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lunes, 13 de enero de 2014

Volumen XIX: 2. Una neurosis demoníaca en el siglo XVII (1923 [1922]) 3. Observaciones sobre la teoría y la práctica de la interpretación de los sueños (1923 [1922]) 4. Algunas notas adicionales a la interpretación de los sueños en su conjunto (1925) 5. La organización genital infantil (Una interpolación en la teoría de la sexualidad) (1923) 6. Neurosis y psicosis (1924 [1923]) 7. El problema económico del masoquismo (1924) 8. El sepultamiento del complejo de Edipo (1924)

«Eine Teufelsneurose im siebzehnten Jahrhundert»
Nota introductoria(80)

Introducción

(ver nota)(81)
Las neurosis de la infancia nos han enseñado que en ellas se conoce sin trabajo, a simple vista, mucho de lo que más tarde sólo es posible discernir mediante una investigación exhaustiva. Esperamos algo semejante respecto de las enfermedades neuróticas de siglos anteriores, y así ocurrirá, en efecto, con tal que estemos preparados para reconocerlas bajo rótulos diversos que los de nuestras neurosis de hoy. No nos asombre que las neurosis de esas épocas tempranas se presentaran con una vestidura demonológica, puesto que las de nuestra época apsicológica aparecen con vestidura hipocondríaca, disfrazadas de enfermedades orgánicas. Como es sabido, varios autores, con Charcot a la cabeza han individualizado las formas de manifestación de la tristeza en las figuraciones de la posesión y el arrobamiento que nos ha trasmitido el arte; no habría sido difícil reencontrar los contenidos de la neurosis en las historias de estos enfermos si en esa época se les hubiera prestado más atención.
La teoría demonológica de aquellos tiempos oscuros ganó su pleito a todas las concepciones somáticas del período de la ciencia «exacta». Los casos de posesión corresponden a nuestras neurosis, para cuya explicación hemos vuelto a aducir poderes psíquicos. Los demonios son para nosotros deseos malos, desestimados, retoños de mociones pulsionales rechazadas, reprimidas. Sólo desautorizamos a la Edad Media en su proyección de estos seres anímicos al mundo exterior; para nosotros, ellos nacen en la vida interior de los enfermos, donde moran.
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La historia del pintor Christoph Haizmann

Al amistoso interés del consejero áulico doctor Payer-Thurn, director de la ex Fideikommissbibliothek(82) Imperial de Viena, debo el conocimiento de una de tales neurosis demoníacas del siglo xvii. Payer-Thurn había descubierto en esa biblioteca un manuscrito proveniente del santuario de Mariazell(83) donde se informaba con detalle sobre una redención milagrosa, por la gracia de la Virgen María, de un pacto con el Diablo. Le interesó por la semejanza de su contenido con la saga de Fausto, y ello lo movió a emprender una presentación y elaboración detallada del material. Pero hallando que la persona cuya redención ahí se describe padecía de crisis convulsivas y visiones, acudió a mí en procura de un dictamen médico sobre el caso, Acordamos publicar nuestros trabajos independientemente y por separado. (ver nota)(84) Le expreso aquí mi agradecimiento por su incitación, así como por los múltiples auxilios que me prestó en el estudio del manuscrito.
Esta historia clínica demonológica ofrece efectivamente una valiosa veta que sale a la luz sin mucha interpretación, tal como muchos yacimientos brindan un metal puro que en otros casos es preciso extraer laboriosamente mediante la fundición del mineral.
El manuscrito, que tengo ante mí en copia fiel, se divide en dos partes de naturaleza por entero diversa: el informe redactado en latín por el escribiente o compilador monacal, y un fragmento de diario íntimo escrito en alemán por el paciente mismo. La primera parte contiene el informe preliminar y refiere la curación milagrosa propiamente dicha; en cuanto, a la segunda, acaso no tuviera mayor significación para los Reverendos Padres, pero es tanto más valiosa para nosotros. Contribuye en mucho a afirmar nuestro juicio sobre el caso, que de otro modo sería vacilante, y tenemos buen fundamento para agradecer a aquellos que conservaran un documento que no era favorable a sus opiniones y hasta podía serles adverso.
Pero antes de entrar a considerar la composición de este pequeño manuscrito que lleva por título «Trophaeum Mariano-Cellense», tengo que referir una parte de su contenido, que tomo del informe preliminar.
El 5 de setiembre de 1677, el pintor bávaro Christoph Haizmann(85) fue conducido a la cercana Mariazell con una carta de presentación del párroco de la aldea de Pottenbrunn (Baja Austria). (ver nota)(86) Allí se leía que en el ejercicio de su arte había residido varios meses en Pottenbrunn, en cuya iglesia, el 29 de agosto, fue acometido por terribles convulsiones; y como estas se repitieron en los días siguientes, el Praelectus Dominú Pottenbrunnensis(87) lo examinó para averiguar qué lo oprimía y si no había consentido en tener un comercio ilícito con el Espíritu Maligno. (ver nota)(88) Ante ello confesó que efectivamente, nueve años antes, en una época de desaliento con respecto a su arte y de incertidumbre sobre la posibilidad de procurarse el sustento, había cedido al Demonio, que nueve veces lo había tentado, comprometiéndose por escrito a pertenecerle en cuerpo y alma trascurrido ese lapso. El término del plazo expiraba pronto, el 24 del corriente mes. (ver nota)(89) El desdichado -proseguía la carta- se había arrepentido, y estaba seguro de que sólo la gracia de la Madre de Dios, de la Virgen de Mariazell, podía salvarlo, obligando al Maligno a devolverle ese pacto escrito con sangre. Por esta 'razón el párroco se permitía recomendar a la benevolencia de los Padres de Mariazell «miserum hunc hominem omni auxilio destitutum».(ver nota)(90)
Hasta aquí lo escrito por el párroco de Pottenbrunn, Leopoldus Braun, el 1º de setiembre de 1677.
Ahora puedo proseguir con el análisis del manuscrito. Consta de tres partes, a saber:
  1. Una portada en colores que figura la escena del pacto y la de la redención en la capilla de Mariazell; en la hoja siguiente(91) hay ocho dibujos, también en colores, de las posteriores apariciones del Demonio con breves leyendas en lengua alemana. Estas imágenes no son los originales, sino copias -y copias fieles, según se nos asegura solemnemente- de las pinturas originales de Christoph Haizmann.
  2. El Trophaeum Mariano-Cellense propiamente dicho (en latín), obra de un compilador eclesiástico que firma al final «P. A. E.» y agrega a estas iniciales cuatro líneas en verso que contienen su biografía. El Trophaeum concluye con un testimonio del abad Kilian, de St. Lambert(92), del 9 de setiembre(93) de 1729; con otra letra que la del compilador, corrobora el exacto acuerdo del manuscrito y las imágenes con los del original, conservado en el archivo. No se indica el año -en que se compiló el Trophaeum. Estamos en libertad de suponer que fue el mismo en que el abad Kilian extendió el testimonio, vale decir, 1729; o bien, puesto que 1714 es el último año mencionado en el texto, podemos situar la obra del compilador en algún momento entre 1714 y 1729. El milagro que debía ser preservado del olvido mediante este escrito ocurrió en 1677, o sea, de 37 a 52 años antes.
  3. El diario íntimo del pintor, redactado en alemán, que se extiende desde el momento de su redención en la capilla hasta el 13 de enero del año siguiente, 1678.Se encuentra intercalado en el texto del Trophaeum poco antes del final.
El núcleo del Trophaeum propiamente dicho son dos escritos: la carta de presentación, ya mencionada, del párroco Leopoldus Braun de Pottenbrunn, del 1º de setiembre de 1677, y el informe del abad Franciscus de Mariazell y St. Lambert, donde se describe la curación milagrosa, del 12 de setiembre de 1677, es decir, fechado sólo pocos días después. El redactor
o compilador P. A. E. intervino con una «Introducción» que por así decir refunde aquellos dos documentos; además, agregó algunos párrafos poco importantes que hilvanan las diversas piezas y, en la conclusión, un informe sobre las ulteriores peripecias del pintor, confeccionado
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de acuerdo con una averiguación hecha en 1714. (ver nota)(94)
Por tanto, la prehistoria del pintor se narra tres veces en el Trophaeum: 1) en la carta de presentación del párroco de Pottembrunn; 2) en el informe solemne del abad Franciscus, y 3) en la «Introducción» del redactor. De la comparación de estas tres fuentes surgen algunas incongruencias que no será ocioso considerar.
Ahora puedo continuar con la historia del pintor, Tras pasar largo tiempo entregado a la penitencia y la oración en MariazceIl, el 8 de setiembre, día de la Natividad de María, hacia las doce de la noche, le fue devuelto, por el Diablo que apareció en la Santa Capilla en figura de dragón alado, el pacto escrito con sangre. Más tarde nos enteraremos, para nuestro asombro, de que en la historia del pintor Christoph Haizmann hubo dos pactos con el Diablo: uno anterior, escrito con tinta negra, y uno posterior, escrito con sangre. Entonces, la escena del exorcismo que se nos comunica en los documentos se refiere al segundo pacto, como se ve también por la imagen de la portada.
En este punto podría asaltarnos cierta desconfianza en el testimonio de los sacerdotes, induciéndonos a no perder nuestro tiempo con un producto de la superstición de los monjes. En efecto, se nos relata que muchos sacerdotes, a quienes se menciona por sus nombres, asistieron al exorcizado durante todo el tiempo y también estuvieron presentes cuando se produjo la aparición del Diablo en la capilla. Si se asevera que también ellos vieron cómo el dragón demoníaco entregaba al pintor la cédula de rojos caracteres («Schedam sibi porrigentem conspexisset») (ver nota)(95) estaríamos ante varias posibilidades desagradables, entre las cuales la más benigna sería la de una alucinación colectiva. Pero el texto del testimonio extendido por el abad Franciscus aventa esa desconfianza. De ningún modo afirma que también los sacerdotes asistentes vieran al Diablo, sino que declara, honrada y sobriamente, que el pintor se soltó de pronto de los religiosos que lo sostenían, se precipitó al rincón de la capilla donde veía la aparición y luego regresó con la cédula en la mano. (ver nota)(96)
El milagro era grande; el triunfo de la Santa Madre sobre Satán, indubitable; pero, por desdicha, la curación no fue duradera. Destaquemos de nuevo, en honor de los Padres, que ellos no callaron este hecho. Pasado breve tiempo, el pintor dejó Mariazell en óptimo estado de salud; encaminó sus pasos a Viena, donde se hospedó en casa de una hermana casada. Allí, el 11 de octubre, comenzaron de nuevo los ataques, algunos muy graves, sobre los cuales el diario íntimo nos informa hasta el 13 de enero [de 1678]. Eran visiones, ausencias, en las que veía y vivenciaba las cosas más diversas; estados convulsivos, acompañados por sensaciones de las más dolorosas, tales como, cierta vez, una parálisis de las piernas. Pero en esta ocasión no lo atormentaba el Demonio; eran figuras sagradas quienes lo visitaban: Cristo, la misma Virgen María. Cosa extraña: estas apariciones celestiales, y las puniciones que fulminaban sobre él, no le hacían sufrir menos que el anterior comercio con el Demonio. En su diario íntimo calificó estas nuevas vivencias también como apariciones del Demonio y, cuando regresó a Mariazell en mayo de 1678, se quejó de «maligni Spiritus manifestationes». (ver nota)(97)
Ante los Padres adujo, como motivo para su regreso, que debía demandar al Demonio, además, otro pacto, escrito con tinta.(ver nota)(98)También en esta ocasión, Santa María y los piadosos Padres proveyeron al cumplimiento de su ruego. Pero el informe calla acerca del modo en que ello sucedió. Sólo dice, con pocas palabras: «quá juxta votum redditâ(99)». De nuevo se entregó a la plegaria, y el contrato le fue devuelto. Entonces se sintió completamente liberado, e ingresó en la Orden de la Merced.
Otra vez tenemos ocasión de reconocer que la manifiesta tendencia que guía al trabajo del compilador no lo indujo a desmentir la veracidad exigible de un historial clínico. En efecto, no silencia el resultado de la averiguación que acerca del desenlace del pintor se hizo ante el Superior del convento de los Hermanos de la Merced [en Viena], en 1714. El Reverendo Padre Provincial informa que el Hermano Crisóstomo experimentó aún, repetidas veces, tentaciones del Espíritu Maligno, quien pretendía seducirlo para que firmase un nuevo pacto, si bien es cierto que sólo «cuando había bebido vino con algún exceso»; pero, por la gracia de Dios, siempre le había sido posible rechazarlo. El Hermano Crisóstomo había muerto de fiebre héctica en 1700, «en paz y confortado», en el convento que la Orden tenía en Neustatt, junto al Moldava.

El motivo del pacto con el Diablo

Si consideramos este pacto con el Diablo como historia clínica de una neurosis, nuestro interés apuntará en primer lugar al problema de su motivación, que por cierto se liga estrechamente con el de su ocasionamiento. ¿Por qué se firma, en general, un pacto con el Diablo? Es verdad que el doctor Fausto pregunta, despreciativamente: «¿Qué puedes darme, pobre Diablo?». (ver nota)(100) Pero está equivocado; el Diablo tiene muchísimas cosas para ofrecer a cambio del alma inmortal, cosas harto apreciadas por los hombres: riqueza, seguridad frente a los peligros, poder sobre los seres humanos y sobre las fuerzas de la naturaleza; también artes de encantamiento y, por encima de todo, goce, goce con hermosas mujeres. Y estas prestaciones u obligaciones del Demonio suelen incluso mencionarse expresamente en el contrato. (ver nota)(101) Ahora bien, ¿cuál fue, para Christoph Haizmann, el motivo de su pacto?
Asombrosamente, ninguno de esos deseos tan naturales. Para aventar toda duda, basta recorrer las breves notas que el pintor agrega a sus imágenes de las apariciones del Diablo. Por ejemplo, la referida a la tercera visión dice: «Por tercera vez en un año y medio se me apareció en esta espantosa figura; traía en la mano un libro lleno de hechicerías y magia negra ... ». Pero
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por la leyenda que agrega a una aparición posterior nos enteramos de que el Diablo le hace violentos reproches por haber «quemado su susodicho libro», y lo amenaza con despedazarlo si no se lo devuelve.
En la cuarta aparición le muestra una gran talega amarilla y un gran ducado de oro, prometiéndole que le daría de ello todo cuanto quisiese, «pero yo no acepté tales cosas», puede gloriarse el pintor.
Otra vez le exige que se divierta, que se entretenga. (ver nota)(102) Sobre esto, el pintor anota «lo que por cierto ocurrió, según su anhelo, pero pasados tres días yo no continué, y de nuevo quedé liberado».
Ahora bien, puesto que rechaza artes de hechicería, dinero y goce cuando el Diablo se los ofrece, y por ende no habrían sido condiciones del pacto, sentimos urgencia por saber qué quería realmente este pintor obtener del Demonio cuando le entregó su alma. Porque algún motivo tiene que haber tenido para ceder ante el Diablo.
Y en efecto, el Trophaeum nos da noticia cierta sobre este punto. Había caído en estado de tristeza, no podía -o no quería- trabajar bien, y le preocupaba no poder ganarse el sustento; vale decir: depresión melancólica con inhibición del trabajo y preocupación (justificada) por su futuro. Vemos que efectivamente estamos ante una historia clínica, y nos enteramos también del ocasionamiento de esa enfermedad, que el pintor mismo, en sus notas a las imágenes del Diablo, llama directamente «melancolía» («yo debía recrearme de tal suerte, y ahuyentar la melancolía»). De nuestras tres fuentes, es verdad que la primera, la carta de presentación del párroco, sólo menciona el estado de depresión («dum artis suae progressum emolumentum que secuturum pusillanimis perpenderet»), (ver nota)(103) pero la segunda, el informe del abad Franciscus, sabe nombrar además la fuente de esta pusilanimidad o desazón, pues dice: «acceptâ aliquâ pusillanimitate ex morte parentis(104)», y correspondientemente también en la «Introducción» del compilador leemos esas mismas palabras, aunque traspuestas: «ex morte parentis acceptá aliquá pusíllanimitate». Entonces, su padre había muerto, y a raíz de ello él cayó en un estado de melancolía; luego se le aproximó el Diablo, le preguntó por qué estaba tan consternado y triste, y le prometió «ayudarlo de todas las maneras y tenerlo de su mano». (ver nota)(105)
He ahí, pues, uno que vende su alma al Diablo para liberarse de una depresión. Lo juzgará un excelente motivo, sin duda, quien pueda ponerse en el lugar del que sufre los tormentos de ese estado y sepa, además, cuán poco se las arregla el arte médico para mitigar ese padecimiento. Empero, nadie que haya seguido hasta aquí nuestro relato podría colegir cómo estaba redactado el texto de ese pacto con el Diablo (o, más bien, de los dos pactos; el primero, escrito con tinta, y el segundo, casi un año después, con sangre, y ambos supuestamente conservados todavía en el archivo de Mariazell y comunicados en el Trophaeum).
Esos pactos nos traen dos grandes sorpresas. En primer lugar, no nombran una obligación del Diablo, a cambio de cuya observancia se hipotecase la beatitud eterna, sino sólo una exigencia del Diablo, que el pintor debe cumplir. Nos suena totalmente ilógico, absurdo, que este hombre no trueque su alma por algo que recibiría del Diablo, sino por algo que él debe prestar al Diablo. Pero todavía más asombroso nos suena el texto mismo del pintor.
El primer «syngrapha», escrito con tinta negra, rezaba, lo siguiente:
«Yo, Christoph Haizmann, me suscribo con este Señor: a ser su hijo carnal por 9 años. Año 1669». (ver nota)(106)
El segundo, escrito con sangre, decía:
«Año 1669.
»Christoph Haizmann. Yo me comprometo con este Satán a ser su hijo carnal, y a pertenecerle en el noveno año en cuerpo y alma». (ver nota)(107)
Pero todo asombro se disipa si enderezamos el texto de los pactos entendiendo que en ellos se figura como reclamo del Diablo lo que más bien es su prestación, vale decir, el reclamo del pintor. Entonces ese pacto incomprensible recibiría un sentido recto y podría explicitarse así: El Diablo se obliga a sustituirle al pintor, por nueve años, su padre perdido. Expirado ese plazo, el pintor cae en cuerpo y alma en las garras del Diablo, como es lo usual en estos comercios. El razonamiento del pintor, que motiva su pacto, parece ser, pues, el siguiente: Por la muerte de su padre se le han estropeado su talante y su capacidad de trabajo; si ahora obtiene un sustituto del padre, espera con ello reconquistar lo perdido.
Alguien que devino melancólico por la muerte de su padre, por fuerza lo habrá amado. Pero entonces es muy extraño que a un hombre así se le ocurra la idea de tomar al Diablo como sustituto del amado padre.
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El Diablo como sustituto del padre

Me temo que una crítica sobria no admitirá que nuestra reinterpretación dilucida el sentido del pacto con el Diablo. Nos hará dos tipos de objeciones. En primer lugar, que no sería necesario considerar el pacto como un contrato en que se asentaran las obligaciones de las dos partes. Más bien sólo contendría la obligación del pintor; la del Diablo habría quedado fuera del texto, por así decir «sousentendue» {sobrentendida}. Ahora bien -se afirmará-, el pintor se compromete a dos cosas; la primera, a ser hijo del Diablo durante nueve años, y la segunda, a pertenecerle por completo tras la muerte. Así queda removida una de las bases de nuestro razonamiento.
En segundo lugar, se objetará que no es lícito atribuir un significado especial a la expresión «hijo carnal del Diablo». Acaso era un giro usual que cualquiera podía utilizar, tal como parecen haberlo entendido los Padres. En efecto, ellos no traducen a su latín esa filiación prometida en los pactos; dicen solamente que el pintor«mancipavit» al Maligno, se le entregó como esclavo, aceptó llevar una vida pecaminosa y desmentir a Dios y a la Santísima Trinidad. ¿Por qué habríamos de apartarnos de esta concepción evidente y espontánea? (ver nota)(108) Entonces, las cosas habrían sucedido simplemente así: alguien, presa del martirio y el desconcierto propios de una depresión melancólica, entrega su alma al Diablo, a quien por cierto atribuye el mayor poder terapéutico. También se nos dirá que no vale considerar esa desazón como causada por la muerte del padre, pues habría podido tener otro motivo. Esto suena sensato y racional. Vuelve a alzarse contra el psicoanálisis el reproche de que complica con sofisterías situaciones simples, ve misterios y problemas donde no existen, y lleva a cabo todo esto concediendo desmedido peso a rasgos ínfimos y accesorios que podrían hallarse dondequiera, y sustentando en ellos las más vastas y extrañas conclusiones. En vano argüiríamos que mediante ese rechazo se suprimen tantísimas analogías significativas y se desgarran finos nexos que podríamos pesquisar en este caso. Nuestros contrincantes dirán que tales analogías y nexos no existen, sino que los introducimos con nuestro superfluo ingenio,
Ahora bien, no iniciaré mi réplica con las palabras «Seamos honestos» o «Seamos sinceros», pues uno debe poder serlo siempre sin tener que tomar impulso para ello. Me limitaré a asegurar, con palabras llanas, que yo sé perfectamente que si alguien no cree ya en la justificación del modo psicoanalítico de pensar, tampoco obtendrá esta convicción a partir del caso del pintor Christoph Haizmann del siglo XVII. Por cierto, no es mi propósito usar este caso como medio para probar la validez del psicoanálisis; más bien presupongo al psicoanálisis como válido, y lo empleo para esclarecer la enfermedad demonológica del pintor. justifico mí proceder invocando el éxito de nuestras investigaciones acerca de la naturaleza de las neurosis en general. Con los debidos recaudos, es lícito sostener que hasta los más obtusos entre nuestros contemporáneos y colegas empiezan a entender que sin ayuda del psicoanálisis no es posible alcanzar una comprensión de los estados neuróticos.
«Sólo estas flechas conquistarán a Troya, sólo ellas», confiesa Odiseo en Filoctetes, de Sófocles.
Si es correcto ver en el pacto de nuestro pintor con el Diablo una fantasía neurótica, no hace falta disculparse por emprender su apreciación psicoanalítica. Pequeños indicios poseen también su sentido y valor, muy particularmente cuando se hallan entre las condiciones genéticas de la neurosis. Sin duda, tanto es posible sobrestimarlos como subestimarlos, y es asunto de tacto cuán lejos se vaya en su utilización, Ahora bien, si alguien no cree en el psicoanálisis, y ni siquiera en el Diablo, será asunto suyo lo que haga con el caso del pintor, ya sea que salga a la liza para explicarlo por sus propios medios, o que no halle en él nada que exija explicación.
Volvamos, pues, a lo que hemos supuesto: el Diablo, a quien nuestro pintor entrega su alma, es para él un directo sustituto del padre. Armoniza con esto, a buen seguro, la figura con que se le aparece por primera vez, como un venerable ciudadano entrado en años, de barba entera castaña, capa roja, sombrero negro, la diestra apoyada sobre el bastón, y un perro negro a su
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lado. (ver nota)(109) Después su aparición se vuelve cada vez más espantable, se diría más mitológica: se lo dota de cuernos, garras de águila, alas de murciélago. Y al final, se aparece en la capilla como dragón alado. Más adelante tendremos que volver sobre cierto detalle de su forma corporal.
Suena realmente extraño que se elija al Diablo como sustituto de un padre amado, pero sólo si oímos semejante cosa por primera vez, pues es mucho lo que sabemos capaz de mitigar la sorpresa. En primer lugar, que Dios es un sustituto del padre o, más correctamente, un padre enaltecido; dicho de otro modo: una copia del padre tal como se lo vio y vivenció en la infancia -el individuo en su propia niñez, y el género humano en su prehistoria, como padre de la horda primordial- Después el individuo vio a su padre de otro modo, más pequeño, pero la imagen-representación infantil se conservó, fusionándose con la huella mnémica -heredada- del padre primordial para formar en el individuo la representación de Dios. Sabemos también, por la historia secreta del individuo (según la ha descubierto el análisis), que el vínculo con ese padre fue ambivalente quizá desde el comienzo mismo o, en todo caso, devino tal muy pronto, vale decir, abrazó dos mociones de sentimiento contrapuestas: no sólo de sumisión tierna, sino de desafío hostil. De acuerdo con nuestra concepción, esta misma ambivalencia gobierna el vínculo de la especie humana con su divinidad. A partir del antagonismo no resuelto entre añoranza del padre, por un lado, y angustia y negatividad del hijo, por el otro, hemos explicado importantes caracteres y decisivas peripecias de las religiones.(ver nota)(110)
Acerca del demonio maligno sabemos que es pensado como contraparte de Dios, aunque está muy cerca de Su naturaleza. Por lo demás, su historia no ha sido tan bien investigada como la de Dios, no todas las religiones han incorporado al Espíritu Maligno, el oponente de Dios, y su modelo en la vida individual permanece al principio en la sombra. Pero hay algo seguro: los dioses pueden convertirse en demonios malignos cuando nuevos dioses los suplantan {verdrängen}. Cuando un pueblo es derrotado por otro, no es raro que los dioses destronados de los vencidos se trasmuden en demonios para el pueblo vencedor. El demonio maligno de la creencia cristiana, el Diablo de la Edad Media, era, según la propia mitología cristiana, un ángel caído de naturaleza divina. No hace falta mucha agudeza analítica para colegir que Dios y Demonio fueron originariamente idénticos, una misma figura que más tarde se descompuso en dos, con propiedades contrapuestas. (ver nota)(111) En las épocas primordiales de las religiones, Dios mismo poseía aún todos los rasgos espantables que en lo sucesivo se reunieron en una contraparte de él.
Es el proceso, harto familiar para nosotros, por el cual una representación de contenidos contrarios -ambivalente- se descompone en dos opuestos nítidamente contrastantes. Ahora bien, las contradicciones dentro de la naturaleza originaria de Dios son espejo de la ambivalencia que gobierna el vínculo del individuo con su padre personal. Si el Dios bueno y justo es un sustituto del padre, no cabe asombrarse de que en la creación de Satán haya encontrado expresión también la actitud hostil, que lo odia, lo teme y le promueve querella. Por consiguiente, el padre sería la imagen primordial {Urbild; el prototipo} individual tanto de Dios como del Diablo. Pero entonces las religiones responderían a la repercusión inextinguible del hecho de que el padre primordial primitivo era un ser ilimitadamente malo, menos parecido a Dios que al Diablo.
Sin duda, no es tan fácil pesquisar la huella de la concepción satánica del padre en la vida anímica del individuo. Acaso se logre demostrar que cuando el varoncito dibuja monigotes y caricaturas está escarneciendo a su padre; y cuando personas de ambos sexos se aterrorizan de noche ante ladrones v bandidos, no ofrece dificultad alguna discernir, en estos últimos, escisiones del padre. (ver nota)(112) También los animales que emergen en las zoofobias de los niños son las más de las veces un sustituto del padre, como en la época primordial lo fue el animal totémico. Pero de ordinario no averiguarnos tan claramente como en el caso de nuestro pintor neurótico del siglo xvii que el Diablo es una copia del padre y puede servirle de sustituto. Por eso formulé al comienzo de este trabajo la expectativa de que una historia clínica demonológica acaso nos mostrara como metal puro lo que en las neurosis de una época posterior, que ha dejado de ser supersticiosa pero a cambio de ello se ha vuelto hipocondríaca, tiene que ser decantado mediante un empeñoso trabajo analítico a partir del mineral de las ocurrencias y síntomas.(ver nota)(113)
Es probable que penetrando con mayor hondura en el análisis de la enfermedad de nuestro pintor obtengamos un convencimiento más firme. No es nada insólito que un hombre contraiga por la muerte de su padre una depresión melancólica y una inhibición para el trabajo. Inferiremos que estuvo prendado de ese padre con un amor particularmente intenso, y recordaremos cuán a menudo se presenta como forma neurótica del duelo hasta una melancolía grave. (ver nota)(114)
En eso andaremos acertados, mas no si proseguimos infiriendo que ese vínculo ha sido de mero amor. Al contrario, un duelo por la pérdida del padre se trasmudará en melancolía tanto más fácilmente cuanto más haya estado el vínculo con él bajo el signo de la ambivalencia. Ahora bien, poner de relieve esta última nos sugiere la posibilidad de una degradación del padre como la que se expresa en la neurosis demoníaca del pintor. Si pudiéramos averiguar acerca de Christoph Haizmann tantas cosas como las que llegamos a saber sobre los pacientes que se someten a nuestro análisis, nos resultaría fácil desarrollar su ambivalencia, hacerle recordar los momentos y ocasiones en que tuvo razón para temer y odiar a su padre, pero, sobre todo, descubrir los factores accidentales que se añadieron a los motivos típicos del odio hacia aquel, motivos que arraigan inevitablemente en el vínculo natural padre-hijo. Tal vez se hallaría entonces un esclarecimiento especial de la inhibición para el trabajo, Es posible que el padre se haya opuesto al deseo del hijo de ser pintor; su incapacidad para ejercer ese arte tras la muerte del padre sería entonces, por un lado, expresión de la consabida «obediencia de efecto retardado(115)» y, por otro, al impedirle procurarse el sustento, forzosamente aumentaría su añoranza del padre que ampara frente a las cuitas de la vida. Como obediencia con posterioridad, sería también una exteriorización del remordimiento y un cumplido auto-castigo.
Dado que no podemos emprender semejante análisis con Christoph Haizmann, muerto en 1700, tenemos que limitarnos a destacar aquellos rasgos de su historial clínico que pueden apuntar a las ocasiones típicas de una actitud negativa hacia el padre. Son sólo unos pocos, no muy llamativos, pero harto interesantes.
En primer lugar, el papel del número nueve. El pacto con el Maligno es concertado por nueve años. El informe del párroco de Pottenbrunn, por cierto insospechable, es muy claro al respecto: «pro novem annis Syngraphen scriptam tradidit(116)». Esta carta de presentación, fechada el 1º de setiembre de 1677, sabe indicar también que el plazo expiraría dentro de unos pocos días: «quorum et finis 24 mensis hujus futurus appropinquat(117)». Por tanto, el pacto se
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habría establecido el 24 de setiembre de 1668. (ver nota)(118) Y en ese mismo informe, el número nueve tiene todavía otro uso. «Nonies» -nueve veces- dice el pintor haber resistido las tentaciones del Maligno antes de ceder. Este detalle ya no se menciona en los informes posteriores. «Post annos novem» se dice luego en la atestación del abad, y «ad novem annos» repite el compilador en su extracto, prueba de que ese número no se consideró indiferente.
El número nueve nos resulta harto familiar por las fantasías neuróticas. Es el de los meses de embarazo, y toda vez que se presenta guía nuestra atención hacia una fantasía de gravidez. En el caso de nuestro pintor se trata, es verdad, de nueve años, no de nueve meses, y se nos dirá que el nueve es un número significativo también en otros respectos. Pero quién sabe si el nueve no debe buena parte de su sacralidad a su papel en el embarazo; además, no nos despiste la mudanza de nueve meses en nueve años. Por el sueño conocemos los bruscos virajes que la «actividad mental inconciente» da con los números. (ver nota)(119) Por ejemplo, si en el sueño tropezamos con un cinco, en todos los casos será reconducible a un cinco de la vida de vigilia, pero lo que en la realidad fueron cinco años de diferencia de edad, o una sociedad de cinco personas, en el sueño aparece como cinco billetes de banco o cinco frutas. O sea, el número es conservado, pero su denominador se permuta arbitrariamente según los reclamos de la condensación y el desplazamiento. Por tanto, nueve años en el sueño muy bien pueden corresponder a nueve meses de la realidad. Además, el trabajo del sueño juega todavía de otro modo con los números de la vida despierta, pues con soberana indiferencia no hace caso del cero, no lo trata como a un número. Cinco dólares en el sueño pueden subrogar a cincuenta, quinientos, cinco mil dólares de la realidad. (ver nota)(120)
Otro detalle de las relaciones del pintor con el Diablo nos remite igualmente a la sexualidad. La primera vez ve al Maligno, según consignamos, bajo la figura de un honorable ciudadano. Pero ya la vez siguiente está desnudo, es contrahecho y tiene dos pares de pechos femeninos. (ver nota)(121) Ahora bien, los pechos, ora simples, ora múltiples, no faltan en ninguna de las apariciones siguientes. Sólo en una de ellas muestra el Diablo, además de los pechos, un gran pene rematado en serpiente. Esta insistencia en el carácter sexual femenino, señalado por unos grandes y colgantes pechos (en ninguna parte se encuentra una alusión a los genitales femeninos), se nos presentará como una llamativa contradicción a lo que hemos supuesto: que el Diablo significa para nuestro pintor un sustituto del padre. Además, en sí y por sí, semejante figuración del Diablo es insólita. Allí donde el Diablo es un concepto colectivo, y por tanto existen muchos demonios, nada tiene de extraña la figuración de diablos femeninos; pero no me parece que a un Diablo que es una gran individualidad, el Señor del Infierno y el contradictor de Dios, se lo pueda figurar si no es como macho, y aun hipermacho: con cuernos, cola y una gran serpiente-pene.
A partir de estos dos pequeños indicios puede colegirse, empero, el factor típico que condiciona el aspecto negativo de su vínculo con el padre. Aquello contra lo cual se revuelve es la actitud femenina hacia el padre, que culmina en la fantasía de parirle un hijo (nueve años). Tenemos noticia precisa de esta resistencia por nuestros análisis, donde cobra formas muy asombrosas en la trasferencia y nos da mucho que hacer. Con el duelo por el padre perdido, con el acrecentamiento de su añoranza de él, se reactivó en nuestro pintor también la fantasía de embarazo, hacía tiempo reprimida, de la cual se ve forzado a defenderse mediante una neurosis y una degradación del padre.
Pero, ¿por qué el padre, rebajado a Diablo, lleva en sí la marca corporal de la mujer? Este rasgo parece de interpretación difícil al principio, pero pronto se obtienen dos explicaciones que rivalizan entre sí sin excluirse. La actitud femenina hacia el padre cayó bajo la represión al comprender el varoncito que la competencia con la mujer por el amor del padre tenía como condición resignar su propio genital masculino, o sea, la castración. La desautorización de la actitud femenina es, por tanto, la consecuencia de la revuelta frente a la castración; por regla general encuentra su expresión más intensa en la fantasía opuesta, la de castrar al padre mismo, hacerlo mujer. Los pechos del Diablo corresponderían entonces a una proyección de la propia feminidad al sustituto del padre. La otra explicación de este ornamento del cuerpo del Diablo ya no tiene un sentido hostil, sino tierno: discierne en esta figura un indicio de que la ternura infantil ha sido desplazada de la madre al padre, y así apunta a una intensa fijación anterior a la madre, que, a su vez, es responsable de una parte de la hostilidad hacia el padre. Los grandes pechos son los signos sexuales positivos de la madre, aun en una época en que el niño todavía ignora el carácter negativo de la mujer, la falta de pene. (ver nota)(122)
Si la renuencia a aceptar la castración imposibilita a nuestro pintor tramitar su añoranza del padre, es bien comprensible que se vuelva a la imagen, de la madre en busca de ayuda y salvación. Por eso declara que sólo la Santa Madre de Dios de Mariazell puede salvarlo del pacto con el Diablo, y recupera su libertad el día del Natalicio de la Madre (8 de setiembre). Nunca averiguaremos, desde luego, si el día en que se estableció el pacto, el 24 de setiembre, no fue también señalado parecidamente.
De lo que el psicoanálisis ha pesquisado en la vida anímica del niño, nada sonará tan chocante e increíble al adulto normal como la actitud femenina hacia el padre y la fantasía de embarazo del varoncito, que es su consecuencia. Sólo ahora, después que el Senatspräsident(123) de Sajonia, Daniel Paul Schreber, nos ha dado a conocer la historia de su enfermedad psicótica y de su amplía curacíón(124), podemos hablar de ella sin temor y sin que precisemos disculparnos. Por esta inapreciable publicación nos enteramos de que el señor Senatspräsident, a la edad de cincuenta años más o menos, obtuvo la segura convicción de que Dios quien, por lo demás, llevaba impresos nítidos rasgos de su padre, el meritorio médico doctor Schreber- había resuelto quitarle la virilidad, usarlo como mujer y engendrar en él seres humanos nuevos, de espíritu schreberiano. (ver nota)(125) (No había tenido hijos en su matrimonio.) Por su renuencia frente a ese propósito de Dios, que se le antojó injusto en grado sumo y «contrario al orden del mundo», contrajo una enfermedad que presentaba las manifestaciones de una paranoia, pero involucionó en el curso de los años hasta dejarle como secuela un mínimo resto. Es claro que el inteligente autor de su propio historial clínico no podía sospechar que había descubierto en él mismo un factor patógeno típico.
Alfred Adler ha arrancado de sus nexos orgánicos esta renuencia frente a la castración o a la actitud femenina, relacionándola mediante vínculos triviales o falsos con el afán de poderío y presentándola, como si fuera una cosa independiente, bajo el nombre de «protesta masculina». Puesto que nunca puede producirse una neurosis si no es por el conflicto entre dos aspiraciones, siempre estará justificado ver en la protesta masculina, lo mismo que en la actitud femenina contra la cual se protesta, la causación de «todas» las neurosis. Es cierto que esta protesta masculina participa regularmente en la formación del carácter (con una cuota muy alta en muchos tipos) y, además, nos sale al paso como resistencia vigorosa en el análisis de varones neuróticos. El psicoanálisis aprecia la protesta masculina en conexión con el complejo
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de castración, pero sin poder sustentar su omnipotencia ni su omnipresencia en las neurosis. Entre los enfermos que han acudido a mi tratamiento, el caso más marcado de protesta masculina en todas sus reacciones manifiestas y rasgos de carácter necesitaba de ellos a causa de una neurosis obsesiva cuyos síntomas eran la nítida expresión de un conflicto no resuelto entre actitud masculina y femenina (angustia de castración y placer de castración). Además, el paciente había desarrollado fantasías masoquistas que tenían por exclusivo fundamento el deseo de aceptar la castración, y aun había avanzado, desde estas fantasías, hasta la satisfacción real en situaciones perversas. La totalidad de su estado descansaba -como la teoría de Adler misma- en la represión, la desmentida de fijaciones de amor de la primera infancia. (ver nota)(126)
El Senatspräsident Schreber halló su curación cuando resolvió resignar la resistencia a la castración y avenirse al papel femenino que Dios le destinaba. Se volvió entonces sereno y reposado, logró que lo dieran de alta en el sanatorio y llevó una vida normal salvo en un punto, a saber, que diariamente consagraba unas horas al cuidado de su feminidad, de cuyos paulatinos progresos hasta la meta determinada por Dios seguía convencido.

Los dos pactos

Un singular detalle en la historia de nuestro pintor es la indicación de que entregó su alma al Diablo en dos ocasiones diferentes.
El primer pacto, escrito con tinta negra, tenía este texto:
«Yo, Christoph Haizmann, me suscribo con este Señor: a ser su hijo carnal por 9 años».
El segundo, escrito con sangre, decía:
«Christoph Haizmann. Yo me comprometo con este Satán a ser su hijo carnal, y a pertenecerle en el noveno año en cuerpo y alma».
Para la época en que se redactó el Trophaeum, se nos informa, el original de ambos pactos se encontraba en el archivo de Mariazell, y ambos estaban fechados el mismo año: 1669.
Ya los he mencionado varias veces, y ahora paso a ocuparme de ellos más a fondo, si bien aquí parece particularmente serio el peligro de sobrestimar nimiedades.
Es un hecho insólito entregar su alma al Diablo dos veces, de suerte que el primer pacto sea sustituido por el segundo, pero sin perder su validez por eso. Quizás otros, más familiarizados con asuntos demonológicos, no se extrañen tanto. Para mí, ello daba una característica particular a nuestro caso, y mi desconfianza se despertó cuando hallé que en este punto, justamente, los informes no concordaban. La persecución de esas contradicciones nos conducirá de manera inesperada a una comprensión más profunda del historial clínico
La carta de presentación del párroco de Pottenbrunn indica las circunstancias del caso de la manera más simple y clara. Sólo habla de un pacto que el pintor habría firmado nueve años antes con sangre y expiraría en los próximos días, el 24 de setiembre [de 16771; por tanto, se habría firmado el 24 de setiembre de 1668; por desdicha, no se menciona expresamente ese año, que no obstante se infiere con certeza.
El informe del abad Franciscus, fechado, como sabemos, pocos días después (el 12 de setiembre de 1677), menciona ya un estado de cosas más complicado. Cabe suponer que entretanto el pintor proporcionó comunicaciones más exactas. En ese testimonio se refiere que firmó dos pactos, uno en 1668 (tal como debería ser de acuerdo con la carta de presentación), escrito con tinta negra, pero el otro, «sequenti anno(127) 1669», escrito con sangre. El pacto que le fue devuelto el día de la Natividad de María [el 8 de setiembre] fue el escrito con sangre, vale decir, el posterior, acordado en 1669. Esto no surge del informe del abad, que continúa diciendo simplemente: «schedam redderet» y «schedam sibi porrigentem conspexisset(128)», como si pudiera tratarse de un único escrito. Pero se lo infiere con certeza del curso ulterior de la historia, así como de la portada en colores del Trophaeum, donde se ve claramente un escrito rojo sobre la cédula que el dragón demoníaco sostiene. Y el curso ulterior, según ya consignamos, es que el pintor regresó a Mariazell en mayo de 1678, tras experimentar en Viena nuevas tentaciones del Maligno, e impetró un renovado acto de gracia de la Santa Madre: que le devolviera también el primer documento, escrito con tinta. El modo en que esto aconteció ya no nos es descrito con tantos detalles como la primera vez. Se dice sólo «quâ juxta votum redditâ(129)», y en otro pasaje el compilador cuenta que justamente ese pacto, « . . in globum convolutam et in quatuor partes dilaceratam(130)», le fue arrojado al pintor por el Diablo a la hora novena de la noche del 9 de mayo de 1678.
Ahora bien, ambos pactos llevan la misma fecha: Año 1669. O esta contradicción no significa nada, o nos pone sobre la pista que señalo en lo que sigue.
Si partimos de la exposición del abad, por ser la más detallada, tropezamos con numerosas dificultades. Cuando Christoph Haizmann hizo saber al párroco de Pottenbrunn que estaba apremiado por el Diablo y el plazo expiraba pronto, sólo puede haber tenido en mente el pacto signado en 1668, vale decir, el primero, en negro (que por otra parte es mencionado como único en la carta de presentación, y caracterizado como de sangre). Pocos días después, en Mariazell, sólo se cuida de recuperar el posterior, escrito con sangre, que todavía no llegaba a
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su vencimiento (1669-1677), y deja que el primero expire. Sólo en 1678, o sea, al décimo año, impetra la devolución de este. Además, ¿por qué los dos pactos están fechados en el mismo año 1669, cuando a uno se le adjudica expresamente «anno subsequenti»? (ver nota)(131)
El compilador sin duda percibió estas dificultades, pues hace un intento de salvarlas. En su «Introducción» retoma la exposición del abad, pero la modifica en un punto. Dice que el pintor entregó su alma al Diablo en 1669, con tinta, pero después («deinde vero») con sangre. Por tanto, pasa por alto la indicación expresa de los dos informes, a saber, que uno de los pactos se acordó en 1668, y descuida la puntualización contenida en el testimonio del abad, según el cual entre ambos pactos cambió el año; lo hace para mantenerse de acuerdo con la datación de las dos cédulas devueltas por el Diablo.
En el testimonio del abad se encuentra, tras las palabras «sequenti vero anno 1669», un pasaje encerrado entre paréntesis, que dice: «sumitur hic alter annus pro nondum completo, uti saepe in loquendo fieri solet, nam eundem annum indicant Syngraphae, quarum atramento scripta ante praesentem attestationem nondum habita fuit». (ver nota)(132) Este pasaje es indudablemente una intercalación del compilador, pues el abad, que sólo ha visto un pacto, no podría sostener que los dos llevan la misma fecha. Además, los paréntesis están destinados a señalar que es un agregado ajeno al testimonio. (ver nota)(133) Contiene otro intento del compilador por conciliar las contradicciones existentes. Opina que sin duda era cierto que el primer pacto se firmó en 1668, pero como el año ya estaba avanzado (setiembre), el pintor lo posdató a fin de que ambos pactos pudieran exhibir como fecha el mismo año. Su argumento de que se lo suele hacer a menudo en la conversación condena, sin duda, todo este intento explicativo como un «subterfugio».
Pues bien; no sé si mi exposición ha hecho alguna impresión sobre el lector, ni si lo ha puesto en estado de interesarse por estas nimiedades. Yo hallaba imposible establecer de manera indubitable la correcta relación de las cosas, pero a raíz del estudio de este engorroso asunto llegué a una conjetura que tiene la ventaja de suponer el proceso más natural, aunque los testimonios escritos no se le adecuen por entero.
Opino que cuando el pintor llegó la primera vez a Mariazell habló sólo de un pacto formal, escrito con sangre, que pronto expiraría; vale decir, un pacto firmado en setiembre de 1668, tal como lo comunica el párroco en su carta de presentación. Además, en Mariazell mostró este pacto escrito con sangre como aquel que el Demonio le devolvió bajo la coacción de la Santa Madre. Sabemos lo que ocurrió después. El pintor abandonó al poco tiempo el santuario y, se encaminó a Viena, donde se sintió liberado hasta mediados de octubre. Pero entonces comenzaron padecimientos y apariciones en los que vio de nuevo la obra del Espíritu Maligno. Sintió la necesidad de ser redimido otra vez, pero se encontró con que le era indispensable esclarecer por qué el exorcismo en la Santa Capilla no le había traído una redención duradera. Como reincidente sin remedio, no lo habrían recibido bien en Mariazell. En este aprieto inventó un pacto anterior, un primer pacto, pero que debía haberse escrito con tinta para que pudiera parecer verosímil su relegación respecto de uno posterior, escrito con sangre. De regreso en Mariazell, se hizo devolver también este otro pacto, presuntamente el primero. Después obtuvo la paz frente al Maligno; es verdad que al mismo tiempo hizo otra cosa que nos remitirá al trasfondo de esta neurosis.
En cuanto a los dibujos, seguramente los realizó durante su segunda estadía en Mariazell; la portada, compuesta como algo unitario, contiene la figuración de ambas escenas de pacto con el Diablo. No cabe duda de que el intento de armonizar sus nuevas declaraciones con las anteriores lo sumió en perplejidades. Estaba en una situación desfavorable: sólo podía inventar un pacto anterior, no uno posterior. No pudo evitar así el torpe resultado de haberse liberado demasiado temprano del pacto de sangre (al octavo año), y demasiado tarde del otro, el escrito con tinta (al décimo año). Como indicio que traicionaba su doble redacción, le sucedió equivocarse en la datación de los pactos y adjudicar también al primero la fecha «1669». Este error tiene el significado de una sinceridad involuntaria; nos deja colegir que el pacto supuestamente anterior fue establecido en fecha posterior. El compilador, quien sin duda no emprendió la elaboración del material antes de 1714, y quizá sólo en 1729, tuvo que empeñarse en salvar como pudiera estas contradicciones, que no eran triviales. Puesto que los dos pactos que tenía frente a sí llevaban la fecha «1669», echó mano del expediente que intercaló en el testimonio del abad.
Con facilidad se discierne dónde han de situarse los puntos débiles de esta construcción, en lo demás seductora. La mención de dos pactos, uno escrito con tinta negra y el otro con sangre, se encuentra ya en el testimonio del abad Franciscus. Estoy, pues, frente a una opción: o suponer que el compilador, en conexión estrecha con su intercalación, alteró también algo en ese testimonio, o confesar que no puedo resolver el embrollo. (ver nota)(134)
Ha tiempo que toda la discusión habrá parecido ociosa al lector, así como nimios los detalles considerados. Pero el asunto cobra un nuevo interés si uno lo prosigue en una determinada dirección.
Acabo de decir que el pintor, sorprendido desagradablemente por la continuación de su enfermedad, inventó un pacto anterior (el escrito con tinta) a fin de poder sostener su posición frente a los Padres de Mariazell. Ahora bien, yo escribo para lectores que por cierto creen en el psicoanálisis, pero no en el Diablo, y ellos podrían señalarme que sería disparatado hacer tal reproche al pobre diablo de pintor -«hunc miserum» dice de él la carta de presentación-. El pacto con sangre había sido tan fantaseado como el supuestamente anterior, escrito con tinta. En realidad, nunca se le apareció Diablo alguno, todo el pacto con el Diablo existía solamente en su fantasía. Bien lo veo; uno no puede privar a este infeliz del derecho de completar su fantasía originaria con una nueva cuando las mudadas circunstancias parecieron exigirlo.
Empero, la cuestión no termina aquí. Los dos pactos de ningún modo son fantasías, como las visiones del Diablo; eran documentos que, según las aseveraciones del copista y el posterior testimonio del abad Kilian, se conservaban en el archivo de Mariazell, visibles y palpables para todos. Estamos entonces frente a un dilema. 0 tenemos que suponer que el pintor fraguó a su conveniencia las dos cédulas que presuntamente le fueron devueltas por la Gracia Divina, o tenemos que rehusar credibilidad a los Padres de Mariazell y St. Lambert, a pesar de todas sus solemnes aseveraciones, corroboraciones por testigos con imposición de sellos, etc. Confieso que no me es fácil sospechar de los Padres. Es verdad que me inclino a suponer que el compilador ha falseado algo en el testimonio del primer abad, en aras de la concordancia; pero esta «elaboración secundaria» no va mucho más allá de parecidas operaciones que realizan aun historiadores modernos y profanos, y en todo caso se produjo de buena fe. En otros sentidos, los Padres se han conquistado un fundado derecho a nuestra confianza. Ya dije que
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nada les habría impedido suprimir los informes sobre el carácter incompleto de la curación; y aun la descripción de la escena del exorcismo en la capilla, que se podría haber mirado con algún temor, es sobria y digna de crédito. Por tanto, no resta más alternativa que inculpar al pintor. Sin duda llevaba consigo el pacto escrito en rojo cuando se entregó a la oración de penitencia en la capilla, y después lo sacó a relucir cuando tras su encuentro con el Demonio volvió junto a sus asistentes espirituales. Por otra parte, no necesariamente sería la misma cédula que después se conservó en el archivo, sino que, de acuerdo con nuestra construcción, acaso llevaba la fecha «1668» (nueve años antes del conjuro).

El curso posterior de la neurosis

¡Pero entonces esto sería un fraude y no una neurosis, y el pintor, un simulador y falsario, no un enfermo poseso!
Ahora bien, como se sabe, hay fluidos pasajes entre neurosis y simulación. Y además, no hallo dificultad alguna en suponer que el pintor escribió esa cédula, así como la posterior, en un estado particular, equiparable al de sus visiones, guardándosela luego. Por otra parte, no podía hacer otra cosa si quería escenificar la fantasía del pacto con el Diablo y de la redención.
En cambio, el diario íntimo que entregó a los sacerdotes en su segunda estadía en Mariazell lleva el sello de la veracidad. Nos permite echar una profunda mirada en la motivación de la neurosis; digamos mejor: en su aprovechamiento.
Los apuntes van desde su exitoso exorcismo hasta el 13(135) de enero del siguiente año, de 1678. Hasta el 11 de octubre se sintió muy bien en Viena, donde residía en casa de una hermana casada; pero luego recomenzaron las visiones y convulsiones, estados de inconciencia y sensaciones dolorosas, que lo movieron a regresar a Mariazell en mayo de 1678.
El nuevo historial de padecimientos se articula en tres fases. Primero, la tentación se anuncia en la figura de un caballero ricamente vestido, quien trata de persuadirlo para que tire la cédula que atestigua su ingreso en la Orden Sagrada de Rosenkranz. (ver nota)(136) Como él se resistió, la misma aparición se repitió al día siguiente, pero esta vez en una sala lujosamente adornada donde distinguidos señores danzaban con hermosas damas. El mismo caballero que ya lo había tentado una vez le hizo una propuesta referida a la pintura(137), y le prometió a cambio una buena porción de dinero. Después que hizo desaparecer esta visión mediante oraciones, ella se repitió unos días más tarde en forma todavía más acuciante. Esta vez, el caballero le envió una de las señoras más hermosas entre las que estaban sentadas a la mesa del convite, para que trabase relación con él; le costó mucho defenderse de la seductora. Pero la visión más terrible fue la que siguió poco después, de una sala aún más rica, donde se alzaba «un trono de oro macizo». En derredor había caballeros, y esperaban la venida de su rey. La misma persona que ya tantas veces se ocupara de él marchó hacia donde estaba y le pidió que subiera al trono, pues ellos «querían tenerlo por su rey y honrarlo por toda la eternidad». Con este desenfreno de su fantasía se cierra la primera fase, bien trasparente, de su historia de tentación.
Ahora no podía menos que producirse un efecto contrario. La reacción ascética levantó su cabeza. El 20 de octubre se le apareció una gran luz; de ella partió una voz que se le dio a conocer como Cristo, y le pidió que renunciara a este mundo pecaminoso y sirviera a Dios durante seis años en un erial. El pintor, evidentemente, sufrió más con estas sagradas apariciones que antes, con las demoníacas. De este ataque despertó solamente trascurridas dos horas y media. En la visión siguiente, la sagrada Persona envuelta en luz se le mostró mucho más inamistosa, lo amenazó por no haber aceptado la propuesta divina, y lo llevó al Infierno a fin de que cobrase espanto ante la suerte de los condenados. Pero sin duda tampoco esto surtió efecto, pues las apariciones de la Persona envuelta en luz, que debía de ser Cristo, se repitieron aún muchas veces, y cada una de ellas con estados de ausencia y de trasporte más prolongados para el pintor. En el más grandioso de esos trasportes, la Persona envuelta en luz lo llevó primero a una ciudad en cuyas calles los hombres entregábanse a todos los actos de las tinieblas, y luego, por oposición, a una bella colina donde anacoretas llevaban una vida grata a Dios y recibían pruebas palpables de la Gracia y la Providencia Divinas. Luego, en lugar de Cristo, se le apareció la propia Madre de Dios, quien, invocando el auxilio que antes le había prestado, lo amonestó para que obedeciese la orden de su Hijo amado. «Como no podía resolverse a ello», Cristo regresó al día siguiente y lo hizo entrar en razones con amenazas y promesas. Entonces cedió por fin, se resolvió a apartarse de esta vida y hacer lo que se le había exigido. Con esta decisión termina la segunda fase. El pintor deja constancia de que a partir de ese momento no tuvo ninguna otra aparición ni tentación.
No obstante, tal decisión no habrá sido muy firme, o su ejecución se dilató mucho, pues cuando el 26 de diciembre cumplía sus devociones en St. Stephan, viendo a una gallarda doncella que iba acompañada por un señor bien entrazado no consiguió ahuyentar de sí la idea de que él podría estar en el lugar de ese señor. El condigno castigo, al anochecer de ese mismo día, lo alcanzó como un rayo; se vio envuelto en llamas refulgentes y cayó desmayado. Se hicieron esfuerzos para que recobrase el sentido, pero él dio en rodar por la habitación hasta sangrar de nariz y boca; sintió que se encontraba calenturiento y apestaba, y oyó decir a una voz que ese estado le había sido enviado como castigo por sus pensamientos viciosos y fatuos. Más tarde, unos malos espíritus lo azotaron con vergajos y le advirtieron que todos los días lo martirizarían de igual modo hasta que se decidiese a ingresar en la orden de los anacoretas. Estas vivencias prosiguen hasta donde llegan los apuntes (13 de enero).
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Vemos, pues, cómo en nuestro pobre pintor las fantasías de tentación son relevadas por las ascéticas y, últimamente, por fantasías de castigo; ya conocemos el fin de su historial de padecimientos. En mayo se dirige a Mariazell, expone ahí la historia de un pacto anterior, escrito con tinta negra, que manifiestamente lo condena a seguir acosado por el Diablo; también este pacto le es devuelto y queda curado.
Durante esta segunda estadía pinta las imágenes que se reproducen en el Trophaeum, pero luego hace algo que coincide con la exigencia de la fase ascética de su diario íntimo. Por cierto que no marcha a los críales para hacerse anacoreta, pero ingresa en la Orden de los Hermanos de la Merced: «religiosus lactus est».
La lectura del diario íntimo nos permite entender una nueva pieza de la trama. Recordamos que el pintor entregó su alma al Diablo porque tras la muerte de su padre, presa de desazón e incapaz de trabajar, temió no poder procurarse el sustento. Estos factores -depresión, inhibición para el trabajo y duelo por el padre- se enlazan de algún modo, más simple o más complejo. Acaso las apariciones del Diablo fueron tan abundantemente dotadas de pechos porque el Maligno debía ser su padre nutricio. Pero la esperanza no se cumplió, le siguió yendo mal, no podía trabajar regularmente, o bien no tenía suerte y no conseguía trabajo suficiente. La carta de presentación del párroco lo menciona como «hunc miserum omni auxilio destitutum». Por tanto, no sólo estaba en aprietos morales, sino en una situación de apremio material. En el relato de sus visiones posteriores [en su diario íntimo] se encuentran observaciones dispersas que, como los contenidos de las escenas vistas, demuestran que las cosas no cambiaron ni aun tras el éxito del primer exorcismo. Tomamos conocimiento de un hombre a quien nada le sale bien, y a quien por eso no se le confía nada. En la primera visión, el caballero le pregunta qué pensaba en verdad hacer, pues nadie lo ayudaba («qué pensaba hacer yo, pues todo el mundo me había abandonado») . La primera serie de visiones en Viena guarda perfecta correspondencia con las fantasías de deseo del pobre, del ávido de goces, del destituido de todo: salas principescas, bienestar, vajilla de plata y mujeres hermosas; aquí se compensa lo que echamos de menos en la relación con el Diablo. Es que entonces sufría una melancolía que lo hacía incapaz de goce y le ordenaba renunciar a las demandas más tentadoras. Tras el exorcismo, la melancolía parece superada, todas las concupiscencias del frágil mortal se excitan de nuevo.
En una de las visiones ascéticas se queja a la Persona que lo conduce (Cristo) de que nadie quiere creerle, por lo cual no podrá llevar a cabo lo que se le ordena. La respuesta que recibe permanece oscura para nosotros, por desdicha («si no me creen, lo que sin duda ocurrirá, lo sé bien, aunque me resulta imposible expresarlo»). Pero particularmente instructivo es lo que su Guía Divino le hace vívenciar entre los anacoretas. Llega a una cueva donde un anciano está sentado desde hace ya sesenta años, y al preguntarle se entera de que el anciano es alimentado diariamente por los ángeles de Dios. Y entonces él mismo ve cómo un ángel le trae de comer: «tres fuentes con manjares, un pan y una albóndiga, y bebida». Después que el anacoreta hubo comido, el ángel recoge todo y se lo lleva. Comprendemos la clase de tentación que las visiones piadosas tienen para ofrecerle: quieren moverle a escoger una formo. de existencia que lo eximirá de toda preocupación por el diario sustento. Dignas de nota son también las palabras de Cristo en la última visión. Tras la amenaza de que si no obedece sucederá algo que obligará a él y a la gente a creer [en eso(138)], Cristo le hace una admonición directa: «No debo hacer caso de la gente, aunque sea perseguido por ella o no reciba auxilio ninguno de ella; Dios no me abandonará».
Christoph Haizmann era demasiado artista y criatura del mundo para que le resultara fácil abandonar este dulce mundo. Pero finalmente lo hace por miramiento a su desvalida situación. Ingresa en una orden religiosa; así puso término a su lucha interna y a su apremio material. En su neurosis, este desenlace se refleja en el hecho de que la devolución de un presunto primer pacto con el Diablo elimina sus ataques y visiones. En verdad, los dos segmentos de su enfermedad demonológica habían tenido el mismo sentido. Nunca quiso otra cosa que asegurar su vida; la primera vez, con ayuda del Diablo y a expensas de su bienaventuranza, y cuando aquella fracasó y hubo de ser resignada, con ayuda del estado sacerdotal a expensas de su libertad y de la mayor parte de las posibilidades de goce que ofrece la vida. Acaso el propio Christoph Haizmann no era más que un pobre diablo sin suerte, acaso era torpe o poco dotado para mantenerse a sí mismo, y se contaba entre aquellos tipos notorios como «eternos lactantes», que no pueden desasirse de la situación beatífica junto al pecho materno y durante toda la vida se aferran a la pretensión de ser nutridos por algún otro. Y así, a lo largo de este historial clínico, recorrió el camino que arranca del padre, pasando por el Diablo como sustituto de él, hasta llegar al Padre piadoso.
Ante una consideración superficial, su neurosis aparece como un escamoteo que encubre un fragmento de la sería pero vulgar lucha por la vida. Las cosas no son por cierto siempre así, pero no es raro que suceda. Los analistas a menudo vivencian cuán desventajoso es tratar a un comerciante que «sano en todo lo demás, desde hace algún tiempo presenta las manifestaciones de una neurosis». La catástrofe comercial por la que se siente amenazado arroja como efecto colateral esta neurosis, que por otra parte le ofrece la ventaja de poder ocultar, tras sus síntomas, sus reales preocupaciones de vida. Lástima que sea totalmente inadecuada al fin, pues concita fuerzas que hallarían ventajosa aplicación en el manejo prudente de la situación de peligro.
En un número mucho mayor de casos, la neurosis es más autónoma e independiente de los intereses de la conservación y afirmación de la vida. En el conflicto que la engendra están en juego, o bien intereses puramente libidinosos, o bien intereses libidinosos en estrecha conexión con los de la conservación de la vida. El dinamismo de la neurosis es en los tres casos el mismo. Una estasis libidinal no susceptible de satisfacción real se procura, con ayuda de la regresión a fijaciones antiguas, un drenaje a través de lo inconciente reprimido. El yo del enfermo da paso a la neurosis -cuyo carácter económicamente perjudicial no ofrece ninguna duda- mientras pueda extraer de este proceso una ganancia de enfermedad.
Ni siquiera la mala situación de vida en que se encontraba nuestro pintor le habría provocado una neurosis demoníaca si su apremio no hubiera reforzado su añoranza por el padre. Pero tras deshacerse de la melancolía y del Diablo, le sobrevino todavía la lucha entre el gusto libidinoso por la vida y la intelección de que el interés de la autoconservación le exigía renuncia y ascetismo. Es interesante que el pintor sintiera muy bien el carácter unitario de las dos piezas de su historial de padecimientos, pues a ambas las reconduce a pactos que habría establecido con el Diablo. Por otra parte, no distingue con nitidez entre las injerencias del Espíritu Maligno y las de los poderes divinos; tiene para ambas una sola designación: apariciones del Diablo.
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«Bernerkungen zur Theorie und Praxis der Traumdeutung»
Nota introductoria(139)
La circunstancia fortuita de que las últimas ediciones de La interpretación de los sueños (1900a(140)) se hayan impreso por el método de planchas estereotípicas me mueve a publicar por separado las siguientes puntualizaciones, que de lo contrario se habrían ubicado como modificaciones o intercalaciones del texto.
Para la interpretación de un sueño en el análisis cabe optar entre diferentes procedimientos técnicos. (ver nota)(141)
Uno puede: a) proceder cronológicamente, y hacer que el soñante produzca sus ocurrencias sobre los elementos del sueño en la secuencia en que estos se presentaron en el relato del sueño. Este es el procedimiento originario, clásico, y sigo considerándolo el mejor cuando uno analiza sus propios sueños.
O uno puede: b) iniciar el trabajo de interpretación por un elemento destacado del sueño, que se extrae de él; verbigracia, por su fragmento más llamativo o el que posee la máxima nitidez o intensidad sensible, o tomando un dicho que está contenido en el sueño y que, según se espera, ha de llevar al recuerdo de un dicho de la vida de vigilia.
Uno puede: c) prescindir al comienzo por completo del contenido manifiesto, y a cambio inquirir al soñante por los acontecimientos de la víspera que se vinculan en su asociación con el sueño relatado.
Por último, cuando el soñante ya está familiarizado con la técnica de la interpretación, se puede: d) renunciar a todo precepto y dejar a su criterio escoger las ocurrencias acerca del sueño con las que comenzará.
No puedo aseverar que una u otra de estas técnicas sea preferible y ofrezca en todos los casos resultados mejores.
II
De significación incomparablemente mayor es la circunstancia de que el trabajo interpretativo proceda con una alta o una baja presión de resistencia, acerca de lo cual el analista no quedará en duda por mucho tiempo. Si la presión es alta, quizá se llegue a averiguar las cosas de que el sueño trata, pero no se colige lo que enuncia acerca de esas cosas. Es como si uno escuchara una conversación lejana o mantenida en voz baja. En tales circunstancias uno se dice que no cabe esperar mucho de un trabajo en común con el soñante, se resuelve a no tomarse demasiado trabajo ni proporcionarle excesiva ayuda, y se contenta con proponerle algunas traducciones de símbolos que parezcan verosímiles.
En análisis difíciles, la mayoría de los sueños son de esa índole; no es mucho entonces lo que pueden enseñarnos acerca de la naturaleza y el mecanismo de la formación onírica, pero menos aún proporcionarán informaciones para responder el problema acuciante, a saber, dónde se oculta el cumplimiento de deseo del sueño.
En el caso de una presión de resistencia extremadamente alta, ocurre el fenómeno de que la asociación del soñante se extiende a lo ancho, en vez de ir hacia lo profundo. En lugar de las deseadas asociaciones sobre el sueño relatado, salen a luz nuevos fragmentos oníricos, que a su vez quedan faltos de asociación. Sólo cuando la resistencia se mantiene dentro de límites
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moderados se presenta el cuadro familiar del trabajo interpretativo, a saber, que las asociaciones del soñante primero divergen mucho de los elementos manifiestos, de suerte que se rozan gran número de temas y círculos de representación, hasta que después una segunda serie de asociaciones converge desde ahí, con rapidez, hacia los pensamientos oníricos buscados. Justamente, ese es el caso en que se vuelve posible el trabajo en colaboración del analista con el soñante; cuando la presión de resistencia es alta, ni siquiera sería oportuno.
Cierto número de sueños que ocurren durante los análisis son intraducibles, aunque no exhiban precisamente la resistencia. Representan elaboraciones libres de los pensamientos oníricos latentes, que están en el fondo., y son comparables a obras literarias artísticamente retrabajadas, en las que por cierto se reconocen todavía los motivos básicos, pero entreverados y trasmudados a voluntad. Tales sueños sirven en la cura como introducción a pensamientos y recuerdos del soñante, sin que cuente su contenido mismo.
III
Es posible distinguir sueños de arriba y sueños de abajo, siempre que el distingo no se conciba demasiado tajante. Sueños de abajo son los incitados por la intensidad de un deseo inconciente (reprimido), que se ha procurado una subrogación en restos diurnos cualesquiera. Corresponden a intrusiones de lo reprimido en la vida de vigilia. Sueños de arriba son equiparables a pensamientos o propósitos diurnos qué durante la noche han conseguido allegarse un refuerzo a partir de lo reprimido segregado del yo. (ver nota)(142) En tales casos, el análisis por regla general prescinde de ese auxiliar inconciente y procede a insertar los pensamientos oníricos latentes dentro de la ensambladura del pensar de vigilia. Este distingo no requiere efectuar ninguna modificación en la teoría del sueño.
IV
En muchos análisis o durante ciertos tramos de un análisis, aparece una separación de la vida onírica respecto de la de vigilia, semejante a la segregación que la actividad fantaseadora que alimenta una continued story (un sueño diurno a modo de novela) constituye respecto del pensar despierto. Un sueño se anuda entonces a otro, toma como centro un elemento que en el sueño anterior se rozaba de pasada, etc. Pero es mucho más frecuente el otro caso, a saber, que los sueños no formen una trama sucesiva, sino que se interpolen dentro de fragmentos sucesivos del pensar de vigilia.
V
La interpretación de un sueño se descompone en dos fases: su traducción y su apreciación o valoración. En el curso de la primera, uno no debe dejarse influir por ninguna clase de consideraciones vinculadas a la segunda. Es como cuando se está frente a un capítulo de un autor en lengua extranjera, por ejemplo, Tito Livio; primero uno quiere saber lo que Livio cuenta en ese capítulo, y sólo después viene el examen para averiguar si lo leído es un informe histórico, una leyenda o una digresión del autor.
Ahora bien, ¿qué inferencias es lícito extraer de un sueño rectamente traducido? Tengo la impresión de que la práctica analítica no siempre ha evitado en esto errores y sobrestimaciones, en parte, sin duda, por un desmedido respeto hacia lo «inconciente misterioso». Con demasiada facilidad se olvida que las más de las veces un sueño no es sino un pensamiento como cualquier otro, posibilitado por la relajación de la censura y el refuerzo inconciente, y desfigurado por la intervención de la censura y la elaboración inconciente. (ver nota)(143)
Tomemos por caso los sueños llamados «de curación». Cuando un paciente ha tenido uno de estos sueños en que parece sustraerse de las limitaciones de la neurosis (un sueño en el cual, por ejemplo, supera una fobia o resigna una ligazón de sentimientos), nos inclinamos a creer que ha hecho un gran progreso, que está dispuesto a adecuarse a una nueva condición de vida, que empieza a contar con recuperar la salud, etc. Muchas veces esto es correcto, pero con igual frecuencia tales sueños de curación sólo poseen el valor de sueños de comodidad(144); significan el deseo de sanar para siempre a fin de ahorrarse una pieza ulterior del trabajo analítico, que sienten inminente. En tal sentido, sueños de curación ocurren con harta frecuencia, por ejemplo, cuando el paciente está a punto de ingresar en una nueva fase de la trasferencia, penosa para él. Entonces se comporta de manera idéntica a muchos neuróticos que, tras unas pocas sesiones de análisis, se declaran curados porque quieren escapar a todo lo desagradable que todavía deberá expresarse en el análisis. A estas mismas condiciones económicas obedecen los neuróticos de guerra que renuncian a sus síntomas porque la terapia de los médicos militares sabe tornar para ellos más incómoda todavía la condición de enfermos que el servicio en el frente; y en ambos casos las curaciones probaron no ser duraderas. (ver nota)(145)
VI
No es tan sencillo pronunciar decisiones universales acerca del valor de sueños rectamente traducidos. Cuando en el paciente subsiste un conflicto de ambivalencia, un pensamiento hostil
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que aflore en él no significa, por cierto, una superación duradera de la moción tierna, vale decir, una resolución del conflicto; y menos aún tendrá este significado un sueño de idéntico contenido hostil. En el curso de un conflicto de ambivalencia de esta índole, es frecuente que cada noche traiga dos sueños, cada uno de los cuales adopta uno de los partidos. En tales casos, el progreso consiste en que se logre un aislamiento radical de las dos mociones contrastantes, y cada una pueda ser seguida e inteligida hasta su extremo con ayuda de los refuerzos inconcientes. Entretanto, si uno de los dos sueños ambivalentes es olvidado, no es lícito dejarse engañar ni suponer que ahora ha habido un pronunciamiento en favor de una de las partes. Lo que el olvido de uno de los sueños muestra es que por el momento ha prevalecido una de las orientaciones, pero esto sólo vale para un día y puede variar. La noche siguiente acaso traiga al primer plano la exteriorización contrapuesta. En cuanto al estado efectivo del conflicto, sólo se lo puede colegir tomando en cuenta todas las otras indicaciones, incluidas las de la vida de vigilia.
A la pregunta por la valoración de los sueños se liga estrechamente el problema de la posibilidad de que sean influidos por «sugestión» médica. Acaso el analista se atemorice al principio, al advertírsele de esaposibilidad(146); pero con una reflexión más atenta, ese temor cederá ante la intelección de que influir sobre los sueños del paciente no es para el analista una torpeza o un motivo de vergüenza mayores que guiar sus pensamientos concientes.
Ni siquiera hace falta demostrar que el contenido manifiesto de los sueños es influido por la terapia analítica. En efecto, ello está implícito en la intelección de que el sueño se anuda a la vida de vigilia y procesa incitaciones de esta, Y lo que sucede dentro de la cura analítica también pertenece, desde luego, a las impresiones de la vida de vigilia, y aun a las más intensas entre estas. No cabe maravillarse, pues, de que el paciente sueñe con cosas sobre las cuales mantuvo plática con el médico y cuya expectativa este le ha despertado. Al menos, no hay ahí más motivo de asombro que el contenido en el notorio hecho de los sueños «experimentales». (ver nota)(147)
Pero nuestro interés no cesa aquí; también nos gustaría saber si los pensamientos oníricos latentes, que se averiguan por interpretación, pueden ser influidos, sugeridos por el analista. La respuesta tiene que ser, de nuevo: Desde luego que sí, pues una parte de estos pensamientos oníricos latentes corresponden a formaciones de pensamiento preconcientes, enteramente susceptibles de conciencia, con las que llegado el caso el soñante habría podido reaccionar también en la vigilia frente a las incitaciones del médico -ya sea que las réplicas del analizado a esas incitaciones vayan en su mismo sentido o las contraríen- Si uno sustituye el sueño por los pensamientos oníricos contenidos en él, entonces justamente la pregunta por la medida en que uno puede sugerir sueños coincide con otra, más universal: la pregunta por la medida en que el paciente es accesible a la sugestión en el análisis.
Sobre el mecanismo de la formación del sueño como tal, sobre el trabajo del sueño propiamente dicho, nunca se ejerce influencia; es lícito tener esto por seguro.
Además de la parte de los pensamientos oníricos preconcientes que pudieron ser asunto de plática, todo sueño genuino contiene referencias a las mociones de deseo reprimidas a que debe la posibilidad de su formación, Acerca de estas, el escéptico dirá que aparecen en el sueño porque el soñante sabe que debe aportarlas, que son esperadas por el analista. Pero el analista mismo pensará otra cosa, y con buen derecho,
Cuando el sueño trae situaciones que pueden interpretarse por referencia a escenas del pasado del soñante, un problema parece revestir particular importancia: si también en esos contenidos oníricos puede participar el influjo médico. Ello es más acuciante en los sueños llamados confirmatorios, que vienen a la zaga del análisis. (ver nota)(148) En muchos pacientes no se obtienen otros. Reproducen las vivencias olvidadas de su infancia sólo después que uno las ha construido a partir de síntomas, ocurrencias e indicios, y les ha comunicado esto. (ver nota)(149) El resultado son sueños confirmatorios; ahora bien, la duda nos dice en su contra que carecen de toda virtud probatoria, pues acaso fueron fantaseados tras la incitación del médico y no traídos a la luz desde lo inconciente del soñante. Pero es imposible evitar en el análisis esta situación de interpretación múltiple, pues si en el caso de estos pacientes uno no interpreta, construye y comunica, nunca halla el acceso a lo reprimido en ellos.
Las cosas se presentan más propicias cuando al análisis de uno de estos sueños que vienen a la zaga, confirmatorios, se anudan inmediatamente sentimientos mnémicos de lo olvidado hasta entonces. Pero el escéptico tiene ahí la escapatoria de decir que son espejismos del recuerdo. Además, en la mayoría de los casos tales sentimientos de recuerdo no se presentan. Lo reprimido se trasluce sólo fragmentariamente, y toda fragmentariedad inhibe o demora la formación de un convencimiento. Y tal vez no se trate de un evento olvidado, efectivamente real, sino de la promoción de una fantasía inconciente, respecto de la cual nunca cabe esperar un sentimiento de recuerdo, pero sí, a veces, es posible un sentimiento de convicción subjetiva.
Así las cosas, ¿pueden los sueños confirmatorios ser, en efecto, el resultado de la sugestión, vale decir, sueños de deferencia? Los pacientes que sólo producen sueños confirmatorios son los mismos en quienes la duda desempeña el papel de la principal resistencia. Y no se intente acallar esa duda mediante la autoridad, o rebatirla con argumentos. Ella subsistirá hasta que en la marcha progresiva del análisis obtenga tramitación. También el analista tiene derecho a mantener en ciertos casos una duda así. Lo que en definitiva le proporciona certeza es, justamente, la complicación de la tarea que se le presenta, comparable a la solución de uno de esos juegos infantiles llamados « rompecabezas». Son dibujos en colores que se pegan sobre una planchuela de madera, bien ajustada a un marco del mismo material; luego se los corta en muchas partes, siguiendo las curvas más caprichosas, de modo que se obtienen unos montones desordenados de planchuelas de madera, cada uno de los cuales lleva adherido un fragmento ininteligible del dibujo; si se consigue ordenarlos de tal modo que el dibujo adquiera pleno sentido, que no quede laguna entre las junturas y que el todo llene el marco; si todas esas condiciones se cumplen, uno sabe que ha hallado la solución del rompecabezas, y que no existe otra.
Desde luego, semejante comparación no puede significar nada para el analizado mientras el trabajo analítico está incompleto. Me acuerdo aquí de una discusión que hube de mantener con
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un paciente cuya extraordinaria actitud (postura} de ambivalencia se exteriorizaba en la más intensa duda compulsiva. No ponía en entredicho las interpretaciones de sus sueños, y estaba muy impresionado por su armonía con las conjeturas formuladas por mí. Pero preguntaba si esos sueños confirmatorios no podrían ser expresión de su deferencia hacia mí. Cuando le aduje que esos sueños habían aportado también una suma de detalles que yo ni podía sospechar, y que toda su conducta en la cura en manera alguna atestiguaba deferencia, viró hacía otra teoría y preguntó si su deseo narcisista de ponerse sano no podía haberlo movido a producir semejantes sueños, pues yo le prometería perspectivas de curación si él podía aceptar mis construcciones. Tuve que responderle que yo no tenía aún noticia de semejante mecanismo de formación de sueños, pero la decisión llegó por otro camino. Recordó sueños que había tenido antes de entrar en el análisis, y aun antes de saber nada de él; y el análisis de esos sueños a salvo de toda sospecha de sugestión arrojó las mismas interpretaciones que el de los posteriores. Claro que su compulsión a contradecir halló todavía la escapatoria de que esos sueños anteriores habían sido menos nítidos que los ocurridos durante la cura; pero a mí me bastó con la armonía entre ellos. Y opino que sería bueno recordar a veces que los seres humanos solían soñar antes que existiera un psicoanálisis.
Muy bien podría ser que dentro de un psicoanálisis los sueños consiguieran traer a la luz lo reprimido en medida mayor que fuera de esa situación. Pero no es posible demostrarlo, pues las dos situaciones no son comparables; originariamente, es por completo ajeno al sueño el propósito de cobrar valor dentro del análisis. En cambio, es indudable que dentro de un análisis se saca a la luz mucho más de lo reprimido aprovechando los sueños que con ayuda de los otros métodos; es preciso que haya un motor de ese plus-rendimiento, un poder inconciente que durante el estado del dormir esté en mejor situación que de ordinario para apoyar los propósitos del análisis. Y bien, difícilmente pueda aducirse otro factor que la deferencia del analizado hacia el analista, deferencia que proviene del complejo parental, vale decir: la parte positiva de lo que llamamos trasferencia. Y de hecho, en muchos sueños que devuelven lo olvidado y reprimido no puede descubrirse ningún otro deseo inconciente al cual pudiese atribuírsele la fuerza pulsionante para la formación del sueño. Por tanto, si alguien quisiese sostener que la mayoría de los sueños utilizables en el analisis son sueños de deferencia y deben su génesis a la sugestión, nada habría que objetarle desde el punto de vista de la teoría analítica. No me hace falta sino remitirme a las elucidaciones de mis Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17)(150), donde trato el vínculo de la trasferencia con la sugestión y demuestro cuán poco menoscaba la confiabilidad de nuestros resultados el admitir el efecto de la sugestión, tal como nosotros la entendemos.
En Más allá del principio de placer (1920g)(151) me he ocupado de este problema: ¿Cómo es que vivencias en todo sentido penosas del período sexual de la primera infancia se conquistan, a pesar de todo, algún tipo de reproducción? Me vi obligado a concederles una pulsión ascensional de intensidad extraordinaria, como una «compulsión de repetición» capaz de yugular al esfuerzo de desalojo {Verdrängung, «represión»} que gravitaba sobre ellas al servicio del principio de placer. Empero, esto no ocurre antes que «el trabajo solicitante de la cura haya aflojado la represión». Pues bien; en este punto habría que interpolar lo siguiente: es la trasferencia positiva la que presta ese auxilio a la compulsión de repetición. Así se sella una alianza entre la cura y la compulsión de repetición; al comienzo, ella se dirige contra el principio de placer, pero su propósito último es instaurar el gobierno del principio de realidad. Tal como lo consigné en ese libro, con gran frecuencia sucede que la compulsión de repetición se emancipa de las obligaciones de aquel pacto y no se contenta con el retorno de lo reprimido en la forma de imágenes oníricas.
IX
Hasta donde yo lo veo ahora, los sueños que sobrevienen en la neurosis traumática constituyen la única excepción efectiva(152) a la tendencia del sueño a cumplir un deseo; y los sueños punitorios, la única excepción aparente. (ver nota)(153) En estos últimos se produce el hecho asombroso de que en el contenido manifiesto del sueño no se acoge en verdad nada de los pensamientos oníricos latentes; en su lugar aparece algo totalmente diverso, que es preciso describir como una formación reactiva frente a los pensamientos oníricos, como una desautorización y una contradicción plena. Semejante intervención contra el sueño sólo puede atribuirse a la instancia crítica del yo, y por eso hay que suponer que esta, excitada por el cumplimiento de deseo inconciente, se ha restablecido por un momento, aun durante el estado del dormir. También habría podido reaccionar con el despertar frente a ese contenido onírico indeseado, pero en la formación del sueño punitorio halló un camino para evitar la perturbación del dormir.
Así, en los conocidos sueños del escritor Rosegger que yo cité en La interpretación de los sueños(154), cabe conjeturar un texto sofocado de contenido arrogante, pretencioso; pero el sueño efectivo le pone por delante: «Eres un incapaz aprendiz de sastre». Sería un dislate, desde luego, buscar una moción de deseo reprimida como fuerza pulsional de este sueño manifiesto; es preciso contentarse con el cumplimiento de deseo de la autocrítica.
La extrañeza frente a un edificio onírico como el citado se atempera considerando cuán frecuente es que la desfiguración onírica, al servicio de la censura, introduzca en lugar de un elemento singular lo que en algún sentido es su contrario o su opuesto. De aquí a la sustitución de un fragmento característico de contenido onírico por una contradicción defensiva hay un corto trecho, y un paso más lleva a la sustitución de todo el contenido chocante por el sueño punitorio. Quiero comunicar aquí uno o dos ejemplos característicos de esa fase intermedia de falsificación del sueño manifiesto.
Del sueño de una muchacha con intensa fijación al padre, que tiene dificultades para hablar en el análisis: Está sentada en la habitación con una amiga, vestida sólo con un kimono. Entra un señor, frente al cual ella se siente molesta. Pero el señor dice: «Esta es la muchacha a quien ya
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una vez hemos visto tan bellamente vestida». - El señor soy yo; prosiguiendo la reconducción, es el padre. Pero nada conseguiremos con el sueño hasta no decidirnos a sustituir, en el dicho del señor, el elemento principal por su opuesto: «Esta es la muchacha a quien ya una vez he visto desvestida, y tan bella». De niña, entre los tres y los cuatro años había dormido durante un tiempo en la misma habitación con su padre, y todo indica que ella solía descubrirse entonces, dormi da, para agradarle. La posterior represión de su placer exhibicionista motiva hoy su cerrazón en la cura, su displacer en mostrarse descubierta.
De otra escena del mismo sueño: Lee su propio historial clínico, que tiene frente a ella, impreso. Ahí se dice que «un hombre joven asesina a su amada -cacao(155)-, lo cual pertenece al erotismo anal». Este último es un pensamiento que ella tiene en el sueño a raíz de la mención del cacao. -La interpretación de este fragmento de sueño es todavía más difícil que la del anterior. Por fin se averigua que antes de dormirse leía mi obra «De la historia de una neurosis infantil» (1918b), cuyo centro es la observación, real o fantaseada, de un coito entre los padres. Ya una vez, antes, había referido a su persona este historial clínico, y no era ese el único indicio de que también en su caso contaba una observación semejante. Ahora bien, el joven que asesina a su amada es una nítida alusión a la concepción sádica de la escena del coito, pero el siguiente elemento, el cacao, se apartaba mucho de ahí. Con el cacao sólo sabe asociar que su madre suele decir que el cacao provoca dolor de cabeza, y ella pretende haber oído eso mismo de otras mujeres. Por lo demás, durante un tiempo se ha identificado con su madre mediante unos tales dolores de cabeza. Pues bien; no puedo hallar otro enlace entre ambos elementos oníricos si no es suponiendo que ella quiere rehuir las inferencias a que obliga la observación del coito. No, eso no tiene nada que ver con la concepción de los hijos. Los niños vienen de algo que uno come (tal como en los cuentos tradicionales), y la mención del erotismo anal, que aparece en el sueño como si fuera un intento de interpretación, completa esa teoría infantil, invocada en socorro, mediante el agregado del nacimiento anal.
yo), vale también para la interpretación de los sueños.
En ocasiones oímos manifestar asombro por el hecho de que el yo del soñante aparezca dos o más veces en el sueño manifiesto; una en persona, y las otras encubierto tras otras personas. (ver nota)(156) Es evidente que la elaboración secundaria, activa durante la formación del sueño, se ha afanado por eliminar esa multiplicidad del yo, que no se adecua a ninguna situación escénica; pero el trabajo de interpretación vuelve a establecerla. Ahora bien, en sí no es más asombrosa que la múltiple presencia del yo en un pensamiento de vigilia ` sobre todo cuando en él el yo se descompone en sujeto y objeto; como instancia observadora y crítica se contrapone a la otra parte, o compara su ser presente con otro ser recordado, pasado, que otrora fue también yo. Así, en las frases: «Cuando yo me pongo a pensar lo que yo le hice a ese hombre» y «Cuando yo pienso que también yo fui niño una vez». Ahora bien, preferiría rechazar como especulación insustancial e injustificada que todas las personas que aparecen en el sueño deban considerarse segregaciones y subrogaciones del propio yo. Nos basta comprobar que la separación del yo respecto de una instancia observadora, criticadora, punitoria (ideal del
«Enige Nachträge zum Ganzen der Traumdeutung»
Nota introductoria(157)

Los límites de la interpretabilidad

(ver nota)(158)
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¿Puede proporcionarse para cada producto de la vida onírica una traducción completa y segura al modo de expresión de la vida despierta (interpretación)? Este problema no debe ser tratado de manera abstracta, sino ser referido a las constelaciones que presiden el trabajo de interpretación de sueños.
Nuestras actividades espirituales procuran alcanzar una meta útil o bien una ganancia inmediata de placer. En el primer caso, ellas son decisiones intelectuales, preparativos para la acción o comunicaciones a otras personas; en el segundo, las llamamos jugar y fantasear. Por lo demás, sabemos que lo útil no es sino un rodeo para alcanzar una satisfacción placentera. Ahora bien, el soñar es una actividad del segundo tipo y, por cierto, la más originaria desde el punto de vista de la historia del desarrollo. Es erróneo sostener que el soñar se empeña en dar término a las tareas inminentes de la vida despierta o en resolver problemas del trabajo diurno. De ello se encarga el pensar preconciente. Ese propósito útil es tan ajeno al soñar como el de intentar comunicarle algo a otra persona. Cuando el sueño se ocupa de una tarea de la vida, la resuelve como cuadra a un deseo irracional, y no como correspondería a una reflexión racional. Un solo propósito útil, una sola función, es preciso atribuir al sueño: está destinado a impedir la perturbación del dormir. El sueño puede describirse como un fragmento de fantaseo al servicio de la conservación del dormir.
De ello se sigue que al yo durmiente le resulta por completo indiferente lo soñado durante la noche, siempre que el sueño haya cumplido con su misión; y que los sueños de los cuales uno no sabe decir nada tras despertar son los que mejor han desempeñado su función. El caso contrario, tan frecuente, en que recordamos sueños -y hasta por años y decenios-, significa siempre una irrupción de lo inconciente reprimido en el yo normal. Es la contraprestación que exigió lo reprimido para colaborar en la cancelación de la amenaza que pendía sobre el dormir. Como sabemos, es esa irrupción lo que confiere al sueño su significatividad para la psicopatología. Cuando podemos descubrir su motivo pulsionante, obtenemos insospechadas noticias acerca de las mociones reprimidas dentro de lo inconciente; y por otra parte, cuando deshacemos sus desfiguraciones espiamos al pensar preconciente en estados de recogimiento íntimo que durante el día no habían arrastrado hacia sí a la conciencia.
Nadie puede practicar la interpretación de sueños como actividad aislada; ella es siempre una pieza del trabajo analítico. En este último, según sean nuestras necesidades, prestaremos interés, unas veces, al contenido onírico preconciente; otras, a la contribución de lo inconciente en la formación del sueño; y hasta solemos descuidar un elemento en favor del otro. Por lo demás, de nada valdría que alguien se pusiese a interpretar sueños fuera del análisis. No podría evitar las condiciones de la situación analítica.. y aun si elaborase sus propios sueños estaría emprendiendo un autoanálisis. Este señalamiento no vale para quien renuncie a la colaboración del soñante y procure alcanzar la interpretación de los sueños mediante aprehensión intuitiva. Pero semejante interpretación de sueños sin miramiento por las asociaciones del soñante no pasa de ser, aun en el caso más favorable, una muestra de virtuosismo acientífico de muy dudoso valor.
Si se practica la interpretación de sueños siguiendo el único procedimiento técnico que puede justificarse, pronto se repara en que el resultado depende enteramente de la tensión de resistencia entre el yo despierto y lo inconciente reprimido. En efecto, como lo he expuesto en otro lugar(159), el trabajo que se realiza bajo una «elevada presión de resistencia» exige del analista un proc eder diferente que el de presión escasa. En el análisis es preciso enfrentar durante largos períodos resistencias intensas que no son consabidas todavía, y que por cierto no podrán superarse mientras permanezcan así, desconocidos, Por eso no es asombroso que de las producciones oníricas del paciente sólo se pueda traducir y valorizar una cierta parte, y aun de manera incompleta las más de las veces. Aunque la práctica adquirida permita comprender muchos sueños para cuya interpretación el soñante mismo ofreció pocas contribuciones, tino debe estar advertido de que la seguridad de semejante interpretación es discutible, y vacilará antes de imponer su conjetura al paciente.
En este punto, unas objeciones críticas nos dirían: Si uno no consigue la interpretación de todos los sueños que elabora, tampoco debe aseverar más de lo que puede probar, y habrá de contentarse con el enunciado de que a algunos sueños la interpretación los discierne provistos de sentido, pero con respecto a otros, no se sabe. Empero, justamente el hecho de que el resultado de la interpretación dependa de la resistencia exime al analista de esa restricción. Puede hacer la experiencia de que un sueño al comienzo incomprensible deviene trasparente en la próxima sesión, después que se logró eliminar una resistencia del soñante por medio de un señalamiento feliz. De pronto se le ocurre una parte del sueño olvidada hasta entonces, que proporciona la clave para la interpretación, o sobreviene una nueva asociación con cuyo auxilio se ilumina la oscuridad. También suele ocurrir que tras meses o años de empeño analítico vuelva a abordarse un sueño que al comienzo del tratamiento pareció incomprensible y carente de sentido, y que ahora experimenta aclaración plena por las intelecciones obtenidas desde entonces. (ver nota)(160) Y si a esto sumamos el argumento, extraído de la teoría del sueño, de que las operaciones oníricas paradigmáticas, las de los niños, poseen sentido pleno y son fácilmente interpretables(161), estamos justificados en aseverar que el sueño es, universalmente, un producto psíquico interpretable, aunque la situación no siempre permita interpretarlo.
Cuando se ha hallado la interpretación de un sueño, no siempre es fácil decidir si es «completa», vale decir, si por medio de es e mismo sueño no se habrán procurado expresión también otros pensamientos preconcientes. (ver nota)(162) Debe considerarse demostrado aquel sentido que puede invocar en su favor las ocurrencias del soñante y la apreciación de la situación, mas no por ello es lícito rechazar siempre el otro sentido. Sigue siendo posible, aunque indemostrado; no tenemos más remedio que familiarizarnos con esta polisemia de los sueños. Por lo, demás, no siempre cabe imputarla a una deficiencia del trabajo de interpretación, pues muy bien puede ser inherente a los pensamientos oníricos latentes. También en la vida de vigilia, por cierto, y fuera de la situación de interpretación de sueños, se da el caso de que vacilemos acerca de si una proferencia escuchada o una noticia recibida admiten esta o estotra explicitación, si además de su sentido manifiesto no denotan también otra cosa.
Muy poco se han investigado los interesantes casos en que un mismo contenido onírico manifiesto da expresión, simultáneamente, a una serie de representaciones concretas y a una secuencia de pensamientos abstractos apuntalada en aquella. Al trabajo del sueño le resulta desde luego difícil hallar medios de representar pensamientos abstractos.(ver nota)(163)
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La responsabilidad moral por el contenido de los sueños

En el capítulo introductorio de este libro [La interpretación de los sueños], «La bibliografía científica sobre los problemas del sueño(164)», expuse la manera en que los autores reaccionan frente al hecho, sentido como penoso, de que el contenido desenfrenado de los sueños tan a menudo contradiga la sensibilidad ética del soñante. (Adrede evito hablar de sueños «criminales», pues juzgo enteramente fuera de lugar ese calificativo, que rebasa el interés psicológico.) La naturaleza inmoral de los sueños ha proporcionado, como es comprensible, un nuevo motivo para desmentir el valor psíquico del sueño. Si este último es un producto carente de sentido de una actividad anímica perturbada, no hay ninguna razón para asumir la responsabilidad por su contenido aparente.
Este problema de la responsabilidad por el contenido manifiesto del sueño ha sido radicalmente desplazado, y aun en verdad eliminado, por los esclarecimientos de la «interpretación de sueños».
Sabemos ahora que el contenido manifiesto es una apariencia falsa, una fachada. No merece la pena someterlo a un examen ético, tomar más en serio sus atentados a la moral que sus infracciones a la lógica y la matemática. Cuando se habla del «contenido» del sueño, no puede mentarse otra cosa que el contenido de los pensamientos preconcientes v el de la moción de deseo reprimida, descubiertos tras la fachada por el trabajo de interpretación. No obstante, también esta fachada inmoral nos plantea un problema. Hemos averiguado, en efecto, que los pensamientos oníricos latentes tienen que soportar una censura rigurosa antes que se les permita ser acogidos en el contenido manifiesto. ¿Cómo puede suceder que esta censura, que suele adecentar cosas mucho más nimias, fracase de manera tan completa frente a los sueños manifiestamente inmorales?
La respuesta no es evidente, y acaso no resulte por completo satisfactoria. En primer lugar, se procederá a someter estos sueños a la interpretación; así se hallará que algunos de ellos no ofrecieron nada chocante a la censura porque en el fondo no intentaban nada malo. Son alardeos inocentes, identificaciones que quieren disimularse tras una máscara; no fueron censurados porque no decían la verdad. Pero otros y es preciso confesarlo: la gran mayoría-intentan realmente lo que proclaman, y no han experimentado desfiguración alguna de parte de la censura. Son la expresión de mociones inmorales, incestuosas y perversas, o de apetencias asesinas, sádicas. Frente a muchos de ellos, el soñante reacciona con un despertar angustiado; es en tales casos donde la situación ya no nos resulta clara. La censura omitió su actividad, se percató demasiado tarde y el desarrollo de angustia es ahora el sustituto de la desfiguración ausente. Y hasta hay casos de sueños en que se echa de menos esta exteriorización de afecto. El contenido chocante tiene como portadora a la excitación sexual que alcanzó su punto álgido mientras se dormía, o goza de la tolerancia que también en el estado de vigilia puede concederse a un ataque de furia, a un talante colérico, a una orgía de crueles fantasías.
Ahora bien, disminuye mucho nuestro interés por la génesis de estos sueños manifiestamente inmorales cuando averiguamos, mediante el análisis, que la mayoría de los sueños -los inocentes, los exentos de afecto y los sueños de angustia- se revelan, después que uno deshizo las desfiguraciones de la censura, como cumplimientos de mociones de deseo inmorales -egoístas, sádicas, perversas, incestuosas- Estos delincuentes embozados son, como en el mundo de la vida de vigilia, incomparablemente más frecuentes que los declarados y confesos. El sueño franco de comercio sexual con la madre, al que alude Yocasta en Edipo Rey, es una rareza con relación a los múltiples sueños que el psicoanálisis debe interpretar en ese mismo sentido.
En estas páginas [las de La interpretación de los sueños] he tratado con gran prolijidad ese carácter de los sueños, justamente el que nos da el motivo para la desfiguración onírica; ello me permite omitir su exposición y saltar directamente al problema que nos ocupa aquí: ¿Debemos asumir la responsabilidad por el contenido de nuestros sueños? Agreguemos solamente, para completar nuestro panorama, que el sueño no siempre procura cumplimientos de deseos inmorales, sino a menudo también reacciones enérgicas contra ellos en la forma de «sueños punitorios». Con otras palabras, la censura onírica no sólo puede exteriorizarse en desfiguraciones y en desarrollo de angustia, sino atreverse a extirpar por completo el contenido inmoral y sustituirlo por otro destinado a la expiación, tras el cual, empero, puede discernirse aquel. (ver nota)(165) El problema de la responsabilidad por el contenido inmoral del sueño ya no se nos plantea en los mismos términos con que otrora se presentó a los autores, que no sabían nada de pensamientos oníricos latentes ni de lo reprimido en nuestra vida anímica. Desde luego, uno debe considerarse responsable por sus mociones oníricas malas. ¿Qué se querría hacer, si no, con ellas? Si el contenido del sueño -rectamente entendido- no es el envío de un espíritu extraño, es una parte de mi ser; si, de acuerdo con criterios sociales, quiero clasificar como buenas o malas las aspiraciones que encuentro en mí, debo asumir la responsabilidad por ambas clases, y si para defenderme digo que lo desconocido, inconciente, reprimido que hay en mí no es mi «yo»(166), no me sitúo en el terreno del psicoanálisis, no he aceptado sus conclusiones, y acaso la crítica de mis prójimos, las perturbaciones de mis acciones y las confusiones de mis sentimientos me enseñen algo mejor. Puedo llegar a averiguar que eso desmentido por mí no sólo «está» en mí, sino en ocasiones también «produce efectos» desde mí.
Es verdad que en el sentido metapsicológico esto reprimido malo no pertenece a mi «yo» -si es que debo ser considerado un hombre moralmente intachable-, sino a un «ello» sobre el que se
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asienta mi yo. Pero este yo se ha desarrollado desde el ello, forma una unidad biológica con él, es sólo una parte periférica de él, que ha sufrido una modificación particular; está sometido a sus influjos, obedece a las incitaciones que parten del ello. Para cualquier fin vital, sería un infecundo comienzo separar al yo del ello.
Por lo demás, ¿de qué me serviría ceder a mi orgullo moral y decretar que, con miras a las valoraciones éticas, me es lícito desdeñar lo malo del ello, y no necesito hacer a mi yo responsable de eso malo? La experiencia me muestra que, empero, me hago _responsable, que estoy compelido a hacerlo de algún modo. El psicoanálisis nos permitió conocer un estado patológico, la neurosis obsesiva, en que el pobre yo se siente culpable de toda clase de mociones malas de las que nada sabe, mociones que le son enrostradas en la conciencia pero es imposible que él pueda confesarse. En toda persona normal hay un poco de esto. Asombrosamente, su «conciencia moral» es tanto más puntillosa cuanto más moral sea la persona. (ver nota)(167) Es como si imagináramos que un hombre es tanto más «achacoso» -sufre más de infecciones y efectos de traumas- cuanto más sano es. Ello se debe, sin duda, a que la conciencia moral misma es una formación reactiva frente a lo malo sentido en el ello. Tanto más intensa la sofocación de eso malo, tanto más susceptible la conciencia moral.
El narcisismo ético del ser humano debería contentarse con saber que en la desfiguración onírica, en los sueños de angustia y de punición, tiene documentos tan claros de su ser moral como los que la interpretación de los sueños le proporciona acerca de la existencia e intensidad de su ser malo. Está por verse si llegará en la vida a algo más que a la hipocresía o a la inhibición quien, no satisfecho con ello, pretenda ser «mejor» de lo que ha sido creado.
El médico dejará al jurista la tarea de instituir una responsabilidad artificialmente limitada al yo metapsicológico. Son notorias las dificultades con que tropieza para derivar de esa construcción consecuencias prácticas que no repugnen a los sentimientos de los seres humanos.

El significado ocultista del sueño

(ver nota)(168) No se discierne un término para los problemas de la vida onírica; pero ello sólo puede asombrar a quien olvide, justamente, que todos los problemas de la vida del alma retornan también en los sueños, aumentados con otros nuevos que atañen a la naturaleza particular de estos últimos. Muchas de las cosas que estudiamos en ellos porque ahí se nos muestran no tienen nada -o tienen muy poco- que ver con la particularidad psíquica de los sueños. Así, por ejemplo, el simbolismo no es un problema del sueño, sino un tema de nuestro pensar arcaico, de nuestro «lenguaje fundamental», según la acertada expresión del paranoico Schreber(169): gobierna al mito y al ritual religioso no menos que al sueño; ¡apenas si al simbolismo onírico le resta una especificidad, la de encubrir sobre todo lo sexualmente significativo! Tampoco el sueño de angustia ha de esperar su esclarecimiento de la doctrina del sueño. La angustia es más bien un problema de la neurosis; sólo resta elucidar cómo puede generarse angustia bajo las condiciones del soñar. (ver nota)(170)
Opino que la situación no es diversa en cuanto al nexo del sueño con los supuestos hechos del mundo oculto. Pero, como el sueño mismo siempre fue algo misterioso, se lo puso en vinculación íntima con aquello otro misterioso no conocido {unerkannt}. Y aun tenía un derecho histórico a ello, pues en las épocas primordiales, cuando se formó nuestra mitología, acaso las imágenes oníricas participaron en la génesis de las representaciones del alma.
Se considera que hay dos categorías de sueños imputables a los fenómenos ocultos: los proféticos y los telepáticos. En favor de ambos aboga una masa inconmensurable de testimonios; y en contra, la obstinada antipatía -el prejuicio, si se quiere- de la ciencia.
Por cierto que no hay duda en cuanto a la existencia de sueños proféticos, en el sentido de que su contenido figure alguna plasmación del futuro; lo único cuestionable es que esa predicción coincida de alguna manera notable con lo que después acontece. Confieso que en este caso me desasiste el designio de ser neutral. La posibilidad de alguna operación psíquica, salvo que se trate de un cálculo penetrante, que permita prever en detalle el acontecer futuro contradice demasiado, por una parte, todas las expectativas y actitudes de la ciencia, y por la otra armoniza demasiado con antiquísimos y confesados deseos de la humanidad, que la crítica tiene que desestimar como una injustificada arrogancia. Opino, pues, que si uno combina el carácter no confiable, crédulo e inverosímil de la mayoría de los informes con la posibilidad de espejismos del recuerdo facilitados afectivamente, con la necesidad de que se produzcan algunos aciertos en lances de azar, es lícito esperar que el fantasma de los sueños de adivinación profética se disipe en la nada. Personalmente nunca vivencié ni experimenté nada que pudiera despertar un prejuicio más favorable.(ver nota)(171)
Otro es el caso de los sueños telepáticos. Pero respecto de ellos nótese, ante todo, que todavía nadie ha aseverado que el fenómeno telepático -la recepción de un proceso anímico en una persona por parte de otra siguiendo caminos diversos de la percepción sensorial- se ligue exclusivamente al sueño. Por tanto, tampoco la telepatía es un problema del sueño, no se está obligado a formarse un juicio sobre su existencia a partir del estudio de los sueños telepáticos.
Si uno somete los informes sobre sucesos telepáticos (dicho imprecisamente: trasferencia del pensamiento) a la misma crítica con que se han combatido (abwehren}otras aseveraciones ocultistas, resta empero un considerable material que no se puede descuidar a la ligera. Además, en este ámbito se llega mucho más fácilmente a reunir observaciones y experiencias
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propias que justifican adoptar una actitud amistosa hacia el problema de la telepatía, aunque no bastarían para producir un total convencimiento. Provisionalmente uno se forma la opinión de que bien podría ser que la telepatía existiera en los hechos, y que formara el núcleo de verdad de muchas otras tesis, de otro modo increíbles.
Por cierto, también en materia de telepatía conviene defender con obstinación cada posición escéptica, y sólo ceder a regañadientes ante el poder de las pruebas. Creo haber hallado un material que se salva de los reparos válidos de ordinario: profecías no cumplidas de adivinos profesionales. Por desdicha, tengo a mí disposición pocas de esas observaciones, pero dos de ellas me han dejado una fuerte impresión. No me está permitido comunicarlas con el suficiente detalle como para que puedan provocar esa misma impresión en otros. Tengo que limitarme a destacar algunos puntos esenciales.
A las personas en cuestión, pues, les fue predicho -en una localidad extranjera y por parte de un decidor de la suerte también extranjero, que para ello recurrió a algún artificio, probablemente irrelevante- algo para un tiempo determinado, que no se cumplió. El tiempo de la profecía ya había trascurrido hacía mucho. Era llamativo que los informantes relataran su vivencia manifiestamente complacidos, y no con burla y desilusión. En el contenido del anuncio que se les formuló había detalles muy precisos que parecían arbitrarios e incomprensibles, y sólo por el acierto de aquel se habrían justificado. Por ejemplo, el quiromántico dijo a una señora de veintisiete años, pero que parecía mucho más joven y se había quitado las alianzas, que se casaría y al llegar a los treinta y dos años tendría dos hijos. (ver nota)(172) La señora tenía cuarenta y tres años cuando, gravemente enferma, me contó ese episodio en su análisis; ella no había tenido hijos. Conociendo su historia secreta -que sin duda ignoraba aquel «professeur» del vestíbulo del hotel de París- era posible comprender las dos cifras de la profecía. Luego de una ligazón de intensidad poco común con su padre, la muchacha se había casado y deseaba fervientemente tener hijos para poder poner a su marido en el lugar de su padre. Tras una desilusión de años, y al borde de una neurosis, solicitó la profecía, que le predijo ... el destino de su madre. A esta le había sucedido tener dos hijos a los treinta y dos años. Por consiguiente, sólo con ayuda del psicoanálisis era posible interpretar con pleno sentido las particularidades del mensaje que supuestamente venía de afuera. Pero entonces no podía esclarecerse mejor toda la historia, determinada tan unívocamente, que mediante el supuesto de que un intenso deseo de la inquiridora -en realidad, el deseo más intenso, inconciente, de su vida afectiva y el motor de su incipiente neurosis- se dio a conocer por trasferencia inmediata al adivino, ocupado en un manejo que distraía su atención. (ver nota)(173)
También en experimentos hechos dentro de círculos íntimos he obtenido repetidamente la impresión de que no es difícil que se produzca la trasferencia de recuerdos de fuerte intensidad afectiva. Si uno se atreve a someter a elaboración analítica las ocurrencias de la persona a quien deben trasferirse, a menudo salen a la luz concordancias que de lo contrario habrían pasado inadvertidas. Por muchas experiencias me inclino a extraer la conclusión de que tales trasferencias se producen particularmente bien en el momento en que una representación emerge de lo inconciente; expresado teóricamente: tan pronto pasa del «proceso primario» al «proceso secundario».
He aquí lo único que todo esto tiene que ver con el sueño: si exis ten mensajes telepáticos, no puede rechazarse que lleguen también al durmiente y sean apresados en el sueño. Y aún más: siguiendo la analogía con cualquier otro material de la percepción o el pensamiento, tampoco es lícito rechazar que mensajes telepáticos recibidos durante el día sólo se procesen en el sueño de esa noche. (ver nota)(174) Entonces ni siquiera sería una objeción que el material comunicado telepáticamente se alterara y refundiera en el sueño como cualquier otro material. Por cierto, nos gustaría averiguar con ayuda del psicoanálisis más cosas, y más seguras, acerca de la telepatía.
«Die infantile Genitalorganisation (Eine Einschaltung in die Sexualtheorie) »
Nota introductoria(175)
A pesar de la precaución que imponen el alcance, la novedad y la oscuridad del asunto, no creí Es bien demostrativo de la dificultad que ofrece el trabajo de investigación en el psicoanálisisjustificado reservarme por más tiempo estas manifestaciones sobre el problema de la telepatía.
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que rasgos universales y constelaciones características puedan pasarse por alto a despecho de una observación incesante, prolongada por decenios, hasta que un buen día se presentan por fin inequívocamente; con las puntualizaciones que siguen querría reparar un descuido de esa índole en el campo del desarrollo sexual infantil.
Es sin duda notorio, para los lectores de mis Tres ensayos de teoría sexual (1905d), que en ninguna de las posteriores ediciones de esa obra emprendí una refundición, sino que mantuve el ordenamiento originario y di razón de los progresos de nuestra intelección mediante intercalaciones y enmiendas del texto. (ver nota)(176) Debido a ello, acaso ocurra muchas veces que lo viejo y lo nuevo no se fusionen bien en una unidad exenta de contradicción. En efecto, al comienzo el acento recayó sobre la fundamental diversidad entre la vida sexual de los niños y la de los adultos; después pasaron al primer plano las organizaciones pregenitales de la libido, así como el hecho asombroso, y grávido de consecuencias, de la acometida en dos tiempos del desarrollo sexual. Por último, reclamó nuestro interés la investigación sexual infantil, y desde ahí se pudo discernir la notable aproximación del desenlace de la sexualidad infantil (cerca del quinto año de vida) a su conformación final en el adulto. Hasta ese punto he llegado en la última edición (1922de los Tres ensayos.
En la página 63 de ese volumen(177) consigno que «a menudo, o regularmente, ya en la niñez se consuma una elección de objeto como la que hemos supuesto característica de la fase de desarrollo de la pubertad. El conjunto de las aspiraciones sexuales se dirigen a una persona única, y en ella quieren alcanzar su meta. He ahí, pues, el máximo acercamiento posible en la infancia a la conformación definitiva que la vida sexual presentará después de la pubertad. La diferencia respecto de esta última reside sólo en el hecho de que la unificación de las pulsiones parciales y su subordinación al primado de los genitales no son establecidas en la infancia, o lo son de manera muy incompleta. Por tanto, la instauración de ese primado al servicio de la reproducción es la última fase por la que atraviesa la organización sexual».
Hoy ya no me declararía satisfecho con la tesis de que el primado de los genitales no se consuma en la primera infancia, o lo hace sólo de manera muy incompleta, La aproximación de la vida sexual infantil a la del adulto llega mucho más allá, y no se circunscribe a la emergencia de una elección de objeto. Si bien no se alcanza una verdadera unificación de las pulsiones parciales bajo el primado de los genitales, en el apogeo del proceso de desarrollo de la sexualidad infantil el interés por los genitales y el quehacer genital cobran una significatividad dominante, que poco le va en zaga a la de la edad madura. El carácter principal de esta «organización genital infantil» es, al mismo tiempo, su diferencia respecto de la organización genital definitiva del adulto. Reside en que, para ambos sexos, sólo desempeña un papel un genital,el masculino. Por tanto, no hay un primado genital, sino un primado del falo.
Por desdicha, sólo podemos describir estas constelaciones respecto del varoncito; carecemos de una intelección de los procesos correspondientes en la niña pequeña. Aquel percibe, sin duda, la diferencia entre varones y mujeres, pero al comienzo no tiene ocasión de relacionarla con una diversidad de sus genitales. Para él es natural presuponer en todos los otros seres vivos, humanos y animales, un genital parecido al que él mismo posee; más aún: sabemos que hasta en las cosas inanimadas busca una forma análoga a su miembro. (ver nota)(178) Esta parte del cuerpo que se excita con facilidad, parte cambiante y tan rica en sensaciones, ocupa en alto grado el interés del niño y de continuo plantea nuevas y nuevas tareas a su pulsión de investigación. Querría verlo también en otras personas para compararlo con el suyo; se comporta como si barruntara que ese miembro podría y debería ser más grande. La fuerza pulsionante que esta parte viril desplegará más tarde en la pubertad se exterioriza en aquella época de la vida, en lo esencial, como esfuerzo de investigación, como curiosidad sexual. Muchas de las exhibiciones y agresiones que el niño emprende y que a una edad posterior se juzgarían como inequívocas exteriorizaciones de lascivia, se revelan al análisis como experimentos puestos al servicio de la investigación sexual.
En el curso de estas indagaciones el niño llega a descubrir que el pene no es un patrimonio común de todos los seres semejantes a él. Da ocasión a ello la visión casual de los genitales de una hermanita o compañerita de juegos; pero niños agudos ya tuvieron antes, por sus percepciones del orinar de las niñas, en quienes veían otra posición y escuchaban otro ruido, la sospecha de que ahí había algo distinto, y luego intentaron repetir tales observaciones de manera más esclarecedora. Es notoria su reacción frente a las primeras impresiones de la falta del pene. Desconocen(179) esa falta; creen ver un miembro a pesar de todo; cohonestan la contradicción entre observación y prejuicio mediante el subterfugio de que aún sería pequeño y ya va a crecer(180), y después, poco a poco, llegan a la conclusión, afectivamente sustantiva, de que sin duda estuvo presente y luego fue removido. La falta de pene es entendida como resultado de una castración, y ahora se le plantea al niño la tarea de habérselas con la referencia de la castración a su propia persona. Los desarrollos que sobrevienen son demasiado notorios para que sea necesario repetirlos aquí. Me parece, eso sí, que sólo puede apreciarse rectamente la significatividad del complejo de castración si a la vez se toma en cuenta su génesis en la fase del primado del falo. (ver nota)(181)
Es notorio, asimismo, cuánto menosprecio por la mujer, horror a ella, disposición a la homosexualidad, derivan del convencimiento final acerca de la falta de pene en la mujer. Recientemente, Ferenczi (1923), con todo derecho, recondujo el símbolo mitológico del horror, la cabeza de Medusa, a la impresión de los genitales femeninos carentes de pene. (ver nota)(182)
Pero no se crea que el niño generaliza tan rápido ni tan de buen grado su observación de que muchas personas del sexo femenino no poseen pene; ya es un obstáculo para ello el supuesto de que la falta de pene es consecuencia de la castración a modo de castigo. El niño cree, al contrario, que sólo personas despreciables del sexo femenino, probablemente culpables de las mismas mociones prohibidas en que él mismo incurrió, habrían perdido el genital. Pero las personas respetables, como su madre, siguen conservando el pene. Para el niño, ser mujer no coincide todavía con falta del pene. (ver nota)(183) Sólo más tarde, cuando aborda los problemas de la génesis y el nacimiento de los niños, y colige que sólo mujeres pueden parir hijos, también la madre perderá el pene y, entretanto, se edificarán complejísimas teorías destinadas a explicar el trueque del pene a cambio de un hijo. Al parecer, con ello nunca se descubren los genitales femeninos. Como sabemos, el niño vive en el vientre (intestino) de la madre y es parido por el ano. Con estas últimas teorías sobrepasamos la frontera temporal del período sexual infantil.
No carece de importancia tener presentes las mudanzas que experimenta, durante el desarrollo sexual infantil, la polaridad sexual a que estamos habituados. Una primera oposición se introduce con la elección de objeto, que sin duda presupone sujeto y objeto. En el estadio de la
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organización pregenital sádico-anal no cabe hablar de masculino y femenino; la oposición entre activo y pasivo es la dominante. (ver nota)(184) En el siguiente estadio de la organización genital infantil hay por cierto algo masculino, pero no algo femenino; la oposición reza aquí: genital masculino, o castrado. Sólo con la culminación del desarrollo en la época de la pubertad, la polaridad sexual coincide con masculino y femenino. Lo masculino reúne el sujeto, la actividad y la posesión del pene; lo femenino, el objeto y la pasividad. La vagina es apreciada ahora como albergue del pene, recibe la herencia del vientre materno.
«Neurose und Psychose»
Nota introductoria(185)
En mi obra recientemente publicada, El yo y el ello 1923b), expuse una articulación del aparato anímico sobre la base de la cual pueden figurarse una serie de nexos de manera simple y panorámica. En otros puntos, por ejemplo los referidos al origen y al papel del superyó, mucho es lo que permanece oscuro y sin respuesta, Pues bien; es lícito pedir que aquella división demuestre ser utilizable y fecunda también respecto de otras cosas aunque sólo fuera para ver bajo una concepción nueva lo ya familiar, agruparlo de otro modo y describirlo más convincentemente. Por otra parte, es probable que tal aplicación conllevara el beneficio de retrotraernos de la gris teoría a la experiencia que reverdece eternamente. (ver nota)(186)
En la obra mencionada se describieron los múltiples vasallajes del yo, su posición intermedia entre mundo exterior y ello, y su afanoso empeño en acatar simultáneamente la voluntad de todos sus amos. Ahora bien: en conexión con una ilación de pensamiento inspirada desde otro lado, y cuyo asunto era la génesis y prevención de las psicosis, me acudió una fórmula simple sobre lo que quizás es la diferencia genética más importante entre neurosis y psicosis: La neurosis es el resultado de un conflicto entre el yo y su ello, en tanto que la psicosis es el desenlace análogo de una similar perturbación en los vínculos entre el yo y el mundo exterior.
Debe desconfiarse de las soluciones tan simples: advertencia justificada, sin duda. Pero nuestra máxima expectativa sobre esta fórmula se limita a que resulte correcta en lo más grueso. Ya sería algo. Y en efecto, uno se acuerda al instante de toda una serie de intelecciones y descubrimientos que parecen corroborar nuestro enunciado. Según resulta de todos nuestros análisis, las neurosis de trasferencia se generan porque el yo no quiere acoger ni dar trámite motor a una moción pulsional pujante en el ello, o le impugna el objeto que tiene por meta. En tales casos, el yo se defiende de aquella mediante el mecanismo de la represión; lo reprimido se revuelve contra ese destino y, siguiendo caminos sobre los que el yo no tiene poder alguno, se procura una subrogación sustitutiva que se impone al yo por la vía del compromiso: es el síntoma, A yo encuentra que este intruso amenaza y menoscaba su unicidad, prosigue la lucha contra el síntoma tal como se había defendido de la moción pulsional originaria, y todo esto da por resultado el cuadro de la neurosis.
De nada valdría objetar que el yo, cuando emprende la represión, obedece en el fondo a los dictados de su superyó, dictados que, a su vez, tienen su origen en los influjos del mundo exterior real que han encontrado su subrogación en el superyó. En efecto, queda en pie que el yo se ha puesto del lado de esos poderes, cuyos reclamos poseen en él más fuerza que las exigencias pulsionales del ello, y que el yo es el poder que ejecuta la represión de aquel sector del ello, afianzándola mediante la contrainvestidura de la resistencia. El yo ha entrado en conflicto con el ello, al servicio del superyó y de la realidad; he ahí la descripción válida para todas las neurosis de trasferencia.
Por el otro lado, igualmente fácil nos resulta tomar, de nuestra previa intelección del mecanismo de las psicosis, ejemplos referidos a la perturbación del nexo entre el yo y el mundo exterior. En la amentia de Meynert -la confusión alucinatoria aguda, acaso la forma más extrema e impresionante de psicosis-, el mundo exterior no es percibido de ningún modo, o bien su percepción carece de toda eficacia. (ver nota)(187) Normalmente, el mundo exterior gobierna al ello por dos caminos: en primer lugar, por las percepciones actuales, de las que siempre es posible obtener nuevas, y, en segundo lugar, por el tesoro mnémico de percepciones anteriores que forman, como «mundo interior», un patrimonio y componente del yo. Ahora bien, en la amentia no sólo se rehusa admitir nuevas percepciones; también se resta el valor psíquico (investidura) al mundo interior, que hasta entonces subrogaba al mundo exterior como su copia; el yo se crea, soberanamente un nuevo mundo exterior e interior, y hay dos hechos indudables: que este nuevo mundo se edifica en el sentido de las mociones de deseo del ello, y que el motivo de esta ruptura con el mundo exterior fue una grave frustración {denegación} de un deseo por parte de la realidad, una frustración que pareció insoportable. Es inequívoco el
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estrecho parentesco entre esta psicosis y el sueño normal. Ahora bien, la condición del soñar es el estado del dormir, uno de cuyos caracteres es el extrañamiento pleno entre percepción y mundo exterior. (ver nota)(188)
Acerca de otras formas de psicosis, las esquízofrenias, se sabe que tienden a desembocar en la apatía afectiva, vale decir, la pérdida de toda participación en el mundo exterior. Con relación a la génesis de las formaciones delirantes, algunos análisis nos han enseñado que el delirío se presenta como un parche colocado en el lugar donde originariamente se produjo una desgarradura en el vínculo del yo con el mundo exterior. Si esta condición (el conflicto con el mundo exterior) no es mucho más patente de lo que ahora la discernimos, ello se fundamenta en que en el cuadro clínico de la psicosis los fenómenos del proceso patógeno a mentido están ocultos por los de un intento de curación o de reconstrucción, que se les superponen. (ver nota)(189)
De todos modos, la etiología común para el estallído de una psiconeurosis o de una psicosis sigue siendo la frustración, el no cumplimiento de uno de aquellos deseos de la infancia, eternamente indómitos, que tan profundas raíces tienen en nuestra organización comandada filogenéticamente. Esa frustración siempre es, en su último fundamento, una frustración externa(190); en el caso individual, puede partir de aquella instancia interna (dentro del superyó) que ha asumido la subrogación del reclamo de la realidad. Ahora bien, el efecto patógeno depende de lo que haga el yo en semejante tensión conflictiva: si permanece fiel a su vasallaje hacia el mundo exterior y procura sujetar al ello, o si es avasallado por el ello y así se deja arrancar de la realidad, Pero esta situación en apariencia simple se complica por la existencia del superyó, quien, en un enlace que aún no logramos penetrar, reúne en sí influjos del ello tanto como del mundo exterior y es, por así decir, un arquetipo ideal de aquello que es la meta de todo querer-alcanzar del yo: la reconciliación entre sus múltiples vasallajes.(ver nota)(191) En todas las formas de enfermedad psíquica debería tomarse en cuenta la conducta del superyó, cosa que no se ha hecho todavía. Empero, podemos postular provisionalmente la existencia de afecciones en cuya base se encuentre un conflicto entre el yo y el superyó. El análisis nos da cierto derecho a suponer que la melancolía es un paradigma de este grupo, por lo cual reclamaríamos para esas perturbaciones el nombre de «psiconeurosis narcisistas». Y en verdad no desentonaría con nuestras impresiones que hallásemos motivos para separar de las otras psicosis estados como el de la melancolía. Pero entonces nos percatamos de que podríamos completar nuestra simple fórmula genética, sin desecharla. La neurosis de trasferencia corresponde al conflicto entre el yo y el ello, la neurosis narcisista al conflicto entre el yo y el superyó, la psicosis al conflicto entre el yo y el mundo exterior. Es verdad que a primera vista no sabemos decir si hemos obtenido efectivamente intelecciones nuevas o sólo hemos enriquecido nuestro acervo de fórmulas. Pero yo opino que esta posibilidad de aplicación por fuerza nos dará coraje para seguir teniendo en vista la articulación propuesta del aparato anímico en un yo, un superyó y un ello.
La afirmación de que neurosis y psicosis son generadas por los conflictos del yo con las diversas instancias que lo gobiernan, y por tanto corresponden a un malogro en la función del yo, quien, empero, muestra empeño por reconciliar entre sí todas esas exigencias diversas, exige otra elucidación que la completaría. Nos gustaría saber cuáles son las circunstancias y los medios con que el yo logra salir airoso, sin enfermar, de esos conflictos que indudablemente se presentan siempre. He ahí un nuevo campo de investigación. Sin duda que para dilucidarlo deberán convocarse los más diversos factores. Pero desde ahora pueden destacarse dos aspectos. Es indudable que el desenlace de tales situaciones dependerá de constelaciones económicas, de las magnitudes relativas de las aspiraciones en lucha recíproca. Y además: el yo tendrá la posibilidad de evitar la ruptura hacia cualquiera de los lados deformándose a sí mismo, consintiendo menoscabos a su unicidad y eventualmente segmentándose y partiéndose. (ver nota)(192) Las inconsecuencias, extravagancias y locuras de los hombres aparecerían así bajo una luz semejante a la de sus perversiones sexuales; en efecto: aceptándolas, ellos se ahorran represiones.
Para concluir, cabe apuntar un problema: ¿Cuál será el mecanismo, análogo a una represión, por cuyo intermedio el yo se desase del mundo exterior? Pienso que sin nuevas indagaciones no puede darse una respuesta, pero su contenido debería ser, como el de la represión, un débito de la investidura enviada por el yo. (ver nota)(193)
«Das ökonomische Problem des Masochismus»
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Nota introductoria(194)
Desde el punto de vista económico, la existencia de la aspiración masoquista en la vida pulsional de los seres humanos puede con derecho calificarse de enigmática. En efecto, el masoquismo es incomprensible si el principio de placer gobierna los procesos anímicos de modo tal que su meta in. mediata sea la evitación de displacer y la ganancia de placer. Si dolor y displacer pueden dejar de ser advertencias para constituirse, ellos mismos, en metas, el principio de placer queda paralizado, y el guardián de nuestra vida anímica, por así decir, narcotizado.
De este modo, el masoquismo se nos aparece bajo la luz de un gran peligro, lo cual no ocurre en absoluto con su contraparte, el sadismo. Nos sentimos tentados de dar al principio de placer el nombre de guardián de nuestra vida, y no sólo de nuestra vida anímica. Pero entonces se plantea la tarea de indagar la relación del principio de placer con las dos variedades de pulsiones que hemos distinguido, las pulsiones de muerte y las pulsiones eróticas (libidinosas) de vida, y no avanzaremos en la apreciación del problema masoquista hasta que no cumplamos con ese requerimiento.
Recuérdese que hemos concebido al principio que gobierna todos los procesos anímicos como un caso especial de la tendencia a la estabilidad(195), de Fechner; así, atribuimos al aparato anímico el propósito de reducir a la nada las sumas de excitación que le afluyen, o al menos mantenerlas en el mínimo grado posible. Barbara Low [1920, pág. 73.] propuso, para este afán supuesto del aparato, el nombre de principio de Nirvana, que aceptamos. (ver nota)(196) Pero identificamos apresuradamente el principio de placer-displacer con este principio de Nirvana. De ser idénticos, todo displacer debería coincidir con una elevación, y todo placer con una disminución, de la tensión de estímulo presente en lo anímico; el principio de Nirvana (y el principio de placer, supuestamente idéntico a él) estaría por completo al servicio de las pulsiones de muerte, cuya meta es conducir la inquietud de la vida a la estabilidad de lo inorgánico, y tendría por función alertar contra las exigencias de las pulsiones de vida -de la libido-, que procuran perturbar el ciclo vital a cuya consumación se aspira. Pues bien; esta concepción no puede ser correcta. Parece que registramos el aumento y la disminución de las magnitudes de estímulo directamente dentro de la serie de los sentimientos de tensión, y es indudable que existen tensiones placenteras y distensiones displacenteras. El estado de la excitación sexual es el ejemplo más notable de uno de estos incrementos placenteros de estímulo, aunque no el único por cierto.
Entonces, placer y displacer no pueden ser referidos al aumento o la disminución de una cantidad, que llamamos «tensión de estímulo», si bien es evidente que tienen mucho que ver con este factor. Parecieran no depender de este factor cuantitativo, sino de un carácter de él, que sólo podemos calificar de cualitativo. Estaríamos mucho más adelantados en la psicología si supiésemos indicar este carácter cualitativo. Quizá sea el ritmo, el ciclo temporal de las alteraciones, subidas y caídas de la cantidad de estímulo(197); no lo sabemos.
Comoquiera que fuese, deberíamos percatarnos de que el principio de Nirvana, súbdito de la pulsión de muerte, ha experimentado en el ser vivo una modificación por la cual devino principio de placer; y en lo sucesivo tendríamos que evitar considerar a esos dos principios como uno solo. Ahora bien, si nos empeñamos en avanzar en el sentido de esta reflexión, no resultará difícil colegir el poder del que partió tal modificación. Sólo pudo ser la pulsión de vida, la libido, la que de tal modo se conquistó un lugar junto a la pulsión de muerte en la regulación de los procesos vitales. Así obtenemos una pequeña, pero interesante, serie de copertenencias: el principio de Nirvana expresa la tendencia de la pulsión de muerte; el principio de placer subroga la exigencia de la libido, y su modificación, el principio de realidad(198), el influjo del mundo exterior.
En verdad, ninguno de estos tres principios es destituido por los otros. En general saben conciliarse entre sí, aun cuando en ocasiones desembocará forzosamente en conflictos el hecho de que por un lado se establezca como meta la rebaja cuantitativa de la carga de estímulo, por el otro un carácter cualitativo de ella y, en tercer lugar, una demora de la descarga de estímulo y una admisión provisional de la tensión de displacer.
La conclusión de estas elucidaciones es que no puede rehusarse al principio de placer el título de guardián de la vida.(ver nota)(199)
Volvamos al masoquismo. Se ofrece a nuestra observación en tres figuras: como una condición a la que se sujeta la excitación sexual, como una expresión de la naturaleza femenina y como una norma de la conducta en la vida (behaviour). De acuerdo con ello, es posible distinguir un masoquismo erógeno, uno femenino y uno moral, El primero, el masoquismo erógeno, el placer (gusto} de recibir dolor, se encuentra también en el fundamento de las otras dos formas: han de atribuírsele bases biológicas y constitucionales, y permanece incomprensible sí uno no se decide a adoptar ciertos supuestos acerca de constelaciones que son totalmente oscuras. La tercera forma de manifestación del masoquismo, en cierto sentido la más importante, sólo recientemente ha sido apreciada por el psicoanálisis como un sentimiento de culpa las más de las veces inconciente. Empero, ya admite un esclarecimiento pleno y su inserción dentro de la trama de nuestros conocimientos. En cuanto al masoquismo femenino, es el más accesible a nuestra observación, el menos enigmático, y se lo puede abarcar con la mirada en todos sus nexos. Empecemos con él nuestra exposición.
De esta clase de masoquismo en el varón (al que me limito aquí, en razón del material disponible) nos dan suficiente noticia las fantasías de personas masoquistas (y a menudo por eso impotentes), que o desembocan en el acto onanista o figuran por sí solas la satisfacción sexual. (ver nota)(200) Las escenificaciones(Veranstaltung} -reales de los perversos masoquistas responden punto por punto a esas fantasíss, ya sean ejecutadas como un fin en sí mismas o sirvan para producir la potencia e iniciar el acto sexual. En ambos casos -ya que aquellas no son sino la realización escénica (spielerische} de las fantasías- el contenido manifiesto es el mismo: ser amordazado, atado, golpeado dolorosamente, azotado, maltratado de cualquier modo, sometido a obediencia incondicional, ensuciado, denigrado. Es mucho más raro que dentro de este contenido se incluyan mutilaciones; cuando sucede, se les impone grandes limitaciones. La interpretación más inmediata y fácil de obtener es que el masoquista quiere ser tratado como un niño pequeño, desvalido y dependiente, pero, en particular, como un niño díscolo. Huelga aducir casuística; todo el material es homogéneo y accesible a cualquier observador, aunque no sea, analista. Pero si se tiene la oportunidad de estudiar casos en que
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las fantasías masoquistas hayan experimentado un procesamiento particularmente rico, es fácil descubrir que ponen a la persona en una situación característica de la feminidad, vale decir, significan ser castrado, ser poseído sexualmente o parir. Por eso he dado a esta forma de manifestación del masoquismo el nombre de «femenina», en cierto modo a potiori [sobre la base de sus ejemplos extremos], aunque muchísimos de sus elementos apuntan a la vida infantil. Sobre esta estratificación superpuesta de lo infantil y lo femenino daremos después un esclarecimiento simple. La castración o el dejar ciego, que la subroga, ha impreso a menudo su huella negativa en las fantasías: la condición de que a los genitales o a los ojos, justamente, no les pase nada. (Por lo demás, es raro que los martirios masoquistas cobren un aspecto tan serio como las crueldades -fantaseadas o escenificadas {inszeniert},-del sadismo.) En el contenido manifiesto de las fantasías masoquistas se expresa también un sentimiento de culpa cuando se supone que la persona afectada ha in-fringido algo (se lo deja indeterminado) que debe expiarse mediante todos esos procedimientos dolorosos y martiriza-dores. Esto aparece como una racionalización superficial de los contenidos masoquistas, pero detrás se esconde el nexo con la masturbación infantil. Y por otra parte, este factor, la culpa, nos lleva a la tercera forma, el masoquismo moral.
El masoquismo femenino que acabamos de describir se basa enteramente en el masoquismo primario, erógeno, el placer de recibir dolor; no obtendremos su explicación sin retomar el problema desde muy atrás.
En Tres ensayos de teoría sexual ( 1905d) , en la sección sobre las fuentes de la sexualidad infantil, formulé la tesis de que la excitación sexual se genera como efecto colateral, a raíz de una gran serie de procesos internos, para lo cual basta que la intensidad de estos rebase ciertos límites cuan-titativos». Y que quizás «en el organismo no ocurra nada de cierta importancia que no ceda sus componentes a la ex-citación de la pulsión sexual». (ver nota)(201) Según eso, también la ex-citación de dolor y la de displacer tendrían esa consecuencia. Esa coexcitación libidinosa provocada por una tensión dolorosa y displacentera sería un mecanismo fisiológico in-fantil que se agotaría luego. En las diferentes constituciones sexuales experimentaría diversos grados de desarrollo, y en todo caso proporcionaría la base fisiológica sobre la cual se erigiría después, como superestructura psíquica, el maso-quismo erógeno.
Ahora bien, esta explicación demuestra ser insuficiente al no arrojar ninguna luz sobre los vínculos regulares e íntimos entre el masoquismo y su contraparte en la vida pulsional, el sadismo. Si se retrocede algo más, hasta el supuesto de las dos variedades de pulsiones que consideramos operantes en el ser vivo, se llega a otra derivación, que, empero, no contradice a la anterior. En el ser vivo (pluricelular), la li-bido se enfrenta con la pulsión de destrucción o de muerte; esta, que impera dentro de él, querría desagregarlo y llevar a cada uno de los organismos elementales a la condición de la estabilidad inorgánica (aunque tal estabilidad sólo pueda ser relativa). La tarea de la libido es volver inocua esta pul-sión destructora; la desempeña desviándola en buena parte -y muy pronto con la ayuda de un sistema de órgano particular, la musculatura- hacia afuera, dirigiéndola hacia los objetos del mundo exterior. Recibe entonces el nombre de pulsión de destrucción, pulsión de apoderamiento, voluntad de poder. Un sector de esta pulsión es puesto directamente al servicio de la función sexual, donde tiene a su cargo una importante operación. Es el sadismo propiamente dicho. Otro sector no obedece a este traslado hacia afuera, permanece en el interior del organismo y allí es ligado libidinosamente con ayuda de la coexcitación sexual antes mencionada; en ese sector tenemos que discernir el masoquismo erógeno, originario. (ver nota)(202)
Nos falta todo saber fisiológico acerca de los caminos y los medios por los cuales pueda consumarse este domeñamiento(203) de la pulsión de muerte por la libido. Dentro del círculo de ideas del psicoanálisis, no cabe sino este supuesto: se producen una mezcla y una combinación muy vastas, y de proporciones variables, entre los dos clases de pulsión; así, no debemos contar con una pulsión de muerte y una de vida puras, sino sólo con contaminaciones de ellas, de- valencias diferentes en cada caso. Por efecto de ciertos factores, a tina mezcla de pulsiones puede corresponderle una desmezcla. No alcanzamos a colegir la proporción de las pulsiones de muerte que se sustraen de ese domeñamiento logrado mediante ligazón a complementos libidinosos.
Si se consiente alguna imprecisión, puede decirse que la pulsión de muerte actuante en el interior del organismo -el sadismo primordial- es idéntica al masoquismo. Después que su parte principal fue trasladada afuera, sobre los objetos, en el interior permanece, como su residuo, el genuino masoquismo erógeno, que por una parte ha devenido un componente de la libido, pero por la otra sigue teniendo como objeto al ser propio. Así, ese masoquismo sería un testigo y un relicto de aquella fase de formación en que aconteció la liga, tan importante para la vida, entre Eros y pulsión de muerte. No nos asombrará enterarnos de que el sadismo proyectado, vuelto hacia afuera, o pulsión de destrucción, puede bajo ciertas constelaciones ser introyectado de nuevo, vuelto hacia adentro, regresando así a su situación anterior. En tal caso da por resultado el masoquismo secundario, que viene a añadirse al originario.
El masoquismo erógeno acompaña a la libido en todas sus fases de desarrollo, y le toma prestados sus cambiantes revestimientos psíquicos. (ver nota)(204) La angustia de ser devorada por el animal totémico (padre) proviene de la organización oral, primitiva; el deseo de ser golpeado por el padre, de la fase sádico-anal, que sigue a aquella; la castración, si bien desmentida más tarde, interviene en el contenido de las fantasías masoquistas como sedimento del estadio fálico de organización(205); y, desde luego, las situaciones de ser poseído sexualmente y de parir, características de la feminidad, de rivan de la organización genital definitiva. También resulta fácil comprender el papel que las nalgas desempeñan en el masoquismo, prescindiendo de su obvio fundamento real. (ver nota)(206) Las nalgas son la parte del cuerpo preferida erógenamente en la fase sádico-anal, como lo son las mamas en la fase oral, y el pene en la genital.
La tercera forma del masoquismo, el masoquismo moral(207), es notable sobre todo por haber aflojado su vínculo con lo que conocemos como sexualidad. Es que en general todo padecer masoquista tiene por condición la de partir de la persona amada y ser tolerado por orden de ella; esta restricción desaparece en el masoquismo moral. El padecer como .tal es lo que importa; no interesa que lo inflija la persona amada o una indiferente; así sea causado por poderes o circunstancias impersonales, el verdadero masoquista ofrece su mejilla toda vez que se presenta la oportunidad de recibir una bofetada. Para explicar esta conducta es muy tentador dejar de lado la libido y limitarse al supuesto de que aquí la pulsión de destrucción fue vuelta de nuevo hacia adentro y ahora abate su furia sobre el sí-mismo propio; no obstante, debe de tener su sentido el hecho de que el. uso lingüístico no haya resignado el vínculo de esta norma de conducta en la vida con el erotismo, y llame también «masoquistas» a estos que se infieren
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daño a sí mismos.
Fieles a un hábito técnico, nos ocuparemos primero de la forma extrema, indudablemente patológica, de este masoquismo. En otro lugar(208) he señalado que en el tratamiento analítico nos topamos con pacientes cuyo comportamiento frente a los influjos de la cura nos fuerza a atribuirles un sentimiento de culpa «inconciente». Indiqué ahí aquello por lo cual se reconoce a estas personas (la «reacción terapéutica negativa»), y no dejé de consignar que la intensidad de una moción de esta índole significa una de las resistencias más graves y el mayor peligro para el éxito de nuestros propósitos médicos o pedagógicos. La satisfacción de este sentimiento inconciente de culpa es quizás el rubro más fuerte de la ganancia de la enfermedad, compuesta en general por varios de ellos, y el que más contribuye a la resultante de fuerzas que se revuelve contra la curación y no quiere resignar la condición de enfermo; el padecer que la neurosis, conlleva es justamente lo que la vuelve valiosa para la tendencia masoquista. También es instructivo enterarse de que, contrariando toda teoría y expectativa, una neurosis que se mostró refractaria a los empeños terapéuticos puede desaparecer si la persona cae en la miseria de un matrimonio desdichado, pierde su fortuna o contrae una grave enfermedad orgánica. En tales casos, una forma de padecer ha sido relevada por otra, y vemos que únicamente interesa poder retener cierto grado de padecimiento.
No es fácil que los pacientes nos crean cuando les señalamos ese sentimiento inconciente de culpa. Saben demasiado bien de las torturas (remordimiento) en que se exterioriza un sentimiento conciente de culpa, una conciencia de culpa, y por eso no pueden admitir que albergarían en su interior mociones de esa clase sin sentirlas para nada. Opino que, en cierta medida, daremos razón al veto de los pacientes sí renunciamos a la denominación «sentimiento inconciente de culpa», por lo demás incorrecta psicológicamente(209), y en cambio hablamos de una «necesidad de castigo», que nos permite recubrir de manera igualmente cabal el estado de cosas observado. Pero no podemos abstenernos de apreciar y localizar este sentimiento inconciente de culpa según el modelo del sentimiento conciente.
Hemos atribuido al superyó la función de la conciencia moral, y reconocido en el sentimiento de culpa la expresión de una tensión entre el yo y el superyó. El yo reacciona con sentimientos de culpa (angustia de la conciencia moral(210)) ante la percepción de que no está a la altura de los reclamos que le dirige su ideal, su superyó. Ahora queremos saber cómo ha llegado el superyó a este exigente papel, y por qué el yo tiene que sentir miedo en caso de haber diferencia con su ideal.
Si ya tenemos dicho que el yo encuentra su función en conciliar entre sí, en reconciliar, las exigencias de las tres instancias a las que sirve, podemos agregar que también para esto tiene en el superyó el arquetipo a que puede aspirar. En efecto, este superyó es el subrogado tanto del ello como del mundo exterior. (ver nota)(211) Debe su génesis a que los primeros objetos de las mociones libidinosas del ello, la pareja parental, fueron introyectados en el yo, a raíz de lo cual el vínculo con ellos fue desexualizado, experimentó un desvío de las metas sexuales directas. Sólo de esta manera se posibilitó la superación del complejo de Edipo. Ahora bien, el superyó conservó caracteres esenciales de las personas introyectadas: su poder, su severidad, su inclinación a la vigilancia y el castigo. Como lo he señalado en otro lugar,(212) es fácilmente concebible que la severidad resulte acrecentada por la desmezcla de pulsiones que acompaña a esa introducción en el yo. Ahora el superyó, la conciencia moral eficaz dentro de él, puede volverse duro, cruel, despiadado hacia el yo a quien tutela. De ese modo, el imperativo categórico de Kant es la herencia directa del complejo de Edipo.
Pero esas mismas personas que, como instancia de la conciencia moral, siguen ejerciendo una acción eficaz dentro del superyó después que dejaron de ser objetos de las mociones libidinosas del ello, pertenecen, además, al mundo exterior real. De este fueron tomadas; su poder, tras el que se ocultan todos los influjos del pasado y de la tradición, fue una de las exteriorizaciones más sensibles de la realidad. Merced a esta coincidencia, el superyó, el sustituto del complejo de Edipo, deviene también representante del mundo exterior real y, así, el arquetipo para el querer-alcanzar del yo.
De este modo, como ya fue conjeturado en un sentido histórico,(213) el complejo de Edipo demuestra ser la fuente de nuestra eticidad individual (moral). En el curso del desarrollo infantil, que lleva a la progresiva separación respecto de los progenitores, va retrocediendo la significatividad personal de estos para el superyó. A las imagos(214) que restan de ellos se anudan después los influjos de maestros, autoridades, modelos que uno mismo escoge y héroes socialmente reconocidos, cuyas personas ya no necesitan ser introyectadas por el yo, que ha devenido más resistente {resistent}. La figura última de esta serie que empieza con los progenitores es el oscuro poder del destino, que sólo los menos de nosotros podemos concebir impersonalmente. Es poco lo que puede objetarse al literato holandés Multatuli(215) cuando sustituye la [destino] de los griegos por la pareja divina [razón y necesidad(216)]; pero todos los que trasfieren la guía del acontecer universal a la Providencía, a Dios, o a Dios y la Naturaleza, son sospechosos de sentir a estos poderes, no obstante ser los más exteriores y los más remotos, como si fueran una pareja de progenitores -vale decir, mitológicamente- y de creerse enlazados con ellos por ligazones libidinosas. En mi obra El yo y el ello (1923b) he intentado derivar también la angustia realista de muerte de los seres humanos de una concepción como esta, parental, del destino. Parece muy difícil librarse de ella.
Tras estas consideraciones preliminares podemos volver a la apreciación del masoquismo moral. Dijimos que la conducta -en la cura y en su vida- de las personas aquejadas despierta la impresión de que sufrieran una desmedida inhibición moral y estuvieran bajo el imperio de una conciencia moral particularmente susceptible, aunque no les sea conciente nada de esa hipermoral. Pero, si lo estudiamos de más cerca, notamos bien la diferencia que media entre esa continuación inconciente de la moral y el masoquismo moral. En la primera, el acento recae sobre el sadismo acrecentado del superyó, al cual el yo se somete; en la segunda, en cambio, sobre el genuino masoquismo del yo, quien pide castigo, sea de parte del superyó, sea de los poderes parentales de afuera. Pero nuestra confusión inicial puede disculparse, pues en los dos casos se trata de una relación entre el yo y el superyó o poderes equiparables a este último; y en ambos el resultado es una necesidad que se satisface mediante castigo y padecimiento. Además, difícilmente sea un detalle sin importancia que el sadismo del superyó deviene conciente casi siempre con estridencia, mientras que el afán masoquista del yo permanece en general oculto para la persona y se lo debe descubrir por su conducta.
La condición de inconciente del masoquismo moral nos pone sobre una pista interesante. Podríamos traducir la expresión «sentimiento inconciente de culpa» por «necesidad de ser castigado por un poder parental». Ahora bien, sabemos que el deseo de ser golpeado por el
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padre, tan frecuente en fantasías, está muy relacionado con otro deseo, el de entrar con él en una vinculación sexual pasiva (femenina), y no es más que la desfiguración regresiva de este último. Si referimos este esclarecimiento al contenido del masoquismo moral, se nos vuelve evidente su secreto sentido. La conciencia moral y la moral misma nacieron por la superación, la desexualización, del complejo de Edipo; mediante el masoquismo moral, la moral es resexualizada, el complejo de Edipo es reanimado, se abre la vía para una regresión de Ia moral al complejo de Edipo. Y ello no redunda en beneficio de la moral ni del individuo. Es verdad que este puede haber conservado, junto a su masoquismo, su eticidad íntegra o cierto grado de ella, pero también es posible que en el masoquismo naufrague buena parte de su conciencia moral. Por otra parte, este último crea la tentación de un obrar «pecaminoso», que después tiene que ser expiado con los reproches de la conciencia moral sádica (como en tantos tipos rusos de carácter) o con el castigo del destino, ese gran poder parental. Para provocar el castigo por parte de esta última subrogación de los progenitores, el masoquista se ve obligado a hacer cosas inapropiadas, a trabajar en contra de su propio beneficio, destruir las perspectivas que se le abren en el mundo real y, eventualmente, aniquilar su propia existencia real.
La reversión del sadismo hacía la persona propia ocurre regularmente a raíz de la sofocación cultural de las pulsiones, en virtud de la cual la persona se abstiene de aplicar en su vida buena parte de sus componentes pulsionales destructivos. Cabe imaginar que esta parte relegada de la pulsión de destrucción salga a la luz como un acrecentamiento del masoquismo en el interior del yo. Empero, los fenómenos de la conciencia moral dejan colegir que la destrucción que retorna desde el mundo exterior puede ser acogida por el superyó, y aumentar su sadismo hacia el yo, aun sin mediar aquella mudanza. El sadismo del superyó y el masoquismo del yo se complementan uno al otro y se aúnan para provocar las mismas consecuencias. Opino que sólo así es posible comprender que de la sofocación de las pulsiones resulte -con frecuencia o en la totalidad de los casos- un sentimiento de culpa, y que la conciencia moral se vuelva tanto más severa y susceptible cuanto más se abstenga la persona de agredir a los demás. (ver nota)(217) De un individuo que sabe, acerca de sí mismo, que suele evitar agresiones culturalmente indeseadas, cabría esperar que por esa razón tuviera buena conciencia y vigilara a su yo con menor desconfianza. Lo habitual es presentar las cosas como si el reclamo ético fuera lo primario y la renuncia de lo pulsional su consecuencia. Pero así queda sin explicar el origen de la eticidad. En realidad, parece ocurrir lo inverso; la primera renuncia de lo pulsional es arrancada por poderes exteriores, y es ella la que crea la eticidad, que se expresa en la conciencia moral y reclama nuevas renuncias de lo pulsional. (ver nota)(218)
Así, el masoquismo moral pasa a ser el testimonio clásico de la existencia de la mezcla de pulsiones. Su peligrosidad se debe a que desciende de la pulsión de muerte, corresponde a aquel sector de ella que se ha sustraído a su vuelta hacia afuera como pulsión de destrucción. Pero como, por otra parte, tiene el valor psíquico{Bedeutung} de un componente erótico, ni aun la autodestrucción de la persona puede producirse sin satisfacción libidinosa. (ver nota)(219)
«Der Untergang des Ödipuskomplexes»
(ver nota)(220) Nota introductoria(221)
El complejo de Edipo revela cada vez más su significación como fenómeno central del período sexual de la primera infancia. Después cae sepultado, sucumbe a la represión -como decimos-, y es seguido por el período de latencia. Pero todavía no se ha aclarado a raíz de qué se va a pique {al fundamento}; los análisis parecen enseñarlo: a raíz de las dolorosas desilusiones acontecidas. La niñita, que quiere considerarse la amada predilecta del padre, forzosamente tendrá que vivenciar alguna seria reprimenda de parte de él, y se verá arrojada de los cielos. El varoncito, que considera a la madre como su propiedad, hace la experiencia de que ella le quita amor y cuidados para entregárselos a un recién nacido. Y la reflexión acrisola el valor de estos influjos, destacando el carácter inevitable de tales experiencias penosas, antagónicas al contenido del complejo, Aun donde no ocurren acontecimientos particulares, como los mencionados a manera de ejemplos, la falta de la satisfacción esperada, la continua denegación del hijo deseado, por fuerza determinarán que los pequeños enamorados se
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extrañen de su inclinación sin esperanzas. Así, el complejo de Edipo se iría al fundamento a raíz de su fracaso, como resultado de su imposibilidad interna.
Otra concepción dirá que el complejo de Edipo tiene que caer porque ha llegado el tiempo de su disolución, así como los dientes de leche se caen cuando salen los definitivos. Es verdad que el complejo de Edipo es vivenciado de manera enteramente individual por la mayoría de los humanos, pero es también un fenómeno determinado por la herencia, dispuesto por ella, que tiene que desvanecerse de acuerdo con el programa cuando se inicia la fase evolutiva siguiente, predeterminada. Entonces, es bastante indiferente conocer las ocasiones a raíz de las cuales ello acontece, y aun que se las pueda averiguar. (ver nota)(222)
No puede negarse el derecho que asiste a ambas concepciones, pues las dos lo tienen. Pero además son compatibles entre sí; queda espacio para la ontogenética junto a la filogenética, de miras más vastas. También el individuo íntegro, por su nacimiento, ya está destinado a morir; y acaso ya su disposición orgánica contiene el indicio de aquello por lo cual morirá. Empero, sigue siendo interesante averiguar cómo se cumple el programa congénito y cómo ciertos daños accidentales sacan partido de la disposición.
Ultimamente(223) se ha aguzado nuestra sensibilidad para la percepción de que el desarrollo sexual del niño progresa hasta una fase en que los genitales ya han tomado sobre sí el papel rector. Pero estos genitales son sólo los masculinos (más precisamente, el pene), pues los femeninos siguen sin ser descubiertos. Esta fase fálica, contemporánea a la del complejo de Edipo, no prosigue su desarrollo hasta la organización genital definitiva, sino que se hunde y es relevada por el período de latencia. Ahora bien, su desenlace se consuma de manera típica y apuntalándose en sucesos que retornan de manera regular.
Cuando el niño (varón) ha volcado su interés a los genitales, lo deja traslucir por su vasta ocupación manual en ellos, y después tiene que hacer la experiencia de que los adultos no están de acuerdo con ese obrar. Más o menos clara, más o menos brutal, -sobreviene la amenaza de que se le arrebatará esta parte tan estimada por él. La mayoría de las veces, la amenaza de castración proviene de mujeres; a menudo, ellas buscan reforzar su autoridad invocando al padre o al doctor, quienes, según lo aseguran, consumarán el castigo. En cierto número de casos, las mujeres mismas proceden a una mitigación simbólica de la amenaza, pues no anuncian la eliminación de los genitales, en verdad pasivos, sino de la mano, activamente pecaminosa. Y con notable frecuencia acontece que al varoncito no se lo amenaza con la castración por jugar con la mano en el pene, sino por mojar todas las noches su cama y no habituarse a la limpieza. Las personas encargadas de la crianza se comportan como si esa incontinencia nocturna fuese consecuencia y prueba de que el niño se ocupa de su pene con demasiado ardor, y probablemente aciertan en ello. (ver nota)(224) Comoquiera que sea, la persistencia en mojarse en la cama ha de equipararse a la polución del adulto: una expresión de la misma excitación genital que en esa época ha esforzado al niño a la masturbación.
Ahora bien, la tesis es que la organización genital fálica del niño se va al fundamento a raíz de esta amenaza de castración. Por cierto que no enseguida, ni sin que vengan a sumarse ulteriores influjos. En efecto, al principio el varoncito no presta creencia ni obediencia algunas a la amenaza. El psicoanálisis ha atribuido renovado valor a dos clases de experiencias de que ningún niño está exento y por las cuales debería estar preparado para la pérdida de partes muy apreciadas de su cuerpo: el retiro del pecho materno, primero temporario y definitivo después, y la separación del contenido de los intestinos, diariamente exigido. Pero nada se advierte en cuanto a que estas experiencias tuvieran algún efecto con ocasión de la amenaza de castración. (ver nota)(225) Sólo tras hacer una nueva experiencia empieza el niño a contar con la posibilidad de una castración, y aun entonces con vacilaciones, a disgusto y no sin empeñarse en reducir el alcance de su propia observación.
La observación que por fin quiebra la incredulidad del niño es la de los genitales femeninos. Alguna vez el varoncito, orgulloso de su posesión del pene, llega a ver la región genital de una niñita, y no puede menos que convencerse de la falta de un pene en un ser tan semejante a él. Pero con ello se ha vuelto representable la pérdida del propio pene, y la amenaza de castración obtiene su efecto con posterioridad {nachträlglich}.
No debemos ser tan miopes como la persona encargada de la crianza que amenaza con la castración, y pasar por alto que la vida sexual del niño en esa época en modo alguno se agota en la masturbación. Se la puede pesquisar en la actitud edípica hacia sus progenitores; la masturbación es sólo la descarga genital de la excitación sexual perteneciente al complejo, y a esta referencia deberá su significatividad para todas las épocas posteriores. El complejo de Edipo ofrecía al niño dos posibilidades de satisfacción, una activa y una pasiva. Pudo situarse de manera masculina en el lugar del padre y, como él, mantener comercio con la madre, a raíz de lo cual el padre fue sentido pronto como un obstáculo; o quiso sustituir a la madre y hacerse amar por el padre, con lo cual la madre quedó sobrando. En cuanto a la naturaleza del comercio amoroso satisfactorio, el niño sólo debe de tener representaciones muy imprecisas; pero es cierto que el pene cumplió un papel, pues lo atestiguaban sus sentimientos de órgano. No tuvo aún ocasión alguna para dudar de que la mujer posee un pene. Ahora bien, la aceptación de la posibilidad de la castración, la intelección de que la mujer es castrada, puso fin a las dos posibilidades de satisfacción derivadas del complejo de Edipo. En efecto, ambas conllevaban la pérdida del pene; una, la masculina, en calidad de castigo, y la otra, la femenina, como premisa. Si la satisfacción amorosa en el terreno del complejo de Edipo debe costar el pene, entonces por fuerza estallará el conflicto entre el interés narcisista en esta parte del cuerpo y la investidura libidinosa de los objetos parentales. En este conflicto triunfa normalmente el primero de esos poderes: el yo del niño se extraña del complejo de Edipo.
En otro lugar he expuesto el modo en que esto acontece. (ver nota)(226) Las investiduras de objeto son resignadas y sustituidas por identificación. La autoridad del padre, o de ambos progenitores, introyectada en el yo, forma ahí el núcleo del superyó, que toma prestada del padre su severidad, perpetúa la prohibición del incesto y, así, asegura al yo contra el retorno de la investidura libidinosa de objeto. Las aspiraciones libidinosas pertenecientes al complejo de Edipo son en parte desexualizadas y sublimadas, lo cual probablemente acontezca con toda trasposición en identificación, y en parte son inhibidas en su meta y mudadas en mociones tiernas. El proceso en su conjunto salvó una vez s los genitales, alejó de ellos el peligro de la pérdida, y además los paralizó, canceló su función. Con ese proceso se inicia el período de latencia, que viene a interrumpir el desarrollo sexual del niño.
No veo razón alguna para denegar el nombre de «represión» al extrañamiento del yo respecto del complejo de Edipo, si bien las represiones posteriores son llevadas a cabo la mayoría de las veces con participación del superyó, que aquí recién se forma. Pero el proceso descrito es más
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que una represión; equivale, cuando se consuma idealmente, a una destrucción y cancelación del complejo. Cabe suponer que hemos tropezado aquí con la frontera, nunca muy tajante, entre lo normal y lo patológico. Si el yo no ha logrado efectivamente mucho más que una represión del complejo, este subsistirá inconciente en el ello y más tarde exteriorizará su efecto patógeno.
Tales son los nexos que la observación analítica permite discernir o colegir entre organización fálica, complejo de Edipo, amenaza de castración, formación del superyó y período de latencia. Justifican la tesis de que el complejo de Edipo se va al fundamento a raíz de la amenaza de castración. Pero con ello no queda resuelto el problema; resta espacio para una especulación teórica que puede desechar el resultado obtenido o ponerlo bajo una nueva luz. Antes de internarnos por este camino, tenemos que ocuparnos de un problema que se planteó en el curso de nuestras anteriores elucidaciones y todo el tiempo fue relegado. Según se dijo expresamente, el proceso descrito se refiere sólo al niño de sexo masculino. ¿Cómo se consuma el correspondiente desarrollo en la niña pequeña?
Nuestro material se vuelve aquí -incomprensiblemente. (ver nota)(227) Mucho más oscuro y lagunoso. También el sexo femenino desarrolla un complejo de Edipo, un superyó y un período de latencia. ¿Puede atribuírsele también una organización fálica y un complejo de castración? La respuesta es afirmativa, pero las cosas no pueden suceder de igual manera que en el varón. La exigencia feminista de igualdad entre los sexos no tiene aquí mucha vigencia; la diferencia morfológica tiene que exteriorizarse en diversidades del desarrollo psíquico. (ver nota)(228) Parafraseando una sentencia de Napoleón, «la anatomía es el destino». El clítoris de la niñita se comporta al comienzo en un todo como un pene, pero ella, por la comparación con un compañerito de juegos, percibe que es «demasiado corto», y siente este hecho como un perjuicio y una món de inferioridad. Durante un tiempo se consuela con la expectativa de que después, cuando crezca, ella tendrá un apéndice tan grande como el de un muchacho. Es en este punto donde se bifurca el complejo de masculinidad de la mujer. (ver nota)(229) Pero la niña no comprende su falta actual como un carácter sexual, sino que lo explica mediante el supuesto de que una vez poseyó un miembro igualmente grande, y después lo perdió por castración. No parece extender esta inferencia de sí misma a otras mujeres, adultas, sino que atribuye a estas, exactamente en el sentido de la fase fálica, un genital grande y completo, vale decir, masculino. Así se produce esta diferencia esencial: la niñita acepta la castración como un hecho consumado, mientras que el varoncito tiene miedo a la posibilidad de su consumación.
Excluida la angustia de castración, está ausente también un poderoso motivo para instituir el superyó e interrumpir la organización genital infantil. Mucho más que en el varón, estas alteraciones parecen ser resultado de la educación, del amedrentamiento externo, que amenaza con la pérdida de ser-amado. El complejo de Edipo de la niñita es mucho más unívoco que el del pequeño portador del pene; según mi experiencia, es raro que vaya más allá de la sustitución de la madre y de la actitud femenina hacia el padre. La renuncia al pene no se soportará sin un intento de resarcimiento. La muchacha se desliza -a lo largo de una ecuación simbólica, diríamos- del pene al hijo; su complejo de Edipo culmina en el deseo, alimentado por mucho tiempo, de recibir como regalo un hijo del padre, parirle un hijo. (ver nota)(230) Se tiene la impresión de que el complejo de Edipo es abandonado después poco a poco porque este deseo no se cumple nunca. Ambos deseos, el de poseer un pene y el de recibir un hijo, permanecen en lo inconciente, donde se conservan con fuerte investidura y contribuyen a preparar al ser femenino para su posterior papel sexual. La menor intensidad de la contribución sádica a la pulsión sexual, que es lícito conjugar con la mutilación del pene, facilita la mudanza de las aspiraciones directamente sexuales en aspiraciones tiernas de meta inhibida. Pero en conjunto es preciso confesar que nuestras intelecciones de estos procesos de desarrollo que se cumplen en la niña son insatisfactorias, lagunosas y vagas. (ver nota)(231)
No tengo ninguna duda de que los vínculos causales y temporales aquí descritos entre complejo de Edipo, amedrentamiento sexual (amenaza de castración), formación del superyó e introducción del período de latencia son de naturaleza típica; pero no tengo el propósito de aseverar que ese tipo es el único posible. Variaciones en la secuencia temporal y en el encadenamiento de estos procesos no pueden menos que revestir considerable importancia para el desarrollo del individuo.
Desde la publicación del interesante estudio de Otto Rank acerca del «trauma del nacimiento» [1924], por otra parte, ya no se puede admitir sin ulterior examen el resultado de esta pequeña indagación, a saber, que el complejo de Edipo del varoncito se va al fundamento a raíz de la angustia de castración. Pero me parece prematuro internarse hoy en ese examen, y quizá sea también inadecuado iniciar la crítica o apreciación de la concepción de Rank en este punto. (ver nota)(232)