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lunes, 13 de enero de 2014

Volumen XXI: 3. Fetichismo (1927) 4. El humor (1927) 5. Una vivencia religiosa (1928 [1927]) 6. Dostoievski y el parricidio (1928 [1927])

3. Fetichismo (1927) 4. El humor (1927) 5. Una vivencia religiosa (1928 [1927]) 6. Dostoievski y el parricidio (1928 [1927])

«Fetischismus»
Nota introductoria(111)
En los últimos años tuve oportunidad de estudiar analíticamente cierto número de varones cuya elección de objeto era regida por un fetiche. No se crea que esas personas recurrieron al análisis necesariamente a causa del fetiche, pues si bien este es discernido como una anormalidad por sus adictos, rara vez lo sienten como un síntoma que provoque padecimiento; las más de las veces están muy contentos con él y hasta alaban las facilidades que les brinda en su vida amorosa. En general, entonces, el fetiche desempeñó el papel de un diagnóstico subsidiario,
Por obvias razones, los detalles de estos casos no son aptos para la publicidad. En razón de ello, no puedo mostrar cómo circunstancias contingentes contribuyeron a la elección del fetiche. El caso más asombroso pareció el de un joven que había elevado a la condición fetichista cierto «brillo en la nariz». Se obtuvo un esclarecimiento sorprendente al averiguar que el paciente había sido criado en Inglaterra pero luego se estableció en Alemania, donde olvidó casi por completo su lengua materna. Ese fetiche, que provenía de su primera infancia, no debía leerse en alemán, sino en inglés: el «brillo {GIanz} en la nariz» era en verdad una «mirada en la nariz» («glance», «mirada»); en consecuencia, el fetiche era la nariz, a la que por lo demás él prestaba a voluntad esa particular luz brillante que otros no podían percibir.
La respuesta que el análisis arrojó acerca del sentido y el propósito del fetiche fue en todos los casos la misma. Se la obtuvo de manera tan espontánea y me resultó tan convincente que estoy preparado para esperar la misma solución en cada caso de fetichismo, universalmente. Si ahora comunico que el fetiche es un sustituto del pene, sin duda provocaré desilusión. Por eso me apresuro a agregar que no es el sustituto de uno cualquiera, sino de un pene determinado, muy particular, que ha tenido gran significatividad en la primera infancia, pero se perdió más tarde. Esto es: normalmente debiera ser resignado, pero justamente el fetiche está destinado a preservarlo de su sepultamiento {Untergang} - Para decirlo con mayor claridad: el fetiche es el sustituto del falo de la mujer (de la madre) en que el varoncito ha creído y al que no quiere renunciar -sabemos por qué- (ver nota(112))
He aquí, pues, el proceso: el varoncito rehusó darse por enterado de un hecho de su percepción, a saber, que la mujer no posee pene. No, eso no puede ser cierto, pues si la mujer está castrada, su propia posesión de pene corre peligro, y en contra de ello se revuelve la porción de narcisismo con que la naturaleza, providente, ha dotado justa. mente a ese órgano. Acaso el adulto vivenciará luego un pánico semejante si se proclama que el trono y el altar peligran, y lo llevará a parecidas consecuencias ¡lógicas. Si no me equivoco, Laforgue diría en este caso que el muchacho «escotomiza» la percepción de la falta de pene en la mujer (ver nota(113)). Un término nuevo se justifica cuando describe o destaca una nueva relación entre las cosas. No es el caso aquí; la pieza más antigua de nuestra terminología psicoanalítica, la palabra «represión» {«Verdrängung», «desalojo»}, se refiere ya a ese proceso patológico. Si en este se quiere separar de manera más nítida el destino de la representación del destino del afecto (ver nota(114)), y reservar el término «represión» para el afecto, «desmentida» {«Verleugnung(115)»} seria la designación alemana correcta para el destino de la representación. «Escotomización» me parece particularmente inapropiado porque evoca la idea de que la percepción se borraría de plano, de modo que el resultado sería el mismo que si una impresión visual cayera sobre el punto ciego de la retina. Pero en la situación que consideramos, por el contrarío, parece que la percepción permanece y se emprendió una acción muy enérgica para sustentar su desmentida. No es correcto que tras su observación de la mujer el niño haya salvado para sí, incólume, su creencia en el falo de aquella. La ha conservado, pero también la ha resignado; en el conflicto entre el peso de la percepción indeseada y la intensidad del deseo contrarío se ha llegado a un compromiso como sólo es posible bajo el imperio de las leyes del pensamiento inconciente -de los procesos primarios- Sí; en lo psíquico la mujer sigue teniendo un pene, pero este pene ya no es el mismo que antes era. Algo otro lo ha remplazado; fue designado su sustituto, por así decir, que entonces hereda el interés que se había dirigido al primero. Y aún más: ese interés experimenta un extraordinario aumento porque el horror a la castración se ha erigido un monumento recordatorio con la creación de este sustituto. Como stigma indelebile de la represión sobrevenida permanece, además, la enajenación respecto de los reales genitales femeninos, que no falta en ningún fetichista. Ahora se tiene una visión panorámica de lo que el fetiche rinde y de la vía por la cual se lo mantiene. Perdura como el signo del triunfo sobre la amenaza de castración y de la protección contra ella y le ahorra al fetichista el devenir homosexual, en tanto presta a la mujer aquel carácter por el cual se vuelve soportable como objeto sexual. En la vida posterior, el fetichista cree gozar todavía de otra ventaja de su sustituto genital. Los otros no disciernen la significación del fetiche, y por eso no lo rehusan; es accesible con facilidad, y resulta cómodo

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obtener la satisfacción ligada con él. Lo que otros varones requieren y deben empeñarse en conseguir, no depara al fetichista trabajo alguno.
Probablemente a ninguna persona del sexo masculino le es ahorrado el terror a la castración al ver los genitales femeninos. ¿Por qué algunos se vuelven homosexuales a consecuencia de esa impresión, otros se defienden de ella creando un fetiche y la inmensa mayoría la supera? He ahí algo que por cierto no sabemos explicar. Es posible que, de todas las condiciones cooperantes, no conozcamos todavía las decisivas para los raros desenlaces patológicos; por lo demás, contentémonos con poder explicar lo que acontece, y considerémonos autorizados a desechar provisionalmente la tarea de explicar por qué algo no acontece.
Cabría esperar que, en sustitución del falo femenino que se echó de menos, se escogieran aquellos órganos u objetos que también en otros casos subrogan al pene en calidad de símbolos. Acaso ello ocurra con bastante frecuencia, pero sin duda no es lo decisivo. En la instauración del fetiche parece serlo, más bien, la suspensión de un proceso, semejante a la detención del recuerdo en la amnesia traumática también en aquella el interés se detiene como a mitad de camino; acaso se retenga como fetiche la última impresión anterior a la traumática, la ominosa {unheimlich}. Entonces, el pie o el zapato -o una parte de ellos- deben su preferencia como fetiches a la circunstancia de que la curiosidad del varoncito fisgoneó los genitales femeninos desde abajo, desde las piernas (ver nota(116)); pieles y terciopelo -esto ya había sido conjeturado desde mucho antes- fijan la visión del vello pubiano, a la que habría debido seguir la ansiada visión del miembro femenino; las prendas interiores, que tan a menudo se escogen como fetiche, detienen el momento del desvestido, el último en que todavía se pudo considerar fálica a la mujer. Empero, no pretendo aseverar que en todos los casos se averigüe con trasparente certeza la determinación del fetiche. Ha de recomendarse perentoriamente la indagación del fetichismo a todos aquellos que todavía dudan de la existencia del complejo de castración o pueden creer que el terror ante los genitales femeninos tiene otro fundamento (p. ej., que deriva del supuesto recuerdo del trauma del nacimiento) (ver nota(117)).
Para mí, el esclarecimiento del fetiche tiene aún otro interés teórico. Hace poco, por un camino puramente especulativo, di con el enunciado de que la diferencia esencial entre neurosis y psicosis reside en que en la primera el yo sofoca, al servicio de la realidad, un fragmento del ello, mientras que en la psicosis se deja arrastrar por el ello a desasirse de un fragmento de la realidad; y aun he vuelto otra vez sobre el mismo tema (118). Pero pronto tuve ocasión de lamentar mi osadía de avanzar tanto. Por el análisis de dos jóvenes averigüé que ambos no se habían dado por enterados, en su segundo y su décimo año de vida, respectivamente, de la muerte de su padre; la habían «escotomizado» ... a pesar de lo cual ninguno había desarrollado una psicosis. Vale decir que en su caso el yo había desmentido un fragmento sin duda sustantivo de la realidad, como hace el yo del fetichista con el hecho desagradable de la castración de la mujer. Empecé a vislumbrar también que los sucesos de esta índole en modo alguno son raros en la vida infantil, y pude tenerme por convicto de mi error en la caracterización de neurosis y psicosis. Es cierto que quedaba un expediente: acaso mi fórmula se corroboraba sólo para un grado más alto de diferenciación dentro del aparato psíquico; le estaría permitido al niño lo que en el adulto por fuerza se castigaría con un grave deterioro. Pero ulteriores indagaciones llevaron a solucionar de otro modo la contradicción.
más que los fetichistas la castración de la mujer. Dentro de la vida anímica de aquellos, sólo una corriente no había reconocido la muerte del padre; pero existía otra que había dado cabal razón de ese hecho: coexistían, una junto a la otra, la actitud acorde al deseo y la acorde a la realidad. En uno de los dos casos, esa escisión pasó a ser la base de una neurosis obsesiva de mediana gravedad; en todas las situaciones de su vida el joven oscilaba entre dos premisas: una, que el padre seguía con vida y estorbaba su actividad, y la contrapuesta, que tenía derecho a considerarse el heredero del padre fallecido. Me es posible, en consecuencia, mantener la expectativa de que en el caso de la psicosis una de esas corrientes, la acorde con la realidad, faltaría efectivamente.
Si vuelvo a la descripción del fetichismo, tengo que señalar que ciertamente hay numerosas e importantes pruebas de la bi-escindida actitud del fetichista frente al problema de la castración de la mujer. En casos muy refinados, es en la construcción del fetiche mismo donde han encontrado cabida tanto la desmentida como la aseveración de la castración. Así en un hombre cuyo fetiche consistía en unas bragas íntimas, como las que pueden usarse a modo de malla de baño. Esta pieza de vestimenta ocultaba por completo los genitales y la diferencia de los genitales. Según lo demostró el análisis, significaba tanto que la mujer está castrada cuanto que no está castrada, y además permitía la hipótesis de la castración del varón, pues todas esas posibilidades podían esconderse tras las bragas, cuyo primer esbozo en la infancia había sido la hoja de higuera de una estatua. Un fetiche tal, doblemente anudado a partir de opuestos, se sostiene particularmente bien, desde luego. En otros casos, la bi-escisión se muestra en lo que el fetichista hace -en la realidad o en la fantasía- con su fetiche. No sería exhaustivo destacar que venera al fetiche: en muchos casos lo trata de una manera que evidentemente equivale a una figuración de la castración. Esto acontece, en particular, cuando se ha desarrollado una fuerte identificación-padre; el fetichista desempeña entonces el papel del padre, a quien el niño, en efecto, había atribuido la castración de la mujer. La ternura y la hostilidad en el tratamiento del fetiche, que respectivamente corren en igual sentido que la desmentida y la admisión de la castración, se mezclan en diferentes casos en proporciones desiguales, de suerte que una u otra se dan a conocer con mayor nitidez. A partir de aquí uno cree comprender, si bien a la distancia, la conducta del cortador de trenzas(119) en quien ha esforzado hacia adelante {vordrängen} la necesidad de escenificar la castración que él desconoce. Su acción reúne en sí las dos aseveraciones recíprocamente inconciliables: la mujer ha conservado su pene, y el padre ha castrado a la mujer. Otra variante, pero que al mismo tiempo constituiría un paralelo del fetichismo en la psicología de los pueblos, sería la costumbre de los chinos de mutilar primero el pie femenino para luego venerar a lo mutilado como a un fetiche. Se creería que el hombre chino quiere agradecer a la mujer haberse sometido a la castración.
Para concluir, es lícito formular este enunciado: el modelo normal del fetiche es el pene del varón, así como ese órgano inferior, el pequeño pene real de la mujer, el clítoris (ver nota(120)).

Resultó, en efecto, que esos dos jóvenes no habían «escotomizado» la muerte de su padre
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placer a quien lo hace, y que al espectador no involucrado le corresponde una pareja ganancia

«Der Humor»
Nota introductoria(121)
En mi escrito sobre El chiste y su relación con lo inconciente (1905c) traté del humor, en verdad, sólo desde el punto de vista económico. Me pareció haber hallado la fuente del placer procurado por el humor, y haber demostrado, según creo, que la ganancia de placer humorístico proviene del ahorro de un gasto de sentimiento (vernota(122)).
El proceso humorístico puede consumarse de dos maneras: en una única persona, que adopta ella misma la actitud humorística, mientras a la segunda persona le corresponde el papel del espectador y usufructuario, o bien entre dos personas, una de las cuales no tiene participación alguna en el proceso humorístico, pero la segunda la hace objeto de su consideración humorística. Para detenernos en el más grosero ejemplo (ver nota(123)), cuando el delincuente que es llevado al cadalso un lunes manifiesta: «¡Vaya, empieza bien la semana!», desarrolla él mismo el humor, el proceso humorístico se consuma en su persona y es evidente que le aporta cierta complacencia. A mí, el oyente no involucrado, me alcanza en cierto modo un efecto a distancia de la operación humorística del criminal; registro, quizá de manera semejante a él, la ganancia de placer humorístico.
El segundo caso se presenta cuando, por ejemplo, un literato o un pintor describen con humorismo los modales de personas reales o inventadas. No hace falta que estas últimas muestren humor ninguno, la actitud humorística es asunto exclusivo de quien las toma por objeto y, como en el caso anterior, el lector o espectador pasa a participar del goce del humor. Resumiendo, entonces, uno puede dirigir la actitud humorística -no importa en qué consista ella-hacia su propia persona o hacia una persona ajena; cabe suponer que brinda una ganancia de de placer.
El mejor modo que tenemos de asir la génesis de la ganancia humorística es volvernos al proceso que sobreviene en el espectador ante el cual otro desarrolla humor. Ve a ese otro en una situación que, previsiblemente, habrá de producir los indicios de un afecto: se enojará o quejará, exteriorizará dolor, se aterrorizará, espantará, acaso hasta se desesperará, y el espectador-oyente está pronto a seguirlo en eso, a dejar que nazcan en él idénticas mociones de sentimiento. Pero ese apronte de sentimiento recibe un desengaño, el otro no exterioriza afecto alguno, sino que hace una broma; pues bien: del gasto de sentimiento ahorrado proviene el placer humorístico del oyente.
Uno llega con facilidad hasta ese punto; pero en seguida se dice que el proceso que tiene lugar en el otro, en el «humorista», es el que merece la mayor atención. No hay ninguna duda de que la esencia del humor consiste en ahorrarse los afectos a que habría dado ocasión la situación y en saltarse mediante una broma la posibilidad de tales exteriorizaciones de sentimiento. En esa medida el proceso del humorista tiene que coincidir con el del oyente; mejor dicho: el proceso que adviene en este tiene que haber copiado al del humorista. Ahora bien, ¿cómo produce el humorista aquella actitud psíquica que le vuelve superfluo el desprendimiento de afecto, qué ocurre dinámicamente en él a raíz de «la actitud humorística»? Es evidente que la solución del problema debe buscarse en el humorista; en el oyente sólo cabe suponer un eco, una copia de ese proceso desconocido.
Es tiempo de que nos familiaricemos con algunos caracteres del humor. El humor no tiene sólo algo de liberador, como el chiste y lo cómico, sino también algo de grandioso y patético, rasgos estos que no se encuentran en las otras dos clases de ganancia de placer derivada de una actividad intelectual. Es evidente que lo grandioso reside en el triunfo del narcisismo, en la inatacabilidad del yo triunfalmente aseverada. El yo rehusa sentir las afrentas que le ocasiona la realidad; rehusa dejarse constreñir al sufrimiento, se empecina en que los traumas del mundo exterior no pueden tocarlo, y aun muestra que sólo son para él ocasiones de ganancia de placer. Este último rasgo es esencialísimo para el humor. Supongamos que el criminal a quien llevaron un lunes al patíbulo hubiera dicho: «No me importa nada. ¿Qué interesa que ahorquen a un tipo como yo? El mundo no se hundirá por eso»; deberíamos juzgar que ese dicho contiene, sí, esa grandiosa superioridad sobre la situación real, es sabio y justificado, pero en verdad no trasunta la huella del humor, y aun descansa en una apreciación de la realidad que es directamente contraria a la del humor. El humor no es resignado, es opositor; no sólo significa el triunfo del yo, sino también el del principio de placer, capaz de afirmarse aquí a pesar de lo desfavorable de las circunstancias reales.
Mediante estos dos últimos rasgos, el rechazo de la exigencia de la realidad y la imposición del principio de placer, el humor se aproxima a los procesos regresivos o reaccionarios que tan ampliamente hallamos en la psicopatología. Con su defensa frente a la posibilidad de sufrir, ocupa un lugar dentro de la gran serie de aquellos métodos que la vida anímica de los seres humanos ha desplegado a fin de sustraerse de la compulsión del padecimiento(124), una serie que se inicia con la neurosis y culmina en el delirio, y en la que se incluyen la embriaguez, el abandono de sí, el éxtasis. El humor debe a ese nexo una dignidad que falta enteramente, por ejemplo, al chiste, pues este o bien sólo sirve a la ganancia de placer, o pone esta última al

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servicio de la agresión. Ahora bien, ¿en qué consiste la actitud humorística, por la cual uno se rehusa al sufrimiento, pone de relieve que el yo es indoblegable por el mundo real, sustenta triunfalmente el principio de placer, pero todo ello sin resignar, como lo hacen otros procedimientos de igual propósito, el terreno de la salud anímica? Ambas operaciones, por cierto, parecen inconciliables entre sí.
Si nos volvemos a la situación en que alguien adopta una actitud humorística frente a otro, parece natural la concepción que ya indiqué tímidamente en mi libro sobre el chiste: se comporta hacía él como el adulto hacía el niño, en la medida en que discierne la nulidad de los intereses y sufrimientos que le parecen grandes a aquel, y se ríe de ellos (ver nota(125)). Así, el humorista gana su superioridad poniéndose en el papel del adulto, en cierto modo en la identificación-padre, y deprimiendo a los otros a la condición de niños. Esta hipótesis recubre el estado de cosas, pero no parece convincente. Uno se pregunta cómo llega el humorista a ponerse a la medida de ese papel.
Pero recordemos la otra situación del humor, probablemente más originaria y sustantiva, en que alguien dirige la actitud humorística hacia su persona propia para defenderse de ese modo de sus posibilidades de sufrimiento. ¿Tiene algún sentido decir que se trata a sí mismo como a un niño, y simultáneamente desempeña frente a ese niño el papel del adulto superior?
Opino que daremos un fuerte respaldo a esa representación poco verosímil si tomamos en cuenta lo que las experiencias patológicas nos han enseñado acerca de la estructura de nuestro yo. Este yo no es nada simple, sino que alberga como su núcleo a una instancia particular, el superyó,(126) con el que confluye muchas veces a punto tal que no podemos distinguirlos entre sí, mientras que en otras circunstancias se separa tajantemente de él. El superyó es, genéticamente, heredero de la instancia parental; a menudo mantiene al yo en severo vasallaje, y de hecho lo sigue tratando como antaño trataron los progenitores -o el padre-al niño. Obtenemos entonces un esclarecimiento dinámico de la actitud humorística cuando suponemos que consiste en que la persona del humorista debita el acento psíquico de su yo y lo traslada sobre su superyó. A este superyó, así hinchado, el yo puede parecerle diminuto, todos sus intereses desdeñables; y a raíz de esta nueva distribución de energía, al superyó puede resultarle fácil sofocar las posibilidades de reacción del yo.
Fieles a nuestra terminología habitual, en vez de traslado del acento psíquico tendremos que decir desplazamiento de grandes volúmenes de investidura. Cabe preguntar sí tenemos derecho a representarnos esos vastos desplazamientos de una instancia del aparato psíquico a otra. Parece esta una nueva hipótesis ad hoc; empero, podemos recordar que repetidas veces, aunque no con demasiada frecuencia, hemos contado con un factor así en nuestros intentos de representación metapsicológica del acontecer anímico. Por ejemplo, supusimos que la diferencia entre una investidura erótica de objeto ordinaria y el estado de un enamoramiento consiste en que en este último caso se traspasa hacia el objeto una investidura incomparablemente mayor, de suerte que el yo se vacía en pos del objeto, por así decir (ver nota(127)). A raíz del estudio de algunos casos de paranoia pude comprobar que las ideas de persecución se forman muy temprano y subsisten largo tiempo sin exteriorizar un efecto notable, hasta que luego, a partir de determinada ocasión, reciben las magnitudes de investidura que les permiten volverse dominantes (ver nota(128)). Por eso, la curación de esos ataques paranoicos consistía menos en una disolución y corrección de las ideas delirantes que en la sustracción de la investidura de que estaban provistas. La alternancia entre melancolía y manía, entre sofocación cruel del yo por el superyó y emancipación del yo respecto de esa presión, nos impresionó como una migración de investidura de esa índole (ver nota(129)) que por añadidura podría aducirse para la explicación de toda una serie de fenómenos de la vida anímica normal. Si hasta ahora hemos hecho esto último en medida tan escasa, ello se debe a la reserva que hemos practicado, más bien digna de elogio. El campo en que nos sentimos seguros es el de la patología de la vida anímica; ahí hacemos nuestras observaciones, ahí adquirimos nuestras convicciones. Sólo nos aventuramos a formular un juicio sobre lo normal cuando lo colegimos en los aislamientos y deformaciones de lo patológico. Una vez que hayamos superado esta aversión, discerniremos cuán grande papel les incumbe, para la inteligencia de los procesos anímicos, a las constelaciones estáticas así como a los cambios de vía dinámicos de la cantidad de investidura energética.
Opino, entonces, que merece considerarse la posibilidad aquí propuesta: en una determinada situación la persona sobreinviste de pronto a su superyó y a partir de este modifica las reacciones del yo. Lo que conjeturo respecto del humor halla también una notable analogía en el campo emparentado del chiste. En cuanto a la génesis del chiste, debí suponer que un pensamiento preconciente es librado por un momento a la elaboración inconciente (ver nota(130)), y el chiste sería entonces la contribución que lo inconciente presta a lo cómico (ver nota(131)). De manera por entero semejante, el humor sería la contribución a lo cómico por la mediación del superyó.
En todo lo demás tenemos noticia del superyó como de un amo severo. Se dirá que armoniza mal con este carácter el hecho de que consienta en posibilitar al yo una pequeña ganancia de placer. Es cierto que el placer humorístico nunca alcanza la intensidad del que se obtiene en lo cómico o en el chiste, nunca se desfoga en risa franca; también es verdad que el superyó, cuando produce la actitud humorística, no hace sino rechazar la realidad y servir a una ilusión. Pero atribuimos un valioso carácter -sin saber muy bien por qué- a este placer poco intenso, lo sentimos como particularmente emancipador y enaltecedor. En efecto, la broma que constituye al humor no es lo esencial; sólo tiene el valor de una muestra. Lo esencial es el propósito que el humor realiza, ya se afirme en la persona propia o en una ajena. Quiere decir: «Véanlo: ese es el mundo que parece tan peligroso. ¡Un juego de niños, bueno nada más que para bromear sobre él!».
Si es de hecho el superyó quien en el humor habla de manera tan cariñosa y consoladora al yo amedrentado, ello nos advierte que todavía tenemos que aprender muchísimo acerca de la esencia del superyó. Por lo demás, no todos los hombres son capaces de la actitud humorística; es un don precioso y raro, muchos son hasta incapaces de gozar del placer humorístico que se les ofrece. Y, por último: si mediante el humor el superyó quiere consolar al yo y ponerlo a salvo del sufrimiento, no contradice con ello su descendencia de la instancia parental.

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«Ein religlöses Erlebnis»
Nota introductoria(132)
En el otoño de 1927, un periodista germano-norteamericano a quien yo había recibido con gusto, G. S. Viereck publicó unas charlas que mantuvo conmigo, en un artículo donde se mencionaban mi falta de fe religiosa y mi indiferencia respecto de la perduración de la vida tras la muerte. Esta «interview», como se la llamó, fue muy leída y, entre otras, me deparó la siguiente carta de un médico norteamericano:
« ... Lo que más me impresionó fue su respuesta a la pregunta sobre si cree en una supervivencia de la personalidad tras la muerte. Al parecer usted habría dicho: "No opino sobre ese tema".
»Hoy le escribo para relatarle una experiencia que tuve el año que me gradué en la Universidad de X. Cierta tarde, mientras atravesaba la sala de disección, atrajo mí atención una viejecita de dulce rostro que era llevada a la mesa de disección. Esta mujer de dulce rostro (this sweet faced woman) (ver nota(133)) me hizo una impresión tal que relampagueó en mí este pensamiento: "No hay Dios: si lo hubiera, no habría permitido que esta viejecita (dear old woman) fuera llevada a la mesa de disección".
»Cuando regresé a casa esa tarde, el sentimiento que me produjo lo que viera en la sala de disección me había determinado a dejar de asistir a la iglesia. Ya antes de esto, las doctrinas del cristianismo habían sido objeto de dudas en mi mente.
»Mientras meditaba sobre este asunto, una voz habló a mi alma; dijo que "debía considerar el paso que estaba a punto de dar". Mi espíritu replicó a esa voz interior diciendo: "Si supiera con certidumbre que el cristianismo es la verdad, y la Biblia la Palabra de Dios, lo aceptaría".
»En el curso de los días que siguieron, Dios volvió claro para mi alma que la Biblia era Su Palabra, que las enseñanzas sobre Jesucristo eran verdaderas, y que Jesús era nuestra única esperanza. Tras una revelación tan clara, acepté la Biblia como la Palabra de Dios, y a Jesucristo como mi Salvador personal. Desde entonces, Dios se me ha revelado mediante muchas infalibles pruebas.
»Le ruego, como hermano médico (brother physician), que dirija sus pensamientos a este tema de suma importancia, y puedo asegurarle que si lo considera con mente abierta Dios le revelará la verdad a su alma, lo mismo que hizo conmigo y tantísimos otros . . . ».
Le respondí cortésmente que me alegraba enterarme de que esa experiencia le hubiera permitido conservar su fe. En cuanto a mí, Dios no había hecho tanto, nunca me había hecho oír una voz interior como aquella y si -en vista de mi edad- no se apuraba mucho, no sería por mi culpa que siguiera siendo yo hasta el final lo que ahora era: an infidel jew {un Judío infiel}.
La amable réplica de mi colega contenía la seguridad de que el judaísmo no era ningún obstáculo en el camino de la recta fe, y lo probaba con numerosos ejemplos. Culminaba con la comunicación de que se elevaban ardientes plegarias en mi favor, para que Dios me concediese faith to belíeve {fe para creer}, la fe verdadera.
Aguardo todavía el resultado de esa intercesión. Entretanto, la vivencia religiosa de mi colega me da que pensar. Diría que pide un intento de interpretarla a partir de motivos afectivos, pues es en sí extraña y es particularmente mala su fundamentación lógica. Harto se sabe que Dios permite horrores muy otros que el de llevar a la mesa de disección el cadáver de una anciana señora de simpático rostro. En toda época fue así, y no ocurriría diversamente en el tiempo en que mí colega norteamericano cursaba sus estudios. Por lo demás, en su calidad de médico novel, no puede haber sido tan ajeno al mundo como para ignorar por completo todo su infortunio. ¿Por qué habría de rebelarse contra Dios justamente a raíz de una impresión recibida en la sala de disección?
La explicación es muy obvia para quien esté habituado a abordar analíticamente las vivencias interiores y las acciones de los hombres; y lo es tanto, que en mi recuerdo ella misma se

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incluye en el relato de manera directa. Cierta vez que en el curso de unos debates mencioné la carta de mi piadoso colega, referí que había escrito que el rostro del cadáver de esa mujer le había recordado a su propia madre. Ahora bien, eso no figuraba en la carta -y por otra parte, la más somera reflexión nos dirá que era imposible que así fuera-, pero es la explicación que se impone de manera irrefutable frente a la lectura de las tiernas palabras con que se recuerda a la anciana señora (sweet faced dear old woman). La fragilidad de juicio del joven médico puede imputarse entonces al afecto que le despertó el recuerdo de su madre. Y si uno no puede librarse de una mala costumbre del psicoanálisis, la de aducir pequeñeces como material probatorio y admitir también otra explicación de menor profundidad, tendrá que reparar en que el colega se dirige luego a mí como brother physician, expresión de la cual sólo puede darse una traducción imperfecta.
Cabe entonces representarse el proceso del siguiente modo: La vista del cuerpo desnudo (o en acto de ser desvestido) de una mujer trae al jovencito el recuerdo de su madre; entonces despierta en él la añoranza de la madre, proveniente del complejo de Edipo, que al instante se completa con la rebelión contra el padre. Padre y Dios todavía no se han distanciado mucho en él, y la voluntad de aniquilar al padre puede devenir conciente como duda en la existencia de Dios y pretender legitimarse ante la razón como indignación por el maltrato del objeto-madre. En efecto, es típico que el niño juzgue como maltrato lo que el padre hace con la madre en el comercio sexual. Esta nueva moción, desplazada al campo religioso, no hace sino repetir la situación edípica y por eso tras breve lapso experimenta el mismo destino. Sucumbe a una poderosa contracorriente. En el curso del conflicto el nivel del desplazamiento no es sostenido, no se mencionan argumentos justificatorios de Dios ni los signos inequívocos mediante los cuales El probó su existencia al escéptico. El conflicto parece haberse desenvuelto en la forma de una psicosis alucinatoria; hablaron voces interiores para hacerle desistir de la resistencia a Dios. Pero el desenlace de la lucha vuelve a presentarse en el campo religioso, y es el predeterminado por el destino del complejo de Edipo: total sometimiento a la voluntad de Dios Padre; el joven se convierte en creyente, acepta todo lo que se le enseñó en su niñez acerca de Dios y Jesucristo. Ha tenido una vivencia religiosa, ahora es un converso.
Es todo tan simple y trasparente que uno no puede dejar de preguntarse si comprendiendo este caso se ha ganado algo para la psicología de la conversión religiosa en general. Me remito a un certero trabajo de Sante de Sanctis (1924), que por lo demás aplica todos los hallazgos del psicoanálisis. Su lectura nos corrobora la expectativa de que en modo alguno todos los casos de conversión pueden penetrarse con tanta facilidad como el aquí relatado, pero que el nuestro en ningún punto contradice las opiniones que la moderna investigación se ha formado sobre este tema. Lo característico de nuestra observación es su enlace con una particular ocasión que hace recrudecer nuevamente la incredulidad antes que el individuo la supere de manera definitiva.

«Dostojewski und die Vatertötung»
Nota introductoria(134)
En la rica personalidad de Dostoievski, uno distinguiría cuatro fachadas: el literato, el neurótico, el pensador ético y el pecador. ¿Cómo orientarse en medio de esa desconcertante complicación?
Lo menos dudoso es el literato; él tiene su sitial no muy atrás de Shakespeare. Los hermanos Karamazov es la novela más grandiosa que se haya escrito, y nunca se estimará bastante el episodio del Gran Inquisidor, una de las cumbres de la literatura universal. Por desdicha, el análisis debe rendir las armas ante el problema del creador literario.
Lo más atacable en Dostoievski es el pensador ético. Si se pretendiera tenerlo en alta estima como hombre ético con el argumento de que sólo alcanza el grado supremo de la eticidad quien ha llegado hasta la pecaminosidad más profunda, se pasaría por alto un reparo. Etico es quien reacciona ya frente a la tentación interiormente sentida, sin ceder a ella. Pero quien alternativamente peca, y luego, en su arrepentimiento, formula elevados reclamos éticos, se expone al reproche de que arregla las cosas de manera harto cómoda. No ha realizado lo esencial de la eticidad, la renuncia, pues la vida ética es un interés práctico de la humanidad. Se parecería a los bárbaros del tiempo de las invasiones, que asesinaban y como penitencia pagaban una multa, con lo cual esta última era directamente una técnica para posibilitar el

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asesinato. Iván el Terrible no se comportaba de otro modo; y aun esa componenda con la eticidad es un característico rasgo ruso. Tampoco es glorioso el resultado final de la brega ética de Dostoievski. Tras las más violentas luchas por reconciliar las exigencias pulsionales del individuo con los reclamos de la comunidad humana, aterrizó en sentido retrógrado en el sometimiento a la autoridad así secular como espiritual, en el temor reverencial a los zares y al Dios cristiano, y en un nacionalismo ruso de estrechas miras, estación esta que inteligencias ordinarias habían alcanzado con menor trabajo. Ahí se sitúa el punto débil de esa gran personalidad. Dostoievski falló en ser un maestro y libertador de los seres humanos, se asoció a sus carceleros; el futuro cultural de los hombres tendrá poco que agradecerle. Probablemente pueda demostrarse que su neurosis lo condenaba a ese fracaso. De acuerdo con la altura de su inteligencia y la intensidad de su amor por los hombres, habría tenido ante sí otra senda de vida, la senda apostólica.
Considerar a Dostoievski como pecador o criminal provoca una violenta protesta, no necesariamente fundada en el juicio filisteo sobre los criminales. Uno se percata pronto del verdadero motivo; en el criminal hay dos rasgos esenciales: el egoísmo sin límites y la intensa tendencia destructiva; común a ambos rasgos, y premisa de sus exteriorizaciones, es el desamor, la falta de valoración afectiva de los objetos (humanos). Y de inmediato uno se acuerda de lo opuesto en Dostoievski: su gran necesidad de amor y su enorme capacidad de amar, exteriorizada esta en manifestaciones de extrema bondad, que le valen ser amado y socorrido donde habría merecido el odio y la venganza; por ejemplo, en la relación con su primera mujer y con su amada. Entonces uno no puede menos que preguntarse de dónde viene la tentación de incluir a Dostoievski entre ¡os criminales. Respuesta: es la elección temática del creador literario, los caracteres que descuellan por sus rasgos violentos, asesinos, egoístas, lo que indica la existencia de tales inclinaciones en su interior; además, algún elemento fáctico de su vida, como su manía del juego, y acaso también el abuso sexual cometido contra una niña inmadura (ver nota(135)). La contradicción se resuelve inteligiendo que la fortísima pulsión destructiva de Dostoievski, que fácilmente lo habría convertido en un criminal, en el curso de su vida se dirigió sobre todo hacia su propia persona (hacia adentro, en lugar de hacia afuera) y así se expresó como masoquismo y sentimiento de culpa. Empero, le restaban a su persona sobrados rasgos sádicos, que se exteriorizaban en su irritabilidad, manía martirizadora, intolerancia aun hacia las personas amadas, y también salían a la luz en la manera en que trataba a sus lectores como autor. Vale decir, en las pequeñas cosas era sádico hacia afuera; en las cosas mayores, sádico hacía adentro, y por tanto masoquista, o sea el más blando, manso y solícito de los hombres.
De la complicación de la persona de Dostoievski hemos espigado tres factores, uno cuantitativo y dos cualitativos: la extraordinaria altitud de su afectividad, la disposición pulsional perversa que debía moverlo a ser un sadomasoquista o un delincuente, y el talento artístico, no analizable. La existencia de este conjunto sería perfectamente viable sin neurosis; hay, en efecto, masoquistas plenos no neuróticos. De todos modos, de acuerdo con la relación de fuerzas entre las exigencias pulsionales y las inhibiciones que las contrarrestan (más las vías de sublimación disponibles), habría que clasificar a Dostoievski como uno de esos caracteres llamados «apasionados» {«triebhaft»}. Pero la situación es perturbada por la copresencia de la neurosis, que, según dijimos, no sería indispensable bajo esas condiciones, pero se produce tanto más fácilmente cuanto más rica es la complejidad que el yo debe dominar. Ahora bien, la neurosis no es más que un signo de que el yo no consiguió esa síntesis, de que perdió su unicidad en el intento.
Pero, ¿cuál es la prueba de la neurosis en sentido estricto? Sobre la base de sus graves ataques, acompañados de pérdida de conciencia, convulsiones musculares y la desazón subsiguiente, Dostoievski se calificó de epiléptico, y por tal lo tuvieron los demás. Ahora bien, es en un todo probable que esta llamada epilepsia sólo fuera un síntoma de su neurosis, que, por tanto, debería clasificarse como histeroepilepsia, vale decir, histeria grave. Hay dos razones que impiden lograr certeza plena: la primera, que los datos anamnésicos sobre la llamada epilepsia de Dostoievski son deficientes y no confiables; la segunda, que no es clara la concepción de los cuadros clínicos ligados con ataques epileptoides.
Abordemos primero el segundo punto: Huelga repetir aquí toda la patología de la epilepsia, que no aporta nada decisivo; empero, se puede decir que a pesar de ello se sigue destacando como aparente unidad clínica el viejo morbus sacer, la ominosa {unheimlich} enfermedad con sus impredecibles ataques convulsivos, en apariencia no provocados, su alteración del carácter, que se vuelve irritable y agresivo, y el progresivo desfallecimiento de todas las operaciones intelectuales. Pero hacia cada uno de sus extremos ese estado se volatiliza en lo indeterminado. Los ataques que se presentan brutalmente, con mordedura de la lengua y vaciamiento vesical, repetidos con riesgo mortal en el status epilepticus, en cuyo trascurso el paciente mismo se infiere graves daños, pueden atemperarse y ser sólo ausencias breves, meros estados de vértigo muy pasajeros, pueden sustituirse por cortos períodos en que el enfermo hace cosas que le son ajenas, como bajo el imperio de lo inconciente. De ordinario condicionados por lo corporal de una manera que nos resulta inasible, su génesis primera puede deberse a un influjo puramente anímico (terror) o reaccionar en lo sucesivo frente a excitaciones anímicas. Por característica que sea la disminución intelectual en la inmensa mayoría de los casos, se conoce por lo menos uno en que esa afección no perturbó un elevado rendimiento en ese terreno (HeImholtz). (Otros casos respecto de los cuales se sostuvo esto mismo son inciertos o están expuestos a idéntico reparo que el del propio Dostoievski.) Las personas aquejadas de epilepsia pueden provocar la impresión de estupidez, de desarrollo detenido, en un todo de acuerdo con el hecho de que la afección suele ir acompañada a menudo de la imbecilidad más notable y de las mayores deficiencias cerebrales, si bien este no es un componente necesario del cuadro clínico; pero esos mismos ataques, con todas sus variaciones, se encuentran también en otras personas que testimonian un pleno desarrollo anímico y una afectividad hipertrófica, casi nunca gobernada satisfactoriamente. No asombra que en estas circunstancias se encuentre imposible establecer la unidad de la «epilepsia» como afección clínica. Lo que sale a la luz en la homogeneidad de los síntomas exteriorizados parece requerir una concepción funcional, como si la descarga pulsional anormal tuviese un mecanismo orgánicamente preformado, puesto en acción por las más diversas constelaciones: tanto perturbaciones de la actividad encefálica, producidas por graves enfermedades tisulares y tóxicas, como un insuficiente gobierno sobre la economía anímica, un tráfico sujeto a crisis de la energía actuante en el interior del alma. Tras esta bipartición uno vislumbra la identidad del mecanismo de la descarga pulsional que estaría en su base. Este no puede encontrarse muy lejos de los procesos sexuales, que en el fondo son de causación tóxica. Ya los médicos más antiguos llamaban pequeña epilepsia al coito, vale decir que discernían en el acto sexual la aminoración y adaptación de la descarga epiléptica de estímulos (ver nota(136)).
La «reacción epiléptica», como puede llamarse a este conjunto, se pone sin duda también a

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disposición de la neurosis, cuya esencia consiste en tramitar por vía somática masas de excitación que ella no puede liquidar psíquicamente. El ataque epiléptico deviene así un síntoma de la histeria, que lo adapta y modifica, tal como lo hace el decurso sexual normal. Por eso es enteramente correcto distinguir una epilepsia orgánica de una «afectiva». He aquí el valor práctico de ello: quien sufre la una, es un enfermo del encéfalo; quien tiene la otra, un neurótico. En el primer caso, la vida anímica padece de una perturbación de afuera, ajena a ella; en el otro, la perturbación es expresión de la vida anímica misma.
Es sumamente probable que la epilepsia de Dostoievski fuera del segundo tipo. No se lo puede probar de modo riguroso; en efecto, para ello habría que estar en condiciones de establecer una coordinación serial entre su vida anímica y la primera aparición de los ataques, así como sus posteriores oscilaciones, y es demasiado poco lo que sabemos. Las descripciones de los ataques mismos no enseñan nada; las noticias sobre nexos entre ataques y vivencias son deficientes y a menudo contradictorias. La hipótesis más probable es que aquellos se remontarían muy atrás en la niñez de Dostoievski y primero estuvieron subrogados por síntomas más benignos, cobrando la forma epiléptica sólo después, en el octavo año, tras aquella vivencia amedrentadora, el asesinato del padre (ver nota(137)). Armonizaría bien con ello si quedase comprobado que se suspendieron por completo durante el período de castigo en Siberia, pero otros indicios lo contradicen (ver nota(138)). El inequívoco nexo entre el parricidio de Los hermanos Karamazov y el destino del padre de Dostoievski ha llamado la atención a más de un biógrafo, moviéndolos a mencionar «cierta orientación psicológica moderna». El abordaje psicoanalítico -pues a él se refieren- está tentado de discernir en ese suceso el trauma más grave, y en la reacción de Dostoievski, el punto axial de su neurosis. Pero si ahora paso a fundamentar psicoanalíticamente esa tesis, no puedo menos que temer que se queden sin entender nada los no familiarizados con la terminología y las doctrinas del psicoanálisis.
Tenemos un punto de partida cierto. Conocemos el sentido de los primeros ataques de Dostoievski en su juventud, mucho antes que emergiera la «epilepsia». Tenían una intencionalidad de muerte: eran introducidos por una angustia de muerte y consistían en estados de dormir letárgico. Como un desconsuelo inmotivado y repentino se abatió ella (la enfermedad) sobre él la vez primera, cuando todavía era un muchacho; un sentimiento -así lo refirió más tarde a su amigo Soloviov- como si debiera morir enseguida, y de hecho siguió un estado que se parecía en todo a la muerte efectiva... Su hermano Andrei informa que Fedor ya en su juventud solía dejar notitas diciendo que temía dormirse de noche y caer en un estado de muerte aparente, por lo cual rogaba se esperasen cinco días antes de inhumarlo. (Fülop-Miller y Eckstein, 1925, pág. Ix.)
Conocemos el sentido y el propósito de esos ataques de muerte (ver nota(139)). Significan una identificación con un muerto, una persona que efectivamente falleció o que todavía vive y cuya muerte se desea. Este último caso es el más significativo. El ataque tiene así el valor de una punición. Uno ha deseado la muerte de otro, y ahora uno mismo es ese otro y está muerto. En este punto la doctrina psicoanalítica introduce la tesis de que, en el caso de los muchachos, ese otro es por regla general el padre, y el ataque (que se denomina histérico) es entonces un autocastigo por haber deseado la muerte del padre odiado.
Según una conocida concepción, el parricidio es el crimen principal y primordial tanto de la humanidad como del índividuo (ver nota(140)). En todo caso, es la principal fuente del
sentimiento de culpa; no sabemos si la única, pues las indagaciones no han podido todavía establecer con certeza el origen anímico de la culpa y de la necesidad de expiación. Pero no hace falta que sea la única. La situación psicológica es complicada y requiere elucidación. La
relación del muchacho con el padre es, como nosotros decimos, ambivalente. junto al odio, que querría eliminar al padre como rival, ha estado presente por lo común cierto grado de ternura. Ambas actitudes se conjugan en la identificación-padre; uno querría estar en el lugar del padre porque lo admira (le gustaría ser como él) y porque quiere eliminarlo. Ahora bien, todo este desarrollo tropieza con un poderoso obstáculo. En cierto momento el niño comprende que el intento de eliminar al padre como rival sería castigado por él mediante la castración. Por angustia de castración, vale decir, en interés de la conservación de su virilidad, resigna entonces el deseo de poseer a la madre y de eliminar al padre. Y es este deseo, en la medida en que se conserva en lo inconciente, el que forma la base del sentimiento de culpa. Creemos haber descrito con ello procesos normales, el destino normal del llamado complejo de Edipo; todavía habremos de agregar un importante complemento.
Otra complicación sobreviene cuando en el niño se ha plasmado con intensidad mayor aquel factor constitucional que llamamos bisexualidad. Amenazada la virilidad por la castración, se vigorizará en tal caso la inclinación a buscar escapatoria por el lado de la feminidad, a ponerse más bien en el lugar de la madre y adoptar su papel de objeto de amor ante el padre. Sólo que la angustia de castración imposibilita también esta solución. Uno comprende que sería preciso admitir la castración si quisiera ser amado por el padre como una mujer. Así caen bajo la represión ambas mociones, odio al padre y enamoramiento de él. Hay una cierta diferencia psicológica, consistente en que el odio al padre es resignado a consecuencia de la angustia frente a un peligro exterior (la castración); en cambio, el enamoramiento del padre es tratado como un peligro pulsional interior, que, empero, se remonta en el fondo también a idéntico peligro exterior.
La angustia frente al padre es lo que vuelve inadmisible el odio a él; la castración es terrorífica, tanto en su condición de castigo como en la de precio del amor. De los dos factores que reprimen {desalojan} el odio al padre, el primero, la angustia directa frente al castigo y la castración, ha de llamarse normal; el refuerzo patógeno parece venir sólo del otro factor: la angustia ante la actitud femenina. Por tanto, una fuerte disposición bisexual se convierte en una de las condiciones o refuerzos de la neurosis. Puede suponérsela con certeza en Dostoievski, y una de sus formas posibles de existencia (homosexualidad latente) se muestra en el valor que tuvieron para su vida sus amistades con hombres, en su conducta raramente tierna hacía sus rivales en el amor, y en su notable comprensión para situaciones sólo explicables por una homosexualidad reprimida, como lo atestiguan muchos ejemplos de sus novelas.
Lo lamento, pero no puedo evitar que estas puntualizaciones sobre las actitudes de odio y de amor hacia el padre, y sus mudanzas bajo el influjo de la amenaza de castración, parezcan de mal gusto e increíbles al lector desconocedor del psicoanálisis. Y aun estoy seguro de que justamente el complejo de castración será objeto de la desautorización más universal. No obstante, puedo aseverar que la experiencia psicoanalítica ha destacado esas constelaciones por encima de cualquier duda, y nos ordena discernir en ellas la clave de toda neurosis. Ensayémoslo también con la sedicente epilepsia de nuestro literato. ¡Tan ajenas a nuestra conciencia son las cosas por las que está gobernada nuestra vida anímica!

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que muy bien puede haber fijado el triunfo y la liberación por la noticia de la muerte, a los que
Las consecuencias de la represión del odio al padre dentro del complejo de Edipo no se agotan en lo comunicado hasta aquí. Hay algo más, a saber, que la identificación-padre se conquista a la postre un lugar duradero dentro del yo. Es acogida en el yo, pero allí se contrapone al otro contenido del yo como una instancia particular. La llamamos entonces el superyó y le atribuimos a ella, la heredera del influjo parental, las más importantes funciones.
Si el padre fue duro, violento, cruel, el superyó toma de él esas cualidades y en su relación con el yo vuelve a producirse la pasividad que justamente debía ser reprimida. El superyó ha devenido sádico, el yo deviene masoquista, es decir, en el fondo, femeninamente pasivo. Dentro del yo se genera una gran necesidad de castigo, que en parte está pronta como tal a acoger al destino, y en parte halla satisfacción en el maltrato por el superyó (conciencia de culpa). En efecto, cada castigo es en el fondo la castración y, como tal, el cumplimiento de la vieja actitud pasiva hacia el padre. Y el destino mismo no es en definitiva sino una tardía proyección del padre.
Los procesos normales de la formación de la conciencia moral tendrían que ser semejantes a los anormales aquí expuestos. Empero, no hemos logrado establecer el deslinde entre ambos. Como se advierte, aquí se atribuye la máxima participación en el desenlace a los componentes pasivos de la feminidad reprimida. Además, un factor accidental no puede menos que pesar: que el padre temido sea muy violento también en la realidad. Esto se aplica al caso de Dostoievski, y reconduciremos a un componente femenino particularmente intenso el hecho de su extraordinario sentimiento de culpa así como su modo masoquista de vida. He aquí, pues, la fórmula para Dostoievski: Una persona de disposición bisexual particularmente intensa, que puede defenderse con particular intensidad del vasallaje de un padre particularmente duro. Agregamos este carácter de la bisexualidad a los componentes de su ser ya discernidos. El temprano síntoma de los «ataques de muerte» puede comprenderse entonces como una identificación-padre del yo, consentida por el superyó a modo de castigo. «Tú has querido matar a tu padre para ser tú mismo el padre. Ahora eres el padre, pero el padre muerto»: el mecanismo habitual de los síntomas histéricos. Y además: «Ahora el padre te mata». Para el yo, el síntoma de la muerte es una satisfacción en la fantasía del deseo viril, y al mismo tiempo una satisfacción masoquista; para el superyó, una satisfacción de castigo, vale decir, sádica. Ambos, yo y superyó, siguen desempeñando el papel del padre.
En el conjunto, la relación entre la persona y el objeto-padre se ha mudado, conservando su contenido, en una relación entre yo y superyó, una reescenificación en un nuevo teatro. Tales reacciones infantiles provenientes del complejo de Edipo pueden extinguirse cuando la realidad no les aporta alimento alguno. Pero el carácter del padre permanece idéntico ... no: empeora con los años, y entonces se conserva también el odio de Dostoievski al padre, su, deseo de que muera ese padre malo. Ahora bien, es peligroso que la realidad cumpla tales deseos reprimidos. La fantasía ha devenido realidad, y entonces son reforzadas todas las medidas de defensa. En lo sucesivo los ataques de Dostoievski cobran carácter epiléptico, siguen significando la identificación-padre a guisa de castigo, es cierto, pero se han vuelto temibles, como lo fue la propia muerte terrorífica del padre. No se alcanzan a colegir otros contenidos, sobre todo sexuales, que acaso tomaran.
Hay algo curioso: dentro del aura del ataque es vivenciado un momento de beatitud suprema, siguió en el acto el castigo tanto más cruel. Una sucesión así de triunfo y duelo, festividad y duelo, la hemos colegido también entre los hermanos de la horda primordial que asesinaron al padre, y lo hallamos repetido en la ceremonia del banquete totémico (ver nota(141)). Si fuera cierto que Dostoievski se vio liberado de ataques en Siberia, ello no haría sino confirmar que sus ataques eran su castigo. Ya no le hacían falta, pues era castigado de otro modo. Sólo que esto es incomprobable. Mejor testimonio sobre la existencia de esa necesidad de castigo en la economía anímica de Dostoievski es el hecho de que no lo quebrantaran esos años de miseria y humillaciones. La condena de Dostoievski como criminal político era injusta, él tenía que saberlo, pero aceptó el inmerecido castigo del padrecito Zar como sustituto del castigo que había merecido por sus pecados hacia el padre real. En lugar de autocastigarse, se hizo castigar por el subrogado del padre. Aquí penetramos un poco en la justificación psicológica de los castigos impuestos por la sociedad. La verdad es que grandes grupos de criminales piden el castigo. Su superyó lo pide, y así se ahorra imponer él mismo las penas (ver nota(142)).
Quien tenga noticia de las complejas mudanzas de significado de los síntomas histéricos comprenderá que aquí en modo alguno se intenta averiguar el sentido de los ataques de Dostoievski(143) más allá de ese comienzo.' Basta con que pueda suponerse legítimamente que su sentido originario permaneció inmutable tras todas las superposiciones ulteriores. Puede decirse que Dostoievski nunca se liberó de la hipoteca que el propósito del parricidio hizo contraer a su conciencia moral. Determinó también su conducta hacia los otros dos campos en que es decisiva la relación con el padre: hacia la autoridad política y hacia la fe en Dios. En el primero, terminó en la total sumisión al padrecito Zar, que había jugado una vez con él, en la realidad, la comedia del asesinato que su ataque solía espejarle tan a menudo.
Aquí la penitencia salió ganadora. En el campo religioso le quedó más libertad; según informes al parecer fidedignos, osciló hasta el último instante de su vida entre la fe y el ateísmo. Su gran intelecto le impidió pasar por alto algunas de las dificultades lógicas a que conduce la fe. En una repetición individual de un desarrollo de la historia universal, esperaba hallar en el ideal de Cristo una salida y una liberación de la culpa, y usar su propia pasión como un título que le diera derecho al papel de un Cristo. Sí en definitiva no se pronunció por la libertad y devino reaccionario, se debió a que la culpa humana universal, la culpa del hijo, sobre la que se edifica el sentimiento religioso, había alcanzado en él una intensidad supraindividual y permaneció indoblegable aun para su gran inteligencia. Aquí nos exponemos al reproche de abandonar la neutralidad del análisis y someter a Dostoievski a valoraciones sólo justificadas desde el punto de vista partidista de determinada cosmovisión. Un conservador tomaría el partido del Gran Inquisidor y formularía un juicio diverso sobre Dostoievski. El reproche es justificado; para moderarlo sólo cabe decir que la decisión de Dostoievski parece comandada por la inhibición de pensamiento que le provocaba su neurosis.
Difícilmente se deba al azar que las tres obras maestras de la literatura de todos los tiempos traten del mismo tema, el del parricidio: Edipo Rey, de Sófocles;Hamlet,de Shakespeare, y Los hermanos Karamazov, de Dostoievski. Además, en las tres queda al descubierto como motivo del crimen la rivalidad sexual por la mujer. Sin duda la figuración más sincera es la del drama que retoma la saga griega. En él, es el héroe mismo quien cometió el crimen. Pero la elaboración poética no es posible sin suavizamiento y disfraz. La confesión desnuda del propósito de parricidio, como la obtenemos en el análisis, parece insoportable sin preparación

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analítica. En el drama griego, el indispensable debilitamiento, pero con preservación de la trama efectiva, es logrado con mano maestra proyectando a lo real el motivo inconciente del héroe, como si fuera una compulsión del destino ajena al héroe mismo. Este comete el crimen sin intención y al parecer sin influencia de la mujer; empero, el drama da razón de aquel nexo haciendo que pueda alcanzar a la madre reina sólo tras repetir la hazaña en el monstruo, que simboliza al padre. Y descubierta su culpa, hecha ella conciente, no sigue intento alguno de aventarla invocando la construcción auxiliar de la compulsión del destino, sino que es reconocida y punida como una plena culpa conciente, lo cual puede parecer injusto a la reflexión, pero es perfectamente correcto desde el punto de vista psicológico.
La figuración del drama inglés es más indirecta; no ha sido el héroe sino otro quien consumó la acción, y para este no significa un parricidio. Por eso no hace falta disfrazar el motivo escandaloso de la rivalidad sexual por la mujer. También vemos por asídecir bajo una luz refleja el complejo de Edipo del héroe, a medida que nos enteramos del efecto que el crimen del otro ejerce sobre él. Debería vengarlo, pero se encuentra asombrosamente incapaz de hacerlo. Nosotros sabemos que es su sentimiento de culpa el que lo paraliza; de una manera por entero adecuada a los procesos neuróticos, el sentimiento de culpa es desplazado a la percepción de su insuficiencia para cumplir esa tarea. Se recogen indicios de que el héroe siente esa culpa como supraindividual. Desprecia a los demás no menos que a sí mismo. «Dad a cada hombre el trato que se merece, y ¿quién se salvaría de ser azotado?(144)».
La novela del autor ruso avanza otro paso en esta dirección. También aquí es otro quien consumó el asesinato, pero uno que tenía frente al asesinado el mismo vínculo filial que el héroe Dmitri, respecto de quien se admite francamente el motivo de la rivalidad sexual; es, pues, otro hermano, a quien Dostoievski, significativamente, atribuye su misma enfermedad, la supuesta epilepsia, como si quisiera confesar que el epiléptico, el neurótico en mí, es un parricida. Y luego, en el alegato frente al tribunal, viene el famoso escarnio de la psicología, la que sería «una vara de dos puntas(145)».` Un grandioso disfraz, pues sólo hace falta invertirlo para hallar el sentido más profundo de la concepción de Dostoievski. No es la psicología la que merece el escarnio, sino el procedimiento judicial mismo. En efecto, es indiferente quién ejecutó de hecho el crimen; a la psicología sólo le importa quién lo quiso en su sentimiento y, una vez producido, lo saludó con beneplácito (ver nota(146)). Por eso frente a Aliosha, la figura de contraste, todos los hermanos -el apasionado gozador, el cínico escéptico y el criminal epiléptico- son culpables por igual. En Los hermanos Karamazov se encuentra una escena en extremo definitoria para Dostoievski. En la conversación con Dmítri, elstaretz(147) ha reconocido que él mismo lleva en sí la disposición al parricidio, y se arroja a sus pies. No puede tratarse de una expresión de reverencia; tiene que significar que el Santo arrojaba de sí la tentación de despreciar o aborrecer al asesino, y por eso se humilla ante él. La simpatía de Dostoievski por el criminal es de hecho ¡limitada, va mucho más allá de la compasión a que el desdichado tiene derecho, y recuerda el horror sagrado con que la Antigüedad consideró al epiléptico y al enfermo mental. El criminal es para él casi como un redentor que ha tomado sobre sí la culpa que los otros habrían debido llevar. Después que él ya ha asesinado, no hace falta asesinar; antes bien, es preciso estarle agradecido, pues de lo contrario uno mismo habría debido asesinar. Esto no es sólo compasión indulgente; es identificación sobre la base de los mismos impulsos asesinos, en verdad un narcisismo apenas desplazado {descentrado}. No por ello cabe impugnar el valor ético de esa bondad. Acaso sea, en general, el mecanismo de la complicidad indulgente con otros seres humanos el que vemos con particular claridad aquí, en el caso extremo del creador literario gobernado por la conciencia de culpa. No hay duda de que esta simpatía de identificación ha presidido decisivamente la elección temática de Dostoievski. Ahora bien, trató primero del criminal común -por codicia-, del criminal político y religioso, antes de regresar, al final de su vida, al criminal primordial, al parricida, y exponer su confesión poética a raíz de él.
La publicación de la obra póstuma de Dostoievski y del diario íntimo de su mujer ha arrojado viva luz sobre un episodio de su vida, la época en que estuvo poseído en Alemania por la manía del juego. (Cf. Fülop-Miller y Eckstein, 1925.) Un inequívoco ataque de pasión patológica, que por otra parte nadie pudo valorar de otro modo. No faltaron racionalizaciones para este obrar asombroso e indigno. Como no es raro que suceda en los neuróticos, el sentimiento de culpa se había procurado una subrogación palpable mediante un cúmulo de deudas {Schttldentast}, y Dostoievski podía alegar que quería conquistarse mediante la ganancia en el juego la posibilidad de regresar a Rusia sin ser encarcelado por sus acreedores. Pero era sólo un subterfugio; Dostoievski era bastante agudo como para discernirlo, y bastante honrado para confesarlo.
Sabía que lo principal era el juego en sí y por sí, «le jeu pour le jeu(148)». Todos los detalles de su conducta apasionada, {triebhaft} y absurda prueban esto y algo más aún. Nunca descansaba hasta perderlo todo. El juego era para él también una vía de autocastigo. Innumerables veces había prometido y hasta dado su palabra de honor a su joven mujer de no jugar más o no hacerlo ese día y, como ella nos dice, la quebrantaba casi siempre. Y si las pérdidas los habían llevado a él y a ella a la miseria más extrema, extraía de ahí una segunda satisfacción patológica. Podía insultarse, humillarse ante ella, exhortarla a despreciarlo, conmiserarla por haberse casado con él, viejo pecador, y tras este aligeramiento de la conciencia moral el juego proseguía al día siguiente. Y la joven esposa se acostumbró a ese ciclo porque había notado que lo único de que cabía esperar la salvación en la realidad, la producción literaria, nunca marchaba mejor que después que lo habían perdido todo y empeñado su último haber. Desde luego, ella no comprendía los nexos. Cuando el sentimiento de culpa {Schuld} de él era satisfecho por los castigos que él mismo se imponía, cedía su inhibición para el trabajo, se permitía dar algunos pasos por el camino que llevaba al éxito (ver nota(149)).
La pieza del vivenciar infantil ha tiempo soterrado que se conquista una repetición en la compulsión al juego puede colegirse sin dificultad apoyándose en una novela de un literato más joven. Stefan Zweig, quien por lo demás ha consagrado un estudio a Dostoievski (en Tres maestros [ Zweig, 1920] ), relata, en su colección de tres novelas La confusión de los sentimientos [1927], una historia que titula «Veinticuatro horas en la vida de una mujer». Esta pequeña obra maestra sólo quiere, presuntamente, mostrar cuán irresponsable criatura es la mujer, qué trasgresiones, sorprendentes para ella misma, puede verse empujada a cometer por obra de una impresión vital inesperada. Empero, la novela dice mucho más; si se la somete a una interpretación analítica -y esta nos acude de manera tan insinuante que no podemos rechazarla-, figura, prescindiendo de aquella intención de disculpa, algo muy diverso, universalmente humano o más bien masculino. Es característico de la naturaleza de la creación artística que el autor, que es amigo mío, asegurara ante mis preguntas que la interpretación que yo le comunicaba había sido por completo ajena a su saber y a su propósito, aunque en el relato había entretejidos muchos detalles que parecían calculados para indicar esa pista secreta.
En la novela de Zweig, una anciana y noble dama cuenta al escritor una vivencia que tuviera unos veinte años atrás. Había enviudado joven; madre de dos hijos que ya no la necesitaban,

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apartada de toda expectativa vital, tenía cuarenta y dos años cuando en uno de sus viajes sin objeto se encontró en la sala de juego del Casino de Mónaco y, entre todas las maravillosas impresiones del lugar, pronto se vio fascinada por la visión de dos manos que parecían traslucir, con una sinceridad e intensidad conmovedoras, todas las sensaciones del jugador desdichado. Esas manos pertenecían a un hermoso jovencito -el escritor le asigna como al descuido la edad del primer hijo de la espectadora-, quien, tras perderlo todo, abandona la sala presa de la más honda desesperación, previsiblemente para poner fin en el parque a su desesperanzada vida. Una inexplicable simpatía la constriñe a seguirlo y a emprender todos los intentos para salvarlo. El la juzga una de las tantas mujeres fastidiosas del lugar y quiere quitársela de encima, pero ella permanece a su lado y de la manera más natural se ve precisada a compartir su albergue en el hotel y, finalmente, su cama. Tras esta improvisada noche de amor, en las circunstancias más solemnes se hace prometer por el jovencito, al parecer tranquilizado, que nunca más jugará; le facilita dinero para regresar a su casa y le promete encontrarlo en la estación antes de la partida del tren. Pero luego se le despierta una gran ternura hacia él, quiere sacrificarlo todo para protegerlo, se resuelve a viajar con él en vez de despedirlo. Infimas contingencias la detienen, de suerte que pierde el tren; en su añoranza por el ausente vuelve a visitar la sala de juegos, y ahí reencuentra horrorizada las manos que habían encendido su simpatía; olvidado de sus juramentos, él había vuelto a jugar. Ella le recuerda su promesa, pero, poseído por la pasión, él la moteja de aguafiestas, le ordena que se marche y le arroja el dinero con que ella pretendía redimirlo. Se ve obligada a escapar en medio de la más honda vergüenza, y tiempo después se entera de que no había conseguido preservarlo del suicidio.
Esta historia, brillantemente contada, sin lagunas en su trama de motivos, es sin duda viable por sí sola y tiene asegurado un gran efecto sobre el lector. Empero, el análisis enseña que su invención reposa en la base primordial de una fantasía de deseo de la pubertad, que muchas personas incluso recuerdan concientemente. La fantasía reza que ojalá la propia madre introdujera al jovencito en la vida sexual para salvarlo de los temidos perjuicios del onanismo. Las fantasías de redención, tan frecuentes, tienen el mismo origen. El «vicio» del onanismo es sustituido por la manía del juego,(150) derivación esta que se trasluce en la insistencia sobre la apasionada actividad de las manos. Real y efectivamente la furia del juego es un equivalente de la antigua compulsión onanista, y en la crianza de niños no se usa otro término que el de «jugar» para nombrar el quehacer de las manos en los genitales. Lo irrefrenable de la tentación, los solemnes y nunca respetados juramentos de no volver a hacerlo, el placer atolondraste y la mala conciencia de que uno se arruinaría (suicidio), se han conservado inmutados a pesar de la sustitución. Es sin duda la madre, no el hijo, la relatora en la novela de Zweig. No puede menos que lisonjear al hijo, haciéndole pensar: «Si la madre supiera los peligros en que me pone el onanismo, me salvaría de él consintiendo todas las ternuras en su propio cuerpo». La igualación de la madre con la prostituta, que el jovencito consuma en la novela de Zweig, se integra dentro de la misma fantasía. Vuelve fácilmente alcanzable lo inalcanzable; la mala conciencia que acompaña a esta fantasía impone el mal desenlace de la creación literaria. Es también interesante notar cómo la fachada que el escritor da a la novela busca encubrir su sentido analítico. En efecto, es harto discutible que la vida amorosa de la mujer esté gobernada por impulsos repentinos y enigmáticos. El análisis descubre más bien una motivación suficiente para la sorpresiva conducta de esa señora hasta entonces extrañada del amor. Fiel a la memoria de su esposo perdido, se ha abroquelado contra toda pretensión como las de él, pero -y en esto acierta la fantasía del hijo- no escapó, como madre, a una trasferencia amorosa sobre el hijo, por entero inconciente para ella; y en este lugar desprotegido puede pillarla el destino. Si la manía del juego, con sus infructuosas luchas por deshabituarse y sus oportunidades de autocastigo, es una repetición de la compulsión onanista, no nos asombrará que se haya conquistado tan gran espacio en la vida de Dostoievski. Es que no hallamos ningún caso ,de neurosis grave en que la satisfacción autoerótica de la primera infancia y de la pubertad no hubiera cumplido su papel, y los vínculos entre los empeños por sofocarla y la angustia frente al padre son demasiado notorios para necesitar elucidación (vernota(151)).



Apéndice: Carta de Freud a Theodor Reik (1930 [1929])

[Pocos meses después de publicarse el ensayo sobre Dostoievski, apareció en Imago (el segundo número de 1929, 15, págs. 232-42) una reseña de Theodor Reik. Aunque en líneas generales la opinión de Reik era favorable, dedicó considerable espacio a rebatir el juicio de Freud sobre los sentimientos morales de Dostoievski, estimándolo injustificadamente severo; también discrepaba Reik con lo afirmado por Freud acerca de la eticidad en el tercer párrafo del ensayo, e, incidentalmente, criticaba la forma de este último, cuyo final le parecía desconectado de lo anterior. Tras leer estas críticas, Freud le envió una carta como respuesta; y cuando poco más tarde Reik reimprimió la reseña en una recopilación de obras suyas ( 1930), Freud consintió en que se le incorporara dicha carta.
Tanto la reseña de Reik como la carta de Freud fueron incluidas además en Reik, Wir Freud-Schüler {1936}, traducido luego al inglés con el título From Thirty Years with Freud (1940)(152).]
14 de abril de 1929
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... He leído con sumo placer su reseña crítica de mi estudio sobre Dostoievski. Todas sus objeciones son dignas de consideración y reconozco que algunas de ellas son acertadas. Sin embargo, puedo aducir ciertas cosas en mi propia defensa, y usted convendrá en que no son sutilezas acerca de quién tiene razón.
Pienso que usted aplicó una norma demasiado alta para juzgar este ensayo trivial, que fue escrito como favor hacia una persona(153) y de mala gana. En los últimos tiempos escribo siempre de esta forma. Me doy cuenta de que usted lo ha observado. Naturalmente, no estoy diciendo esto para justificar opiniones apresuradas o falsas, sino simplemente para explicar la descuidada arquitectura del conjunto. Es indiscutible que el análisis de Zweig intercalado produce un efecto poco armonioso. Si miramos más profundamente, podemos descubrir cuál fue la finalidad de este agregado. De haber podido dejar de considerar el lugar donde iba a aparecer el ensayo, seguramente habría escrito: «Podemos diagnosticar que en la historia de una neurosis caracterizada por tan severo sentimiento de culpa, la lucha contra el onanismo desempeña un papel especial. Confirma plenamente este diagnóstico la patológica pasión de Dostoievski por el juego. En efecto, como vemos en una novela breve de Zweig ... ». Esto significa que la atención dedicada a la historia de Zweig no estaba dictada por la relación de este con Dostoievski, sino por la del onanismo con la neurosis. Sin embargo, esto se hacía un poco complejo.
Mantengo mí creencia en una norma social de ética científicamente objetiva y por eso no discuto el derecho del excelente filisteo a que su conducta sea considerada buena y moral, aunque le haya exigido muy escasa conquista de sí (ver nota(154)). No obstante, al mismo tiempo estimo válido el concepto subjetivo y psicológico de la ética que usted sostiene. Aunque estoy de acuerdo con sus opiniones sobre el mundo y el hombre actuales, no puedo, como usted sabe, compartir su rechazo pesimista de un futuro mejor.
Por cierto, he incluido al Dostoievski psicólogo en el poeta. También podía haber dicho contra él que su intuición estaba completamente limitada a las operaciones de la psique. anormal. Considere su asombrosa impotencia frente a los fenómenos del amor; realmente, él sólo concibe, o el crudo deseo pulsional, o la sumisión masoquista y el amor por compasión. Usted también está totalmente en lo cierto al suponer que a mí no me gusta Dostoievski, a pesar de toda mi admiración por su fuerza y nobleza. Esto proviene del hecho de que mi paciencia con los caracteres patológicos se ha agotado en mi trabajo diario. En el arte y la vida yo no los tolero. Este es un rasgo personal, que en nada compromete a los demás.
¿Dónde va a publicar su ensayo?(155) Creo que es muy bueno. La investigación científica debe trabajar sin prejuicios. En las demás actividades intelectuales es inevitable la elección de un punto de vista y, naturalmente, hay muchos posibles ...