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lunes, 13 de enero de 2014

Volumen XX: 3. ¿Pueden los legos ejercer el análisis? Diálogos con un juez imparcial (1926)

Nota introductoria(182)

Introducción

El título de este breve escrito no es comprensible sin más. Aclararé, pues: «legos» = «no
médicos», y la pregunta es si también a los no médicos debe permitírseles ejercer el análisis.
Esta pregunta tiene un condicionamiento tanto temporal como espacial. Temporal, porque hasta
ahora nadie se había preocupado por determinar quién ejerce el psicoanálisis. Y aun se
preocupaban harto poco, contestes en el deseo de que nadie lo ejerciera, y ello con diversos
fundamentos en cuya base se encontraba idéntica aversión. Por tanto, la exigencia de que sólo
los médicos analicen corresponde a una nueva actitud frente al análisis, más amistosa en
apariencia ... si puede aventar la sospecha de que no es sino un retoño algo modificado de la
actitud anterior. Se admite que en ciertas circunstancias se emprenda un tratamiento analítico;
pero si tal se hace, sólo los médicos estarán autorizados. El motivo de esta limitación es lo que
debe indagarse.

Y la pregunta está condicionada espacialmente porque no vale con iguales alcances para todos
los países. En Alemania y Estados Unidos no es más que una discusión académica, pues en
esos países los enfermos pueden hacerse tratar como ellos quieran y por quien lo deseen, y
cada cual puede tratar a voluntad enfermos cualesquiera en calidad de «curandero», siempre
que asuma la responsabilidad de sus actos. (ver nota)(183) La ley no se inmiscuye, a menos

que se la requiera para castigar un daño inferido al paciente. En cambio, en Austria, país en que
escribo y para el cual lo hago, la ley es preventiva: sin esperar el resultado prohibe al no médico
tratar enfermos. (ver nota)(184) Aquí sí tiene sentido práctico la pregunta dirigida a saber si los
legos = no médicos están autorizados a tratar enfermos mediante el psicoanálisis. Pero es
verdad que el texto de la ley parece responderla apenas se la plantea. Los neuróticos son
enfermos, los legos son no-médicos, el psicoanálisis es un procedimiento destinado a curar o
mejorar enfermedades nerviosas, y todos los tratamientos de esa índole quedan reservados a
los médicos; en consecuencia, no es permitido a los legos ejercer el análisis en neuróticos, y si
lo hicieran, cometerían un acto punible. Siendo tan simples las cosas, vino apenas se atreve a
ocuparse de la pregunta en cuestión. No obstante, surgen algunas complicaciones que la ley no
considera y por eso mismo exigen atención. Acaso se llegue a averiguar que en este caso los
enfermos no son como otros enfermos, los legos no son genuinamente tales, ni los médicos
son exactamente lo que hay derecho a esperar de unos médicos y en lo cual pueden fundar sus
pretensiones. Si se consigue probarlo, se estará justificado en reclamar que la ley no se aplique
sin modificación al presente caso.

Que lo dicho en último término suceda dependerá de personas que no están obligadas a
conocer las particularidades de un tratamiento analítico. Nuestra tarea es ilustrar acerca de ellas
a esos jueces imparciales, a quienes supondremos ignorantes por ahora en la materia.
Lamentamos no poder hacerlos asistir a un tratamiento de esa índole. La «situación analítica»
no es compatible con la presencia de terceros. Por otra parte, como las distintas sesiones son
de valor muy desigual, un espectador así incompetente que asistiera a una de ellas casi nunca
obtendría una impresión utilizable y correría el riesgo de no comprender aquello de que se trata
entre el analista y el paciente, o se aburriría. Por tanto, de buen o mal grado tiene que
conformarse con nuestra información, que trataremos de trasmitirle de la manera más confiable
que podamos.

Acaso el enfermo sufra de oscilaciones del talante que no puede dominar, o de una timidez
irresoluta que le hace sentir paralizada su energía, pues no confía en hacer nada rectamente, o
se corre con angustia ante los extraños. Puede percibir, sin entenderlo, que tiene dificultades
para llevar a cabo su trabajo profesional, pero también cualquier decisión de alguna gravedad y
cualquier empresa. Un buen día -y sin saber la razón- padeció un penoso ataque de
sentimientos de angustia, y desde entonces no puede sin vencerse a sí mismo andar solo por la
calle ni viajar en ferrocarril, y quizá debió renunciar a ambas cosas. O, lo que es harto
asombroso, sus pensamientos marchan por su propio camino y él no puede guiarlos mediante
su voluntad. Persiguen problemas que le resultan harto indiferentes, pero de los que no puede
librarse. Y aun le han impuesto tareas en grado sumo risibles, como contar el número de
ventanas en los frentes de las casas; o luego de ejecutar operaciones simples, como arrojar
una carta en el buzón o cerrar la llave del gas, le sobreviene enseguida la duda sobre si
efectivamente lo hizo. Quizá todo eso no es más que molesto y fatigoso, pero semejante estado
se vuelve insoportable si él de pronto no puede defenderse de la idea de que ha arrollado a un
niño bajo las ruedas de su coche, ha arrojado al agua desde el puente a un desconocido, o si se
ve forzado a preguntarse si no es el asesino que la policía busca como el autor de un crimen
descubierto hoy. Todo eso es un manifiesto disparate, él mismo lo sabe, nunca ha hecho algo
malo a nadie, pero la sensación -el sentimiento de culpa- es tan intensa como si efectivamente
fuera el asesino buscado.



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O bien nuestro paciente -sea esta vez una paciente- tiene sufrimientos de otra índole y en un
terreno distinto. Es concertista de piano, pero sus dedos se le agarrotan y le deniegan su
servicio. Cuando se propone ir a una reunión social, al punto le sobreviene una necesidad
natural cuya satisfacción sería incompatible con la sociabilidad. Por eso ha renunciado a
concurrir a reuniones, bailes, al teatro, a conciertos. En las circunstancias más inoportunas es
aquejada por dolores de cabeza u otras sensaciones dolorosas. Eventualmente vomitará toda
comida, lo que a la larga puede resultar peligroso. Por último, es lamentable que no soporte las
emociones, imposibles de evitar en la vida. Con ocasión de ellas sufre desmayos, a menudo
con contracción muscular, que recuerdan a ominosos {unheimlich} estados patológicos.

Otros enfermos, aún, se sienten perturbados en un campo particular, en que la vida de los
sentimientos reclama la participación del cuerpo. Si son varones, se hallan incapaces de
traducir en expresión corporal las mociones más tiernas hacia el otro sexo, en tanto que quizá
dispongan de todas las reacciones frente a objetos menos amados. O su sensualidad se ata a
personas a quienes desprecian y de las que querrían verse libres. 0 les impone condiciones
cuyo cumplimiento les repugna a ellos mismos. Si los pacientes son mujeres, por angustia o
asco, o por desconocidas inhibiciones, se sienten impedidas de entregarse a los reclamos de la
vida sexual o, sí han cedido al amor, se encuentran privadas del goce que la naturaleza ha
estatuido como premio a esa obediencia.

Todas esas personas se reconocen enfermas y acuden a médicos, de quienes se espera la
eliminación de esas perturbaciones nerviosas. Además, ellos manejan las categorías en que se
coloca a esas enfermedades. En cada caso las diagnostican, según sus puntos de vista, con
diversos nombres: neurastenia, psicastenia, fobias, neurosis obsesiva, histeria. Examinan los
órganos donde se manifiestan los síntomas: el corazón, el estómago, los intestinos, los
genitales, y los encuentran sanos. Aconsejan interrumpir el modo de vida habitual, reposo,
procedimientos vigorizantes, tónicos, y de ese modo obtienen alivios pasajeros ... o no
consiguen nada. Por fin, los enfermos se enteran de que hay personas que se especializan en
tratar esa clase de sufrimientos, y entran a analizarse con ellas.

Nuestro juez imparcial, a quien imagino aquí presente, ha dado signos de impaciencia mientras
se exponían los fenómenos patológicos de las neurosis. Ahora se pone alerta, tenso, y se
expresa así: «Por fin sabremos, pues, qué hace el analista con el paciente a quien el médico no
pudo remediar».

Entre ellos no ocurre otra cosa sino que conversan. El analista no emplea instrumentos, ni
siquiera para el examen, y tampoco prescribe medicamentos. Siempre que es posible, hace
que durante el tratamiento el enfermo permanezca en su ambiente y mantenga sus relaciones
habituales. Desde luego, ello no es condición indispensable, y no siempre se la puede cumplir.
El analista hace venir al paciente a determinada hora del día, lo hace hablar, lo escucha, luego
habla él y se hace escuchar.

El rostro de nuestro juez imparcial muestra ahora señales inequívocas de alivio y distensión,
pero también deja traslucir nítidamente cierto menosprecio. Es como si pensara: «¿Eso es
todo? Palabras, palabras y nada más que palabras, como dice el príncipe Hamlet». Sin duda se
le pasa además por la mente la sátira de Mefistófeles sobre lo fácil que es salir del paso con
palabras, versos estos que ningún alemán olvidará. (ver nota)(185)

También dice: «Entonces es una suerte de ensalmo; ustedes hablan, y la enfermedad de él se
disipa».

Exactamente, sería un ensalmo sí produjera un efecto más rápido. No hay ensalmo sin la
prontitud; se diría: sin un éxito repentino. Pero los tratamientos analíticos requieren meses y aun
años; un ensalmo tan lento pierde el carácter de lo maravilloso. Por lo demás, no despreciemos
la palabra. Sin duda es un poderoso instrumento, el medio por el cual nos damos a conocer
unos a otros nuestros sentimientos, el camino para cobrar influencia sobre el otro. Las palabras
pueden resultar indeciblemente benéficas y resultar terriblemente lesivas. Es verdad que en el
comienzo fue la acción(186), la palabra vino después; pero en muchos respectos fue un
progreso cultural que la acción se atemperara en la palabra. Ahora bien, la palabra fue
originariamente, en efecto, un ensalmo, un acto mágico, y todavía conserva mucho de su
antigua virtud.

El juez imparcial prosigue: «Supongamos que el paciente no esté mejor preparado que yo para
comprender el tratamiento analítico; ¿cómo le haría usted creer en el ensalmo de la palabra o
del discurso destinados a librarlo de su sufrimiento?».

Desde luego, es preciso preparar al paciente, y para ello se ofrece un camino sencillo. Se lo
exhorta a ser totalmente sincero con su analista, a no mantener en reserva nada de lo que se le
pase por la mente, y luego a remover todas las coartaciones que le harían preferir no comunicar
muchos de sus pensamientos y recuerdos. Todo ser humano sabe que en su interior hay cosas
que sólo comunicaría de muy mala gana, o cuya comunicación considera enteramente excluida.
Son sus «intimidades». Vislumbra también -lo cual constituye un gran progreso en el
autoconocimiento psicológico- que hay otras cosas que uno no querría confesarse a sí mismo,
que de buen grado ocultaría ante sí mismo, y por eso las interrumpe pronto y las expulsa de su
pensamiento cuando a pesar de todo afloran. Y quizá se percate de que esa situación, en que
un pensamiento propio debe ser mantenido en secreto frente al sí-mismo propio, plantea un
problema psicológico muy curioso. En efecto, es como si su sí-mismo no fuera la unidad por la
que siempre lo tuvo, como si en su interior hubiera todavía algo otro que pudiera contraponerse
a ese sí-mismo. Acaso se le insinúe una suerte de oposición entre el sí-mismo y una vida
anímica en sentido lato. Con tal que acepte el reclamo del análisis de decirlo todo, fácilmente
dará en la expectativa de que un comercio y un intercambio de pensamientos realizados bajo
premisas tan insólitas podrían producir también raros efectos.

«Comprendo -dice nuestro oyente imparcial-. Usted supone que todo neurótico tiene algo que lo
oprime, un secreto, y sí usted lo mueve a expresarlo lo alivia de esa presión y ejerce sobre él un
efecto benéfico. Es justamente el principio de la confesión, del que la Iglesia católica se ha
servido desde siempre para asegurar su dominio sobre los espíritus».

Sí y no, tenemos que responder. La confesión cumple en el análisis el papel de introducción, por
así decir. Pero muy lejos está de constituir la esencia del análisis o de explicar su eficacia. En la
confesión, el pecador dice lo que sabe; en el análisis, el neurótico debe decir más. Por otra
parte, no tenemos noticia de que la confesión haya desarrollado alguna vez la virtud de eliminar
síntomas patológicos directos.



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«Entonces no entiendo -es la réplica-. ¿Qué podrá significar "decir más de lo que sabe"?
Empero, puedo imaginar que como analista consiga usted mayor influencia sobre sus pacientes
que el padre confesor sobre sus feligreses, puesto que les consagra más tiempo, se ocupa de
ellos de manera más intensa y también más individual, y utiliza ese acrecentado influjo para
librarlo de sus pensamientos patológicos, para disuadirlo de sus temores, etc. Harto asombroso
sería que por ese camino lograra dominar también fenómenos puramente corporales como
vómitos, diarreas, convulsiones, pero yo sé que esos influjos son muy posibles cuando se ha
puesto a un hombre en el estado hipnótico. Es probable que el empeño de usted consiga un
vínculo hipnótico de esa índole con el paciente, una ligazón sugestiva entre el paciente y la
persona de usted, aunque no se la proponga; y que entonces los efectos maravillosos de su
terapia no sean sino los de la sugestión hipnótica. Ahora bien, por lo que yo sé, la terapia
hipnótica trabaja mucho más rápido que su análisis, el cual, como usted dice, dura meses y
años».

Nuestro juez imparcial no es tan ignorante ni falto de información como lo habíamos estimado al
comienzo. Es innegable que se empeña por conceptualizar al psicoanálisis con ayuda de sus
conocimientos anteriores, por ligarlo con algo de lo que ya tiene noticia. Ahora se nos plantea la
difícil tarea de aclararle que no lo conseguirá, que el análisis es un procedimiento sui generis,
algo nuevo y peculiar, que sólo puede ser conceptualizado con ayuda de nuevas intelecciones
-o supuestos, si se quiere-. Pero todavía le debemos la respuesta a sus últimas
puntualizaciones.

Lo que usted ha dicho acerca del particular influjo personal del analista es por cierto digno de
tenerse en cuenta. Ese influjo existe y desempeña un gran papel en el análisis. Pero no el
mismo que en el hipnotismo. Con toda seguridad podría probarle que las situaciones son
enteramente diversas allá y aquí; acaso baste con señalar que no empleamos ese influjo
personal -el factor « sugestivo »- para suprimir los síntomas patológicos, como acontece en la
sugestión hipnótica. Además, que sería erróneo creer que ese factor es el exclusivo soporte y
promotor del tratamiento. Al comienzo, vaya y pase; pero luego contraría nuestros propósitos
analíticos y nos constriñe a adoptar las más vastas contramedidas. Por otra parte, quiero
mostrarle con un ejemplo cuán lejos se encuentra la técnica analítica de distraer y buscar
excusas disuasivas. Si nuestro paciente sufre de un sentimiento de culpa, como si hubiera
cometido un grave crimen, no le aconsejamos hacer caso omiso de esa tortura de la conciencia
moral insistiendo en su indudable inocencia; él mismo ya lo ha intentado sin resultado. Antes
bien, le advertimos que una sensación tan intensa y sostenida no puede menos que fundarse en
algo efectivamente real, que acaso pueda descubrirse.

«Me asombraría -sostiene el juez imparcial- que mediante semejante aquiescencia pudiera
usted apaciguar el sentimiento de culpa de su paciente. Pero, ¿cuáles son entonces sus
propósitos analíticos, y qué emprende usted con el paciente? ».

Si he de decirle a usted algo comprensible, tendré que comunicarle una parte de una doctrina
psicológica que no es conocida o no es apreciada fuera de los círculos analíticos. De esta teoría
se desprende fácilmente lo que queremos obtener del enfermo y el modo en que lo logramos.
Se la presentaré dogmáticamente, como si fuera un edificio doctrinal acabado. Pero no crea
que nació así de golpe, como si fuera un sistema filosófico. La hemos desarrollado muy poco a
poco, luchando largo tiempo para conseguir cada pieza, y la modificamos de continuo en
estrecho contacto con la observación, hasta que por último cobró una forma en que parece
servirnos para nuestros fines. Hace algunos años habría debido revestir esa doctrina con otras
expresiones. Desde luego, no puedo garantizarle que su actual forma de expresión será la
definitiva. Usted sabe que la ciencia no es ninguna revelación; carece, aunque sus comienzos
ya estén muy atrás, de los caracteres de precisión, inmutabilidad e infalibilidad, tan ansiados por
el pensamiento humano. Pero, así como es, es todo lo que podemos tener. Admita usted que
nuestra ciencia es muy joven, apenas de la edad del siglo, y se ocupa del asunto quizá más
difícil que pueda plantearse a la investigación humana; de ese modo le resultará fácil adoptar la
actitud correcta frente a mi exposición. No obstante, le pido me interrumpa a voluntad cada vez
que no pueda seguirme o desee más esclarecimientos.

«Lo interrumpo aun antes de que usted comience. Dice que quiere exponerme una nueva
psicología, pero yo creía que la psicología no es una ciencia nueva. Harta psicología y sobrados
psicólogos existieron, y en la escuela me he enterado de grandes logros obtenidos en ese
campo».

No me propongo impugnarlos. Pero si usted los examina con mayor atención, deberá
clasificarlos más bien en la fisiología de los sentidos. La doctrina de la vida anímica no pudo
desarrollarse porque la inhibía un único yerro esencial. ¿Qué abarca hoy ella, tal como se la
enseña en las escuelas? Aparte de esas valiosas intelecciones de la fisiología de los sentidos,
cierto número de clasificaciones y definiciones de nuestros procesos anímicos, que, merced al
lenguaje usual, se han convertido en patrimonio común de todas las personas cultas. Es
evidente que ello no basta para aprehender nuestra vida anímica. ¿No ha notado usted que todo
filósofo, poeta, historiador y biógrafo se compone su propia psicología, aduce sus premisas
particulares sobre la trabazón y los fines de los actos anímicos, todas más o menos atractivas y
todas igualmente inciertas? Es manifiesto que se carece de un fundamento común. Y a eso se
debe que en el terreno psicológico no haya por así decir ningún respeto ni autoridad. En él, cada
quien puede, a voluntad, hacer «caza furtiva». Cuando se plantea un problema físico o químico,
quien no se sepa en posesión de «conocimientos especializados» guardará silencio; pero si
usted aventura una tesis psicológica, tiene que estar dispuesto a que todo el mundo la juzgue y
la contradiga. Es probable que en este campo no haya «conocimientos especializados ». Todos
tienen su vida anímica, y por eso se consideran psicólogos. Pero no me parece que ese sea un
título suficiente. Cuentan que le preguntaron a una persona que se ofrecía como «niñera» si
también sabía cuidar niños pequeños. «Sin duda -respondió-; yo también fui una vez niña
pequeña».

«¿Y ese "fundamento común" de la vida anímica, omitido por todos los psicólogos, es lo que
usted pretende haber descubierto mediante la observación de enfermos?».

No creo que ese origen desvalorice nuestros hallazgos. La embriología, por ejemplo, no
merecería ninguna confianza si no pudiera esclarecer de manera tersa la génesis de las



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malformaciones innatas. Ahora bien, ya le he contado a usted de personas cuyos pensamientos
marchan por su propio camino, lo que las compele a cavilar sobre problemas que les resultan
terriblemente indiferentes. ¿Cree usted que la psicología escolar ha contribuido en algo a
esclarecer una anomalía como esta? Y, por último, a todos nos ocurre que durante la noche
nuestro pensar anda por su propio camino y crea cosas que luego no comprendemos, que nos
resultan extrañas y presentan un sospechoso parecido con productos patológicos. Me refiero a
nuestros sueños. El pueblo siempre se atuvo a la creencia de que los sueños tienen un sentido,
un valor, significan algo. La psicología escolar nunca pudo indicar ese sentido de los sueños. No
atinó a nada con el sueño, y cuando ensayó explicaciones, fueron apsicológicas: su
reconducción a estímulos sensoriales, a una desigual profundidad del dormir en diversas partes
del cerebro, y cosas por el estilo. Pero es lícito decir que una psicología que no puede explicar el
sueño es también inutilizable para la comprensión de la vida anímica normal, no tiene derecho
alguno a llamarse «ciencia».

«Se vuelve usted agresivo, lo que significa que le hemos tocado un punto sensible. Me he
enterado de que en el análisis se atribuye gran valor a los sueños, se los interpreta, se busca
tras ellos recuerdos de episodios reales, etc. Pero también de que la interpretación de los
sueños queda librada al albedrío de los analistas, y ellos mismos no han zanjado sus polémicas
acerca del modo de interpretar sueños, acerca de la licitud de extraer inferencias de ellos. Si es
así, usted no tiene derecho a cargar tanto las tintas sobre la superioridad que el análisis ha
cobrado frente a la psicología de las escuelas».

Ha dicho usted realmente muchas cosas acertadas. Es verdad que la interpretación de los
sueños ha adquirido importancia incomparable así para la teoría como para la praxis del
análisis. Cuando parezco agresivo, no es para mí sino un modo de organizar mi defensa. Pero
si reparo en todos los abusos que muchos analistas han cometido con la interpretación de los
sueños, podría descorazonarme y dar la razón a aquella sentencia pesimista de nuestro gran
satírico Nestroy: (ver nota)(187) «Todo progreso nunca es sino la mitad de grande de lo que al
comienzo se esperaba». Pero, ¿ha tenido usted otra experiencia, sino que los seres humanos
embrollan y deforman todo lo que cae en sus manos? Con un poco de precaución y
autodisciplina es posible evitar la mayoría de los peligros de la interpretación de sueños. Ahora
bien, ¿no cree usted que nunca acabaré mi exposición si me distrae de ese modo?

«Por cierto. Si le entendí bien, quería usted exponer la premisa fundamental de la nueva
psicología».

No quería empezar por ahí. Tengo el propósito de informarle acerca de la representación que en
el curso de los estudios analíticos nos hemos hecho de la estructura del aparato anímico.

«¿Puedo preguntarle a qué llama "aparato anímico", y con qué está construido?».

En cuanto al aparato anímico, pronto se aclarará qué es. Y le ruego que no me haga preguntas
sobre el material con que está construido. A la psicología no le interesa, puede resultarle tan
indiferente como a la óptica saber si las paredes del telescopio están hechas de metal o de
cartón. Dejaremos enteramente de lado el punto de vista, de la sustancia {den stofflichen
Gesichtspunkt}, pero no el espacial.Es que efectivamente nos representamos el ignoto aparato
que sirve a los desempeños anímicos como un instrumento edificado por varias partes -las

llamamos instancias-, cada una de las cuales cumple una función particular, y que tienen entre
sí una relación espacial fija; vale decir: la relación espacial -el «delante» y «detrás»,
«superficial» y «profundo»-sólo tiene para nosotros, en principio, el sentido de una figuración de
la secuencia regular de las funciones. ¿Sigue siendo comprensible lo que digo?

«Apenas; quizá lo comprenda más tarde, pero en todo caso es una curiosa anatomía del alma,
que no hallaríamos en el investigador de la naturaleza».

¿Qué quiere usted? Es una representación auxiliar como hay tantas en las ciencias. Las
primeras de todas siempre han sido bastante toscas.«Open to revision» {«Sujetas a revisión»},
cabe decir en estos casos. Considero superfluo invocar aquí el «como si», hoy tan popular. El
valor de una de estas representaciones auxiliares -«ficción», la llamaría el filósofo Vaihinger(
ver nota)(188) depende de lo que se pueda conseguir con ella.

Prosigamos, pues: Nos situamos en el terreno de la sabiduría ordinaria, y reconocemos en el
ser humano una organización anímica interpolada entre sus estímulos sensoriales y la
percepción de sus necesidades corporales, por un lado, y sus actos motores, por el otro, y que
media entre ambos términos con un propósito determinado. Llamamos a esta organización su
yo. Pero nada de esto es novedoso; cada uno de nosotros adopta ese supuesto, siempre que
no sea un filósofo, y aun hay quienes lo hacen a pesar de serlo. Ahora bien, no creemos haber
agotado con eso la descripción del aparato anímico. Además de ese yo discernimos otro ámbito
anímico, de mayor extensión, más grandioso y oscuro que el yo, y lo llamamos el ello. La
relación entre ambos es lo primero que debe ocuparnos.

Usted objetará, probablemente, que para designar estas dos instancias o provincias anímicas
hayamos escogido simples pronombres, -en lugar de introducir sonoros nombres griegos. Es
que en el psicoanálisis nos gusta permanecer en contacto con el modo popular de pensar, y
preferimos volver utilizables para la ciencia sus conceptos, en vez de desestimarlos. No es
ningún mérito: tenemos que proceder así porque nuestras doctrinas están destinadas a que las
comprendan nuestros pacientes, que a menudo son muy inteligentes, pero no siempre eruditos.
El ello impersonal se anuda de manera directa a ciertos giros expresivos del hombre normal.
«Ello {Es} me sacudió -se dice-; había algo en mí {es war etwas in mir} que en ese instante era
más fuerte que yo». «C'était plus fort que moi».

En la psicología sólo podemos describir con ayuda de comparaciones. No es algo particular de
ella, también en otras ciencias es así. Pero nos vemos obligados a variar de continuo esas
comparaciones, ninguna se nos mantiene un tiempo suficientemente largo. Así, para volver
patente el nexo entre el yo y el ello, le ruego que imagine al yo como una suerte de fachada del
ello, un primer plano, como un estrato cortical externo del ello. Sabemos que los estratos
corticales deben sus propiedades particulares al influjo modificador del medio externo con el
que chocan. Así, nos representamos al yo como el estrato del aparato anímico, del ello,
modificado por el influjo del mundo exterior (de la realidad). Esto le permite a usted ver cuán en
serio tomamos en el psicoanálisis las concepciones espaciales. El yo es para nosotros real y
efectivamente lo superficial, y el ello lo más profundo, claro está que considerado desde afuera.
El yo se sitúa entre la realidad y el ello, lo genuinamente anímico.

«No quiero preguntarle aún de dónde puede uno saber todo eso. Dígame, primero, ¿qué se



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propone usted con esa separación entre un yo y un ello, qué lo constriñó a establecerla? ». enterarse de ello.

Su pregunta me indica el camino correcto para continuar. En efecto, lo importante y valioso es
saber que el yo y el ello divergen mucho entre sí en varios puntos; en el yo rigen reglas
diferentes que en el ello para el decurso de los actos anímicos, el yo persigue otros propósitos y
lo hace con otros medios. Habría mucho que decir sobre esto, pero, ¿se conformará usted con
una nueva comparación y un ejemplo? Piense usted en la diferencia entre el frente y la
retaguardia, tal como se había configurado en el curso de la Guerra Mundial. En esa época no
nos asombraba que en el frente muchas cosas ocurrieran de otro modo que en la retaguardia, y
que en esta estuvieran permitidas muchas que en el frente era preciso prohibir. El influjo
determinante era, desde luego, la proximidad del enemigo; en el caso de la vida anímica, es la
proximidad del mundo exterior. «Afuera» «ajeno»-«enemigo» fueron alguna vez conceptos
idénticos. Y ahora el ejemplo: en el ello no hay conflictos; contradicciones, opuestos, coexisten
impertérritos unos junto a los otros y a menudo se equilibran mediante formaciones de
compromiso. En parecidos casos, el yo siente un conflicto que debe decidirse, y la decisión
consiste en que una aspiración se resigne en favor de la otra. El yo es una organización que se
distingue por un muy asombroso afán de unificación, de síntesis; este carácter le falta al ello,
que es -por así decir- incoherente, pues sus aspiraciones singulares persiguen sus propósitos
independientemente y sin miramiento recíproco.

«Pero si existe una retaguardia anímica tan importante, ¿cómo me puede explicar usted que
haya pasado inadvertida hasta el advenimiento del análisis?».

Esto nos remite a uno de sus planteos anteriores. La psicología se había bloqueado el acceso al
ámbito del ello por aferrarse a una premisa que parece obvia, pero es insostenible. Hela aquí:
que todos los actos anímicos nos son concientes, que «ser-conciente(189)» es el signo
distintivo de lo anímico, y que si en nuestro encéfalo existieran procesos no-concientes, no
merecerían el nombre de actos anímicos y no competerían a la psicología.

«Opino, sin embargo, que es algo evidente».

Pues bien, eso mismo opinan los psicólogos; pero es fácil demostrar que es falso, o sea, una
separación totalmente inadecuada. La más somera observación de sí enseña que uno puede
tener ocurrencias que es imposible que se produzcan sin preparación. Ahora bien, de esos
estadios previos de lo pensado por usted, que sin duda tienen que haber sido real y
efectivamente de naturaleza psíquica, en su conciencia ingresa sólo el resultado ya listo. En
ocasiones usted podrá hacerse conciente de esas formaciones de pensamiento preparatorias
con posterioridad, como en una reconstrucción.

«Es probable que la atención estuviera distraída, y por eso uno no notó esos preparativos».

¡Subterfugios! Así no da razón del hecho de que en usted puedan producirse actos de
naturaleza anímica, a menudo muy complejos, de los que su conciencia no se entera para
nada, de los que usted no sabe nada. ¿O acaso está dispuesto a admitir que un poco más o un
poco menos de su «atención» basta para mudar un acto no anímico en uno anímico? Y, por otra
parte, ¿para qué polemizar? Hay experimentos hipnóticos en los que se demuestra de manera
irrefutable la existencia de esos pensamientos no concientes, para cualquiera que acepte

«Yo no quiero desconocerlo, pero creo que por fin lo comprendo a usted. Lo que usted llama
"yo" es la conciencia, y su "ello", la llamada subconciencia, de la que tanto se habla ahora. Pero,
¿a qué la mascarada de ponerle un nuevo nombre? ».

No es ninguna mascarada; aquellos otros nombres son inutilizables. Y no intente usted darme
literatura en lugar de ciencia. Cuando alguien habla de subconciencia, yo no sé si, tópicamente,
mienta algo situado en el alma por debajo de la conciencia, o, cualitativamente, una conciencia
otra, por así decir subterránea. Es probable que ni él mismo tenga una idea clara. La única
oposición admisible es la que media entre conciente e inconciente. Pero sería un grave error
creer que esa oposición coincide con la división entre el yo y el ello. En verdad sería maravilloso
que fuera tan simple, pues nuestra teoría tendría una fácil tarea; pero las cosas no son tan
simples. Lo único correcto es que todo lo que ocurre en el ello es y permanece inconciente, y
que los procesos que acontecen en el interior del yo pueden devenir concientes (sólo ellos).
Pero no todos ellos, no siempre ni necesariamente, y grandes sectores del yo pueden
permanecer inconcientes de manera duradera.

Es un asunto complicado ese del devenir-conciente un proceso anímico. No resisto la tentación
de exponerle -de nuevo, dogmáticamente- lo que suponemos acerca de eso. Usted recuerda
que el yo es el estrato más externo, periférico del ello. Ahora bien, creemos que en la superficie
más externa de ese yo se encuentra una instancia particular, vuelta directamente al mundo
exterior; es un sistema, un órgano, mediante cuya excitación -y sólo por medio de ella- se
produce el fenómeno que llamamos conciencia. Ese órgano puede ser excitado desde afuera -y
entonces recibe, con ayuda de los órganos de los sentidos, los estímulos del mundo exteriorcomo
desde adentro -lo cual le permite tomar noticia, primero, de las sensaciones en el interior
del ello y, luego, de los procesos que ocurren en el yo


«Esto se vuelve cada vez más enojoso y se sustrae cada vez más de mi comprensión. Usted
me ha invitado a un diálogo acerca de este problema: si también los legos = no médicos pueden
emprender tratamientos analíticos. ¿Para qué, entonces, estas polémicas sobre teorías
aventuradas y oscuras, de cuya justificación usted no podrá convencerme? ».

Yo sé que no puedo convencerlo. Está fuera de toda posibilidad y por eso también fuera de mi
propósito. Cuando damos a nuestros discípulos instrucción teórica en el psicoanálisis,
podemos observar cuán poca impresión les causamos al comienzo. Toman las doctrinas
analíticas con la misma frialdad que a otras abstracciones de que fueron nutridos. Acaso
algunos quieran convencerse, pero no hay indicio alguno de que lo estén. Ahora bien, exigimos
que todo el que quiera ejercer en otros el análisis se someta antes, él mismo, a un análisis. Sólo
en el curso de este «autoanálisis» (como equivocadamente se lo llama), (ver nota)(190) cuando
vivencia de hecho los procesos postulados por el análisis en su propia persona -mejor dicho: en
su propia alma-, adquiere las convicciones que después lo guiarán como analista. ¿Cómo
podría entonces esperar convencerlo a usted, el juez imparcial, de la corrección de nuestras
teorías, que sólo puedo exponerle de una manera abreviada, incompleta y por eso impenetrable,
sin que usted las corroborara mediante sus propias experiencias?

Me guía otro propósito. Entre nosotros no está en juego saber si el análisis es sabio o



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disparatado, si tiene razón en sus tesis o cae en groseros errores. Desenvuelvo ante usted
nuestras teorías porque es el mejor modo de aclararle cuál es el contenido de pensamiento del
análisis, de qué premisas parte frente a cada enfermo, y qué emprende con este último. Por
esa vía podrá arrojarse luego una luz muy nítida sobre el problema de la práctica del análisis por
los legos. Además, quédese tranquilo: si me ha seguido hasta aquí, ya ha pasado lo más
espinoso, de ahora en más todo le resultará más fácil. Pero permítame hacer una pausa para
tomar aliento.

«Espero que su intención sea mostrarme cómo puede- representarse la génesis de una
enfermedad nerviosa a partir de las teorías del psicoanálisis».

Es lo que procuraré. Pero con ese fin debemos estudiar a nuestro yo y nuestro ello desde un
nuevo punto de vista, el dinámico, o sea considerando las fuerzas en juego en su interior y entre
ellos. En efecto, hasta ahora nos habíamos limitado a la descripción del aparato anímico.

«¡Con tal que no sea igualmente incomprensible! ».

órgano sensorial, el sistema conciencia, observa el mundo exterior a fin de acechar el momento
favorable para una satisfacción sin daño; por el otro, influye sobre el ello, enfrena sus
«pasiones», mueve a las pulsiones a posponer su satisfacción y hasta -si se lo discierne como
necesario- a modificar sus metas o resignarlas a cambio de un resarcimiento. Al domeñar de
este modo las mociones del ello, sustituye el principio de placer, que antes era el único decisivo,
por el llamado principio de realidad, que por cierto persigue la misma meta final, pero toma en
consideración las condiciones impuestas por el mundo exterior real. Más tarde el yo aprende
que además de esa adaptación al mundo exterior, que acabamos de describir, hay otro camino
para asegurar la satisfacción. También es posible intervenir en el mundo exterior alterándolo y
produciendo en él deliberadamente aquellas condiciones que posibiliten la satisfacción. Esta
actividad se convierte luego en la operación suprema del yo; decidir cuándo es más acorde al
fin dominar sus pasiones e inclinarse ante la realidad, o tomar partido por ellas y ponerse en pie
de guerra frente al mundo exterior: he ahí el alfa y el omega de la sabiduría de vida.

«¿Y consiente el ello semejante gobierno por el yo, toda vez que, si le he entendido bien a usted,
es el más fuerte de los dos? ».

Sí; eso anda bien cuando el yo posee su íntegra organización y capacidad de rendimiento, tiene
acceso a todas las partes del ello y puede ejercer su influjo sobre ellas. En efecto, no hay una
enemistad natural entre el yo y el ello, que se copertenecen y, en el caso de la persona sana,
prácticamente no se separan entre sí.


Espero que no. Enseguida se orientará usted. Bien; suponemos que las fuerzas que pulsionan
el aparato psíquico a la actividad son producidas en los órganos del cuerpo como expresión de
las grandes necesidades corporales. Recuerde usted la sentencia de nuestro filósofo poeta:
hambre y amor. (ver nota)(191) ¡Un respetabilísimo par de fuerzas, por lo demás! Llamamos a
estas necesidades corporales, en la medida en que constituyen estimulaciones para la actividad
anímica, «Triebe» {«pulsiones»}, un término que muchas lenguas modernas nos envidian.
Estas pulsiones son las que llenan al ello; toda la energía dentro del ello, digamos
abreviadamente, proviene de aquellas. Tampoco las fuerzas del yo tienen otro origen: derivan de
las del ello. Ahora bien, ¿qué quieren las pulsiones? Satisfacción, es decir, la producción de
aquellas situaciones en que pueden extinguirse las necesidades corporales. Una rebaja de la
tensión de necesidad es sentida por nuestro órgano de conciencia como placentera, y su
aumento es pronto sentido como displacer. A partir de estas oscilaciones nace la serie de
sensaciones de placer-displacer, de acuerdo con la cual el aparato anímico en su conjunto
regula su actividad. Hablamos entonces de un imperio del principio de placer.

Se llega a estados insoportables cuando las exigencias pulsionales del ello no hallan ninguna
satisfacción. La experiencia muestra rápidamente que esas situaciones de satisfacción sólo
pueden establecerse con ayuda del mundo exterior. Así entra en función el sector del ello vuelto
al mundo exterior, el yo. Si toda la fuerza pulsionante que pone en movimiento al barco es
suministrada por el ello, el yo se encarga por así decir del timón, que, de faltar, no permitiría
alcanzar ninguna meta. Las pulsiones dentro del ello esfuerzan una satisfacción inmediata, sin
miramiento, mas de ese modo no consiguen nada o aun provocan un sensible daño Es tarea
del yo prevenir ese fracaso, mediar entre las exigencias del ello y el veto del mundo exterior real.
Ahora bien, el yo despliega su actividad siguiendo dos direcciones. Por un lado, con ayuda de su

«Todo esto se sigue con facilidad, pero no veo dónde se encontraría, en esta relación ideal, un
lugarcito para la perturbación patológica».

Tiene usted razón; mientras el yo y sus vínculos con el ello cumplen estos requisitos ideales, no
hay perturbación neurótica alguna. El punto de irrupción de la enfermedad se sitúa en un lugar
inesperado, aunque un conocedor de la patología general no se sorprenderá de hallar
confirmado que justamente los desarrollos y diferenciaciones más sustantivos conllevan el
germen de la contracción de la enfermedad, de la falla de la función.

«Se vuelve usted demasiado erudito, no comprendo».

Debo hacer una pequeña digresión. ¿No es verdad que el pequeño ser vivo es una muy pobre e
impotente cosa frente al mundo exterior avasallador, desbordante de influencias destructivas?
Un ser vivo primitivo, que no haya desarrollado una suficiente organización yoica, está expuesto
a todos esos «traumas». Vive la satisfacción «ciega» de sus deseos pulsionales, y con harta
frecuencia zozobra {zugrunde geben} a raíz de ella. La diferenciación de un yo es sobre todo un
paso hacia la conservación de la vida. Es verdad que del sepultamiento no se puede extraer
enseñanzas, pero si uno ha subsistido con felicidad a un trauma, se pone en guardia ante la
proximidad de situaciones parecidas y señala el peligro mediante una repetición abreviada de
las impresiones vivenciadas a raíz del trauma: mediante un afecto de angustia. Y entonces esa
reacción ante la percepción del peligro introduce el intento de huida, de efecto salvador hasta el
momento en que uno haya adquirido la fuerza suficiente para enfrentar eso peligroso del mundo
exterior de manera más activa, quizás hasta por medio de una agresión.

«Todo eso está muy alejado de lo que usted había prometido».


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No sospecha usted cuán cerca estoy de cumplir mi promesa, También en los seres vivos que
luego tendrán una organización yoica capaz de rendimiento, ese yo es al comienzo, en los años
de la infancia, endeble, y poco diferenciado del ello. Ahora trate usted de representarse lo que
acontecerá si este yo falto de poder vivencia una exigencia pulsional proveniente del ello, a la
que querría contrariar desde luego porque colige que su satisfacción es peligrosa, provocaría
una situación traumática, un choque con el mundo exterior, que no podría gobernar porque aún
no posee la fuerza para eso. El yo trata entonces el peligro pulsional como si fuese un peligro
externo, emprende un intento de huida, se retira de ese sector del ello y lo deja librado a su
destino luego de rehusarle todas las contribuciones que de ordinario presta a las mociones
pulsionales. Decimos que el yo emprende una represión {esfuerzo de desalojo} de estas
mociones pulsionales. Así se consigue defenderse del peligro por el momento, pero no se
conf unde impunemente el adentro con el afuera. No es posible huir de sí mismo. En la represión
el yo obedece al principio de placer, que de ordinario suele corregir; debe soportar los
consecuentes perjuicios. Estos consisten en que el yo ha limitado duraderamente su campo de
poder. La moción pulsional reprimida queda ahora aislada, librada a sí misma, inaccesible, Pero
también ininfluible. Marcha por su propio camino. Las más de las veces, ni siquiera más tarde,
ya fortalecido, puede el yo cancelar la represión; su síntesis está perturbada, una parte del ello
queda como terreno prohibido para el yo. Empero, la moción pulsional aislada no permanece
ociosa; a cambio de la satisfacción normal que se le ha denegado, sabe resarcirse, produce
retoños psíquicos que la subrogan, se enlaza con otros procesos que por así decir arranca al yo
mediante su influjo, y por último irrumpe en el yo y hacia la conciencia con una formación
sustitutiva desfigurada hasta volverse irreconocible, y ahí crea lo que se llama un síntoma. De
golpe vemos frente a nosotros el cuadro de situación de una perturbación neurótica: un yo
inhibido en su síntesis, que no posee influencia alguna sobre partes del ello, que se ve forzado a
renunciar a muchas de sus actividades a fin de evitar un nuevo choque con lo reprimido, que se
agota en acciones defensivas, inútiles las más de las veces, contra los síntomas, los retoños de
las mociones reprimidas; y un ello en que ciertas pulsiones han cobrado autonomía, persiguen
sus metas sin miramiento por los intereses de la persona global y sólo obedecen a las leyes de
la psicología primitiva que impera en las profundidades del ello. Si abarcamos panorámicamente
la situación entera, obtenemos una fórmula simple para la génesis de la neurosis: el yo ha
hecho el intento de sofocar de manera inapropiada ciertos sectores del ello, ha fracasado y el
ello se ha tomado su venganza. La neurosis es entonces la consecuencia de un conflicto entre
el yo y el ello, conflicto en que el yo entra porque, como lo muestra una indagación a fondo,
quiere atenerse enteramente a su obediencia al mundo exterior real. La oposición corre entre el
mundo exterior y el ello, y el yo entra en conflicto con su ello porque, fiel a su esencia más
íntima, toma partido por el mundo exterior. Empero, repare usted en que no es el hecho de este
conflicto el que crea la condición de la enfermedad -puesto que tales oposiciones entre realidad
y ello son inevitables, y una de las tareas permanentes del yo es mediar en ellas-, sino la
circunstancia de que el yo se ha servido del recurso insuficiente de la represión para zanjar el
conflicto. Ahora bien, a su vez esto se debe a que el yo no estaba desarrollado y era impotente
en la época en que se le planteó la tarea. En efecto, todas las represiones decisivas ocurren en
la primera infancia.

«¡Qué asombroso camino! Sigo su consejo de no criticar, puesto que usted sólo quiere
mostrarme lo que el psicoanálisis cree acerca de la génesis de las neurosis para anudar a ello
la exposición de lo que hace para combatirlas. Tendría muchas preguntas que hacerle, y más

tarde le presentaré alguna. Pero ahora mismo siento la tentación de seguir edificando sobre la
base de sus propios argumentos, y hasta ensayar una teoría. Usted desarrolló la relación
mundo exterior-yo-ello, y estableció como condición de la neurosis que el yo combata al ello en
su vasallaje frente al mundo exterior. ¿No es concebible también el otro caso, a saber, que en
un conflicto semejante el yo se deje arrastrar por el ello y desmienta su miramiento por el
mundo exterior? ¿Qué ocurre en un caso así? De acuerdo con las representaciones que en mi
condición de lego me formo acerca de la naturaleza de una enfermedad mental, esa decisión
del yo podría ser la condición de esta última. Es que un extrañamiento así respecto de la
realidad efectiv a parece lo esencial de la enfermedad mental».

Sí, yo mismo lo he pensado(192), y aun lo considero acertado, aunque la demostración de esa
conjetura exigiría un examen de constelaciones muy complejas. Es evidente que neurosis y
psicosis están íntimamente emparentadas entre sí, y no obstante deben de separarse en un
punto decisivo. Ese punto muy bien podría ser la toma de partido del yo en un conflicto de esa
índole. El ello conservaría en ambos casos su carácter de inflexibilidad ciega.

«Ahora continúe usted, ¿Qué indicaciones da su teoría para el tratamiento de las neurosis?».

Nuestra meta terapéutica es ahora fácil de circunscribir. Queremos restablecer al yo, librarlo de
sus limitaciones, devolverle su imperio sobre el ello, que perdió a consecuencia de sus
tempranas represiones. Sólo con este fin hacemos el análisis; toda nuestra técnica está dirigida
a esa meta. Tenemos que pesquisar las represiones acontecidas y mover al yo a corregirlas
con nuestra ayuda, a tramitar los conflictos mejor que mediante un intento de huida. Puesto que
esas represiones se remontan a la tempranís ima infancia, también el trabajo analítico nos lleva
hasta esa época de la vida. El camino hacia las situaciones de conflicto, las más de las veces
olvidadas, que querernos reanimar en el recuerdo del enfermo nos es indicado por los
síntomas, sueños y ocurrencias libres de él, que por lo demás primero tenemos que interpretar,
traducir, puesto que bajo la influencia de la psicología del ello han cobrado formas expresivas
ajenas a nuestra comprensión. Acerca de las ocurrencias, pensamientos y recuerdos que el
paciente no puede comunicarnos sin renuencia interior, tenemos derecho a suponer que de
algún modo se entraman con lo reprimido o son sus retoños. En la medida en que impulsamos
{antreiben} al enfermo a superar sus resistencias en la comunicación, educamos a su yo para
que venza su inclinación a los intentos de huida y para que soporte la aproximación de lo
reprimido. Al final, cuando se ha logrado reproducir en su recuerdo la situación de la represión,
su obediencia es recompensada brillantemente. Toda la diferencia de épocas corre en su favor,
y a menudo al yo adulto y fortalecido le parece sólo un juego de niños aquello frente a lo cual su
yo infantil emprendió la huida aterrorizado.

IV

«Todo lo que usted me refirió hasta ahora era psicología. A menudo suena extraño, ríspido,
oscuro, pero en todos los casos fue "puro", si debo decirlo así. Ahora bien, hasta este momento



53


yo sabía muy poco de su psicoanálisis, pero me había llegado el rumor de que se ocupaba
predominantemente de cosas que no merecen aquel predicado. El hecho de que usted no haya
hablado hasta aquí de nada de eso me impresiona como una reserva deliberada. Tampoco
puedo sofocar otra duda. Las neurosis son, como usted mismo ha dicho, perturbaciones de la
vida anímica. Y cosas tan importantes como nuestra ética, nuestra conciencia moral, nuestros
ideales, ¿no desempeñarán papel alguno en esas perturbaciones que llegan tan a lo hondo?».

Entonces lo que usted echa de menos en nuestros coloquios anteriores es que no tomáramos
en cuenta tanto lo más bajo como lo más alto. Pero ello se debe a que aún no hemos tratado
para nada de los contenidos de la vida anímica. Permítame usted, por una vez, desempeñar el
papel del que interrumpe, del que detiene el progreso de la conversación. Le he referido toda
esa psicología porque deseaba que tuviera usted la impresión de que el trabajo analítico es un
ejercicio de psicología aplicada, y por cierto de una psicología que no se conoce fuera del
análisis. Por eso el analista tiene que aprender primero esa psicología, la psicología de las
profundidades o psicología de lo inconciente, al menos hasta donde hoy se la conoce. Nos hará
falta para nuestras ulteriores conclusiones. Pero ahora dígame, ¿qué quiso decir con la alusión
a la «pureza»?

«Pues bien; todo el mundo cuenta que en los análisis se habla con todo detalle de los asuntos
más íntimos ... y más indecentes de la vida sexual. Y sí es así -de sus exposiciones
psicológicas no he podido inferir que deba serlo-, sería un fuerte argumento en favor de que sólo
a los médicos se les permitiesen semejantes tratamientos. ¿Cómo pensar en conceder
libertades tan peligrosas a otras personas acerca de cuyo carácter no se tiene ninguna
garantía?».

Es verdad que los médicos gozan de ciertos privilegios en el campo sexual; hasta están
autorizados a inspeccionar los genitales. Sin embargo, en Oriente no se les permite hacerlo; y
aun muchos reformadores idealistas -usted sabe a quiénes me refiero- (ver nota)(193) han
impugnado esos privilegios. Pero lo que usted quiere saber, ante todo, es si en el análisis ocurre
así y por qué.

«Eso es».

Tiene que ser así, en primer lugar, porque el análisis se edifica íntegramente sobre una
sinceridad plena. Por ejemplo, en él se tratan asuntos de negocios con igual prolijidad y
franqueza, se dicen cosas que uno se reservaría ante sus conciudadanos, aunque no fueran
competidores ni inspectores de impuestos. No pongo en duda -antes bien, lo destaco
enérgicamente- que esa obligación de sinceridad impone al analista una severa responsabilidad
moral. En segundo lugar, tiene que ser así porque entre las causas y ocasiones de la
contracción de neurosis desempeñan un papel importantísimo, descollante, y acaso específico,
factores de la vida sexual. ¿Qué otra cosa puede hacer el análisis sino adecuarse a su tela, al
material que el enfermo le ofrece? El analista nunca atrae a su paciente al campo sexual, nunca
le dice: « ¡Trataremos de las intimidades de su vida sexual! ». Le deja que inicie sus
comunicaciones por donde le plazca, y espera tranquilo hasta que el propio paciente se refiera a
lo sexual. Yo solía advertir siempre a mis discípulos: «Nuestros oponentes nos han anunciado
que encontraremos casos en que el factor sexual no desempeña papel alguno; guardémonos
de introducirlo en el análisis, no nos arruinemos la oportunidad de hallar un caso así». Ahora

bien, ninguno de nosotros ha tenido esa dicha hasta hoy.

Sé, desde luego, que nuestro reconocimiento de la sexualidad se ha convertido -confesada o
inconfesadamente- en el más fuerte motivo de la hostilidad de los otros hacia el análisis.
¿Podría despistarnos esa circunstancia? Sólo nos muestra cuán neurótica es toda nuestra vida
cultural, puesto que los presuntos normales no se comportan de otro modo que los neuróticos.
En la época en que los círculos de estudiosos de Alemania incoaron juicio solemne acerca del
psicoanálisis -hoy guardan silencio en lo esencial-, cierto orador sostuvo poseer una particular
autoridad, porque, según dijo, él dejaba incluso exteriorizarse a los enfermos; evidentemente,
con propósito diagnóstico y a fin de someter a examen las aseveraciones de los analistas. Pero,
añadía, cuando estos empezaban a hablar de cosas sexuales, les tapaba la boca. ¿Qué opina
usted de semejante procedimiento de prueba? El círculo de estudiosos aplaudió a rabiar al
orador, en vez de sentirse avergonzados por él, como correspondía. Sólo la seguridad
triunfalista que presta la conciencia de los prejuicios comunes puede explicar la desaprensión
lógica de ese orador. Años después, algunos de mis discípulos cedieron a la necesidad de
liberar a la sociedad humana del yugo de la sexualidad, que el psicoanálisis le había impuesto.
Uno de ellos declaró que lo sexual en modo alguno significa la sexualidad, sino algo diverso,
abstracto, místico; otro, que la vida sexual no era más que uno de los campos en que el ser
humano quería afirmar su pulsionante necesidad de poder e imperio. (ver nota)(194) Han
hallado mucho aplauso, al menos en lo inmediato.

«Aquí me atrevo a tomar, por una vez, partido. Me parece muy osado aseverar que la sexualidad
no es una necesidad natural, originaria, del ser vivo, sino la expresión de otra cosa. No hace
falta más que considerar el ejemplo de los animales».

De nada vale. No hay mestura, por absurda que sea, que la sociedad no esté dispuesta a
tragarse con tal que se la pueda invocar como contrarrestante del temido hiperpoder de la
sexualidad.

Además, le confieso que la repugnancia que usted mismo ha dejado traslucir en cuanto a
conceder al factor sexual un papel tan grande en la causación de las neurosis no me parece
muy compatible con su tarea de juez imparcial. ¿No teme usted que esa antipatía le estorbe
dictar una sentencia justa?

«Me pesa que usted diga eso. Su confianza en mí parece cuestionada. ¿Por qué entonces no
escogió a otro como juez imparcial? ».

Porque ese otro no habría pensado de otro modo que usted. Pero si de antemano hubiera
estado dispuesto a admitir el valor de la vida sexual, todo el mundo habría exclamado: «¡Ese no
es un juez imparcial, es partidario suyo!». No; en modo alguno resigno la expectativa de influir
sobre las opiniones de usted. Pero confieso que para mí este caso es diferente del considerado
antes. En cuanto a las elucidaciones psicológicas, no tenía por qué interesarme que usted me
diera o no crédito, con tal que recibiera la impresión de que se trataba de problemas puramente
psicológicos. Esta vez, a raíz de la cuestión de la sexualidad, me gustaría que usted se volviera
accesible a la intelección de que su más intenso motivo de contradicción es justamente la
hostilidad congénita que usted comparte con tantos otros.



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«Es que me falta la experiencia que le ha procurado a usted una certeza tan inconmovible».

Bien; puedo proseguir mi exposición. La vida sexual no es sólo maliciosa picardía, sino un serio
problema científico. Hay ahí muchas cosas nuevas que averiguar, y muchas curiosas que
explicar. Desde ahora le digo que el análisis se vio forzado a remontarse hasta la primera
infancia del paciente porque en esas épocas, en tanto el yo era endeble, sobrevinieron las
represiones decisivas. ¿Acaso es cierto que en la infancia no existe vida sexual alguna, que
sólo comienza con la pubertad? Al contrario; hemos hecho el descubrimiento de que las
mociones pulsionales sexuales acompañan la vida desde el comienzo mismo, y que justamente
el yo infantil emprende las represiones para defenderse de ellas. ¿No es verdad que constituye
una notable coincidencia que el niño pequeño ya se revuelva contra el poder de la sexualidad,
como después lo hizo aquel orador en su asociación de eruditos, y más tarde aún mis
discípulos, que postularon sus propias teorías? ¿Cómo se explica esto? La respuesta más
universal sería que toda nuestra cultura se edifica a expensas de la sexualidad; pero hay mucho
más que decir sobre este tema.

El descubrimiento de la sexualidad infantil se cuenta entre esos hallazgos de los que uno debe
avergonzarse. (ver nota)(195) Ciertos pediatras -y, según parece, algunas niñeras- siempre lo
supieron. Hombres agudos, que se llaman psicólogos infantiles, hablaron luego, en tono de
reproche, de una «profanación de la niñez». ¡Otra vez, en lugar de argumentos, sentimientos!
En nuestros organismos políticos tal conducta es cosa ordinaria. Un diputado de la oposición se
pone de pie y denuncia una malversación en la administración pública, el ejército, la justicia, etc.
Entonces otro, de preferencia partidario del gobierno, declara que tales comprobaciones ultrajan
el sentimiento del honor estatal, militar, dinástico o aun nacional. Y siendo así, tales denuncias
no son v erdaderas. Estos sentimientos no soportan ultraje alguno.

La vida sexual del niño es, desde luego, diversa de la del adulto. La función sexual recorre,
desde sus comienzos hasta su conformación -última, que nos resulta familiar, un complejo
desarrollo. -Se constituye y crece a partir de numerosas pulsiones parciales, con sus metas
particulares, y atraviesa por varias fases de organización hasta que por fin se pone al servicio
de la reproducción. Entre las pulsiones parciales, no todas son utilizables por igual para el
resultado último; tienen que ser desviadas, remodeladas, en parte sofocadas. Un desarrollo tan
vasto no siempre se cumple sin contratiempos: sobrevienen inhibiciones del desarrollo,
fijaciones parciales a estadios evolutivos anteriores. Y toda vez que más tarde el ejercicio de la
función sexual tropiece con obstáculos, el querer-alcanzar sexual -la libido, como decimosvuelve
preferentemente a esos lugares de temprana fijación. Por otra parte, el estudio de la
sexualidad infantil y sus trasmudaciones hasta llegar a la madurez nos ha proporcionado la
clave para entender las llamadas perversiones sexuales, que se solían describir siempre con
todos los signos de horror requeridos, pero cuya génesis no se era capaz de esclarecer. Todo
este campo presenta enorme interés, sólo que a los fines de nuestras charlas no tiene mucho
sentido que le cuente más sobre él. Para salir del paso en esto hacen falta, desde luego,
conocimientos anatómicos y fisiológicos -que por desgracia no se adquieren todos en la
escuela de medicina-, pero es también indispensable cierta familiaridad con la historia de la
cultura y la mitología.

«Con todo eso, no puedo formarme ninguna representación de la vida sexual del niño».

Entonces me detendré un poco en el tema; por lo demás, no me resulta fácil apartarme de él.
Sepa usted que a mi juicio lo más asombroso de la vida sexual del niño es que recorre su
desarrollo íntegro, muy vasto, en los primeros cinco años de vida; desde ahí hasta la pubertad
se extiende el llamado período de latencia, en el que -normalmente- la sexualidad no hace
progreso alguno, sino que, al contrario, las aspiraciones sexuales ceden en intensidad y es
resignado y olvidado mucho de lo que el niño ya ejercía o sabía. En ese período de la vida, tras
marchitarse el florecimiento temprano de la vida sexual, se configuran aquellas actitudes del yo
que, como la vergüenza, el asco, la moralidad, están destinadas a poner freno a la posterior
tormenta de la pubertad y a indicar las vías al anhelo sexual de nuevo despierto. Esto, que
hemos denominado acometida en dos tiempos de la vida sexual, tiene mucho que ver con la
génesis de las neurosis. Parece ocurrir sólo en el ser humano, quizás es una de las
condiciones del privilegio humano de devenir neurótico. Antes del psicoanálisis, la prehistoria de
la vida sexual se había pasado por alto, lo mismo que, en otro campo, el trasfondo de la vida
anímica conciente. Usted conjeturará, con acierto, que ambos se copertenecen íntimamente.

Acerca de los contenidos, exteriorizaciones(196) y operaciones de esa época temprana de la
sexualidad, habría muchas cosas que informar sobre las cuales no existen expectativas
previas. Por ejemplo: usted se asombrará sin duda al enterarse de que el varoncito con harta
frecuencia se angustia frente a la posibilidad de ser devorado por el padre. (¿Y no le maravilla
también que yo incluya esa angustia entre las exteriorizaciones de la vida sexual?) Pero puedo
recordarle el relato mitológico que usted quizá no ha olvidado desde sus años de estudiante:
también el dios Cronos devoró a sus hijos. ¡Cuán extraño debió de parecerle ese mito cuando lo
conoció por primera vez! Pero creo que ninguno de nosotros reparó en ello en aquella época.
Hoy podemos considerar también muchos cuentos tradicionales en que se presenta un animal
devorador, como el lobo, y discerniremos en este último un disfraz del padre. Aprovecho esta
oportunidad para asegurarle que la mitología y el universo de los cuentos tradicionales sólo se
vuelven comprensibles mediante el conocimiento de la vida sexual infantil. He ahí, pues, una
conquista de los estudios analíticos.

Su sorpresa no será menor si le digo que el varoncito padece la angustia de que su padre
pueda despojarlo de su miembro sexual, a punto tal que esta angustia de castración adquiere la
influencia más intensa sobre el desarrollo de su carácter y la decisión de su orientación sexual.
También aquí la mitología le infundirá ánimo para creer en el psicoanálisis. El mismo Cronos
que devoró a sus hijos había castrado a su padre Urano, y a su vez, en reparación, fue castrado
por su hijo Zeus, a quien la astucia de su madre había salvado. Si usted se ha inclinado a
suponer que todo lo que el psicoanálisis cuenta acerca de la temprana sexualidad de los niños
proviene de la desenfrenada fantasía de los analistas, admita al menos que ella ha creado las
mismas producciones que la actividad fantaseadora de la humanidad primitiva, de la que mitos
y cuentos son el precipitado. La otra concepción, más amistosa y probablemente también más
acertada, sería que en la vida anímica del niño se registran todavía hoy los mismos factores
arcaicos que en las épocas primitivas rigieron de manera universal la cultura humana. En su
desarrollo anímico, el niño repetiría de manera abreviada la historia de las etnias, tal como hace
mucho lo ha discernido la embriología respecto del desarrollo corporal.

Otro carácter de la sexualidad de la primera infancia es que el genuino miembro sexual
femenino no desempeña en ella todavía papel alguno, no se ha descubierto aún para el niño.
Todo el acento recae sobre el miembro masculino, todo interés se dirige a su presencia o



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ausencia. Acerca de la vida sexual de la niña pequeña sabemos menos que sobre la del
varoncito. Que no nos avergüence esa diferencia; en efecto, incluso la vida sexual de la mujer
adulta sigue siendo un dark continent {continente negro} para la psicología. Pero hemos
discernido que la niña siente pesadamente la falta de un miembro sexual de igual valor que el
masculino, se considera inferiorizada por esa falta, y esa «envidia del pene» da origen a toda
una serie de reacciones característicamente femeninas.

También es propio del niño investir con interés sexual las dos necesidades excrementicias. La
educación impone más tarde una separación tajante, que la práctica de los chistes vuelve a
cancelar. Esto puede no parecer muy agradable, pero es sabido que hasta que se instala el
asco en el niño pasa todo un período. Por lo demás, ni siquiera lo han desconocido quienes
abogan, en otros respectos, por la pureza seráfica del alma infantil.

Ahora bien, no hay hecho que tenga más título para reclamar nuestra atención que este: el niño
dirige sus deseos sexuales regularmente a las personas más próximas a él por parentesco, o
sea, en primer lugar, a su padre y su madre, y luego a sus hermanos y hermanas. Para el
varoncito, la madre es el primer objeto de amor; para la niña, lo es el padre, siempre que una
disposición bisexual no favorezca también de manera simultánea la postura {actitud} contraria.
El otro progenitor es sentido como un rival estorboso, y no es raro que se lo considere con
intensa hostilidad. Entiéndame usted bien: no quiero decir que el niño desee, del progenitor
preferido, sólo aquella clase de ternura en que nosotros, los adultos, vemos tan de buen grado
la esencia del vínculo padres-hijos. No; el análisis no *deja ninguna duda de que los deseos del
niño se afanan por alcanzar, más allá de aquella, lo que concebimos como una satisfacción
sensual, por cierto que hasta donde llega la capacidad de representación del niño. Es fácil
comprender que este nunca colige la verdad efectiva sobre la unión de los sexos,
remplazándola por otras representaciones, que él deriva de sus experiencias y sensaciones.
Por lo común, sus deseos culminan en el propósito de dar a luz un niño o -de manera
indeterminada- engendrarlo. Tampoco el varoncito, en su ignorancia, queda excluido del deseo
de dar a luz un niño. A todo este edificio anímico lo llamamos, de acuerdo con la conocida saga
griega, complejo de Edipo. El proceso normal es que al final de la época del florecimiento sexual
se lo abandone, se lo desmonte en todas sus piezas y se lo trasmude; y los resultados de esta
mudanza están destinados a producir grandes rendimientos en la posterior vida anímica. Pero
por regla general aquello no acontece con el suficiente radicalismo, y la pubertad convoca una
reanimación del complejo, que puede traer aparejadas graves consecuencias.

Me asombra que usted todavía guarde silencio. Es difícil que ello signifique aprobación. Cuando
el análisis asevera que la primera elección de objeto del niño es -para usar el nombre técnicoincestuosa,
sin duda vuelve a afrentar los más sagrados sentimientos de la humanidad y debe
prepararse a recibir la correspondiente cuota de incredulidad, contradicción e imputaciones. Y
en verdad, le han sido deparadas abundantemente. Nada lo ha perjudicado más en el favor de
los contemporáneos que la postulación del complejo de Edipo como una formación humana
universal, ligada al destino. Por lo demás, el mito griego debe de haber opinado lo mismo, pero
la enorme mayoría de los hombres de hoy, doctos e indoctos, prefieren creer que la naturaleza
ha instituido un horror innato como protección contra la posibilidad del incesto.

En primer lugar invoquemos en nuestro auxilio a la historia. Cuando Julio César puso el pie en
Egipto, halló a la joven reina Cleopatra, que pronto habría de adquirir para él tanta importancia,

casada con su hermano Ptolomeo, más joven aún que ella. No era un hecho excepcional en la
dinastía egipcia; los Ptolomeos, de origen griego, no habían hecho más que seguir la costumbre
practicada desde milenios por sus predecesores, los faraones. Pero no es más que un incesto
entre hermanos, que todavía en la actualidad recibe una condena más suave. Acudamos por
eso a la mitología, nuestro principal testimonio de las relaciones imperantes en las épocas
primordiales. Nos informa que en los mitos de todos los pueblos, y no sólo de los griegos,
abundan con profusión los vínculos amorosos entre padre e hija, e incluso entre madre e hijo.
La cosmología, así como la genealogía de los linajes reales, están basadas en el incesto. ¿Con
qué propósito cree usted que se crearon esos mitos? ¿Para estigmatizar a dioses y reyes
como criminales, para atraerles el horror del género humano? Habrá sido, más bien, porque los
deseos incestuosos son una herencia arcaica de la humanidad y nunca se superaron por
completo, de suerte que los dioses y sus retoños aún tenían permitido cumplirlos cuando la
mayoría de los comunes mortales ya había debido renunciar a ellos. En total armonía con estas
enseñanzas de la historia y de la mitología, hallamos presente y activo todavía hoy el deseo
incestuoso en la infancia del individuo.

«Podría reprocharle que pretendiese usted mantenerme en reserva todo lo que acaba de decir
sobre la sexualidad infantil. Me parece muy interesante, justamente por su relación con la
historia humana primordial».

Temía que habría de llevarnos muy lejos de nuestro propósito. Pero quizá tenga su ventaja.

«Ahora dígame, ¿qué certeza puede aducir para sus resultados analíticos sobre la vida sexual
de los niños? ¿Su convicción descansa solamente en las coincidencias con la mitología y la
historia?».

¡Oh, de ningún modo! Descansa en la observación directa. Ocurrió así: primero habíamos
descubierto el contenido de la infancia sexual a partir de los análisis de adultos, vale decir, entre
veinte y cuarenta años después. Más tarde emprendimos los análisis en los niños mismos, y no
fue un magro triunfo que halláramos corroborado en ellos todo lo que habíamos colegido a
pesar de las superposiciones y desfiguraciones del período intermedio.

«¿Cómo? ¿Ha analizado usted niños pequeños, de menos de seis años? ¿Acaso da resultado
y no es peligroso para ellos? ».

Da muy buen resultado. Es apenas creíble cuán avanzado está ya un niño de cuatro a cinco
años. A esa edad, los niños son intelectualmente muy inquietos, la época sexual temprana es
para ellos también un período de florecimiento intelectual. Tengo la impresión de que el ingreso
en el período de latencia los inhibe asimismo en lo mental, los vuelve más tontos. Además, a
partir de ese momento muchos niños pierden su encanto físico. Y por lo que se refiere a los
daños del análisis temprano, puedo informarle que el primer niño en quien, hace casi ya veinte
años, aventuré ese experimento se ha convertido luego en un joven sano y productivo, que, a
pesar de haber sufrido graves traumas psíquicos, ha pasado indemne la pubertad. Cabe
esperar que no les irá peor a las otras «víctimas» del análisis temprano. El interés que
presentan esos análisis de niños es de diversas clases; es posible que en el futuro cobren
mayor importancia todavía. Su valor para la teoría está fuera de cuestión. Proporcionan
respuestas indudables sobre problemas que quedaban sin decidir en el análisis de adultos, y así



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ponen al analista a salvo de errores que habrían sido graves para él. Por añadidura, uno
sorprende trabajando a los factores que plasman la neurosis, y no puede ignorarlos. Es verdad
que en interés del niño el influjo analítico debe combinarse con medidas pedagógicas. Esta
técnica espera todavía su desarrollo. Pero la observación de que un número muy grande de
nuestros niños pasa en su desarrollo por una nítida fase neurótica despierta un interés práctico.
Ahora que hemos empezado a ver más claro, estamos tentados de decir que la neurosis infantil
no es la excepción, sino la regla, como si no se la pudiera evitar en el camino que va desde la
disposición infantil hasta la cultura social. En la mayoría de los casos, ese acceso neurótico de
la infancia se supera de manera espontánea; empero, ¿no dejará regularmente sus huellas aun
en la persona sana en líneas generales? En cambio, en ninguno de los que luego se vuelven
neuróticos echamos de menos el anudamiento a la enfermedad infantil, que no necesita haber
sido demasiado llamativa en su época. Creo que de modo completamente análogo los
internistas aseveran hoy que todo hombre ha pasado por una tuberculosis en algún momento
de su niñez. En el caso de las neurosis, desde luego, no cuenta el punto de vista de la vacuna,
sino sólo el de la predisposición.

Ahora vuelvo a su pregunta por las certezas. Así pues, la observación analítica directa de los
niños ha podido convencernos, de modo enteramente universal, de que habíamos interpretado
con corrección las comunicaciones de los adultos acerca de su infancia. Pero en una serie de
casos se nos ha posibilitado aún otra clase de corroboración. A partir del material del análisis
habíamos reconstruido ciertos otros procesos, acontecimientos impresionantes de la infancia,
de los cuales el recuerdo conciente de los enfermos no había conservado nada; y felices
casualidades, averiguaciones hechas a los padres y niñeras, nos suministraron luego la prueba
irrefutable de que tales episodios por nosotros inferidos habían ocurrido efectivamente así.
Desde luego, ello no se conseguía con mucha frecuencia, pero toda vez que se producía, la
impresión era avasalladora. Sepa usted que la reconstrucción correcta de esas vivencias
infantiles olvidadas siempre tiene un gran efecto terapéutico, admitan o no una corroboración
objetiva. (ver nota)(197) Naturalmente, esos episodios deben su valor a la circunstancia de
haber sucedido tan temprano, en una época en que todavía podían tener un efecto traumático
sobre el yo endeble.

«¿Y de qué índole son esos sucesos descubiertos mediante el análisis?».

De diversas clases. En primer lugar, impresiones capaces de influir en forma permanente sobre
la vida sexual germinal del niño, tales como observaciones de actos sexuales entre adultos, o
experiencias sexuales propias con un adulto u otro niño -sucesos estos no raros-; además, la
escucha de conversaciones que el niño entendió en el momento o sólo con posterioridad, de las
que creyó extraer información sobre cosas secretas u ominosas {unheimlich}; también,
exteriorizaciones y acciones del niño mismo, probatorias de una actitud sustancialmente tierna
u hostil hacia otras personas. En el análisis tiene particular importancia hacer que se recuerde
el quehacer sexual olvidado del niño, así como la intervención de los adultos que le puso fin.

«Esto me permite hacerle una pregunta que hace tiempo quería plantear. ¿En qué consiste el
"quehacer sexual" del niño durante ese período temprano que, como usted dice ' se había
pasado por alto antes del advenimiento del análisis?».

Lo asombroso, sin embargo, es que no se había pasado por alto lo regular y esencial de ese

quehacer sexual; bueno: no es tan asombroso, puesto que no se lo podía desconocer. Las
mociones sexuales del niño hallan su expresión eminente en la auto satisfacción mediante
estimulación de los genitales propios; en realidad, de su parte masculina. La extraordinaria
difusión de esta «mala costumbre» infantil fue siempre notoria para los adultos, se la
consideraba un grave pecado y se la perseguía con severidad. No me pregunte usted cómo se
conciliaba esta observación de las inclinaciones inmorales de los niños -quienes hacen eso,
como ellos mismos dicen, porque les gusta- con la teoría de su pureza innata y su ausencia de
sensualidad. El esclarecimiento de este enigma queda a cargo de la otra parte. Para nosotros
se plantea un problema más importante. ¿Qué conducta debemos adoptar frente al quehacer
sexual de la primera infancia? Uno conoce la responsabilidad que asume sofocándola, y sin
embargo no se atreve a permitirla sin traba alguna. En pueblos de cultura inferior, y en los
estratos más bajos de los pueblos cultos, parece que se deja vía libre a la sexualidad de los
niños. Es probable que así se logre una fuerte protección contra la posterior contracción de
neurosis individuales, pero ¿no se infligirá al mismo tiempo un extraordinario menoscabo a la
aptitud para los rendimientos culturales? Es mucho lo que indica que estamos aquí frente a una
nueva Escila y Caribdis.

En cuanto a saber si los intereses incitados por el estudio de la vida sexual en los neuróticos
pudieran crear una atmósfera propicia al despertar de la lascivia, me atrevo a dejarlo librado al
juicio de usted mismo.

V

«Creo comprender su propósito. Usted quiere mostrarme qué clase de conocimientos hacen
falta para el ejercicio del análisis a fin de que yo pueda juzgar si sólo el médico debe tener
derecho a él. Muy bien; hasta aquí lleva expuesto poco de medicina, mucho de psicología y un
escorzo de biología o de ciencia de la sexualidad. Pero, ¿acaso hemos arribado ya al final? ».

No, por cierto; quedan todavía lagunas por llenar. ¿Puedo pedirle algo? ¿Quiere describirme
cómo se representa usted ahora un tratamiento analítico? Imagine que usted mismo debiera
emprender uno.

«Bueno. Realmente no tengo el propósito de decidir mediante un experimento de esa clase el
problema que debatimos. Pero quiero darle el gusto; la responsabilidad quedará a su cargo.
Bien; supongo que el enfermo acude a mí, y se queja de sus males. Le prometo curación o
mejoría sí obedece mis indicaciones. Le exhorto a decirme con la más cabal sinceridad todo lo
que sepa y se le ocurra, y a no dejarse disuadir de ese designio aunque muchas cosas
pudieran resultarle desagradables de decir. ¿He tomado buena nota de esa regla? ».

Sí; debería agregar: aunque opine que lo que se le ocurre no tiene importancia o es disparatado.

«Eso también. Luego empieza a contarme y yo lo escucho. Bien; ¿y entonces? Por las



57


comunicaciones que me hace, colijo la clase de impresiones, vivencias, mociones de deseo
que ha reprimido porque le sobrevinieron en una época en que su yo era todavía endeble y les
tuvo miedo, en vez de liquidarlas. Una vez que lo he puesto al corriente de ello, él se pone en las
situaciones de entonces y mejora con mí ayuda. Desaparecen así las limitaciones a que su yo
fue constreñido, y el enfermo sana. ¿Está bien?».

¡Bravo, bravo! Veo que de nuevo me podrán reprochar que he proporcionado a un no médico la
formación del analista. Lo ha asimilado usted muy bien.

«No hice más que repetir lo que usted ha dicho, como cuando uno recita algo aprendido de
memoria. Es que no puedo imaginarme cómo lo haría, y no comprendo por qué ese trabajo
insumiría una sesión diaria a lo largo de tantos meses. Por regla general un hombre común no
ha vivenciado tantas cosas, y además es probable que lo reprimido en la infancia sea en todos
los casos lo mismo».

No obstante, en el ejercicio efectivo del análisis se aprende toda clase de cosas. Por ejemplo:
no le resultaría a usted tan sencillo inferir, a partir de las comunicaciones que hace el paciente,
las vivencias que ha olvidado, las mociones pulsionales que ha reprimido. Le dirá cualquier cosa
que al comienzo tendrá para usted tan poco sentido como para él. Se verá obligado a asir de
una manera muy particular el material que el analizado le brinde en obediencia a la regla, como
si se tratara de un mineral en bruto del cual ha de extraerse mediante determinados procesos el
contenido de metal valioso. Deberá estar preparado para procesar muchas toneladas de
mineral que pueden contener muy poco de la sustancia preciosa buscada. Ese sería el primer
fundamento de la extensión de la cura.

«¿Cómo procesa usted esa materia prima, para seguir con su símil? ».

Adoptando el supuesto de que las comunicaciones y ocurrencias del enfermo sólo son
desfiguraciones de lo buscado, por así decir alusiones a partir de las cuales usted tiene que
colegir lo que se oculta tras ellas. En una palabra: primero debe usted interpretar ese material,
se trate de recuerdos, ocurrencias o sueños. Desde luego, la interpretación se hará con
referencia a las expectativas que merced a su conocimiento especializado se hayan ido
formando en usted mientras escuchaba.

«¡Interpretar! Peliaguda palabra. No me gusta oírla, con ella usted me destruye toda certeza. Si
todo depende de mi interpretación, ¿quién me asegura que interpreto correctamente? Todo
queda así librado a mí albedrío».

¡Calma! La situación no es tan mala. ¿Por qué excluiría usted a sus propios procesos anímicos
de la legalidad que reconoce a los de los otros? Si ha adquirido cierta autodisciplina y dispone
de determinados conocimientos, sus interpretaciones no serán influidas por sus cualidades
personales y acertarán en lo justo. No digo que para esta parte de la tarea resulte indiferente la
personalidad del analista. Cuenta cierta fineza de oído para lo reprimido inconciente, que no
todos poseen en igual medida. Y es esto, en especial, lo que impone al analista la obligación de
someterse él mismo a un análisis en profundidad a fin de volverse idóneo para una recepción
sin prejuicios del material analítico. De todos modos resta algo, equiparable a la «ecuación
personal» en las observaciones astronómicas; ese factor individual siempre desempeñará en el

psicoanálisis un papel más importante que en otros campos. Un hombre anormal puede
convertirse en un físico correcto, pero como analista su propia anormalidad le impediría
aprehender sin deformaciones los cuadros de la vida anímica. Puesto que es imposible probar a
alguien su anormalidad ' resultará particularmente difícil lograr acuerdo general en las materias
de la psicología profunda. Y aun muchos psicólogos opinan que ello es imposible y cada loco
tiene igual derecho a presentar su locura como sabiduría. Confieso ser más optimista en ese
punto. En efecto, nuestras experiencias nos muestran que también en la psicología pueden
alcanzarse acuerdos bastante satisfactorios. En verdad, cada campo de investigación ofrece su
particular dificultad, que tenemos que empeñarnos en eliminar. Por lo demás, también en el arte
interpretativo del análisis es mucho lo que puede aprenderse como cualquier otro tema del
saber. Por ejemplo, lo que se refiere a la peculiar figuración indirecta mediante símbolos.

«No me queda ninguna gana de emprender un tratamiento analítico, ni siquiera en la
imaginación. Quién sabe las sorpresas que me esperarían aún».

Hace bien en resignar semejante propósito. Se percata usted de cuánto estudio y práctica se
requerirían todavía. Una vez halladas las interpretaciones correctas, se plantea una nueva tarea.
Tiene que aguardarse el momento justo para comunicar la interpretación al paciente con
probabilidades de éxito.

«¿Cómo se conoce en cada caso el momento justo?».

Es cuestión de un tacto que puede refinarse mediante la experiencia. Cometería usted un grave
error si, por ejemplo con el afán de abreviar el análisis, espetara al paciente sus interpretaciones
tan pronto como las ha hallado. Así le provocaría exteriorizaciones de resistencia,
desautorización, indignación, pero no conseguiría que el yo de él se apoderase de lo reprimido.
El precepto es aguardar hasta que él se haya aproximado tanto a lo reprimido que no le haga
falta sino dar unos pocos pasos bajo la guía de su propuesta de interpretación.

«Creo que nunca lo aprendería. ¿Y qué pasa después que he obedecido a esos designios en la
interpretación? ».

Le aguarda a usted un descubrimiento para el que no está preparado.

«¿Cuál sería?».

Que usted se ha engañado acerca de su paciente, pues no puede contar con su colaboración y
obediencia: él está dispuesto a oponer todas las dificultades posibles al trabajo en común. En
suma: no quiere sanarse en absoluto.

«¡No! Es lo más disparatado de cuanto me ha referido hasta ahora. Y no lo creo. ¡Que no quiera
sanarse el enfermo que sufre tanto, que se queja de sus males de manera tan conmovedora y
hace tantos sacrificios en aras del tratamiento! Sin duda no es eso lo que usted ha pretendido
decir».

Sosiéguese; justamente eso pretendo decir. Y es la verdad; por cierto que no toda, pero sí una
parte muy considerable de ella. El enfermo quiere, sí, sanarse, pero también no lo quiere. Su yo



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ha perdido su unidad, y por eso tampoco da paso a una voluntad unitaria. Si fuera de otro modo,
no sería un neurótico.

«"Si yo fuera juicioso, no me llamaría Tell"». (ver nota)(198)

Los retoños de lo reprimido han irrumpido en su yo; allí se afirman, y el yo tiene tan poco imperio
sobre las aspiraciones de ese origen como sobre lo reprimido mismo; además, de ordinario no
sabe nada de ellas. Estos enfermos son justamente de una clase particular, y ofrecen
dificultades con las que no estamos habituados a contar. Todas nuestras instituciones sociales
están cortadas a la medida de personas con un yo normal, unitario, que uno puede clasificar
como bueno o malo, y que desempeña su función o puede ser revocado mediante un influjo
potente. De ahí la alternativa judicial: responsable o irresponsable. Pero ninguna de estas
decisiones es aplicable al neurótico. Debe admitirse que es difícil adecuar los requerimientos
sociales a su estado psicológico. Se lo ha podido experimentar en gran escala durante la última
guerra. Los neuróticos que se sustraían del servicio, ¿eran o no simuladores? Las dos cosas.
Cuando se los trataba como simuladores y se les hacía muy incómoda su condición de
enfermos, sanaban; cuando se enviaba al servicio a los presuntamente restablecidos, pronto
volvían a refugiarse en la enfermedad. No se atinaba a nada con ellos. Y lo mismo vale para los
neuróticos de la vida civil. Se quejan de su enfermedad, pero la aprovechan en la medida de sus
fuerzas; y si uno pretende quitársela, la protegen como la leona del proverbio a sus cachorros,
sin que tenga sentido alguno reprocharles esa contradicción.

«Pero entonces, ¿no sería mejor no tratar a esta gente difícil, sino dejarla librada a sí misma?
No puedo creer que merezca la pena gastar en cada una de estas personas todo el empeño
que, según sus indicaciones, debo suponer que se requiere».

No puedo aprobar su propuesta. Es sin duda más correcto aceptar las complicaciones de la
vida en vez de revolverse contra ellas. No todos los neuróticos a quienes tratamos merecen el
gasto del análisis; empero, hay también entre ellos personas muy valiosas. Tenemos que
ponernos como meta lograr que el menor número posible de individuos se vea obligado a
enfrentar la vida cultural con un armamento anímico tan deficiente, y para ello debemos reunir
muchas experiencias, aprender mucho. Cada análisis puede ser instructivo, aportarnos la
ganancia de nuevos esclarecimientos, prescindiendo por entero del valor personal de los
enfermos individuales.

«Pero si en el yo del enfermo se ha formado una moción voluntaria de conservar la enfermedad,
es preciso que invoque razones y motivos, que pueda justificarse mediante algo. Ahora bien, no
se echa de ver para qué querría un hombre estar enfermo, qué obtiene así».

Sin embargo, la respuesta no está muy lejos. Piense en los neuróticos de guerra, que no
necesitan prestar servicio alguno porque están enfermos. En la vida civil, la enfermedad puede
ser usada como protección para disimular la propia insuficiencia en el trabajo profesional y en la
competencia con otros; en la familia, como medio para constreñir a los demás a hacer
sacrificios y dar pruebas de amor, o para imponerles su voluntad. Todo eso se sitúa bastante en
la superficie; lo resumimos como «ganancia de la enfermedad». Ahora bien, lo asombroso es
que el enfermo, su yo, nada sepa del íntegro encadenamiento entre esos motivos y sus
consiguientes acciones. El modo de combatir el influjo de esas aspiraciones es obligar al yo a

tomar noticia de ellas. Empero, hay todavía otros motivos, situados más en lo profundo, para
aferrarse a la condición de enfermo; y no es tan fácil habérselas con ellos. Pero no se puede
comprenderlos sin una nueva excursión por la teoría psicológica.

«Cuente, cuente usted; ahora no puede molestarnos otro poquito de teoría».

Cuando le expuse el nexo entre el yo y el ello, le escamoteé una pieza importante de la doctrina
del aparato anímico: nos vimos compelidos a suponer que dentro del yo mismo se ha
diferenciado una instancia particular que llamamos el superyó. Este superyó tiene una posición
especial entre el yo y el ello. Pertenece al yo, comparte su elevada organización psicológica,
pero mantiene un vínculo muy íntimo con el ello. Es en realidad el precipitado de las primeras
investiduras de objeto del ello, el heredero del complejo de Edipo tras su liquidación
{Auflassung}. Este superyó puede contraponerse al yo, tratarlo como a un objeto, y a menudo le
da un trato harto duro. Para el yo no es menos importante mantenerse avenido con el superyó
que con el ello. Las desavenencias entre el yo y el superyó tienen una gran significatividad para
la vida anímica. Ya colige usted que el superyó es el portador de aquel fenómeno que llamamos
«conciencia moral». Interesa mucho para la salud anímica que el superyó se haya conformado
de manera normal, o sea, que haya devenido lo suficientemente impersonal. Es lo que no ha
ocurrido en el caso del neurótico, cuyo complejo de Edipo no experimentó la trasmudación
correcta. Su superyó sigue contraponiéndose siempre a su yo como el padre severo al hijo, y su
moralidad se afirma de manera primitiva: el yo se hace castigar por el superyó. La enfermedad
es utilizada como un medio de ese «autocastigo»; el neurótico se ve forzado a comportarse
como si lo gobernara un sentimiento de culpa que, para satisfacerse, precisara de la
enfermedad en calidad de castigo.

«Esto suena realmente muy misterioso. Ahí lo más asombroso es que tampoco este poder de
su conciencia moral esté destinado a llegar a la conciencia del enfermo».

Es verdad; sólo ahora estamos empezando a apreciar el valor de estas importantes
constelaciones. Por eso mi exposición no podría menos que ser oscura. Ahora puedo proseguir.
Llamamos «resistencias» del enfermo a todas las fuerzas que se oponen al trabajo de curación.
La ganancia de la enfermedad es la fuente de una resistencia así; el «sentimiento inconciente
de culpa» representa {repräsentieren} la resistencia del superyó, y es el factor más importante y
más temido por nosotros. En la cura tropezamos aún con otras resistencias. Si en la primera
infancia el yo emprendió una represión por angustia, esta última subsiste y luego se exterioriza
como una resistencia toda vez que el yo ha de aproximarse a lo reprimido. Finalmente, cabe
imaginar que las cosas no dejarán de ofrecer dificultades sí un proceso pulsional que durante
decenios ha andado por cierto camino debe de pronto marchar por uno nuevo que se le ha
abierto. Podría llamarse a esta la resistencia del ello. La lucha contra todas esas resistencias
constituye nuestro principal trabajo en el curso de la cura analítica; comparada con ella, la tarea
de las interpretaciones no es nada. Pues bien, mediante esta lucha y la superación de las
resistencias, el yo del enfermo resulta tan alterado y fortalecido que podemos estar tranquilos
respecto de su conducta futura luego de acabada la cura. Por otra parte, ahora comprende
usted para qué necesitamos de un tratamiento tan largo. No son lo decisivo la longitud del
camino de desarrollo ni la riqueza del material. Interesa más que el camino esté expedito. En un
trayecto que en épocas de paz se atraviesa en dos horas de ferrocarril, un ejército puede
demorar semanas si tiene que superar ahí la resistencia del enemigo. Tales luchas requieren



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tiempo también en la vida anímica. Y por desdicha tengo que dejar constancia de que todos los
empeños por apresurar sustancialmente la cura analítica han fracasado hasta hoy. El mejor
camino para abreviarla parece ser el de su correcta realización.

«Si en algún momento hubiera sentido ganas de hacerle la competencia e intentar yo mismo un
análisis en otra persona, lo que usted me ha comunicado acerca de las resistencias me las
habría quitado. Pero, ¿qué hay de aquel particular influjo personal que usted por cierto
reconoció? ¿No puede nada contra las resistencias?».

Está bien que me pregunte eso ahora. Tal influjo personal es nuestra más poderosa arma
dinámica, es lo nuevo que introducimos en la situación y aquello mediante lo cual la
fluidificamos. El peso intelectual de nuestros esclarecimientos no puede conseguirlo, pues el
enfermo, que comparte todos los prejuicios de su medio, no tiene por qué darnos más crédito
que nuestros críticos científicos. El neurótico se pone a trabajar porque presta crédito al
analista, y le cree porque adopta una particular actitud afectiva hacia la persona del analista.
También el niño cree sólo a las personas de quienes depende. Ya le he dicho a usted para qué
usamos ese influjo «sugestivo» particularmente grande. No para la sofocación de los síntomas
-es lo que distingue al método analítico de otros procedimientos psicoterapéuticos-, sino como
fuerza pulsional para mover al yo del enfermo a superar sus resistencias.

«Y cuando esto se logra, ¿no marcha todo sin tropiezos?».

Así debería ser. Pero surge una complicación inesperada. Quizá fue la máxima sorpresa para el
analista que el vínculo de sentimientos que el enfermo entabla con él resultara de una
naturaleza peculiarísima. Ya el primer médico que intentó un análisis -no fui yo- tropezó con
este fenómeno... y quedó desconcertado frente a él. En efecto, ese vínculo afectivo posee -para
enunciarlo con claridad- la naturaleza de un enamoramiento. Asombroso, ¿no es verdad? Sobre
todo si usted considera que el analista no hace nada para provocarlo, sino que, al contrario,
tiende a mantenerse humanamente lejos del paciente, a rodear su persona de cierta reserva. Y
más todavía si usted se entera de que ese raro vínculo amoroso prescinde de todos los otros
alicientes reales, no hace caso de las variaciones del atractivo personal, de la edad, el sexo y la
condición social. Ese amor es directamente compulsivo. No quiero decir que este carácter deba
ser de ordinario ajeno al enamoramiento espontáneo. Usted sabe que lo contrario sucede con
mucha frecuencia, pero en la situación analítica se produce con total regularidad, sin que
encuentre en ella una explicación acorde a la ratio. Se creería que de la relación del paciente
con el analista no tendría por qué resultar para el primero más que cierto grado de respeto,
confianza, agradecimiento y simpatía humana. Y, en cambio, tenemos este enamoramiento,
que hasta produce la impresión de un fenómeno patológico.

«No obstante, yo creería que favorece los propósitos analíticos de usted. Cuando se ama se es
obediente y se hace todo lo posible por amor de la otra parte».

Sí, al comienzo hasta es favorable, pero luego, cuando ese enamoramiento se ha ahondado,
sale a la luz su naturaleza íntegra, en la que hay muchas cosas inconciliables con la tarea del
análisis. El amor del paciente no se conforma con obedecer; se vuelve exigente, pide
satisfacciones tiernas y sensuales; reclama exclusividad, desarrolla celos y muestra de manera
cada vez más nítida su otra cara, la prontitud para la hostilidad y la venganza cuando no puede

alcanzar sus propósitos. Al mismo tiempo, como todo enamoramiento, esfuerza hacia atrás los
demás contenidos anímicos, extingue el interés por la cura y por el restablecimiento; en suma:
no podemos dudar de que ha remplazado a la neurosis y nuestro trabajo ha tenido por resultado
suplantar una forma de enfermedad por otra.

«Parece no haber esperanzas. ¿Qué hacer? Habría que abandonar el análisis. Pero si, como
usted dice, ese resultado sobreviene en todos los casos, no sería posible llevar a cabo análisis
alguno».

Lo primero que haremos será aprovechar la situación para aprender de ella. Lo así obtenido
acaso nos ayude a gobernarla. ¿No es sumamente notable que consigamos mudar una
neurosis, cualquiera que sea su contenido, en un estado de enamoramiento patológico?

Esta experiencia no puede -menos que conferir inconmovible solidez a nuestro convencimiento
de que en la base de la neurosis hay un fragmento de vida amorosa que recibe un empleo
anormal. Con esta intelección volvemos a pisar en firme, y ahora nos atrevemos a tomar como
objeto del análisis a ese mismo enamoramiento. También hacemos otra observación. No en
todos los casos el enamoramiento analítico se exterioriza de manera tan clara y flagrante como
he intentado pintarlo. Ahora bien, ¿por qué no sucede esto último? Pronto se lo intelige. En la
misma medida en que quieren mostrarse los aspectos plenamente sensuales y los hostiles de
su enamoramiento, despierta la resistencia del paciente frente a ellos. Los combate, procura
reprimirlos ante nuestra vista. Y ahora comprendemos el proceso. El paciente repite en la forma
de su enamoramiento del analista vivencias anímicas por las que ya pasó una vez; ha trasferido
sobre el analista actitudes anímicas que estaban prontas en él y se hallaban íntimamente
enlazadas con la génesis de su neurosis. Repite entonces ante nuestros ojos las acciones
defensivas de entonces; lo que más prefiere sería repetir en su relación con el analista todos los
destinos de aquellos períodos olvidados de su vida. Entonces, lo que nos muestra es el núcleo
de su historia vital íntima; lo reproduce de manera palpable, como algo presente, en vez de
recordarlo. Con ello queda resuelto el enigma del amor de trasferencia, y el análisis puede
proseguir, justamente con ayuda de la nueva situación que pareció tan amenazadora para él.

«Esto es sutil. ¿Y el enfermo le cree tan fácilmente que no está enamorado, sino sólo
compelido a poner de nuevo en escena {aufführen} una antigua pieza?».

Todo se pone en juego en este punto, y que se lo alcance depende de la cabal destreza en el
manejo de la «trasferencia». Como usted ve, es este el lugar donde llegan al máximo los
requerimientos que se le plantean a la técnica analítica. Aquí es posible cometer los más graves
errores o asegurarse los mayores éxitos. Sería disparatado el intento de sustraerse de las
dificultades sofocando o descuidando la trasferencia; no merecería el nombre de análisis, no
importa cuánto se haya hecho antes. Despachar al enfermo tan pronto aparecen las cosas
desagradables de su neurosis de trasferencia no sería juicioso y, además, sería cobarde: más o
menos como si uno hubiera convocado a los espíritus y luego saliera disparado al presentarse
estos. Es cierto que en la realidad no se puede muchas veces hacer otra cosa; hay casos en
que uno no puede dominar la trasferencia desencadenada y tiene que interrumpir el análisis,
pero al menos debe trabar combate, en la medida de sus fuerzas, contra los malos espíritus.
Ceder a los reclamos de la trasferencia, cumplir los deseos del paciente de una satisfacción
tierna y sensual, no sólo es prohibido por legítimas consideraciones morales, sino que resulta



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por completo insuficiente como medio técnico para el logro del propósito analítico. El neurótico
no puede sanar si uno le posibilita repetir sin corrección ninguna un clisé inconciente ya
preparado en él. Y si uno se deja llevar a compromisos con él, ofreciéndole satisfacciones
parciales a cambio de su ulterior colaboración en el análisis, tiene que tener cuidado para no
caer en la risible situación del sacerdote que debe convertir al agente de seguros enfermo. El
enfermo sigue sin convertirse, pero el sacerdote termina asegurado. La única salida posible de
la situación de la trasferencia es la reconducción al pasado del enfermo, tal como él lo vivenció
efectivamente o lo plasmó mediante la actividad cumplidora de deseo de su fantasía. Y esto
exige del analista mucha destreza, paciencia, calma y autosacrificio.

«Y en su opinión, ¿dónde ha vivenciado el neurótico el arquetipo de su amor de trasferencia?».

En su infancia, por lo general en el vínculo con uno de sus progenitores. Recuerde usted la
importancia que nos vimos llevados a atribuir a estos primerísimos vínculos de sentimiento.
Aquí, pues, se cierra el círculo.

«¿Ha terminado usted por fin? Estoy un poquito confundido ante la plétora de lo que usted me
ha comunicado. Dígame una última cosa: ¿cómo y dónde se aprende lo necesario para el
ejercicio del análisis?».

Por ahora existen dos institutos donde se imparte instrucción en el psicoanálisis. El primero se
encuentra en Berlín, creado por Max Eitingon, de la asociación local. El segundo es costeado
con sus propios recursos, y mediante considerables sacrificios, por la Sociedad Psicoanalítica
de Viena. La participación de las autoridades públicas se limita por ahora a las múltiples
dificultades que oponen a esas jóvenes empresas. Un tercer instituto didáctico debe
inaugurarse por estos días en Londres, creado por la asociación local bajo la dirección del
doctor Ernest Jones. En esos institutos los candidatos mismos son analizados, reciben
instrucción teórica mediante lecciones en todos los temas importantes para ellos, y gozan del
auxilio de un analista más antiguo y experimentado cuando se les permite hacer sus primeros
intentos en casos leves. Se calcula que esa formación lleva unos dos años. Desde luego, aun
trascurrido ese tiempo se es sólo un principiante, no un maestro todavía. Lo que falta debe
adquirirse por medio de la práctica y del intercambio de ideas dentro de las sociedades
psicoanalíticas, donde los miembros más jóvenes se encuentran con los mayores. La
preparación para la actividad analítica no es nada fácil ni simple, el trabajo es duro y grande la
responsabilidad. Pero una vez que se ha pasado por esa instrucción, que uno mismo ha sido
analizado, ha averiguado de la psicología de lo inconciente lo que hoy puede saberse, conoce la
ciencia de la vida sexual y ha aprendido la difícil técnica del psicoanálisis, el arte de la
interpretación, el combate de las resistencias y el manejo de la trasferencia, ya no es un lego en
el campo del psicoanálisis. Está habilitado para emprender el tratamiento de perturbaciones
neuróticas y con el tiempo podrá conseguir todo lo que puede exigirse de esta terapia. (ver
nota)(199)

«Ha hecho usted un gran gasto para mostrarme qué es el psicoanálisis y la clase de
conocimientos que hacen falta para cultivarlo con perspectivas de éxito. Bien; no puede
perjudicarme haberlo escuchado. Pero no sé en qué esperará usted influir sobre mi juicio con
tales puntualizaciones. Me veo frente a un caso que en sí no tiene nada de extraordinario. Las
neurosis son una clase particular de enfermedad, el análisis es un método especial para
tratarlas, una especialidad médica. También en otros campos la regla es que un médico que ha
escogido una rama especializada de la medicina no se contente con la formación que su
diploma le acredita. Sobre todo si quiere instalarse en una gran ciudad que sólo puede nutrir a
especialistas. El que quiere llegar a ser cirujano procura servir durante algunos años en una
clínica quirúrgica; lo mismo hacen el oculista, el laringólogo, etc. También el psiquiatra, quien
acaso nunca se emancipe de un instituto municipal o un sanatorio. Es lo que ocurrirá con el
psicoanalista; el que se decida por esta nueva especialidad médica, completados sus estudios
aceptará pasar por los dos años de formación en el instituto didáctico de que usted hablaba, si
es que efectivamente se requiere un tiempo tan largo. El mismo notará luego que le será
ventajoso cultivar en una sociedad psicoanalítica el contacto con sus colegas, y todo marchará
dentro del mejor orden. No comprendo dónde queda sitio para el problema del ejercicio del
análisis por los legos».

El médico que haga todo lo que usted ha prometido en su nombre será bienvenido por todos
nosotros. Cuatro quintas partes de las personas que yo reconozco como mis discípulos son, en
efecto, médicos. Permítame, empero, exponerle cómo se han configurado de hecho las
relaciones de los médicos con el análisis, y su previsible desarrollo futuro. Los médicos no
tienen un derecho histórico a la posesión exclusiva del análisis; más bien, hasta hace muy
poco, han hecho todo lo que pudieron para perjudicarlo: desde la burla más superficial hasta la
más grave calumnia. Usted responderá, con derecho, que eso pertenece al pasado y no tiene
por qué influir sobre el futuro. Estoy de acuerdo, pero temo que el futuro no sea como usted lo
ha predicho.

Permítame que dé a la palabra «curandero», en vez de su significado legal, el sentido que le
conviene. Para la ley es curandero quien trata enfermos sin poder acreditarse como médico
mediante la posesión de un diploma oficial. Preferiría otra definición: curandero es quien
emprende un tratamiento sin poseer los conocimientos y capacidades requeridos para ello.
Basándome en esta definición, me atrevo a aseverar que -no sólo en los países europeos- los
médicos entregan al análisis el mayor contingente de curanderos. Con harta frecuencia ejercen
el tratamiento analítico sin haberlo aprendido y sin entenderlo.

En vano me objetará usted que no puede creer que unos médicos se entreguen a semejante
práctica inescrupulosa. Me dirá que un médico sabe que un diploma no es una patente de corso
y un enfermo no es una presa libre. El médico tendría derecho a que se le concediese que
siempre obra de buena fe, aunque pueda encontrarse en un error.

Los hechos subsisten; confiamos en que se esclarezcan como usted opina. Intentaré exponerle
cómo es posible que un médico se comporte en materia de psicoanálisis como evitaría
cuidadosamente hacerlo en cualquier otro campo.



61


En primer lugar, cuenta el hecho de que el médico ha recibido en la universidad una formación
que es casi la contraria de la que le haría falta como preparación para el psicoanálisis. Le han
orientado la atención hacia hechos químicos, físicos, anatómicos, susceptibles de
comprobación objetiva, de cuya correcta apreciación y adecuada modificación depende el éxito
de la acción médica. Dentro de su círculo visual cae el problema de la vida, en la medida en que
hasta hoy se nos ha aclarado a partir del juego de las fuerzas que también son registrables en
la naturaleza inorgánica. No se despierta el interés por los aspectos anímicos de los fenómenos
vitales; el estudio de las operaciones mentales superiores no atañe a la medicina, es el campo
de otro departamento universitario. Es verdad que la psiquiatría debería ocuparse de las
perturbaciones de las funciones anímicas, pero se sabe de qué modo y con qué propósitos lo
hace. Busca las condiciones corporales de las perturbaciones anímicas, y las trata como a
cualquier otro ocasionamiento patológico.

La psiquiatría tiene razón en ello, y la formación médica es sin duda excelente. Cuando se dice
que es unilateral, primero es preciso explicitar el punto de vista desde el cual se le reprocha esa
característica. En sí, efectivamente, toda ciencia es unilateral; y debe serlo, pues se limita a
determinados contenidos, puntos de vista, métodos. Es un contrasentido en el que yo no querría
participar el de aducir una ciencia contra otra. La física no desvaloriza a la química, no puede
sustituirla, pero tampoco puede ser subrogada por ella. El psicoanálisis es sin duda sumamente
unilateral, en cuanto ciencia de lo anímico inconciente. Entonces, no se puede impugnar a las
ciencias médicas el derecho a la unilateralidad.

El punto de vista buscado sólo se halla si uno pasa de la medicina científica al arte práctico de
curar. El hombre enfermo es un ser complejo, apto para advertirnos que no podemos eliminar
del cuadro de la vida los fenómenos anímicos, tan difíciles de asir. El neurótico es por cierto una
complicación indeseada, un motivo de perplejidad para el arte de curar no menos que para la
administración de justicia y el servicio militar. Pero existe, e incumbe muy de cerca a la
medicina. Pues bien: ni en su apreciación ni en su tratamiento contribuyen en nada -lo que se
dice en nada- los estudios médicos. Dada la íntima trabazón entre las cosas que separamos
como corporales y anímicas, cabe prever que llegará el día en que desde la biología de los
órganos y desde la química se abrirán caminos de conocimiento -y esperamos que de
tratamiento- hacia el campo de los fenómenos neuróticos. Ese día parece aún lejano; en el
presente, esos estados patológicos nos resultan inaccesibles desde el lado médico.

Sería admisible que la enseñanza que reciben denegara a los médicos toda orientación en el
campo de las neurosis. Pero hace más: les instila una actitud falsa y dañina. Los médicos, cuyo
interés por los factores psíquicos de la vida no ha despertado, están demasiado dispuestos a
tenerlos en poco y burlarse de ellos como de algo no científico. Por eso no pueden tomar en
serio nada de lo que tiene que ver con ellos, y no sienten las obligaciones que de ellos derivan.
Así incurren en la falta de respeto propia de los legos frente a la investigación psicológica y se
facilitan su tarea. Sin duda es preciso tratar a los neuróticos, puesto que son enfermos y
acuden al médico, y hasta hay que ensayar de continuo novedades. Pero, ¿para qué tomarse el
trabajo de una fastidiosa preparación? De todos modos se saldrá del paso; vaya a saber uno si
tiene algún valor lo que se enseña en los institutos analíticos. Mientras menos entienden del
asunto, más emprendedores se vuelven. Sólo el verdadero sabio será modesto, pues sabe
cuán insuficiente es ese saber.

Entonces, no es aplicable la comparación de la especialidad analítica con otras disciplinas
médicas, que usted adujo para tranquilizarme. En el caso de la cirugía, la oftalmología, etc., la
universidad misma ofrece la posibilidad de una ulterior formación. Los institutos didácticos del
análisis son escasos en número, jóvenes en años y carentes de autoridad. La escuela de
medicina nunca los reconoció, ni hace caso de ellos. El médico joven, que, habiendo debido dar
fe a sus maestros en tantas cosas, ha tenido poca ocasión de educar su juicio, aprovechará de
buena gana la oportunidad de desempeñar por fin el papel del crítico en un campo donde todavía
no existe una autoridad reconocida.

Hay todavía otras circunstancias que favorecen su conversión en curandero en el análisis. Si
pretendiera hacer operaciones de ojos sin la debida preparación, el fracaso de sus extracciones
de cataratas y sus iridectomías, así como la falta de pacientes, pronto pondrían término a su
aventurerismo. Pero el ejercicio del análisis, comparativamente, no es para él peligroso. El
público está mal acostumbrado por el resultado favorable, en términos generales, de las
operaciones de ojos, y espera del cirujano la curación. Pero nadie se asombra sí el «médico de
los nervios» no sana a sus enfermos. No se está mal acostumbrado por los éxitos de la terapia
en el caso de los neuróticos, y el neurólogo al menos «se ha ocupado mucho de ellos». Y
precisamente no es mucho lo que se puede hacer, tienen que ayudar la naturaleza y el tiempo.
Es que en la mujer primero viene la menstruación, después el matrimonio y más tarde la
menopausia. Al final, lo que efectivamente ayuda es la muerte. No es más que eso lo que el
analista médico ha emprendido con los neuróticos, y de manera tan poco notoria que no puede
hacérsele reproche alguno. En efecto, no ha usado ni instrumentos ni medicamentos, sólo ha
hablado con el enfermo, ha intentado persuadirlo o disuadirlo de algo. Y eso no lo puede
perjudicar, en particular si se evitó tocar cosas penosas o emocionantes. El analista médico
que se ha emancipado de la instrucción rigurosa no habrá omitido el intento de mejorar el
análisis, de romperle los colmillos venenosos y hacerlo agradable al enfermo. Y qué bueno si se
atuviera a ese intento, pues si efectivamente ha osado despertar resistencias, y luego no supo
cómo conjurarlas, pudo haber resultado harto desagradable.

Si queremos ser justos, debemos admitir que la actividad del analista sin estudio es más
inofensiva para el enfermo que la del cirujano inhábil. El posible perjuicio se limita a que el
enfermo fue movido a realizar un gasto inútil, y al menoscabo o empeoramiento de sus
posibilidades de sanar.

Además, la fama de la terapia analítica se deprime. Todo esto es muy indeseable, pero no
resístela comparación con los peligros con que amenaza el cuchillo del curandero cirujano. Y, a
mi juicio, emperramientos graves y duraderos del estado patológico no s on de temer a raíz de la
aplicación inhábil del análisis. Las reacciones desagradables cesan pasado cierto tiempo. Al
lado de los traumas de la vida, provocadores de la enfermedad, no cuenta el poquitín de
maltrato que pueda infligir el médico. Lo único es que el intento terapéutico inadecuado no ha
procurado nada bueno al enfermo.

«Le he escuchado describir la actividad del curandero médico en el análisis sin interrumpirlo,
pero no sin recibir la impresión de que usted está dominado por una hostilidad hacia el gremio
médico, para cuya explicación histórica usted mismo me ha enseñado el camino. Pero le
concedo una cosa: si es que deben hacerse análisis, es preciso que los hagan personas que
se hayan formado a fondo para ello. ¿Y usted no cree que los médicos que se vuelven al



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análisis harán con el tiempo todo lo que es necesario para apropiarse de esa formación? ».

Me temo que no. Mientras no varíe la actitud de la universidad frente al instituto didáctico del
análisis, para los médicos seguirá siendo demasiado grande la tentación de facilitarse las
cosas.

«Pero usted parece evitar de manera consecuente un pronunciamiento directo sobre el
problema del análisis ejercido por los legos. Estoy por conjeturar que, puesto que no se puede
controlar a los médicos que quieren analizar, usted propone, en cierto modo como venganza,
como castigo, quitarles el monopolio del análisis y permitir esa actividad médica también a los
legos».

No sé si usted ha colegido rectamente mis motivos. Acaso luego pueda presentarle el
testimonio de una toma de posición menos partidista. Pero coloco el acento en la exigencia de
que no pueda ejercer el análisis nadie que no haya adquirido títulos para ello mediante una
determinada formación. Me parece accesorio que esa persona sea o no un médico.

«Entonces, ¿qué propuestas concretas tiene usted para hacer?».

Todavía no he llegado a ese punto, y no sé si lo haré. Me gustaría elucidar con usted otro
problema, pero antes quiero tocar determinado tema. Se dice que las autoridades competentes,
a instancias del gremio médico, pretenden prohibir por completo a los legos el ejercicio del
análisis. Esa prohibición alcanzaría también a los miembros no médicos de la asociación
psicoanalítica que gozan de una excelente formación y se han perfeccionado mucho por medio
de la práctica. Si se la promulga, se creará el siguiente estado de cosas: a toda una serie de
personas se les impedirá ejercer una actividad que, según es posible convencerse,
desempeñan muy bien, mientras se permite ejercerla a otras respecto de quienes no puede ni
hablarse de parecida garantía. En modo alguno es el resultado que querría obtener una
legislación. Empero, este problema especial no es ni muy importante ni de solución difícil. No se
trata más que de un puñado de personas que no pueden resultar muy perjudicadas. Es
probable que emigren a Alemania, donde, no estorbados por ningún precepto legal, pronto
obtendrán el reconocimiento de su aptitud. Si se quiere ahorrarles esto, y dulcificar para ellos la
severidad de la ley, se podrá hacerlo con facilidad siguiendo precedentes conocidos. En la
Austria monárquica ha sucedido muchas veces que notorios curanderos obtuvieran el permiso
para ejercer la actividad médica en determinados campos ad personam porque se tenía el
convencimiento de su efectiva virtud curativa. Casi siempre se trató de curanderos campesinos,
y por lo general la recomendación debía partir de una de las archiduquesas, tan numerosas
antaño; no obstante, debería poder concederse también a habitantes de la ciudad, y sobre la
base de una garantía diversa, la de un mero dictamen pericial. Más sustancial sería el efecto de
aquella prohibición sobre el instituto didáctico de análisis de Viena, que a partir de ese momento
no estaría autorizado a admitir candidatos de círculos no médicos con miras a su formación. Así
volvería a sofocarse en nuestra patria una orientación de la actividad intelectual a la que en otras
partes se le permite desplegarse libremente. Yo soy el último en considerarme competente para
emitir juicio acerca de leyes y disposiciones. Pero he aquí lo que veo: la insistencia en nuestra
ley sobre curanderismo no marcha en el sentido de la equiparación a las circunstancias
imperantes en Alemania, que es hoy un afán manifiesto(200); y la aplicación de esa ley al caso
del psicoanálisis tiene algo de anacrónico, pues en la época de su promulgación no existía

análisis alguno y todavía no se había discernido la particular naturaleza de las enfermedades
neuróticas.

Abordo ahora el problema cuya discusión me parece más importante. ¿Es el ejercicio del
psicoanálisis una materia que deba estar sometida a la intervención de la autoridad, o es más
adecuado dejarlo librado a su desarrollo natural? Por cierto que no me pronunciaré sobre esto,
pero me tomo la libertad de presentarle este problema para que reflexione en él. En nuestra
patria reina de antiguo un furor prohibendi, una inclinación a tutelas, intervenciones y
prohibiciones, que, como todos sabemos, no ha dado precisamente buenos frutos. Parece que
en la nueva Austria republicana las cosas no han variado mucho. Conjeturo que la suya será
una voz de peso en la decisión sobre el caso del psicoanálisis, que ahora nos ocupa; no sé si
tendrá la gana o la influencia necesarias para oponerse a las inclinaciones burocráticas.
Comoquiera que fuese, no deseo omitir exponerle mis incompetentes ideas sobre nuestro
problema. Opino que una superabundancia de disposiciones y prohibiciones perjudica a la
autoridad de la ley. Se lo puede observar: donde hay sólo unas pocas prohibiciones, se las
respeta escrupulosamente; pero si las prohibiciones lo acompañan a uno dondequiera que
vaya, se siente formalmente la tentación de desobedecerlas. Además, no hace falta ser un
anarquista para comprender que leyes y disposiciones no pueden pretender un carácter
sagrado e inatacable por su origen, que a menudo su contenido es insuficiente y lastima nuestro
sentimiento del derecho (o bien ello ocurrirá pasado cierto tiempo), y que dada la lentitud de las
personas que guían la sociedad no suele quedar otro remedio para corregir esas leyes
inadecuadas que el de infringirlas a sabiendas. Por eso es aconsejable, si se quiere mantener el
respeto por las leyes y disposiciones, no promulgar ninguna cuya observancia o incumplimiento
sean difíciles de vigilar. Cabría repetir aquí, respecto del ejercicio del genuino análisis por los
legos que la ley pretende sofocar, mucho de lo que dijimos acerca del ejercicio del análisis por
los médicos. El proceso del análisis es apenas visible; no aplica medicamentos ni instrumentos,
sólo consiste en diálogos y en un intercambio de comunicaciones; no resultará fácil demostrarle
a un lego que efectúa «análisis» si él asevera que sólo da consejos, imparte esclarecimientos y
procura un balsámico influjo humano a alguien que necesita auxilio anímico; no podría
prohibírsele que lo hiciera invocando meramente el hecho de que el médico muchas veces obra
de ese modo. En los países de lengua inglesa tienen gran difusión las prácticas de la «Christian
Science(201)»; es una suerte de desmentida dialéctica de la existencia del mal en la vida, por
invocación de las doctrinas cristianas. No vacilo en afirmar que ese procedimiento constituye un
lamentable extravío del espíritu humano, pero, ¿a quién se le ocurriría, en Estados Unidos o
Inglaterra, prohibirlo o imponerle penalidades? ¿Acaso los estamentos situados en la cúspide de
nuestro Estado se sienten tan seguros del camino recto hacia la bienaventuranza que se
consideran autorizados a impedir que cada quien intente «alcanzar la bienaventuranza a su
manera(202)»? Y admitiendo que, librados a sí mismos, muchos correrían peligros y se harían
daño, ¿no haría mejor la autoridad en deslindar con cuidado las leyes que deben considerarse
inviolables, y en lo demás, en la medida en que sea de su incumbencia, dejar que la experiencia
y el recíproco influjo eduquen a los mortales? El psicoanálisis es algo tan nuevo en el mundo, la
gran masa se orienta tan poco en esta materia, la posición de la ciencia oficial frente a él es tan
oscilante, que me parece apresurado intervenir desde ahora en su desarrollo por medio de
preceptos legales. Dejemos que los enfermos mismos descubran que les resulta perjudicial
buscar socorro anímico en personas que no han aprendido cómo se lo presta.
Esclarezcámoslos sobre ello y pongámoslos sobre aviso, y nos habremos ahorrado
prohibírselo. En los caminos de Italia, los cables de alta tensión llevan esta inscripción concisa e



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impresionante: «Chi tocca, muore». Eso alcanza perfectamente para reglar la conducta de los
que pasan respecto de los cables colgantes. En Alemania, las advertencias correspondientes
son de una ampulosidad superflua y ofensiva: «A causa del riesgo de muerte, está
estrictamente prohibido tocar los cables de alta tensión». ¿Para qué la prohibición? Quien ame
la vida se la impartirá a sí mismo, y quien quiera eliminarse por ese medio, no pedirá permiso.

«Empero, hay casos que pueden citarse como prejudiciales respecto del problema del ejercicio
del análisis por los legos. Me refiero a la prohibición de que estos hipnoticen, y a la otra, de
promulgación reciente, que recae sobre las reuniones ocultistas y la fundación de sociedades
con ese fin».

No puedo decir que yo sea un admirador de esas medidas. La segunda es un indudable abuso
del poder de policía, que perjudica la libertad intelectual. Estoy libre de sospecha de mostrarme
crédulo ante los llamados «fenómenos ocultos», o de añorar su reconocimiento; pero con tales
prohibiciones no se ahogará el interés de los hombres por ese presunto universo secreto. Y
hasta, por el contrarío, puede haberse producido algo muy dañino: bloquear el camino al apetito
imparcial de saber para que no pueda llegar a un juicio emancipador acerca de esas oprimentes
posibilidades. Pero también esto vale sólo para Austria. En otros países, tampoco la
investigación «parapsíquica» tropieza con obstáculos legales. El caso de la hipnosis se sitúa en
una posición algo diversa que el del análisis. Aquella es la provocación de un estado anímico
anormal, y hoy sirve a los legos sólo como medio de exhibición. De haberse mantenido la
terapia hipnótica, que tantas esperanzas suscitó al comienzo, se habrían generado
circunstancias parecidas a las del caso del análisis. Por lo demás, en otro sentido la historia de
la hipnosis ofrece un precedente del destino del análisis. En tiempos en que yo era un joven
docente de neuropatología, los médicos se enconaban de la manera más apasionada contra la
hipnosis, la declaraban un fraude, obra del Diablo y artificio peligrosísimo. Hoy la han
monopolizado, se sirven tranquilamente de ella como método de indagación, y sigue siendo el
principal medio terapéutico de muchos neurólogos.

Pero ya le he dicho que no es mí intención hacer propuestas relativas a decidir si lo justo en
materia de análisis es la regulación legal o el dejar hacer. Sé que es una cuestión de principio
en cuya solución probablemente influyan, más que los argumentos, las inclinaciones de las
personas en quienes recae decidir. Ya he aducido lo que a mi juicio aboga en favor de una
política de laissez faire. Pero aun si se adopta una resolución diferente, una política de
intervención activa, no me parece suficiente una medida paralizadora e injusta de prohibición del
ejercicio del análisis por los no médicos. En tal caso será preciso cuidar de algo más: deberá
fijarse las condiciones bajo las cuales se permite el ejercicio de la práctica analítica a todos los
que pretendan realizarla, erigir alguna autoridad ante quien se pueda recabar información sobre
qué es análisis y qué clase de preparación es lícito exigir para él, así como promover las
posibilidades de instruirse en el análisis. Por lo tanto, o bien dejar todo en calma, 0 bien crear
orden y claridad, pero no intervenir bruscamente en una situación compleja con una prohibición
aislada que es derivación mecánica de un precepto que se ha vuelto inadecuado.

VII

«Sí, pero, ¡los médicos, los médicos! No consigo que usted penetre en el genuino tema de
nuestros diálogos. Se me escapa una y otra vez. Se trata de saber, empero, si no debe
concederse a los médicos el derecho exclusivo al ejercicio del análisis, en todo caso después
que hayan cumplido determinadas condiciones. Por cierto que la mayoría de ellos no son en el
análisis esos curanderos que usted ha descrito. Usted mismo dice que la enorme mayoría de
sus discípulos y partidarios son médicos. Se me ha revelado que ellos en modo alguno
comparten el punto de vista de usted en el problema del análisis ejercido por legos. Tengo
derecho a suponer, desde luego, que sus discípulos adhieren a sus exigencias de suficiente
preparación, etc., y no obstante hallan compatible con ello prohibir el ejercicio del análisis a los
legos. ¿Es así? Y si lo es, ¿cómo lo explica usted? ».

Veo que está bien informado; es así. Sin duda que no todos, pero sí una buena parte de mis
colaboradores médicos no sostienen mi opinión en esta materia; abogan por el derecho
exclusivo de los médicos al tratamiento analítico de los neuróticos. Como usted ve, también en
nuestro campo están permitidas las diferencias de opinión. Mi posición es notoria, y ese
enfrentamiento sobre el punto del análisis ejercido por legos no estropea nuestra avenencia.
¿Cómo puedo explicarle la conducta de estos discípulos míos? No lo sé con seguridad, pero
opino que ha de ser el poder de la conciencia estamental. Han experimentado un desarrollo
diverso del mío, se sienten todavía incómodos en el aislamiento respecto de los colegas y
ansiarían ser aceptados con pleno derecho por la profession; a cambio de esta tolerancia, están
dispuestos a ofrecer un sacrificio en un punto de cuya importancia vital no se percatan. Acaso
se trate de otra cosa: atribuirles que les preocupa la competencia no sólo implicaría culparlos de
una intención subalterna, sino creer que padecen de una rara miopía. En efecto, estarían
dispuestos a que otros médicos se iniciaran en el análisis, y para su situación material tiene que
ser indiferente compartir los pacientes disponibles con colegas o con legos. Pero es probable
que cuente otra consideración. Estos discípulos míos tal vez proceden influidos por ciertos
factores que en la práctica analítica aseguran al médico una indudable ventaja frente al lego.

«¿Aseguran una ventaja? Ahí lo tenemos, pues. ¿Entonces admite por fin esa ventaja? La
cuestión quedaría de ese modo zanjada».

Esa admisión no me pesa. Es apta para demostrarle que no estoy tan enceguecido por la
pasión como usted supone. He pospuesto la consideración de esas circunstancias porque su
examen volverá necesarias nuevas elucidaciones teóricas.

«¿A qué se refiere ahora?».

En primer lugar, está el problema del diagnóstico. Cuando se toma bajo tratamiento analítico a
un enfermo que padece de las llamadas «perturbaciones neuróticas», se querrá tener antes la
certeza -en la medida en que es alcanzable- de que es apto para esa terapia y se lo puede
ayudar por ese camino. Ahora bien, sólo es así cuando efectivamente tiene una neurosis.

«Yo supondría que se lo discierne precisamente por los fenómenos, los síntomas de que se



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queja».

Es justamente el lugar en que surge una nueva complicación. No siempre se lo discierne con
certeza plena. El enfermo puede exhibir el cuadro externo de una neurosis, y sin embargo
tratarse de otra cosa: el comienzo de una enfermedad mental incurable, los pródromos de un
proceso destructor del encéfalo. El distingo -diagnóstico diferencial- no siempre es fácil ni puede
hacerse de primera intención en cada fase. Y, desde luego, sólo el médico puede asumir la
responsabilidad de semejante decisión. El caso patológico puede llevar por largo tiempo su sello
inofensivo, hasta que por fin saque a relucir su naturaleza maligna. Por lo demás, es un temor
recurrente en los neuróticos el de volverse enfermos mentales. Ahora bien, cuando el médico
se ha equivocado durante cierto lapso en un caso así, o no ha sabido a qué atenerse sobre él,
ello no importa mucho, no se ha inferido perjuicio alguno ni ha ocurrido nada adicional. Es cierto
que tampoco el tratamiento analítico de ese enfermo le habría causado daños, pero se
denunciaría como un gasto superfluo. Además, sobrada gente pondría el mal desenlace en la
cuenta del análisis. Sin duda que injustamente, pero tales ocasiones deberían evitarse.

«Esto suena desconsolador. Y hasta invalida todo lo que usted me ha expuesto acerca de la
naturaleza y génesis de una neurosis».

En modo alguno. No hace sino volver a confirmar que el neurótico es motivo de fastidio y
perplejidad para todos los que tienen que ver con él, incluido el analista. Quizá vuelva a disipar
su confusión si revisto mis nuevas comunicaciones con una expresión más correcta.
Probablemente es más correcto enunciar, acerca de los casos que ahora nos ocupan, que
efectivamente han desarrollado una neurosis, pero esta no es psicógena, sino somatógena; no
tiene causas anímicas, sino corporales. ¿Me sigue usted?

«Le sigo, sí; pero no puedo reunir esto con lo otro, lo psicológico».

Pero es posible hacerlo, si uno se aviene a tomar en cuenta las complicaciones de la sustancia
viva. ¿Dónde hemos hallado la esencia de una neurosis? En que el yo, la organización superior
del aparato anímico criada por la influencia del mundo exterior, no es capaz de cumplir su
función de mediar entre el ello y la realidad; en su endeblez se ha retirado de sectores
pulsionales del ello, y tiene que consentir a cambio las consecuencias de esa renuncia en la
forma de limitaciones, síntomas y formaciones reactivas infructuosas.

Esa endeblez del yo se ha presentado regularmente en todos nosotros en la infancia, y por eso
las vivencias de nuestros primeros años cobran tan grande significatividad para la vida
posterior. Bajo la extraordinaria carga de esta época infantil -tenemos que recorrer en pocos
años la enorme distancia evolutiva que media entre los primitivos de la edad de la piedra y el
miembro de la cultura contemporánea, y en ese proceso defendernos > en particular, de las
mociones pulsionales del período sexual temprano-, nuestro yo se refugia en represiones y se
expone a una neurosis de infancia cuyo precipitado se le incorpora como una predisposición a
contraer una neurosis más tarde, en la madurez de la vida. Importa entonces sobremanera el
modo en que este ser en crecimiento sea tratado por el destino. Si la vida se vuelve demasiado
dura, grande en exceso la divergencia entre los reclamos pulsionales y los vetos de la realidad,
el yo puede fracasar en su empeño por reconciliarlos, y esto en medida tanto mayor cuanto
más inhibido se encuentre por la predisposición infantil incorporada. Entonces se repite el

proceso de la represión, las pulsiones se arrancan del imperio del yo, se crean sus
satisfacciones sustitutivas por el camino de la regresión, y el pobre yo se vuelve neurótico sin
remedio.

Detengámonos en esto: el punto nodal y de giro de toda la situación es la fortaleza relativa de la
organización yoica. Entonces nos resulta fácil completar nuestro panorama etiológico. Como
causas por así decir normales de la condición neurótica conocemos ya la endeblez infantil del
yo, la tarea de dominar las excitaciones tempranas de la sexualidad y la acción de las vivencias
de la niñez, más bien contingentes. Pero; no es posible que también desempeñen un papel
otros factores provenientes de la época anterior al vivenciar infantil? -Por ejemplo, una potencia
e indomeñabilidad innatas de la vida pulsional en el ello, que imponga de antemano al yo tareas
demasiado grandes? ¿O una particular endeblez de desarrollo del yo, debida a razones
desconocidas? Es evidente que tales factores por fuerza alcanzarán significación etiológica,
sobresaliente en muchos casos. Con la fortaleza de las pulsiones en el ello tenemos que contar
siempre; donde se ha desarrollado de manera excesiva, las perspectivas de nuestra terapia son
malas. Todavía sabemos demasiado poco acerca de las causas de una inhibición de desarrollo
del yo. Tales serían, pues, los casos de neurosis con base esencialmente constitucional. Sin
algún favorecimiento congénito, constitucional, como los señalados, difícilmente se produzca
una neurosis.

Ahora bien, si la endeblez relativa del yo es el factor decisivo para la génesis de la neurosis,
también tiene que ser posible que una posterior enfermedad corporal produzca esta última,
siempre que pueda provocar un debilitamiento de aquel. Y es lo que ocurre en amplia medida.
Una perturbación corporal de esa índole puede afectar la vida pulsional dentro del ello y
acrecentar la intensidad pulsional más allá del límite que el yo es capaz de enfrentar. El modelo
normal de estos procesos sería, por ejemplo, la alteración producida en la mujer por las
perturbaciones de la menstruación y por la menopausia. O bien una enfermedad corporal
general, como una patología orgánica del órgano nervioso central, que ataca las condiciones de
nutrición del aparato anímico, lo constriñe a rebajar su nivel de función y a suspender sus
operaciones más finas, entre las que se cuenta el mantenimiento de la organización yoica. En
todos estos casos se produce más o menos el mismo cuadro de la neurosis; esta tiene
siempre el mismo mecanismo psicológico, pero, según ahora lo discernimos, la más variada
etiología, harto compleja a menudo.

«Ahora me cae usted más en gracia, por fin ha hablado como un médico. Y espero su admisión
de que un asunto médico tan complicado como una neurosis sólo puede ser tratado por un
médico».

Lamento que yerre usted el tiro. Lo expuesto era un fragmento de patología; en el análisis se
trata de un procedimiento terapéutico. Concedo... No: exijo que un médico establezca
previamente el diagnóstico en cada caso que interese al análisis. La enorme mayoría de las
neurosis que reclaman nuestra atención son, por suerte, de naturaleza psicógena e
insospechables desde el punto de vista patológico. Una vez que el médico lo ha comprobado,
puede confiar tranquilo el tratamiento al analista lego. Siempre se ha procedido así en nuestras
sociedades analíticas. Merced al estrecho contacto entre miembros médicos y no médicos,
pudieron evitarse en todo lo posible los yertos que serían de temer. Hay además un segundo
caso en que el analista tiene que recurrir al consejo del médico. En el curso del tratamiento



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analítico pueden aparecer síntomas -sobre todo corporales- acerca de los cuales resulte
dudoso si se los debe incluir en la trama de la neurosis o referirlos a una enfermedad orgánica
independiente de ella, que se presenta como una perturbación. También esta decisión es
preciso dejarla al médico.

«Entonces el analista lego tampoco puede prescindir del médico en el curso del análisis. Un
nuevo argumento en contra de su idoneidad».

No; a partir de esa posibilidad no se puede tramar ningún argumento contra el analista lego,
pues el analista médico no actuaría de otro modo en idéntico caso.

«No lo comprendo».

Es así: existe el precepto técnico de que el analista, en caso de que emerjan en el curso del
tratamiento esos síntomas equívocos, no se confíe a su propio juicio, sino consulte a un médico
alejado del análisis, por ejemplo un internista, aunque él mismo sea médico y siga confiando en
sus conocimientos médicos.

«¿Y por qué se prescribe algo que, a mi parecer, es tan superfluo? ».

No es tal, y aun hay varias razones para ello. En primer lugar, tratamiento orgánico y psíquico no
se ejecutan bien reunidos en una sola mano; en segundo lugar, el vínculo de la trasferencia
puede hacer desaconsejable que el analista examine corporalmente al enfermo, y, en tercer
lugar, el analista tiene todas las razones para dudar de su imparcialidad, pues su interés se
concentra de manera muy intensa en los factores psíquicos.

«Ahora se me ha aclarado su posición sobre el ejercicio del análisis por los legos. Usted se
empecina en que tienen que existir analistas legos. Y como no puede poner en entredicho la
insuficiencia de ellos para su tarea, rebusca todos los argumentos posibles para disculpar y
facilitar su existencia. Pero yo no veo para qué existirían unos analistas legos que no pueden ser
sino terapeutas de segunda clase. Dejaría pasar, no obstante, al par de legos que ya han
recibido formación como analistas; pero no deberían surgir nuevos, y los institutos didácticos
tendrían que obligarse a no aceptar más legos en sus cursos».

Estaré de acuerdo con usted si se puede demostrar que esta limitación satisface a todos los
intereses en juego. Concédame que esos intereses son de tres clases: el del enfermo, el del
médico y -last not least- el de la ciencia, que por cierto incluye los intereses de todos los
enfermos futuros. ¿Indagamos por orden estos tres puntos?

Pues bien; para el enfermo es indiferente que el analista sea médico o no, con tal que la
consulta médica exigida antes que empiece el tratamiento, y a raíz de ciertos episodios en el
curso de él, excluya el peligro de que se cometa un error sobre su cuadro. Para él tiene una
importancia incomparablemente mayor que el analista posea las cualidades personales que lo
hagan digno de confianza, y que haya adquirido los conocimientos e intelecciones, así como las
experiencias, que lo habilitan para cumplir su tarea. Podría creerse que la autoridad del analista
resultará menoscabada si el paciente sabe que no es médico y en muchas situaciones no
puede prescindir del apoyo en un médico. Desde luego, nunca hemos omitido informar a los

pacientes acerca de la calificación del analista, y entonces pudimos convencernos de que los
prejuicios estamentales no encuentran eco alguno en ellos y están dispuestos a recibir el auxilio
de quien se lo ofrezca -cosa que, por lo demás, el gremio médico tiene averiguado desde hace
mucho y lo toma a mortal afrenta-. Y obsérvese que los analistas legos que hoy ejercen el
análisis no son individuos ordinarios cualesquiera, sino personas de formación académica,
doctores en filosofía, pedagogos y mujeres de gran experiencia en la vida y sobresaliente
personalidad. Y el análisis a que deben someterse todos los candidatos de un instituto didáctico
en análisis es, al mismo tiempo, el mejor camino a fin de averiguar su aptitud personal para el
ejercicio de esta exigente actividad.

Ahora consideremos el interés de los médicos. No creo que gane nada con la incorporación del
psicoanálisis a la medicina. Ya hoy los cursos de medicina duran cinco años, y rendir los
últimos exámenes lleva un año más. Cada año se plantean nuevos requisitos a los estudiantes,
sin cuyo cumplimiento no podría menos que declararse insuficiente su bagaje para el futuro. El
acceso a la profesión médica es muy difícil, su ejercicio no es muy satisfactorio ni muy
ventajoso. Sí uno adopta la exigencia, plenamente justificada sin duda, de que el médico deba
familiarizarse también con el costado anímico de la condición de enfermo, y por ese motivo
agrega a la educación médica cierta preparación para el análisis, ello implicaría una ampliación
del curriculum y la prolongación consiguiente de los años de estudio. No sé si los médicos
quedarán satisfechos con esta consecuencia de su pretensión sobre el psicoanálisis. Pero no
se podría rechazarla. Y esto en una época en que han empeorado mucho las condiciones de la
existencia material para los estamentos en que se reclutan los médicos, y en que la joven
generación se ve precisada a ganarse el sustento lo más pronto posible.

Pero quizás usted no quiera sobrecargar el curriculum médico con la preparación para la praxis
analítica y considere más adecuado que los futuros analistas se procuren la formación
requerida tras completar sus estudios de medicina. Podría usted decir que la pérdida de tiempo
que ello causaría es desdeñable en la práctica, porque un joven de treinta años nunca gozará de
la confianza de los pacientes, que es condición de un auxilio anímico. A eso cabría responder
que tampoco el médico de sufrimientos corporales, recién recibido, puede contar con un
respeto muy grande de los enfermos, y que el joven analista puede emplear muy bien su tiempo
trabajando en una policlínica psicoanalítica bajo el control de prácticos experimentados.

Ahora bien, más importante me parece que con esa propuesta usted propicie una dilapidación
de fuerzas que en estos difíciles tiempos no puede hallar, de hecho, ninguna justificación
económica. Es verdad que la formación analítica se superpone con el círculo de la preparación
médica, pero no la incluye ni es incluida por este. Si algún día se fundara una escuela superior
psicoanalítica -cosa que hoy puede sonar fantástica-, debería enseñarse en ella mucho de lo
que también se aprende en la facultad de medicina: junto a la psicología de lo profundo, que
siempre sería lo esencial, una introducción a la biología, los conocimientos de la vida sexual con
la máxima extensión posible, una familiarización con los cuadros clínicos de la psiquiatría. Pero,
por otro lado, la enseñanza analítica abarcaría disciplinas ajenas al médico y con las que él no
tiene trato en su actividad: historia de la cultura, mitología, psicología de la religión y ciencia de la
literatura. Sin una buena orientación en estos campos, el analista quedaría inerme frente a gran
parte de su material. En cambio, de nada le servirá para sus fines el grueso de lo que se
enseña en la escuela de medicina, Así, el conocimiento de las articulaciones del tarso, como el
de la constitución de los hidrocarburos, el circuito de los haces nerviosos del cerebro, todo lo



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que la medicina ha descubierto acerca de los agentes patógenos bacilares y la lucha contra
ellos, acerca de las serorreacciones y los neoplasmas: todo eso, en sí mismo valiosísimo,
carecerá de importancia para él, no le interesará, no le ayudará de manera directa a
comprender y curar una neurosis, ni tampoco contribuirá a aguzarle aquellas facultades
intelectuales que su actividad le exige en grado máximo. Y no se objete que el caso se parece a
aquel en el cual el médico se dedica a otra especialidad médica, por ejemplo la odontología.
Tampoco en ella le harán falta muchas de las cosas sobre las que debió rendir examen, y
deberá aprender otras tantas sobre las cuales la escuela no le proporcionó preparación alguna.
Empero, no se puede equiparar ambos casos. Para el odontólogo, en efecto, conservan toda su
significación los grandes puntos de vista de la patología, las doctrinas de la inflamación,
supuración, necrosis, así como de la acción recíproca entre los órganos del cuerpo. Al analista,
en cambio, su experiencia lo lleva a otro universo, con otros fenómenos y leyes. No importa el
modo en que la filosofía pretenda salvar el abismo entre lo corporal y lo anímico; él subsiste en
principio para nuestra experiencia, y por cierto para nuestros empeños prácticos.

Es injusto e inadecuado hacerle obligatorio el rodeo por los estudios médicos a un hombre que
quiere liberar a otro de la pena de una fobia o de una neurosis obsesiva. Y por lo demás, será
vano pretenderlo en tanto no se logre eliminar al análisis. Imagine usted un paisaje en que para
llegar a cierta atalaya pueden seguirse dos caminos, uno corto y recto, el otro largo y muy
sinuoso. Usted intenta bloquear el camino corto mediante un cartel que prohibe transitar, quizá
porque aquel pasa junto a unos macizos de flores que usted se propone preservar. En tales
condiciones, sólo tendrá perspectivas de que su prohibición se respete si el camino corto es
escarpado y fatigoso, mientras que por el más largo se avanza sin tropiezos. Pero si no es así,
sino que al contrario el camino sinuoso es el más difícil, ya colegirá usted la utilidad de su
prohibición y el destino de su macizo floral. Temo no le resulte a usted más fácil constreñir a los
legos al estudio de la medicina que a mí mover a los médicos para que aprendan el análisis.
Usted sabe cómo es la naturaleza humana.

«Si usted acierta en que el tratamiento analítico no puede practicarse sin una formación
particular, al par que el currículum médico no admitiría la sobrecarga de semejante preparación,
y al mismo tiempo los conocimientos médicos son en buena parte superfluos para el analista,
¿qué se ha hecho de la meta de alcanzar la personalidad médica ideal, idónea para
desempeñar todas las tareas de su profesión?».

No puedo prever la salida de esas dificultades, ni soy el indicado para señalarla. Sólo veo dos
cosas: la primera, que el análisis es para usted un motivo de perplejidad, sería mejor que no
existiese (por cierto, también el neurótico es un motivo de perplejidad); y la segunda, que
provisionalmente se toman en cuenta todos los intereses si los médicos se resuelven a tolerar
una clase de terapeutas que los descarguen del fatigoso tratamiento de las neurosis
psicógenas, el número de cuyos casos- es elevadísimo, y en beneficio de estos enfermos se
mantengan en permanente contacto con aquellos.

«¿Es su última palabra sobre este asunto, o tiene algo que agregar?».

Sin duda; me proponía considerar un tercer interés, el de la ciencia. Lo que pretendo decir lo
tendrá a usted sin cuidado, pero para mí posee una significación tanto mayor.

En efecto, en modo alguno consideramos deseable que el psicoanálisis sea fagocitado por la
medicina y termine por hallar su depósito definitivo en el manual de psiquiatría, dentro del
capítulo «Terapia», junto a procedimientos como la sugestión hipnótica, la autosugestión, la
persuasión, que, creados por nuestra ignorancia, deben sus efímeros efectos a la inercia y
cobardía de las masas de seres humanos. Merece un mejor destino, y confiamos en que lo
tendrá. Como «psicología de lo profundo», doctrina de lo inconciente anímico, puede pasar a ser
indispensable para todas las ciencias que se ocupan de la historia genética de la cultura
humana y de sus grandes instituciones, como el arte, la religión y el régimen social. Yo creo que
ya ha prestado valiosos auxilios a estas ciencias para la solución de sus problemas, pero esas
no son sino contribuciones pequeñas comparadas con las que se obtendrán cuando los
historiadores de la cultura, los psicólogos de la religión, los lingüistas, etc., aprendan a manejar
por sí mismos el nuevo medio de investigación que se les ofrece. El uso del análisis para la
terapia de las neurosis es sólo una de sus aplicaciones; quizás el futuro muestre que no es la
más importante. En todo caso, no sería equitativo sacrificar a una de sus aplicaciones todas las
demás meramente porque su campo de acción toca el círculo de los intereses médicos.

Porque en este punto se despliegan unos nexos más amplios, en los que no se puede intervenir
sin daño. Sí los representantes de las diversas ciencias del espíritu han de aprender el
psicoanálisis a fin de aplicar sus métodos y puntos de vista a su material, no les bastará
atenerse a los resultados que se consignan en la bibliografía analítica. Se verán precisados a
comprender el análisis por el único camino practicable: sometiéndose ellos mismos a un
análisis. Entonces, a los neuróticos que necesitan del análisis se agrega una segunda clase de
personas que lo aceptan por motivos intelectuales, pero que sin duda apreciarán la elevación de
su productividad que obtendrán como suplemento. A fin de realizar estos análisis hacen falta
cierto número de analistas para quienes diversos conocimientos de la medicina poseerán un
valor sumamente escaso. No obstante ello, estos analistas -los llamaremos «didactas»deberán
haber recibido una formación particularmente cuidadosa. Para evitar la atrofia de esta
última, es preciso darles oportunidad de recoger experiencias en casos instructivos y
probatorios, y como personas sanas a quienes les falte el motivo del apetito de saber no se
someterán a un análisis, sólo podrá ser en neuróticos donde los analistas didactas -bajo
cuidadoso control- se eduquen para su posterior actividad no médica. Ahora bien, el todo
requiere cierto grado de libertad de movimientos y no soporta limitaciones mezquinas.

Acaso usted no crea en estos intereses puramente teóricos del psicoanálisis, o no quiera
concederles influencia ninguna sobre el problema práctico del ejercicio del análisis por los
legos. Pero permítame recordarle que hay todavía otro campo de aplicación del psicoanálisis
que escapa al alcance de la ley de curanderismo y en el cual los médicos no pueden sostener
ninguna pretensión. Me refiero a su aplicación en pedagogía. Cuando un niño empieza a
exteriorizar los signos de un desarrollo indeseado, se pone deprimido, testarudo y desatento, ni
el pediatra ni aun el médico escolar pueden hacer nada por él, ni siquiera cuando el niño
produce fenómenos claramente neuróticos como estados de angustia, displacer por la comida,
vómitos, insomnio. Un tratamiento que combine el influjo analítico con medidas pedagógicas,
ejercido por personas que no omitan preocuparse del medio en que vive el niño y sepan
penetrar en su vida anímica, alcanza el doble resultado de cancelar los síntomas neuróticos y
volver atrás la incipiente alteración del carácter. Nuestra intelección sobre el valor de las
neurosis infantiles -a menudo inadvertidas- como predisposición a contraer más tarde graves
enfermedades nos recomienda esos análisis de niños como un importante medio de profilaxis.



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No puede negarse que hay todavía enemigos del análisis; no sé de qué medios disponen para
salir al paso de la actividad de estos analistas pedagogos o pedagogos analistas, pero no creo
muy posible que posean ninguno. Desde luego, nunca hay que creerse demasiado seguro.

Además, y para volver a nuestro problema del tratamiento analítico de neuróticos adultos,
tampoco aquí hemos agotado todos los puntos de vista. Nuestra cultura ejerce sobre nosotros
una presión casi insoportable, pide un correctivo. ¿Es demasiado fantástico esperar que el
psicoanálisis, a pesar de sus dificultades, sea el indicado para la hazaña de preparar a los
seres humanos en el sentido de ese correctivo? Acaso a algún norteamericano se le ocurra
dedicar un poco de dinero para impartir formación analítica a los social workers {asistentes
sociales} de su país y hacer de ellos una tropa de auxilio para la lucha contra las neurosis
culturales.

«¡Ah! Una nueva variedad del Ejército de Salvación».

¿Por qué no? Nuestra fantasía trabaja siempre con modelos. La corriente de personas movidas
por el apetito de saber, que afluiría en tal caso hacía Europa, ¿tendría que pasar de largo por
Viena a causa de haber sufrido aquí el desarrollo analítico un prema turo trauma de prohibición?
¿Se sonríe usted? No lo he dicho para sobornar su juicio, por cierto que no. Sé, en efecto, que
usted no me otorga creencia alguna, y tampoco puedo garantizarle que ello ocurrirá. Pero una
cosa sé: no es tan importante la decisión que usted adopte sobre el problema del análisis
ejercido por legos. Sólo podrá tener un efecto local. Lo que en verdad interesa, las posibilidades
de desarrollo interno del psicoanálisis, están más allá de ordenamientos y prohibiciones.

Epílogo (1927)

La ocasión inmediata para la redacción del opúsculo mío al cual se refieren las presentes
consideraciones fue la acusación de curanderismo iniciada en los tribunales de Viena contra
nuestro colega no médico, el doctor Theodor Reik. Quizá todo el mundo sepa que se desistió de
esa querella luego de instruidos los sumarios e incluidos en la causa diversos informes
periciales. No creo que haya sido un triunfo de mi libro; en efecto, la causa se presentó

demasiado desfavorable para la parte querellante, y la persona que se quejara de haber sido
perjudicada resultó ser poco digna de confianza. Es probable que la suspensión del
procedimiento contra el doctor Reik no tenga el significado de un principio establecido por la
justicia vienesa sobre el problema del ejercicio del análisis por los legos. Cuando creé la figura
del interlocutor «imparcial» en mi alegato defensivo, imaginé frente a mí la persona de uno de
nuestros altos funcionarios, un hombre de benévolas intenciones y de integridad poco común,
con quien yo mismo mantuve una conversación sobre el «proceso Reik» y a quien luego,
respondiendo a su deseo, hice llegar una pericia privada acerca de aquél. (ver nota)(203) Yo
sabía que no había conseguido convertirlo a mi punto de vista, y por eso mi diálogo con el
interlocutor imparcial no terminaba en un acuerdo.

No esperaba que a raíz de mi trabajo los analistas mismos adoptaran una posición unitaria
sobre el problema del análisis ejercido por legos. Quien coteje en esta compilación(204) el
pronunciamiento de la asociación húngara con el del grupo de Nueva York, acaso suponga que
mi escrito no sirvió de nada, pues cada quien se atuvo al punto de vista que ya sustentaba. Sólo
que yo no lo creo. Opino que muchos colegas habrán atemperado su posición extrema, y los
más habrán aceptado mí concepción de que el problema del ejercicio del análisis por los legos
no puede resolverse según costumbres heredadas, sino que responde a una situación
novedosa y por eso requiere un veredicto nuevo.

También el giro que imprimí al problema en su conjunto parece haber hallado aceptación. Yo
había traído al primer plano la tesis de que no interesaba que el analista poseyera un diploma
médico, sino que hubiera adquirido la formación particular que se requiere para el ejercicio del
análisis. Ahí se podía entroncar la pregunta en torno de cuya solución los colegas han discutido
con tanto ardor: ¿Cuál es la formación más apropiada para los analistas? Yo opinaba -y lo sigo
sosteniendo- que no era la que la universidad prescribe al futuro médico. La llamada «formación
médica» me parece un fatigoso rodeo para la profesión analítica; es verdad que proporciona al
analista muchas cosas indispensables, pero también lo recarga con otras que nunca podrá
aplicar, y conlleva el peligro de desviar su interés y su modo de pensar de la aprehensión de los
fenómenos psíquicos. El plan de estudios para el analista está todavía por crearse; debe
abarcar tanto temas de ciencias del espíritu -psicológicos, de historia de la cultura,
sociológicos- como anatómicos, biológicos y de historia evolutiva. Hay tanto allí para aprender
que está justificado eliminar del plan de estudios lo que carezca de un vínculo directo con la
actividad analítica y sólo pueda prestar contribuciones indirectas, como cualquier otro estudio,
para la educación del intelecto y la observación mediante los sentidos. Es fácil objetar a esa
propuesta que no existen tales escuelas superiores de análisis, y que son un reclamo ideal. Muy
bien; un ideal, pero uno que puede y debe ser realizado. Y nuestros institutos didácticos, a pesar
de su juvenil insuficiencia, ya son el comienzo de esa realización.

No escapará a mis lectores que en lo anterior he presupuesto como evidente algo que todavía
se cuestiona mucho en las discusiones, a saber: que el psicoanálisis no es una rama especial
de la medicina. No veo cómo alguien podría negarse a reconocerlo. El psicoanálisis es una
pieza de la psicología, no de la psicología médica en el sentido antiguo ni de la psicología de los
procesos patológicos, sino de la psicología lisa y llana; por cierto, no es el todo de ella, sino su
base {Unterbau}, acaso su fundamento {Fundament} mismo. Y no debe llamar a engaño la
posibilidad de aplicarlo con fines médicos; también la electricidad y los rayos X hallaron
aplicación en la medicina, pero la ciencia de ambos es la física. Por otra parte, los argumentos



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históricos no pueden modificar en nada esta pertenencia. Toda la doctrina de la electricidad
partió de una observación practicada en un preparado nervioso-muscular, mas no por ello a
alguien se le ocurriría hoy afirmar que es una parte de la fisiología. Respecto del psicoanálisis
se aduce que fue ideado por un médico a raíz de sus empeños por asistir a enfermos. Pero es
evidente que ello carece de valor para el juicio que se pronuncie sobre él. Además, este
argumento histórico es muy peligroso. Para continuarlo, cabría recordar cuán inamistoso -y aun
de hostil rechazo- fue desde el comienzo mismo el comportamiento del gremio médico hacia el
psicoanálisis. De ello se seguiría que tampoco hoy ese gremio tiene derecho alguno sobre el
análisis. Y realmente, aunque yo rechace semejante conclusión, sigo desconfiando todavía hoy,
y no sé si el reclamo de los médicos al psicoanálisis ha de reconducirse, desde el punto de
vista de la teoría de la libido, al primero o al segundo de los estadios inferiores {de la fase
sádico-anal} postulados por Abraham(205): si se trata de un apropiamiento con propósitos
destructivos, o con el fin de conservar el objeto.

Para demorarnos un poco más en el argumento histórico: puesto que está en juego mi persona,
puedo procurar, a quien le interese, alguna luz sobre mis propios motivos. Tras 41 años de
actividad médica mi autoconocimiento me dice que no he sido un médico cabal. Me hice médico
porque me vi obligado a desviarme de mi propósito originario, v mi triunfo en la vida consiste en
haber reencontrado la orientación inicial mediante un largo rodeo. En mi primera infancia no se
me hizo notoria necesidad alguna de asistir a personas sufrientes; mi disposición sádica no era
muy grande, de suerte que no le hizo falta desarrollar sus retoños. Además, nunca jugué al
«doctor»; mi curiosidad infantil evidentemente marchó por otros caminos. En mi juventud
predominó el afán de comprender algo de los enigmas de este mundo y acaso contribuir en
parte a su solución. Mi inscripción en la facultad de medicina pareció el mejor camino para
conseguirlo, pero luego intenté -sin éxito- consagrarme a la zoología y la química, hasta que
bajo la influencia de Von Brücke -la máxima autoridad que haya influido sobre mí- permanecí
adherido a la fisiología, que por ese tiempo se limitaba demasiado fácilmente a una histología.

Para entonces ya había aprobado todos los exámenes de medicina sin interesarme por nada
médico, hasta que mi venerado maestro me advirtió que en mi pobre situación material debía
evitar una cartera teórica. Entonces pasé de la histología del sistema nervioso a la
neuropatología y, sobre la base de nuevas incitaciones, a mis empeños en torno de las
neurosis. No obstante, considero que mi carencia de una disposición médica genuina no
perjudicó mucho a mis pacientes. En efecto, el enfermo no sale muy beneficiado por el hecho
de que en su médico el interés terapéutico cobre un tinte afectivo. Lo mejor para él es que el
médico trabaje con frialdad y con la máxima corrección.

Es innegable que el informe precedente ha contribuido en poco a aclarar el problema del
ejercicio del análisis por los legos. Estaba sólo destinado a legitimar mi posición personal en
tanto era justamente yo quien salía en defensa del valor propio del psicoanálisis y de su
independencia respecto de su empleo médico. Aquí se me opondrá, sin embargo, que es una
mera cuestión académica averiguar si el psicoanálisis como ciencia es un ámbito parcial de la
medicina o de la psicología, una cuestión carente de todo interés práctico. Se dirá que está en
juego otra cosa: el empleo del análisis en el tratamiento de enfermos; y que en la medida en que
él pretenda esa aplicación, debería consentir que la medicina lo acogiera como disciplina
especializada, como lo ha hecho por ejemplo con la radiología, y someterse a los preceptos
vigentes para todos los métodos terapéuticos. Yo lo reconozco, lo admito, sólo quiero prevenir

que la terapia mate a la ciencia. Por desdicha, toda comparación sólo llega hasta cierto punto, y
a partir de él los dos términos comparados divergen. El caso del análisis no es idéntico al de la
radiología; los físicos no necesitan de seres humanos enfermos para estudiar las leyes de los
rayos X. En cambio, el análisis no posee otro material que los procesos anímicos de los seres
humanos, y sólo en estos puede ser estudiado; a consecuencia de ciertas circunstancias que
fácilmente se comprenden, el neurótico es un material mucho más instructivo y accesible que el
hombre normal, y entonces, si a quien se propone aprender y aplicar el análisis se le sustrae
ese material, se le mutila una buena mitad de sus posibilidades de formación. Bien lejos de mí,
desde luego, exigir que el interés del neurótico sea sacrificado al de la enseñanza y la
investigación científica. Mi opúsculo sobre el ejercicio del análisis por los legos se empeña
justamente en demostrar que observando ciertas providencias ambos intereses pueden
armonizarse muy bien, y que una solución así sirve también (y no en último término) al interés
mé dico rectamente entendido.

Yo mismo he mencionado todas esas providencias; tengo derecho a decir que la discusión no
ha aportado nada nuevo en este punto; además, me gustaría destacar que a menudo distribuyó
los acentos de una manera desacorde con la realidad efectiva. Es correcto todo cuanto se ha
dicho sobre la dificultad del diagnóstico diferencial, la inseguridad en la apreciación de síntomas
corporales en muchos casos, lo cual, entonces, vuelve necesarios el saber o la intervención del
médico. Pero es incomparablemente mayor el número de los casos en que tales dudas no se
presentan para nada, y en que no hace falta el médico. Tales casos pueden carecer de todo
interés científico, pero en la vida desempeñan un papel bastante importante como para justificar
la actividad del analista lego, plenamente idóneo para tratarlos. Hace algún tiempo analicé a un
colega que desautorizaba de manera particularmente tajante la posibilidad de consentir una
actividad médica a quien no fuese médico. Pude decirle: «Ya hace más de tres meses que
trabajamos. ¿En qué lugar de nuestro análisis me vi precisado a emplear mi saber médico?».
Admitió que no se había presentado ocasión alguna para ello.

Tampoco concedo gran valor al argumento de que el analista lego, ya que tiene que estar
dispuesto a consultar al médico, no puede granjearse autoridad alguna frente al enfermo ni
alcanzar un prestigio mayor que el de un enfermero, un masajista u otros profesionales
similares. Otra vez, la analogía resultaría inadecuada, prescindiendo del hecho de que el
enfermo suele prestar autoridad de acuerdo con su trasferencia de sentimientos, y de que la
posesión de un diploma médico no le impone respeto por tanto tiempo como el médico cree. Al
analista lego profesional no le resultará difícil ganarse el prestigio que merece como curador
profano de almas. (ver nota)(206) Mediante la fórmula «curador profano de almas» podría
describirse acabadamente la función que el analista -médico o lego- debe cumplir frente al
público. Nuestros amigos entre los sacerdotes protestantes, y recientemente también católicos,
a menudo liberan a sus feligreses de sus inhibiciones vitales acreditándose ante ellos tras
ofrecerles una pieza de esclarecimiento analítico sobre sus conflictos. Nuestros oponentes, los
partidarios de la «psicología individual» de Adler, aspiran a producir igual cambio en personas
que se han vuelto veleidosas e inservibles, despertando su interés por la comunidad social tras
iluminarles un único ángulo de su vida anímica y demostrarles la participación que tienen en su
enfermedad sus mociones egoístas y de desconfianza. Ambos procedimientos, que de ben su
virtud al hecho de apuntalarse en el análisis, tienen cabida dentro de la psicoterapia. Nosotros,
los analistas, nos proponemos como meta un análisis del paciente lo más completo y profundo
posible; no queremos aliviarlo moviéndolo a ingresar en la comunidad católica, protestante o



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socialista, sino enriquecerlo a partir de su propia interioridad devolviéndole a su yo las energías
que por obra de la represión están ligadas en su inconciente, inaccesibles para él, así como
aquellas otras que el yo se ve precisado a malgastar sin fruto alguno en el mantenimiento de las
represiones. Lo que de tal suerte cultivamos es cura de almas en el mejor sentido. ¿Que nos
hemos fijado una meta demasiado alta? ¿Que la mayoría de nuestros pacientes no vale el
trabajo que gastamos con ellos? ¿Que es más económico reparar las fallas desde afuera, y no
reformarlas desde adentro? Yo no puedo decirlo, pero sé otra cosa. En el psicoanálisis existió
desde el comienzo mismo una unión entre curar e investigar; el conocimiento aportaba el éxito,
y no era posible tratar sin enterarse de algo nuevo, ni se ganaba un esclarecimiento sin
vívenciar su benéfico efecto. Nuestro procedimiento analítico es el único en que se conserva
esta preciosa conjunción. Sólo cuando cultivamos la cura analítica de almas ahondamos en la
intelección de la vida anímica del ser humano, cuyos destellos acabábamos de entrever. Esta
perspectiva de ganancia científica fue el rasgo más preclaro y promisorio del trabajo analítico;
¿deberíamos sacrificarlo a unas consideraciones prácticas?

Algunas de las manifestaciones emitidas en el curso de esta discusión despiertan en mí la
sospecha de que mi escrito sobre el problema del ejercicio del análisis por los legos ha sido
objeto de un malentendido en un punto. Los médicos se ponen a la defensiva frente a mí como
si los hubiera declarado a todos incapaces para ejercer el análisis y hubiera pronunciado la
consigna de repeler la invasión médica. Ahora bien, no fue ese mi propósito. Es probable que
esa apariencia surgiera por el hecho de que en mi exposición, de sesgo polémico, me vi
precisado a declarar que el analista médico carente de formación era todavía más peligroso que
los legos. Habría podido aclarar mi posición real sobre este problema imitando la observación
cínica aducida en un pasaje de Simplicissimus(207) sobre las mujeres. Uno de los
interlocutores se quejaba de las debilidades y dificultades del bello sexo, a lo cual el otro apuntó:
«Sin embargo, la mujer es lo mejor que tenemos en el género». Admito que mientras no existan
las escuelas que deseamos para la formación de analistas, las personas que posean una
formación médica previa serán el mejor material para crear futuros analistas. Sólo que es lícito
pedirles que no remplacen su formación futura por su formación previa, superen la unilateralidad
favorecida por la enseñanza que reciben en la escuela de medicina y, sin ceder a la tentación
de coquetear con la endocrinología y el sistema nervioso autónomo, traten de asir los hechos
psicológicos mediante representaciones auxiliares psicológicas. De igual modo, comparto la
expectativa de que todos los problemas atinentes a los nexos entre fenómenos psíquicos y sus
bases orgánicas, anatómicas y químicas, sólo podrán ser abordados por personas que hayan
estudiado ambas ramas, vale decir, por analistas médicos. Empero, no debería olvidarse que
eso no lo es todo en el psicoanálisis, y que, en cuanto a su otro costado, nunca podremos
prescindir de la colaboración de personas que posean formación previa en las ciencias del
espíritu. Por razones prácticas -también en nuestras publicaciones-, hemos adoptado el hábito
de separar el análisis médico de las aplicaciones del análisis. Eso no es correcto. En realidad,
la línea fronteriza corre entre el psicoanálisis científico y sus aplicaciones en los ámbitos médico
y no médico.

La más ríspida repulsa al ejercicio del análisis por los legos es sustentada en estas discusiones
por nuestros colegas norteamericanos. No considero superfluo replicarles mediante algunas
puntualizaciones. Difícilmente constituya un abuso del análisis que yo formule esta opinión: la
resistencia de aquellos se reconduce de manera exclusiva a factores prácticos. Ven, en su
país, que los analistas legos cometen muchos desaguisados y abusos con el análisis, con daño

para los pacientes y para la fama del análisis mismo. Es comprensible, entonces, que en su
indignación vayan mucho más allá de esos dañinos e inescrupulosos y pretendan excluir a los
legos de toda participación en el análisis. Pero tal explicación de las cosas basta para restar
valor a su toma de partido. En efecto, no es lícito decidir el problema del análisis ejercido por
legos sobre la sola base de consideraciones prácticas, y las circunstancias locales de
Norteamérica no pueden ser las únicas decisivas para nosotros.

La resolución contra los analistas legos, que nuestros colegas norteamericanos fundan en lo
esencial en motivos prácticos, no me parece práctica, pues es incapaz de modificar uno de los
factores que presiden ese estado de cosas. Acaso tenga el valor de un intento de represión. Si
uno no puede impedir la actividad del analista lego, y si el público no lo apoya a uno en la lucha
contra él, ¿no sería más acorde al fin tomar en cuenta su existencia ofreciéndole oportunidades
de formación, cobrando influencia sobre él y acicateándolo con la posibilidad de obtener la
aprobación del gremio médico y de solicitar colaboración, de suerte que tenga interés en elevar
su nivel ético e intelectual?

Viena, junio de 1927

Apéndice.
El doctor Reik y el
problema del curanderismo
(Carta a Neue Freie
Presse)
(1926)