermo busca la satisfacción sustitutiva sobre todo en la cura misma, dentro de la relación de trasferencia con el médico, y hasta puede querer resarcirse por este camino de todas las renuncias que se le imponen en los demás campos. Sin duda que es preciso consentirle algo, más o menos, según la naturaleza del caso y la peculiaridad del enfermo. Pero no es bueno consentirle demasiado. Quien como analista, acaso por desborde de su corazón caritativo, dispense al paciente lo que todo ser humano tiene derecho a esperar del prójimo, cometerá el mismo error económico en que incurren nuestros sanatorios no analíticos para enfermos nerviosos. Se afanan en que todo le sea lo más grato posible al enfermo sólo a fin de que se sienta a gusto y en otra ocasión acuda a refugiarse allí de las dificultades de la vida. De ese modo renuncian a fortalecerlo para esta, a volverlo más productivo en sus genuinas tareas. En la cura analítica es preciso evitar toda malcrianza de esa índole. Al enfermo tienen que restarle muchos deseos incumplidos de su relación con el médico. Lo adecuado al fin es, justamente, denegarle {versagen} aquellas satisfacciones que más intensamente desea y que exterioriza con mayor urgencia.
No creo haber agotado el alcance de la actividad deseable del médico con el anterior enunciado, a saber, que en la cura es preciso mantener el estado de privación. Como ustedes recordarán, otra orientación de la actividad analítica ya fue una vez motivo de polémica entre la escuela suiza y nosotros (ver nota(146)). Nos negamos de manera terminante a hacer del paciente que se pone en nuestras manos en busca de auxilio un patrimonio personal, a plasmar por él su destino, a imponerle nuestros ideales y, con la arrogancia del creador, a complacernos en nuestra obra luego de haberlo formado a nuestra imagen y semejanza. Todavía sigo manteniéndome en esa negativa; creo que este es el lugar para la discreción médica de la que debimos prescindir en otros contextos. Además, he hecho la experiencia de que el propósito terapéutico no requiere una actividad tan osada hacia el paciente. En efecto, he podido brindar tratamiento a personas con las que no me unía comunidad alguna de raza, educación, posición social ni cosmovisión, y sin perturbarlas en su peculiaridad. Sin embargo, en la época de las mencionadas polémicas tuve la impresión de que el veto de nuestros portavoces -en primera línea estuvo, creo, E. Jones(147)- fue demasiado tajante e incondicional. Es que por fuerza debemos aceptar también pacientes hasta tal punto desorientados e ineptos para la existencia que en su caso es preciso aunar el influjo analítico con el pedagógico; y no sólo eso: en la mayoría de los otros casos el médico se ve aquí y allí en la necesidad de presentarse como pedagogo y educador. Pero esto debe hacerse siempre con gran cautela; no se debe educar al enfermo para que se asemeje a nosotros, sino para que se libere y consume su propio ser.
Nuestro estimado amigo J. J. Putnam, en esos Estados Unidos que ahora nos son tan hostiles, deberá perdonarnos que tampoco podamos aceptar su reclamo de poner al psicoanálisis al servicio de una determinada cosmovisión filosófica e imponérsela al paciente con el fin de ennoblecerlo. Me atrevería a decir que sería un acto de violencia, por más que invoque los más nobles propósitos (ver nota(148)).
Un último tipo de actividad, de índole por entero diversa, nos es impuesto por la intelección, que poco a poco va cobrando certidumbre, de que las variadas formas de enfermedad que tratamos no pueden tramitarse mediante una misma técnica. Sería prematuro considerar en detalle este punto, pero puedo elucidar, a raíz de dos ejemplos, la medida en que ello implica una actividad nueva. Nuestra técnica creció en el tratamiento de la histeria y sigue ajustada a esta afección. Pero ya las fobias nos obligan a sobrepasar la conducta que hemos observado hasta el presente. Difícilmente dominará una fobia quien aguarde hasta que el enfermo se deje mover por el análisis a resignarla: él nunca aportará al análisis el material indispensable para la solución convincente de la fobia. Es preciso proceder de otra manera. Tomen ustedes el ejemplo de un agorafóbico; hay dos clases, una más leve y otra más grave. Los enfermos de la primera clase sin duda sufrirán angustia cada vez que anden solos por la calle, pero no por ello dejan de hacerlo; los otros se protegen de la angustia renunciando a andar solos. Con estos últimos no se obtiene éxito si no se los puede mover, mediante el influjo del análisis, a comportarse a su vez como fóbicos del primer grado, vale decir, a que anden por la calle y luchen con la angustia en ese intento. Entonces, primero hay que mitigar la fobia hasta ese punto, y sólo después de conseguido esto a instancias del médico, el enfermo dispondrá de aquellas ocurrencias que posibilitan la solución de la fobia.
Una espera pasiva parece todavía menos apropiada en los casos graves de acciones obsesivas; en efecto, estos tienden en general a un proceso de curación «asintótico», a un tratamiento interminable, y su análisis corre siempre el peligro de sacar a luz demasiado y no cambiar nada. Me parece dudoso que la técnica correcta sólo consista, en estos casos, en esperar hasta que la cura misma devenga compulsión {Zwang, «obsesión»}, para sofocar entonces violentamente, con esta contra-compulsión, la compulsión patológica. Pero, como ustedes comprenderán, con estos dos casos no les he presentado más que unas muestras de los nuevos desarrollos que aguardan a nuestra terapia (ver nota(149)).
Para concluir, querría considerar una situación que pertenece al futuro y a muchos de ustedes les parecerá fantástica; sin embargo, merece, a mi criterio, que uno se prepare mentalmente para ella. Ustedes saben que nuestra eficacia terapéutica no es muy grande. Sólo constituimos un puñado de personas, y cada uno de nosotros, aun con empeñosa labor, no puede consagrarse en un año más que a un corto número de enfermos. Con relación a la enorme miseria neurótica que existe en el mundo y acaso no es necesaria, lo que podemos remover es ínfimo desde el punto de vista cuantitativo. Además, las condiciones de nuestra existencia nos restringen a los estratos superiores y pudientes de nuestra sociedad, que suelen escoger sus propios médicos y en esta elección se apartan del psicoanálisis llevados por toda clase de prejuicios. Por el momento nada podemos hacer en favor de las vastas capas populares cuyo sufrimiento neurótico es enormemente más grave.

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Ahora supongamos que una organización cualquiera nos permitiese multiplicar nuestro número hasta el punto de poder tratar grandes masas de hombres. Por otro lado, puede preverse que alguna vez la conciencia moral de la sociedad despertará y le recordará que el pobre no tiene menores derechos a la terapia anímica que los que ya se le acuerdan en materia de cirugía básica. Y que las neurosis no constituyen menor amenaza para la salud popular que la tuberculosis, y por tanto, lo mismo que a esta, no se las puede dejar libradas al impotente cuidado del individuo perteneciente a las filas del pueblo. Se crearán entonces sanatorios o lugares de consulta a los que se asignarán médicos de formación psicoanalítica, quienes, aplicando el análisis, volverán más capaces de resistencia y más productivos a hombres que de otro modo se entregarían a la bebida, a mujeres que corren peligro de caer quebrantadas bajo la carga de las privaciones, a niños a quienes sólo les aguarda la opción entre el embrutecimiento o la neurosis. Estos tratamientos serán gratuitos. Puede pasar mucho tiempo antes de que el Estado sienta como obligatorios estos deberes. Y las circunstancias del presente acaso difieran todavía más ese momento; así, es probable que sea la beneficencia privada la que inicie tales institutos. De todos modos, alguna vez ocurrirá (ver nota(150)).
Cuando suceda, se nos planteará la tarea de adecuar nuestra técnica a las nuevas condiciones. No dudo de que el acierto de nuestras hipótesis psicológicas impresionará también a las personas incultas, pero nos veremos precisados a buscar para nuestras doctrinas teóricas la expresión más simple e intuitiva. Haremos probablemente la experiencia de que el pobre está todavía menos dispuesto que el rico a renunciar a su neurosis; en efecto, no lo seduce la dura vida que le espera, y la condición de enfermo le significa otro título para la asistencia social. Es posible que en muchos casos sólo consigamos resultados positivos si podemos aunar la terapia anímica con un apoyo material, al modo del emperador José(151). Y también es muy probable que en la aplicación de nuestra terapia a las masas nos veamos precisados a alear el oro puro del análisis con el cobre de la sugestión directa, y quizás el influjo hipnótico vuelva a hallar cabida, como ha ocurrido en el tratamiento de los neuróticos de guerra(152). Pero cualquiera que sea la forma futura de esta psicoterapia para el pueblo, y no importa qué elementos la constituyan finalmente, no cabe ninguna duda de que sus ingredientes más eficaces e importantes seguirán siendo los que ella tome del psicoanálisis riguroso, ajeno a todo partidismo.


Cuando suceda, se nos planteará la tarea de adecuar nuestra técnica a las nuevas condiciones. No dudo de que el acierto de nuestras hipótesis psicológicas impresionará también a las personas incultas, pero nos veremos precisados a buscar para nuestras doctrinas teóricas la expresión más simple e intuitiva. Haremos probablemente la experiencia de que el pobre está todavía menos dispuesto que el rico a renunciar a su neurosis; en efecto, no lo seduce la dura vida que le espera, y la condición de enfermo le significa otro título para la asistencia social. Es posible que en muchos casos sólo consigamos resultados positivos si podemos aunar la terapia anímica con un apoyo material, al modo del emperador José(151). Y también es muy probable que en la aplicación de nuestra terapia a las masas nos veamos precisados a alear el oro puro del análisis con el cobre de la sugestión directa, y quizás el influjo hipnótico vuelva a hallar cabida, como ha ocurrido en el tratamiento de los neuróticos de guerra(152). Pero cualquiera que sea la forma futura de esta psicoterapia para el pueblo, y no importa qué elementos la constituyan finalmente, no cabe ninguna duda de que sus ingredientes más eficaces e importantes seguirán siendo los que ella tome del psicoanálisis riguroso, ajeno a todo partidismo.

«Kelle az egyeternen a psychoanalysist tanitani?»
Nota introductoria(153)
La cuestión de si conviene, o no, enseñar el psicoanálisis en la universidad puede ser abordada desde dos puntos de vista: el del análisis mismo y el de la universidad.
- Es indudable que la incorporación del psicoanálisis a la enseñanza universitaria significaría una satisfacción moral para todo psicoanalista, pero no es menos evidente que este puede, por su parte, prescindir de la universidad sin menoscabo alguno para su formación. En efecto, la orientación teórica que le es imprescindible la obtiene mediante el estudio de la bibliografía respectiva y, más concretamente, en las sesiones científicas de las asociaciones psicoanalíticas, así como por el contacto personal con los miembros más antiguos y experimentados de estas. En cuanto a su experiencia práctica, aparte de adquirirla a través de su propio análisis, podrá lograrla mediante tratamientos efectuados bajo el control y la guía de los psicoanalistas más reconocidos.
- Dichas asociaciones deben su existencia, precisamente, a la exclusión de que el psicoanálisis ha sido objeto por la universidad. Es evidente, pues, que seguirán cumpliendo una función útil mientras se mantenga dicha exclusión.
- En lo que a la universidad se refiere, la cuestión se reduce a verificar si, en principio, está dispuesta a reconocer al psicoanálisis alguna importancia en la formación del médico y del hombre de ciencia. De ser así, tendrá que resolver la manera de incluirlo en el conjunto de su enseñanza.

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destinado a todos los estudiantes de medicina, y un ciclo de conferencias especializadas, para
La importancia del psicoanálisis para la formación médica y universitaria se basa en lo siguiente:
a. Con justa razón, en los últimos decenios se ha criticado la formación del médico por orientar unilateralmente al estudiante hacia la anatomía, la física y la química, dejando de señalarle, en cambio, la importancia que poseen los factores psíquicos en las manifestaciones vitales, en la enfermedad y en el tratamiento. Tal laguna de la formación médica se hace sentir más tarde como un flagrante defecto en la actuación profesional, que no sólo se expresa en la falta de todo interés por aquellos problemas que son, precisamente, los más interesantes en la existencia del ser humano, sea sano o enfermo, sino que también entorpece la acción terapéutica del médico, al punto de que el enfermo se mostrará más susceptible a la influencia de cualquier curandero o charlatán.
Tan sensible defecto de la enseñanza indujo, hace ya bastante tiempo, a incorporar cátedras de psicología médica en los planes de la misma, pero mientras los cursos dictados se basaron en la psicología escolástica o en la experimental -dedicada a un enfoque sólo fragmentario-, no podían satisfacer las necesidades planteadas por la formación del estudiante ni podían librarle acceso a los problemas de la vida y de su profesión. Por tales razones, dichas formas de psicología médica no lograron mantener su plaza en los planes de enseñanza.
La creación de una cátedra de psicoanálisis, en cambio, bien podría responder a estas demandas. Antes de exponer el psicoanálisis mismo, sería necesario un curso de introducción dedicado a tratar las relaciones entre la vida psíquica y la somática, fundamento de cualquier tratamiento psíquico, a enseñar todas las formas de la terapia sugestiva, demostrando que, en última instancia, el psicoanálisis constituye el término y culminación de toda psicoterapia. En efecto, comparado con todos los otros sistemas, el psicoanálisis es el más apropiado para trasmitir al estudiante un conocimiento cabal de 1a psicología.
b. Otra de las funciones del psicoanálisis consiste en ofrecer una preparación para el estudio de la psiquiatría. En su forma actual, esta tiene un carácter meramente descriptivo, pues sólo muestra al estudiante una serie de cuadros clínicos y lo faculta para distinguir, entre ellos, los que son incurables o los que revisten peligrosidad social. Su única vinculación con las demás ramas del saber médico reside en! la etiología orgánica y en las comprobaciones anatomopatológícas, mientras que no facilita la menor comprensión acerca de los hechos observados. Sólo la psicología profunda puede suministrar tal comprensión.
En la medida de mis informaciones, en Estados Unidos ya se ha reconocido que el psicoanálisis -primer ensayo de psicología profunda- aborda con éxito dicho sector aún irresuelto de la psiquiatría. Por consiguiente, en muchas escuelas médicas de dicho país díctanse cursos de psicoanálisis como introducción a la psiquiatría.
La enseñanza del psicoanálisis habría de desarrollarse en dos etapas: un curso elemental, médicos psiquiatras.
c. Al investigar los procesos psíquicos y las funciones mentales, el psicoanálisis se ajusta a un método particular, cuya aplicación en modo alguno está limitada al campo de las funciones psíquicas patológicas, sino que también concierne a la resolución de problemas artísticos, filosóficos o religiosos, suministrando en tal sentido múltiples enfoques nuevos y revelaciones de importancia para la historia de la literatura, la mitología, la historia de las culturas y la filosofía de las religiones. Por consiguiente, dicho curso general habría de ser accesible asimismo a los estudiantes de tales ramas de la ciencia. Es evidente que la estimulación de estas últimas por las ideas analíticas contribuirá a crear, en el sentido de la universitas literarum, una unión más estrecha entre la ciencia médica y las ramas del saber que corresponden al ámbito de la filosofía.
En síntesis, cabe afirmar que la universidad únicamente puede beneficiarse con la asimilación del psicoanálisis en sus planes de estudio. Naturalmente, su enseñanza sólo podrá tener carácter dogmático-crítico, por medio de clases teóricas, pues nunca, o sólo en casos muy especiales, ofrecerá la oportunidad de realizar experimentos o demostraciones prácticas. A los fines de la investigación que debe llevar a cabo el docente de psicoanálisis, bastará con disponer de un consultorio externo que provea el material necesario, en la forma de los enfermos denominados «nerviosos», mientras que para cumplir la función asistencial de la psiquiatría deberá contarse además con un servicio de internación.
Cabe atender a la objeción de que, con la enseñanza aquí esbozada, el estudiante de medicina nunca podrá aprender cabalmente el psicoanálisis. Efectivamente es así sí encaramos el ejercicio práctico del análisis, pero para el caso bastará con que aprenda algo del psicoanálisis y lo asimile. Por otra parte, la enseñanza universitaria tampoco hace del estudiante de medicina un cirujano diestro y capaz de afrontar cualquier intervención. Ninguno de los que por vocación llegan a la cirugía podrá eludir, para su formación ulterior, el trabajar durante varios años en un instituto de la especialidad.

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«"Ein Kind wird geschlagen". Beitrag zur Kenntnis der Entstehung sexueller Perversionen»
Nota introductoria(154)
La representación-fantasía «Pegan a un niño» (ver nota(155)) es confesada con sorprendente frecuencia por personas que han acudido al tratamiento analítico a causa de una histeria o de una neurosis obsesiva. Pero los casos pueden ser todavía más numerosos: es harto probable que se le presente también a quienes, exentos de una enfermedad manifiesta, no se han visto llevados a adoptar esa resolución.
A esta fantasía se anudan sentimientos placenteros en virtud de los cuales se la ha reproducido innumerables veces o se la sigue reproduciendo. En el ápice de la situación representada se abre paso casi regularmente una satisfacción onanista (obtenida en los genitales, por tanto), al comienzo por la propia voluntad de la persona, pero luego también con carácter compulsivo y a pesar de su empeño contrarío.
La confesión de esta fantasía sólo sobreviene con titubeos; el recuerdo de su primera aparición es inseguro, una inequívoca resistencia sale al paso de su tratamiento analítico, y la vergüenza y el sentimiento de culpa quizá se movilizan con mayor vigor en este caso que a raíz de parecidas comunicaciones sobre los comienzos recordados de la vida sexual.Al fin se puede establecer que las primeras fantasías de esta clase se cultivaron muy temprano, sin duda antes de la edad escolar, ya en el quinto y sexto años. Pero cuando el niño co-presencia en la escuela cómo otros niños son azotados por el maestro, esa vivencia vuelve a convocar aquellas fantasías si se habían adormecido, las refuerza si aún persistían, y modifica de manera apreciable su contenido. A partir de entonces «muchos niños», en número indeterminado, son azotados. El influjo de la escuela era tan nítido que los pacientes en cuestión ensayaban al comienzo reconducir sus fantasías de paliza exclusivamente a tales impresiones de la época escolar, posteriores al sexto año. Sin embargo, ello en ningún caso resultó sostenible: las fantasías habían estado presentes desde antes.
Si en los cursos superiores de la escuela cesó el azotar a los niños, su influjo fue sustituido con creces por el de las lecturas que enseguida adquirieron significatividad. En el medio de mis pacientes eran casi siempre los mismos libros, asequibles para los jóvenes, aquellos cuyo contenido proporcionaba nuevas incitaciones a las fantasías de paliza: la llamada «Bibliothèque rose(156)», La cabaña del Tío Tom y otros del mismo tenor. Compitiendo con estas obras literarias, la actividad fantaseadora del propio niño empezaba a inventar profusamente situaciones e instituciones en que unos niños eran azotados o recibían otra clase de castigos y correctivos a causa de su conducta díscola y malas costumbres.
Puesto que la representación-fantasía «un niño es azotado» era investida regularmente con elevado placer y desembocaba en un acto de satisfacción autoerótica placentera, cabía esperar que también contemplar cómo otro niño era azotado en la escuela hubiera sido una fuente de parecido goce. No obstante, no sucedía así. Co-vivenciar escenas reales de paliza en la escuela provocaba en el niño espectador una peculiar emoción, probablemente una mezcla de sentimientos en la que la repulsa tenía participación considerable. En algunos casos el vivenciar objetivo de las escenas de paliza se sentía como insoportable. Por otra parte, aun en las refinadas fantasías de años posteriores se establecía como condición que los niños que recibían el correctivo no sufrieran un daño serio.
Era forzoso inquirir por el nexo que pudiera existir entre la significatividad de las fantasías de paliza y el papel que los correctivos corporales objetivos habían desempeñado en la educación hogareña del niño. La conjetura más inmediata, a saber, que existiría una relación inversa, no pudo probarse a consecuencia de la unilateralidad del material. Las personas que brindaron la tela de estos análisis muy rara vez habían sido azotadas en su infancia, y en todo caso no habían sido educadas a palos. Claro está que todos esos niños en algún momento habían sentido la superior fuerza física de sus padres o sus educadores; en cuanto al hecho de que nunca faltan vapuleos entre los niños mismos, no es menester destacarlo expresamente.
La investigación quiso averiguar algo más, desde luego, acerca de aquellas fantasías tempranas y simples que no acusaban de manera evidente el influjo de impresiones escolares ni de escenas tornadas de la lectura. ¿Quién era el niño azotado? ¿El fantaseador mismo o un extraño? ¿Era siempre el mismo niño o uno cualquiera cada vez? ¿Quién lo azotaba? ¿Un adulto? ¿Y quién, en tal caso? ¿0 el niño fantaseaba que él mismo azotaba a otro? Ninguna de estas preguntas recibió esclarecimiento, sino sólo esta única, esquiva, respuesta: «No sé nada

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más sobre eso; pegan a un niño».
Las averiguaciones acerca del sexo del niño azotado tuvieron más éxito, pero tampoco aportaron luz alguna. Muchas veces se respondió: «Siempre son varoncitos» o «Siempre nenas»; a menudo se dijo: «No lo sé» o «Es indiferente». En ningún caso se obtuvo lo que interesaba al inquiridor: un vínculo constante entre el sexo del niño fantaseador y el del azotado. En alguna ocasión emergió todavía un detalle característico del contenido de la fantasía: «El niño pequeño es azotado en la cola desnuda».
Bajo estas condiciones, al comienzo no fue posible decidir siquiera si el placer adherido a la fantasía de paliza debía caracterizarse como sádico o como masoquista.
De acuerdo con nuestras actuales intelecciones, una fantasía así, que emerge en la temprana infancia quizás a raíz de ocasiones casuales y que se retiene para la satisfacción autoerótica, sólo admite ser concebida como un rasgo primario de perversión. Vale decir: uno de los componentes de la función sexual se habría anticipado a los otros en el desarrollo, se habría vuelto autónomo de manera prematura, fijándose luego y sustrayéndose por esta vía de los ulteriores procesos evolutivos; al propio tiempo, atestiguaría una constitución particular, anormal, de la persona. Sabemos que una perversión infantil de esta índole no necesariamente dura toda la vida; en efecto, más tarde puede caer bajo la represión, ser sustituida por una formación reactiva o ser trasmudada por una sublimación. (Acaso suceda, en realidad, que la sublimación provenga de un proceso particular (ver nota(157)) que sería atajado por la represión.) Pero si estos procesos faltan, la perversión se conserva en la madurez, y siempre que en el adulto hallamos una aberración sexual -perversión, fetichismo, inversión- tenemos derecho a esperar que la exploración anamnésica nos lleve a descubrir en la infancia un suceso fijador de esa naturaleza. Mucho antes del advenimiento del psicoanálisis, observadores como Binet ya habían podido reconducir las aberraciones sexuales raras de la madurez a esta clase de impresiones sobrevenidas justamente en una misma época de la infancia (a los cinco o seis años) (ver nota(158)). Es verdad que se tropezaba ahí con una barrera para nuestra comprensión, pues las impresiones fijadoras carecían de toda fuerza traumática: las más de las veces eran triviales y no emocionantes para otros individuos; no se podía decir por qué el pujar sexual se había fijado justamente a ellas. Pero su sígnificatividad podía hallarse en que ofrecían a esos componentes sexuales prematuros y en acecho una ocasión, aunque casual, para adherirse a ellas, y cabía prever que la cadena del enlace causal tendría en alguna parte un término provisional. Y en este sentido, la constitución congénita parecía llenar todos los requisitos para ser ese punto de apoyo.
Si ese componente sexual que se separó temprano es el sádico, nos formamos, sobre la base de intelecciones obtenidas en otro terreno, la expectativa de que su ulterior represión genere una predisposición a la neurosis obsesiva (ver nota(159)). No puede afirmarse que esa expectativa sea contradicha por el resultado de la investigación. Entre los seis casos sobre cuyo estudio en profundidad se basa esta breve comunicación (cuatro mujeres y dos hombres), había dos de neurosis obsesiva: uno gravísimo, incapacitante, y uno de mediana gravedad, accesible a la terapia; además, un tercero presentaba al menos algunos rasgos nítidos de la neurosis obsesiva. Un cuarto caso era sin duda una histeria neta con dolores e inhibiciones, y un quinto, que acudió al análisis meramente por un desconcierto en su vida, no habría recibido clasificación alguna en el diagnóstico clínico grueso o se lo habría despachado como «psicastenia» (ver nota(160)). No cabe desilusionarse por esta estadística, pues en primer lugar sabemos que no toda predisposición se desarrolla hasta la afección plena y, en segundo, tenemos derecho a conformarnos con explicar lo que existe y a eludir, en general, la averiguación de por qué algo no se produce.

Las averiguaciones acerca del sexo del niño azotado tuvieron más éxito, pero tampoco aportaron luz alguna. Muchas veces se respondió: «Siempre son varoncitos» o «Siempre nenas»; a menudo se dijo: «No lo sé» o «Es indiferente». En ningún caso se obtuvo lo que interesaba al inquiridor: un vínculo constante entre el sexo del niño fantaseador y el del azotado. En alguna ocasión emergió todavía un detalle característico del contenido de la fantasía: «El niño pequeño es azotado en la cola desnuda».
Bajo estas condiciones, al comienzo no fue posible decidir siquiera si el placer adherido a la fantasía de paliza debía caracterizarse como sádico o como masoquista.
De acuerdo con nuestras actuales intelecciones, una fantasía así, que emerge en la temprana infancia quizás a raíz de ocasiones casuales y que se retiene para la satisfacción autoerótica, sólo admite ser concebida como un rasgo primario de perversión. Vale decir: uno de los componentes de la función sexual se habría anticipado a los otros en el desarrollo, se habría vuelto autónomo de manera prematura, fijándose luego y sustrayéndose por esta vía de los ulteriores procesos evolutivos; al propio tiempo, atestiguaría una constitución particular, anormal, de la persona. Sabemos que una perversión infantil de esta índole no necesariamente dura toda la vida; en efecto, más tarde puede caer bajo la represión, ser sustituida por una formación reactiva o ser trasmudada por una sublimación. (Acaso suceda, en realidad, que la sublimación provenga de un proceso particular (ver nota(157)) que sería atajado por la represión.) Pero si estos procesos faltan, la perversión se conserva en la madurez, y siempre que en el adulto hallamos una aberración sexual -perversión, fetichismo, inversión- tenemos derecho a esperar que la exploración anamnésica nos lleve a descubrir en la infancia un suceso fijador de esa naturaleza. Mucho antes del advenimiento del psicoanálisis, observadores como Binet ya habían podido reconducir las aberraciones sexuales raras de la madurez a esta clase de impresiones sobrevenidas justamente en una misma época de la infancia (a los cinco o seis años) (ver nota(158)). Es verdad que se tropezaba ahí con una barrera para nuestra comprensión, pues las impresiones fijadoras carecían de toda fuerza traumática: las más de las veces eran triviales y no emocionantes para otros individuos; no se podía decir por qué el pujar sexual se había fijado justamente a ellas. Pero su sígnificatividad podía hallarse en que ofrecían a esos componentes sexuales prematuros y en acecho una ocasión, aunque casual, para adherirse a ellas, y cabía prever que la cadena del enlace causal tendría en alguna parte un término provisional. Y en este sentido, la constitución congénita parecía llenar todos los requisitos para ser ese punto de apoyo.
Si ese componente sexual que se separó temprano es el sádico, nos formamos, sobre la base de intelecciones obtenidas en otro terreno, la expectativa de que su ulterior represión genere una predisposición a la neurosis obsesiva (ver nota(159)). No puede afirmarse que esa expectativa sea contradicha por el resultado de la investigación. Entre los seis casos sobre cuyo estudio en profundidad se basa esta breve comunicación (cuatro mujeres y dos hombres), había dos de neurosis obsesiva: uno gravísimo, incapacitante, y uno de mediana gravedad, accesible a la terapia; además, un tercero presentaba al menos algunos rasgos nítidos de la neurosis obsesiva. Un cuarto caso era sin duda una histeria neta con dolores e inhibiciones, y un quinto, que acudió al análisis meramente por un desconcierto en su vida, no habría recibido clasificación alguna en el diagnóstico clínico grueso o se lo habría despachado como «psicastenia» (ver nota(160)). No cabe desilusionarse por esta estadística, pues en primer lugar sabemos que no toda predisposición se desarrolla hasta la afección plena y, en segundo, tenemos derecho a conformarnos con explicar lo que existe y a eludir, en general, la averiguación de por qué algo no se produce.
Nuestras presentes intelecciones nos permitirían adentrarnos hasta este punto, y no más allá, en la comprensión de las fantasías de paliza. Es verdad que el médico analista, siempre que debe confesarse que esas fantasías las más de las veces permanecen apartadas del restante contenido de la neurosis y no ocupan un sitio legítimo dentro de su ensambladura, siente la sospecha de que el problema no ha quedado resuelto con ello; empero, como lo sé por mi propia experiencia, uno suele desdeñar de buen grado tales impresiones.
III
En sentido estricto -¿y por qué no lo tomaríamos con todo el rigor posible?- sólo merece el título de psicoanálisis correcto el empeño analítico que ha conseguido levantar la amnesia que oculta para el adulto el conocimiento de su vida infantil desde su comienzo mismo (o sea, desde el segundo hasta el quinto año, más o menos). Nunca se lo dirá con voz suficientemente alta ni se lo repetirá lo bastante entre analistas. Los motivos para descuidar esta admonición son, en efecto, bien comprensibles. Uno querría obtener éxitos útiles en el plazo más breve y con el menor trabajo. Pero en el presente el conocimiento teórico sigue siendo incomparablemente más importante para todos nosotros que el éxito terapéutico, y quien desdeñe los análisis de la infancia por fuerza incurrirá en serios errores. Insistir en la importancia de las vivencias tempranas no implica subestimar el influjo de las posteriores; pero esas impresiones vitales más tardías hablan en el análisis con voz lo bastante alta por la boca del enfermo, mientras que es el médico quien debe alzar la voz para defender los títulos de la infancia.
Es en el período de la infancia que abarca de los dos a los cuatro o cinco años cuando por vez primera los factores libidinosos congénitos son despertados por las vivencias y ligados a ciertos complejos. Las fantasías de paliza, aquí consideradas, sólo aparecen hacia el fin de ese período
o después de él. También sería posible que tuvieran una prehistoria, recorrieran un desarrollo y correspondieran a un resultado final, no a una exteriorización inicial.
Esta conjetura es corroborada por el análisis. La aplicación consecuente de este último

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enseña que las fantasías de paliza tienen una historia evolutiva nada simple, en cuyo trascurso su mayor parte cambia más de una vez: su vínculo con la persona fantaseadora, su objeto, contenido y significado.
Para estudiar con mayor facilidad estas mudanzas en las fantasías de paliza, me permitiré circunscribir mis descripciones a las personas del sexo femenino, que por otra parte constituyen mayoría en mi material (cuatro contra dos). Además, a las fantasías de paliza de los hombres(161) se anuda un tema diverso, que dejaré de lado en esta comunicación. Sin embargo, me empeñaré por no esquematizar más de lo inevitable al exponer una constelación media. Aunque una observación más amplia pudiera revelar una mayor diversidad en ella, estoy seguro de haber captado un suceso típico y de frecuencia no rara.
La primera fase de las fantasías de paliza en niñas tiene que corresponder, pues, a una época muy temprana de la infancia. En ellas hay algo que permanece asombrosamente indeterminable, como si fuera indiferente. La mezquina noticia que se recibe de las pacientes en la primera comunicación, «Pegan a un niño», parece justificada para esta fantasía. No obstante, hay otra cosa determinable con certeza, y por cierto siempre en el mismo sentido. El niño azotado, en efecto, nunca es el fantaseador; lo regular es que sea otro niño, casi siempre un hermanito, cuando lo hay. Puesto que puede tratarse de un hermano o una hermana, no es posible establecer un vínculo constante entre el sexo del fantaseador y el del azotado. Por tanto, la fantasía seguramente no es masoquista; se la llamaría sádica, pero no debe olvidarse que el niño fantaseador nunca es el que pega. En cuanto a quién es, en realidad, la persona que pega, no queda claro al comienzo. Sólo puede comprobarse que no es otro niño, sino un adulto. Esta persona adulta indeterminada se vuelve más tarde reconocible de manera clara y unívoca como el padre (de la niñita).
La primera fase de la fantasía de paliza se formula entonces acabadamente mediante el enunciado: «El padre pega al niño(162)». Dejo traslucir mucho del contenido que luego pesquisaremos si digo, en lugar de ello: «El padre pega al niño que yo odio». En verdad podemos vacilar en cuanto a si ya a este grado previo de la posterior fantasía de paliza debe concedérsele el carácter de una «fantasía». Quizá se trate más bien de recuerdos de esos hechos que uno ha presenciado, de deseos que surgen a raíz de diversas ocasiones; pero estas dudas no tienen importancia alguna.
Entre esta primera fase y la siguiente se consuman grandes trasmudaciones. Es cierto que la persona que pega sigue siendo la misma, el padre, pero el niño azotado ha devenido otro; por lo regular es el niño fantaseador mismo, la fantasía se ha teñido de placer en alto grado y se ha llenado con un contenido sustantivo cuya derivación nos ocupará más adelante. Entonces, su texto es ahora: «Yo soy azotado por el padre». Tiene un indudable carácter masoquista.
Esta segunda fase es, de todas, la más importante y grávida en consecuencias; pero en cierto sentido puede decirse de ella que nunca ha tenido una existencia real. En ningún caso es recordada, nunca ha llegado a devenir-conciente. Se trata de una construcción del análisis, mas no por ello es menos necesaria.
La tercera fase se aproxima de nuevo a la primera. Tiene el texto conocido por la comunicación de las pacientes. La persona que pega nunca es la del padre; o bien se la deja indeterminada, como en la primera fase, o es investida {besetzen} de manera típica por un subrogante del padre (maestro). La persona propia del niño fantaseador ya no sale a la luz en la fantasía de paliza. Si se les pregunta con insistencia, las pacientes sólo exteriorizan: «Probablemente yo estoy mirando». En lugar de un solo niño azotado, casi siempre están presentes ahora muchos niños. Con abrumadora frecuencia los azotados (en las fantasías de las niñas) son varoncitos, pero ninguno de ellos resulta familiar, individualmente. La situación originaria, simple y monótona, del ser azotado puede experimentar las más diversas variaciones y adornos, y el azotar mismo puede ser sustituido por castigos y humillaciones de otra índole. Empero, el carácter esencial que diferencia aun las fantasías más simples de esta fase de las de la primera y establece el nexo con la fase intermedia es el siguiente: la fantasía es ahora la portadora de una excitación intensa, inequívocamente sexual, y como tal procura la satisfacción onanista. Pero he ahí lo enigmático: ¿por qué camino esta fantasía, sádica en lo sucesivo, de unos varoncitos desconocidos y ajenos que son azotados se ha convertido en patrimonio duradero de la aspiración libidinosa de la niña pequeña?
No se nos oculta que la trabazón y la secuencia de las tres fases de la fantasía de paliza, así como todas sus otras peculiaridades, han permanecido hasta aquí enteramente incomprensibles.
IV
Si uno prosigue el análisis a través de esas épocas tempranas en que se sitúa la fantasía de paliza y desde las cuales se la recuerda, la niña se nos aparece enredada en las excitaciones de su complejo parental.
La niña pequeña está fijada con ternura al padre, quien probablemente lo ha hecho todo para ganar su amor, poniendo así el germen de una actitud de odio y competencia hacia la madre, una actitud que subsiste junto a una corriente de dependencia tierna y que puede volverse cada vez más intensa y más nítidamente conciente a medida que pasen los años, o motivar una ligazón amorosa reactiva, hipertrófica, con aquella. Ahora bien, la fantasía de paliza no se anuda a la relación con la madre. Están los otros hijos, de edad apenas mayor o menor, que a uno no le gustan por toda clase de razones, pero principalmente porque debe compartir con ellos el amor de los padres, y a quienes, por eso, uno aparta de sí con toda la salvaje energía que la vida de los sentimientos, posee en esos años. Si hay un hermanito menor (como en tres de mis cuatro casos), se lo desprecia además de odiarlo, y encima hay que ver cómo se atrae la cuota de ternura que los padres enceguecidos tienen siempre presta para el más pequeñito. Pronto se comprende que ser azotado, aunque no haga mucho daño, significa una destitución del amor y una humillación. ¡Tantos niños se consideran seguros en el trono que les levanta el inconmovible amor de sus padres, y basta un solo azote para arrojarlos de los cielos de su imaginaria omnipotencia! Por eso es una representación agradable que el padre azote a este

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niño odiado, sin que interese para nada que se haya visto que le pegaran precisamente a él. Ello quiere decir: «El padre no ama a ese otro niño, me ama sólo a mi».
Este es entonces el contenido y el significado de la fantasía de paliza en su primera fase. Es evidente que la fantasía satisface los celos del niño y que depende de su vida amorosa, pero también recibe vigoroso apoyo de sus intereses egoístas. Por eso es dudoso que se la pueda calificar de puramente «sexual»; pero tampoco nos atrevemos a llamarla «sádica».
En efecto, sabemos que al acercarnos al origen suelen borrarse todos los signos distintivos sobre los cuales estamos habituados a edificar nuestras diferenciaciones. Entonces, quizá suene parecido a la profecía que las tres brujas hicieron a Banquo: «No indudablemente sexual, no sádico tampoco, pero sí el material desde el cual ambas cosas están destinadas a nacer después» (ver nota(163)). Ahora bien, no hay fundamento alguno para la conjetura de que ya esta primera fase de la fantasía sirva a una excitación que envolviendo a los genitales sepa procurarse descarga en un acto onanista.
En esta prematura elección de objeto del amor incestuoso, la vida sexual del niño alcanza evidentemente el estadio de la organización genital. Esto es más fácil de demostrar en el varoncito, pero tampoco es dudoso en el caso de la niña pequeña. Algo como una vislumbre de la posterior meta sexual definitiva y normal gobierna el querer-alcanzar libidinoso del niño; cabe preguntarse con asombro de dónde proviene, pero es lícito considerar como una prueba de ello que los genitales ya hayan iniciado su papel en el proceso excitatorio. Nunca falta en el varoncito el deseo de tener un hijo con la madre, y es constan * te en la niña el de recibir un hijo del padre, y ello a pesar de su total incapacidad de aclararse el camino que pudiera llevar al cumplimiento de tales deseos. Que los genitales tienen algo que ver con esto parece establecido para el niño, aunque sus cavilaciones puedan buscar la naturaleza de la intimidad presupuesta entre los padres en vínculos de otra clase -por ejemplo, en el dormir juntos, en el orinar en común y cosas parecidas-, y los contenidos de esta índole puedan ser captados en representaciones-palabra antes que eso oscuro que se relaciona con los genitales.
Pero llega el tiempo en que la helada marchita esa temprana floración; ninguno de esos enamoramientos incestuosos puede escapar a la fatalidad de la represión. Sucumben a ella a raíz de ocasiones externas registrables que provocan desengaños, como afrentas inesperadas, el indeseado nacimiento de un nuevo hermanito, sentido como una infidelidad, etc., o bien desde adentro, sin ocasionamientos de esa índole, quizá sólo a consecuencia de la falta de un cumplimiento demasiado tiempo anhelado. Es innegable que tales ocasionamientos no son las causas eficientes, sino que estos vínculos amorosos están destinados a sepultarse {untergehen}alguna vez, no podemos decir debido a qué. Lo más probable es que sucumban (vergehen} porque su tiempo ha expirado, porque los niños entran en una nueva fase de desarrollo en la que se ven precisados a repetir, desde la historia de la humanidad, la represión {esfuerzo de desalojo} de la elección incestuosa de objeto, de igual modo que antes se vieron esforzados a emprenderla (ver nota(164)). Lo que estuvo presente inconcientemente como resultado psíquico de las mociones incestuosas de amor ya no es acogido más por la conciencia de la nueva fase, y lo que de eso ya bahía devenido conciente es de nuevo esforzado afuera {herausdrängen}. De manera simultánea con este proceso represivo aparece una conciencia de culpa, también ella de origen desconocido, pero inequívocamente anudada a aquellos deseos incestuosos y justificada por su perduración en lo inconciente. (Ver nota agregada en 1924(165))
La fantasía de la época del amor incestuoso había dicho: «El (el padre) me ama sólo a mí, no al otro niño, pues a este le pega». La conciencia de culpa no sabe hallar castigo más duro que la inversión de este triunfo: «No, no te ama a ti, pues te pega». Entonces la fantasía de la segunda fase, la de ser uno mismo azotado por el padre, pasaría a ser la expresión directa de la conciencia de culpa ante la cual ahora sucumbe el amor por el padre. Así pues, la fantasía ha devenido masoquista; por lo que yo sé, siempre es así: en todos los casos es la conciencia de culpa el factor que trasmuda el sadismo en masoquismo. Pero ciertamente no es este el contenido íntegro del masoquismo. La conciencia de culpa no puede haber conquistado sola la liza; la moción de amor tiene que haber tenido su parte en ello. Recordemos que se trata de niños en quienes el componente sádico pudo salir a primer plano de manera aislada y prematura por razones constitucionales. No debemos resignar este punto de vista. Pues justamente en estos niños se ve particularmente facilitado un retroceso a la organización pregenital sádico-anal de la vida sexual. Cuando la represión afecta la organización genital recién alcanzada, no es la única consecuencia de ello que toda subrogación psíquica del amor incestuoso deviene o permanece inconciente, sino que se agrega esta otra: la organización genital misma experimenta un rebajamiento regresivo. «El padre me ama» se entendía en el sentido genital, por medio de la regresión se muda en «El padre me pega (soy azotado por el padre) ». Este ser-azotado es ahora una conjunción de conciencia de culpa y erotismo; no es sólo el castigo por la referencia genital prohibida, sino también su sustituto regresivo, y a partir de esta última fuente recibe la excitación libidinosa que desde ese momento se le adherirá y hallará descarga en actos onanistas. Ahora bien, sólo esta es la esencia del masoquismo.
La fantasía de la segunda fase, la de ser uno mismo azotado por el padre, permanece por regla general inconciente. probablemente a consecuencia de la intensidad de la represión. No puedo indicar por qué, a pesar de ello, en uno de mis seis casos (uno masculino) era recordada concientemente. Este hombre, ahora adulto, había conservado con claridad en la memoria que solía usar con fines onanistas la representación de ser azotado por la madre; es cierto que pronto sustituyó a la madre propia por las de compañeros de escuela u otras mujeres que se le asemejaran de algún modo. No hay que olvidar que a raíz de la mudanza de la fantasía incestuosa del varoncito en su correspondiente masoquista se produce una inversión más que en el caso de la niñita, a saber, la sustitución de actividad por pasividad; y acaso sea este plus de desfiguración {dislocación} lo que proteja a la fantasía de permanecer inconciente corno resultado de la represión. Así, la conciencia de culpa se habría conformado con la regresión en lugar de la represión; en los casos femeninos, la conciencia de culpa -acaso más exigente en sí misma- sólo se habría calmado mediante la cooperación de ambas.
En dos de mis cuatro casos femeninos se había desarrollado sobre la fantasía masoquista de paliza una superestructura de sueños diurnos muy ingeniosa y sustantiva para la vida de la persona en cuestión, y que tenía como función posibilitar el sentimiento de la excitación satisfecha aun con renuncia al acto onanista. En uno de estos casos, se permitió al contenido de ser azotado por el padre aventurarse de nuevo hasta la conciencia, toda vez que el yo propio se volvía irreconocible mediante un ligero disfraz. El héroe de estas historias regularmente era azotado por el padre; luego sólo castigado, humillado, etc.
Repito, empero, que por regla general la fantasía permanece inconciente y debe

Este es entonces el contenido y el significado de la fantasía de paliza en su primera fase. Es evidente que la fantasía satisface los celos del niño y que depende de su vida amorosa, pero también recibe vigoroso apoyo de sus intereses egoístas. Por eso es dudoso que se la pueda calificar de puramente «sexual»; pero tampoco nos atrevemos a llamarla «sádica».
En efecto, sabemos que al acercarnos al origen suelen borrarse todos los signos distintivos sobre los cuales estamos habituados a edificar nuestras diferenciaciones. Entonces, quizá suene parecido a la profecía que las tres brujas hicieron a Banquo: «No indudablemente sexual, no sádico tampoco, pero sí el material desde el cual ambas cosas están destinadas a nacer después» (ver nota(163)). Ahora bien, no hay fundamento alguno para la conjetura de que ya esta primera fase de la fantasía sirva a una excitación que envolviendo a los genitales sepa procurarse descarga en un acto onanista.
En esta prematura elección de objeto del amor incestuoso, la vida sexual del niño alcanza evidentemente el estadio de la organización genital. Esto es más fácil de demostrar en el varoncito, pero tampoco es dudoso en el caso de la niña pequeña. Algo como una vislumbre de la posterior meta sexual definitiva y normal gobierna el querer-alcanzar libidinoso del niño; cabe preguntarse con asombro de dónde proviene, pero es lícito considerar como una prueba de ello que los genitales ya hayan iniciado su papel en el proceso excitatorio. Nunca falta en el varoncito el deseo de tener un hijo con la madre, y es constan * te en la niña el de recibir un hijo del padre, y ello a pesar de su total incapacidad de aclararse el camino que pudiera llevar al cumplimiento de tales deseos. Que los genitales tienen algo que ver con esto parece establecido para el niño, aunque sus cavilaciones puedan buscar la naturaleza de la intimidad presupuesta entre los padres en vínculos de otra clase -por ejemplo, en el dormir juntos, en el orinar en común y cosas parecidas-, y los contenidos de esta índole puedan ser captados en representaciones-palabra antes que eso oscuro que se relaciona con los genitales.
Pero llega el tiempo en que la helada marchita esa temprana floración; ninguno de esos enamoramientos incestuosos puede escapar a la fatalidad de la represión. Sucumben a ella a raíz de ocasiones externas registrables que provocan desengaños, como afrentas inesperadas, el indeseado nacimiento de un nuevo hermanito, sentido como una infidelidad, etc., o bien desde adentro, sin ocasionamientos de esa índole, quizá sólo a consecuencia de la falta de un cumplimiento demasiado tiempo anhelado. Es innegable que tales ocasionamientos no son las causas eficientes, sino que estos vínculos amorosos están destinados a sepultarse {untergehen}alguna vez, no podemos decir debido a qué. Lo más probable es que sucumban (vergehen} porque su tiempo ha expirado, porque los niños entran en una nueva fase de desarrollo en la que se ven precisados a repetir, desde la historia de la humanidad, la represión {esfuerzo de desalojo} de la elección incestuosa de objeto, de igual modo que antes se vieron esforzados a emprenderla (ver nota(164)). Lo que estuvo presente inconcientemente como resultado psíquico de las mociones incestuosas de amor ya no es acogido más por la conciencia de la nueva fase, y lo que de eso ya bahía devenido conciente es de nuevo esforzado afuera {herausdrängen}. De manera simultánea con este proceso represivo aparece una conciencia de culpa, también ella de origen desconocido, pero inequívocamente anudada a aquellos deseos incestuosos y justificada por su perduración en lo inconciente. (Ver nota agregada en 1924(165))
La fantasía de la época del amor incestuoso había dicho: «El (el padre) me ama sólo a mí, no al otro niño, pues a este le pega». La conciencia de culpa no sabe hallar castigo más duro que la inversión de este triunfo: «No, no te ama a ti, pues te pega». Entonces la fantasía de la segunda fase, la de ser uno mismo azotado por el padre, pasaría a ser la expresión directa de la conciencia de culpa ante la cual ahora sucumbe el amor por el padre. Así pues, la fantasía ha devenido masoquista; por lo que yo sé, siempre es así: en todos los casos es la conciencia de culpa el factor que trasmuda el sadismo en masoquismo. Pero ciertamente no es este el contenido íntegro del masoquismo. La conciencia de culpa no puede haber conquistado sola la liza; la moción de amor tiene que haber tenido su parte en ello. Recordemos que se trata de niños en quienes el componente sádico pudo salir a primer plano de manera aislada y prematura por razones constitucionales. No debemos resignar este punto de vista. Pues justamente en estos niños se ve particularmente facilitado un retroceso a la organización pregenital sádico-anal de la vida sexual. Cuando la represión afecta la organización genital recién alcanzada, no es la única consecuencia de ello que toda subrogación psíquica del amor incestuoso deviene o permanece inconciente, sino que se agrega esta otra: la organización genital misma experimenta un rebajamiento regresivo. «El padre me ama» se entendía en el sentido genital, por medio de la regresión se muda en «El padre me pega (soy azotado por el padre) ». Este ser-azotado es ahora una conjunción de conciencia de culpa y erotismo; no es sólo el castigo por la referencia genital prohibida, sino también su sustituto regresivo, y a partir de esta última fuente recibe la excitación libidinosa que desde ese momento se le adherirá y hallará descarga en actos onanistas. Ahora bien, sólo esta es la esencia del masoquismo.
La fantasía de la segunda fase, la de ser uno mismo azotado por el padre, permanece por regla general inconciente. probablemente a consecuencia de la intensidad de la represión. No puedo indicar por qué, a pesar de ello, en uno de mis seis casos (uno masculino) era recordada concientemente. Este hombre, ahora adulto, había conservado con claridad en la memoria que solía usar con fines onanistas la representación de ser azotado por la madre; es cierto que pronto sustituyó a la madre propia por las de compañeros de escuela u otras mujeres que se le asemejaran de algún modo. No hay que olvidar que a raíz de la mudanza de la fantasía incestuosa del varoncito en su correspondiente masoquista se produce una inversión más que en el caso de la niñita, a saber, la sustitución de actividad por pasividad; y acaso sea este plus de desfiguración {dislocación} lo que proteja a la fantasía de permanecer inconciente corno resultado de la represión. Así, la conciencia de culpa se habría conformado con la regresión en lugar de la represión; en los casos femeninos, la conciencia de culpa -acaso más exigente en sí misma- sólo se habría calmado mediante la cooperación de ambas.
En dos de mis cuatro casos femeninos se había desarrollado sobre la fantasía masoquista de paliza una superestructura de sueños diurnos muy ingeniosa y sustantiva para la vida de la persona en cuestión, y que tenía como función posibilitar el sentimiento de la excitación satisfecha aun con renuncia al acto onanista. En uno de estos casos, se permitió al contenido de ser azotado por el padre aventurarse de nuevo hasta la conciencia, toda vez que el yo propio se volvía irreconocible mediante un ligero disfraz. El héroe de estas historias regularmente era azotado por el padre; luego sólo castigado, humillado, etc.
Repito, empero, que por regla general la fantasía permanece inconciente y debe

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reconstruírsela en el análisis. Acaso esto dé la razón a los pacientes que pretenden recordar que el onanismo emergió en ellos antes que la fantasía de paliza de la tercera fase -que enseguida consideraremos-, y esta última se le habría unido sólo más tarde, quizá bajo la impresión de escenas escolares. Todas las veces que prestamos crédito a estos indicios nos inclinamos a suponer que el onanismo estuvo gobernado al comienzo por fantasías inconcientes, que luego fueron sustituidas por otras concientes.
Concebimos como una sustitución así a la fantasía notoria de paliza de la tercera fase, su configuración definitiva en que el niño fantaseador sigue apareciendo a lo sumo como espectador, y el padre se conserva en la persona de un maestro u otra autoridad. La fantasía, semejante ahora a la de la primera fase, parece haberse vuelto de nuevo hacía el sadismo. Produce la impresión como si en la frase «El padre pega al otro niño, sólo me ama a mí» el acento se hubiera retirado sobre la primera parte después que la segunda sucumbió a la represión. Sin embargo, sólo la forma de esta fantasía es sádica; la satisfacción que se gana con ella es masoquista, su intencionalidad reside en que ha tomado sobre sí la investidura libidinosa de la parte reprimida y, con esta, la conciencia de culpa que adhiere al contenido. En efecto, los muchos niños indeterminados a quienes el maestro azota son sólo sustituciones de la persona propia.
Además, aquí se muestra por primera vez algo que semeja una constancia en el sexo de las personas al servicio de la fantasía. Los niños azotados son casi siempre varoncitos, tanto en las fantasías de los varones como en las de las niñas. Y este rasgo no se explica evidentemente por alguna competencia entre los sexos, pues de lo contrario en las fantasías de los varones tendrían que ser más bien niñas las azotadas; por otra parte, tampoco tiene nada que ver con el sexo del niño odiado de la primera fase, sino que apunta a un complicado proceso que sobreviene en las niñas. Cuando se extrañan del amor incestuoso hacia el padre, entendido genitalmente, es fácil que rompan por completo con su papel femenino, reanimen su «complejo de masculinidad» (Van Ophuijsen [1917] ) y a partir de entonces sólo quieran ser muchachos. Por eso los chivos expiatorios que las subrogan son sólo muchachos. En los dos casos de sueños diurnos -uno se elevaba casi hasta el nivel de una creación literaria-, los héroes eran siempre sólo hombres jóvenes; más aún: las mujeres ni siquiera aparecían en estas creaciones, y sólo tras muchos años hallaron cabida en papeles secundarios.
Espero haber expuesto con suficiente detalle mis experiencias analíticas y pediré sólo se tenga en cuenta que los seis casos tantas veces citados no agotan mi material, sino que yo mismo, y otros analistas, disponemos de un número mayor de casos no tan bien investigados. Estas observaciones pueden utilizarse en varios sentidos: para obtener esclarecimiento sobre la génesis de las perversiones en general, en particular del masoquismo, y para apreciar el papel que cumple la diferencia entre los sexos dentro de la dinámica de la neurosis.
El resultado más notable de ese examen atañe a la génesis de las perversiones. Ciertamente permanece inconmovible la concepción de que en ellas pasa al primer plano el refuerzo constitucional o el carácter prematuro de un componente sexual; pero con ello no está dicho todo. La perversión ya no se encuentra más aislada en la vida sexual del niño, sino que es acogida dentro de la trama de los procesos de desarrollo familiares para nosotros en su calidad de típicos -para no decir «normales»-. Es referida al amor incestuoso de objeto, al complejo de Edipo del niño; surge primero sobre el terreno de este complejo, y luego de ser quebrantado permanece, a menudo solitaria, como secuela de él, como heredera de su carga {Ladung} libidinosa y gravada con la conciencia de culpa que lleva adherida. La constitución sexual anormal ha mostrado en definitiva su poderío esforzando al complejo de Edipo en una dirección determinada y compeliéndolo a un fenómeno residual inhabitual.
Como es sabido, la perversión infantil puede convertirse en el fundamento para el despliegue de una perversión de igual sentido, que subsista toda la vida y consuma toda la sexualidad de la persona, o puede ser interrumpida y conservarse en el trasfondo de un desarrollo sexual normal al que en lo sucesivo, empero, sustraerá siempre cierto monto de energía. El primer caso es el ya discernido en épocas preanalíticas, pero la indagación analítica de tales perversiones plenas salva casi el abismo entre ambos. En efecto, con harta frecuencia hallamos que también estos perversos, por lo común en la pubertad, han iniciado un esbozo de actividad sexual normal. Pero no tuvo el suficiente vigor, se lo resignó ante los primeros obstáculos -que nunca faltan-, y luego la persona retrocedió definitivamente a la fijación infantil.
Desde luego, sería importante saber si es lícito afirmar que todas las perversiones infantiles tienen su génesis en el complejo de Edipo. Para decidirlo se requieren ulteriores indagaciones, pero no parece imposible. Si se consideran las anamnesis obtenidas de las perversiones de adultos, se observa que la impresión decisiva, la «primera vivencia» de todos estos perversos, fetichistas, etc., casi nunca se remonta a una fecha anterior al sexto año. Ahora bien, por esa época el imperio del complejo de Edipo ya ha caducado; la vivencia recordada, de tan enigmática eficacia, muy bien pudo subrogar la herencia de aquel. Y es forzoso que los nexos entre ella y el complejo ahora reprimido permanezcan oscuros mientras el análisis no haya arrojado luz sobre el período que se extiende detrás de la primera impresión «patógena». En relación con esto, considérese cuán poco valor tendría, por ejemplo, la tesis de una homosexualidad innata si se apoyara en la comunicación de que la persona en cuestión ya desde su octavo o sexto años sintió preferencia por las de su mismo sexo.
Ahora bien, si es en general posible derivar del complejo de Edipo las perversiones, nuestra apreciación de aquel recibe nuevo refuerzo. En verdad, creemos que el complejo de Edipo es el genuino núcleo de la neurosis, y la sexualidad infantil, que culmina en él, es la condición efectiva de la neurosis; lo que resta de él como secuela constituye la predisposición del adulto a contraer más tarde una neurosis. Entonces, la fantasía de paliza y otras fijaciones perversas análogas sólo serían unos precipitados del complejo de Edipo, por así decir las cicatrices que el proceso deja tras su expiración, del mismo modo como la tristemente célebre «inferioridad» corresponde a una cicatriz narcisista de esa índole. Debo consignar mi total acuerdo con esta concepción de Marcinowski (1918), quien la ha sustentado con felicidad hace poco. Es bien sabido que este delirio de insignificancia de los neuróticos es sólo parcial y por entero conciliable con la existencia de una sobrestimación de sí mismo, oriunda de otras fuentes. Acerca del origen del complejo de Edipo mismo y acerca del destino, probablemente deparado

Concebimos como una sustitución así a la fantasía notoria de paliza de la tercera fase, su configuración definitiva en que el niño fantaseador sigue apareciendo a lo sumo como espectador, y el padre se conserva en la persona de un maestro u otra autoridad. La fantasía, semejante ahora a la de la primera fase, parece haberse vuelto de nuevo hacía el sadismo. Produce la impresión como si en la frase «El padre pega al otro niño, sólo me ama a mí» el acento se hubiera retirado sobre la primera parte después que la segunda sucumbió a la represión. Sin embargo, sólo la forma de esta fantasía es sádica; la satisfacción que se gana con ella es masoquista, su intencionalidad reside en que ha tomado sobre sí la investidura libidinosa de la parte reprimida y, con esta, la conciencia de culpa que adhiere al contenido. En efecto, los muchos niños indeterminados a quienes el maestro azota son sólo sustituciones de la persona propia.
Además, aquí se muestra por primera vez algo que semeja una constancia en el sexo de las personas al servicio de la fantasía. Los niños azotados son casi siempre varoncitos, tanto en las fantasías de los varones como en las de las niñas. Y este rasgo no se explica evidentemente por alguna competencia entre los sexos, pues de lo contrario en las fantasías de los varones tendrían que ser más bien niñas las azotadas; por otra parte, tampoco tiene nada que ver con el sexo del niño odiado de la primera fase, sino que apunta a un complicado proceso que sobreviene en las niñas. Cuando se extrañan del amor incestuoso hacia el padre, entendido genitalmente, es fácil que rompan por completo con su papel femenino, reanimen su «complejo de masculinidad» (Van Ophuijsen [1917] ) y a partir de entonces sólo quieran ser muchachos. Por eso los chivos expiatorios que las subrogan son sólo muchachos. En los dos casos de sueños diurnos -uno se elevaba casi hasta el nivel de una creación literaria-, los héroes eran siempre sólo hombres jóvenes; más aún: las mujeres ni siquiera aparecían en estas creaciones, y sólo tras muchos años hallaron cabida en papeles secundarios.
Espero haber expuesto con suficiente detalle mis experiencias analíticas y pediré sólo se tenga en cuenta que los seis casos tantas veces citados no agotan mi material, sino que yo mismo, y otros analistas, disponemos de un número mayor de casos no tan bien investigados. Estas observaciones pueden utilizarse en varios sentidos: para obtener esclarecimiento sobre la génesis de las perversiones en general, en particular del masoquismo, y para apreciar el papel que cumple la diferencia entre los sexos dentro de la dinámica de la neurosis.
El resultado más notable de ese examen atañe a la génesis de las perversiones. Ciertamente permanece inconmovible la concepción de que en ellas pasa al primer plano el refuerzo constitucional o el carácter prematuro de un componente sexual; pero con ello no está dicho todo. La perversión ya no se encuentra más aislada en la vida sexual del niño, sino que es acogida dentro de la trama de los procesos de desarrollo familiares para nosotros en su calidad de típicos -para no decir «normales»-. Es referida al amor incestuoso de objeto, al complejo de Edipo del niño; surge primero sobre el terreno de este complejo, y luego de ser quebrantado permanece, a menudo solitaria, como secuela de él, como heredera de su carga {Ladung} libidinosa y gravada con la conciencia de culpa que lleva adherida. La constitución sexual anormal ha mostrado en definitiva su poderío esforzando al complejo de Edipo en una dirección determinada y compeliéndolo a un fenómeno residual inhabitual.
Como es sabido, la perversión infantil puede convertirse en el fundamento para el despliegue de una perversión de igual sentido, que subsista toda la vida y consuma toda la sexualidad de la persona, o puede ser interrumpida y conservarse en el trasfondo de un desarrollo sexual normal al que en lo sucesivo, empero, sustraerá siempre cierto monto de energía. El primer caso es el ya discernido en épocas preanalíticas, pero la indagación analítica de tales perversiones plenas salva casi el abismo entre ambos. En efecto, con harta frecuencia hallamos que también estos perversos, por lo común en la pubertad, han iniciado un esbozo de actividad sexual normal. Pero no tuvo el suficiente vigor, se lo resignó ante los primeros obstáculos -que nunca faltan-, y luego la persona retrocedió definitivamente a la fijación infantil.
Desde luego, sería importante saber si es lícito afirmar que todas las perversiones infantiles tienen su génesis en el complejo de Edipo. Para decidirlo se requieren ulteriores indagaciones, pero no parece imposible. Si se consideran las anamnesis obtenidas de las perversiones de adultos, se observa que la impresión decisiva, la «primera vivencia» de todos estos perversos, fetichistas, etc., casi nunca se remonta a una fecha anterior al sexto año. Ahora bien, por esa época el imperio del complejo de Edipo ya ha caducado; la vivencia recordada, de tan enigmática eficacia, muy bien pudo subrogar la herencia de aquel. Y es forzoso que los nexos entre ella y el complejo ahora reprimido permanezcan oscuros mientras el análisis no haya arrojado luz sobre el período que se extiende detrás de la primera impresión «patógena». En relación con esto, considérese cuán poco valor tendría, por ejemplo, la tesis de una homosexualidad innata si se apoyara en la comunicación de que la persona en cuestión ya desde su octavo o sexto años sintió preferencia por las de su mismo sexo.
Ahora bien, si es en general posible derivar del complejo de Edipo las perversiones, nuestra apreciación de aquel recibe nuevo refuerzo. En verdad, creemos que el complejo de Edipo es el genuino núcleo de la neurosis, y la sexualidad infantil, que culmina en él, es la condición efectiva de la neurosis; lo que resta de él como secuela constituye la predisposición del adulto a contraer más tarde una neurosis. Entonces, la fantasía de paliza y otras fijaciones perversas análogas sólo serían unos precipitados del complejo de Edipo, por así decir las cicatrices que el proceso deja tras su expiración, del mismo modo como la tristemente célebre «inferioridad» corresponde a una cicatriz narcisista de esa índole. Debo consignar mi total acuerdo con esta concepción de Marcinowski (1918), quien la ha sustentado con felicidad hace poco. Es bien sabido que este delirio de insignificancia de los neuróticos es sólo parcial y por entero conciliable con la existencia de una sobrestimación de sí mismo, oriunda de otras fuentes. Acerca del origen del complejo de Edipo mismo y acerca del destino, probablemente deparado

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sólo al hombre entre todos los animales, de verse obligado a comenzar dos veces su vida sexual -la primera como todas las otras criaturas, desde la primera infancia, y luego, tras larga interrupción, de nuevo en la época de la pubertad-, sobre todo ello, que se relaciona de manera estrecha con su «herencia arcaica», me he pronunciado en otro lugar y no me propongo entrar a considerarlo aquí (ver nota(166)).
En cuanto a la génesis del masoquismo, el examen de nuestras fantasías de paliza nos proporciona sólo mezquinas contribuciones. Al comienzo parece corroborarse que el masoquismo no es una exteriorización pulsional primaria, sino que nace por una reversión del sadismo hacia la persona propia, o sea por regresión del objeto al yo (ver nota(167)). Pulsiones de meta pasiva son dadas desde el comienzo mismo, sobre todo en la mujer, pero la pasividad no constituye todavía el todo del masoquismo; a este le pertenece, además, el carácter displacentero, tan extraño para un cumplimiento pulsional. La trasmudación del sadismo en masoquismo parece acontecer por el influjo de la conciencia de culpa que participa en el acto de represión. Entonces, la represión se exterioriza aquí en tres clases de efectos: vuelve inconciente el resultado de la organización genital, constriñe a esta última a la regresión hasta el estadio sádico-anal y muda su sadismo en el masoquismo pasivo, en cierto sentido de nuevo narcisista. De estos tres resultados, el intermedio es posibilitado por la endeblez de la organización genital, endeblez que damos por supuesta en estos casos; el tercero se produce de manera necesaria porque a la conciencia de culpa le escandaliza tanto el sadismo como la elección incestuosa de objeto entendida en sentido genital. ¿De dónde viene la conciencia de culpa misma? Tampoco aquí los análisis nos dan respuesta alguna. Pareciera que la nueva fase en que ingresa el niño la llevara consigo y, toda vez que perdura a partir de ese momento, correspondiera a una formación cicatricial como lo es el sentimiento de inferioridad. Según la todavía incierta orientación que hemos logrado hasta ahora respecto de la estructura del yo, la atribuiríamos a aquella instancia que se contrapone al resto del yo como conciencia moral crítica, que en el sueño produce el fenómeno funcional de Silberer [19101 y se desase del yo en el delirio de ser notado (ver nota(168)).
De pasada señalemos que el análisis de la perversión infantil aquí considerada ayuda a resolver también un antiguo enigma, que, en verdad, ha martirizado más a las personas ajenas al análisis que a los analistas mismos. Pero todavía recientemente el propio E. Bleuler [1913a] (ver nota(169)) ha admitido como algo asombroso e inexplicable que los neuróticos sitúen el onanismo en el centro de su conciencia de culpa. Por nuestra parte, supusimos desde siempre que esa conciencia de culpa se refería al onanismo de la primera infancia y no al de la pubertad, y que debía referírsela en su mayor parte no al acto onanista, sino a la fantasía que estaba en su base, si bien de manera inconciente -vale decir, la fantasía proveniente del complejo de Edipo-. (Ver nota(170))
Ya consigné la significatividad que la tercera fase, aparentemente sádica, de la fantasía de paliza suele cobrar como portadora de la excitación que esfuerza al onanismo, y mencioné la actividad fantaseadora que ella suele incitar, una actividad que en parte la continúa en su mismo sentido y en parte la cancela por vía compensatoria. Empero, es de importancia incomparablemente mayor la segunda fase, inconciente y masoquista: la fantasía de ser uno mismo azotado por el padre. No sólo porque continúa su acción eficaz por mediación de aquella que la sustituye; también se pesquisan efectos suyos sobre el carácter, derivados de manera inmediata de su versión inconciente. Los seres humanos que llevan en su interior esa fantasía muestran una particular susceptibilidad e irritabilidad hacia personas a quienes pueden insertar en la serie paterna; es fácil que se hagan afrentar por ellas y así realicen la situación fantaseada, la de ser azotados por el padre, produciéndola en su propio perjuicio y para su sufrimiento. No me asombraría que alguna vez se demostrara que esa misma fantasía es base del delirio querulante paranoico.

En cuanto a la génesis del masoquismo, el examen de nuestras fantasías de paliza nos proporciona sólo mezquinas contribuciones. Al comienzo parece corroborarse que el masoquismo no es una exteriorización pulsional primaria, sino que nace por una reversión del sadismo hacia la persona propia, o sea por regresión del objeto al yo (ver nota(167)). Pulsiones de meta pasiva son dadas desde el comienzo mismo, sobre todo en la mujer, pero la pasividad no constituye todavía el todo del masoquismo; a este le pertenece, además, el carácter displacentero, tan extraño para un cumplimiento pulsional. La trasmudación del sadismo en masoquismo parece acontecer por el influjo de la conciencia de culpa que participa en el acto de represión. Entonces, la represión se exterioriza aquí en tres clases de efectos: vuelve inconciente el resultado de la organización genital, constriñe a esta última a la regresión hasta el estadio sádico-anal y muda su sadismo en el masoquismo pasivo, en cierto sentido de nuevo narcisista. De estos tres resultados, el intermedio es posibilitado por la endeblez de la organización genital, endeblez que damos por supuesta en estos casos; el tercero se produce de manera necesaria porque a la conciencia de culpa le escandaliza tanto el sadismo como la elección incestuosa de objeto entendida en sentido genital. ¿De dónde viene la conciencia de culpa misma? Tampoco aquí los análisis nos dan respuesta alguna. Pareciera que la nueva fase en que ingresa el niño la llevara consigo y, toda vez que perdura a partir de ese momento, correspondiera a una formación cicatricial como lo es el sentimiento de inferioridad. Según la todavía incierta orientación que hemos logrado hasta ahora respecto de la estructura del yo, la atribuiríamos a aquella instancia que se contrapone al resto del yo como conciencia moral crítica, que en el sueño produce el fenómeno funcional de Silberer [19101 y se desase del yo en el delirio de ser notado (ver nota(168)).
De pasada señalemos que el análisis de la perversión infantil aquí considerada ayuda a resolver también un antiguo enigma, que, en verdad, ha martirizado más a las personas ajenas al análisis que a los analistas mismos. Pero todavía recientemente el propio E. Bleuler [1913a] (ver nota(169)) ha admitido como algo asombroso e inexplicable que los neuróticos sitúen el onanismo en el centro de su conciencia de culpa. Por nuestra parte, supusimos desde siempre que esa conciencia de culpa se refería al onanismo de la primera infancia y no al de la pubertad, y que debía referírsela en su mayor parte no al acto onanista, sino a la fantasía que estaba en su base, si bien de manera inconciente -vale decir, la fantasía proveniente del complejo de Edipo-. (Ver nota(170))
Ya consigné la significatividad que la tercera fase, aparentemente sádica, de la fantasía de paliza suele cobrar como portadora de la excitación que esfuerza al onanismo, y mencioné la actividad fantaseadora que ella suele incitar, una actividad que en parte la continúa en su mismo sentido y en parte la cancela por vía compensatoria. Empero, es de importancia incomparablemente mayor la segunda fase, inconciente y masoquista: la fantasía de ser uno mismo azotado por el padre. No sólo porque continúa su acción eficaz por mediación de aquella que la sustituye; también se pesquisan efectos suyos sobre el carácter, derivados de manera inmediata de su versión inconciente. Los seres humanos que llevan en su interior esa fantasía muestran una particular susceptibilidad e irritabilidad hacia personas a quienes pueden insertar en la serie paterna; es fácil que se hagan afrentar por ellas y así realicen la situación fantaseada, la de ser azotados por el padre, produciéndola en su propio perjuicio y para su sufrimiento. No me asombraría que alguna vez se demostrara que esa misma fantasía es base del delirio querulante paranoico.
VI
La descripción de las fantasías de paliza se habría dispersado y vuelto inabarcable de no haberla yo limitado, prescindiendo de unas pocas referencias, a las constelaciones que hallamos en la mujer. Resumo los resultados: la fantasía de paliza de la niña pequeña recorre tres fases; de ellas, la primera y la última se recuerdan como concientes, mientras que la intermedia permanece inconciente. Las dos concientes parecen sádicas; la intermedia -la inconciente- es de indudable naturaleza masoquista; su contenido es ser azotado por el padre, y a ella adhieren la carga libidinosa y la conciencia de culpa. En la primera y tercera fantasías, el niño azotado es siempre un otro; en la intermedia, sólo la persona propia; en la tercera -fase conciente- son, en la gran mayoría de los casos, sólo varoncitos los azotados. La persona que pega es desde el comienzo el padre; luego, alguien que hace sus veces, tomado de la serie paterna. La fantasía inconciente de la fase intermedia tuvo originariamente significado genital; surgió, por represión y regresión, del deseo incestuoso de ser amado por el padre. Dentro de una conexión al parecer más laxa viene al caso el hecho de que las niñas, entre la segunda y la tercera fases, cambian de vía su sexo, fantaseándose como varoncitos .
He avanzado mucho menos en el conocimiento de las fantasías de paliza de los varones, acaso sólo porque el material no me resultó propicio. Como es natural, esperé hallar plena analogía entre las constelaciones vigentes en el varoncito y en la niña; en el caso del primero, desde luego, la madre debía remplazar al padre en esa fantasía. Y en efecto ello pareció corroborarse, pues la fantasía que se consideró la correspondiente en el varón tenía por contenido ser azotado por la madre (luego, por una persona sustitutiva). Sin embargo, esa fantasía en que la persona propia se retenía como objeto se diferenciaba de la segunda fase hallada en la niña por el hecho de que podía devenir conciente. Pero sí por esa razón se quería equipararla a la tercera fase de la niña, subsistía una nueva diferencia, a saber, que la persona propia del muchacho no era sustituida por muchas, indeterminadas, ajenas, y menos aún por muchas niñas. Así se malograba la expectativa de un paralelismo íntegro.
Mi material masculino incluía sólo pocos casos en que la fantasía infantil de paliza no se presentara acompañada de serios deterioros de la actividad sexual; sí, en cambio, un gran número de personas que debían calificarse de masoquistas genuinos en el sentido de la perversión sexual. De ellos, algunos hallaban su satisfacción sexual exclusivamente en el onanismo tras fantasías masoquistas; otros habían logrado acoplar de tal suerte masoquismo y quehacer genital que por medio de escenificaciones masoquistas y bajo condiciones de esa misma índole conseguían la meta de la erección y eyaculación o se habilitaban para ejecutar un

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coito normal. A esto se suma el caso, más raro, del masoquista perturbado en su obrar perverso por unas representaciones obsesivas que emergen con intensidad insoportable. Es difícil que los perversos satisfechos tengan razones para acudir al análisis; pero en los tres grupos mencionados de masoquistas pueden presentarse fuertes motivos que los conduzcan al analista. El onanista masoquista se encuentra absolutamente impotente cuando al fin ensaya el coito con la mujer, y quien hasta cierto momento logró el coito con ayuda de una representación o escenificación masoquistas puede descubrir de pronto que esa alianza cómoda para él le falla, pues el genital ya no reacciona a la estimulación masoquista. Solemos prometer, confiados, un pleno restablecimiento a los impotentes psíquicos que nos demandan tratamiento; pero también en esa prognosis debemos ser reservados mientras desconozcamos la dinámica de la perturbación. El análisis nos depara una desagradable sorpresa cuando revela como causa de la impotencia «meramente psíquica» una actitud masoquista extremada, acaso de larga raigambre.
Ahora bien, en estos hombres masoquistas descubrimos algo que nos advierte no perseguir más allá por ahora la analogía con las constelaciones halladas en la mujer, sino apreciar el estado de cosas de manera autónoma: se observa que, tanto en las fantasías masoquistas como en las escenificaciones que las realizan, ellos se sitúan por lo común en el papel de mujeres, coincidiendo así su masoquismo con una actitud femenina. Esto es fácil de demostrar a partir de los detalles de las fantasías; pero muchos pacientes incluso lo saben y lo exteriorizan como una certidumbre subjetiva. No modifica en nada las cosas el hecho de que el decorado teatral de la escena masoquista se atenga a la ficción de un muchacho, paje o aprendiz, de malas costumbres que debe ser castigado. Ahora bien, las personas que aplican el correctivo son siempre mujeres, tanto en las fantasías como en las escenificaciones. Esto confunde bastante; uno querría saber también si ya el masoquismo de la fantasía infantil de paliza descansaba en similar actitud femenina.(Ver nota agregada en 1924(171))
Por eso dejaremos de lado las constelaciones del masoquismo en el adulto, de difícil esclarecimiento, y consideraremos las fantasías infantiles de paliza en el sexo masculino. En relación con ello, el análisis de la primera infancia nos proporciona otra vez un sorprendente descubrimiento: La fantasía conciente o susceptible de conciencia, cuyo contenido es ser azotado por la madre, no es primaria. Tiene un estadio previo por lo común inconciente, de este contenido: «Yo soy azotado por el padre». Este estadio previo corresponde entonces efectivamente a la segunda fase de la fantasía en la niña. La fantasía notoria y conciente «Yo soy azotado por la madre» se sitúa en el lugar de la tercera fase de la niña, en la cual, como dijimos, unos muchachos desconocidos son los objetos azotados. No pude pesquisar en el varón un estadio previo comparable a la primera fase de la niña, pero no quiero formular aquí una desautorización terminante, pues veo muy bien la posibilidad de tipos más complejos.
El «ser-azotado» de la fantasía masculina, como la llamaré en aras de la brevedad y espero que sin dar lugar a malentendidos, es también un «ser-amado» en sentido genital, pero al cual se degrada por vía de regresión. Por ende, la fantasía masculina inconciente no rezaba en su origen «Yo soy azotado por el padre», según supusimos de manera provisional, sino más bien «Yo soy amado por el padre». Mediante los consabidos procesos ha sido trasmudada en la fantasía conciente «Yo soy azotado por la madre». La fantasía de paliza del varón es entonces desde el comienzo ,mismo pasiva, nacida efectivamente de la actitud femenina hacia el padre.
Entonces, como la femenina (la de la niña), corresponde también al complejo de Edipo, sólo que el paralelismo entre ambas por nosotros esperado debe trocarse por una relación de comunidad de otro tipo: En ambos casos la fantasía de paliza deriva de la ligazón incestuosa con el padre (ver nota(172)).
Con miras a obtener una visión panorámica será útil que inserte en este punto las otras concordancias y diversidades entre las fantasías de paliza de ambos sexos. En la niña, la fantasía masoquista inconciente parte de la postura edípica normal; en el varón, de la trastornada {verkehren}, que torna al padre como objeto de amor. En la niña, la fantasía tiene un grado previo (la primera fase) en que la acción de pegar aparece en su significado indiferente y recae sobre una persona a quien se odia por celos; ambos elementos faltan en el varón, aunque quizás una observación más feliz podría eliminar esta diferencia. En el paso a la fantasía conciente que sustituye a la anterior [la tercera fase], la niña retiene la persona del padre y, con ella, el sexo de la persona que pega; pero cambia a la persona azotada y su sexo, de suerte que al final un hombre pega a niños varones. Por lo contrario, el varón cambia persona y sexo del que pega, sustituyendo al padre por la madre, y conserva su propia persona, de suerte que al final el que pega y el que es azotado son de distinto sexo. En la niña, la situación originariamente masoquista (pasiva) es trasmudada por la represión en una sádica, cuyo carácter sexual está muy borrado; en el varón sigue siendo masoquista y a consecuencia de la diferencia de sexo entre el que pega y el azotado conserva más semejanza con la fantasía originaria, de intención genital. El varón se sustrae de su homosexualidad reprimiendo y refundiendo la fantasía inconciente; lo curioso de su posterior fantasía conciente es que tiene por contenido una actitud femenina sin elección homosexual de objeto. En cambio, mediante ese mismo proceso la niña escapa al reclamo de la vida amorosa, se fantasea varón sin volverse varonilmente activa y ahora sólo presencia como espectadora el acto que sustituye a un acto sexual.
Estamos autorizados a suponer que no es mucho lo que cambia por la represión de la fantasía inconciente originaria. Todo lo reprimido {desalojado} y sustituido para la conciencia se conserva en lo inconciente y sigue siendo eficaz. No ocurre lo mismo con el efecto de la regresión a un estadio anterior de la organización sexual. Creeríamos, acerca de ella, que modifica también las constelaciones en lo inconciente, de suerte que en ambos sexos no se conservaría en lo inconciente, tras la represión, la fantasía (pasiva) de ser amado por el padre, sino la masoquista, de ser azotado por él. Tampoco faltan indicios de que la represión ha logrado su propósito sólo muy imperfectamente. El muchacho, que quería huir de la elección homosexual de objeto y no ha mudado su sexo, se siente empero como mujer en su fantasía conciente y dota a las mujeres azotadoras con atributos y propiedades masculinos. La niña, que sí ha resignado su sexo y en el conjunto ha operado una labor represiva más radical, no se suelta empero del padre, no osa pegar ella misma, y puesto que ha devenido muchacho, hace que sean principalmente muchachos los azotados.
Sé que no han quedado satisfactoriamente esclarecidas las diferencias aquí descritas sobre el comportamiento de las fantasías de paliza en ambos sexos; no obstante, abandono el intento de desentrañar estas complicaciones estudiando su dependencia de otros factores, porque yo

Ahora bien, en estos hombres masoquistas descubrimos algo que nos advierte no perseguir más allá por ahora la analogía con las constelaciones halladas en la mujer, sino apreciar el estado de cosas de manera autónoma: se observa que, tanto en las fantasías masoquistas como en las escenificaciones que las realizan, ellos se sitúan por lo común en el papel de mujeres, coincidiendo así su masoquismo con una actitud femenina. Esto es fácil de demostrar a partir de los detalles de las fantasías; pero muchos pacientes incluso lo saben y lo exteriorizan como una certidumbre subjetiva. No modifica en nada las cosas el hecho de que el decorado teatral de la escena masoquista se atenga a la ficción de un muchacho, paje o aprendiz, de malas costumbres que debe ser castigado. Ahora bien, las personas que aplican el correctivo son siempre mujeres, tanto en las fantasías como en las escenificaciones. Esto confunde bastante; uno querría saber también si ya el masoquismo de la fantasía infantil de paliza descansaba en similar actitud femenina.(Ver nota agregada en 1924(171))
Por eso dejaremos de lado las constelaciones del masoquismo en el adulto, de difícil esclarecimiento, y consideraremos las fantasías infantiles de paliza en el sexo masculino. En relación con ello, el análisis de la primera infancia nos proporciona otra vez un sorprendente descubrimiento: La fantasía conciente o susceptible de conciencia, cuyo contenido es ser azotado por la madre, no es primaria. Tiene un estadio previo por lo común inconciente, de este contenido: «Yo soy azotado por el padre». Este estadio previo corresponde entonces efectivamente a la segunda fase de la fantasía en la niña. La fantasía notoria y conciente «Yo soy azotado por la madre» se sitúa en el lugar de la tercera fase de la niña, en la cual, como dijimos, unos muchachos desconocidos son los objetos azotados. No pude pesquisar en el varón un estadio previo comparable a la primera fase de la niña, pero no quiero formular aquí una desautorización terminante, pues veo muy bien la posibilidad de tipos más complejos.
El «ser-azotado» de la fantasía masculina, como la llamaré en aras de la brevedad y espero que sin dar lugar a malentendidos, es también un «ser-amado» en sentido genital, pero al cual se degrada por vía de regresión. Por ende, la fantasía masculina inconciente no rezaba en su origen «Yo soy azotado por el padre», según supusimos de manera provisional, sino más bien «Yo soy amado por el padre». Mediante los consabidos procesos ha sido trasmudada en la fantasía conciente «Yo soy azotado por la madre». La fantasía de paliza del varón es entonces desde el comienzo ,mismo pasiva, nacida efectivamente de la actitud femenina hacia el padre.
Entonces, como la femenina (la de la niña), corresponde también al complejo de Edipo, sólo que el paralelismo entre ambas por nosotros esperado debe trocarse por una relación de comunidad de otro tipo: En ambos casos la fantasía de paliza deriva de la ligazón incestuosa con el padre (ver nota(172)).
Con miras a obtener una visión panorámica será útil que inserte en este punto las otras concordancias y diversidades entre las fantasías de paliza de ambos sexos. En la niña, la fantasía masoquista inconciente parte de la postura edípica normal; en el varón, de la trastornada {verkehren}, que torna al padre como objeto de amor. En la niña, la fantasía tiene un grado previo (la primera fase) en que la acción de pegar aparece en su significado indiferente y recae sobre una persona a quien se odia por celos; ambos elementos faltan en el varón, aunque quizás una observación más feliz podría eliminar esta diferencia. En el paso a la fantasía conciente que sustituye a la anterior [la tercera fase], la niña retiene la persona del padre y, con ella, el sexo de la persona que pega; pero cambia a la persona azotada y su sexo, de suerte que al final un hombre pega a niños varones. Por lo contrario, el varón cambia persona y sexo del que pega, sustituyendo al padre por la madre, y conserva su propia persona, de suerte que al final el que pega y el que es azotado son de distinto sexo. En la niña, la situación originariamente masoquista (pasiva) es trasmudada por la represión en una sádica, cuyo carácter sexual está muy borrado; en el varón sigue siendo masoquista y a consecuencia de la diferencia de sexo entre el que pega y el azotado conserva más semejanza con la fantasía originaria, de intención genital. El varón se sustrae de su homosexualidad reprimiendo y refundiendo la fantasía inconciente; lo curioso de su posterior fantasía conciente es que tiene por contenido una actitud femenina sin elección homosexual de objeto. En cambio, mediante ese mismo proceso la niña escapa al reclamo de la vida amorosa, se fantasea varón sin volverse varonilmente activa y ahora sólo presencia como espectadora el acto que sustituye a un acto sexual.
Estamos autorizados a suponer que no es mucho lo que cambia por la represión de la fantasía inconciente originaria. Todo lo reprimido {desalojado} y sustituido para la conciencia se conserva en lo inconciente y sigue siendo eficaz. No ocurre lo mismo con el efecto de la regresión a un estadio anterior de la organización sexual. Creeríamos, acerca de ella, que modifica también las constelaciones en lo inconciente, de suerte que en ambos sexos no se conservaría en lo inconciente, tras la represión, la fantasía (pasiva) de ser amado por el padre, sino la masoquista, de ser azotado por él. Tampoco faltan indicios de que la represión ha logrado su propósito sólo muy imperfectamente. El muchacho, que quería huir de la elección homosexual de objeto y no ha mudado su sexo, se siente empero como mujer en su fantasía conciente y dota a las mujeres azotadoras con atributos y propiedades masculinos. La niña, que sí ha resignado su sexo y en el conjunto ha operado una labor represiva más radical, no se suelta empero del padre, no osa pegar ella misma, y puesto que ha devenido muchacho, hace que sean principalmente muchachos los azotados.
Sé que no han quedado satisfactoriamente esclarecidas las diferencias aquí descritas sobre el comportamiento de las fantasías de paliza en ambos sexos; no obstante, abandono el intento de desentrañar estas complicaciones estudiando su dependencia de otros factores, porque yo

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mismo no considero exhaustivo el material de observación. Ahora bien, hasta donde este alcanza, querría utilizarlo para someter a examen dos teorías que, contrapuestas entre sí, tratan ambas sobre el vínculo de la represión con el carácter sexual, presentándolo -cada una en determinado sentido- como muy estrecho. Anticipo que las considero a ambas desacertadas y engañosas.
La primera de estas teorías es anónima; me fue expuesta hace muchos años por un colega que en ese tiempo mantenía relaciones de amistad conmigo (ver nota(173)). Su grandiosa simplicidad es tan cautivadora que cabe preguntarse, con asombro, por qué desde entonces sólo ha estado presente en la bibliografía a través de alusiones dispersas. Se apuntala en la constitución bisexual de los individuos humanos y asevera que en cada quien el motivo de la represión sería la lucha entre los caracteres sexuales. El sexo de más intensa plasmación, predominante en la persona, ha reprimido a lo inconciente a la subrogación anímica del sexo derrotado. El núcleo de lo inconciente, lo reprimido, sería entonces en todo ser humano lo del sexo contrario presente en él. Por cierto, ello sólo puede tener un sentido concreto si consideramos presidido el sexo de un ser humano por la conformación de sus genitales; de lo contrario se volvería incierto cuál es el sexo más intenso en él, y correríamos el riesgo de volver a derivar como resultado de la investigación lo que debía constituir su punto de partida. Resumido en breves términos: En el hombre lo reprimido inconciente se reconduce a mociones pulsionales femeninas; y a la inversa en la mujer.
La segunda teoría es de origen más reciente (ver nota(174)); coincide con la primera en cuanto supone, también, que la lucha entre los dos sexos es lo decisivo para la represión. Pero en lo demás entra por fuerza en oposición con ella; no invoca unos apoyos biológicos, sino sociológicos. Esta teoría de la «protesta masculina», formulada por Alfred Adler, tiene por contenido que todo individuo se resiste a permanecer en la «línea femenina» [de desarrollo], inferior, y esfuerza hacia la línea masculina, la única satisfactoria. A partir de esta protesta masculina, Adler explica en términos universales tanto la formación del carácter como la de la neurosis. Por desdicha, aquel distingue con tan poca nitidez esos dos procesos -que por cierto deberían considerarse separadamente-, y además presta atención tan escasa al hecho mismo de la represión, que uno se expone al peligro de incurrir en un malentendido si intenta aplicar la doctrina de la protesta masculina a la represión. Opino que ese intento no podría dar otro resultado que este: La protesta masculina, la voluntad de apartarse de la línea femenina, es en todos los casos el motivo de la represión. Entonces, lo represor sería siempre una moción pulsional masculina, y lo reprimido, una femenina. Pero también el síntoma sería resultado de una moción femenina, puesto que no podemos desconocer su carácter, a saber, que se trata de un sustituto de lo reprimido que se ha abierto paso desafiando a la represión.
Ensayemos ahora ambas teorías, que tienen en común por así decir la sexualización del proceso represivo, en el ejemplo de la fantasía de paliza aquí estudiada. La fantasía originaria «Yo soy azotado por el padre» corresponde en el varoncito a una actitud femenina; por tanto, exterioriza su disposición de sexo contrario. El hecho de que sucumba a la represión parece corroborar la primera teoría, que ha formulado la regla según la cual lo del sexo contrario coincide con lo reprimido. Claro que ya responde menos a nuestra expectativa este otro hecho: la fantasía conciente, que sale a la luz tras una represión exitosa, vuelve a exhibir la actitud femenina, sólo que ahora hacia la madre. Pero no entraremos a considerar esta duda, puesto que la decisión es inminente: la fantasía originaria de la niña, «Yo soy azotada (vale decir, amada) por el padre», corresponde sin duda, como actitud femenina, al sexo manifiesto predominante en ella; por tanto, de acuerdo con la teoría, debería sustraerse a la represión y no tendría que devenir inconciente. Pero efectivamente deviene tal y experimenta una sustitución por una fantasía conciente que desmiente el carácter sexual manifiesto. Esa teoría no nos sirve entonces para entender las fantasías de paliza, que la refutan. Podría objetarse que esas fantasías se presentan y experimentan tales destinos justamente en muchachos femeninos y en niñas masculinas, o que el responsable de ellas es un rasgo de feminidad en el varón y de masculinidad en la niña (en aquel, responsable de la génesis de la fantasía pasiva, y en esta, de su represión). Nos inclinaríamos a conceder verosimilitud a esta concepción, pero el aseverado nexo entre carácter sexual manifiesto y elección de lo destinado a reprimirse no resultaría, aun así, menos insostenible. En el fondo, sólo observamos que en individuos masculinos y femeninos sobrevienen, y pueden devenir inconscientes por represión, tanto mociones pulsionales masculinas cuanto femeninas.La teoría de la protesta masculina parece pasar mucho mejor la prueba de su aplicación a las fantasías de paliza. Tanto en el varón como en la niña, la fantasía de paliza corresponde a una actitud femenina, vale decir, a una permanencia en la línea femenina; y ambos sexos, mediante represión de la fantasía, se apresuran a librarse de esa postura {actitud}. Es verdad que la protesta masculina parece alcanzar pleno éxito únicamente en la niña, quien presenta un ejemplo poco menos que ideal de la acción de dicha protesta. En el varón, el éxito no es cabalmente satisfactorio; la línea femenina no es resignada y el muchacho por cierto no está «encima» en su fantasía masoquista conciente. Por eso responde a la expectativa derivada de esta teoría que en la fantasía discernamos un síntoma nacido del fracaso de la protesta masculina. Pero nos deja perplejos el hecho de que la fantasía surgida en la niña tras la represión tenga igualmente el valor y el significado de un síntoma. Es que aquí, donde la protesta masculina ha cumplido cabalmente .su propósito, deberían faltar las condiciones para la formación de síntoma.
Antes de extraer de esa dificultad la conjetura de que todo el enfoque de la protesta masculina es inadecuado para los problemas de las neurosis y perversiones e infecundo en su aplicación a ellos, dejaremos las fantasías de paliza para dirigir nuestra mirada a otras exteriorizaciones pulsionales de la vida sexual infantil que igualmente sucumben a la represión. En efecto, nadie puede dudar de que existen también deseos y fantasías que de antemano responden a la línea masculina y expresan mociones pulsionales de ese carácter, por ejemplo, impulsos sádicos o las concupiscencias del varoncito hacia su madre, surgidas del complejo de Edipo normal. Y tampoco es dudoso que ellos, de igual modo, pueden ser afectados por la represión; si la protesta masculina parecía explicar bien la represión de las fantasías pasivas, más tarde masoquistas, se vuelve del todo inutilizable justamente para el caso contrapuesto, el de las fantasías activas. 0 sea: la doctrina de la protesta masculina es por completo inconciliable con el hecho de la represión. Sólo quien esté dispuesto a desechar todas las adquisiciones obtenidas en psicología, desde la época de la primera cura catártica de Breuer y a través de ella, puede esperar que el principio de la protesta masculina adquiera significación para esclarecer las neurosis y perversiones.
La teoría psicoanalítica, apoyada en la observación, sostiene que no es lícito sexualizar los motivos de la represión. El núcleo de lo inconciente anímico lo constituye la herencia arcaica del ser humano, y de ella sucumbe al proceso represivo todo cuanto, en el progreso hacía fases

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evolutivas posteriores, debe ser relegado por inconciliable con lo nuevo y perjudicial para él. Esta selección se logra en un grupo de pulsiones mejor que en los otros. Estas últimas, las pulsiones sexuales, en virtud de particulares constelaciones que ya han sido puestas de manifiesto muchas veces(175), son capaces de hacer fracasar el propósito de la represión (esfuerzo de suplantación} y conquistarse una subrogación a través de formaciones sustitutivas perturbadoras. Por eso la sexualidad infantil, que sucumbe a la represión, es la principal fuerza pulsional de la formación de síntoma, y por eso la pieza esencial de su contenido, el complejo de Edipo, es el complejo nuclear de la neurosis. Espero haber suscitado con mi comunicación la expectativa de que también las aberraciones sexuales de la infancia y de la madurez sean ramificaciones del mismo complejo (ver nota(176)).

Nota introductoria(177)
El pequeño libro sobre las neurosis de guerra con que la Editorial inaugura su «Biblioteca Psicoanalítica Internacional» trata un tema que hasta hace poco tenía como atractivo ser de máxima actualidad. Cuando se lo sometió a examen en el 5° Congreso Psicoanalítico de Budapest (en setiembre de 1918), se hallaban presentes representantes oficiales de las principales autoridades de las Potencias Centrales, con el fin de tomar conocimiento de las ponencias y deliberaciones; halagüeño resultado de este primer contacto fue la promesa de crear dispensarios psicoanalíticos donde médicos de esa formación hallarían recursos y tiempo para estudiar la naturaleza de estas enigmáticas enfermedades y la posibilidad de influirlas terapéuticamente mediante el psicoanálisis. Antes que esos designios pudieran cumplirse sobrevino la terminación de la guerra; las organizaciones estatales sucumbieron y el interés por las neurosis de guerra dejó sitio a otras preocupaciones; pero lo definitorio es que al. cesar las condiciones de la guerra desaparecieron también la mayor parte de las neurosis provocadas por ella. Desdichadamente, se había perdido la oportunidad de explorar a fondo esas afecciones. Es preciso agregar: esperemos que ella no vuelva a presentarse demasiado pronto.Ahora bien, este episodio ya concluido no dejó de tener consecuencias para la difusión del psicoanálisis. Durante el tratamiento de las neurosis de guerra, a que los obligaba el servicio militar, se aproximaron a las doctrinas psicoanalíticas médicos que hasta entonces habían permanecido alejados de ellas. Del informe de Ferenczi, el lector puede inferir con cuántas vacilaciones y escamoteos se consumó esa aproximación. De ese modo se comprobaron también en las neurosis de guerra, y se admitieron casi universalmente, algunos de los factores que el psicoanálisis había discernido y descrito hacía tiempo en las neurosis de tiempos de paz: el origen psicógeno de los síntomas, el significado de las mociones pulsionales inconcientes, el papel de la ganancia primaría de la enfermedad en la tramitación de conflictos anímicos («refugio en la enfermedad»). Los trabajos de Simmel mostraron, además, los éxitos que pueden obtenerse si los neuróticos de guerra son tratados con ayuda de la técnica catártica, que, como es bien sabido, fue el estadio previo de la técnica psicoanalítica.
Pero no necesariamente debe atribuirse a este acercamiento al psicoanálisis, así iniciado, el valor de una reconciliación con él ni el de un abandono de la oposición que se le hacía. Si alguien, hasta un momento dado, no concedía validez a cierta suma de tesis entramadas, y de pronto llega a convencerse de la corrección de una parte de ese todo, se creería que debe poner en duda su desautorización y admitir con cierta expectativa respetuosa que también pueda resultar correcta la otra parte, sobre la cual no posee experiencia ni, por tanto, un juicio propio. Esta otra parte de la doctrina psicoanalítica, no tocada por el estudio de las neurosis de guerra, sostiene que son fuerzas pulsionales sexuales las que se expresan en la formación de síntoma, y que la neurosis surge del conflicto entre el yo y las pulsiones sexuales por él expulsadas {verstossen}. «Sexualidad» debe entenderse aquí en el sentido lato, usual en psicoanálisis, y no confundirse con el concepto más estrecho de la «genitalidad». Ahora bien, es de todo punto correcto, según lo señala Jones en su contribución, que esta parte de la teoría no ha sido comprobada hasta este momento en las neurosis de guerra. No se han emprendido aún los trabajos que podrían demostrarla. Y acaso las neurosis de guerra son un material enteramente inapropiado para esa prueba. Pero los oponentes del psicoanálisis, en quienes la aversión a la sexualidad ha demostrado ser más fuerte que la lógica, se han apresurado a proclamar que la investigación de las neurosis de guerra ha refutado de manera definitiva esta pieza de la teoría psicoanalítica. Lo han hecho incurriendo en un pequeño escamoteo, pues sí la investigación -todavía muy poco profunda- de las neurosis de guerra no permite discernir la corrección de la teoría sexual de las neurosis, ello en modo alguno implica que permita discernir la incorrección de esa teoría.
Con una actitud imparcial y un poco de buena voluntad no sería difícil hallar el camino que lleve

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a una ulterior aclaración.
Las neurosis de guerra, en la medida en que se diferencian por particulares cualidades de las neurosis corrientes de tiempos de paz, deben concebirse como unas neurosis traumáticas que fueron posibilitadas o favorecidas por un conflicto yoico. La contribución de Abraham aporta buenas referencias sobre este conflicto yoico; también lo han discernido los autores ingleses y norteamericanos citados por Jones. Se libra entre el antiguo yo de la paz y el nuevo yo guerrero del soldado, y se torna agudo cuando el yo-paz advierte claramente qué gran peligro de perder la vida le deparan las osadas empresas de su doble parásito, neoformado. Tanto se puede decir que, mediante la huida a la neurosis traumática, el yo antiguo se protege del riesgo mortal como que se defiende del nuevo yo, a quien discierne como peligroso para su vida. Por tanto, la milicia popular sería la condición, el terreno nutricio, de las neurosis de guerra; no tendría posibilidad de aparecer en soldados profesionales, en un grupo de mercenarios.
Aparte de eso, lo que hallamos en las neurosis de guerra es la neurosis traumática, que, según se sabe, sobreviene también en la paz tras el terror y accidentes graves, sin nexo alguno con un conflicto dentro del yo.
La doctrina de la etiología sexual de las neurosis, o, como preferimos decir, la teoría de la libido referida a ellas, se formuló en su origen sólo para las neurosis de trasferencia en condiciones de paz, y es fácil comprobarla en estas aplicando la técnica analítica. Pero ya tropieza con dificultades cuando se quiere aplicarla a otro grupo de neurosis que hemos reunido bajo el nombre de «narcisistas». En el fondo, una dementia praecox corriente, una paranoia, una melancolía, constituyen un material harto inapropiado para demostrar la teoría de la libido e introducir a alguien en su comprensión; por eso no pueden reconciliarse con ella los psiquiatras, que desdeñan las neurosis de trasferencia. Y la más refractaria en este aspecto sigue siendo la neurosis traumática (de tiempos de paz), de suerte que la emergencia de las neurosis de guerra no pudo aportar ningún factor nuevo a la situación existente.
Sólo mediante la formulación y el manejo del concepto de una «libido narcisista», es decir, de una medida de energía sexual que depende del yo mismo y se sacia en él como por lo común sólo lo hace en el objeto, se consiguió extender la teoría de la libido también a las neurosis narcisistas; y esta ampliación enteramente legítima del concepto de sexualidad promete brindar, respecto de estas neurosis graves y de las psicosis, todo aquello que uno puede esperar de una teoría que avanza mediante tanteos empíricos. También la neurosis traumática (de paz) se insertará en esta conexión toda vez que logren un resultado las indagaciones acerca de los nexos, existentes sin ninguna duda, entre terror, angustia y libido narcisista.
Si las neurosis traumáticas y de guerra hablan en voz alta sobre el influjo del peligro mortal y no dicen nada -o no lo dicen con la suficiente nitidez- acerca de la «frustración de amor», en las neurosis de trasferencia corrientes de tiempos de paz carece de todo título etiológico aquel factor, que tan poderoso se presenta en las primeras. Y hasta se suele opinar que estos últimos padecimientos sólo hallan terreno propicio en la malcrianza, la vida holgada y la ociosidad, lo cual ofrece de nuevo un interesante contraste con las condiciones de vida bajo las cuales estallan las neurosis de guerra. Si los psicoanalistas, para quienes sus pacientes han enfermado a raíz de la «frustración de amor», de las exigencias insatisfechas de la libido; si los psicoanalistas, pues, hubieran seguido el ejemplo de sus opositores, habrían debido aseverar que no podía existir neurosis alguna provocada por el peligro, o bien que las afecciones que emergen tras una vivencia de terror no son neurosis. Desde luego, nunca se les ocurrió semejante cosa. Más bien ven ahí una posibilidad apta para reunir en una sola concepción los dos hechos en apariencia divergentes. En las neurosis traumáticas y de guerra, el yo del ser humano se defiende de un peligro que le amenaza de afuera o que se le corporiza en una configuración del yo mismo; en las neurosis de trasferencia de tiempos de paz, el yo valora a su propia libido como el enemigo cuyas exigencias le parecen amenazadoras. En ambos casos el yo teme un daño: aquí de parte de la libido, allí de parte de los poderes externos. Y hasta se podría decir que en las neurosis de guerra, a diferencia de las neurosis traumáticas puras y a semejanza de lo que sucede en las neurosis de trasferencia, lo que se teme es pese a todo un enemigo interior. No parecen insuperables las dificultades teóricas que cierran el paso a esa concepción unificadora; en efecto, es posible, con buen derecho, caracterizar a la represión, que está en la base de toda neurosis, como reacción frente a un trauma, como neurosis traumática elemental.
Las neurosis de guerra, en la medida en que se diferencian por particulares cualidades de las neurosis corrientes de tiempos de paz, deben concebirse como unas neurosis traumáticas que fueron posibilitadas o favorecidas por un conflicto yoico. La contribución de Abraham aporta buenas referencias sobre este conflicto yoico; también lo han discernido los autores ingleses y norteamericanos citados por Jones. Se libra entre el antiguo yo de la paz y el nuevo yo guerrero del soldado, y se torna agudo cuando el yo-paz advierte claramente qué gran peligro de perder la vida le deparan las osadas empresas de su doble parásito, neoformado. Tanto se puede decir que, mediante la huida a la neurosis traumática, el yo antiguo se protege del riesgo mortal como que se defiende del nuevo yo, a quien discierne como peligroso para su vida. Por tanto, la milicia popular sería la condición, el terreno nutricio, de las neurosis de guerra; no tendría posibilidad de aparecer en soldados profesionales, en un grupo de mercenarios.
Aparte de eso, lo que hallamos en las neurosis de guerra es la neurosis traumática, que, según se sabe, sobreviene también en la paz tras el terror y accidentes graves, sin nexo alguno con un conflicto dentro del yo.
La doctrina de la etiología sexual de las neurosis, o, como preferimos decir, la teoría de la libido referida a ellas, se formuló en su origen sólo para las neurosis de trasferencia en condiciones de paz, y es fácil comprobarla en estas aplicando la técnica analítica. Pero ya tropieza con dificultades cuando se quiere aplicarla a otro grupo de neurosis que hemos reunido bajo el nombre de «narcisistas». En el fondo, una dementia praecox corriente, una paranoia, una melancolía, constituyen un material harto inapropiado para demostrar la teoría de la libido e introducir a alguien en su comprensión; por eso no pueden reconciliarse con ella los psiquiatras, que desdeñan las neurosis de trasferencia. Y la más refractaria en este aspecto sigue siendo la neurosis traumática (de tiempos de paz), de suerte que la emergencia de las neurosis de guerra no pudo aportar ningún factor nuevo a la situación existente.
Sólo mediante la formulación y el manejo del concepto de una «libido narcisista», es decir, de una medida de energía sexual que depende del yo mismo y se sacia en él como por lo común sólo lo hace en el objeto, se consiguió extender la teoría de la libido también a las neurosis narcisistas; y esta ampliación enteramente legítima del concepto de sexualidad promete brindar, respecto de estas neurosis graves y de las psicosis, todo aquello que uno puede esperar de una teoría que avanza mediante tanteos empíricos. También la neurosis traumática (de paz) se insertará en esta conexión toda vez que logren un resultado las indagaciones acerca de los nexos, existentes sin ninguna duda, entre terror, angustia y libido narcisista.
Si las neurosis traumáticas y de guerra hablan en voz alta sobre el influjo del peligro mortal y no dicen nada -o no lo dicen con la suficiente nitidez- acerca de la «frustración de amor», en las neurosis de trasferencia corrientes de tiempos de paz carece de todo título etiológico aquel factor, que tan poderoso se presenta en las primeras. Y hasta se suele opinar que estos últimos padecimientos sólo hallan terreno propicio en la malcrianza, la vida holgada y la ociosidad, lo cual ofrece de nuevo un interesante contraste con las condiciones de vida bajo las cuales estallan las neurosis de guerra. Si los psicoanalistas, para quienes sus pacientes han enfermado a raíz de la «frustración de amor», de las exigencias insatisfechas de la libido; si los psicoanalistas, pues, hubieran seguido el ejemplo de sus opositores, habrían debido aseverar que no podía existir neurosis alguna provocada por el peligro, o bien que las afecciones que emergen tras una vivencia de terror no son neurosis. Desde luego, nunca se les ocurrió semejante cosa. Más bien ven ahí una posibilidad apta para reunir en una sola concepción los dos hechos en apariencia divergentes. En las neurosis traumáticas y de guerra, el yo del ser humano se defiende de un peligro que le amenaza de afuera o que se le corporiza en una configuración del yo mismo; en las neurosis de trasferencia de tiempos de paz, el yo valora a su propia libido como el enemigo cuyas exigencias le parecen amenazadoras. En ambos casos el yo teme un daño: aquí de parte de la libido, allí de parte de los poderes externos. Y hasta se podría decir que en las neurosis de guerra, a diferencia de las neurosis traumáticas puras y a semejanza de lo que sucede en las neurosis de trasferencia, lo que se teme es pese a todo un enemigo interior. No parecen insuperables las dificultades teóricas que cierran el paso a esa concepción unificadora; en efecto, es posible, con buen derecho, caracterizar a la represión, que está en la base de toda neurosis, como reacción frente a un trauma, como neurosis traumática elemental.
Apéndice. Informe sobre la electroterapia de los neuróticos de guerra. (1955 [1920])
(Ver nota(178))
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Ya en tiempos de paz existían numerosos enfermos que después de traumas -vale decir, de vivencias de terror y peligro, como accidentes ferroviarios u otros- mostraban perturbaciones graves de su vida anímica y su actividad nerviosa, sin que los médicos s e pusieran de acuerdo en su apreciación de esos estados. Algunos supusieron que dichos enfermos padecían de lesiones graves del sistema nervioso, semejantes a las hemorragias e inflamaciones de los casos patológicos no traumáticos; y como la indagación anatómica no conseguía pesquisar tales procesos, estos médicos se atuvieron a la creencia de que la causa de los síntomas observados eran unas alteraciones tisulares más finas. Por eso incluyeron a los pacientes de este tipo entre los enfermos orgánicos. Otros médicos sostuvieron desde el comienzo que era posible concebir estos estados sólo como perturbaciones funcionales, permaneciendo anatómicamente intacto el sistema nervioso. ¿Cómo podían producirse perturbaciones tan graves de la función sin una lesión anatómica del órgano? He ahí un problema que desde hacía largo tiempo deparaba dificultades a la comprensión médica.
La guerra que acaba de finalizar ha producido y permitido observar un número elevadísimo de estos enfermos a consecuencia de accidentes. Y de este modo la polémica se zanjó en favor de la concepción funcional. La abrumadora mayoría de los médicos ya no creen que los llamados neuróticos de guerra padezcan a causa de lesiones orgánicas, palpables, del sistema nervioso; y los más penetrantes entre ellos ya se han resuelto a introducir, en lugar de la imprecisa designación de «alteración funcional», el rótulo inequívoco de «alteración anímica».
Aunque las manifestaciones de las neurosis de guerra eran en buena parte perturbaciones motrices -temblores y parálisis-, y aunque parecía natural atribuir a influjos tan groseros como la conmoción provocada por el estallido de una granada en las cercanías, o por un sepultamiento debido a un derrumbe de tierra, efectos mecánicos también groseros, se obtuvieron observaciones que no dejaban subsistir ninguna duda sobre la naturaleza psíquica de la causación de las llamadasneurosis de guerra. ¿Qué podía aducirse en contrario cuando los mismos estados patológicos sobrevenían también en la retaguardia, lejos de esos horrores de la guerra, o inmediatamente después de volver a filas tras la licencia? Los médicos se vieron entonces llevados a concebir a los neuróticos de guerra en parecidos términos que a los neuróticos de tiempos de paz.
La escuela de psiquiatría llamada psicoanalítica, creada por mí, venía enseñando desde unos veinticinco años atrás que las neurosis de tiempos de paz han de reconducirse a perturbaciones de la vida afectiva. Ahora bien, esta misma explicación fue aplicada en términos universales a los neuróticos de guerra. Nosotros habíamos indicado, además, que los neuróticos padecen de conflictos anímicos, y que los deseos y tendencias que se expresan en los fenómenos patológicos son desconocidos (es decir, inconcientes) para los enfermos mismos. Entonces se infirió fácilmente, como la causa inmediata de todas las neurosis de guerra, la tendencia, inconciente para el soldado, de sustraerse de los requerimientos del servicio militar, que le resultaban peligrosos o sublevaban sus sentimientos. Angustia por la propia vida, renuencia ante la orden de matar a otros, revuelta contra la despiadada sofocación de la propia personalidad por obra de los jefes: he ahí las más importantes fuentes afectivas de que se nutría la tendencia a huir de la guerra.
Un soldado en quien esos motivos afectivos hubieran sido concientes de una manera potente y clara habría debido, como hombre sano, desertar, o bien hacerse pasar por enfermo. Pero sólo
una ínfima parte de los neuróticos de guerra eran simuladores; las mociones afectivas que se revolvían en ellos contra el servicio militar y los pulsionaban hacia la enfermedad eran eficaces en su interior sin devenirles concientes. Permanecían inconcientes porque otros motivos -orgullo, autoestima, amor a la patria, hábito de obedecer, el ejemplo de los demás- eran al comienzo los de mayor intensidad, hasta que en una ocasión adecuada resultaban subyugados por esos otros motivos, los eficaces inconcientemente.
De esta intelección acerca de la causación de las neurosis de guerra se dedujo una terapia que parecía bien fundada y al comienzo probó ser también muy eficaz. Se consideró adecuado tratar a los neuróticos como simuladores y prescindir del distingo psicológico entre propósitos concientes e inconcientes, aunque se sabía que no eran unos simuladores. Si esta enfermedad servía al propósito de sustraerse de una situación intolerable, era evidente que se la desarraigaría de cuajo volviendo la condición de enfermo todavía más intolerable que el servicio militar. Si el enfermo se había refugiado en la enfermedad huyendo de la guerra, se aplicaban medios para compelerlo a volver de la enfermedad a la salud, vale decir, a refugiarse ahora en la aptitud para el servicio. A tal fin se utilizó un tratamiento eléctrico doloroso, y ciertamente con éxito. Los médicos que aseveran que la intensidad de esas corrientes eléctricas era la misma que desde siempre se aplicaba en caso de perturbaciones funcionales no hacen sino embellecer los hechos con posterioridad. Esto sólo habría podido surtir efecto en los casos más leves, y tampoco respondía al razonamiento básico, a saber, que debían quitársele al enfermo de guerra las ganas de permanecer en la condición de tal, de suerte que sus motivos no pudieran menos que inclinar la balanza en favor del restablecimiento.
Este tratamiento doloroso, creado en el ejército alemán con propósitos terapéuticos, es muy posible que se practicara de una manera masiva. Cuando se lo empleó en las clínicas de Viena, estoy personalmente convencido de que nunca se lo incrementó hasta la crueldad merced a la iniciativa del profesor Wagner-Jauregg(179). Pero no saldré de fiador de otros médicos a quienes no conozco. La instrucción psicológica de los médicos es harto defectuosa en la .generalidad de los casos, y muchos quizás olvidaron que el enfermo a quien pretendían tratar como un simulador en verdad no lo era.
Ahora bien, de antemano este procedimiento terapéutico llevaba un estigma. No apuntaba a restablecer al enfermo, o no apuntaba a esto en primer lugar, sino sobre todo a restablecer su aptitud militar. Es que la medicina se encontró esta vez al servicio de propósitos ajenos a su esencia. El médico mismo era un funcionario de la guerra y corría peligros personales, podía temer ser removido o que se le reprochase desaprensión en el ejercicio de sus deberes, si se dejaba guiar por otros miramientos que los prescritos. El conflicto insoluble entre los requerimientos de la humanidad, de ordinario los decisivos para el médico, y los de la guerra de un pueblo no podía menos que provocar confusión también en la actividad médica.
Pero esos éxitos, al comienzo brillantes, del tratamiento mediante corriente eléctrica intensa no resultaron luego duraderos. El enfermo que, restablecido por ese medio, había sido reenviado al frente podía repetir de nuevo el juego y experimentar una recaída, con lo cual por lo menos ganaba tiempo y escapaba del peligro actual en ese momento. Puesto otra vez en la línea de fuego, pasaba a *segundo plano la angustia ante la corriente eléctrica, como durante el tratamiento había cedido la angustia ante el servicio militar. Además, en el curso de los años de la guerra fue en rápido aumento la fatiga del espíritu popular, así como su creciente repugnancia

La guerra que acaba de finalizar ha producido y permitido observar un número elevadísimo de estos enfermos a consecuencia de accidentes. Y de este modo la polémica se zanjó en favor de la concepción funcional. La abrumadora mayoría de los médicos ya no creen que los llamados neuróticos de guerra padezcan a causa de lesiones orgánicas, palpables, del sistema nervioso; y los más penetrantes entre ellos ya se han resuelto a introducir, en lugar de la imprecisa designación de «alteración funcional», el rótulo inequívoco de «alteración anímica».
Aunque las manifestaciones de las neurosis de guerra eran en buena parte perturbaciones motrices -temblores y parálisis-, y aunque parecía natural atribuir a influjos tan groseros como la conmoción provocada por el estallido de una granada en las cercanías, o por un sepultamiento debido a un derrumbe de tierra, efectos mecánicos también groseros, se obtuvieron observaciones que no dejaban subsistir ninguna duda sobre la naturaleza psíquica de la causación de las llamadasneurosis de guerra. ¿Qué podía aducirse en contrario cuando los mismos estados patológicos sobrevenían también en la retaguardia, lejos de esos horrores de la guerra, o inmediatamente después de volver a filas tras la licencia? Los médicos se vieron entonces llevados a concebir a los neuróticos de guerra en parecidos términos que a los neuróticos de tiempos de paz.
La escuela de psiquiatría llamada psicoanalítica, creada por mí, venía enseñando desde unos veinticinco años atrás que las neurosis de tiempos de paz han de reconducirse a perturbaciones de la vida afectiva. Ahora bien, esta misma explicación fue aplicada en términos universales a los neuróticos de guerra. Nosotros habíamos indicado, además, que los neuróticos padecen de conflictos anímicos, y que los deseos y tendencias que se expresan en los fenómenos patológicos son desconocidos (es decir, inconcientes) para los enfermos mismos. Entonces se infirió fácilmente, como la causa inmediata de todas las neurosis de guerra, la tendencia, inconciente para el soldado, de sustraerse de los requerimientos del servicio militar, que le resultaban peligrosos o sublevaban sus sentimientos. Angustia por la propia vida, renuencia ante la orden de matar a otros, revuelta contra la despiadada sofocación de la propia personalidad por obra de los jefes: he ahí las más importantes fuentes afectivas de que se nutría la tendencia a huir de la guerra.
Un soldado en quien esos motivos afectivos hubieran sido concientes de una manera potente y clara habría debido, como hombre sano, desertar, o bien hacerse pasar por enfermo. Pero sólo
una ínfima parte de los neuróticos de guerra eran simuladores; las mociones afectivas que se revolvían en ellos contra el servicio militar y los pulsionaban hacia la enfermedad eran eficaces en su interior sin devenirles concientes. Permanecían inconcientes porque otros motivos -orgullo, autoestima, amor a la patria, hábito de obedecer, el ejemplo de los demás- eran al comienzo los de mayor intensidad, hasta que en una ocasión adecuada resultaban subyugados por esos otros motivos, los eficaces inconcientemente.
De esta intelección acerca de la causación de las neurosis de guerra se dedujo una terapia que parecía bien fundada y al comienzo probó ser también muy eficaz. Se consideró adecuado tratar a los neuróticos como simuladores y prescindir del distingo psicológico entre propósitos concientes e inconcientes, aunque se sabía que no eran unos simuladores. Si esta enfermedad servía al propósito de sustraerse de una situación intolerable, era evidente que se la desarraigaría de cuajo volviendo la condición de enfermo todavía más intolerable que el servicio militar. Si el enfermo se había refugiado en la enfermedad huyendo de la guerra, se aplicaban medios para compelerlo a volver de la enfermedad a la salud, vale decir, a refugiarse ahora en la aptitud para el servicio. A tal fin se utilizó un tratamiento eléctrico doloroso, y ciertamente con éxito. Los médicos que aseveran que la intensidad de esas corrientes eléctricas era la misma que desde siempre se aplicaba en caso de perturbaciones funcionales no hacen sino embellecer los hechos con posterioridad. Esto sólo habría podido surtir efecto en los casos más leves, y tampoco respondía al razonamiento básico, a saber, que debían quitársele al enfermo de guerra las ganas de permanecer en la condición de tal, de suerte que sus motivos no pudieran menos que inclinar la balanza en favor del restablecimiento.
Este tratamiento doloroso, creado en el ejército alemán con propósitos terapéuticos, es muy posible que se practicara de una manera masiva. Cuando se lo empleó en las clínicas de Viena, estoy personalmente convencido de que nunca se lo incrementó hasta la crueldad merced a la iniciativa del profesor Wagner-Jauregg(179). Pero no saldré de fiador de otros médicos a quienes no conozco. La instrucción psicológica de los médicos es harto defectuosa en la .generalidad de los casos, y muchos quizás olvidaron que el enfermo a quien pretendían tratar como un simulador en verdad no lo era.
Ahora bien, de antemano este procedimiento terapéutico llevaba un estigma. No apuntaba a restablecer al enfermo, o no apuntaba a esto en primer lugar, sino sobre todo a restablecer su aptitud militar. Es que la medicina se encontró esta vez al servicio de propósitos ajenos a su esencia. El médico mismo era un funcionario de la guerra y corría peligros personales, podía temer ser removido o que se le reprochase desaprensión en el ejercicio de sus deberes, si se dejaba guiar por otros miramientos que los prescritos. El conflicto insoluble entre los requerimientos de la humanidad, de ordinario los decisivos para el médico, y los de la guerra de un pueblo no podía menos que provocar confusión también en la actividad médica.
Pero esos éxitos, al comienzo brillantes, del tratamiento mediante corriente eléctrica intensa no resultaron luego duraderos. El enfermo que, restablecido por ese medio, había sido reenviado al frente podía repetir de nuevo el juego y experimentar una recaída, con lo cual por lo menos ganaba tiempo y escapaba del peligro actual en ese momento. Puesto otra vez en la línea de fuego, pasaba a *segundo plano la angustia ante la corriente eléctrica, como durante el tratamiento había cedido la angustia ante el servicio militar. Además, en el curso de los años de la guerra fue en rápido aumento la fatiga del espíritu popular, así como su creciente repugnancia

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a la empresa bélica, de suerte que el tratamiento en cuestión empezó a fracasar. En estas circunstancias, un sector de los médicos militares cedieron a la inclinación, característica de los alemanes, de continuar con sus propósitos sin miramientos de ninguna naturaleza, y, cosa que jamás habría debido suceder, la intensidad de las corrientes, así como la dureza de todo el tratamiento, se incrementaron hasta lo insoportable a fin de sustraerles a esos neuróticos la ganancia que obtenían de su condición de tales. Es un hecho no controvertido que en esa época se produjeron casos de muerte en el curso del tratamiento, y de suicidios a causa de este, en hospitales alemanes. No obstante, yo no sé decir, absolutamente, si esta fase de la terapia fue adoptada también en las clínicas de Viena.
Puedo citar una prueba convincente del definitivo fracaso de la electroterapia de las neurosis de guerra. En 1918, el doctor Ernst Simmel, director de un lazareto para neuróticos de guerra (en Posen), publicó un folleto en el que comunicaba los resultados extraordinariamente favorables obtenidos, mediante aplicación de los métodos psicoterapéuticos recomendados por mí, en casos graves de neurosis de guerra. En virtud de esta publicación asistieron al siguiente Congreso Psicoanalítico, realizado en Budapest en setiembre de 1918(180), delegados oficiales de la administración militar alemana, austríaca y húngara, que allí se comprometieron a establecer dispensarios para el tratamiento puramente psíquico de los neuróticos de guerra. Y ello sucedió a pesar de que los delegados no podían tener ninguna duda de que mediante este tratamiento benigno, laborioso y lento, no era posible contar con una recuperación rapidísima de la aptitud militar de estos enfermos. Los preparativos para crear esos dispensarios estaban en marcha justamente cuando sobrevino la revolución que puso fin a la guerra y al influjo de los funcionarios, hasta ese momento omnipotentes. Pero con la guerra desaparecieron también los neuróticos de guerra, última prueba, pero una prueba de mucho peso, de que esa enfermedad responde a una causación psíquica.


Puedo citar una prueba convincente del definitivo fracaso de la electroterapia de las neurosis de guerra. En 1918, el doctor Ernst Simmel, director de un lazareto para neuróticos de guerra (en Posen), publicó un folleto en el que comunicaba los resultados extraordinariamente favorables obtenidos, mediante aplicación de los métodos psicoterapéuticos recomendados por mí, en casos graves de neurosis de guerra. En virtud de esta publicación asistieron al siguiente Congreso Psicoanalítico, realizado en Budapest en setiembre de 1918(180), delegados oficiales de la administración militar alemana, austríaca y húngara, que allí se comprometieron a establecer dispensarios para el tratamiento puramente psíquico de los neuróticos de guerra. Y ello sucedió a pesar de que los delegados no podían tener ninguna duda de que mediante este tratamiento benigno, laborioso y lento, no era posible contar con una recuperación rapidísima de la aptitud militar de estos enfermos. Los preparativos para crear esos dispensarios estaban en marcha justamente cuando sobrevino la revolución que puso fin a la guerra y al influjo de los funcionarios, hasta ese momento omnipotentes. Pero con la guerra desaparecieron también los neuróticos de guerra, última prueba, pero una prueba de mucho peso, de que esa enfermedad responde a una causación psíquica.

«Das Unheimliche»
Nota introductoria(181)
I
Es muy raro que el psicoanalista se sienta proclive a indagaciones estéticas, por más que a la estética no se la circunscriba a la ciencia de lo bello, sino que se la designe como doctrina de las cualidades de nuestro sentir. El psicoanalista trabaja en otros estratos de la vida anímica y tiene poco que ver con esas mociones de sentimiento amortiguadas, de meta inhibida, tributarias de muchísimas constelaciones concomitantes, que constituyen casi siempre el material de la estética. Sin embargo, aquí y allí sucede que deba interesarse por un ámbito determinado de la estética, pero en tal caso suele tratarse de uno marginal, descuidado por la bibliografía especializada en la materia.
Uno de ellos es el de lo «ominoso». No hay duda de que pertenece al orden de lo terrorífico, de lo que excita angustia y horror; y es igualmente cierto que esta-palabra no siempre se usa en un sentido que se pueda definir de manera tajante. Pero es lícito esperar que una palabra-concepto particular contenga un núcleo que justifique su empleo. Uno querría conocer ese núcleo, que acaso permita diferenciar algo «ominoso» dentro de lo angustioso.
Ahora bien, sobre esto hallamos poco y nada en las prolijas exposiciones de la estética, que en general prefieren ocuparse de las variedades del sentimiento ante lo bello, grandioso, atractivo (vale decir, positivo), de sus condiciones y los asuntos que lo provocan, y no de lo contrastante, repulsivo, penoso. Del lado de la bibliografía médico-psicológica, sólo conozco el trabajo de E. Jentsch (1906), rico pero no exhaustivo. Por lo demás, debo confesar que por razones fáciles de colegir, propias de esta época(182), para este pequeño ensayo no he examinado a fondo la bibliografía, en particular la de lengua extranjera, y por eso no sustento ante el lector ninguna pretensión de prioridad.
Jentsch destaca con pleno derecho, como una dificultad para el estudio de lo ominoso, que diferentes personas muestran muy diversos grados de sensibilidad ante esta cualidad del sentimiento. Y en verdad, el autor de este nuevo ensayo tiene que revelar su particular embotamiento en esta materia, donde lo indicado sería poseer una mayor agudeza sensitiva.

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Hace ya largo tiempo que no vivencia ni tiene noticia de nada que le provocase la impresión de GRIEGO (diccionarios de Rost y de Schenkl): lévo; (es decir, ajeno, extraño).
lo ominoso, y por eso se ve precisado ante todo a meterse dentro de ese sentimiento, a despertar su posibilidad dentro de sí. Por cierto que también en muchos otros ámbitos de la estética hay grandes dificultades de esta índole; mas no por ello desesperaremos de encontrar casos en que ese discutible carácter sea aceptado sin vacilar por la mayoría.
FRANCÉS (Sachs-Villatte): inquiétant, sínistre, lugubre, mal à son aise.
ESPAÑOL (Tollhausen, 1889): sospechoso, de mal agüero, lúgubre, siniestro.
El italiano y el portugués parecen conformarse con palabras que calificaríamos de paráfrasis, mientras que en árabe y en hebreo, «unheimlich» coincide con «demoníaco», «horrendo».
Volvamos entonces a la lengua alemana. En Daniel Sanders, Wörterbuch der Deutschen Sprache (1860, 1, pág. 729), se encuentran para la palabra «heimlich» las siguientes indicaciones, que trascribo por extenso y en las que destaco en bastardillas algunos pasajes (ver nota(184)).
«Heimlich, adj.; sust, HeimIichkeit (pl. HeimIichkeiten):
»1. También Heimelich, heimelig, perteneciente a la casa, no ajeno, familiar, doméstico, de confianza e íntimo, lo que recuerda al terruño, etc.
»a. (Anticuado) Perteneciente a la casa, a la familia, o que se considera perteneciente a ellas; cf. latín familiaris, familiar: Die Heimlichen, los que conviven en la casa; Der heimliche Rat (Gen. 41:45; 2 Sam. 23:23; 1 Cron. 12:25; Sab. 8:4) (ver nota(185)), hoy más usual Geheimer Rat {consejero privado}.
»b. De animales: doméstico, que se acerca confiadamente al hombre; por oposición a "salvaje"; p. ej.: "Animales que no son salvajes ni heimlich", etc. "Animales salvajes ( ... ) cuando se los cría heimlich y acostumbrados a la gente". "Si estos animalitos son criados con los hombres desde pequeños se vuelven totalmenteheimlich, amistosos", etc. Entonces, también: "El (el cordero) es asíheimlich y come de mi mano". "Pero la cigüeña es un pájaro hermosoy heimlich".
»c. Confiable, propio de la entrañable intimidad del terruño; el bienestar de una satisfacción sosegada, etc., una calma placentera y una protección segura, como las que produce la casa, el recinto cerrado donde se mora. "¿Sigues sintiéndote heimlich en la comarca donde los extraños merodean por tus bosques?". "Ella no se sentía muy heimlich con él". "Por una alta senda umbría, heimlich, (...) siguiendo el torrente rumoroso que puebla el bosque de susurros". "Destruida laHeimIichkeit del terruño entrañable". "No fue fácil hallar un lugarcito tan familiar y heimlich". "Lo imaginábamos tan cómodo, amable, apacible y heimlich". "En quieta Heimlichkeit,

Pueden entonces emprenderse dos caminos: pesquisar el significado que el desarrollo de la lengua sedimentó en la palabra «ominoso», o agrupar todo aquello que en personas y cosas, impresiones sensoriales, vivencias y situaciones, despierta en nosotros el sentimiento de lo ominoso, dilucidando el carácter escondido de lo ominoso a partir de algo común a todos los casos. Revelaré desde ya que ambos caminos llevan al mismo resultado: lo ominoso es aquella variedad de lo terrorífico que se remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde hace largo tiempo. ¿Cómo es posible que lo familiar devenga ominoso, terrorífico, y en qué condiciones ocurre? Ello se hará patente en lo que sigue. Puntualizo aún que esta indagación procedió en realidad por el camino de reunir casos singulares y sólo después fue corroborada mediante lo que establece el uso idiomático. No obstante, en esta exposición he de seguir el camino inverso.
La palabra alemana «unheimlich(183)» es, evidentemente, lo opuesto de «heimlich» («íntimo»}, «heimisch» {«doméstico»}, «vertraut» {«familiar»}; y puede inferirse que es algo terrorífico justamente porque no es consabido {bekannt} ni familiar. Desde luego, no todo lo nuevo y no familiar es terrorífico; el nexo no es susceptible de inversión. Sólo puede decirse que lo novedoso se vuelve fácilmente terrorífico y ominoso; algo de lo novedoso es ominoso, pero no todo. A lo nuevo y no familiar tiene que agregarse algo que lo vuelva ominoso.
En general, Jentsch no pasó más allá de este nexo de lo ominoso con lo novedoso. Halla la condición esencial para la ocurrencia del sentimiento ominoso en la incertidumbre intelectual. Lo ominoso sería siempre, en verdad, algo dentro de lo cual uno no se orienta, por así decir. Mientras mejor se oriente un hombre dentro de su medio, más difícilmente recibirá de las cosas
o sucesos que hay en él la impresión de lo ominoso.
Fácilmente apreciamos que esta caracterización no es exhaustiva, y por eso intentamos ir más allá de la ecuación ominoso = no familiar. Primero nos volvemos a otras lenguas. Pero los diccionarios a que recurrimos no nos dicen nada nuevo, quizá sólo por el hecho de que somos extranjeros en esas lenguas. Y hasta tenemos la impresión de que muchas de ellas carecen de una palabra para este particular matiz de lo terrorífico.
Debo expresar mi deuda con el doctor Theodor Reik por los siguientes extractos:
LATíN (K. E. Georges, Deutschlateinisches Wörterbuch, 1898): Un lugar ominoso: locus suspectus; en una noche ominosa: intempesta nocte.
INGLÉS (de los diccionarios de Lucas, Bellows, Flügel, Muret-Sanders.): uncomfortable, uneasy, gloomy, dismal, uncanny, ghastly; (de una casa) haunted; (de un hombre) a repulsive fellow.FRANCÉS (Sachs-Villatte): inquiétant, sínistre, lugubre, mal à son aise.
ESPAÑOL (Tollhausen, 1889): sospechoso, de mal agüero, lúgubre, siniestro.
El italiano y el portugués parecen conformarse con palabras que calificaríamos de paráfrasis, mientras que en árabe y en hebreo, «unheimlich» coincide con «demoníaco», «horrendo».
Volvamos entonces a la lengua alemana. En Daniel Sanders, Wörterbuch der Deutschen Sprache (1860, 1, pág. 729), se encuentran para la palabra «heimlich» las siguientes indicaciones, que trascribo por extenso y en las que destaco en bastardillas algunos pasajes (ver nota(184)).
«Heimlich, adj.; sust, HeimIichkeit (pl. HeimIichkeiten):
»1. También Heimelich, heimelig, perteneciente a la casa, no ajeno, familiar, doméstico, de confianza e íntimo, lo que recuerda al terruño, etc.
»a. (Anticuado) Perteneciente a la casa, a la familia, o que se considera perteneciente a ellas; cf. latín familiaris, familiar: Die Heimlichen, los que conviven en la casa; Der heimliche Rat (Gen. 41:45; 2 Sam. 23:23; 1 Cron. 12:25; Sab. 8:4) (ver nota(185)), hoy más usual Geheimer Rat {consejero privado}.
»b. De animales: doméstico, que se acerca confiadamente al hombre; por oposición a "salvaje"; p. ej.: "Animales que no son salvajes ni heimlich", etc. "Animales salvajes ( ... ) cuando se los cría heimlich y acostumbrados a la gente". "Si estos animalitos son criados con los hombres desde pequeños se vuelven totalmenteheimlich, amistosos", etc. Entonces, también: "El (el cordero) es asíheimlich y come de mi mano". "Pero la cigüeña es un pájaro hermosoy heimlich".
»c. Confiable, propio de la entrañable intimidad del terruño; el bienestar de una satisfacción sosegada, etc., una calma placentera y una protección segura, como las que produce la casa, el recinto cerrado donde se mora. "¿Sigues sintiéndote heimlich en la comarca donde los extraños merodean por tus bosques?". "Ella no se sentía muy heimlich con él". "Por una alta senda umbría, heimlich, (...) siguiendo el torrente rumoroso que puebla el bosque de susurros". "Destruida laHeimIichkeit del terruño entrañable". "No fue fácil hallar un lugarcito tan familiar y heimlich". "Lo imaginábamos tan cómodo, amable, apacible y heimlich". "En quieta Heimlichkeit,

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rodeado de cerradas paredes". "Un ama de casa diligente que con muy poco sabe crear una Heimlichkeit (calor hogareño) que contenta". "Tanto más heimlichse le tornó ahora el hombre que apenas un rato antes le parecía tan extraño". "Los propietarios protestantes no se sienten ( . . . ) heimlich entre sus súbditos católicos". "Cuando todo se vuelve heimlichy quedo, / y sólo la paz del crepúsculo atisba en tu celda". "Calmo y amable y heimlich, / el mejor sitio que podrían desear para el reposo". "El no se sentía nada heimlich con eso". También [en compuestos]: "El lugar era tan apacible, tan solitario, tan umbrío-heimlich". "Las olas se alzaban y morían en la playa, como una canción de cuna-heimlich que meciera ensueños". Véase en especial Unheimlich [infra].Sobre todo en autores suabos, suizos, a menudo trisílabo: "Cuán heimelich volvió a sentirse Ivo al atardecer, de regreso al hogar". "Me sentí tan heimelich en la casa. . . ". "La cálida habitación, la heimelige siesta". "Esa, esa es la verdadera Heimelig: sentir el hombre en su corazón cuán poca cosa es, cuán grande es el Señor". "Fueron cobrando confianza y sintiéndose heimelig entre ellos". "La íntima Heimeligkeit". "En ninguna parte estaré más heimelich que aquí". "Lo que viene de lejanas tierras ( ... ) ciertamente no vive del todo heimelig (como nativo, avecindado) con las gentes". "La cabaña donde otrora solía descansar entre los suyos, tan heimelig, tan jubiloso". "El guardián de la torre hace sonar heimelig su cuerpo; y su voz invita, hospitalaria". "Ahí se duerme envuelto en tanta suavidad y calidez, tan maravillosamente heimelig". Esta acepción debería generalizarse a fin de que la palabra genuina no cayera en desuso a causa de una natural confusión con 2 [véase infra]. Cf.: " 'Los Zecks [un patronímico] son todos heimlich (en el sentido 2)'. '¿Heimlich? ¿Qué entiende usted porheimlich?'. 'Pues ( ... ) me ocurre con ellos lo que con un manantial sumergido o un lago desecado. No se puede andarles encima sin tener la impresión de que en cualquier momento podría volver a surgir el agua'. 'Ah, nosotros lo llamamos unheimlich; ustedes lo llaman heimlich. Pero. . ., ¿en qué le encuentra usted a esa familia algo de disimulado o sospechoso?' (Gutzkow) ".
»d. Especialmente en Silesia: jubiloso, despejado; también se dice del tiempo.
»2. Mantener algo clandestino, ocultarlo para que otros no sepan de ello ni acerca de ello, escondérselo. Hacer algo heimlich, o sea a espaldas de alguien; sustraer algo heimlich; encuentros, citas heimlich; alegrarse heimlich de la desgracia ajena; suspirar, llorar heimlich; obrar heimlich, como si uno tuviera algo que ocultar; amor, amorío, pecado heimlich; lugares heimlich (que la decencia impone ocultar) (1 Sam. 5:6). "El heimlich gabinete (el escusado)" (2 Reyes 10: 27) (ver nota(186)). También, "la silla heimlich". "Arrojar en sepulcros o en Heimlichkeiten". "Condujo heimlich las yeguas ante Laomedón". "Tan sigiloso, heimlich,astuto y malicioso hacia los amos crueles ( . . . ) como franco, abierto, compasivo y servicial hacia el amigo en apuros". "Todavía debes conocer lo heimlich que es más santo en mí". "El arte heimlich (la magia) ". "En el momento en que las cosas ya no pueden ventilarse en público comienzan las maquinaciones heimlich"."Libertad es la consigna cuchicheada por los conjurados heimlich, y el grito de batalla de los que se levantaron en pública rebelión". "Una acción santa, heimlich". "Tengo raíces que son bien heimlich; estoy plantado hondo en este suelo". "Mis traiciones heimlich". "Si él no lo recibe abierta y escrupulosamente, acaso lo tomeheimlich e inescrupulosamente". "Hizo construir telescopios acromáticos heimlich y secretamente". "Desde ahora, quiero que no haya nada heimlich entre nosotros". "Descubrir, revelar, delatar las Heimlichkeiten de alguien". "Maquinar Heimlichkeiten a mis espaldas". "En mi tiempo nos dedicábamos a laHeimlichkeit". "Sólo la mano del intelecto puede desatar el impotente sortilegio de la Heimlichkeit (del oro escondido) ". "Dí dónde lo escondes ( ... ) en qué sitio de callada Heimlichkeit". "¡Abejas que destiláis el sello de las Heimlichkeiten (la cera de sellar)!". "Instruido en raras Heimlichkeiten (artes de encantamiento)".

»d. Especialmente en Silesia: jubiloso, despejado; también se dice del tiempo.
»2. Mantener algo clandestino, ocultarlo para que otros no sepan de ello ni acerca de ello, escondérselo. Hacer algo heimlich, o sea a espaldas de alguien; sustraer algo heimlich; encuentros, citas heimlich; alegrarse heimlich de la desgracia ajena; suspirar, llorar heimlich; obrar heimlich, como si uno tuviera algo que ocultar; amor, amorío, pecado heimlich; lugares heimlich (que la decencia impone ocultar) (1 Sam. 5:6). "El heimlich gabinete (el escusado)" (2 Reyes 10: 27) (ver nota(186)). También, "la silla heimlich". "Arrojar en sepulcros o en Heimlichkeiten". "Condujo heimlich las yeguas ante Laomedón". "Tan sigiloso, heimlich,astuto y malicioso hacia los amos crueles ( . . . ) como franco, abierto, compasivo y servicial hacia el amigo en apuros". "Todavía debes conocer lo heimlich que es más santo en mí". "El arte heimlich (la magia) ". "En el momento en que las cosas ya no pueden ventilarse en público comienzan las maquinaciones heimlich"."Libertad es la consigna cuchicheada por los conjurados heimlich, y el grito de batalla de los que se levantaron en pública rebelión". "Una acción santa, heimlich". "Tengo raíces que son bien heimlich; estoy plantado hondo en este suelo". "Mis traiciones heimlich". "Si él no lo recibe abierta y escrupulosamente, acaso lo tomeheimlich e inescrupulosamente". "Hizo construir telescopios acromáticos heimlich y secretamente". "Desde ahora, quiero que no haya nada heimlich entre nosotros". "Descubrir, revelar, delatar las Heimlichkeiten de alguien". "Maquinar Heimlichkeiten a mis espaldas". "En mi tiempo nos dedicábamos a laHeimlichkeit". "Sólo la mano del intelecto puede desatar el impotente sortilegio de la Heimlichkeit (del oro escondido) ". "Dí dónde lo escondes ( ... ) en qué sitio de callada Heimlichkeit". "¡Abejas que destiláis el sello de las Heimlichkeiten (la cera de sellar)!". "Instruido en raras Heimlichkeiten (artes de encantamiento)".
»Para los compuestos, véase supra, 1c. Nótese, en particular, el negativo "un-": desasosegante, que provoca horror angustioso. "Le pareció unheimlich, espectral". "Las horas temerosas, unheimlich, de la noche". "Desde hacía tiempo tenía la sensación de algo unheimlich y aun horroroso en mi ánimo". "Ahora empieza a volvérseme unheimlich". "Siente un horror unheimlich". "Unheimlich y tieso como una estatua". "La unheimlich niebla que vela la cima de los montes". "Estos pálidos jóvenes son unheimlich y traman Dios sabe qué maldades". " 'Se llama unheimlich a todo lo que estando destinado a permanecer en el secreto, en lo oculto, ( ... ) ha salido a la luz' (Schelling) ". "Velar lo divino, rodearlo de una cierta Unheimlichkeit". Es inusual Unheimlich como opuesto al sentido 2».
De esta larga cita, lo más interesante para nosotros es que la palabrita heimlich, entre los múltiples matices de su significado, muestra también uno en que coincide con su opuesta unheimlich. Por consiguiente, lo heimlichdeviene unheimlich. (Cf. la cita de Gutzkow: «Nosotros lo llamamos unheimlich; ustedes lo llamanheimlich».) En general, quedamos advertidos de que esta palabra heimlich no es unívoca, sino que pertenece a dos círculos de representaciones que, sin ser opuestos, son ajenos entre sí: el de lo familiar y agradable, y el de lo clandestino, lo que se mantiene oculto (ver nota(187)). También nos enteramos de queunheimlich es usual como opuesto del primer significado únicamente, no del segundo. Sanders no nos dice nada acerca de un posible vínculo genético entre esos dos significados. En cambio, tomamos nota de una observación de Schelling, quien enuncia acerca del concepto de lo unheimlich algo enteramente nuevo e imprevisto. Nos dice que unheimlich es todo lo que estando destinado a permanecer en secreto, en lo oculto, ha salido a la luz.
Parte de las dudas así suscitadas se nos esclarecen mediante las indicaciones del diccionario de los hermanos Grimm (1877, 4, parte 2, págs. 873 y sigs.). Leemos:
«Heimlich; adj. y adv.vernaculus, occultus; MHD(188) heimelich, heimlich.
»(Pág. 874:) En sentido algo diverso: "Me siento heimlich, bien, libre de temor" ...
»[3] b. Heimlich es también el sitio libre de fantasmas ...
»(Pág. 875: b ) Familiar; amistoso, confiable.
»4. Desde la noción de lo entrañable, lo hogareño, se desarrolla el concepto de lo sustraído a los ojos ajenos, lo oculto, lo secreto, plasmado también en múltiples contextos ...

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»(Pág. 876: ) "A la orilla izquierda del lago se extiende un prado heimlichen medio del bosque. . . " (Schiller, Guillermo Tell, I, 4). ( ... ) Licencia poética, inhabitual en el uso moderno ( ... ) Heimlich se usa asociado con un verbo que designa la acción de ocultar: "En el secreto de su tabernáculo me ocultaráheimlich" (Salmos 27:5). Partes heimlich del cuerpo humano, pudenda ( ... "Quienes no morían eran heridos en las partes heimlich" (1 Sam. 5:12) ... (ver nota(189))
»C. Funcionarios que emiten consejos sobre importantes asuntos de Estado que deben mantenerse en secreto son llamados "consejeros heimlich"; en el uso actual, ese adjetivo es sustituido por geheim {secreto} (...) "El faraón llamó a José 'declarador de lo oculto' (consejero heimlich) " (Gen. 41:45).
»(Pág. 878:) 6. Heimlich para el conocimiento: místico, alegórico; significado heimlich: mysticus, divinus, occultus, figuratus.
»(Pág. 878: ) Luego, heimliches en otro sentido lo sustraído del conocimiento, lo inconciente. ( ... ) Ahora bien, como consecuencia es heimlich también lo reservado, lo inescrutable ( ... ) " ¿No ves que no confían en mí? Temen el rostro heimlich del duque de Friedland" (Schiller, Wallensteins Lager, escena 2).
»9. El significado de lo escondido y peligroso, que se destaca en el parágrafo anterior, se desarrolla todavía más, de suerte que "heimlich" cobra el sentido que suele asignarse a "unheimlich". Así: "A veces me ocurre como a quien anda en la noche y cree en aparecidos: cada rincón se le antoja heimlich y espeluznante" (Klinger, Theater, 3, pág. 298) ».
Entonces, heimlich es una palabra que ha desarrollado su significado siguiendo una ambivalencia hasta coincidir al fin con su opuesto, unheimlich. De algún modo,unheimlich es una variedad de heimlich. Unamos este resultado todavía no bien esclarecido con la definición que Schelling(190) da de lo Unheimlich. La indagación detallada de los casos de lo Unheimlich {ominoso} nos permitirá comprender estas indicaciones.
Si ahora procedemos a pasar revista a las personas y cosas, impresiones, procesos y situaciones capaces de despertarnos con particular intensidad y nitidez el sentimiento de lo ominoso, es evidente que el primer requisito será elegir un ejemplo apropiado. E. Jentsch destacó como caso notable la «duda sobre si en verdad es animado un ser en apariencia vivo, y, a la inversa, si no puede tener alma cierta cosa inerte». invocando para ello la impresión que nos causan unas figuras de cera, unas muñecas o autómatas de ingeniosa construcción. Menciona a continuación lo ominoso del ataque epiléptico y de las manifestaciones de la locura, pues despiertan en el espectador sospechas de unos procesos automáticos -mecánicos- que se ocultarían quizá tras la familiar figura de lo animado. Pues bien; aunque esta puntualización de Jentsch. no nos convence del todo, la tomaremos como punto de partida de nuestra indagación, porque en lo que sigue nos remite a un hombre de letras que descolló como ninguno en el arte de producir efectos ominosos.Escribe Jentsch: «Uno de los artificios más infalibles para producir efectos ominosos en el cuento literario consiste en dejar al lector en la incertidumbre sobre si una figura determinada que tiene ante sí es una persona o un autómata, y de tal suerte, además, que esa incertidumbre no ocupe el centro de su atención, pues de lo contrario se vería llevado a indagar y aclarar al instante el problema, y, como hemos dicho, si tal hiciera desaparecería fácilmente ese particular efecto sobre el sentimiento. E. T. A. Hoffmann ha realizado con éxito, y repetidas veces, esta maniobra psicológica en sus cuentos fantásticos».
Esta observación, sin duda correcta, vale sobre todo para el cuento «El Hombre de la Arena», incluido en las Nachtstücken {Piez as nocturnas} de Hoffmann(191); de él, la figura de la muñeca Olimpia ha sido tomada por Offenbach para el primer acto de su ópera Los cuentos de Hoffmann. No obstante, debo decir -y espero que la mayoría de los lectores de la historia estarán de acuerdo conmigo- que el motivo de la muñeca Olimpia en apariencia animada en modo alguno es el único al que cabe atribuir el efecto incomparablemente ominoso de ese relato, y ni siquiera es aquel al que correspondería imputárselo en primer lugar. Por cierto, no contribuye a este efecto el hecho de que el autor imprima al episodio de Olimpia un leve giro satírico y lo use para burlarse de la sobrestimación amorosa del joven. En el centro del relato se sitúa más bien otro factor, del que por lo demás aquel toma también su título y que retorna una y otra vez en los pasajes decisivos: el motivo del Hombre de la Arena, que arranca los ojos a los niños.
El estudiante Nathaniel, de cuyos recuerdos infantiles parte el cuento, no puede desterrar, a pesar de su dicha presente, los recuerdos que se le anudan a la enigmática y terrorífica muerte de su amado padre. Ciertas veladas la madre solía mandar a los niños temprano a la cama con esta advertencia: « iViene el Hombre de la Arena!(192) »; y en efecto, en cada ocasión el niño escucha los pasos sonoros de un visitante que requiere a su padre para esa velada. Es cierto que la madre, preguntada acerca del Hombre de la Arena, niega que exista: es sólo una manera de decir; pero un aya sabe dar noticias más positivas: «Es un hombre malo que busca a los niños cuando no quieren irse a la cama y les arroja puñados de arena a los ojos hasta que estos, bañados en sangre, se les saltan de la cabeza; después mete los ojos en una bolsa, y las noches de cuarto creciente se los lleva para dárselos a comer a sus hijitos, que están allá, en el nido, y tienen unos piquitos curvos como las lechuzas; con ellos picotean los ojos de las criaturas que se portan mal».
Aunque el pequeño Nathaniel ya era demasiado crecido e inteligente para dar crédito a esos espeluznantes atributos agregados a la figura del Hombre de la Arena, la angustia ante él lo dominó. Resolvió averiguar el aspecto que tenía, y un atardecer en que otra vez lo esperaban se escondió en el gabinete de trabajo de su padre. Al llegar el visitante, lo reconoce como el abogado Coppelius, una personalidad repelente de quien los niños solían recelar en aquellas ocasiones en que se presentaba como convidado a almorzar; identifica, entonces, a ese

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Coppelius con el temido Hombre de la Arena. Ya en lo que sigue a esta escena el autor nos hace dudar: ¿estamos frente a un primer delirium del niño poseído por la angustia o a un informe que hubiera de concebirse como real en el universo figurativo del relato? Su padre y el huésped hacen algo con un brasero de llameantes carbones. El pequeño espía escucha exclamar a Coppelius: «¡Ojo, ven aquí! ¡Ojo, ven aquí!»; el niño se delata con sus gritos y es capturado por Coppelius, quien se propone echarle a los ojos unos puñados de carboncillos ardientes tomados de las llamas, para después arrojar aquellos al brasero. El padre intercede y salva los ojos del niño. Un profundo desmayo y una larga enfermedad son el desenlace de la vivencia. Quien se decida por la interpretación racionalista de «El Hombre de la Arena» no dejará de ver en esta fantasía del niño la consecuencia de aquel relato del aya. En lugar de puñados de arena, son ahora puñados de carboncillos llameantes los que serán echados a los ojos del niño; y en ambos casos, para que los ojos se le salten. Un año después, tras otra visita del Hombre de la Arena, el padre muere a raíz de una explosión en su gabinete de trabajo; el abogado Coppelius desaparece del lugar sin dejar rastros.
Luego, el estudiante Nathaniel cree reconocer esta figura terrorífica de su infancia en un óptico ambulante, un italiano llamado Giuseppe Coppola que en la ciudad universitaria donde aquel se encuentra le ofrece en venta unos barómetros y, cuando declina comprarlos, agrega: «¡Eh, barómetros no, barómetros no! ¡Vendo también bellos ojos, bellos ojos! ». El espanto del estudiante se calma al advertir que los ojos ofrecidos resultan ser unas inocentes gafas; le compra a Coppola un prismático de bolsillo con el que espía la casa lindera del profesor Spalanzani, donde divisa a su hija Olimpia, bella pero enigmaticamente silenciosa e inmóvil. Se enamora perdidamente de ella, hasta el punto de olvidar a su inteligente y serena novia. Pero Olimpia es un autómata al que Spalanzani le ha puesto el mecanismo de relojería y Coppola -el Hombre de la Arena- los ojos. El estudiante sorprende a los dos maestros disputando por su obra; el óptico se lleva a la muñeca de madera, sin ojos, y el mecánico Spalanzani arroja al pecho de Nathaniel los ojos de Olimpia, que permanecían en el suelo 'bañados en sangre; dice que Coppola se los ha hurtado a Nathaniel. Este cae presa de un nuevo ataque de locura en cuyo *delirium se aúnan la reminiscencia de la muerte del padre con la impresión fresca: «¡Uy, uy, uy! ¡Círculo de fuego, círculo de fuego! ¡Gira, círculo de fuego, lindo, lindo! ¡Muñequita de madera, uy, bella muñequita de madera, gira!». Se arroja entonces sobre el profesor, el presunto padre de Olimpia, con ánimo de estrangularlo.
Recobrado de una prolongada y grave enfermedad, Nathaniel parece al fin sano. Ha recuperado a su novia y se propone desposarla. Un día, ella y él pasean por la ciudad, sobre cuya plaza mayor la alta torre del Ayuntamiento proyecta su sombra gigantesca. La muchacha propone a su novio subir a la torre, en tanto el hermano de ella, que acompañaba a la pareja, permanece abajo. Ya en lo alto, la curiosa aparición de algo que se agita allá, en la calle, atrae la atención de Clara. Nathaniel observa la misma cosa mediante el prismático de Coppola, que encuentra en su bolsillo; de nuevo cae presa de la locura y a la voz de «¡Muñequita de madera, gira!» pretende arrojar desde lo alto a la muchacha. El hermano, que acude a sus gritos de auxilio, la salva y desciende rápidamente con ella. Arriba, el loco furioso corre en torno exclamando «¡Círculo de fuego, gira!», cuyo origen nosotros comprendemos. Entre las personas reunidas en la calle sobresale el abogado Coppelius, quien ha reaparecido .de pronto. Tenemos derecho a suponer que la locura estalló en Nathaniel cuando vio que se acercaba. Alguien quiere subir para capturar al furioso, pero Coppelius dice sonriendo: «Esperen, que ya bajará él por sus propios medios». De pronto Nathaniel se queda quieto, mira a Coppelius y se arroja por encima de la baranda dando el estridente grito de « ¡Sí, bellos ojos, bellos ojos! ». Al quedar sobre el pavimento con la cabeza destrozada, ya el Hombre de la Arena se ha perdido entre la multitud.
Aun esta breve síntesis no deja subsistir ninguna duda de que el sentimiento de lo ominoso adhiere directamente a la figura del Hombre de la Arena, vale decir, a la representación de ser despojado de los ojos, y que nada tiene que ver con este efecto la incertidumbre intelectual en el sentido de Jentsch. La duda acerca del carácter animado, que debimos admitir respecto de la muñeca Olimpia, no es nada en comparación con este otro ejemplo, más intenso, de lo ominoso. Es cierto que el autor produce al comienzo en nosotros una especie de incertidumbre -deliberadamente, desde luego-, al no dejarnos colegir de entrada si se propone introducirnos en el mundo real o en un mundo fantástico creado por su albedrío. Como es notorio, tiene derecho a hacer lo uno o lo otro, y sí por ejemplo ha escogido como escenario de sus figuraciones un mundo donde actúan espíritus, demonios y espectros -tal el caso de Shakespeare en Hamlet, Macbeth y, en otro sentido, en La tempestad y en Sueño de una noche de verano-, hemos de seguirlo en ello y, todo el tiempo que dure nuestra entrega a su relato, tratar como una realidad objetiva ese universo por él presupuesto. Ahora bien, en el curso del cuento de Hoffmann esa duda desaparece; nos percatamos de que el autor quiere hacernos mirar a nosotros mismos por las gafas o los prismáticos del óptico demoníaco, y hasta que quizás ha atisbado en persona por ese instrumento. La conclusión del cuento deja en claro que el óptico Coppola es efectivamente el abogado Coppelius(193) y, por tanto, el Homb re de la Arena.
En este punto ya no cuenta ninguna «incertidumbre intelectual»: ahora sabemos que no se nos quiere presentar el producto de la fantasía de un loco, tras el cual, desde nuestra superioridad racionalista, pudiéramos discernir el estado de cosas positivo; y sin embargo ... ese esclarecimiento en nada ha reducido la impresión de lo ominoso. Por tanto, la incertidumbre intelectual no nos ayuda a entender ese efecto ominoso.
En cambio, la experiencia psicoanalítica nos pone sobre aviso de que dañarse los ojos o perderlos es una angustia que espeluzna a los niños. Ella pervive en muchos adultos, que temen la lesión del ojo más que la de cualquier otro órgano. Por otra parte, se suele decir que uno cuidará cierta cosa como a la niña de sus ojos. Además, el estudio de los sueños, de las fantasías y mitos nos ha enseñado que la angustia por los ojos, la angustia de quedar ciego, es con harta frecuencia un sustituto de la angustia ante la castración. Y en verdad, la acción del criminal mítico, Edipo, de cegarse a sí mismo no es más que una forma atemperada de la castración, el único castigo que le habría correspondido según la ley del talión. Dentro de una mentalidad racionalista, claro está, se puede desautorizar esta reconducción de la angustia por los ojos a la angustia ante la castración; parece natural que un órgano tan precioso como el de la vista esté resguardado por una angustia correlativamente grande, y, dando un paso más, hasta puede sostenerse que tras la angustia ante la castración no se esconde ningún secreto más arcano ni un significado diverso. Sin embargo, así se dejará sin explicar el nexo de recíproca sustitución que en el sueño, la fantasía y el mito se da a conocer entre ojo y miembro masculino, y no se podrá contradecir la impresión de que tras la amenaza de ser privado del miembro genital se produce un sentimiento particularmente intenso y oscuro, y que es ese sentimiento el que presta su eco a la representación de perder otros órganos. Y en definitiva, toda duda ulterior desaparece cuando a partir de los análisis de neuróticos se averigua el

Luego, el estudiante Nathaniel cree reconocer esta figura terrorífica de su infancia en un óptico ambulante, un italiano llamado Giuseppe Coppola que en la ciudad universitaria donde aquel se encuentra le ofrece en venta unos barómetros y, cuando declina comprarlos, agrega: «¡Eh, barómetros no, barómetros no! ¡Vendo también bellos ojos, bellos ojos! ». El espanto del estudiante se calma al advertir que los ojos ofrecidos resultan ser unas inocentes gafas; le compra a Coppola un prismático de bolsillo con el que espía la casa lindera del profesor Spalanzani, donde divisa a su hija Olimpia, bella pero enigmaticamente silenciosa e inmóvil. Se enamora perdidamente de ella, hasta el punto de olvidar a su inteligente y serena novia. Pero Olimpia es un autómata al que Spalanzani le ha puesto el mecanismo de relojería y Coppola -el Hombre de la Arena- los ojos. El estudiante sorprende a los dos maestros disputando por su obra; el óptico se lleva a la muñeca de madera, sin ojos, y el mecánico Spalanzani arroja al pecho de Nathaniel los ojos de Olimpia, que permanecían en el suelo 'bañados en sangre; dice que Coppola se los ha hurtado a Nathaniel. Este cae presa de un nuevo ataque de locura en cuyo *delirium se aúnan la reminiscencia de la muerte del padre con la impresión fresca: «¡Uy, uy, uy! ¡Círculo de fuego, círculo de fuego! ¡Gira, círculo de fuego, lindo, lindo! ¡Muñequita de madera, uy, bella muñequita de madera, gira!». Se arroja entonces sobre el profesor, el presunto padre de Olimpia, con ánimo de estrangularlo.
Recobrado de una prolongada y grave enfermedad, Nathaniel parece al fin sano. Ha recuperado a su novia y se propone desposarla. Un día, ella y él pasean por la ciudad, sobre cuya plaza mayor la alta torre del Ayuntamiento proyecta su sombra gigantesca. La muchacha propone a su novio subir a la torre, en tanto el hermano de ella, que acompañaba a la pareja, permanece abajo. Ya en lo alto, la curiosa aparición de algo que se agita allá, en la calle, atrae la atención de Clara. Nathaniel observa la misma cosa mediante el prismático de Coppola, que encuentra en su bolsillo; de nuevo cae presa de la locura y a la voz de «¡Muñequita de madera, gira!» pretende arrojar desde lo alto a la muchacha. El hermano, que acude a sus gritos de auxilio, la salva y desciende rápidamente con ella. Arriba, el loco furioso corre en torno exclamando «¡Círculo de fuego, gira!», cuyo origen nosotros comprendemos. Entre las personas reunidas en la calle sobresale el abogado Coppelius, quien ha reaparecido .de pronto. Tenemos derecho a suponer que la locura estalló en Nathaniel cuando vio que se acercaba. Alguien quiere subir para capturar al furioso, pero Coppelius dice sonriendo: «Esperen, que ya bajará él por sus propios medios». De pronto Nathaniel se queda quieto, mira a Coppelius y se arroja por encima de la baranda dando el estridente grito de « ¡Sí, bellos ojos, bellos ojos! ». Al quedar sobre el pavimento con la cabeza destrozada, ya el Hombre de la Arena se ha perdido entre la multitud.
Aun esta breve síntesis no deja subsistir ninguna duda de que el sentimiento de lo ominoso adhiere directamente a la figura del Hombre de la Arena, vale decir, a la representación de ser despojado de los ojos, y que nada tiene que ver con este efecto la incertidumbre intelectual en el sentido de Jentsch. La duda acerca del carácter animado, que debimos admitir respecto de la muñeca Olimpia, no es nada en comparación con este otro ejemplo, más intenso, de lo ominoso. Es cierto que el autor produce al comienzo en nosotros una especie de incertidumbre -deliberadamente, desde luego-, al no dejarnos colegir de entrada si se propone introducirnos en el mundo real o en un mundo fantástico creado por su albedrío. Como es notorio, tiene derecho a hacer lo uno o lo otro, y sí por ejemplo ha escogido como escenario de sus figuraciones un mundo donde actúan espíritus, demonios y espectros -tal el caso de Shakespeare en Hamlet, Macbeth y, en otro sentido, en La tempestad y en Sueño de una noche de verano-, hemos de seguirlo en ello y, todo el tiempo que dure nuestra entrega a su relato, tratar como una realidad objetiva ese universo por él presupuesto. Ahora bien, en el curso del cuento de Hoffmann esa duda desaparece; nos percatamos de que el autor quiere hacernos mirar a nosotros mismos por las gafas o los prismáticos del óptico demoníaco, y hasta que quizás ha atisbado en persona por ese instrumento. La conclusión del cuento deja en claro que el óptico Coppola es efectivamente el abogado Coppelius(193) y, por tanto, el Homb re de la Arena.
En este punto ya no cuenta ninguna «incertidumbre intelectual»: ahora sabemos que no se nos quiere presentar el producto de la fantasía de un loco, tras el cual, desde nuestra superioridad racionalista, pudiéramos discernir el estado de cosas positivo; y sin embargo ... ese esclarecimiento en nada ha reducido la impresión de lo ominoso. Por tanto, la incertidumbre intelectual no nos ayuda a entender ese efecto ominoso.
En cambio, la experiencia psicoanalítica nos pone sobre aviso de que dañarse los ojos o perderlos es una angustia que espeluzna a los niños. Ella pervive en muchos adultos, que temen la lesión del ojo más que la de cualquier otro órgano. Por otra parte, se suele decir que uno cuidará cierta cosa como a la niña de sus ojos. Además, el estudio de los sueños, de las fantasías y mitos nos ha enseñado que la angustia por los ojos, la angustia de quedar ciego, es con harta frecuencia un sustituto de la angustia ante la castración. Y en verdad, la acción del criminal mítico, Edipo, de cegarse a sí mismo no es más que una forma atemperada de la castración, el único castigo que le habría correspondido según la ley del talión. Dentro de una mentalidad racionalista, claro está, se puede desautorizar esta reconducción de la angustia por los ojos a la angustia ante la castración; parece natural que un órgano tan precioso como el de la vista esté resguardado por una angustia correlativamente grande, y, dando un paso más, hasta puede sostenerse que tras la angustia ante la castración no se esconde ningún secreto más arcano ni un significado diverso. Sin embargo, así se dejará sin explicar el nexo de recíproca sustitución que en el sueño, la fantasía y el mito se da a conocer entre ojo y miembro masculino, y no se podrá contradecir la impresión de que tras la amenaza de ser privado del miembro genital se produce un sentimiento particularmente intenso y oscuro, y que es ese sentimiento el que presta su eco a la representación de perder otros órganos. Y en definitiva, toda duda ulterior desaparece cuando a partir de los análisis de neuróticos se averigua el

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«complejo de castración» en todos sus detalles y se toma conocimiento del grandioso papel que desempeña en su vida anímica.
Además, no aconsejaría a ningún opositor de la concepción psicoanalítica aducir justamente el cuento de Hoffmann sobre «El Hombre de la Arena» para sustentar la 'tesis de que la angustia por los ojos es algo independiente del complejo de castración. En efecto, ¿por qué la angustiaen torno de los ojos entra aquí en la más íntima relación con la muerte del padre? ¿Por qué el Hombre de la Arena aparece todas las veces como perturbador del amor? Hace que el desdichado estudiante se malquiste con su novia y con el hermano de esta, que es su mejor amigo; aniquila su segundo objeto de amor, la bella muñeca Olimpia, y lo constriñe al suicidio cuando está por consumar una dichosa unión con su Clara, a quien ha recuperado. Estos rasgos del cuento, como otros muchos, parecen caprichosos y carentes de significado sí uno desautoriza el nexo de la angustia por los ojos con la castración, pero cobran pleno sentido si se remplaza al Hombre de la Arena por el padre temido, de quien se espera la castración (ver nota(194)).
Por tanto, nos atreveríamos a reconducir lo ominoso del Hombre de la Arena a la angustia del complejo infantil de castración. Pero tan pronto surge la idea de recurrir a un factor infantil de esa índole para esclarecer la génesis de este sentimiento ominoso, nos vemos llevados a ensayar esa misma derivación para otros ejemplos de lo ominoso. En «El Hombre de la Arena» hallamos todavía el motivo, destacado por Jentsch, de la muñeca en apariencia animada. Según este autor, una condición particularmente favorable para que se produzca el sentimiento ominoso es que surja una incertidumbre intelectual acerca de sí algo es inanimado o inerte, y que la semejanza de lo inerte con lo vivo llegue demasiado lejos. Ahora bien, con las muñecas, desde luego, no estamos muy distantes de lo infantil. Recordemos que el niño, en los juegos de sus primeros años, no distingue de manera nítida entre lo animado y lo inanimado, y muestra particular tendencia a considerar a sus muñecas como seres vivos. Y aun en ocasiones escuchamos referir a nuestras pacientes que todavía a la edad de ocho años estaban convencidas de que mirando a sus muñecas de cierta manera ' con la máxima intensidad posible, tendrían que hacerles cobrar vida. Por tanto, también aquí es fácil pesquisar el factor infantil; pero lo notable es que en el caso del Hombre de la Arena está en juego el despertar de una antigua angustia infantil, mientras que en el de la muñeca viva no interviene para nada la angustia, puesto que el niño no tuvo miedo a la animación de sus muñecas, y hasta quizá la deseó. Entonces, la fuente del sentimiento ominoso no sería aquí una angustia infantil, sino un deseo o aun apenas una creencia infantiles. Esto parece una contradicción, aunque tal vez no sea más que una multiplicidad que pueda ayudarnos posteriormente en nuestro intento de comprensión.
E. T. A. Hoffmann es el maestro inigualado de lo ominoso en la creación literaria. Su novela Los elixires del diablo exhibe todo un haz de motivos a los que cabría adscribir el efecto ominoso de la historia (ver nota(195)). El contenido de la novela es demasiado rico y enredado como para que nos atrevamos a extractarlo. Al final del libro, cuando se agregan con posterioridad las premisas de la acción que hasta ese momento se habían mantenido en reserva, el resultado no es el esclarecimiento del lector, sino su perplejidad total. El autor ha acumulado demasiados elementos homogéneos; la impresión del conjunto no amengua por ello, pero sí su comprensión. Es preciso conformarse con destacar los más salientes entre esos motivos de efecto ominoso, a fin de indagar si también ellos admiten ser derivados de fuentes infantiles. Helos aquí: la presencia de «dobles» en todas sus gradaciones y plasmaciones, vale decir, la aparición de personas que por su idéntico aspecto deben considerarse idénticas; el acrecentamiento de esta circunstancia por el salto de procesos anímicos de una de estas personas a la otra -lo que llamaríamos telepatía-, de suerte que una es coposeedora del saber, el sentir y el vivenciar de la otra; la identificación con otra persona hasta el punto de equivocarse sobre el propio yo o situar el yo ajeno en el lugar del propio -o sea, duplicación, división, permutación del yo-, y, por último, el permanente retorno de lo igual(196), la repetición de los mismos rasgos faciales, caracteres, destinos, hechos criminales, y hasta de los nombres a lo largo de varias generaciones sucesivas.

Además, no aconsejaría a ningún opositor de la concepción psicoanalítica aducir justamente el cuento de Hoffmann sobre «El Hombre de la Arena» para sustentar la 'tesis de que la angustia por los ojos es algo independiente del complejo de castración. En efecto, ¿por qué la angustiaen torno de los ojos entra aquí en la más íntima relación con la muerte del padre? ¿Por qué el Hombre de la Arena aparece todas las veces como perturbador del amor? Hace que el desdichado estudiante se malquiste con su novia y con el hermano de esta, que es su mejor amigo; aniquila su segundo objeto de amor, la bella muñeca Olimpia, y lo constriñe al suicidio cuando está por consumar una dichosa unión con su Clara, a quien ha recuperado. Estos rasgos del cuento, como otros muchos, parecen caprichosos y carentes de significado sí uno desautoriza el nexo de la angustia por los ojos con la castración, pero cobran pleno sentido si se remplaza al Hombre de la Arena por el padre temido, de quien se espera la castración (ver nota(194)).
Por tanto, nos atreveríamos a reconducir lo ominoso del Hombre de la Arena a la angustia del complejo infantil de castración. Pero tan pronto surge la idea de recurrir a un factor infantil de esa índole para esclarecer la génesis de este sentimiento ominoso, nos vemos llevados a ensayar esa misma derivación para otros ejemplos de lo ominoso. En «El Hombre de la Arena» hallamos todavía el motivo, destacado por Jentsch, de la muñeca en apariencia animada. Según este autor, una condición particularmente favorable para que se produzca el sentimiento ominoso es que surja una incertidumbre intelectual acerca de sí algo es inanimado o inerte, y que la semejanza de lo inerte con lo vivo llegue demasiado lejos. Ahora bien, con las muñecas, desde luego, no estamos muy distantes de lo infantil. Recordemos que el niño, en los juegos de sus primeros años, no distingue de manera nítida entre lo animado y lo inanimado, y muestra particular tendencia a considerar a sus muñecas como seres vivos. Y aun en ocasiones escuchamos referir a nuestras pacientes que todavía a la edad de ocho años estaban convencidas de que mirando a sus muñecas de cierta manera ' con la máxima intensidad posible, tendrían que hacerles cobrar vida. Por tanto, también aquí es fácil pesquisar el factor infantil; pero lo notable es que en el caso del Hombre de la Arena está en juego el despertar de una antigua angustia infantil, mientras que en el de la muñeca viva no interviene para nada la angustia, puesto que el niño no tuvo miedo a la animación de sus muñecas, y hasta quizá la deseó. Entonces, la fuente del sentimiento ominoso no sería aquí una angustia infantil, sino un deseo o aun apenas una creencia infantiles. Esto parece una contradicción, aunque tal vez no sea más que una multiplicidad que pueda ayudarnos posteriormente en nuestro intento de comprensión.
E. T. A. Hoffmann es el maestro inigualado de lo ominoso en la creación literaria. Su novela Los elixires del diablo exhibe todo un haz de motivos a los que cabría adscribir el efecto ominoso de la historia (ver nota(195)). El contenido de la novela es demasiado rico y enredado como para que nos atrevamos a extractarlo. Al final del libro, cuando se agregan con posterioridad las premisas de la acción que hasta ese momento se habían mantenido en reserva, el resultado no es el esclarecimiento del lector, sino su perplejidad total. El autor ha acumulado demasiados elementos homogéneos; la impresión del conjunto no amengua por ello, pero sí su comprensión. Es preciso conformarse con destacar los más salientes entre esos motivos de efecto ominoso, a fin de indagar si también ellos admiten ser derivados de fuentes infantiles. Helos aquí: la presencia de «dobles» en todas sus gradaciones y plasmaciones, vale decir, la aparición de personas que por su idéntico aspecto deben considerarse idénticas; el acrecentamiento de esta circunstancia por el salto de procesos anímicos de una de estas personas a la otra -lo que llamaríamos telepatía-, de suerte que una es coposeedora del saber, el sentir y el vivenciar de la otra; la identificación con otra persona hasta el punto de equivocarse sobre el propio yo o situar el yo ajeno en el lugar del propio -o sea, duplicación, división, permutación del yo-, y, por último, el permanente retorno de lo igual(196), la repetición de los mismos rasgos faciales, caracteres, destinos, hechos criminales, y hasta de los nombres a lo largo de varias generaciones sucesivas.
El motivo del «doble» ha sido estudiado a fondo por O. Rank en un trabajo que lleva ese título (1914b). En él se indagan los vínculos del doble con la propia imagen vista en el espejo y con la sombra, el espíritu tutelar, la doctrina del alma y el miedo a la muerte, pero también se arroja viva luz sobre la sorprendente historia genética de ese motivo. En efecto, el doble fue en su origen una seguridad contra el sepultamiento del yo, una «enérgica desmentida {Dementierung} del poder de la muerte» (O. Rank), y es probable que el alma «inmortal» fuera el primer doble del cuerpo. El recurso a esa duplicación para defenderse del aniquilamiento tiene su correlato en un medio figurativo del lenguaje onírico, que gusta de expresar la castración mediante duplicación o multiplicación del símbolo genital (ver nota(197)); en la cultura del antiguo Egipto, impulsó a plasmar la imagen artística del muerto en un material imperecedero. Ahora bien, estas representaciones han nacido sobre el terreno del irrestricto amor por sí mismo, el narcisismo primario, que gobierna la vida anímica tanto del niño como del primitivo; con la superación de esta fase cambia el signo del doble: de un seguro de supervivencia, pasa a ser el ominoso anunciador de la muerte.
La representación del doble no necesariamente es sepultada junto con ese narcisismo inicial; en efecto, puede cobrar un nuevo contenido a partir de los posteriores estadios de desarrollo del yo. En el interior de este se forma poco a poco una instancia particular que puede contraponerse al resto del yo, que sirve a la observación de sí y a la autocrítica, desempeña el trabajo de la censura psíquica y se vuelve notoria para nuestra conciencia como «conciencia moral». En el caso patológico del delirio de ser notado, se aísla, se escinde del yo, se vuelve evidente para el médico. El hecho de que exista una instancia así, que puede tratar como objeto al resto del yo; vale decir, el hecho de que el ser humano sea capaz de observación de sí, posibilita llenar la antigua representación del doble con un nuevo contenido y atribuirle diversas cosas, principalmente todo aquello que aparece ante la autocrítica como perteneciente al viejo narcisismo superado de la época primordial (ver nota(198)).
Pero no sólo este contenido chocante para la crítica del yo puede incorporarse al doble; de igual modo, pueden serlo todas las posibilidades incumplidas de plasmación del destino, a que la fantasía sigue aferrada, y todas las aspiraciones del yo que no pudieron realizarse a consecuencia de unas circunstancias externas desfavorables, así como todas las decisiones voluntarias sofocadas que han producido la ilusión del libre albedrío(199).
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Ahora bien, tras considerar la motivación manifiesta de la figura del doble, debemos decirnos que nada de eso nos permite comprender el grado extraordinariamente alto de ominosidad a él adherido; y a partir del conocimiento que tenemos sobre los procesos anímicos patológicos, estamos autorizados a agregar que nada de ese contenido podría explicar el empeño defensivo que lo proyecta fuera del yo como algo ajeno. Entonces, el carácter de lo ominoso sólo puede estribar en que el doble es una formación oriunda de las épocas primordiales del alma ya superadas, que en aquel tiempo poseyó sin duda un sentido más benigno. El doble ha devenido una figura terrorífica del mismo modo como los dioses, tras la ruina de su religión, se convierten en demonios (ver nota(200)).
Siguiendo el paradigma del motivo del doble, resulta fácil apreciar las otras perturbaciones del yo utilizadas por Hoffmann. En ellas se trata de un retroceso a fases singulares de la historia de desarrollo del sentimiento yoico, de una regresión a épocas en que el yo no se había deslindado aún netamente del mundo exterior, ni del Otro. Creo que estos motivos contribuyen a la impresión de lo ominoso, sí bien no resulta fácil aislar su participación.
El factor de la repetición de lo igual como fuente del sentimiento ominoso acaso no sea aceptado por todas las personas. Según mis observaciones, bajo ciertas condiciones y en combinación con determinadas circunstancias se produce inequívocamente un sentimiento de esa índole, que, además, recuerda al desvalimiento de muchos estados oníricos. Cierta vez que en una calurosa tarde yo deambulaba por las calles vacías, para mí desconocidas, de una pequeña ciudad italiana, fui a dar en un sector acerca de cuyo carácter no pude dudar mucho tiempo. Sólo se veían mujeres pintarrajeadas que se asomaban por las ventanas de las casitas, y me apresuré a dejar la estrecha callejuela doblando en la primera esquina. Pero tras vagar sin rumbo durante un rato, de pronto me encontré de nuevo en la misma calle donde ya empezaba a llamar la atención, y mí apurado alejamiento sólo tuvo por consecuencia que fuera a parar ahí por tercera vez tras un nuevo rodeo. Entonces se apoderó de mí un sentimiento que sólo puedo calificar de ominoso, y sentí alegría cuando, renunciando a ulteriores viajes de descubrimiento, volví a hallar la piazza que poco antes había abandonado. Otras situaciones, que tienen en común con la que acabo de describir el retorno no deliberado, pero se diferencian radicalmente de ella en los demás puntos, engendran empero el mismo sentimiento de desvalimiento y ominosidad. Por ejemplo, cuando uno se extravía en el bosque, acaso sorprendido por la niebla, y a pesar de todos sus esfuerzos por hallar un camino demarcado o familiar retorna repetidas veces a cierto sitio caracterizado por determinado aspecto. 0 cuando uno anda por una habitación desconocida, oscura, en busca de la puerta o de la perilla de la luz, y por enésima vez tropieza con el mismo mueble, situación que Mark Twain, exagerándola hasta lo grotesco, ha trasmudado en la de una comicidad irresistible (ver nota(201)).
También en otra serie de experiencias discernimos sin trabajo que es sólo el factor de la repetición no deliberada el que vuelve ominoso algo en sí mismo inofensivo y nos impone la idea de lo fatal, inevitable, donde de ordinario sólo habríamos hablado de «casualidad». Así, es una vivencia sin duda indiferente que en un guardarropas recibamos como vale cierto número (p. ej., 62) o hallemos que el camarote asignado en el barco lleva ese número. Pero esa impresión cambia si ambos episodios en sí triviales se suceden con poca diferencia de tiempo: si uno se topa con el número 62 varias veces el mismo día y se ve precisado a observar que todo cuanto lleva designación numérica -direcciones, la pieza del hotel, el vagón del ferrocarril, etc.presenta una y otra vez el mismo número, aunque sea como componente. Uno lo halla «ominoso», y quien no sea impermeable a las tentaciones de la superstición se inclinará a atribuir a ese pertinaz retornodel mismo número un significado secreto, acaso una referencia a la edad de la vida que le está destinado alcanzar (ver nota(202)). O si uno se ha dedicado últimamente a estudiar los escritos del gran fisiólogo E. Hering y con diferencia de unos pocos días recibe cartas de dos personas de ese nombre de diversos países, cuando hasta entonces nunca había tenido relación con personas que se llamaran así. Un ingenioso investigador de la naturaleza ha intentado hace poco subordinar a ciertas leyes sucesos de esa índole, lo cual no podría menos que cancelar la impresión de lo ominoso (ver nota(203)). No me atrevo a pronunciarme sobre si lo ha logrado.
Sólo de pasada puedo indicar aquí el modo en que lo ominoso del retorno de lo igual puede deducirse de la vida anímica infantil; remito al lector, pues, a una exposición de detalle, ya terminada, que se desarrolla en otro contexto(204). En lo inconciente anímico, en efecto, se discierne el imperio de una compulsión de repetición que probablemente depende, a su vez, de la naturaleza más íntima de las pulsiones; tiene suficiente poder para doblegar al principio de placer, confiere carácter demoníaco a ciertos aspectos de la vida anímica, se exterioriza todavía con mucha nitidez en las aspiraciones del niño pequeño y gobierna el psicoanálisis de los neuróticos en una parte de su decurso. Todas las elucidaciones anteriores nos hacen esperar que se sienta como ominoso justamente aquello capaz de recordar a esa compulsión interior de repetición.
Sin embargo, creo que ya es tiempo de dejar estas constelaciones, sobre las cuales siempre es difícil emitir juicio, y buscar casos inequívocos de lo ominoso cuyo análisis nos permita obtener una decisión definitiva acerca de la validez de nuestra hipótesis.
En «El anillo de Polícrates(205)» el rey de Egipto se aparta con horror de su huésped porque nota que todo deseo de su amigo le es cumplido en el acto y el destino le aventa enseguida cada una de sus preocupaciones. Su amigo se le ha vuelto «ominoso». La explicación que él mismo da, a saber, que los demasiado dichosos tienen que temer la envidia de los dioses, nos parece todavía impenetrable, su sentido se oculta tras un velo mitológico. Tomemos, por eso, un ejemplo de circunstancias mucho más simples: en el historial clínico de un neurótico obsesivo(206) referí que este enfermo había tomado una cura de aguas, y durante su permanencia en el sanatorio había experimentado una gran mejoría. Pero tuvo suficiente perspicacia para no atribuir ese resultado a la virtud curativa del agua, sino a la ubicación de su pieza, en la inmediata vecindad de la de una amable enfermera. Llegado por segunda vez al sanatorio, pidió la misma habitación, pero le dijeron que ya estaba ocupada por un señor anciano; entonces dio rienda suelta a su disgusto con estas palabras: «Ojalá le dé un ataque». Catorce días después el anciano murió efectivamente de un ataque de apoplejía. Para mi paciente fue una vivencia «ominosa». La impresión de lo ominoso habría sido todavía más intensa de trascurrir un lapso menor entre su manifestación y el hecho fatal, o si el paciente hubiera podido informar sobre otras muchas vivencias de la misma índole. En realidad, no le faltaban tales corroboraciones; pero no sólo a él: todos los neuróticos obsesivos que yo he estudiado sabían referir cosas análogas de sí mismos. En modo alguno les sorprendía encontrarse regularmente con la persona en la que acababan -acaso por primera vez tras largo tiempo- de pensar; por las mañanas solían recibir carta de un amigo de quien la tarde anterior

Siguiendo el paradigma del motivo del doble, resulta fácil apreciar las otras perturbaciones del yo utilizadas por Hoffmann. En ellas se trata de un retroceso a fases singulares de la historia de desarrollo del sentimiento yoico, de una regresión a épocas en que el yo no se había deslindado aún netamente del mundo exterior, ni del Otro. Creo que estos motivos contribuyen a la impresión de lo ominoso, sí bien no resulta fácil aislar su participación.
El factor de la repetición de lo igual como fuente del sentimiento ominoso acaso no sea aceptado por todas las personas. Según mis observaciones, bajo ciertas condiciones y en combinación con determinadas circunstancias se produce inequívocamente un sentimiento de esa índole, que, además, recuerda al desvalimiento de muchos estados oníricos. Cierta vez que en una calurosa tarde yo deambulaba por las calles vacías, para mí desconocidas, de una pequeña ciudad italiana, fui a dar en un sector acerca de cuyo carácter no pude dudar mucho tiempo. Sólo se veían mujeres pintarrajeadas que se asomaban por las ventanas de las casitas, y me apresuré a dejar la estrecha callejuela doblando en la primera esquina. Pero tras vagar sin rumbo durante un rato, de pronto me encontré de nuevo en la misma calle donde ya empezaba a llamar la atención, y mí apurado alejamiento sólo tuvo por consecuencia que fuera a parar ahí por tercera vez tras un nuevo rodeo. Entonces se apoderó de mí un sentimiento que sólo puedo calificar de ominoso, y sentí alegría cuando, renunciando a ulteriores viajes de descubrimiento, volví a hallar la piazza que poco antes había abandonado. Otras situaciones, que tienen en común con la que acabo de describir el retorno no deliberado, pero se diferencian radicalmente de ella en los demás puntos, engendran empero el mismo sentimiento de desvalimiento y ominosidad. Por ejemplo, cuando uno se extravía en el bosque, acaso sorprendido por la niebla, y a pesar de todos sus esfuerzos por hallar un camino demarcado o familiar retorna repetidas veces a cierto sitio caracterizado por determinado aspecto. 0 cuando uno anda por una habitación desconocida, oscura, en busca de la puerta o de la perilla de la luz, y por enésima vez tropieza con el mismo mueble, situación que Mark Twain, exagerándola hasta lo grotesco, ha trasmudado en la de una comicidad irresistible (ver nota(201)).
También en otra serie de experiencias discernimos sin trabajo que es sólo el factor de la repetición no deliberada el que vuelve ominoso algo en sí mismo inofensivo y nos impone la idea de lo fatal, inevitable, donde de ordinario sólo habríamos hablado de «casualidad». Así, es una vivencia sin duda indiferente que en un guardarropas recibamos como vale cierto número (p. ej., 62) o hallemos que el camarote asignado en el barco lleva ese número. Pero esa impresión cambia si ambos episodios en sí triviales se suceden con poca diferencia de tiempo: si uno se topa con el número 62 varias veces el mismo día y se ve precisado a observar que todo cuanto lleva designación numérica -direcciones, la pieza del hotel, el vagón del ferrocarril, etc.presenta una y otra vez el mismo número, aunque sea como componente. Uno lo halla «ominoso», y quien no sea impermeable a las tentaciones de la superstición se inclinará a atribuir a ese pertinaz retornodel mismo número un significado secreto, acaso una referencia a la edad de la vida que le está destinado alcanzar (ver nota(202)). O si uno se ha dedicado últimamente a estudiar los escritos del gran fisiólogo E. Hering y con diferencia de unos pocos días recibe cartas de dos personas de ese nombre de diversos países, cuando hasta entonces nunca había tenido relación con personas que se llamaran así. Un ingenioso investigador de la naturaleza ha intentado hace poco subordinar a ciertas leyes sucesos de esa índole, lo cual no podría menos que cancelar la impresión de lo ominoso (ver nota(203)). No me atrevo a pronunciarme sobre si lo ha logrado.
Sólo de pasada puedo indicar aquí el modo en que lo ominoso del retorno de lo igual puede deducirse de la vida anímica infantil; remito al lector, pues, a una exposición de detalle, ya terminada, que se desarrolla en otro contexto(204). En lo inconciente anímico, en efecto, se discierne el imperio de una compulsión de repetición que probablemente depende, a su vez, de la naturaleza más íntima de las pulsiones; tiene suficiente poder para doblegar al principio de placer, confiere carácter demoníaco a ciertos aspectos de la vida anímica, se exterioriza todavía con mucha nitidez en las aspiraciones del niño pequeño y gobierna el psicoanálisis de los neuróticos en una parte de su decurso. Todas las elucidaciones anteriores nos hacen esperar que se sienta como ominoso justamente aquello capaz de recordar a esa compulsión interior de repetición.
Sin embargo, creo que ya es tiempo de dejar estas constelaciones, sobre las cuales siempre es difícil emitir juicio, y buscar casos inequívocos de lo ominoso cuyo análisis nos permita obtener una decisión definitiva acerca de la validez de nuestra hipótesis.
En «El anillo de Polícrates(205)» el rey de Egipto se aparta con horror de su huésped porque nota que todo deseo de su amigo le es cumplido en el acto y el destino le aventa enseguida cada una de sus preocupaciones. Su amigo se le ha vuelto «ominoso». La explicación que él mismo da, a saber, que los demasiado dichosos tienen que temer la envidia de los dioses, nos parece todavía impenetrable, su sentido se oculta tras un velo mitológico. Tomemos, por eso, un ejemplo de circunstancias mucho más simples: en el historial clínico de un neurótico obsesivo(206) referí que este enfermo había tomado una cura de aguas, y durante su permanencia en el sanatorio había experimentado una gran mejoría. Pero tuvo suficiente perspicacia para no atribuir ese resultado a la virtud curativa del agua, sino a la ubicación de su pieza, en la inmediata vecindad de la de una amable enfermera. Llegado por segunda vez al sanatorio, pidió la misma habitación, pero le dijeron que ya estaba ocupada por un señor anciano; entonces dio rienda suelta a su disgusto con estas palabras: «Ojalá le dé un ataque». Catorce días después el anciano murió efectivamente de un ataque de apoplejía. Para mi paciente fue una vivencia «ominosa». La impresión de lo ominoso habría sido todavía más intensa de trascurrir un lapso menor entre su manifestación y el hecho fatal, o si el paciente hubiera podido informar sobre otras muchas vivencias de la misma índole. En realidad, no le faltaban tales corroboraciones; pero no sólo a él: todos los neuróticos obsesivos que yo he estudiado sabían referir cosas análogas de sí mismos. En modo alguno les sorprendía encontrarse regularmente con la persona en la que acababan -acaso por primera vez tras largo tiempo- de pensar; por las mañanas solían recibir carta de un amigo de quien la tarde anterior

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habían dicho: «Hace mucho que no sé nada de él», y, en particular, era raro que sucedieran muertes o desgracias sin que un rato antes se les pasaran por la cabeza. Solían expresar tales situaciones, con la mayor modestia, aseverando tener « presentimientos » que «casi siempre» se cumplían.
Una de las formas más ominosas y difundidas de la superstición es la angustia ante el «mal de ojo», estudiado a fondo por el oculista de Hamburgo, S. Selígmann (1910-11). La fuente de que nace esta angustia parece haber sido reconocida siempre. Quien posee algo valioso y al mismo tiempo frágil teme la envidia de los otros, pues les proyecta la que él mismo habría sentido en el caso inverso. Uno deja traslucir tales mociones mediante la mirada, aunque les deniegue su expresión en palabras; y cuando alguien se diferencia de los demás por unos rasgos llamativos, en particular si son de naturaleza desagradable, se le atribuye una envidia de particular intensidad y la capacidad de trasponer en actos esa intensidad. Por tanto, se teme un propósito secreto de hacer daño, y por ciertos signos se supone que ese propósito posee también la fuerza de realizarse.
Los ejemplos de lo ominoso citados en último término dependen del principio que yo, siguiendo la sugerencia de un paciente(207), he llamado «omnipotencia del pensamiento». Ahora bien, estamos en terreno conocido y ya no podemos ignorarlo, El análisis de los casos de lo ominoso nos ha reconducido a la antigua concepción del mundo del animismo, que se caracterizaba por llenar el universo con espíritus humanos, por la sobrestimación narcisista de los propios procesos anímicos, la omnipotencia del pensamiento y la técnica de la magia basada en ella, la atribución de virtudes ensalmadoras -dentro de una gradación cuidadosamente establecida- a personas ajenas y cosas (mana), .así como por todas las creaciones con que el narcisismo irrestricto de aquel período evolutivo se ponía en guardia frente al inequívoco veto de la realidad. Parece que en nuestro desarrollo individual todos atravesáramos una fase correspondiente a ese animismo de los primitivos, y que en ninguno de nosotros hubiera pasado sin dejar como secuela unos restos y huellas capaces de exteriorizarse; y es como si todo cuanto hoy nos parece «ominoso» cumpliera la condición de tocar estos restos de actividad animista e incitar su exteriorización (ver nota(208)).
En este punto he de hacer dos señalamientos en los cuales querría asentar el contenido esencial de esta pequeña indagación. La primera: Si la teoría psicoanalítica acierta cuando asevera que todo afecto de una moción de sentimientos, de cualquier clase que sea, se trasmuda en angustia por obra de la represión, entre los casos de lo que provoca angustia existirá por fuerza un grupo en que pueda demostrarse que eso angustioso es algo reprimido que retorna. Esta variedad de lo que provoca angustia sería justamente lo ominoso, resultando indiferente que en su origen fuera a su vez algo angustioso o tuviese como portador algún otro afecto. La segunda: Si esta es de hecho la naturaleza secreta de lo ominoso, comprendemos que los usos de la lengua hagan pasar lo «Heimliche» (lo «familiar»} a su opuesto, lo«Unheimliche», pues esto ominoso no es efectivamente algo nuevo o ajeno, sino algo familiar de antiguo a la vida anímica, sólo enajenado de ella por el proceso de la represión. Ese nexo con la represión nos ilumina ahora también la definición de Schelling, según la cual lo ominoso es algo que, destinado a permanecer en lo oculto, ha salido a la luz.
Sólo nos resta someter a prueba la intelección que hemos obtenido, ensayando explicar con ella algunos otros casos de lo ominoso.
A muchos seres humanos les parece ominoso en grado supremo lo que se relaciona de manera íntima con la muerte, con cadáveres y con el retorno de los muertos, con espíritus y aparecidos. En efecto, dijimos que numerosas lenguas modernas no pueden traducir la expresión alemana «una casa unheimlich» como no sea mediante la paráfrasis «una casa poblada de fantasmas(209)». En verdad habríamos debido empezar nuestra indagación por este ejemplo, quizás el más rotundo, de lo ominoso, pero no lo hicimos porque aquí lo ominoso está demasiado contaminado con lo espeluznante y en parte tapado por esto último. Empero, difícilmente haya otro ámbito en que nuestro pensar y sentir hayan variado tan poco desde las épocas primordiales, y en que lo antiguo se haya conservado tan bien bajo* una delgada cubierta, como en el de nuestra relación con la muerte. Dos factores son buenos testigos de esa permanencia: la intensidad de nuestras reacciones afectivas originarias y la incertidumbre de nuestro conocimiento científico. Nuestra biología no ha podido decidir aún si la muerte es el destino necesario de todo ser vivo o sólo una contingencia regular, pero acaso evitable, en el reino de la vida (ver nota(210)). Es cierto que el enunciado «Todos los hombres son mortales» se exhibe en los manuales de lógico. como el arquetipo de una afirmación universal; pero no ilumina a ningún ser humano, y nuestro inconciente concede ahora tan poco espacio como otrora a la representación de la propia mortalidad (ver nota(211)). Las religiones siguen impugnando su significado al hecho incontrastable de la muerte individual y prolongan la existencia después de ella; los poderes del Estado creen que no podrían mantener el orden moral entre los vivos si debiera renunciarse a corregir la vida terrenal en un más allá mejor; en nuestras grandes ciudades se anuncian conferencias que pretenden enseñar cómo entrar en contacto con el alma de los difuntos, y es innegable que muchas de las mejores cabezas y de los pensadores más perspicaces entre los hombres de ciencia, sobre todo hacia el final de su vida, han juzgado que no eran inexistentes las posibilidades de semejante comercio con los espíritus. Puesto que casi todos nosotros seguimos pensando en este punto todavía como los salvajes, no cabe maravillarse de que la angustia primitiva frente al muerto siga siendo tan potente y esté presta a exteriorizarse no bien algo la solicite. Es probable que conserve su antiguo sentido: el muerto ha devenido enemigo del sobreviviente y pretende llevárselo consigo para que lo acompañe en su nueva existencia. Dada esta inmutabilidad de la actitud ante la muerte, cabría preguntar dónde ha quedado la condición de la represión, necesaria para que lo primitivo pueda retornar como algo ominoso. Empero, ella subsiste; oficialmente, las personas llamadas cultas ya no creen más en la presencia visible de las ánimas de los difuntos, han asociado su aparición con unas condiciones remotas y que rara vez se realizan, y la actitud frente al muerto, ambivalente y en extremo ambigua en su origen, se ha atemperado en la actitud unívoca de la piedad (ver nota(212)).
Ahora hacen falta unos pocos complementos, pues con el animismo, la magia y el ensalmo, la omnipotencia de los pensamientos, el nexo con la muerte, la repetición no deliberada y el complejo de castración, hemos agotado prácticamente la gama de factores que vuelven ominoso lo angustiante.
También llamamos ominosa a una persona viviente, y sin duda cuando le atribuimos malos propósitos. Pero esto no basta; debemos agregar que realizará esos propósitos de hacernos daño con el auxilio de unas fuerzas particulares. Buen ejemplo de ello es el gettatore(213), esa figura ominosa de la superstición románica que Albrecht Schaeffer, con intuición poética y profunda comprensión psicoanalítica, ha trasformado en un personaje simpático en su libro

Una de las formas más ominosas y difundidas de la superstición es la angustia ante el «mal de ojo», estudiado a fondo por el oculista de Hamburgo, S. Selígmann (1910-11). La fuente de que nace esta angustia parece haber sido reconocida siempre. Quien posee algo valioso y al mismo tiempo frágil teme la envidia de los otros, pues les proyecta la que él mismo habría sentido en el caso inverso. Uno deja traslucir tales mociones mediante la mirada, aunque les deniegue su expresión en palabras; y cuando alguien se diferencia de los demás por unos rasgos llamativos, en particular si son de naturaleza desagradable, se le atribuye una envidia de particular intensidad y la capacidad de trasponer en actos esa intensidad. Por tanto, se teme un propósito secreto de hacer daño, y por ciertos signos se supone que ese propósito posee también la fuerza de realizarse.
Los ejemplos de lo ominoso citados en último término dependen del principio que yo, siguiendo la sugerencia de un paciente(207), he llamado «omnipotencia del pensamiento». Ahora bien, estamos en terreno conocido y ya no podemos ignorarlo, El análisis de los casos de lo ominoso nos ha reconducido a la antigua concepción del mundo del animismo, que se caracterizaba por llenar el universo con espíritus humanos, por la sobrestimación narcisista de los propios procesos anímicos, la omnipotencia del pensamiento y la técnica de la magia basada en ella, la atribución de virtudes ensalmadoras -dentro de una gradación cuidadosamente establecida- a personas ajenas y cosas (mana), .así como por todas las creaciones con que el narcisismo irrestricto de aquel período evolutivo se ponía en guardia frente al inequívoco veto de la realidad. Parece que en nuestro desarrollo individual todos atravesáramos una fase correspondiente a ese animismo de los primitivos, y que en ninguno de nosotros hubiera pasado sin dejar como secuela unos restos y huellas capaces de exteriorizarse; y es como si todo cuanto hoy nos parece «ominoso» cumpliera la condición de tocar estos restos de actividad animista e incitar su exteriorización (ver nota(208)).
En este punto he de hacer dos señalamientos en los cuales querría asentar el contenido esencial de esta pequeña indagación. La primera: Si la teoría psicoanalítica acierta cuando asevera que todo afecto de una moción de sentimientos, de cualquier clase que sea, se trasmuda en angustia por obra de la represión, entre los casos de lo que provoca angustia existirá por fuerza un grupo en que pueda demostrarse que eso angustioso es algo reprimido que retorna. Esta variedad de lo que provoca angustia sería justamente lo ominoso, resultando indiferente que en su origen fuera a su vez algo angustioso o tuviese como portador algún otro afecto. La segunda: Si esta es de hecho la naturaleza secreta de lo ominoso, comprendemos que los usos de la lengua hagan pasar lo «Heimliche» (lo «familiar»} a su opuesto, lo«Unheimliche», pues esto ominoso no es efectivamente algo nuevo o ajeno, sino algo familiar de antiguo a la vida anímica, sólo enajenado de ella por el proceso de la represión. Ese nexo con la represión nos ilumina ahora también la definición de Schelling, según la cual lo ominoso es algo que, destinado a permanecer en lo oculto, ha salido a la luz.
Sólo nos resta someter a prueba la intelección que hemos obtenido, ensayando explicar con ella algunos otros casos de lo ominoso.
A muchos seres humanos les parece ominoso en grado supremo lo que se relaciona de manera íntima con la muerte, con cadáveres y con el retorno de los muertos, con espíritus y aparecidos. En efecto, dijimos que numerosas lenguas modernas no pueden traducir la expresión alemana «una casa unheimlich» como no sea mediante la paráfrasis «una casa poblada de fantasmas(209)». En verdad habríamos debido empezar nuestra indagación por este ejemplo, quizás el más rotundo, de lo ominoso, pero no lo hicimos porque aquí lo ominoso está demasiado contaminado con lo espeluznante y en parte tapado por esto último. Empero, difícilmente haya otro ámbito en que nuestro pensar y sentir hayan variado tan poco desde las épocas primordiales, y en que lo antiguo se haya conservado tan bien bajo* una delgada cubierta, como en el de nuestra relación con la muerte. Dos factores son buenos testigos de esa permanencia: la intensidad de nuestras reacciones afectivas originarias y la incertidumbre de nuestro conocimiento científico. Nuestra biología no ha podido decidir aún si la muerte es el destino necesario de todo ser vivo o sólo una contingencia regular, pero acaso evitable, en el reino de la vida (ver nota(210)). Es cierto que el enunciado «Todos los hombres son mortales» se exhibe en los manuales de lógico. como el arquetipo de una afirmación universal; pero no ilumina a ningún ser humano, y nuestro inconciente concede ahora tan poco espacio como otrora a la representación de la propia mortalidad (ver nota(211)). Las religiones siguen impugnando su significado al hecho incontrastable de la muerte individual y prolongan la existencia después de ella; los poderes del Estado creen que no podrían mantener el orden moral entre los vivos si debiera renunciarse a corregir la vida terrenal en un más allá mejor; en nuestras grandes ciudades se anuncian conferencias que pretenden enseñar cómo entrar en contacto con el alma de los difuntos, y es innegable que muchas de las mejores cabezas y de los pensadores más perspicaces entre los hombres de ciencia, sobre todo hacia el final de su vida, han juzgado que no eran inexistentes las posibilidades de semejante comercio con los espíritus. Puesto que casi todos nosotros seguimos pensando en este punto todavía como los salvajes, no cabe maravillarse de que la angustia primitiva frente al muerto siga siendo tan potente y esté presta a exteriorizarse no bien algo la solicite. Es probable que conserve su antiguo sentido: el muerto ha devenido enemigo del sobreviviente y pretende llevárselo consigo para que lo acompañe en su nueva existencia. Dada esta inmutabilidad de la actitud ante la muerte, cabría preguntar dónde ha quedado la condición de la represión, necesaria para que lo primitivo pueda retornar como algo ominoso. Empero, ella subsiste; oficialmente, las personas llamadas cultas ya no creen más en la presencia visible de las ánimas de los difuntos, han asociado su aparición con unas condiciones remotas y que rara vez se realizan, y la actitud frente al muerto, ambivalente y en extremo ambigua en su origen, se ha atemperado en la actitud unívoca de la piedad (ver nota(212)).
Ahora hacen falta unos pocos complementos, pues con el animismo, la magia y el ensalmo, la omnipotencia de los pensamientos, el nexo con la muerte, la repetición no deliberada y el complejo de castración, hemos agotado prácticamente la gama de factores que vuelven ominoso lo angustiante.
También llamamos ominosa a una persona viviente, y sin duda cuando le atribuimos malos propósitos. Pero esto no basta; debemos agregar que realizará esos propósitos de hacernos daño con el auxilio de unas fuerzas particulares. Buen ejemplo de ello es el gettatore(213), esa figura ominosa de la superstición románica que Albrecht Schaeffer, con intuición poética y profunda comprensión psicoanalítica, ha trasformado en un personaje simpático en su libro

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Josef Montfort(214). Pero esas fuerzas secretas nos trasladan de nuevo al terreno del animismo. Es el presentimiento de esas fuerzas secretas lo que vuelve tan ominoso a Mefistófeles para la piadosa Margarita:
«Ella sospecha que seguramente soy un genio y hasta quizás el mismo Diablo».
(Ver nota(215))
Lo ominoso de la epilepsia, de la locura, tiene el mismo origen. El lego asiste aquí a la exteriorización de unas fuerzas que ni había sospechado en su prójimo, pero de cuya moción se siente capaz en algún remoto rincón de su personalidad. De una manera consecuente y casi correcta en lo psicológico, la Edad Media atribuía todas estas exteriorizaciones patológicas a la acción de demonios. Y hasta no me asombraría llegar a saber que el psicoanálisis, que se ocupa de poner en descubierto tales fuerzas secretas, se ha vuelto ominoso para muchas personas justamente por eso. En un caso en que logré restablecer -si bien no muy rápidamente- a una muchacha inválida desde hacía varios años, mucho tiempo después escuché eso mismo de labios de su madre.
Miembros seccionados, una cabeza cortada, una mano separada del brazo, como en un cuento de Hauff(216); pies que danzan solos, como en el citado libro de Schaeffer, contienen algo enormemente ominoso, en particular cuando se les atribuye todavía (así en el último ejemplo) una actividad autónoma. Ya sabemos que esa ominosidad se debe a su cercanía respecto del complejo de castración. Muchas personas concederían las palmas de lo ominoso a la representación de ser enterrados tras una muerte aparente. Sólo que el psicoanálisis nos ha enseñado que esa fantasía terrorífica no es más que la trasmudación de otra que en su origen no presentaba en modo alguno esa cualidad, sino que tenía por portadora una cierta concupiscencia: la fantasía de vivir en el seno materno (ver nota(217)).
Agreguemos aún algo general que, en sentido estricto, estaba ya contenido en las afirmaciones hechas sobre el animismo y los modos de trabajo superados del aparato anímico, si bien parece digno de ser destacado expresamente:
a menudo y con facilidad se tiene un efecto ominoso cuando se borran los límites entre fantasía y realidad, cuando aparece frente a nosotros como real algo que habíamos tenido por fantástico, cuando un símbolo asume la plena operación y el significado de lo simbolizado, y cosas por el estilo. En ello estriba buena parte del carácter ominoso adherido a las prácticas mágicas. Ahí lo infantil, que gobierna también la vida anímica de los neuróticos, consiste en otorgar mayor peso a la realidad psíquica por comparación con la material, rasgo este emparentado con la omnipotencia de los pensamientos. En medio del bloqueo impuesto por la Guerra Mundial llegó a mis manos un número de la Strand Magazine donde, entre otros artículos bastante triviales, se relataba que una joven pareja había alquilado una vivienda amueblada en la que había una mesa de forma rara con unos cocodrilos tallados. Al atardecer suele difundirse por la casa un hedor insoportable, característico, se tropieza con alguna cosa en la oscuridad, se cree ver cómo algo indefinible pasa rápidamente por la escalera; en suma, debe colegirse que a raíz de la presencia de esa mesa las ánimas de unos cocodrilos espectrales frecuentan la casa, o que los monstruos de madera cobran vida en la oscuridad, o alguna otra cosa parecida. Era una historia muy ingenua, pero se sentía muy grande su efecto ominoso.

«Ella sospecha que seguramente soy un genio y hasta quizás el mismo Diablo».
(Ver nota(215))
Lo ominoso de la epilepsia, de la locura, tiene el mismo origen. El lego asiste aquí a la exteriorización de unas fuerzas que ni había sospechado en su prójimo, pero de cuya moción se siente capaz en algún remoto rincón de su personalidad. De una manera consecuente y casi correcta en lo psicológico, la Edad Media atribuía todas estas exteriorizaciones patológicas a la acción de demonios. Y hasta no me asombraría llegar a saber que el psicoanálisis, que se ocupa de poner en descubierto tales fuerzas secretas, se ha vuelto ominoso para muchas personas justamente por eso. En un caso en que logré restablecer -si bien no muy rápidamente- a una muchacha inválida desde hacía varios años, mucho tiempo después escuché eso mismo de labios de su madre.
Miembros seccionados, una cabeza cortada, una mano separada del brazo, como en un cuento de Hauff(216); pies que danzan solos, como en el citado libro de Schaeffer, contienen algo enormemente ominoso, en particular cuando se les atribuye todavía (así en el último ejemplo) una actividad autónoma. Ya sabemos que esa ominosidad se debe a su cercanía respecto del complejo de castración. Muchas personas concederían las palmas de lo ominoso a la representación de ser enterrados tras una muerte aparente. Sólo que el psicoanálisis nos ha enseñado que esa fantasía terrorífica no es más que la trasmudación de otra que en su origen no presentaba en modo alguno esa cualidad, sino que tenía por portadora una cierta concupiscencia: la fantasía de vivir en el seno materno (ver nota(217)).
Agreguemos aún algo general que, en sentido estricto, estaba ya contenido en las afirmaciones hechas sobre el animismo y los modos de trabajo superados del aparato anímico, si bien parece digno de ser destacado expresamente:
a menudo y con facilidad se tiene un efecto ominoso cuando se borran los límites entre fantasía y realidad, cuando aparece frente a nosotros como real algo que habíamos tenido por fantástico, cuando un símbolo asume la plena operación y el significado de lo simbolizado, y cosas por el estilo. En ello estriba buena parte del carácter ominoso adherido a las prácticas mágicas. Ahí lo infantil, que gobierna también la vida anímica de los neuróticos, consiste en otorgar mayor peso a la realidad psíquica por comparación con la material, rasgo este emparentado con la omnipotencia de los pensamientos. En medio del bloqueo impuesto por la Guerra Mundial llegó a mis manos un número de la Strand Magazine donde, entre otros artículos bastante triviales, se relataba que una joven pareja había alquilado una vivienda amueblada en la que había una mesa de forma rara con unos cocodrilos tallados. Al atardecer suele difundirse por la casa un hedor insoportable, característico, se tropieza con alguna cosa en la oscuridad, se cree ver cómo algo indefinible pasa rápidamente por la escalera; en suma, debe colegirse que a raíz de la presencia de esa mesa las ánimas de unos cocodrilos espectrales frecuentan la casa, o que los monstruos de madera cobran vida en la oscuridad, o alguna otra cosa parecida. Era una historia muy ingenua, pero se sentía muy grande su efecto ominoso.
Para dar por concluida esta selección de ejemplos, sin duda todavía incompleta, debemos citar una experiencia extraída del trabajo psicoanalítico, que, si no se basa en una coincidencia accidental, conlleva la más cabal corroboración de nuestra concepción de lo ominoso. Con frecuencia hombres neuróticos declaran que los genitales femeninos son para ellos algo ominoso. Ahora bien, eso ominoso es la puerta de acceso al antiguo solar de la criatura, al lugar en que cada quien ha morado al comienzo. «Amor es nostalgia», se dice en broma, y cuando el soñante, todavía en sueños, piensa acerca de un lugar o de un paisaje: «Me es familiar, ya una vez estuve ahí», la interpretación está autorizada a remplazarlo por los genitales o el vientre de la madre (ver nota(218)). Por tanto, también en este caso lo ominoso es lo otrora doméstico, lo familiar de antiguo. Ahora bien, el prefijo «un» de la palabra unheimlich es la marca de la represión (ver nota(219)).
III
Ya en el curso de las precedentes elucidaciones se habrán agitado en el lector unas dudas a las que debemos permitir ahora reunirse y expresarse en voz alta.
Acaso sea cierto que lo ominoso {Unheimliche} sea lo familiar-entrañable {Heimliche-Heimische} que ha experimentado una represión y retorna desde ella, y que todo lo ominoso cumpla esa condición. Pero el enigma de lo ominoso no parece resuelto con la elección de ese material. Nuestra tesis, evidentemente, no admite ser invertida. No todo lo que recuerda a mociones de deseo reprimidas y a modos de pensamiento superados de la prehistoria individual y de la época primordial de la humanidad es ominoso por eso solo.
Tampoco callaremos el hecho de que para casi todos los ejemplos capaces de probar nuestro enunciado pueden hallarse otros análogos que lo contradicen. En el cuento de Hauff «La historia de la mano cortada», la mano seccionada produce sin duda un efecto ominoso, que nosotros hemos reconducido al complejo de castración. Pero en el relato de Herodoto sobre el tesoro de Rhampsenit, el maese ladrón a quien la princesa quiere tener agarrado por la mano deja tras sí la mano cortada de su hermano, y es probable que otras personas coincidan conmigo en juzgar que ese rasgo no provoca ningún efecto ominoso. La prontitud con que se cumplen los deseos

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en «El anillo de Polícrates» sin duda nos resulta tan ominosa a nosotros como al propio rey de Egipto; pero en nuestros cuentos tradicionales son abundantísimos esos cumplimientos instantáneos del deseo, y lo ominoso brilla por su ausencia. En el cuento de los tres deseos, la mujer se deja seducir por el olorcillo de unas salchichas, y dice que le gustaría tener ella también una salchichita así. Y al punto la tiene sobre el plato. El marido, en su enojo, desea que se le cuelgue de la nariz a la indiscreta. Y volando la tiene ella balanceándosele en su nariz. Esto es muy impresionante, pero por nada del mundo ominoso. El cuento tradicional se pone por entero y abiertamente en el punto de vista de la omnipotencia del pensar y desear, y yo no sabría indicar ningún cuento genuino en que ocurra algo ominoso. Se nos ha dicho que tiene un efecto en alto grado ominoso la animación de cosas inanimadas, como imágenes, muñecas, pero en los cuentos de Andersen viven los enseres domésticos, los muebles, el soldadito de plomo, y acaso nada haya más distanciado de lo ominoso. Difícilmente se sentirá ominosa, por otra parte, la animación de la bella estatua de Pigmalión.
La muerte aparente y la reanimación de los muertos se nos dieron a conocer como unas representaciones harto ominosas. Pero cosas parecidas son muy corrientes en los cuentos .tradicionales; ¿quién osaría calificar de ominoso el hecho de que Blancanieves vuelva a abrir los ojos? También el despertar de los muertos en las historias de milagros, por ejemplo las del Nuevo Testamento, provoca sentimientos que nada tienen que ver con lo ominoso. El retorno no deliberado de lo igual, que nos produjo unos efectos tan indudablemente ominosos, en toda una serie de casos concurre empero a otros efectos, por cierto muy diversos. Ya señalamos uno en que se lo usó para provocar el sentimiento cómico, y podríamos acumular ejemplos de esa índole. Otras veces opera como refuerzo, etc. Además: ¿de dónde proviene lo ominoso de la calma, de la soledad, de la oscuridad? ¿No apuntan estos factores al papel del peligro en la génesis de lo ominoso, si bien se trata de las mismas condiciones bajo las cuales vemos a los niños, las más de las veces, exteriorizar [en cambio] angustia? ¿Y acaso podemos descuidar por entero el factor de la incertidumbre intelectual, cuando hemos reconocido su significatividad para lo ominoso de la muerte.
Debemos entonces admitir la hipótesis de que para la emergencia del sentimiento ominoso son decisivos otros factores que las condiciones por nosotros propuestas y que se refieren al material. Y hasta podría decirse que con esta primera comprobación queda tramitado el interés psicoanalítico por el problema de lo ominoso; el resto probablemente exija una indagación estética. Pero así abriríamos las puertas a la duda sobre el valor que puede pretender nuestra intelección del origen de lo ominoso desde lo entrañable reprimido.
Una observación acaso nos indique el camino para resolver estas incertidumbres. Casi todos los ejemplos que contradicen nuestras expectativas están tomados del campo de la ficción, de la creación literaria. Ello nos señala que deberíamos establecer un distingo entre lo ominoso que uno vivencia y lo ominoso que uno meramente se representa o sobre lo cual lee.
Lo ominoso del vivenciar responde a condiciones mucho más simples, pero abarca un número menor de casos. Creo que admite sin excepciones nuestra solución tentativa: siempre se lo puede reconducir a lo reprimido familiar de antiguo. Empero, también aquí corresponde emprender una importante y psicológicamente sustantiva separación del material; lo mejor será discernirla a raíz de ejemplos apropiados.
Tomemos lo ominoso de la omnipotencia de los pensamientos, del inmediato cumplimiento de los deseos, de las fuerzas que procuran daño en secreto, del retorno de los muertos. La condición bajo la cual nace aquí el sentimiento de lo ominoso es inequívoca. Nosotros, o nuestros ancestros primitivos, consideramos alguna vez esas posibilidades como una realidad de hecho, estuvimos convencidos de la objetividad de esos procesos. Hoy ya no creemos en ello, hemos superado esos modos de pensar, pero no nos sentimos del todo seguros de estas nuevas convicciones; las antiguas perviven en nosotros y acechan la oportunidad de corroborarse. Y tan pronto como en nuestra vida ocurre algo que parece aportar confirmación a esas antiguas y abandonadas convicciones, tenemos el sentimiento de lo ominoso, que podemos completar con este juicio: «Entonces es cierto que uno puede matar a otro por el mero deseo, que los muertos siguen viviendo y se vuelven visibles en los sitios de su anterior actividad», y cosas semejantes. Por el contrario, faltará lo ominoso de esta clase en quien haya liquidado en sí mismo de una manera radical y definitiva esas convicciones animistas. La más asombrosa coincidencia de deseo y cumplimiento, la repetición más enigmática de vivencias parecidas en un mismo lugar o para una misma fecha, las más engañosas visiones y los ruidos más sospechosos no lo harán equivocarse, no despertarán en él ninguna angustia que pudiera calificarse de angustia ante lo «ominoso». Por tanto, aquí se trata puramente de un asunto del examen de realidad, de una cuestión de la realidad material (ver nota(220)).
Otra cosa sucede con lo ominoso que parte de complejos infantiles reprimidos, del complejo de castración, de la fantasía de seno materno, etc.; sólo que no pueden ser muy frecuentes las vivencias objetivas que despierten esta variedad de lo ominoso. Lo ominoso del vivenciar pertenece las más de las veces al primer grupo [el tratado en el párrafo anterior]; ahora bien, el distingo entre ambos es muy importante para la teoría. En lo ominoso que proviene de complejos infantiles no entra en cuenta el problema de la realidad material, remplazada aquí por la realidad psíquica. Se trata de una efectiva represión {desalojo} de un contenido y del retorno de lo reprimido, no de la cancelación de la creencia en la realidad de ese contenido. Podría decirse que en un caso es reprimido {suplantado} un cierto contenido de representación, y en el otro la creencia en su realidad (material). Pero acaso esta última manera de decir extienda el término «represión» {esfuerzo de desalojo o suplantación} más allá de sus límites legítimos. Más correcto será dar razón de la diferencia psicológica aquí rastreable diciendo que las convicciones animistas del hombre culto se encuentran en el estado de lo superado {Cberwundensein} -en forma más o menos total-. Entonces nuestro resultado reza: Lo ominoso del vivenciar se produce cuando unos complejos infantiles reprimidos son reanimados por una impresión, o cuando parecen ser refirmadas unas convicciones primitivassuperadas. Por último, la predilección por las soluciones tersas y las exposiciones trasparentes no nos impedirá confesar que estas dos variedades de lo ominoso en el vivenciar, por nosotros propuestas, no siempre se pueden separar con nitidez. No nos asombrará mucho esta borradura de los deslindes si reflexionamos en que las convicciones primitivas se relacionan de la manera más íntima con los complejos infantiles y, en verdad, tienen su raíz en ellos.
Lo ominoso de la ficción -de la fantasía, de la creación literaria- merece de hecho ser considerado aparte. Ante todo, es mucho más rico que lo ominoso del vivenciar: lo abarca en su totalidad y comprende por añadidura otras cosas que no se presentan bajo las condiciones del vivenciar. La oposición entre reprimido y superado no puede transferirse a lo ominoso de la creación literaria sin modificarla profundamente, pues el reino de la fantasía tiene por premisa

La muerte aparente y la reanimación de los muertos se nos dieron a conocer como unas representaciones harto ominosas. Pero cosas parecidas son muy corrientes en los cuentos .tradicionales; ¿quién osaría calificar de ominoso el hecho de que Blancanieves vuelva a abrir los ojos? También el despertar de los muertos en las historias de milagros, por ejemplo las del Nuevo Testamento, provoca sentimientos que nada tienen que ver con lo ominoso. El retorno no deliberado de lo igual, que nos produjo unos efectos tan indudablemente ominosos, en toda una serie de casos concurre empero a otros efectos, por cierto muy diversos. Ya señalamos uno en que se lo usó para provocar el sentimiento cómico, y podríamos acumular ejemplos de esa índole. Otras veces opera como refuerzo, etc. Además: ¿de dónde proviene lo ominoso de la calma, de la soledad, de la oscuridad? ¿No apuntan estos factores al papel del peligro en la génesis de lo ominoso, si bien se trata de las mismas condiciones bajo las cuales vemos a los niños, las más de las veces, exteriorizar [en cambio] angustia? ¿Y acaso podemos descuidar por entero el factor de la incertidumbre intelectual, cuando hemos reconocido su significatividad para lo ominoso de la muerte.
Debemos entonces admitir la hipótesis de que para la emergencia del sentimiento ominoso son decisivos otros factores que las condiciones por nosotros propuestas y que se refieren al material. Y hasta podría decirse que con esta primera comprobación queda tramitado el interés psicoanalítico por el problema de lo ominoso; el resto probablemente exija una indagación estética. Pero así abriríamos las puertas a la duda sobre el valor que puede pretender nuestra intelección del origen de lo ominoso desde lo entrañable reprimido.
Una observación acaso nos indique el camino para resolver estas incertidumbres. Casi todos los ejemplos que contradicen nuestras expectativas están tomados del campo de la ficción, de la creación literaria. Ello nos señala que deberíamos establecer un distingo entre lo ominoso que uno vivencia y lo ominoso que uno meramente se representa o sobre lo cual lee.
Lo ominoso del vivenciar responde a condiciones mucho más simples, pero abarca un número menor de casos. Creo que admite sin excepciones nuestra solución tentativa: siempre se lo puede reconducir a lo reprimido familiar de antiguo. Empero, también aquí corresponde emprender una importante y psicológicamente sustantiva separación del material; lo mejor será discernirla a raíz de ejemplos apropiados.
Tomemos lo ominoso de la omnipotencia de los pensamientos, del inmediato cumplimiento de los deseos, de las fuerzas que procuran daño en secreto, del retorno de los muertos. La condición bajo la cual nace aquí el sentimiento de lo ominoso es inequívoca. Nosotros, o nuestros ancestros primitivos, consideramos alguna vez esas posibilidades como una realidad de hecho, estuvimos convencidos de la objetividad de esos procesos. Hoy ya no creemos en ello, hemos superado esos modos de pensar, pero no nos sentimos del todo seguros de estas nuevas convicciones; las antiguas perviven en nosotros y acechan la oportunidad de corroborarse. Y tan pronto como en nuestra vida ocurre algo que parece aportar confirmación a esas antiguas y abandonadas convicciones, tenemos el sentimiento de lo ominoso, que podemos completar con este juicio: «Entonces es cierto que uno puede matar a otro por el mero deseo, que los muertos siguen viviendo y se vuelven visibles en los sitios de su anterior actividad», y cosas semejantes. Por el contrario, faltará lo ominoso de esta clase en quien haya liquidado en sí mismo de una manera radical y definitiva esas convicciones animistas. La más asombrosa coincidencia de deseo y cumplimiento, la repetición más enigmática de vivencias parecidas en un mismo lugar o para una misma fecha, las más engañosas visiones y los ruidos más sospechosos no lo harán equivocarse, no despertarán en él ninguna angustia que pudiera calificarse de angustia ante lo «ominoso». Por tanto, aquí se trata puramente de un asunto del examen de realidad, de una cuestión de la realidad material (ver nota(220)).
Otra cosa sucede con lo ominoso que parte de complejos infantiles reprimidos, del complejo de castración, de la fantasía de seno materno, etc.; sólo que no pueden ser muy frecuentes las vivencias objetivas que despierten esta variedad de lo ominoso. Lo ominoso del vivenciar pertenece las más de las veces al primer grupo [el tratado en el párrafo anterior]; ahora bien, el distingo entre ambos es muy importante para la teoría. En lo ominoso que proviene de complejos infantiles no entra en cuenta el problema de la realidad material, remplazada aquí por la realidad psíquica. Se trata de una efectiva represión {desalojo} de un contenido y del retorno de lo reprimido, no de la cancelación de la creencia en la realidad de ese contenido. Podría decirse que en un caso es reprimido {suplantado} un cierto contenido de representación, y en el otro la creencia en su realidad (material). Pero acaso esta última manera de decir extienda el término «represión» {esfuerzo de desalojo o suplantación} más allá de sus límites legítimos. Más correcto será dar razón de la diferencia psicológica aquí rastreable diciendo que las convicciones animistas del hombre culto se encuentran en el estado de lo superado {Cberwundensein} -en forma más o menos total-. Entonces nuestro resultado reza: Lo ominoso del vivenciar se produce cuando unos complejos infantiles reprimidos son reanimados por una impresión, o cuando parecen ser refirmadas unas convicciones primitivassuperadas. Por último, la predilección por las soluciones tersas y las exposiciones trasparentes no nos impedirá confesar que estas dos variedades de lo ominoso en el vivenciar, por nosotros propuestas, no siempre se pueden separar con nitidez. No nos asombrará mucho esta borradura de los deslindes si reflexionamos en que las convicciones primitivas se relacionan de la manera más íntima con los complejos infantiles y, en verdad, tienen su raíz en ellos.
Lo ominoso de la ficción -de la fantasía, de la creación literaria- merece de hecho ser considerado aparte. Ante todo, es mucho más rico que lo ominoso del vivenciar: lo abarca en su totalidad y comprende por añadidura otras cosas que no se presentan bajo las condiciones del vivenciar. La oposición entre reprimido y superado no puede transferirse a lo ominoso de la creación literaria sin modificarla profundamente, pues el reino de la fantasía tiene por premisa

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de validez que su contenido se sustraiga del examen de realidad. El resultado, que suena paradójico, es que muchas cosas que si ocurrieran en la vida serían ominosas no lo son en la creación literaria, y en esta existen muchas posibilidades de alcanzar efectos ominosos que están ausentes en la vida real.
Entre las muchas libertades del creador literario se cuenta también la de escoger a su albedrío su universo figurativo de suerte que coincida con la realidad que nos es familiar o se distancie de ella de algún modo. Y nosotros lo seguimos en cualquiera de esos casos. Por ejemplo, el universo del cuento tradicional ha abandonado de antemano el terreno de la realidad y profesa abiertamente el supuesto de las convicciones animistas. Cumplimientos de deseo, fuerzas secretas, omnipotencia de los pensamientos, animación de lo inanimado, de sobra comunes en los cuentos, no pueden ejercer en ellos efecto ominoso, alguno, pues ya sabemos que para la génesis de ese sentimiento se requiere la perplejidad en el juicio acerca de si lo increíble superado no sería empero realmente posible, problema este que las premisas mismas del universo de los cuentos excluyen por completo. Así, el cuento tradicional, que nos ha brindado la mayoría de los ejemplos que contradicen nuestra solución de lo ominoso, ilustra el caso antes mencionado de que en el reino de la ficción no son ominosas muchas cosas que, de ocurrir en la vida real, producirían ese efecto. Y a esto se suman, respecto de los cuentos tradicionales, otros factores todavía, que luego tocaremos de pasada.
El autor literario puede también crear un universo que, menos fantástico que el de los cuentos tradicionales, se separe del universo real por la aceptación de unos seres espirituales superiores, demonios o espíritus de difuntos. En tal caso, todo lo ominoso que habría adherido a estas figuras se disipa, en tanto constituyen las premisas de es la realidad poética. Las ánimas en el Infierno de Dante o las apariciones de espectros en Hamlet, Macbeth, Julio Cesar, de Shakespeare, pueden ser harto sombrías y terroríficas, pero en el fondo son tan poco ominosas como el festivo universo de los dioses homéricos. Adecuamos nuestro juicio a las condiciones de esa realidad forjada por el autor y tratamos a ánimas, espíritus y espectros como si fueran existencias de pleno derecho, como nosotros mismos lo somos dentro de la realidad material. También en este caso está ausente la ominosidad.
La situación es diversa cuando el autor se sitúa en apariencia en el terreno de la realidad cotidiana. Entonces acepta todas las condiciones para la génesis del sentimiento ominoso válidas en el vivenciar, y todo cuanto en la vida provoca ese efecto lo produce asimismo en la creación literaria. Pero también en este caso puede el autor acrecentar y multiplicar lo ominoso mucho más allá de lo que es posible en el vivenciar, haciendo que ocurran cosas que no se experimentarían -o sólo muy raramente- en la realidad efectiva. En alguna medida nos descubre entonces en nuestras supersticiones, que creíamos superadas; nos engaña, pues habiéndonos prometido la realidad cotidiana se sale de ella. Reaccionamos ante sus ficciones como lo hubiéramos hecho ante unas vivencias propias; cuando reparamos en el engaño ya es demasiado tarde, ya el autor ha logrado su propósito, pero me veo precisado a sostener que no ha alcanzado un efecto puro. Permanece en nosotros un sentimiento de insatisfacción, una suerte de inquina por el espejismo intentado, como yo mismo lo he registrado con particular nitidez tras la lectura del cuento de Sclínitzler «La profecía» y parecidas producciones que coquetean con lo milagroso. Empero, el escritor dispone de otro recurso mediante el cual puede sustraerse de esta rebelión nuestra y al mismo tiempo mejorar las condiciones para el logro de sus propósitos. Consiste en ocultarnos largo tiempo las premisas que en verdad ha escogido para el mundo supuesto por él, o en ir dejando para el final, con habilidad y astucia, ese esclarecimiento decisivo. Pero, en general, se confirma lo antes dicho: que la ficción abre al sentimiento ominoso nuevas posibilidades, que faltan en el vivenciar.
Todas estas variantes sólo se refieren en sentido estricto a lo ominoso que nace de lo superado. Lo ominoso generado desde complejos reprimidos es más resistente, sigue siendo tan ominoso en la creación literaria -si prescindimos de una condición- como en el vivenciar. Lo otro ominoso, que viene de lo superado, muestra ese carácter en el vivenciar y en la creación literaria que se sitúa en el terreno de la realidad material, pero puede perder parte de su efecto en las realidades ficticias creadas por el escritor.
Es evidente que las puntualizaciones anteriores no han pasado revista exhaustiva a las libertades del creador literario y, con ellas, a los privilegios de la ficción en cuanto a provocar e inhibir el sentimiento ominoso. Frente al vivenciar nos comportamos en cierto modo pasivamente y nos sometemos al influjo del material. En cambio, el creador literario puede orientarnos de una manera particular: a través del talante que nos instila, de las expectativas que excita en nosotros, puede desviar nuestros procesos de sentimiento de cierto resultado para acomodarlos a otro, y con un mismo material a menudo puede obtener los más variados efectos. Todo esto es archisabido, y probablemente los especialistas en estética lo hayan tratado a fondo. Hemos invadido sin quererlo ese campo de investigación, cediendo a la tentación de esclarecer ciertos ejemplos que contradecían nuestras deducciones. Volvamos a considerar algunos de ellos.
Nos preguntamos antes por qué la mano cortada de «El tesoro de Rhampsenít» no produce un efecto ominoso como en «La historia de la mano cortada», de Hauff. La pregunta nos parece ahora más sustantiva, pues hemos discernido que lo ominoso proveniente de la fuente de complejos reprimidos presenta la mayor resistencia. Es fácil dar la respuesta. Hela aquí: En ese relato no nos acomodamos a los sentimientos de la princesa, sino a la superior astucia de «maese ladrón». Acaso la princesa no dejó de experimentar el sentimiento ominoso, y hasta creemos verosímil que haya sufrido un desmayo; pero nosotros no registramos nada ominoso pues no nos ponemos en el lugar de ella, sino en el del otro. Mediante una constelación diversa se nos ahorra la impresión de lo ominoso en la farsa de Nestroy «El despedazado», cuando el fugitivo, que se tiene por un asesino, ve alzarse frente a sí el presunto espectro de su víctima tras cada escotillón cuyo tapiz levanta, y exclama desesperado: « ¡Pero si yo he matado a uno solo! ¿A qué viene esta atroz multiplicación? ». Nosotros conocemos las condiciones previas de esta escena, no compartimos el error de «El despedazado», y por eso lo que para él no puede menos que ser ominoso nos produce un efecto irresistiblemente cómico. Y hasta un fantasma «real», como el del cuento de Oscar Wilde «El fantasma de Canterville», tiene que perder todos sus poderes, al menos el de provocar horror, cuando el autor se permite divertirse ironizando sobre él y tornándole el pelo. Tanta es la independencia que en el mundo de la ficción puede alcanzar el efecto sobre el sentimiento respecto de la elección del material. En el universo de los cuentos tradicionales no se provocan sentimientos de angustia y tampoco, por tanto, ominosos. Lo comprendemos, y por eso nos despreocupamos de las ocasiones a raíz de las cuales sería posible algo de esta índole.
Acerca de la soledad, el silencio y la oscuridad, todo lo que podemos decir es que son efectivamente los factores a los que se anudó la angustia infantil, en la mayoría de los hombres

Entre las muchas libertades del creador literario se cuenta también la de escoger a su albedrío su universo figurativo de suerte que coincida con la realidad que nos es familiar o se distancie de ella de algún modo. Y nosotros lo seguimos en cualquiera de esos casos. Por ejemplo, el universo del cuento tradicional ha abandonado de antemano el terreno de la realidad y profesa abiertamente el supuesto de las convicciones animistas. Cumplimientos de deseo, fuerzas secretas, omnipotencia de los pensamientos, animación de lo inanimado, de sobra comunes en los cuentos, no pueden ejercer en ellos efecto ominoso, alguno, pues ya sabemos que para la génesis de ese sentimiento se requiere la perplejidad en el juicio acerca de si lo increíble superado no sería empero realmente posible, problema este que las premisas mismas del universo de los cuentos excluyen por completo. Así, el cuento tradicional, que nos ha brindado la mayoría de los ejemplos que contradicen nuestra solución de lo ominoso, ilustra el caso antes mencionado de que en el reino de la ficción no son ominosas muchas cosas que, de ocurrir en la vida real, producirían ese efecto. Y a esto se suman, respecto de los cuentos tradicionales, otros factores todavía, que luego tocaremos de pasada.
El autor literario puede también crear un universo que, menos fantástico que el de los cuentos tradicionales, se separe del universo real por la aceptación de unos seres espirituales superiores, demonios o espíritus de difuntos. En tal caso, todo lo ominoso que habría adherido a estas figuras se disipa, en tanto constituyen las premisas de es la realidad poética. Las ánimas en el Infierno de Dante o las apariciones de espectros en Hamlet, Macbeth, Julio Cesar, de Shakespeare, pueden ser harto sombrías y terroríficas, pero en el fondo son tan poco ominosas como el festivo universo de los dioses homéricos. Adecuamos nuestro juicio a las condiciones de esa realidad forjada por el autor y tratamos a ánimas, espíritus y espectros como si fueran existencias de pleno derecho, como nosotros mismos lo somos dentro de la realidad material. También en este caso está ausente la ominosidad.
La situación es diversa cuando el autor se sitúa en apariencia en el terreno de la realidad cotidiana. Entonces acepta todas las condiciones para la génesis del sentimiento ominoso válidas en el vivenciar, y todo cuanto en la vida provoca ese efecto lo produce asimismo en la creación literaria. Pero también en este caso puede el autor acrecentar y multiplicar lo ominoso mucho más allá de lo que es posible en el vivenciar, haciendo que ocurran cosas que no se experimentarían -o sólo muy raramente- en la realidad efectiva. En alguna medida nos descubre entonces en nuestras supersticiones, que creíamos superadas; nos engaña, pues habiéndonos prometido la realidad cotidiana se sale de ella. Reaccionamos ante sus ficciones como lo hubiéramos hecho ante unas vivencias propias; cuando reparamos en el engaño ya es demasiado tarde, ya el autor ha logrado su propósito, pero me veo precisado a sostener que no ha alcanzado un efecto puro. Permanece en nosotros un sentimiento de insatisfacción, una suerte de inquina por el espejismo intentado, como yo mismo lo he registrado con particular nitidez tras la lectura del cuento de Sclínitzler «La profecía» y parecidas producciones que coquetean con lo milagroso. Empero, el escritor dispone de otro recurso mediante el cual puede sustraerse de esta rebelión nuestra y al mismo tiempo mejorar las condiciones para el logro de sus propósitos. Consiste en ocultarnos largo tiempo las premisas que en verdad ha escogido para el mundo supuesto por él, o en ir dejando para el final, con habilidad y astucia, ese esclarecimiento decisivo. Pero, en general, se confirma lo antes dicho: que la ficción abre al sentimiento ominoso nuevas posibilidades, que faltan en el vivenciar.
Todas estas variantes sólo se refieren en sentido estricto a lo ominoso que nace de lo superado. Lo ominoso generado desde complejos reprimidos es más resistente, sigue siendo tan ominoso en la creación literaria -si prescindimos de una condición- como en el vivenciar. Lo otro ominoso, que viene de lo superado, muestra ese carácter en el vivenciar y en la creación literaria que se sitúa en el terreno de la realidad material, pero puede perder parte de su efecto en las realidades ficticias creadas por el escritor.
Es evidente que las puntualizaciones anteriores no han pasado revista exhaustiva a las libertades del creador literario y, con ellas, a los privilegios de la ficción en cuanto a provocar e inhibir el sentimiento ominoso. Frente al vivenciar nos comportamos en cierto modo pasivamente y nos sometemos al influjo del material. En cambio, el creador literario puede orientarnos de una manera particular: a través del talante que nos instila, de las expectativas que excita en nosotros, puede desviar nuestros procesos de sentimiento de cierto resultado para acomodarlos a otro, y con un mismo material a menudo puede obtener los más variados efectos. Todo esto es archisabido, y probablemente los especialistas en estética lo hayan tratado a fondo. Hemos invadido sin quererlo ese campo de investigación, cediendo a la tentación de esclarecer ciertos ejemplos que contradecían nuestras deducciones. Volvamos a considerar algunos de ellos.
Acerca de la soledad, el silencio y la oscuridad, todo lo que podemos decir es que son efectivamente los factores a los que se anudó la angustia infantil, en la mayoría de los hombres

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aún no extinguida por completo. La investigación psicoanalítica ha abordado en otro lugar el problema que plantean (ver nota(221)).