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lunes, 13 de enero de 2014

VOLUMEN XIV: 7. Complemento metapsicológico a la doctrina de los sueños (1917 [1915]) 8. Duelo y melancolía (1917 [1915]) 9. Apéndice a los "Trabajos sobre metapsicología" 10. Un caso de paranoia que contradice la teoría psicoanalítica (1915) 11. De guerra y muerte. Temas de actualidad (1915) 12. La transitoriedad (1916 [1915]) 13. Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico (1916)

«Die Verdrängung»
Nota introductoria(188)
Puede ser el destino de una moción pulsional chocar con resistencias que quieran hacerla inoperante. Bajo condiciones a cuyo estudio más atento pasaremos enseguida, entra entonces en el estado de la represión. Si se tratase del efecto de un estímulo exterior, es evidente que la huida sería el medio apropiado. En el caso de la pulsión, de nada vale la huida, pues el yo no puede escapar de sí mismo. Más tarde, en algún momento, se encontrará en la desestimación por el juicio (juicio adverso) un buen recurso contra la moción pulsional. Una etapa previa al
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juicio adverso, una cosa intermedia entre la huida y el juicio adverso, es la represión, cuyo concepto no podía establecerse en el período anterior a los estudios psicoanalíticos.
La posibilidad de una represión no es fácil de deducir en la teoría. ¿Por qué una moción pulsional habría de ser víctima de semejante destino? Para ello, evidentemente, debe llenarse la condición de que el logro de la meta pulsional depare displacer en lugar de placer. Pero este caso no se concibe bien. Pulsiones así no existen, una satisfacción pulsional es siempre placentera. Deberían suponerse constelaciones particulares, algún proceso por el cual el placer de satisfacción se mudara en displacer.
Para deslindar mejor la represión podemos traer al debate algunas otras situaciones pulsionales. Puede ocurrir que un estímulo exterior sea interiorizado, por ejemplo si ataca o destruye a un órgano; entonces se engendra una nueva fuente de excitación continuada y de incremento de tensión. Tal estímulo cobra, así, notable semejanza con una pulsión. Según sabemos, sentimos este caso como dolor. Ahora bien, la meta de esta seudo-pulsión es sólo el cese de la alteración de órgano y del displacer que conlleva. Otro placer, un placer directo, no puede ganarse con la cesación del dolor. El dolor es también imperativo; puede ser vencido exclusivamente por la acción de una droga o la influencia de una distracción psíquica.
Pero el ejemplo del dolor es muy poco trasparente para que sirva de algo a nuestro propósito. (Ver nota(189)) Tomemos el caso en que un estímulo pulsional como el hambre permanece insatisfecho. Entonces se vuelve imperativo, únicamente la acción de satisfacción puede aplacarlo, (ver nota(190)) y mantiene una continuada tensión de necesidad. Pero en todo esto no asoma nada parecido a una represión.
Por consiguiente, el caso de la represión no está dado cuando la tensión provocada por la insatisfacción de una moción pulsional se hace insoportablemente grande. Los medios de que el organismo dispone para defenderse contra esa situación han de elucidarse en otro orden de consideraciones.
Atengámonos preferentemente a la experiencia clínica tal como nos la brinda la práctica psicoanalítica. Aprendemos entonces que la satisfacción de la pulsión sometida a la represión; sería sin duda posible y siempre placentera en sí misma, pero sería inconciliable con otras exigencias y designios. Por tanto, produciría placer en un lugar y displacer en otro. Tenemos, así, que la condición para la represión es que el motivo de displacer cobre un poder mayor que el placer de la satisfacción. Además, la experiencia psicoanalítica en las neurosis de trasferencia nos impone esta conclusión: La represión no es un mecanismo de defensa presente desde el origen; no puede engendrarse antes que se haya establecido una separación nítida entre actividad conciente y activ idad inconciente del alma, y su esencia consiste en rechazar algo de la conciencia y mantenerlo alejado de ella(191). Este modo de concebir la represión se complementaría con un supuesto, a saber, que antes de esa etapa de la organización del alma los otros destinos de pulsión, como la mudanza hacia lo contrario y la vuelta hacia la persona propia, tenían a su exclusivo cargo la tarea de la defensa contra las mociones pulsionales (ver nota(192)).
Ahora caemos en la cuenta de que represión e inconciente son correlativos en tan grande medida que debemos posponer la profundización en la esencia de la primera hasta saber más sobre la composición del itinerario de instancias psíquicas y sobre la diferenciación entre inconciente y conciente. Antes de ello no podemos hacer más que resumir de un modo puramente descriptivo algunos caracteres de la represión que conocemos por la experiencia clínica, y ello a riesgo de repetir tal cual mucho de lo ya dicho en otros lugares.
Pues bien; tenemos razones para suponer una represión primordial, una primera fase de la represión que consiste en que a la agencia representante {Representanz} psíquica (agencia representante-representación) de la pulsión se le deniega la admisión en lo conciente. Así se establece una fijación; a partir de ese momento la agencia representante en cuestión persiste inmutable y la pulsión sigue ligada a ella. Esto acontece a consecuencia de las propiedades de los procesos inconcientes, que hemos de considerar después.
La segunda etapa de la represión, la represión propiamente dicha, recae sobre retoños psíquicos de la agencia representante reprimida o sobre unos itinerarios de pensamiento que, procedentes de alguna otra parte, han entrado en un vínculo asociativo con ella. A causa de ese vínculo, tales representaciones experimentan el mismo destino que lo reprimido primordial. La represión propiamente dicha es entonces un «esfuerzo de dar caza» (ver nota(193)). Por lo demás, se comete un error cuando se destaca con exclusividad la repulsión que se ejerce desde lo conciente sobre lo que ha de reprimirse. En igual medida debe tenerse en cuenta la atracción que lo reprimido primordial ejerce sobre todo aquello con lo cual Puede ponerse en conexión. Probablemente, la tendencia a la represión no alcanzaría su propósito si estas fuerzas {atracción y repulsión} no cooperasen, si no existiese algo reprimido desde antes, presto a recoger lo repelido por lo conciente. (Ver nota(194))
Bajo la influencia del estudio de las psiconeurosis, que pone ante nuestros ojos efectos sustanciales de la represión, tendemos a :sobrestimar su contenido psicológico y con facilidad olvidamos que la represión no impide a la agencia representante de pulsión seguir existiendo en lo inconciente, continuar organizándose, formar retoños y anudar conexiones. En realidad, la represión sólo perturba el vínculo con un sistema psíquico: el de lo conciente.
Empero, con respecto a lo que es sustancial para comprender los efectos de la represión en las psiconeurosis, el psicoanálisis puede mostrarnos algo más. Por ejemplo: la agencia representante de pulsión se desarrolla con mayor riqueza y menores interferencias cuando la represión la sustrajo del influjo conciente. Prolifera, por así decir, en las sombras y encuentra formas extremas de expresión que, si le son traducidas y presentadas al neurótico, no sólo tienen que parecerle ajenas, sino que lo atemorizan provocándole el espejismo de que poseerían una intensidad pulsional extraordinaria y peligrosa. Esta ilusoria intensidad pulsional es el resultado de un despliegue desinhibido en la fantasía y de la sobreestasis {Aufstauung} producto de una satisfacción denegada. Esta última consecuencia se anuda a la represión, lo cual nos señala el rumbo en que hemos de buscar la genuina sustancialidad {Bedeutung} de esta.
Pero si ahora nos volvemos al aspecto contrario, comprobamos que ni siquiera es cierto que la represión mantenga apartados de lo conciente a todos los retoños de lo reprimido primordial (ver nota(195)). Si estos se han distanciado lo suficiente del representante reprimido, sea por las desfiguraciones que adoptaron o por el número de eslabones intermedios que se intercalaron, tienen, sin más, expedito el acceso a lo conciente. Es como si la resistencia que lo
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conciente les opone fuese una función de su distanciamiento respecto de lo originariamente reprimido. Cuando practicamos la técnica psicoanalítica, invitamos de continuo al paciente a producir esos retoños de lo reprimido, que, a consecuencia de su distanciamiento o de su desfiguración, pueden salvar la censura de lo conciente. No otra cosa son las ocurrencias que le pedimos previa renuncia, por su parte, a toda representación meta conciente y a toda crítica, y desde las cuales restablecemos una traducción conciente de la agencia representante reprimida. Entonces observamos que el paciente puede devanar una serie de ocurrencias de esa índole hasta que tropieza en su decurso con una formación de pensamiento en que el vínculo con lo reprimido se le hace sentir tan intensamente que se ve forzado a repetir su intento de represión. También los síntomas neuróticos tienen que haber llenado esa condición {el distanciamiento}, pues son retoños de lo reprimido, que, por intermedio de estas formaciones {los síntomas}, ha terminado por conquistarse su denegado acceso a la conciencia. (Ver Nota(196)).
¿Hasta dónde tiene que llegar la desfiguración, el distanciamiento respecto de lo reprimido? Es algo que no podemos indicar en general. Ahí opera un fino sopesamiento cuyo juego se nos oculta; empero, las modalidades de su acción eficaz nos hacen colegir que se trata de detenerse antes que se llegue a determinada intensidad en la investidura de lo inconciente, rebasada la cual lo inconciente irrumpiría hacia la satisfacción. La represión trabaja, entonces, de manera en alto grado individual; cada uno de los retoños de lo reprimido puede tener su destino particular; un poco más o un poco menos de desfiguración cambian radicalmente el resultado. Dentro de este orden de consideraciones, se comprende también que los objetos predilectos de los hombres, sus ideales, provengan de las mismas percepciones y vivencias que los más aborrecidos por ellos, y en el origen se distingan unos de otros sólo por ínfimas modificaciones (ver nota(197)). Y aun puede ocurrir, según hallamos en la génesis del fetiche, (ver nota(198)) que la agencia originaria representante de pulsión se haya descompuesto en dos fragmentos; de ellos, uno sufrió la represión, al paso que el restante, precisamente a causa de ese íntimo enlace, experimentó el destino de la idealización.
Lo mismo que se consigue con un más o un menos de desfiguración puede alcanzarse, por así decir en el otro extremo del aparato, mediante una modificación en las condiciones de producción de placer-displacer. Existen técnicas particulares creadas con el propósito de provocar alteraciones tales en el juego de las fuerzas psíquicas que lo mismo que de otro modo produciría displacer pueda por una vez resultar placentero; y tan pronto como uno de estos medios técnicos entra en acción, queda cancelada la represión de una agencia representante de pulsión que de otro modo sería rechazada. Esas técnicas sólo se han estudiado hasta ahora con precisión respecto del chiste(199). Por regla general, la cancelación de la represión es sólo provisional; enseguida se restablece.
Ahora bien, experiencias de esta índole bastan para hacernos notar otros caracteres de la represión. Ella no sólo es, como acabamos de consignarlo, individual, sino en alto grado móvil. No tenemos que imaginarnos el proceso de la represión como un acontecer que se consumaría de una sola vez y tendría un resultado perdurable, como si aplastáramos algo vivo que de ahí en más quedara muerto. No, sino que la represión exige un gasto de fuerza constante; si cejara, peligraría su resultado haciéndose necesario un nuevo acto represivo. Podemos imaginarlo así: Lo reprimido ejerce una presión {Druck} continua en dirección a lo conciente, a raíz de lo cual el equilibrio tiene que mantenerse por medio de una contrapresión {Gegendruck} incesante (ver nota(200)). El mantenimiento de una represión supone, por tanto, un dispendio continuo de fuerza, y en términos económicos su cancelación implicaría un ahorro. Por otra parte, la movilidad de la represión encuentra expresión en los caracteres psíquicos del estado del dormir, el único que posibilita la formación del sueño (ver nota(201)). Con el despertar, las investiduras de represión recogidas se emiten de nuevo.
Por. último, no es lícito olvidar que es muy poco lo que enunciamos acerca de una moción pulsional cuando afirmamos que está reprimida. Es que, sin perjuicio de su represión, puede encontrarse en muy diversos estados: puede estar inactiva, es decir, escasamente investida con energía psíquica, o investida en grados variables y así habilitada para la actividad. Su activación no tendrá, por cierto, la consecuencia de cancelar directamente la represión, sino que pondrá en movimiento todos los procesos que se cierran con la irrupción en la conciencia a través de rodeos. En el caso de los retoños no reprimidos de lo inconciente, la medida de la activación o investidura suele decidir el destino de cada representación singular. Es un hecho cotidiano que un retoño así permanezca no reprimido mientras es representante de una energía baja, aunque su contenido sería idóneo para provocar un conflicto con lo que impera en lo conciente. Es que el factor cuantitativo resulta decisivo para el conflicto; tan pronto como esa representación en el fondo chocante se refuerza por encima de cierto grado, el conflicto deviene actual y precisamente la activación conlleva la represión. Por tanto, en materia de represión, un aumento de la investidura energética actúa en el mismo sentido que el acercamiento a lo inconciente, y una disminución, en el mismo que el distanciamiento respecto de lo inconciente o que una desfiguración. Comprendemos así que las tendencias represoras puedan encontrar en el debilitamiento de lo desagradable un sustituto de su represión.
En las elucidaciones anteriores consideramos la represión de una agencia representante de pulsión, entendiendo por aquella a una representación o un grupo de representaciones investidas desde la pulsión con un determinado monto de energía psíquica (libido, interés). Ahora bien, la observación clínica nos constriñe a descomponer lo que hasta aquí concebimos como unitario, pues nos muestra que junto a la representación {Vorstellung} interviene algo diverso, algo que representa {rápresentieren} a la pulsión y puede experimentar un destino de represión totalmente diferente del de la representación. Para este otro elemento de la agencia representante psíquica ha adquirido carta de ciudadanía el nombre de monto de afecto(202) corresponde a la pulsión en la medida en que esta se ha desasido de la representación y ha encontrado una expresión proporcionada a su cantidad en procesos que devienen registrables para la sensación como afectos. Desde ahora, cuando describamos un caso de represión, tendremos que rastrear separadamente lo que en virtud de ella se ha hecho de la representación, por un lado, y de la energía pulsional que adhiere a esta, por el otro.
Nos gustaría enunciar algo general sobre estos dos diversos destinos. Podremos hacerlo después de orientarnos un poco. El destino general de la representación representante de la pulsión difícilmente pueda ser otro que este: desaparecer de lo conciente si antes fue conciente,
o seguir coartada de la conciencia si estaba en vías de devenir conciente. La diferencia es desdeñable; da lo mismo, por ejemplo, que yo despache de mi salón o de mi vestíbulo a un huésped desagradable, o que después de individualizarlo no le deje pisar el umbral de mi casa (ver nota(203)). El factor cuantitativo de la agencia representante de pulsión tiene tres des tinos posibles, como nos lo enseña una ojeada panorámica a las experiencias que nos ha brindado el psicoanálisis: La pulsión es sofocada por completo, de suerte que nada se descubre, de ella, o
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sale a la luz como un afecto coloreado cualitativamente de algún modo, o se muda en angustia (ver nota(204)). Las dos últimas posibilidades nos ponen frente a la tarea de discernir como un nuevo destino de pulsión la trasposición de las energías psíquicas de las pulsiones en afectos y, muy particularmente, en angustia.
Recordemos que la represión no tenía otro motivo ni propósito que evitar el displacer. De ahí se sigue que el destino del monto de afecto de la agencia representante importa mucho más que el destino de la representación. Por tanto, es el decisivo para nuestro juicio sobre el proceso represivo. Si una represión no consigue impedir que nazcan sensaciones de displacer o de angustia, ello nos autoriza a decir que ha fracasado, aunque haya alcanzado su meta en el otro componente, la representación. Desde luego, la represión fracasada tendrá más títulos para nuestro interés que la lograda de algún modo, pues esta casi siempre se sustraerá de nuestro estudio.
Ahora queremos inteligir el mecanismo del proceso represivo y saber, sobre todo, si hay un mecanismo único de la represión o varios, y si cada psiconeurosis acaso se singulariza por un mecanismo represivo propio. Al empezar esta indagación tropezamos, empero, con complicaciones. El mecanismo de la represión sólo nos es asequible cuando podemos inferirlo retrospectivamente desde los resultados de ella. Si circunscribirnos la observación a los resultados que afectan a la parte del representante constituida por la representación, advertimos que la represión crea, por regla general, una formación sustitutiva. Ahora bien, ¿cuál es el mecanismo de una formación sustitutiva de esa índole, o hay que distinguir también aquí varios mecanismos? Sabemos también que la represión dejasíntomas corno secuela. ¿Haremos coincidir formación sustitutiva y formación de síntoma? Y si esto puede aceptarse globalmente, ¿se superponen el mecanismo de la formación de síntoma y el de la represión? Por ahora parece verosímil que ambos divergen, que no es la represión misma la que crea formaciones sustitutivas y síntomas, sino que estos últimos, en cuanto indicios de un retorno de lo reprimido(205), deben su génesis a procesos por completo diversos. Parece recomendable también indagar los mecanismos de la formación sustitutiva y de la formación de síntoma con anterioridad a los de la represión.
Es claro que la especulación ya nada tiene que hacer aquí, y debe relevarla el análisis cuidadoso de los resultados de la represión observables en el caso de las diferentes neurosis. No obstante, tengo que proponer que pospongamos también este trabajo hasta formarnos algunas representaciones confiables sobre el nexo de lo conciente con lo inconciente (ver nota(206)). Y con el solo fin de que la presente elucidación no quede del todo infecunda, anticiparé que: 1) el mecanismo de la represión de hecho no coincide con el o los mecanismos de la formación sustitutiva; 2) existen muy diversos mecanismos de la formación sustitutiva, y 3) los mecanismos de la represión tienen al menos algo en común, la sustracción de la investidura energética (libido, si tratamos de pulsiones sexuales).
Quiero mostrar también con algunos ejemplos, circunscribiéndome a las tres psiconeurosis más conocidas, el modo en que se aplican al estudio de la represión los conceptos que acabamos de introducir. De la histeria de angustia escogeré el ejemplo, bien analizado, de una fobia a los animales (ver nota(207)). La moción pulsional sometida a la represión es una actitud libidinosa hacia el padre, apareada con la angustia frente a él. Después de la represión, esta moción ha desaparecido de la conciencia y el padre no se presenta en ella como objeto de la libido. Como sustituto se encuentra en posición análoga un animal más o menos apto para ser objeto de angustia. La formación sustitutiva de la parte constituida por la representación [en el representante de pulsión] se ha establecido por la vía deldesplazamiento a lo largo de una trabazón regida por cierto determinismo. La parte cuantitativa no ha desaparecido, sino que se ha traspuesto en angustia. El resultado es una angustia frente al lobo en lugar de un requerimiento de amor al padre. Desde luego, las categorías aquí empleadas no bastan para satisfacer los requisitos de una explicación, ni siquiera del caso más simple de psiconeurosis. Todavía tienen que entrar en cuenta otros puntos de vista.
Una represión como la del caso de la fobia a los animales puede definirse como radicalmente fracasada. La obra de la represión consistió solamente en eliminar y sustituir la representación, pero el ahorro de displacer no se consiguió en modo alguno. Por eso el trabajo de la neurosis no descansa, sino que se continúa en un segundo tempo para alcanzar su meta más inmediata, más importante. Así llega a la formación de un intento de huida, la fobiaen sentido estricto: una cantidad de evitaciones destinadas a excluir el desprendimiento de angustia. En una indagación más específica podemos llegar a comprender los mecanismos por los cuales la fobia alcanza esa meta (ver nota(208)).
A una apreciación por entero diversa del proceso represivo nos fuerza el cuadro de la genuina histeria de conversión. Lo sobresaliente en ella es que consigue hacer desaparecer por completo el monto de afecto. El enfermo exhibe entonces hacia sus síntomas la conducta que Charcot ha llamado «la belle indifférence des hystériques(209)». Otras veces esta sofocación no se logra tan completa, y una dosis de sensaciones penosas se anuda a los síntomas mismos ' o no puede evitarse algún desprendimiento de angustia que, a su vez, pone en acción el mecanismo de formación de una fobia. El contenido de representación de la agencia representante de pulsión se ha sustraído radicalmente de la conciencia; como formación sustitutiva -y al mismo tiempo como síntoma- se encuentra una inervación hiperintensa -somática en los casos típicos-, unas veces de naturaleza sensorial y otras de naturaleza motriz, ya sea como excitación o como inhibición. El lugar hiperinervado se revela, a una consideración más atenta, como una porción de la agencia representante de pulsión reprimida que ha atraído hacia sí, porcondensación, la investidura integra. Desde luego, tampoco estas puntualizaciones describen por completo el mecanismo de una histeria de conversión; sobre todo resta agregar el factor de la regresión, que debe ser apreciado en otro contexto (ver nota(210)).
La represión de la histeria [de conversión] puede juzgarse totalmente fracasada en la medida en que sólo se ha vuelto posible mediante unas extensas formaciones sustitutivas; pero con respecto a la finiquitación del monto de afecto, que es la genuina tarea de la represión, por regla general constituye un éxito completo. El proceso represivo de la histeria de conversión se clausura entonces con la formación de síntoma, y no necesita recomenzar en un segundo tiempo -o en verdad proseguir indefinidamente-, como ocurre en el caso de la histeria de angustia.
Un aspecto por entero distinto muestra también la represión en la tercera de las afecciones que veremos con fines comparativos, la neurosis obsesiva. Aquí nos asalta al comienzo una duda: ¿Hemos de considerar al representante sometido a la represión como una aspiración libidinosa
o como una aspiración hostil? Esa incertidumbre se debe a que la neurosis obsesiva descansa
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en la premisa de una regresión por la cual una aspiración sádica remplaza a una aspiración tierna. Este impulso hostil hacia una persona amada es el que cae bajo la represión. El efecto es totalmente diverso en una primera fase del trabajo represivo que en una fase posterior. Primero alcanza un éxito pleno: el contenido de representación es rechazado y se hace desaparecer el afecto. Como formación sustitutiva hallamos una alteración del yo en la forma de unos escrúpulos de conciencia extremos, lo cual no puede llamarse propiamente un síntoma. Divergen entonces formación sustitutiva y formación de síntoma. También aprendemos algo sobre el mecanismo de la represión. Como lo hace dondequiera, esta ha producido una sustracción de libido, pero a este fin se sirve de la formación reactiva por fortalecimiento de un opuesto. La formación sustitutiva responde aquí, pues, al mismo mecanismo que la repres ión, y en el fondo coincide con esta; pero tanto en el tiempo cuanto en el concepto se aparta de la formación de síntoma. Es muy probable que la situación de ambivalencia en que se insertó el impulso sádico que debe reprimirse posibilite el proceso en su conjunto.
Esa represión inicialmente buena no resiste, empero; en el circuito ulterior, su fracaso se esfuerza resaltando {sich vordrängen} cada vez más. La ambivalencia, en virtud de la cual se había hecho posible la represión {esfuerzo de desalojo} por formación reactiva, es también el lugar en el cual lo reprimido consigue retornar. El afecto desaparecido retorna mudándose en angustia social, en angustia de la conciencia moral, en reproches sin medida; la representación rechazada se remplaza mediante un sustituto por desplazamiento, a menudo por desplazamiento a lo ínfimo, a lo indiferente (ver nota(211)). En la mayoría de los casos hay una tendencia inequívoca a la producción intacta de la representación reprimida. El fracaso en la represión del factor cuantitativo, afectivo, pone en juego el mismo mecanismo de la huida por medio de evitaciones y prohibiciones de que tomamos conocimiento en la fobia histérica. Pero el rechazo que pesa sobre la representación en cuanto a su ingreso a lo conciente se mantiene con tenacidad porque trae consigo la coartación de la acción, el aherrojamiento motor del impulso. Así, en la neurosis obsesiva el trabajo de la represión desemboca en una pugna estéril e interminable.
La pequeña serie comparativa que hemos presentado basta para convencernos de que se requieren indagaciones todavía más abarcadoras antes que pueda esperarse penetrar en los procesos en que se entraman de manera íntima la represión y la formación de síntomas neuróticos. El extraordinario entrelazamiento de todos los factores que intervienen nos deja un solo camino para exponerlos. bebemos privilegiar ora un punto de vista, ora el otro, y perseguirlo a través del material todo el tiempo que su aplicación parezca sernos de provecho. Cada una de estas elaboraciones será en sí incompleta, y no podrán evitarse oscuridades allí donde ella roce lo no elaborado todavía; pero tenemos derecho a esperar que de la síntesis final resultará una buena comprensión.
«Das Unbewusste»
Nota introductoria(212)
El psicoanálisis nos ha enseñado que la esencia del proceso de la represión no consiste en cancelar, en aniquilar una representación representante de la pulsión, sino en impedirle que devenga conciente. Decimos entonces que se encuentra en el estado de lo «inconciente», y podemos ofrecer buenas pruebas de que aun así es capaz de exteriorizar efectos, incluidos los que finalmente alcanzan la conciencia. Todo lo reprimido tiene que permanecer inconciente, pero queremos dejar sentado desde el comienzo que lo reprimido no recubre todo lo inconciente. Lo inconciente abarca el radio más vasto; lo reprimido es una parte de lo inconciente(213). ¿De qué modo podemos llegar a conocer lo inconciente? Desde luego, lo conocemos sólo como conciente, después que ha experimentado una trasposición o traducción a lo conciente. El trabajo psicoanalítico nos brinda todos los días la experiencia de que esa traducción es posible. Para ello se requiere que el analizado venza ciertas resistencias, las mismas que en su momento convirtieron a eso en reprimido por rechazo de lo conciente.
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Justificación del concepto de lo inconciente

Desde muchos ángulos se nos impugna el derecho a suponer algo anímico inconciente y a trabajar científicamente con ese supuesto. En contra, podemos aducir que el supuesto de lo inconciente es necesario y es legítimo, y que poseemos numerosas pruebas en favor de la existencia de lo inconciente.
Es necesario, porque los datos de la conciencia son en alto grado lagunosos; en sanos y en enfermos aparecen a menudo actos psíquicos cuya explicación presupone otros actos de los que, empero, la conciencia no es testigo. Tales actos no son sólo las acciones fallidas y los sueños de los sanos, ni aun todo lo que llamamos síntomas psíquicos y fenómenos obsesivos en los enfermos; por nuestra experiencia cotidiana más personal estamos familiarizados con ocurrencias cuyo origen desconocemos y con resultados de pensamiento cuyo trámite se nos oculta. Estos actos concientes quedarían inconexos e incomprensibles si nos empeñásemos en sostener que la conciencia por fuerza ha de enterarse de todo cuanto sucede en nosotros en materia de actos anímicos, y en cambio se insertan dentro de una conexión discernible si interpolamos los actos inconcientes inferidos. Ahora bien, una ganancia de sentido y de coherencia es un motivo que nos autoriza plenamente a ir más allá de la experiencia inmediata. Y si después se demuestra que sobre el supuesto de lo inconciente podemos construir un procedimiento que nos permite influir con éxito sobre el decurso de los procesos concientes para conseguir ciertos fines, ese éxito nos procurará una prueba incontrastable de la existencia de lo así supuesto. Es preciso, entonces, adoptar ese punto de vista: No es más que una presunción insostenible exigir que todo cuanto sucede en el interior de lo anímico tenga que hacerse notorio también para la conciencia.
Podemos avanzar otro poco y aducir, en apoyo de la existencia de un estado psíquico inconciente, que, en cualquier momento dado, la conciencia abarca sólo un contenido exiguo; por tanto, la mayor parte de lo que llamamos conocimiento conciente tiene que encontrarse en cada caso, y por los períodos más prolongados, en un estado de latencia; vale decir: en un estado de inconciencia {Unbewusstheit} psíquica. Atendiendo a todos nuestros recuerdos latentes, sería inconcebible que se pusiese en entredicho lo inconciente. Pero ahora nos sale al paso una objeción: estos recuerdos latentes ya no deberían calificarse más de psíquicos, sino que corresponderían a los restos de procesos somáticos de los cuales lo psíquico puede brotar de nuevo. Es fácil replicar que, al contrario, el recuerdo latente es indudablemente el saldo de un estado psíquico. Pero más importante es dejar en claro que esa objeción descansa en la igualación no explícita, pero establecida de antemano, entre lo conciente y lo anímico. Tal igualación es, o bien una petitio principii que no deja lugar a inquirir si es verdad que todo lo psíquico tiene que ser conciente, o bien un asunto de convención, de nomenclatura. En este último carácter, como convención, es desde luego irrefutable. Sólo queda preguntarse si es a tal punto adecuada que sería forzoso adherir a ella. Hay derecho a responder que la igualación convencional de lo psíquico con lo conciente es enteramente inadecuada. Desgarra las continuidades psíquicas, nos precipita en las insolubles dificultades del paralelismo psicofísico (ver nota(214)), está expuesta al reproche de que sobrestima sin fundamentación visible el papel de la conciencia y nos compele a abandonar antes de tiempo el ámbito de la indagación psicológica, sin ofrecernos resarcimiento en otros campos.
De cualquier modo, resulta claro que esa cuestión, a saber, si han de concebirse como anímicos inconcientes o como físicos esos estados de la vida anímica de innegable carácter latente, amenaza terminar en una disputa terminológica. Por eso es juicioso promover al primer plano lo que sabemos con seguridad acerca de la naturaleza de estos discutibles estados. Ahora bien, en sus caracteres físicos nos resultan por completo inasequibles; ninguna idea fisiológica, ningún proceso químico pueden hacernos vislumbrar su esencia. Por el otro lado, se comprueba que mantienen el más amplio contacto con los procesos anímicos concientes; con un cierto rendimiento de trabajo pueden trasponerse en estos, ser sustituidos por estos; y admiten ser descritos con todas las categorías que aplicamos a los actos anímicos concientes, como representaciones, aspiraciones, decisiones, etc. Y aun de muchos de estos estados latentes tenemos que decir que no se distinguen de los concientes sino, precisamente, porque les falta la conciencia. Por eso no vacilaremos en tratarlos como objetos de investigación psicológica, y en el más íntimo entrelazamiento con los actos anímicos concientes.
La obstinada negativa a admitir el carácter psíquico de los actos anímicos latentes se explica por el hecho de que la mayoría de los fenómenos en cuestión no pasaron a ser objeto de estudio fuera del psicoanálisis. Quien no conoce los hechos patológicos, juzga las acciones fallidas de las personas normales como meras contingencias y se conforma con la vieja sabiduría para la cual los sueños sueños son(215), no tiene más que soslayar algunos enigmas de la psicología de la conciencia para ahorrarse el supuesto de una actividad anímica inconciente. Por lo demás, los experimentos hipnóticos, en particular la sugestión poshipnótica, pusieron de manifiesto de manera palpable, incluso antes de la época del psicoanálisis, la existencia y el modo de acción de lo inconciente anímico (vernota(216)).
Ahora bien, el supuesto de lo inconciente es, además, totalmente legítimo, puesto que para establecerlo no nos apartamos un solo paso de nuestro modo habitual de pensamiento, que se tiene por correcto. A cada uno de nosotros, la conciencia nos procura solamente el conocimiento de nuestros propios estados anímicos; que otro hombre posee también conciencia, he ahí un razonamiento que extraemos per analogiam sobre la base de las exteriorizaciones y acciones perceptibles de ese otro, y a fin de hacernos inteligible su conducta. (Psicológicamente más correcta es, empero, esta descripción: sin una reflexión especial, atribuimos a todos cuantos están fuera de nosotros nuestra misma constitución, y por tanto también nuestra conciencia; y esta identificación es en verdad la premisa de nuestra comprensión.) Este razonamiento -o esta identificación- fue extendido antaño por el yo a otros hombres, a animales, a plantas, a seres inanimados y al mundo como un todo, y resultó aplicable toda vez que la semejanza con el yo-individuo era abrumadoramente grande, pero se
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hacía más dudosa en la medida en que lo otro se distanciaba del yo. Hoy nuestro pensamiento crítico ya vacila en atribuir conciencia a los animales, se la rehusa a las plantas y relega a la mística el supuesto de una conciencia en lo inanimado. Pero aun donde la inclinación originaria a la identificación ha salido airosa del examen crítico, en lo otro humano, lo más próximo a nosotros, el supuesto de que posee conciencia descansa en un razonamiento y no puede compartir la certeza inmediata de nuestra propia conciencia.
El psicoanálisis no nos exige sino que este modo de razonamiento se vuelva también hacia la persona propia, para lo cual no tenemos inclinación constitucional alguna. Si así se hace, deberá decirse que todos los actos y exteriorizaciones que yo noto en mí y no sé enlazar con el resto de mi vida psíquica tienen que juzgarse como si pertenecieran a otra persona y han de esclarecerse atribuyendo a esta una vida anímica. La experiencia muestra también que esos mismos actos a que no concedemos reconocimiento psíquico en la persona propia, muy bien los interpretamos en otros, vale decir, nos arreglamos para insertarlos dentro de la concatenación anímica. Es evidente que nuestra indagación es desviada aquí de la persona propia por un obstáculo particular, que le impide alcanzar un conocimiento más correcto de ella.
Si, a pesar de esa renuencia interior, volvemos hacia la persona propia aquel modo de razonamiento, él no nos lleva a descubrir un inconciente, sino, en rigor, al supuesto de una conciencia otra, una conciencia segunda que en el interior de mi persona está unida con la que me es notoria. Solamente aquí encuentra la crítica, ocasión justificada para objetar algo. En primer lugar, una conciencia de la que su propio portador nada sabe es algo diverso de una conciencia ajena, y en general es dudoso que merezca considerarse siquiera una conciencia así, en que se echa de menos su rasgo más importante. El que se rebeló contra el supuesto de algo psíquico inconciente no puede quedar satisfecho trocándolo por Una conciencia inconciente. En segundo lugar, el análisis apunta que los diversos procesos anímicos latentes que discernimos gozan de un alto grado de independencia recíproca, como si no tuvieran conexión alguna entre sí y nada supieran unos de otros. Debemos estar preparados, por consiguiente, a admitir en nosotros no sólo una conciencia segunda, sino una tercera, una cuarta, y quizás una serie inacabable de estados de conciencia desconocidos para nosotros todos ellos y que se ignoran entre sí. En tercer lugar, entra en la cuenta un argumento más serio: por la investigación analítica llegamos a saber que una parte de estos procesos latentes poseen caracteres y peculiaridades que nos parecen extraños y aun increíbles, y contrarían directamente las propiedades de la conciencia que nos son familiares. Ello nos da fundamento para reformular aquel razonamiento vuelto hacia la persona propia: no nos prueba la existencia en nosotros de una conciencia segunda, sino la de actos psíquicos que carecen de conciencia. Podremos también rechazar la designación de «subconciencia» por incorrecta y descaminada (ver nota(217)). Los casos conocidos de «double conscience» (escisión {Spaltung} de la conciencia) nada prueban en contra de nuestra concepción. Admiten describirse de la manera más certera como casos de escisión de la actividad del alma en dos grupos, siendo entonces una misma conciencia la que se vuelve alternadamente a un campo o al otro.
Dentro del psicoanálisis no nos queda, pues, sino declarar que los procesos anímicos son en sí inconcientes y comparar su percepción por la conciencia con la percepción del mundo exterior por los órganos sensoriales (ver nota(218)). Y aun esperamos extraer de esta comparación una ganancia para nuestro conocimiento. El supuesto psicoanalítico de la actividad anímica inconciente nos aparece, por un lado, como una continuación del animismo primitivo, que dondequiera nos espejaba homólogos de nuestra conciencia, y, por otro, como continuación de la enmienda que Kant introdujo en nuestra manera de concebir la percepción exterior. Así como Kant nos alertó para que no juzgásemos a la percepción como idéntica a lo percibido incognoscible, descuidando el condicionamiento subjetivo de ella, así el psicoanálisis nos advierte que no hemos de sustituir el proceso psíquico inconciente, que es el objeto de la conciencia, por la percepción que esta hace de él. Como lo físico, tampoco lo psíquico es necesariamente en la realidad según se nos aparece. No obstante, nos dispondremos satisfechos a experimentar que la enmienda de la percepción interior no ofrece dificultades tan grandes como la de la percepción exterior, y que el objeto interior es menos incognoscible que el mundo exterior.

Sentimientos inconcientes

Hemos circunscrito el anterior debate a las representaciones, y ahora podemos plantear un nuevo problema cuya respuesta no podrá menos que contribuir a la aclaración de nuestras opiniones teóricas. Dijimos que había representaciones concientes e inconcientes; ¿existen también mociones pulsionales, sentimientos, sensaciones inconcientes, o esta vez es disparatado formar esos compuestos?
Opino, en verdad, que la oposición entre conciente e inconciente carece de toda pertinencia respecto de la pulsión. Una pulsión nunca puede pasar a ser objeto de la conciencia; sólo puede serlo la representación que es su representante. Ahora bien, tampoco en el interior de lo inconciente puede estar representada si no es por la representación. Si la pulsión no se adhiriera a una representación ni saliera a la luz como un estado afectivo, nada podríamos saber de ella. Entonces, cada vez que pese a eso hablamos de una moción pulsional inconciente o de una moción pulsional reprimida, no es sino por un inofensivo descuido de la expresión. No podemos aludir sino a una moción pulsional cuya agencia representante-representación es inconciente, pues otra cosa no entra en cuenta.
Creeríamos que la respuesta a la pregunta por las sensaciones, los sentimientos, los afectos inconcientes se resolvería con igual facilidad. Es que el hecho de que un sentimiento sea sentido, y, por lo tanto, que la conciencia tenga noticia de él, es inherente a su esencia. La posibilidad de una condición inconciente faltaría entonces por entero a sentimientos, sensaciones, afectos. Pero en la práctica psicoanalítica estamos habituados a hablar de amor, odio, furia, etc., inconcientes, y aun hallamos inevitable la extraña combinación «conciencia inconciente de culpa(227)» o una paradójica «angustia inconciente». ¿Tiene este uso lingüístico mayor significado aquí que en el caso de la «pulsión inconciente»?
En realidad, las cosas se presentan en este caso dispuestas de otra manera. Ante todo puede ocurrir que una moción de afecto o de sentimiento sea percibida, pero erradamente. Por la represión de su representante genuino fue compelida a enlazarse con otra representación, y así la conciencia la tiene por exteriorización de esta última. Cuando restauramos la concatenación correcta, llamamos «inconciente» a la moción afectiva originaria, aunque su afecto nunca lo fue, pues sólo su representación debió pagar tributo a la represión. El uso de las expresiones «afecto inconciente» y «sentimiento inconciente» remite en general a los destinos del factor cuantitativo de la moción pulsional, que son consecuencia de la represión. Sabemos que esos destinos pueden ser tres: el afecto persiste -en un todo o en parte- como tal, o es mudado en un monto de afecto cualitativamente diverso (en particular, en angustia), o es sofocado, es decir, se estorba por completo su desarrollo. (Estas posibilidades son quizá más fáciles de estudiar en el trabajo del sueño que en las neurosis.) (ver nota(228)). Sabemos también que la sofocación del desarrollo del afecto es la meta genuina de la represión, y que su trabajo queda inconcluso cuando no la alcanza. En todos los casos en que la represión consigue inhibir el desarrollo del afecto, llamamos «inconcientes» a los afectos que volvemos, a poner en su sitio tras enderezar {Redressementlo que el trabajo represivo había torcido. Por tanto, no puede negarse consecuencia al uso lingüístico; pero en la comparación con la representación inconciente surge una importante diferencia: tras la represión, aquella sigue existiendo en el interior del sistema Icc como formación real, mientras que ahí mismo al afecto inconciente le corresponde sólo una posibilidad de planteo {de amago} a la que no se le permite desplegarse. En rigor, y aunque el uso lingüístico siga siendo intachable, no hay por tanto afectos inconcientes como hay representaciones inconcientes. Pero dentro del sistema Icc muy bien puede haber formaciones de afecto que, al igual que otras, devengan concientes. Toda la diferencia estriba en que las representaciones son investiduras -en el fondo, de huellas mnémicas-, mientras que los afectos y sentimientos corresponden a procesos de descarga cuyas exteriorizaciones últimas se perciben como sensaciones. En el estado actual de nuestro conocimiento de los afectos y sentimientos no podemos expresar con mayor claridad esta díferencia (ver nota(229)).
Especial interés tiene para nosotros el haber averiguado que la represión puede llegar a inhibir la trasposición de la moción pulsional en una exteriorización de afecto. Esa comprobación nos muestra que el sistema Cc normalmente gobierna la afectividad así como el acceso a la motilidad, y realza el valor de la represión, por cuanto revela que no sólo coarta la conciencia, sino el desarrollo del afecto y la puesta en marcha de la actividad muscular. Con una formulación invertida podríamos decir: Mientras el sistema Cc gobierna la afectividad y la motilidad, llamamos normal al estado psíquico del individuo. Empero, hay una innegable diferencia en la relación del sistema dominante con las dos acciones de descarga próximas entre sí (ver nota(230)). Mientras que el imperio de la G, sobre la motilidad voluntaria es muy firme, y por regla general resiste el asalto de la neurosis y sólo es quebrantado en la psicosis, su gobierno del desarrollo del afecto es menos sólido. Y aun dentro de la vida normal puede discernirse una pugna permanente de los dos sistemas, Cc e Icc, en torno del primado sobre la afectividad; se deslindan entre sí ciertas esferas de influencia y se establecen contaminaciones
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entre las fuerzas eficaces.
La importancia del sistema Cc (Prcc(231)) para el acceso al desprendimiento de afecto y a la acción nos permite también comprender el papel que toca a la representación sustitutiva en la conformación de la enfermedad. Es posible que el desprendimiento de afecto parta directamente del sistema Icc, en cuyo caso tiene siempre el carácter de la angustia, por la cual son trocados todos los afectos «reprimidos». Pero con frecuencia la moción pulsional tiene que aguardar hasta encontrar una representación sustitutiva en el interior del sistema Cc. Después el desarrollo del afecto se hace posible desde este sustituto conciente, cuya naturaleza determina el carácter cualitativo del afecto. Hemos afirmado que en la represión se produce un divorcio entre el afecto y su representación, a raíz de lo cual ambos van al encuentro de sus destinos separados. Esto es incontrastable desde el punto de vista descriptivo; empero, el proceso real es, por regla general, que un afecto no hace su aparición hasta que no se ha consumado la irrupción en una nueva subrogación {Vertretung} del sistema Cc.

Tópica y dinámica de la represión

Llegamos entonces a este resultado: la represión es en lo esencial un proceso que se cumple sobre representaciones en la frontera de los sistemas Icc Prcc(Cc). Ahora podemos hacer un renovado intento por describir más a fondo ese proceso. Ha de tratarse de una sustracción de investidura, pero nos resta averiguar el sistema dentro del cual se realiza esa sustracción y aquel al cual pertenece la investidura sustraída.
La representación reprimida sigue teniendo capacidad de acción dentro del Icc; por tanto, debe de haber conservado su investidura. Lo sustraído ha de ser algo diverso. Consideremos el caso de la represión propiamente dicha (del «esfuerzo de dar caza»), tal como se ejerce sobre la representación preconciente o aun sobre la ya conciente; entonces la represión sólo puede consistir en que a la representación se le sustraiga la investidura (pre)conciente que pertenece al sistema Prcc. La representación queda entonces desinvestida, o recibe investidura del Icc, o conserva la investidura icc que ya tenía. Por tanto, hay sustracción de la investidura preconciente, conservación de la investidura inconciente o sustitución de la investidura preconciente por una inconciente. Notemos, además, que hemos puesto en la base de esta observación, como al descuido, este supuesto: el paso desde el sistema Icc a uno contiguo no acontece mediante una trascripción nueva, sino mediante un cambio de estado, una mudanza en la investidura. El supuesto funcional ha arrojado aquí del campo, con poco esfuerzo, al supuesto tópico.
Empero, este proceso de sustracción de libido(232) no basta para hacer inteligible otro carácter de la represión. No se advierte la razón por la cual la representación que sigue investida o que es provista de investidura desde el Icc no haría intentos renovados por penetrar en el sistema Prec, valida de su investidura. En tal caso la sustracción de libido tendría que repetirse en ella y ese juego idéntico se proseguiría interminablemente, pero el resultado no sería la represión. De igual modo, el aludido mecanismo de sustracción de una investidura preconciente no funcionaría cuando estuviera en juego la figuración de la represión primordial; es que en ese caso está presente una representación inconciente que aún no ha recibido investidura alguna del Prcc y, por tanto, ella no puede serle sustraída.
Aquí necesitamos entonces de otro proceso, que en el primer caso [el del esfuerzo de dar caza] mantenga la represión, y en el segundo [el de la represión primordial] cuide de su producción y de su permanencia, y sólo podemos hallarlo en el supuesto de una contrainvestidura mediante la cual el ;sistema Prcc se protege contra el asedio de la representación inconciente. En ejemplos clínicos veremos el modo en que se exterioriza una contrainvestidura así, que opera en el interior del sistemaPrcc. Ella representa {repräsentiert} el gasto permanente [de energía] de una represión primordial, pero es también lo que garantiza su permanencia. La contrainvestidura es el único mecanismo de la represión primordial; en la represión propiamente dicha (el esfuerzo de dar caza) se suma la sustracción de la investidura prcc. Y es muy posible que precisamente la investidura sustraída de la representación se aplique a la contrainvestidura.
Reparamos en que poco a poco hemos ido delineando, en la exposición de ciertos fenómenos psíquicos, un tercer punto de vista además del dinámico y del tópico, a saber, el económico, que aspira a perseguir los destinos de las magnitudes de excitación y a obtener una estimación por lo menos relativa de ellos. No juzgamos inadecuado designar mediante un nombre particular este modo de consideración que es el coronamiento de la investigación psicoanalítica. Propongo que cuando consigamos describir un proceso psíquico en sus aspectos dinámicos, tópicos y económicos eso se llame una exposición metapsicológica(233). Cabe predecir que, dado el estado actual de nuestros conocimientos, lo conseguiremos sólo en unos pocos lugares.
Hagamos un tímido intento de dar una descripción metapsicológica del proceso de la represión en las tres neurosis de trasferencia conocidas. Nos está permitido sustituir «in vestidura» por «libido»(234), pues, como sabemos, se trata de los destinos de las pulsiones sexuales.
En el caso de la histeria de angustia, una primera fase del proceso suele descuidarse; quizá ni siquiera se la advierte pero es bien notable para una observación más cuidadosa. Consiste en
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que la angustia surge sin que se perciba ante qué. Cabe suponer que dentro del Icc existió una moción de amor que demandaba trasponerse al sistema Prcc; pero la investidura volcada a ella desde este sistema se le retiró al modo de un intento de huida, y la investidura libidinal inconciente de la representación así rechazada fue descargada como angustia. A raíz de una eventual repetición del proceso, se dio un primer paso para domeñar ese desagradable desarrollo de angustia (ver nota(235)). La investidura [prcc] fugada se volcó a una representación sustitutiva que, a su vez, por una parte se entramó por vía asociativa con la representación rechazada y, por la otra, se sustrajo de la represión por su distanciamiento respecto de aquella (sustituto por desplazamiento) y permitió una racionalización del desarrollo de angustia todavía no inhibible. La representación sustitutiva juega ahora para el sistema Cc (Prcc(236)) el papel de una contrainvestidura; en efecto, lo asegura contra la emergencia en la Cc de la representación reprimida. Por otra parte, es el lugar de donde arranca el desprendimiento de afecto, ahora no inhibible, y en mayor medida; al menos, se comporta como si fuera ese lugar de arranque. La observación clínica muestra, por ejemplo, que un niño afectado de fobia a los animales siente angustia cuando se da una de estas dos condiciones: la primera, cuando la moción de amor {hacia su padre} reprimida experimenta un refuerzo; la segunda, cuando es percibido el animal angustiante. La representación sustitutiva se comporta, en un caso, como el lugar de una trasmisión desde el sistema Icc al interior del sistema Cc y, en el otro, como una fuente autónoma de desprendimiento de angustia. La expansión del imperio del sistema Cc suele exteriorizarse en el hecho de que el primer modo de excitación de la representación sustitutiva retrocede cada vez más frente al segundo. Quizás al final el niño se comporte como si no tuviera ninguna inclinación hacia el padre, como si se hubiera emancipado por completo de él y realmente experimentara angustia frente al animal. Sólo que esa angustia frente al animal, alimentada desde la fuente pulsional inconciente, se muestra refractaria e hipertrófica frente a todas las influencias que parten del sistema Cc, en lo cual deja traslucir que su origen se sitúa en el sistema Icc.
Por tanto, en la segunda fase de la histeria de angustia la contrainvestidura desde el sistema Cc ha llevado a la formación sustitutiva. El mismo mecanismo encuentra pronto un nuevo empleo. Como sabemos, el proceso de la represión no está todavía concluido; tiene un cometido ulterior: inhibir el desarrollo de angustia que parte del sustituto (ver nota(237)). Esto acontece del siguiente modo: todo el entorno asociado de la representación sustitutiva es investido con una intensidad particular, de suerte que puede exhibir una elevada sensibilidad a la excitación. Una excitación en cualquier lugar de este parapeto dará, a consecuencia del enlace con la representación sustitutiva, el envión para un pequeño desarrollo de angustia que ahora es aprovechado como señal a fin de inhibir el ulterior avance de este último mediante una renovada huida de la investidura [prcc] (ver nota(238)). Cuanto más lejos del sustituto temido se dispongan las contrainvestiduras sensibles y alertas, con precisión tanto mayor podrá funcionar este mecanismo destinado a aislar la representación sustitutiva y a coartar nuevas excitaciones de ella. Estas precauciones sólo protegen, desde luego, contra excitaciones que apuntan a la representación sustitutiva desde fuera, por la percepción, pero jamás contra la moción pulsional que alcanza a la percepción sustitutiva desde su conexión con la representación reprimida. Por tanto, sólo empiezan a producir efectos cuando el sustituto ha tomado cabalmente sobre sí la subrogación de lo reprimido, mas nunca pueden ser del todo confiables. A raíz de cada acrecimiento de la moción pulsional, la muralla protectora que rodea a la representación sustitutiva debe ser trasladada un tramo más allá. El conjunto de esa construcción, establecida de manera análoga en las otras neurosis, lleva el nombre de fobia. La expresión de la huida frente a la investidura conciente de la representación sustitutiva son las evitaciones, renuncias y prohibiciones que permiten individualizar a la histeria de angustia.
Si abarcamos con la mirada todo el proceso, podemos decir que la tercera fase ha repetido el trabajo de la segunda en escala ampliada. El sistema Cc se protege ahora contra la activación de la representación sustitutiva mediante la contra-investidura de su entorno, así como antes se había asegurado contra la emergencia de la representación reprimida mediante la investidura de la representación sustitutiva. De ese modo encuentra su prosecución la formación sustitutiva por desplazamiento. Debe agregarse que el sistema Cc poseía antes sólo un pequeño lugar que servía de puerta de entrada para la invasión de la moción pulsional reprimida, a saber, la representación sustitutiva, pero al final todo el parapeto fóbico es un enclave de la influencia inconciente. Puede destacarse, además, este interesante punto de vista: mediante todo el mecanismo de defensa puesto en acción se ha conseguido proyectar hacia afuera el peligro pulsional. El yo se comporta como si el peligro del desarrollo de angustia no le amenazase desde una moción pulsional, sino desde una percepción, y por eso puede reaccionar contra ese peligro externo con intentos de huida: las evitaciones fóbicas. Algo se logra con este proceso de la represión; de algún modo puede ponerse dique al desprendimiento de angustia, aunque sólo a costa de graves sacrificios en materia de libertad personal. En general, los intentos de huida frente a las exigencias pulsionales son infructuosos, y el resultado de la huida fóbica sigue siendo, a pesar de todo, insatisfactorio.
De las constelaciones que hemos discernido en la histeria de angustia, buena parte vale también para las otras dos neurosis, de suerte que podemos circunscribir si; elucidación a las diferencias y al papel de la contrainvestidura. En la histeria de conversión, la investidura pulsional de la representación reprimida es traspuesta a la inervación del síntoma. En cuanto a la medida y a las circunstancias en que la representación inconciente es drenada mediante esta descarga hacia la inervación, para que pueda desistir de su esfuerzo de asedio {Andrängen} contra el sistema Ce, será mejor reservar esa y parecidas cuestiones para una investigación especial sobre la histeria(239). El papel de la contrainvestidura que parte del sistema Cc (Prcc(240)) es nítido en la histeria de conversión; sale a la luz en la formación de síntoma. La contrainvestidura es lo que selecciona aquel fragmento de la agencia representante de pulsión sobre el cual se permite concentrarse a toda la investidura de esta última. Ese fragmento escogido como síntoma satisface la condición de expresar tanto la meta desiderativa de la moción pulsional cuanto los afanes defensivos o punitorios del sistema Cc; así es sobreinvestido y apoyado desde ambos lados, como sucede en el caso de la representación sustitutiva en la histeria de angustia. De esta situación podemos inferir sin más que el gasto represivo del sistema Cc no necesita ser tan grande como la energía de investidura del síntoma; en efecto, la fuerza de la represión se mide por la contrainvestidura gastada, y el síntoma no se apoya sólo en esta, sino, además, en la investidura pulsional condensada en él que le viene del sistema Icc.
Con respecto a la neurosis obsesiva, sólo deberíamos agregar a las observaciones contenidas en el ensayo anterior(241) que en este caso la contrainvestidura del sistema Cc sale al primer plano de la manera más palmaria. Organizada como formación reactiva, es ella la que procura la primera represión; y en ella se consuma más tarde la irrupción de la representación reprimida. Podemos aventurar esta conjetura: al predominio de la contrainvestidura y a la falta de una descarga se debe que la obra de la represión aparezca en la histeria de angustia y en la
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neurosis obsesiva mucho menos lograda que en la histeria de conversión. (Ver nota(242))

Las propiedadeparticulares del sistema Icc

Un nuevo significado cobra el distingo entre los dos sistemas psíquicos si atendemos a que los procesos de uno de ellos, el Icc, exhiben propiedades que no se reencuentran en el contiguo más alto.
El núcleo del Icc consiste en agencias representantes de pulsión que quieren descargar su investidura; por tanto, en mociones de deseo. Estas mociones pulsionales están coordinadas entre sí, subsisten unas junto a las otras sin influirse y no se contradicen entre ellas. Cuando son activadas al mismo tiempo dos mociones de deseo cuyas metas no podrían menos que parecernos inconciliables, ellas no se quitan nada ni se cancelan recíprocamente, sino que confluyen en la formación de una meta intermedia, de un compromiso.
Dentro de este sistema no existe negación {Negation}no existe duda ni grado alguno de certeza. Todo esto es introducido sólo por el trabajo de la censura entre Icc y Prcc. La negación es un sustituto de la represión, de nivel más alto (ver nota(243)). Dentro del Icc no hay sino contenidos investidos con mayor o menor intensidad.
Prevalece [en el Icc] una movilidad mucho mayor de las intensidades de investidura. Por el proceso del desplazamiento, una representación puede entregar a otra todo el monto de su investidura; y por el de la condensación, puede tomar sobre sí la investidura íntegra de muchas otras. He propuesto ver estos dos procesos como indicios del llamado proceso psíquico primario. Dentro del sistema Prcc rige el proceso secundario(244); toda vez que a un tal proceso primario le es permitido jugar con elementos del sistema Prcc, aparece como «cómico» y mueve a risa (ver nota(245)).
Los procesos del sistema Icc son atemporales, es decir, no están ordenados con arreglo al tiempo, no se modifican por el trascurso de este ni, en general, tienen relación alguna con él.
También la relación con el tiempo se sigue del trabajo del sistema Cc(246).
Tampoco conocen los procesos Icc un miramiento por la realidad. Están sometidos al principio de placer; su destino sólo depende de la fuerza que poseen y de que cumplan los requisitos de la regulación de placer-displacer (ver nota(247)).
Resumamos: ausencia de contradicción, proceso primario (movilidad de las investiduras), carácter atemporal y sustitución de la realidad exterior por lapsíquica, he ahí los rasgos cuya presencia estamos autorizados a esperar en procesos pertenecientes al sistema Icc. (Ver nota(248))
Los procesos inconcientes sólo se vuelven cognoscibles para nosotros bajo las condiciones del soñar y de las neurosis, o sea, cuando procesos del sistema Prcc, más alto, son trasladados hacia atrás, a un estadio anterior, por obra de un rebajamiento (regresión). En sí y por sí ellos no son cognoscibles, y aun son insusceptibles de existencia, porque en época muy temprana al sistema Icc se le superpuso el Prcc, que ha arrastrado hacia sí el acceso a la conciencia y a la motilidad. La descarga del sistema Icc pasa a la inervación corporal para el desarrollo de afecto, pero, como tenemos averiguado, también esa vía de aligeramiento le es disputada por el Prec. Por sí solo, y en condiciones normales, el sistema Icc no podría consumar ninguna acción muscular adaptada al fin, con excepción de aquellas que ya están organizadas como reflejos.
Sólo veríamos a plena luz el significado cabal de los rasgos descritos del sistema Icc si les contrapusiéramos y comparásemos con ellos las propiedades del sistema Prcc. Pero esto nos llevaría demasiado lejos, y yo propongo que, de común acuerdo, lo pospongamos y emprendamos la comparación entre los dos sistemas después que hayamos apreciado el más alto (ver nota(249)). Sólo lo más apremiante debe elucidarse desde ahora.
Los procesos del sistema Prcc exhiben -con independencia de que sean ya concientes o sólo susceptibles de conciencia- una inhibición de la proclividad a la descarga, característica de las representaciones investidas. Cuando el proceso traspasa de una representación a otra, la primera retiene una parte de su investidura y sólo una pequeña proporción experimenta el desplazamiento. Desplazamientos y condensaciones como los del proceso primario están excluidos o son muy limitados. Esta situación movió a J. Breuer a suponer dentro de la vida anímica dos estados diversos de la energía de investidura: uno ligado, tónico, y otro móvil, libre y proclive a la descarga. Yo creo que este distingo sigue siendo hasta hoy nuestra intelección más profunda en la esencia de la energía nerviosa, y no veo cómo podríamos prescindir de él. Sería una urgente necesidad de la exposición metapsicológica -quizá una empresa demasiado osada todavía- continuar la discusión en este punto.
Al sistema Prcc competen, además, el establecimiento de una capacidad de comercio entre los contenidos de las representaciones, de suerte que puedan influirse unas a otras, el ordenamiento temporal de ellas (ver nota(250)), la introducción de una censura o de varias, el examen de realidad y el principio de realidad. También la memoria conciente parece depender por completo del Prcc(251); ha de separársela de manera tajante de las huellas mnémicas en que se fijan las vivencias del Icc, y probablemente corresponda a una trascripción particular tal como la que quisimos suponer, y después hubimos de desestimar, para el nexo de la
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representación conciente con la inconciente. En esta concatenación hallaremos también los medios para poner fin a nuestras fluctuaciones en la denominación del sistema más alto, que ahora, de manera aleatoria, llamamos unas veces Prcc y otras Cc.
Es atinado también hacer una advertencia en este lugar: no ha de generalizarse apresuradamente lo que aquí hemos traído a la luz sobre la distribución de las operaciones anímicas en los dos sistemas. Estamos describiendo la situación tal como se presenta en el adulto, en quien el sistema Icc, en sentido estricto, funciona sólo como etapa previa de la organización más alta. El contenido y los vínculos de este sistema durante el desarrollo individual, y el significado que posee en el animal, no deben derivarse de nuestra descripción sino investigarse por separado (ver nota(252)). Además, en el caso del hombre debemos estar preparados para descubrir, por ejemplo, condiciones patológicas bajo las cuales ambos sistemas se alteren en su contenido y en sus caracteres, o aun los truequen entre sí.

El comercio entre los dos sistemas

Sería erróneo imaginarse que el Icc permanece en reposo mientras todo el trabajo psíquico es efectuado por el Prcc, que el Icc es algo periclitado, un órgano rudimentario, un residuo del desarrollo. O suponer que el comercio de los dos sistemas se limita al acto de la represión, en que el Prcc arrojaría al abismo del Icc todo lo que le pareciese perturbador. El Icc es más bien algo vivo, susceptible de desarrollo, y mantiene con el Prcc toda una serie de relaciones; entre otras, la de la cooperación. A modo de síntesis debe decirse que el Icc se continúa en los llamados retoños, es asequible a las vicisitudes de la vida, influye de continuo sobre el Prcc y a su vez está sometido a influencias de parte de este.
El estudio de los retoños del Icc deparará un radical desengaño a nuestras expectativas de obtener una separación esquemáticamente límpida entre los dos sistemas psíquicos Ello aparejará sin duda insatisfacción con nuestros resultados, y es probable que se lo utilice para poner en duda el valor de nuestro modo de dividir los procesos psíquicos. A esto replicaremos que no nos propusimos sino trasponer los resultados de la observación a una teoría, y no hemos contraído obligación ninguna de alcanzar al primer asalto una teoría tersa, que se recomiende por su simplicidad. Saldremos de fiadores de sus complicaciones mientras ellas se muestren adecuadas a la observación, y no abandonaremos la esperanza de que precisamente ellas habrán de conducirnos, en definitiva, al conocimiento de una relación de las cosas que, simple en sí misma, pueda dar razón de las complicaciones de la realidad.
Entre los retoños de las mociones pulsionales icc del carácter descrito, los hay que reúnen dentro de sí notas contrapuestas. Por una parte presentan una alta organización, están exentos de contradicción, han aprovechado todas las adquisiciones del sistema Cc y nuestro juicio los distinguiría apenas de las formaciones de este sistema. Por otra parte, son inconcientes e insusceptibles de devenir concientes. Por tanto, cualitativamente pertenecen al sistema Prcc, pero, de hecho, al Icc. Su origen sigue siendo decisivo para su destino. Hay que compararlos con los mestizos entre diversas razas humanas que en líneas generales se han asemejado a los blancos, pero dejan traslucir su ascendencia de color por uno u otro rasgo llamativo, y por eso permanecen excluidos de la sociedad y no gozan de ninguno de los privilegios de aquellos. De esa clase son las formaciones de la fantasía tanto de los normales cuanto de los neuróticos, que hemos individualizado como etapas previas en la formación del sueño y en la del síntoma, y que, a pesar de su alta organización, permanecen reprimidas y como tales no pueden devenir concientes (ver nota(253)). Se aproximan a la conciencia y allí se quedan imperturbadas mientras tienen una investidura poco intensa, pero son rechazadas tan pronto sobrepasan cierto nivel de investidura. Otros tantos retoños del Icc de alta organización son las formaciones sustitutivas, que, no obstante, logran irrumpir en la conciencia merced a una relación favorable, por ejemplo, en virtud de su coincidencia con una contrainvestidura del Prcc.
Cuando, en otro lugar(254), investiguemos más a fondo las condiciones del devenir-conciente, podremos solucionar una parte de las dif icultades que han surgido. Aquí parece ventajoso contraponer a nuestro abordaje anterior, en que nos remontábamos desde el Icc, uno que parta de la conciencia. A esta, toda la suma de los procesos, psíquicos se le presenta como el reino de lo preconciente. Un sector muy grande de esto preconciente proviene de lo inconciente, tiene el carácter de sus retoños y sucumbe a una censura antes que pueda devenir conciente. Otro sector del Prcc es susceptible de conciencia sin censura. Esto nos lleva a contradecir un supuesto anterior. Cuando consideramos la represión nos vimos precisados a situar entre los sistemas Icc y Prcc la censura decisiva para el devenir-conciente. Ahora nos es sugerida una censura entre Prcc Cc(255). Pero haremos bien en no ver en esta complicación una dificultad, sino en suponer que una nueva censura corresponde a todo paso de un sistema al que le sigue, más alto; vale decir, a todo progreso hacia una etapa más alta de organización psíquica. Comoquiera que fuese, queda desechado con relación a ello el supuesto de una renovación continuada de las trascripciones.
La raíz de todas estas dificultades ha de buscarse en que la condición de conciente {Bewusstheit}, el único carácter de los procesos psíquicos que nos es dado de manera inmediata, por nada del mundo es idónea para distinguir entre los sistemas. Prescindiendo de que lo conciente no lo es siempre, sino que temporariamente es también latente, la observación nos ha enseñado que mucho de lo que participa de las propiedades del sistema Prcc no deviene conciente; y todavía llegaremos a saber que ciertas orientaciones de la atención de este sistema son restrictivas del devenir-conciente (ver nota(256)). Por tanto, ni con los sistemas ni
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con la represión mantiene la conciencia un vínculo simple. La verdad es que no sólo lo reprimido psíquicamente permanece ajeno a la conciencia; también, una parte de las mociones que gobiernan nuestro yo, vale decir, del más fuerte opuesto funcional a lo reprimido. En la medida en que queramos avanzar hasta una consideración metapsicológica de la vida anímica, tendremos que aprender a emanciparnos de la significatividad del síntoma «condición de conciente» (ver nota(257)).
Mientras sigamos adheridos a este síntoma veremos infringidas por excepciones nuestras tesis generales. Notarnos que retoños del Icc(258) devienen concientes como formaciones sustitutivas y como síntomas, por lo regular tras grandes desfiguraciones respecto de lo inconciente, aunque suelen conservar muchos caracteres que invitan a la represión. Hallamos que permanecen inconcientes muchas formaciones preconcientes que, por su naturaleza, creeríamos plenamente autorizadas a devenir concientes. Es probable que en ellas se haga valer la atracción más fuerte del Icc. Eso nos lleva a buscar la diferencia más importante, no entre lo conciente y lo preconciente, sino entre lo preconciente y lo inconciente. Lo, Icc es rechazado por la censura en la frontera de lo Prec; sus retoños pueden sortear esa censura, organizarse en un nivel alto, crecer dentro del Prcc hasta una cierta intensidad de investidura, pero después, cuando la han rebasado y quieren imponerse a la conciencia, pueden ser individualizados como retoños del Icc y reprimidos otra vez en la nueva frontera de censura situada entre Prcc y Cc. Así, la primera censura funciona contra el Icc mismo; la segunda, contra los retoños prcc de él. Se diría que la censura fue empujada un tramo hacia adelante en el curso del desarrollo individual.
En la cura psicoanalítica obtenemos la prueba irrecusable de la existencia de la segunda censura, la situada entre los sistemas Prcc y Cc.Exhortamos al enfermo a formar profusión de retoños del Icc y lo comprometemos a vencer las objeciones que la censura haga al devenir-concientes de estas formaciones preconcientes; derrotando esta censura nos facilitamos el camino para cancelar la represión, que es la obra de la censura anterior. Consignemos aquí esta observación: la existencia de la censura entre Prcc yCc nos advierte que el devenir-conciente no es un mero acto de percepción, sino que probablemente se trate también de unasobreinvestidura, un ulterior progreso de la organización psíquica.
Volvámonos ahora al comercio del Icc con los otros sistemas, no tanto para establecer algo nuevo como para no pasar por alto lo más notable. En las raíces de la actividad pulsional los sistemas se comunican entre sí de la manera más amplia. Una parte de los procesos ahí excitados pasan por el Icc como por una etapa preparatoria, y en la Cc alcanzan la conformación psíquica más alta; otra parte es retenida como Icc. Pero el Icc es alcanzado también por las vivencias que provienen de la percepción exterior. Normalmente, todos los caminos que van desde la percepción hasta el Icc permanecen expeditos, y sólo los que regresan de él son sometidos a bloqueo por la represión.
Cosa muy notable, el Icc de un hombre puede reaccionar, esquivando la Cc, sobre el Icc de otro. El hecho merece una indagación más a fondo, en particular para averiguar si no interviene la actividad preconciente; pero, como descripción, es indiscutible (ver nota(259)).
El contenido del sistema Prec (o Cc) proviene, en una parte, de la vida pulsional (por mediación del Icc) y, en la otra, de la percepción. Cabe dudar sobre la medida en que los procesos de este
sistema pueden ejercer una influencia directa sobre el Icc; la investigación de casos patológicos muestra a menudo en el Icc un grado de autonomía y de ininfluenciabilidad apenas creíbles. Un total aislamiento recíproco de las aspiraciones, una desagregación absoluta de los dos sistemas, he ahí en general la característica de la condición patológica. No obstante, la cura psicoanalítica se edifica sobre la influencia del Icc desde la Cc, y en todo caso muestra que, si bien ella es ardua, no es imposible. Los retoños del Icc que hacen de mediadores entre los dos sistemas nos facilitan el camino para este logro, como ya se dijo. Pero todo nos lleva a suponer que una modificación espontánea del Icc por parte de la Cc es un proceso lento y erizado de dificultades.
Una cooperación entre una moción preconciente y una inconciente, aun reprimida con intensidad, puede producirse en esta situación eventual: que la moción inconciente pueda operar en el mismo sentido que una de las aspiraciones dominantes. La represión queda cancelada para este caso y la actividad reprimida se admite como refuerzo de la que está en la intención del yo. Para esta última, lo inconciente pasa a ser una constelación acorde con el yo, sin que en lo demás se modifique para nada su represión, El éxito del Icc en esta cooperación es innegable; las aspiraciones reforzadas, en efecto, se comportan diversamente que las normales, habilitan para un rendimiento particularmente consumado y exhiben frente a las contradicciones una resistencia semejante a la que oponen, por ejemplo, los síntomas obsesivos.
El contenido del Icc puede ser comparado con una población psíquica primitiva. Si hay en el hombre unas formaciones psíquicas heredadas, algo análogo al instinto {Instinkt} de los animales, eso es lo que constituye el núcleo del Icc (ver nota(260)). A ello se suma más tarde lo que se desechó por inutilizable en el curso del desarrollo infantil y que no forzosamente ha de ser, por su naturaleza, diverso de lo heredado. Una división tajante y definitiva del contenido de los dos sistemas no se establece, por regla general, hasta la pubertad.

El discernimiento de lo inconciente

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Lo que hemos reunido en las anteriores elucidaciones es quizá todo lo que puede decirse sobre el Icc si se toma como fuente exclusiva el conocimiento de la vida onírica y de las neurosis de trasferencia. Por cierto no es mucho; aquí y allá impresiona como algo no aclarado y confuso y, sobre todo, se echa de menos la posibilidad de coordinar el Icc a una concatenación ya conocida o de insertarlo dentro de ella. Sólo el análisis de una de las afecciones que llamamos psiconeurosis narcisistas promete brindarnos unas perspectivas que nos acerquen a ese enigmático Icc y, por así decir, nos lo pongan al alcance de la mano.
Desde un trabajo de Abraham (1908), que este escrupuloso autor ha atribuido a una sugerencia mía, procuramos caracterizar la dementia praecox de Kraepelin (la esquizofrenia de Bleuler) por su conducta hacia la oposición entre yo y objeto. En las neurosis de trasferencia (histeria de angustia y de conversión, neurosis obsesiva) nada había que empujase al primer plano esa oposición. Por cierto, se sabía que la denegación {frustración} del objeto generaba el estallido de la neurosis y esta envolvía la renuncia al objeto real, y también que la libido sustraída del objeto real revertía sobre un objeto fantaseado, y desde ahí sobre uno reprimido (introversión) (ver nota(261)). Pero la investidura de objeto misma es retenida en estas neurosis con gran energía, y la indagación más fina del proceso represivo nos forzó a suponer que la investidura de objeto persiste en el interior del sistema Icc a pesar de la represión -más bien, a causa de ella- (ver nota(262)) sin duda, la capacidad para la trasferencia, que en estas afecciones aprovecharnos terapéuticamente, presupone una imperturbada investidura de objeto.
En el caso de la esquizofrenia, en cambio, se nos impuso el supuesto de que tras el proceso de la represión la libido quitada no busca un nuevo objeto, sino se recoge en el yo; por tanto, aquí se resignan las investiduras de objeto y se reproduce un estado de narcisismo primitivo, carente de objeto. La incapacidad de estos pacientes para la trasferencia -al menos hasta donde llega el proceso patológico-, la inaccesibilidad terapéutica que de ahí se sigue, su característica repulsa del mundo exterior, el surgimiento de signos de una sobreinvestidura del yo propio, la apatía total en que desemboca el proceso, todos estos caracteres parecen armonizar perfectamente con el supuesto de una resignación de las investiduras de objeto. En cuanto a los vínculos entre los dos sistemas psíquicos, ningún observador dejó de notar que en la esquizofrenia se exterioriza como conciente mucho, de lo que en las neurosis de trasferencia sólo puede pesquisarse en el Icc por medio del psicoanálisis. Pero al principio no logramos establecer un enlace inteligible entre el vínculo yo-objeto y las relaciones de conciencia.
Eso que buscamos parece conseguirse por el siguiente, insospechado camino. En la esquizofrenia se observa, sobre todo en sus estadios iniciales, tan instructivos, una serie de alteraciones del lenguaje, algunas de las cuales merecen ser consideradas desde un punto de vista determinado. El modo de expresarse es a menudo objeto de un cuidado particular, es «rebuscado», «amanerado». Las frases sufren una peculiar desorganización sintáctica que las vuelve incomprensibles para nosotros, de suerte que juzgamos disparatadas las proferencias de los enfermos. En el contenido de esas proferencias muchas veces pasa al primer plano una referencia a órganos o a inervaciones del cuerpo. A esto puede sumarse que en tales síntomas de la esquizofrenia, semejantes a las formaciones sustitutivas de la histeria o de la neurosis obsesiva, la relación entre el sustituto y lo reprimido exhibe peculiaridades que nos resultarían sorprendentes en los casos de esas dos neurosis mencionadas.
El doctor Víctor Tausk (Viena) ha puesto a mi disposición algunas de sus observaciones sobre esquizofrenias incipientes; presentan la ventaja de que la enferma misma quiso dar el esclarecimiento de sus dichos (ver nota(263)). A propósito de dos de sus ejemplos mostraré la concepción que me propongo defender, aunque creo indudable que a cualquier observador le sería fácil producir en abundancia este tipo de material.
Una de las enfermas de Tausk, una muchacha que fue llevada a la clínica después de una querella con su amado, se queja: Los ojos no están derechos, están torcidos {verdrehen.
Ella misma lo aclara, exponiendo en un lenguaje ordenado una serie de reproches contra el amado. «Ella no puede entender que a él se lo vea distinto cada vez; es un hipócrita, un torcedor de ojos {Augenverdreher, simulador}, él le ha torcido los ojos, ahora ella tiene los ojos torcidos, esos ya no son más sus ojos, ella ve el mundo ahora con otros ojos».
Las proferencias de la enferma acerca de su dicho incomprensible tienen el valor de un análisis, pues contienen el equivalente de ese dicho en giros expresivos comprensibles para todos; al mismo tiempo, echan luz sobre el significado y sobre la génesis de la formación léxica esquizofrénica. En acuerdo con Tausk destaco yo, en este ejemplo, que la relación con el órgano (con el ojo) se ha constituido en la subrogación de todo el contenido [de sus pensamientos]. El dicho esquizofrénico tiene aquí un sesgo hipocondríaco, ha devenido lenguaje de órgano (ver nota(264)).
Una segunda comunicación de la misma enferma: «Ella está en la iglesia, de repente le da un sacudón, tiene que ponerse de otro modo {sich anders stellen}, como si alguien la pusiera, como si fuera puesta». Y ofrece luego el análisis de eso mediante una nueva serie de reproches contra el amado, «que es ordinario, y que a ella, que por su cuna era fina, la hizo también ordinaria. La hizo parecida a él mismo, porque le hizo creer que él era superior a ella; ahora ella se convirtió en lo que él es, porque creía que sería mejor si se le igualaba. El ha falseado su propia posición {verstellen}, ella es ahora como él (¡identificación!), él le ha falseado laposición».
El movimiento del ponerse-de-otro-modo, observa Tausk, es una figuración del giro «falsear la posición» y de la identificación con el amado. De nuevo destaco la prevalencia, en toda la ilación de pensamiento, de aquel elemento que tiene por contenido una inervación corporal (más bien, la sensación de esta). Por lo demás, una histérica en el primer caso habría torcido convulsivamente los ojos, y en el segundo habría ejecutado en la realidad el sacudón en lugar de sentir el impulso a hacerlo o de tener la sensación de él, y en ninguno de los dos casos habría poseído un pensamiento conciente sobre eso ni habría sido capaz de exteriorizarlo siquiera con posterioridad.
Hasta ahí, entonces, esas dos observaciones dan testimonio de lo que hemos llamado lenguaje hipocondríaco o lenguaje de órgano. Pero también -y esto nos parece más importante- nos señalan otra relación de las cosas, que puede registrarse cuantas veces se quiera (pongamos por caso, en los ejemplos reunidos en la monografía de Bleuler [1911]) y verterse en una fórmula determinada. En la esquizofrenia las palabras son sometidas al mismo proceso que desde los pensamientos oníricos latentes crea las imágenes del sueño, y que hemos llamado el proceso psíquico primario. Son condensadas, y por desplazamiento se trasfieren unas a otras
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sus investiduras completamente; el proceso puede avanzar hasta el punto en que una sola palabra, idónea para ello por múltiples referencias, tome sobre sí la subrogación de una cadena íntegra de pensamientos (ver nota(265)). Los trabajos de Bleuler, Jung y sus discípulos han aportado un rico material precisamente en favor de este aserto (ver nota(266)).
Antes de extraer conclusión alguna de estas impresiones, queremos considerar todavía las diferencias finas -pero que sin duda provocan un extraño efecto- entre la formación sustitutiva de la esquizofrenia, por un lado, y de la histeria y la neurosis obsesiva, por el otro. Un paciente a quien hoy tengo bajo observación resignó todos los intereses de la vida a causa del deterioro de la piel de su rostro. Afirma que tiene comedones y profundos hoyos en la cara, que todo el mundo nota. El análisis pesquisa que él juega en su piel su complejo de castración. Primero se ocupaba de sus comedones sin hacerse reproches, y el apretárselos le deparaba gran satisfacción, porque de ahí, como él decía, saltaba algo. Después dio en creer que dondequiera que él había eliminado un comedón le aparecería un profundo hoyo, y se hizo los más amargos reproches por haberse estropeado la piel para siempre con su «continuo toquetear con la mano». Es evidente que apretarse el contenido del comedón es para él un sustituto del onanismo. Los hoyos que por su culpa le aparecerían son los genitales femeninos, vale decir, el cumplimiento de la amenaza de castración (o de su fantasía subrogante) provocada por el onanismo. A pesar de su carácter hipocondríaco, esta formación sustitutiva presenta mucha semejanza con una conversión histérica, y no obstante se tiene la sensación de que algo ha debido de ocurrir diversamente, de que una histeria no sería capaz de una formación sustitutiva así, y ello aun antes de que pueda señalarse en qué estriba la diferenciaUn hoyito diminuto, como un poro de la piel, difícilmente será tomado por un histérico como símbolo de la vagina, que en cambio él comparará con todos los objetos posibles que encierran un hueco. Creemos también que el carácter múltiple de los hoyitos le haría abstenerse de usarlos como sustituto de los genitales femeninos. Lo mismo se aplica a un paciente joven sobre quien Tausk informó hace unos años en la Sociedad Psicoanalítica de Viena. Se comportaba en todo como un neurótico obsesivo, se pasaba las horas haciéndose su toilette, etc. Pero era llamativo que pudiese comunicar sin resistencia alguna el significado de sus inhibiciones. Cuando se ponía las medias le perturbaba, por ejemplo, la idea de tener que estirar los puntos del tejido, vale decir, los agujeros, y todo agujero era para él un símbolo de la abertura genital femenina. Tampoco de esto sería capaz un neurótico obsesivo; según observó R. Reitler, uno de estos pacientes, que actuaba con la misma morosidad en el acto de ponerse las medias, después de vencer las resistencias halló esta explicación: el pie era un símbolo del pene, y el cubrirlo con la media, un acto onanista; y se veía forzado a ponerse y sacarse una y otra vez las medias, en parte para perfeccionar la imagen del onanismo y en parte para anularlo.
Si nos preguntamos qué es lo que confiere a la formación sustitutiva y al síntoma de la esquizofrenia su carácter extraño, caemos finalmente en la cuenta de que es el predominio de la referencia a la palabra sobre la referencia a la cosa. Entre el apretarse un comedón y una eyaculación del pene hay escasísima semejanza en la cosa misma, y ella es todavía menor entre los innumerables y apenas marcados poros de la piel y la vagina; pero, en el primer caso, las dos veces salta algo, y para el segundo vale al pie de la letra la frase cínica: «Un agujero es un agujero». El sustituto fue prescrito por la semejanza de la expresión lingüística, no por el parecido de la cosa designada. Toda vez que ambas -palabra y cosa- no coinciden, la formación sustitutiva de la esquizofrenia diverge de la que se presenta en el caso de las neurosis de trasferencia.
Reunamos esta intelección con el supuesto según el cual en la esquizofrenia son resignadas las investiduras de objeto. Tendríamos que modificarlo ahora: la investidura de las representaciones-palabra de los objetos se mantiene. Lo que pudimos llamar la representación-objeto {Objektvor-stellung} conciente se nos descompone ahora en la representación-palabra {Wortvorstellung} y en la representación-cosa {Sachvorstellung(267)} que consiste en la investidura, si no de la imagen mnémica directa de la cosa, al menos de huellas mnémicas más distanciadas, derivadas de ella. De golpe creemos saber ahora dónde reside la diferencia entre una representación conciente y una inconciente. Ellas no son, como creíamos, diversas trascripciones del mismo contenido en Iugares psíquicos diferentes, ni diversos estados funcionales de investidura en el mismo lugar, sino que la representación conciente abarca la representación-cosa más la correspondiente representación-palabra, y la inconciente es la representación-cosa sola. El sistema Icc contiene las investiduras de cosa de los objetos, que son las investiduras de objeto primeras y genuinas; el sistema Prcc nace cuando esa representación-cosa es sobreinvestida por el enlace con las representaciones-palabra que le corresponden. Tales sobreinvestiduras, podemos conjeturar, son las que producen una organización psíquica más alta y posibilitan el relevo del proceso primario por el proceso secundario que gobierna en el interior del Prcc. Ahora podemos formular de manera precisa eso que la represión, en las neurosis de trasferencia, rehusa a la representación rechazada: la traducción en palabras, que debieran permanecer enlazadas con el objeto. La representación no aprehendida en palabras, o el acto psíquico no sobreinvestido, se quedan entonces atrás, en el interior del Icc, como algo reprimido.
Me es lícito hacer notar cuán temprano poseímos ya la intelección que hoy nos permite comprender uno de los caracteres más llamativos de la esquizofrenia. En las últimas líneas de La interpretación de los sueños, publicada en 1900, se expone que los procesos de pensamiento, vale decir, los actos de investidura más distanciados de las percepciones, son en sí carentes de cualidad e inconcientes, y sólo cobran su capacidad de devenir concientes por el enlace con los restos de percepciones de palabra (ver nota(268)). Las representaciones-palabra provienen, por su parte, de la percepción sensorial de igual manera que las representaciones-cosa, de suerte que podría plantearse esta pregunta: ¿Por qué las representaciones-objeto no pueden devenir concientes por medio de sus propios restos de percepción? Es que probablemente el pensar se desenvuelve dentro de sistemas tan distanciados de los restos de percepción originarios que ya nada han conservado de sus cualidades, y para devenir concientes necesitan de un refuerzo de cualidades nuevas. Además, mediante el enlace con palabras pueden ser provistas de cualidad aun aquellas investiduras que no pudieron llevarse cualidad ninguna de las percepciones porque correspondían a meras relaciones entre las representaciones-objeto. Y tales relaciones, que sólo por medio de palabras se han vuelto aprehensibles, constituyen un componente principal de nuestros procesos de pensamiento. Bien comprendemos que el enlace con representaciones-palabra todavía no coincide con el devenir-conciente, sino que meramente brinda la posibilidad de ello; por tanto, no caracteriza a otro sistema sino al del Prcc (ver nota(269)). Ahora reparamos en que con estas elucidaciones nos apartamos de nuestro tema genuino y nos situamos en medio de los problemas de lo preconciente y lo conciente, que hemos reservado para un trabajo independiente(270), donde los trataremos de manera expresa.
Con respecto a la esquizofrenia, que por cierto tocamos aquí sólo hasta donde nos parece
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indispensable para el conocimiento general del Icc, debe presentársenos una duda, a saber, si el proceso que en este caso hemos llamado represión tiene todavía algo en común con la represión de las neurosis de trasferencia. La fórmula según la cual la represión es un proceso que ocurre entre los sistemas Icc y Prcc (o Cc), con el resultado de que algo es mantenido lejos de la conciencia (ver nota(271)), sin duda tiene que ser modificada para incluir el caso de la dementia praecox y de otras afecciones narcisistas. Pero el intento de huida emprendido por el yo, que se exterioriza en el quite de la investidura conciente, sigue siendo de cualquier modo lo común {a ambas clases de enfermedad}. Y la reflexión más superficial nos muestra que ese intento de huida, esa huida de parte del yo, se pone en obra en las neurosis narcisistas de manera mucho más radical y profunda.
Si en la esquizofrenia esta huida consiste en el recogimiento de la investidura pulsional de los lugares que representan {reprásentieren} a la representación-objeto inconciente, cabe extrañarse de que la parte de esa misma representación-objeto que pertenece al sistema Prcc -las representaciones-palabra que le corresponden- esté destinada a experimentar más bien una investidura más intensa. Esperaríamos que la representación-palabra, en cuanto es la porción preconciente, resistiese el primer asalto de la represión y se volviese por completo no investible después que la represión avanzó hasta las representaciones inconcientes- cosa. Sin duda es esta una dificultad para la comprensión. Aquí viene en nuestra ayuda la reflexión de que la investidura de la representación-palabra no es parte del acto de represión, sino que constituye el primero de los intentos de restablecimiento o de curación que tan llamativamente presiden el cuadro clínico de la esquizofrenia (ver nota(272)). Estos empeños pretenden reconquistar el objeto perdido, y muy bien puede suceder que con este propósito emprendan el camino hacia el objeto pasando por su componente de palabra, debiendo no obstante conformarse después con las palabras en lugar de las cosas. Es que, en sentido muy general, nuestra actividad anímica se mueve siguiendo dos circuitos contrapuestos: o bien avanza desde las pulsiones, a través del sistema Icc, hasta el trabajo del pensamiento conciente, o bien una incitación de afuera le hace atravesar el sistema de la Cc y del Prcc hasta alcanzar las investiduras icc del yo y de los objetos. A pesar de la represión sobrevenida, este segundo camino debe de permanecer transitable, y en un tramo queda expedito para los esfuerzos que hace la neurosis por reconquistar sus objetos. Cuando pensamos en abstracto nos exponemos al peligro de descuidar los vínculos de las palabras con las representaciones-cosa inconcientes, y es innegable que entonces nuestro filosofar cobra una indeseada semejanza, en su expresión y en su contenido, con la modalidad de trabajo de los esquizofrénicos (ver nota(273)). Por otro lado, puede ensayarse esta caracterización del modo de pensamiento de los esquizofrénicos: ellos tratan cosas concretas como si fueran abstractas.
Si realmente hemos discernido al Icc y si hemos definido con corrección la diferencia entre una representación inconciente y una preconciente, entonces nuestras investigaciones deberán reconducirnos desde muchos otros lugares a esta misma intelección.
Apéndice A. Freud y Ewald Hering
[Entre los maestros que tuvo Freud en Viena se contó el fisiólogo Ewald Hering (1834-1918), quien, según nos relata Jones (1953), en 1884 le ofreció al joven Freud un puesto como ayudante de él en Praga. Un episodio acontecido unos cuarenta años después parece sugerir, como señala Ernst Kris (1956)que Hering pudo haber influido en las concepciones de Freud sobre lo inconciente (Cf. mi «Nota introductoria» a «Lo inconciente» (1915e)) En 1880, Samuel Butler publicó su libro Unconscious Memory, el cual incluía la traducción de una conferencia pronunciada por Hering en 1870«Über das Gedáchtnis als cine allgemeine Funktion der organisierten Materie» {Sobre la memoria como función universal de la materia organizada}; Butler declaraba coincidir, en general, con Hering. Un libro de Israel Levine con el título The Unconscious fue publicado en Inglaterra en 1923, y su traducción al alemán, hecha por Anna Freud, apareció en 1926, aunque una de sus secciones (parte 1, sección 13) fue traducida por el propio Freud; en ella, Levine mencionaba la conferencia de Hering, pero se ocupaba más de Butler que de este último. En tal sentido, Freud agregó, en la página 34 de la versión alemana, la siguiente nota al pie:]
«El lector alemán, familiarizado con la citada conferencia de Hering, a la que considera una pieza maestra, en modo alguno se inclinará, desde luego, a conceder prioridad a las elucidaciones que en ella basa Butler. En Hering, por lo demás, hallamos certeras observaciones que confieren a la psicología el derecho a suponer una actividad anímica inconciente: "¿Quién podría confiar en que desentrañará la trama de nuestra vida interior, formada por millares de hilos, si quiere perseguirlos sólo hasta donde discurren dentro de la conciencia? ( ... ) Cadenas como estas de procesos nerviosos materiales inconcientes, que culminan en un eslabón acompañado de percepción conciente, han sido designadas como series de representaciones inconcientes y razonamientos inconcientes, y esto puede justificarse también desde el punto de vista de la psicología. En efecto, a la psicología con mucha frecuencia se le escurriría el alma de las manos si pretendiera no considerar sus estados inconcientes"». [Hering, 1870, págs. 11. y 13.]
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Apéndice BEl paralelismo psicofísico
[Como señalé en mi «Nota introductoria» a «Lo inconciente» (1915e), las primeras concepciones de Freud sobre la relación entre la psique y el sistema nervioso fueron muy influidas por Hughlings-Jackson. Es muy revelador al respecto el siguiente pasaje extraído de su trabajo sobre las afasias (1891b). Resulta particularmente instructivo comparar las últimas frases, sobre el tema de los recuerdos latentes, con la posición posterior de Freud. ]
Tras esta digresión, volvemos a la concepción de la afasia y recordamos que sobre el terreno de las doctrinas de Meynert creció la hipótesis de que el aparato del lenguaje consistiría en distintos centros corticales en cuyas células se contienen las representaciones-palabra; estos centros están separados por una región cortical exenta de funciones y se enlazan mediante fibras blancas (haces asociativos). He aquí lo primero que puede preguntarse: ¿Es en general admisible y correcto un supuesto de este tipo, que aloja representaciones en células? Yo creo
que no.
Respecto de la tendencia de épocas anteriores de la medicina a localizar íntegras facultades anímicas, tal como las deslinda la terminología psicológica, en determinadas regiones del cerebro, no pudo menos que presentarse como un gran progreso la afirmación de Wernicke en el sentido de que sólo era lícito localizar los elementos psíquicos más simples, las representaciones sensoriales singulares, y ello sin duda en la terminación central del nervio periférico que recibió la impresión. ¿Pero en el fondo no se comete el mismo error de principio, ya se intente localizar un concepto complejo, una actividad anímica íntegra, o sólo un elemento psíquico? ¿Es lícito tomar una fibra nerviosa, que en todo su recorrido era meramente un producto fisiológico sometido a modificaciones fisiológicas, sumergir su extremo en lo psíquico y proveer a este extremo de una representación o una imagen mnémica? Si ya se ha reconocido que «voluntad», «inteligencia», etc., son términos creados por la psicología a los cuales corresponden en el mundo fisiológico estados de cosas muy complejos, ¿acaso respecto de la «representación sensorial simple» se sabe con mayor certeza que no es una palabra creada como aquellas?
La cadena de los procesos fisiológicos dentro del sistema nervioso probablemente no mantiene un nexo de causalidad con los procesos psíquicos. Los procesos fisiológicos no cesan en el momento en que comienzan los psíquicos; más bien, la cadena fisiológica continúa, sólo que cada eslabón de ella (o algunos eslabones) empieza a corresponder, a partir de cierto momento, a un fenómeno psíquico. Lo psíquico es, por tanto, un proceso paralelo a lo fisiológico («a dependent concomitant»). (Ver nota(274)).
Bien sé que no puedo imputar a los hombres cuyas opiniones pongo aquí en entredicho haber hecho irreflexivamente este salto y este cambio de vía del abordaje científico [del fisiológico al psicológico]. Es evidente, sólo quisieron decir que la modificación -perteneciente a la fisiología-de la fibra nerviosa a raíz de la excitación sensorial produce otra modificación en la célula nerviosa central, que pasa a ser el correlato fisiológico de la « representación ». Y puesto que saben decir mucho más acerca de la representación que acerca de aquellas modificaciones desconocidas, no caracterizadas todavía en términos fisiológicos, se sirven de esta expresión elíptica: en la célula nerviosa se localiza una representación. Empero, esta subrogación lleva enseguida a confundir las dos cosas, que no necesariamente han de tener semejanza alguna entre sí. En la psicología, la representación simple es para nosotros algo elemental, que podemos distinguir tajantemente de sus conexiones con otras representaciones. Así llegamos a la hipótesis de que también su correlato fisiológico, la modificación que parte de la fibra nerviosa excitada con su terminación central, es algo simple que puede localizarse en un punto. Una trasferencia así es, desde luego, totalmente ilícita; las propiedades de esta modificación tienen que determinarse por sí y con independencia de su contraparte psicológica. (Ver nota(275))
Ahora bien, ¿cuál es el correlato fisiológico de la representación simple o de la representación que retorna en lugar de ella? Manifiestamente, no es algo quieto, sino algo de la naturaleza de un proceso. Este último es compatible con la localización; parte de un lugar particular de la corteza y desde él se difunde por toda ella o a lo largo de vías particulares. Una vez trascurrido, este proceso deja, en la corteza afectada por él, una modificación: la posibilidad de] recuerdo. Es sumamente dudoso que a esta modificación corresponda también algo psíquico; nuestra conciencia nada sabe de algo semejante, algo que justifique el nombre de «imagen mnémica latente» desde el lado psíquico. Pero tan pronto vuelve a ser incitado el mismo estado de la corteza, lo psíquico surge de nuevo como imagen mnémica. [ ... ]
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Apéndice C. Palabra y cosa
[La sección final del artículo de Freud sobre «Lo inconciente» parece tener raíces en su temprana monografía sobre las afasias (1891b)Tal vez sea de interés, entonces, reproducir aquí un pasaje de ese trabajo (correspondiente a las págs. 74-81 de la edic ión alemana original) que, si bien no es en sí mismo fácil de entender, echa luz sobre los supuestos en que se basaron algunas concepciones posteriores de Freud. Otro interés incidental de este pasaje radica en que Freud emplea en él, como, no era habitual que lo hiciera, el lenguaje técnico de la psicología «académica» de fines del siglo XIX.
Este fragmento continúa una serie de argumentos anatómicos y fisiológicos, de orden tanto negativo cuanto confirmatorio, que llevaron a Freud a plantear un esquema hipotético de funcionamiento neurológico que él denomina «el aparato del lenguaje». Debe señalarse que hay entre la terminología que utiliza aquí y la de «Lo inconciente» una importante diferencia, que puede dar origen a confusiones. Lo que aquí llama «representación-objeto» {Obiektvorstellung} es lo que en «Lo inconciente» denominaría «representación-cosa» {Sachvorstellung}mientras que lo que allí designaría «representación-objeto» denota una combinación de la «representación-cosa» y la «representación-palabra», a la cual no le da ningún nombre específico en este pasaje.]
Examinemos ahora las hipótesis que nos hacen falta para explicar las perturbaciones del lenguaje sobre la base de un aparato del lenguaje construido de ese modo; dicho en otros términos: lo que el estudio de las perturbaciones del lenguaje nos enseña respecto de la función de este aparato. Al hacerlo distinguiremos en lo posible entre el lado psicológico y el anatómico de la cuestión.
Para la psicología, la unidad de la función del lenguaje es la «palabra»: una representación compleja que se demuestra compuesta por elementos acústicos, visuales y kinestésicos. El conocimiento de esta composición lo debemos a la patología, que nos enseña que en caso de lesiones orgánicas en el aparato del lenguaje sobreviene una fragmentación del habla siguiendo esta composición. De tal modo, nuestra expectativa es que la ausencia de uno de estos elementos de la representación-palabra habrá de resultar la marca más esencial que nos permitirá inferir la localización del proceso patológico. Suelen citarse cuatro ingredientes de la representación-palabra: la «imagen sonora», la «imagen visual de letras», la «imagen motriz del lenguaje» y la «imagen motriz de la escritura». Pero esta composición se muestra más compleja cuando se entra a considerar el probable proceso asociativo que sobreviene a raíz de cada operación lingüística:
  1. Aprendemos a hablar en cuanto asociamos una «imagen sonora de palabra» con un «sentimiento de inervación de palabra» (ver nota(276))Una vez que hemos hablado, entramos en posesión de una «representación motriz de lenguaje» (sensaciones centrípetas de los órganos del lenguaje), de modo que la «palabra», desde el punto de vista motor, queda doblemente comandada para nosotros. De los dos elementos de comando, el primero, la representación de inervación de palabra, parece el de menor valor psicológico, y aun puede ponerse en entredicho, en general, su intervención como factor psíquico. Además, recibimos, después de hablar, una «imagen sonora» de la palabra pronunciada. En tanto no hayamos desarrollado más nuestro lenguaje, esta segunda imagen sonora sólo debe estar asociada a la primera, no precisa ser idéntica a ella (ver nota(277)). En este estadio (del desarrollo del lenguaje en el niño) nos servimos de un lenguaje autocreado; nos comportamos como afásicos motores asociando diferentes sonidos de palabra ajenos con un sonido único producido por nosotros.
  2. Aprendemos el lenguaje de los otros en cuanto nos empeñamos en hacer que la imagen sonora producida por nosotros mismos se parezca en todo lo posible a lo que dio ocasión a la inervación lingüística. Así aprendemos a «pos-hablar» {repetir lo dicho por otro}. Después, en el «hablar sintáctico»{zusammenhángenden Sprechen}, ilamos las palabras entre sí en cuanto para la inervación de la palabra que sigue aguardamos hasta que nos haya llegado la imagen sonora o la representación motriz de lenguaje (o ambas) de la palabra anterior. La seguridad de nuestro hablar muestra ser de comando múltiple[überbestimmt(278)] y soporta bien la ausencia de uno u otro de los factores de comando. Pero esta ausencia de la corrección ejercida por la segunda imagen sonora y por la imagen motriz de lenguaje explica muchas peculiaridades de la parafasia -fisiológica y patológica-.
  3. Aprendemos a deletrear en cuanto enlazamos las imágenes visuales de las letras con nuevas imágenes sonoras que no pueden menos que hacernos recordar los sonidos de palabra ya conocidos. Enseguida repetimos {pos-hablamos} la imagen sonora que caracteriza a la letra, de modo que esta última se nos aparece también comandada por dos imágenes sonoras que coinciden y por dos representaciones motrices que se corresponden la una a la otra.
  4. Aprendemos a leer en cuanto enlazamos, según ciertas reglas, la sucesión de las representaciones de inervación de palabra y motriz de palabra que recibimos a raíz de la pronunciación de las letras aisladas, y ello de tal suerte que se engendran nuevas representaciones motrices de palabra. Tan pronto pronunciamos estas últimas, descubrimos, por la imagen sonora de estas nuevas representaciones de palabra, que las dos imágenes, la motriz de palabra y la sonora de palabra, que así hemos recibido nos son familiares desde hace tiempo e idénticas con las usadas en el habla. Ahora asociamos con estas dos imágenes lingüísticas obtenidas por deletreo el significado que corresponde a los sonidos de palabra primarios. Ahora leemos entendiendo. Si primariamente no hemos hablado una lengua escrita sino un dialecto, tenemos que superasociar las imágenes motrices de palabra y las imágenes sonoras adquiridas por deletreo con las antiguas; así nos es preciso aprender una lengua
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nueva, lo cual es facilitado por la semejanza entre dialecto y lengua escrita.
La anterior exposición permite advertir que el aprendizaje de la lectura es un proceso muy complejo, en el que la vía asociativa cambia repetidamente de curso. Cabe esperar, entonces, que las perturbaciones de la lectura en la afasia se presenten de maneras muy diversas. Lo único decisivo para indicar una lesión del elemento visual en la lectura es la perturbación en el deletreo. La combinación de las letras en una palabra se produce trasfiriéndose a la vía del lenguaje; por tanto, queda suprimida en la afasia motriz. La comprensión de lo leído se obtiene sólo por medio de las imágenes sonoras producidas por las palabras pronunciadas, o por medio de las imágenes motrices de palabra surgidas en el proceso del habla. Se presenta así como una función que no sólo desaparece a raíz de una lesión motriz, sino también de una lesión acústica; además, como una función independiente de la ejecución de la lecturaLa autoobservación nos muestra que existen varias clases de lectura, de las cuales una u otra renuncia a la comprensión de lo leído. Cuando leo pruebas de imprenta, para lo cual procedo a prestar particular atención a las imágenes visuales de las letras y otros signos de la escritura, se me escapa el sentido de lo leído, tanto que para un mejoramiento estilístico de las pruebas se necesita de una relectura especial. Si leo un libro que me interesa, por ejemplo una novela, paso por alto todos los errores de imprenta, y puede ocurrir que del nombre de los personajes actuantes no recuerde más que una impresión confusa, y, tal vez, que son largos o breves y contienen una letra llamativa, una «x» o una «z». Cuando debo leer en voz alta, para lo cual tengo que prestar particular atención a las imágenes sonoras de mis palabras y a sus intervalos, corro también el peligro de cuidarme demasiado poco del sentido; y tan pronto me fatigo, leo de tal modo que los otros todavía pueden entenderme, pero yo mismo ya no sé lo que he leído. Todos estos son fenómenos de una atención dividida, y surgen aquí precisamente porque la comprensión de lo leído !se produce siguiendo tan amplios rodeos. La analogía con nuestra conducta en el curso del aprendizaje de la lectura aclara que no puede hablarse de esa comprensión cuando el proceso mismo de la lectura tropieza con dificultades, y nos guardaremos muy bien de considerar la ausencia de comprensión como signo de interrupción de una vía. La lectura en voz alta no puede considerarse un proceso diverso de la lectura para sí, salvo el hecho de que contribuye a apartar la atención de la parte sensorial del proceso de lectura.
  1. Aprendemos a escribir en cuanto reproducimos las imágenes visuales de las letras mediante imágenes de inervación de la mano, hasta dar origen a imágenes visuales iguales o semejantes. Por lo general, las imágenes de escritura son sólo semejantes a las imágenes de lectura y están superasociadas a ellas, pues leemos en letras de imprenta y aprendemos a escribir en letra manuscrita. La escritura se presenta como un proceso relativamente más simple y no tan fácil de perturbar como la lectura.
  2. Puede suponerse que también más tarde ejercitamos las funciones singulares del lenguaje por las mismas vías asociativas que seguimos al aprenderlas. Aquí pueden sobrevenir abreviaciones y subrogaciones, pero no siempre es fácil indicar su naturaleza. La significación de estas disminuye, además, por la observación de que en casos de lesión orgánica el aparato del lenguaje probablemente se verá dañado en alguna medida como un todo y forzado a retroceder a los modos de asociación primarios, bien establecidos y más minuciosos. En
cuanto a la lectura, es indudable que en el caso de las personas ejercitadas se hace valer el influjo de la «imagen de palabra visual», de suerte que palabras individuales (nombres propios) pueden leerse aun prescindiendo del deletreo.
La palabra es, pues, una representación compleja, que consta de las imágenes que hemos consignado; expresado de otro modo: corresponde a la palabra un complicado pro.. ceso asociativo, en el que confluyen los elementos de origen visual, acústico y kinestésico enumerados antes.
Ahora bien, la palabra cobra su significado por su enlace con la «representación-objeto(279)», al menos si consideramos solamente los sustantivos. A su vez, la representación-objeto es un complejo asociativo de las más diversas representaciones visuales, acústicas, táctiles, kinestésicas y otras. Por la filosofía sabemos que la representación-objeto no contiene nada más que esto, y que la apariencia de ser una «cosa» {Ding}, en favor de cuyas diversas «propiedades» aboga cada impresión sensorial, surge sólo por el hecho de que a raíz del recuento de las impresiones sensoriales que hemos recibido de un objeto del mundo {Gegenstand}admitimos todavía la posibilidad de una serie mayor de nuevas ímpresiones dentro de la misma cadena asociatíva (J. S. Mill(280)). La representación-objeto nos aparece entonces como algo no cerrado y que difícilmente podría serlo, mientras que la representación-palabra nos aparece como algo cerrado, aunque susceptible de ampliación.
Esquema psicológico de la representación-palabra.
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La representación-palabra aparece como un complejo cerrado de representación; en cambio, la representación-objeto aparece como un complejo abierto. La representación-palabra no se enlaza con la representación-objeto desde todos sus componentes, sino sólo desde la imagen sonora. Entre las asociaciones de objeto, son las visuales las que subrogan al objeto, del mismo modo como la imagen sonora subroga a la palabra. No se indican en la figura las conexiones de la imagen sonora de la palabra con otras asociaciones de objeto que no sean las visuales.
He aquí la tesis que, sobre la base de la patología de los trastornos del lenguaje, no podemos menos que formular: La representación-palabra se anuda por su extremo sensible (por medio de las imágenes de sonido) con la representación-objeto. Así llegamos a suponer la existencia de dos clases de trastornos lingüísticos: 1 ) una afasia de primer orden, afasia verbal, en la que solamente están perturbadas las asociaciones entre los elementos singulares de la representación-palabra, y 2) una afasia de segundo orden, afasia asimbólica, en la que está perturbada la asociación entre representación-palabra y representación-objeto.
Uso el término «asimbolia» en otro sentido que el corriente desde FinkeInburg (ver nota(281)), porque la relación que media entre representación-palabra y representación-objeto me parece más merecedora del nombre «simbólica» que la que media entre objeto y representación-objeto. Propongo llamar «agnosia» a las perturbaciones en el conocimiento de objetos del mundo que FinkeInburg resume bajo el término «asimbolia». Ahora bien, sería posible que trastornos agnósticos (que sólo pueden producirse en caso de lesiones bilaterales y extensas de la corteza) conllevaran también una perturbación del lenguaje; en efecto, todas las incitaciones para el habla espontánea provienen del campo de las asociaciones de objeto. A estas perturbaciones del lenguaje las llamaría yo afasias de tercer orden o afasias agnósticas. Y, de hecho, la clínica nos ha permitido conocer algunos casos que reclaman esta concepción. [ ... ]

La multivocidad de lo inconciente, y el punto de vista tópico

Antes de seguir avanzando queremos establecer el hecho importante, pero también enojoso, de que la condición de inconciente {Unbewusstheit} es sólo una marca de lo psíquico que en modo alguno basta para establecer su característica. Existen actos psíquicos de muy diversa dignidad que, sin embargo, coinciden en cuanto al carácter de ser inconcientes. Lo inconciente abarca, por un lado, actos que son apenas latentes, inconcientes por algún tiempo, pero en lo demás en nada se diferencian de los concientes; y, por otro lado, procesos como los reprimidos, que, si devinieran concientes, contrastarían de la manera más llamativa con los otros procesos concientes. Pondríamos fin a todos los malentendidos si en lo sucesivo, para la descripción de los diversos tipos de actos psíquicos, prescindiésemos por completo de que sean concientes o inconcientes y los clasificáramos y entramáramos tan sólo según su modo de relación con las pulsiones y metas, según su composición y su pertenencia a los sistemas psíquicos supraordinados unos respecto de los otros. Ahora bien, por diversas razones esto es impracticable, y así no podemos escapar a esta ambigüedad: usamos las palabras «conciente»
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e «inconciente» ora en el sentido descriptivo, ora en el sistemático, en cuyo caso significan pertenencia a sistemas determinados y dotación con ciertas propiedades. También se podría hacer el intento de evitar la confusión designando a los sistemas psíquicos conocidos mediante nombres que se escogiesen al azar y no aludiesen a la condición de conciente {Bewusstheit}; sólo que antes debería especificarse aquello en que se funda la diferenciación entre los sistemas, y al hacerlo no se podría esquivar la condición de conciente, pues ella constituye el punto de partida de todas nuestras indagaciones. Quizá pueda depararnos algún remedio la siguiente propuesta: sustituir, al menos en la escritura, «conciencia» por el símbolo Cc, e «inconciente» por la correspondiente abreviatura Icc(219), toda vez que usemos esas dos palabras en el sentido sistemático.
Dentro de una exposición positiva enunciamos ahora, como resultado del psicoanálisis: un acto psíquico en general atraviesa por dos fases de estado, entre las cuales opera como selector una suerte de examen (censura). En la primera fase él es inconciente y pertenece al sistema Icc; sí a raíz del examen es rechazado por la censura, se le deniega el paso a la segunda fase; entonces se llama «reprimido» y tiene que permanecer inconciente. Pero si sale airoso de este examen entra en la segunda fase y pasa a pertenecer al segundo sistema, que llamaremos el sistema Cc. Empero, su relación con la conciencia no es determinada todavía unívocamente por esta pertenencia. No es aún conciente, sino susceptible de conciencia (según la expresión de J. Breuer) (ver nota(220)) vale decir, ahora puede ser objeto de ella sin una particular resistencia toda vez que se reúnan ciertas condiciones. En atención a esta susceptibilidad de conciencia llamamos al sistema Cc también el «preconciente». Si se llegara a averiguar que a su vez el devenirconciente de lo preconciente es codeterminado por una cierta censura, deberíamos aislar entre sí con rigor los sistemas Prcc y Cc.. Provisionalmente baste con establecer que el sistema Prcc participa de las propiedades del sistema Cc, y que la censura rigurosa está en funciones en el paso del Icc al Prcc (o Cc).
Con la aceptación de estos dos (o tres) sistemas psíquicos, el psicoanálisis se ha distanciado otro paso de la psicología descriptiva de la conciencia y se ha procurado un nuevo planteamiento y un nuevo contenido. De la psicología que ha imperado hasta ahora se distingue, principalmente, por su concepción dinámica de los procesos anímicos; y a ello se suma que también quiere tomar en cuenta la tópica psíquica e indicar, para un acto psíquico cualquiera, el sistema dentro del cual se consuma o los sistemas entre los cuales se juega. A causa de este empeño ha recibido también el nombre de psicología de lo profundo(221). Más adelante veremos que el psicoanálisis todavía puede enriquecerse con otro punto de vista.
Sí queremos tomar en serio una tópica de los actos anímicos, tenemos que dirigir nuestro interés a una duda que en este punto asoma. Si un acto psíquico (limitémonos aquí a los que son de la naturaleza de una representación) experimenta la trasposición del sistema Icc al sistema Ce (o Prec), ¿debemos suponer que a ella se liga una fijación {Fixierung} nueva, a la manera de una segunda trascripción de la representación correspondiente, la cual entonces puede contenerse también en una nueva localidad psíquica subsistiendo, además, la trascripción originaria, inconciente? (ver nota(222)) ¿0 más bien debemos creer que la trasposición consiste en un cambio de estado que se cumple en idéntico material y en la misma localidad? Esta pregunta puede parecer abstrusa, pero tenemos que planteárnosla si queremos formarnos una idea más precisa de la tópica psíquica, de la dimensión de lo psíquico profundo.
Es difícil porque rebasa lo puramente psicológico y roza las relaciones del aparato psíquico con la anatomía. Sabemos que tales relaciones existen, en lo más grueso. Es un resultado inconmovible de la investigación científica que la actividad del alma se liga con la función del cerebro como no lo hace con ningún otro órgano. Un nuevo paso -no se sabe cuán largo- nos hace avanzar el descubrimiento del desigual valor de las partes del cerebro y su relación especial con determinadas partes del cuerpo y actividades mentales. Pero han fracasado de raíz todos los intentos por colegir desde ahí una localización de los procesos anímicos, todos los esfuerzos por imaginar las representaciones almacenadas en células nerviosas y la circulación de las excitaciones por los haces de nervios (ver nota(223)). El mismo destino correría una doctrina que pretendiera individualizar el lugar anatómico del sistema Cc (la actividad conciente del alma) en la corteza cerebral, por ejemplo, y situar los procesos inconcientes en las zonas subcorticales del cerebro (ver nota(224)). Aquí se nos abre una laguna; por hoy no es posible llenarla, ni es tarea de la psicología. Nuestra tópica psíquica provisionalmente nada tiene que ver con la anatomía; se refiere a regiones del aparato psíquico, dondequiera que estén situadas dentro del cuerpo, y no a localidades anatómicas.
Nuestro trabajo, por tanto, es libre en este aspecto y le está permitido proceder según sus propias necesidades. Esto último será provechoso siempre que tengamos presente que nuestros supuestos no reclaman, en principio, sino el valor de ilustraciones. La primera de las dos posibilidades consideradas, a saber, que la fase Cc de la representación significa una trascripción nueva de ella, situada en otro lugar, es sin duda la más grosera, aunque también la más cómoda. El segundo supuesto, el de un cambio de estado meramente funcional, es el más verosímil de antemano, pero es menos plástico, de manejo más difícil. Con el primer supuesto, el supuesto tópico, se enlaza un divorcio tópico entre los sistemas Icc y Ce y la posibilidad de que una representación esté presente al mismo tiempo en dos lugares del aparato psíquico, y aun de que se traslade regularmente de un lugar a otro sí no está inhibida por la censura, llegado el caso sin perder su primer asentamiento o su primera trascripción. Quizás esto parezca extraño, pero puede apuntalarse en impresiones extraídas de la práctica psicoanalítica.
Si comunicamos a un paciente una representación que él reprimió en su tiempo y hemos logrado colegir, ello al principio en nada modifica su estado psíquico. Sobre todo, no cancela la represión ni, como quizá podría esperarse, hace que sus consecuencias cedan por el hecho de que la representación antes inconciente ahora devenga conciente. Al contrario, primero no se conseguirá más que una nueva desautorización(225) de la representación reprimida. Pero de hecho el paciente tiene ahora la misma representación bajo una doble forma en lugares diferentes de su aparato anímico; primero, posee el recuerdo conciente de la huella auditiva de la representación que le hemos comunicado, y en segundo término, como con certeza sabemos, lleva en su interior (y en la forma que antes tuvo) el recuerdo inconciente de lo vivenciado (ver nota(226)). En realidad, la cancelación de la represión no sobreviene hasta que la representación conciente, tras vencer las resistencias, entra en conexión con la huella mnémica inconciente. Sólo cuando esta última es hecha conciente se consigue el éxito. Por tanto, para una consideración superficial parecería comprobado que representaciones concientes e inconcientes son trascripciones diversas, y separadas en sentido tópico, de un mismo contenido. Pero la más somera reflexión muestra que la identidad entre la comunicación y el recuerdo reprimido del paciente no es sino aparente. El tener oído y el tener-vivenciado son, por su naturaleza psicológica, dos cosas por entero diversas, por más que posean idéntico contenido.
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Por consiguiente, en un comienzo no estamos en condiciones de distinguir entre las dos posibilidades. Tal vez más adelante acertemos con factores que puedan inclinar la balanza en favor de una de ellas. Quizá nos aguarde el descubrimiento de que nuestro planteo era insuficiente y la diferencia entre la representación inconciente y la conciente ha de determinarse de un modo radicalmente diverso.

«Metapsychologische Ergänzung zur Traumlehre»
(Ver nota(282)) Nota Introductoria(283)
A raíz de diversos problemas, apreciamos la ventaja que significa para nuestra investigación aducir con fines comparativos ciertos estados y fenómenos que pueden concebirse como los modelos normales de afecciones patológicas. Entre ellos se cuentan estados afectivos como el duelo y el enamoramiento, pero también el estado del dormir y el fenómeno del soñar.
No suele reflexionarse bastante en que el hombre se despoja todas las noches de los envoltorios con que ha recubierto su piel, y aun, tal vez, de los complementos de sus órganos corporales, si es que ha logrado compensar sus deficiencias mediante un sustituto: las gafas, la peluca, los dientes postizos, etc. Cabría agregar que al irse a dormir ejecuta un desvestido análogo de su psiquismo, renuncia a la mayoría de sus adquisiciones psíquicas, y así, por ambos lados, recrea una aproximación extraordinaria a aquella situación que fue el punto de partida de su desarrollo vital. El dormir es, en lo somático, una reactivación de la permanencia en el seno materno, y cumple las condiciones de estado de paz, de calidez y de apartamiento de los estímulos; y aun muchos hombres vuelven a adoptar, dormidos, la posición fetal. El estado psíquico del durmiente se caracteriza por un retiro casi total del mundo que lo rodea y por el cese de todo interés hacia él.
Cuando investigamos los estados psiconeuróticos nos vemos llevados a poner de resalto en cada uno de ellos las llamadas regresiones temporales, el monto de retroceso en el desarrollo que les es peculiar. Distinguimos dos de esas regresiones: en el desarrollo del yo y en el de la libido. En el estado del dormir, este último llega hasta la reproducción del narcisismo primitivo, y el primero, hasta la etapa de la satisfacción alucinatoria del deseo.
Lo que se sabe acerca de los caracteres psíquicos del estado del dormir se lo ha averiguado, desde luego, por el estudio del sueño. Es verdad que este nos muestra al hombre en tanto no está dormido, pero no puede menos que revelarnos caracteres del dormir como tal. La observación nos ha permitido conocer ciertas peculiaridades del sueño que primero nos resultaban incomprensibles y ahora con poco trabajo podemos enhebrar. Así, sabemos que el sueño es absolutamente egoísta (ver nota(284)) y que la persona que en sus escenas
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desempeña el papel principal ha de discernirse siempre como la persona propia. Ahora bien, esto se desprende de manera fácilmente comprensible del narcisismo del estado del dormir. Es que narcisismo y egoísmo coinciden; la palabra «narcisismo» sólo quiere destacar que el egoísmo es también un fenómeno libidinoso o, expresado de otro modo, que el narcisismo puede definirse como el complemento libidinoso del egoísmo (ver nota(285)). Comprensible, de igual modo, se vuelve la capacidad «diagnóstica» del sueño, universalmente reconocida y juzgada enigmática: en el sueño, padecimientos corporales incipientes se sienten muchas veces antes y con mayor nitidez que en la vigilia, y todas las sensaciones corporales actuales se presentan agigantadas (ver nota(286)). Este aumento es de naturaleza hipocondríaca, y tiene por premisa que toda investidura psíquica se retiró del mundo exterior sobre el yo propio; de tal modo, posibilita el conocimiento anticipado de alteraciones corporales que en la vida de vigilia pasarán inadvertidas todavía durante algún tiempo.
Un sueño es para nosotros indicio de que ocurrió algo que quiso perturbar al dormir, y nos permite inteligir el modo en que pudo efectuarse la defensa contra esa perturbación. Al final el durmiente soñó y pudo seguir durmiendo; en lugar del reclamo interno que quería ocuparlo, sobrevino una vivencia externa cuyo reclamo fue tramitado. Por tanto, un sueño es también una proyección, una exteriorización de un proceso interior. Recordamos que nos hemos topado ya con la proyección en otro lugar, entre los medios de la defensa.
También el mecanismo de la fobia histérica culminaba en que al individuo le era dado protegerse mediante un intento de huida frente a un peligro exterior constituido en remplazo de un reclamo pulsional interior (ver nota(287)). Pero nos reservamos una elucidación a fondo de la proyección para el momento en que hayamos de descomponer aquella afección narcisista en la cual este mecanismo desempeña el papel más llamativo (ver nota(288)).
Ahora bien, ¿de qué modo puede darse el caso de que el propósito de dormir sufra una perturbación? Esta puede partir de una excitación interior o de un estímulo exterior. Queremos considerar primero la perturbación desde el interior, menos trasparente y más interesante; la experiencia nos presenta como excitadores del sueño a restos diurnos, investiduras de pensamiento que no obedecieron al quite general de las investiduras y, a pesar de este, conservaron un cierto grado de interés, libidinoso u otro (vernota(289)). Entonces el narcisismo del dormir tuvo que admitir de entrada una excepción, y con ella principia la formación del sueño. En el análisis tomamos conocimiento de esos restos diurnos como pensamientos oníricos latentes; por su naturaleza, así como por toda la situación, es preciso considerarlos representaciones preconcientes, integrantes del sistema Prcc.
El ulterior esclarecimiento de la formación del sueño no se obtiene sin vencer ciertas dificultades. Es que el narcisismo del estado del dormir implica el quite de la investidura a todas las representaciones-objeto, tanto a su parte conciente cuanto a su parte preconciente. Entonces, si ciertos «restos diurnos» permanecieron investidos, es difícil suponer que por la noche consigan energía suficiente para imponerse a la consideración de la conciencia; más bien nos inclinamos a creer que la investidura que retuvieron es mucho más débil que la que poseyeron durante el día. El análisis nos dispensa aquí de ulteriores especulaciones; en efecto, nos demuestra que esos restos diurnos tienen que recibir un refuerzo desde las fuentes de las mociones pulsionales inconcientes si es que han de hacer el papel de formadores de un sueño.
A primera vista este supuesto no ofrece dificultades, pues todo nos lleva a creer que, mientras se duerme, la censura entre Prcc e Icc está muy aminorada, y por tanto el comercio entre los dos sistemas se encuentra más bien facilitado (ver nota(290)).
Pero hay otro reparo que no debe callarse. Si el estado narcisista del dormir ha tenido por consecuencia que se recogieran todas las investiduras de los sistemas Icc y Prcc, entonces no es posible que los restos diurnos preconcientes reciban un refuerzo desde unas mociones pulsionales inconcientes que también entregaron al yo sus investiduras. La teoría de la formación del sueño desemboca aquí en una contradicción, o bien deberá ser rescatada modificando los supuestos sobre el narcisismo del dormir.
Un supuesto limitativo de esa índole, como más adelante se verá(291), es insoslayable también en la teoría de la dementia praecox. Sólo puede ser este: el sector reprimido del sistema Icc no obedece al deseo de dormir que parte del yo, retiene en todo o en parte su investidura y, en general, a consecuencia de la represión se ha procurado cierto grado de independencia respecto del yo. Ello implicaría que a fin de salir al paso del peligro pulsional debería mantenerse toda la noche un gasto de represión (la contrainvestidura), aunque la intransitabilidad de todos los caminos que llevan al desprendimiento de afecto y a la motilidad puede haber disminuido considerablemente el nivel de la contrainvestidura necesaria (ver nota(292)). Por tanto, nos imaginaríamos del siguiente modo la situación que lleva a la formación del sueño: el deseo de dormir procura recoger todas las investiduras emitidas por el yo y establecer un narcisismo absoluto. Lo logra sólo en parte, pues lo reprimido del sistema Icc no obedece al deseo de dormir. Por eso debe conservarse también una parte de las contrainvestiduras, así como mantenerse la censura entre Icc y Prcc, aunque no en toda su fuerza. Hasta donde alcanza el imperio del yo, todos los sistemas son vaciados de investiduras. Cuanto más fuertes son las investiduras pulsionales icc, tanto más lábil es el dormir. Conocemos también el caso extremo en que el yo resigna el deseo de dormir porque se siente incapaz de inhibir las mociones reprimidas que se liberan en ese estado; en otras palabras: renuncia a dormir porque teme a sus sueños (ver nota(293)).
Más adelante(294) apreciaremos en toda su importancia este supuesto del carácter refractario de las mociones reprimidas. Ahora sigamos estudiando la situación de la formación del sueño.
Como segunda fractura del narcisismo(295) tenemos que considerar la ya citada posibilidad de que también algunos de los pensamientos diurnos preconcientes se muestren resistentes y retengan una parte de su investidura. Ambos casos pueden ser idénticos en el fondo; la resistencia de los restos diurnos puede reconducirse a un enlace con mociones inconcientes, que ya existía en la vida de vigilia, o las cosas son un poco menos simples y los restos diurnos no del todo vaciados se ponen en vinculación con lo reprimido sólo en el estado del dormir, merced a la facilitada comunicación entre Prcc e Icc. En ambos casos resulta el mismo avance decisivo para la formación del sueño: Se forma el deseo onírico preconciente que da expresión a la moción inconciente dentro del material de los restos diurnos preconcientes. A este deseo onírico deberíamos distinguirlo tajantemente de los restos diurnos; no es preciso que haya estado presente en la vida de vigilia, puede mostrar ya ese carácter irracional que todo lo inconciente lleva en sí cuando se lo traduce a lo conciente. Tampoco es lícito confundir el deseo
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onírico con las mociones de deseo que posiblemente, aunque no de manera necesaria, se encontraban entre los pensamientos oníricos (latentes) pre-concientes. Pero si tales deseos preconcientes existieron, el deseo onírico se les asocia como el refuerzo más eficaz.
Ahora nos interesan los ulteriores destinos de esta moción de deseo que se ha formado en el Prcc como un deseo onírico (una fantasía que cumple un deseo) y que, en su ser, subroga un reclamo pulsional inconciente. La reflexión nos dice que podría tramitarse por tres caminos diversos: por el que sería normal en la vida de vigilia, que parte del Prcc y esfuerza por abrirse paso en la conciencia; por el de procurarse una descarga motriz directa esquivando la Cc; o por ese otro insospechado camino que la observación nos hace rastrear en la realidad. En el primer caso se convertiría en una idea delirante cuyo contenido es el cumplimiento del deseo, pero esto nunca acontece en el estado del dormir. (Siendo que estamos tan poco familiarizados con las condiciones metapsicológicas de los procesos anímicos, quizá podríamos tomar este hecho como indicio de que el vaciamiento total de un sistema disminuye su capacidad de respuesta frente a incitaciones.) El segundo caso, la descarga motriz directa, debería excluirse por el mismo principio(296), pues normalmente el acceso a la motilidad está situado todavía un poco más allá de la censura de la conciencia, aunque por excepción se lo observa como sonambulismo. No conocemos las condiciones que lo posibilitan ni las razones por las cuales no es más frecuente. Lo que en realidad acontece en el caso de la formación del sueño es un resultado muy asombroso y del todo imprevisto. El proceso urdido dentro del Prcc y reforzado por el Icc toma un camino retrocedente a través del Icc hasta llegar a la percepción, que se impone a la conciencia. Esta regresión es la tercera fase de la formación del sueño. Para abarcar el panorama repito las anteriores: Refuerzo de los restos diurnos prcc por el Icc, producción del deseo onírico.
A una regresión así la llamamos tópica, a diferencia de la temporal, antes mencionada, o regresión en la historia del desarrollo (ver nota(297)). Ambas no por fuerza coincidirán siempre, aunque sí lo hacen en el ejemplo que ahora consideramos. La vuelta hacia atrás del decurso de la excitación (desde el Prcc, a través del Icc, hasta la percepción) es, al mismo tiempo, el retroceso al estadio anterior del cumplimiento alucinatorio de deseo.
Por La interpretación de los sueños conocemos el modo en que se produce la regresión de los restos diurnos preconcientes en el caso de la formación del sueño (ver nota(298)). Los pensamientos se trasponen en imágenes -predominantemente visuales-, y por tanto las representaciones-palabra son reconducidas a las representaciones-cosa que les corresponden; en el conjunto es como si un miramiento por la figurabilidad presidiese todo el proceso. Después de consumada la regresión, dentro del sistema Icc quedan pendientes una serie de investiduras, investiduras de recuerdos-cosa, sobre los cuales actúa el proceso psíquico primario hasta que por su condensación y por el desplazamiento recíproco de las investiduras acaba por formar el contenido manifiesto del sueño. Sólo cuando las representaciones-palabra incluidas entre los restos diurnos son restos actuales, frescos, de percepciones, y no expresión de un pensamiento, reciben el mismo tratamiento que las representaciones-cosa y son sometidas como tales a las influencias de la condensación y el desplazamiento. De ahí la regla que dimos en La interpretación de los sueños, corroborada después hasta la evidencia: las palabras y dichos del contenido del sueño no son creaciones nuevas, sino que están calcadas de dichos del día del sueño (o de otras impresiones frescas, aun las tomadas de la lectura). Muy digno de notarse es lo poco que el trabajo del sueño se atiene a las representaciones-palabra; en todo momento está dispuesto a permutar entre sí las palabras hasta hallar aquella expresión que ofrece el asidero más favorable para la figuración plástica (ver nota(299)).
En este punto se muestra la diferencia decisiva entre el trabajo del sueño y la esquizofrenia. En esta última, las palabras mismas en que se expresó el pensamiento preconciente pasan a ser objeto de la elaboración por parte del proceso primario; en el sueño no son las palabras, sino las representaciones-cosa a que las palabras fueron reconducidas (ver nota(300)). El sueño conoce una regresión tópica, la esquizofrenia no; en el sueño está expedito el comercio entre investiduras de palabra (prcc) e investiduras de cosa (icc); lo característico de la esquizofrenia es que ese comercio permanece bloqueado. Pero, justamente, es la magnitud misma con que se nos aparece esa diferencia lo que se debilita a raíz de las interpretaciones de sueños que emprendemos en la práctica psicoanalítica. Tan pronto como la interpretación pesquisa el circuito del trabajo onírico, sigue los caminos que llevan desde los pensamientos latentes hasta los elementos del sueño, descubre el modo en que se sacó partido de las ambigüedades de las palabras y pone de manifiesto las palabras-puentes entre los diversos círculos de materiales, trasmite la impresión de algo ora chistoso, ora esquizofrénico, y así nos hace olvidar que todas las operaciones con palabras no son en el sueño sino otros tantos preparativos para la regresión a cosa {escorzo de cosa concreta}.
El proceso onírico culmina cuando el contenido de pensamiento que se mudó en sentido regresivo y se retrabajó como fantasía de deseo deviene conciente en calidad de percepción sensorial, con lo cual experimenta la elaboración secundaria a que es sometido todo contenido perceptivo. Decimos que el deseo onírico esalucinado y, en cuanto alucinación, recibe la creencia en la realidad de su cumplimiento. Y justamente con esta pieza que remata la formación del sueño se vinculan las incertidumbres más graves, para cuya aclaración compararemos al sueño con estados patológicos que le son afines.
La formación de la fantasía de deseo y su marcha regresiva hasta la alucinación son las piezas más importantes del trabajo del sueño, pero no le pertenecen a él con exclusividad. Al contrario; se encuentran también en dos estados patológicos: en la confusión alucinatoria aguda, la amentia (de Meynert)(301), y en la fase alucinatoria de la esquizofrenia. El delirio alucinatorio de la amentia es una fantasía de deseo claramente reconocible, que a menudo se ordena por entero como un cabal sueño diurno. De un modo generalizante podría hablarse de una psicosis alucinatoria de deseo, atribuyéndola al sueño y a la amentia por igual. Acontecen también sueños que no constan sino de fantasías de deseo no desfiguradas, muy ricas en contenido (ver nota(302)). La fase alucinatoria de la esquizofrenia no está tan bien estudiada; por regla general, parece ser de naturaleza más compleja, pero en lo esencial respondería a un nuevo intento de restitución que pretende devolver a las representaciones-objeto su investidura libidinosa (ver nota(303)). No puedo aducir aquí con fines comparativos los otros estados alucinatorios que se presentan en múltiples afecciones patológicas porque no dispongo al respecto de una experiencia propia ni puedo aprovechar la de otros.
Tengamos en claro que la psicosis alucinatoria de deseo -en el sueño o dondequiera- consuma dos operaciones en modo alguno coincidentes. No sólo trae a la conciencia deseos ocultos o reprimidos, sino que los figura, con creencia plena, como cumplidos. Es preciso comprender esta conjunción. No puede aseverarse que unos deseos inconcientes deberían tenerse por
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realidades tan pronto como han devenido concientes, pues es bien notorio que nuestro juicio tiene plena capacidad para distinguir realidades de representaciones y deseos, por intensos que estos sean. Parece justificado suponer, en cambio, que la creencia en la realidad se anuda a la percepción por los sentidos. Toda vez que un pensamiento ha hallado el camino de la regresión hasta las huellas mnémicas inconcientes de objeto, y de ahí hasta la percepción, admitimos su percepción como real (ver nota(304)). Por tanto, la alucinación conlleva la creencia en la realidad. Ahora tenemos que averiguar la condición para que sobrevenga una alucinación. La primera respuesta sería: la regresión; y así, en lugar de la pregunta por la génesis de la alucinación, tenemos la pregunta por el mecanismo de la regresión. Para el caso del sueño, no necesitaríamos demorar mucho la respuesta. La regresión desde los pensamientos oníricos Prcc hasta las imágenes mnémicas de cosa es, manifiestamente, la consecuencia de la atracción que estos representantes de pulsión icc -p. ej., recuerdos vivenciales reprimidos-ejercen sobre los pensamientos vertidos en palabras (ver nota(305)). Sólo que enseguida advertimos que hemos caído en una vía falsa. Si el secreto de la alucinación no fuera otro que el de la regresión, cualquier regresión lo bastante intensa produciría una alucinación con creencia en la realidad. Pero harto bien conocemos los casos en que una reflexión regresiva trae a la conciencia imágenes mnémicas visuales muy nítidas, a las que no por eso, en momento alguno, tenemos por una percepción real. Además, muy bien concebiríamos que el trabajo del sueño avanzase hasta imágenes mnémicas tales que se nos hiciesen concientes las que hasta entonces fueron inconcientes, espejándonos así una fantasía de deseo que nos provocaría una sensación de nostalgia pero no reconoceríamos como el cumplimiento real del deseo. Por tanto, la alucinación tiene que ser algo más que la reanimación regresiva de las imágenes mnémicas en sí icc.
Tengamos en cuenta, además, que es de gran importancia práctica distinguir percepciones de representaciones, por grande que sea la intensidad con que estas últimas se recuerden. Toda nuestra vinculación con el mundo exterior, con la realidad, depende de esta capacidad. Hemos forjado la ficción de que no siempre poseímos esta capacidad y al comienzo de nuestra vida anímica de hecho alucinábamos el objeto satisfaciente cuando sentíamos la necesidad de él. Pero en tal caso la satisfacción quedaba en suspenso, y el fracaso tiene que habernos movido muy pronto a crear un dispositivo con ayuda del cual pudiera distinguirse una percepción desiderativa así de un cumplimiento real, y evitarse aquella en lo sucesivo. Con otras palabras: muy temprano resignamos la satisfacción alucinatoria de deseo e instauramos una suerte de examen de realidad(306). Ahora se plantea esta pregunta: ¿En qué consistió este examen de realidad, y cómo es que la psicosis alucinatoria de deseo del sueño y de la amentia, etc., logran cancelarlo y restaurar el viejo modo de satisfacción?
Obtendremos la respuesta si procedemos a determinar con mayor precisión el tercero de nuestros sistemas psíquicos, el sistema Cc, que hasta ahora no separamos tajantemente del Prec. Ya en La interpretación de los sueños (ver nota(307)) debimos decidirnos a considerar la percepción conciente como la operación de un sistema particular, al que atribuimos ciertas propiedades asombrosas y al que con buenas razones agregaremos todavía otros caracteres. A ese sistema, que allí llamamos P, lo hacemos coincidir con el sistema Cc, de cuyo trabajo depende por regla general el devenir-conciente. Pero no siempre el hecho del devenir-conciente coincide por entero con la pertenencia a ese sistema; en efecto, tenemos averiguado que pueden notarse ciertas imágenes mnémicas sensoriales a las que es imposible atribuir un lugar psíquico dentro del sistema Cc o P.
No obstante, tendremos que volver a diferir el tratamiento de esta dificultad hasta que podamos concentrar nuestro interés en el sistema Cc (ver nota(308)). En este contexto puede permitírsenos el supuesto de que la alucinación consiste en una investidura del sistema Cc (P), que, empero, no viene desde afuera, como en el caso normal, sino desde adentro, y que tiene por condición que la regresión avance hasta el punto de excitar aun a este sistema y así pueda saltarse el examen de realidad (ver nota(309)).
En un contexto anterior(310), hubimos de reclamar para el organismo todavía inerme la capacidad de procurarse por medio de sus percepciones una primera orientación en el mundo distinguiendo un «afuera» y un «adentro» por referencia a una acción muscular. Una percepción que se hace desaparecer mediante una acción es reconocida como exterior, como realidad; toda vez que una acción así nada modifica, la percepción proviene del interior del cuerpo, no es objetiva {real}.Es harto valioso para el individuo poseer un tal signo distintivo de realidad objetiva(311), que al mismo tiempo constituye un remedio contra ella, y bien quisiera estar dotado de un poder semejante en contra de sus reclamos pulsionales, a menudo implacables. Por eso pone tanto empeño en trasladar hacia afuera lo que desde adentro se le vuelve penoso, en proyectarlo (ver nota(312)).
Ahora, luego de una descomposición más a fondo del aparato anímico, tenemos que atribuir con exclusividad al sistema Cc (P) esta operación de orientarse en el mundo distinguiendo entre un adentro y un afuera. Cc tiene que disponer de una inervación motriz por la cual se establezca sí la percepción puede hacerse desaparecer o se comporta como refractaria. No otra cosa que este dispositivo necesita ser el examen de realidad(313). Nada más estricto podemos decir, pues todavía conocemos muy poco la naturaleza y el modo de trabajo del sistema Cc. Al examen de realidad lo situaremos, como una de las grandes instituciones del yo,junto a las censuras establecidas entre los sistemas psíquicos, que ya nos son familiares, a la espera de que el análisis de las afecciones narcisistas nos ayude a descubrir otras instituciones de esa clase (ver nota(314)).
En cambio, desde ahora podemos averiguar por la patología el modo en que el examen de realidad puede cancelarse o ponerse fuera de acción; y por cierto lo discerniremos de manera más unívoca en la psicosis de deseo, la amentia, que en el sueño: La amentia es la reacción frente a una pérdida que la realidad asevera pero que debe ser desmentida {Verleugnung} por el yo como algo insoportable. A raíz de ello el yo rompe el vínculo con la realidad, sustrae la investidura al sistema Cc de las percepciones (o quizá le sustrae una investidura cuya particular naturaleza puede ser todavía objeto de indagación). Con este extrañamiento de la realidad queda eliminado el examen de realidad, las fantasías de deseo -no reprimidas, por entero concientes- pueden penetrar en el sistema y ser admitidas desde ahí como una realidad mejor. Una sustracción así puede ponerse en el mismo rango que los procesos de la represión; la amentia nos ofrece el interesante espectáculo de una desavenencia del yo con uno de sus órganos, quizás el que le servía con mayor fidelidad y el que estaba más íntimamente ligado a él (ver nota(315)).
Eso que en la amentia es efectuado por la «represión» {esfuerzo de suplantación}, en el sueño lo produce la renuncia voluntaria. El estado del dormir no quiere saber nada del mundo exterior,
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no se interesa por la realidad o lo hace sólo en la medida en que entra en juego el abandono del estado del dormir, el despertar. Por tanto, quita también la investidura al sistema Cc, así como a los otros sistemas, el Prcc y el Icc, en la medida en que las posiciones(316) presentes en ellos acaten el deseo de dormir. Con esta «condición de no investidura» {Unbesetzheit} que adquiere el sistema Cc se imposibilita el examen de realidad, y las excitaciones que, independientemente del estado del dormir, han emprendido el camino de la regresión lo encontrarán expedito hasta el sistema Cc, en el interior del cual se las tendrá por una realidad indiscutida (ver nota(317)).
Respecto de la psicosis alucinatoria de la dementia praecox,nuestras reflexiones nos permiten deducir que no puede pertenecer a los síntomas iniciales de la afección. Sólo se vuelve posible cuando el yo del enfermo se ha fragmentado hasta el punto en que el examen de realidad ya no impide la alucinación.
En cuanto a la psicología de los procesos oníricos, alcanzamos el resultado de que todos los caracteres esenciales del sueño son determinados {determiniert}por la condición del estado del dormir. El viejo Aristóteles, con su modesto enunciado de que el sueño es la actividad anímica del durmiente, acierta por entero (ver nota(318)). Podríamos glosarlo: un resto de actividad anímica posibilitado por el hecho de que el estado narcisista del dormir no puede imponerse en toda la regla. Esto no es muy diferente de lo que psicólogos y filósofos dijeron desde siempre, pero descansa en perspectivas completamente divergentes acerca del edificio y el funcionamiento del aparato anímico. Y estas perspectivas aventajan a las anteriores en que pudieron acercarnos también a la comprensión de todas las particularidades del sueño.
Para terminar, echemos todavía una mirada a la importancia que una tópica del proceso de la represión cobra para nuestra intelección del mecanismo de las perturbaciones del alma. En el sueño, la sustracción de la investidura (libido, interés) recae sobre todos los sistemas en igual medida; en las neurosis de trasferencia es retirada la investidura prcc; en la esquizofrenia, la del Icc, y en la amentia, la de la Cc.
«Trauer und Melancholie»
Nota introductoria(319)
Tras servirnos del sueño como paradigma normal de las perturbaciones anímicas narcisistas, intentaremos ahora echar luz sobre la naturaleza de la melancolía comparándola con un afecto normal: el duelo(320). Pero esta vez tenemos que hacer por adelantado una confesión a fin de que no se sobrestimen nuestras conclusiones. La melancolía, cuya definición conceptual es fluctuante aun en la psiquiatría descriptiva, se presenta en múltiples formas clínicas cuya síntesis en una unidad no parece certificada; y de ellas, algunas sugieren afecciones más somáticas que psicógenas. Prescindiendo de las impresiones que se ofrecen a cualquier observador, nuestro material está restringido a un pequeño número de casos cuya naturaleza psicógena era indubitable. Por eso renunciamos de antemano a pretender validez universal para nuestras conclusiones y nos consolamos con esta reflexión: dados nuestros medios presentes de investigación, difícilmente podríamos hallar algo que no fuera típico, si no para una clase íntegra de afecciones, al menos para un grupo más pequeño de ellas.
La conjunción de melancolía y duelo parece justificada por el cuadro total de esos dos estados (ver nota(321)). También son coincidentes las influencias de la vida que los ocasionan, toda vez que podemos discernirlas. El duelo es, por regla general, la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc. A raíz de idénticas influencias, en muchas personas se observa, en lugar de duelo, melancolía (y por eso sospechamos en ellas una disposición enfermiza). Cosa muy digna de notarse, además, es que a pesar de que el duelo trae consigo graves desviaciones de la conductanormal en la vida, nunca se nos ocurre considerarlo un estado patológico ni remitirlo al médico para su tratamiento. Confiamos en que pasado cierto tiempo se lo superará, y juzgamos inoportuno y aun dañino perturbarlo.
La melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y autodenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo. Este cuadro se aproxima a nuestra comprensión si consideramos que el duelo muestra los mismos rasgos, excepto uno; falta en él la perturbación del sentimiento de sí. Pero en todo lo demás es lo mismo. El duelo pesaroso, la reacción frente a la pérdida de una persona amada, contiene idéntico talante dolido, la pérdida del interés por el mundo exterior -en todo lo que no recuerde al
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muerto-, la pérdida de la capacidad de escoger algún nuevo objeto de amor -en remplazo, se diría, del llorado-, el extrañamiento respecto de cualquier trabajo productivo que no tenga relación con la memoria del muerto. Fácilmente se comprende que esta inhibición y este angostamiento del yo expresan una entrega incondicional al duelo que nada deja para otros propósitos y otros intereses. En verdad, si esta conducta no nos parece patológica, ello sólo se debe a que sabemos explicarla muy bien.
Aprobaremos también la comparación que llama «dolido» al talante del duelo. Es probable que su legitimidad nos parezca evidente cuando estemos en condiciones de caracterizar económicamente al dolor (vernota(322)).
Ahora bien, ¿en qué consiste el trabajo que el duelo opera? Creo que no es exagerado en absoluto imaginarlo del siguiente modo: El examen de realidad ha mostrado que el objeto amado ya no existe más, y de él emana ahora la exhortación de quitar toda libido de sus enlaces con ese objeto. A ello se opone una comprensible renuencia; universalmente se observa que el hombre no abandona de buen grado una posición libidinal, ni aun cuando su sustituto ya asoma. Esa renuencia puede alcanzar tal intensidad que produzca un extrañamiento de la realidad y una retención del objeto por vía de una psicosis alucinatoria de deseo (ver nota(323)). Lo normal es que prevalezca el acatamiento a la realidad. Pero la orden que esta imparte no puede cumplirse enseguida. Se ejecuta pieza por pieza con un gran gasto de tiempo y de energía de investidura, y entretanto la existencia del objeto perdido continúa en lo psíquico. Cada uno de los recuerdos y cada una de las expectativas en que la libido se anudaba al objeto son clausurados, sobreinvestidos y en ellos se consuma el desasimiento de la libido (ver nota(324)). ¿Por qué esa operación de compromiso, que es el ejecutar pieza por pieza la orden de la realidad, resulta tan extraordinariamente dolorosa? He ahí algo que no puede indicarse con facilidad en una fundamentación económica. Y lo notable es que nos parece natural este displacer doliente. Pero de hecho, una vez cumplido el trabajo del duelo el yo se vuelve otra vez libre y desinhibido (vernota(325)).
Apliquemos ahora a la melancolía lo que averiguamos en el duelo. En una serie de casos, es evidente que también ella puede ser reacción frente a la pérdida de un objeto amado; en otras ocasiones, puede reconocerse que esa pérdida es de naturaleza más ideal. El objeto tal vez no está realmente muerto, pero se perdió como objeto de amor (P. ej., el caso de una novia abandonada). Y en otras circunstancias nos creemos autorizados a suponer una pérdida así, pero no atinamos a discernir con precisión lo que se perdió, y con mayor razón podemos pensar que tampoco el enfermo puede apresar en su conciencia lo que ha perdido. Este caso podría presentarse aun siendo notoria para el enfermo la pérdida ocasionadora de la melancolía: cuando él sabe a quién perdió, pero no lo que perdió en él. Esto nos llevaría a referir de algún modo la melancolía a una pérdida de objeto sustraída de la conciencia, a diferencia del duelo, en el cual no hay nada inconciente en lo que atañe a la pérdida.
En el duelo hallamos que inhibición y falta de interés se esclarecían totalmente por el trabajo del duelo que absorbía al yo. En la melancolía la pérdida desconocida tendrá por consecuencia un trabajo interior semejante y será la responsable de la inhibición que le es característica. Sólo que la inhibición melancólica nos impresiona como algo enigmático porque no acertamos a ver lo que absorbe tan enteramente al enfermo. El melancólico nos muestra todavía algo que falta en el duelo: una extraordinaria rebaja en su sentimiento yoico {Ichgefühl}, un enorme empobrecimiento del yo. En el duelo, el mundo se ha hecho pobre y vacío; en la melancolía, eso le ocurre al yo mismo. El enfermo nos describe a su yo como indigno, estéril y moralmente despreciable; se hacereproches, se denigra y espera repulsión y castigo. Se humilla ante todos los demás y conmisera a cada uno de sus familiares por tener lazos con una persona tan indigna. No juzga que le ha sobrevenido una alteración, sino que extiende su autocrítica al pasado; asevera que nunca fue mejor. El cuadro de este delirio de insignificancia -predominantemente moral- se completa con el insomnio, la repulsa del alimento y un desfallecimiento, en extremo asombroso psicológicamente, de la pulsión que compele a todos los seres vivos a aferrarse a la vida.
Tanto en lo científico como en lo terapéutico sería infructuoso tratar de oponérsele al enfermo que promueve contra su yo tales querellas. Es que en algún sentido ha de tener razón y ha de pintar algo que es como a él le parece. No podemos menos que refrendar plenamente algunos de sus asertos. Es en realidad todo lo falto de interés, todo lo incapaz de amor y de trabajo que él dice. Pero esto es, según sabemos, secundario; es la consecuencia de ese trabajo interior que devora a su yo, un trabajo que desconocemos, comparable al del duelo. También en algunas otras de sus autoimputaciones nos parece que tiene razón y aun que capta la verdad con más claridad que otros, no melancólicos. Cuando en una autocrítica extremada se pinta como insignificantucho, egoísta, insincero, un hombre dependiente que sólo se afanó en ocultar las debilidades de su condición, quizás en nuestro fuero interno nos parezca que se acerca bastante al conocimiento de sí mismo y sólo nos intrigue la razón por la cual uno tendría que enfermarse para alcanzar una verdad así. Es que no hay duda; el que ha dado en apreciarse de esa manera y lo manifiesta ante otros -una apreciación que el príncipe Hamlet hizo de sí mismo y de sus prójimos(326)-, ese está enfermo, ya diga la verdad o sea más o menos injusto consigo mismo. Tampoco es difícil notar que entre la medida de la autodenigración y su justificación real no hay, a juicio nuestro, correspondencia alguna. La mujer antes cabal, meritoria y penetrada de sus deberes, no hablará, en la melancolía, mejor de sí misma que otra en verdad inservible para todo, y aun quizá sea más proclive a enfermar de melancolía que esta otra de quien nada bueno sabríamos decir. Por último, tiene que resultarnos llamativo que el melancólico no se comporte en un todo como alguien que hace contrición de arrepentimiento y de autorreproche. Le falta (o al menos no es notable en él) la vergüenza en presencia de los otros, que sería la principal característica de este último estado. En el melancólico podría casi destacarse el rasgo opuesto, el de una acuciante franqueza que se complace en el desnudamiento de sí mismo.
Lo esencial no es, entonces, que el melancólico tenga razón en su penosa rebaja de sí mismo, hasta donde esa crítica coincide con el juicio de los otros. Más bien importa que esté describiendo correctamente su situación psicológica. Ha perdido el respeto por sí mismo y tendrá buenas razones para ello. Esto nos pone ante una contradicción que nos depara un enigma difícil de solucionar. Siguiendo la analogía con el duelo, deberíamos inferir que él ha sufrido una pérdida en el objeto; pero de sus declaraciones surge una pérdida en su yo.
Antes de abordar esta contradicción, detengámonos un momento en la mirada que esta afección, la melancolía, nos ha permitido echar en la constitución íntima del yo humano. Vemos que una parte del yo se contrapone a la otra, la aprecia críticamente, la toma por objeto, digamos. Y todas nuestras ulteriores observaciones corroborarán la sospecha de que la instancia crítica escindida del yo en este caso podría probar su autonomía también en otras
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situaciones. Hallaremos en la realidad fundamento para separar esa instancia del resto del yo. Lo que aquí se nos da a conocer es la instancia que usualmente se llama conciencia moral; junto con la censura de la conciencia y con el examen de realidad la contaremos entre las grandes instituciones del yo (ver nota(327)), y en algún lugar hallaremos también las pruebas de que puede enfermarse ella sola. El cuadro nosológico de la melancolía destaca el desagrado moral con el propio yo por encima de otras tachas: quebranto físico, fealdad, debilidad, inferioridad social, rara vez son objeto de esa apreciación que el enfermo hace de sí mismo; sólo el empobrecimiento ocupa un lugar privilegiado entre sus temores o aseveraciones.
Una observación nada difícil de obtener nos lleva ahora a esclarecer la contradicción antes presentada [al final del penúltimo párrafo]. Si con tenacidad se presta oídos a las querellas que el paciente se dirige, llega un momento en que no es posible sustraerse a la impresión de que las más fuertes de ellas se adecuan muy poco a su propia persona y muchas veces, con levísimas modificaciones, se ajustan a otra persona a quien el enfermo ama, ha amado a amaría.
Y tan pronto se indaga el asunto, él corrobora esta conjetura. Así, se tiene en la mano la clave del cuadro clínico si se disciernen los autorreproches como reproches contra un objeto de amor, que desde este han rebotado sobre el yo propio.
La mujer que conmisera en voz alta a su marido por estar atado a una mujer de tan nulas prendas quiere quejarse, en verdad, de la falta de valía de él, en cualquier sentido que se la entienda. No es mucha maravilla que entre los autorreproches revertidos haya diseminados algunos genuinos; pudieron abrirse paso porque ayudan a encubrir a los otros y a imposibilitar el conocimiento de la situación, y aun provienen de los pros y contras que se sopesaron en la disputa de amor que culminó en su pérdida. También la conducta de los enfermos se hace ahora mucho más comprensible. Sus quejas {KIagen} son realmente querellas {Anklagen}, en el viejo sentido del término. Ellos no se avergüenzan ni se ocultan: todo eso rebajante que dicen de sí mismos en el fondo lo dicen de otro. Y bien lejos están de dar pruebas frente a quienes los rodean de esa postración y esa sumisión, las únicas actitudes que convendrían a personas tan indignas; más bien son martirizadores en grado extremo, se muestran siempre como afrentados y como sí hubieran sido objeto de una gran injusticia. Todo esto es posible exclusivamente porque las reacciones de su conducta provienen siempre de la constelación anímica de la revuelta, que después, por virtud de un cierto proceso, fueron trasportadas a la contrición melancólica.
Ahora bien, no hay dificultad alguna en reconstruir este proceso. Hubo una elección de objeto, una ligadura de la libido a una persona determinada; por obra de una afrenta real o un desengaño de parte de la persona amada sobrevino un sacudimiento de ese vínculo de objeto. El resultado no fue el normal, que habría sido un quite de la libido de ese objeto y su desplazamiento a uno nuevo, sino otro distinto, que para producirse parece requerir varias condiciones. La investidura de objeto resultó poco resistente, fue cancelada, pero la libido libre no se desplazó a otro objeto sino que se retiró sobre el yo. Pero ahí no encontró un uso cualquiera, sino que sirvió para establecer una identificación del yo con el objeto resignado. La sombra del objeto cayó sobre el yo, quien, en lo sucesivo, pudo ser juzgado por una instancia particular(328) como un objeto, como el objeto abandonado. De esa manera, la pérdida del objeto hubo de mudarse en una pérdida del yo, y el conflicto entre el yo y la persona amada, en una bipartición entre el yo crítico y el yo alterado por identificación.
Hay algo que se colige inmediatamente de las premisas y resultados de tal proceso. Tiene que haber existido, por un lado, una fuerte fijación en el objeto de amor y, por el otro y en contradicción a ello, una escasa resistencia de la investidura de objeto. Según una certera observación de Otto Rank, esta contradicción parece exigir que la elección de objeto se haya cumplido sobre una base narcisista, de tal suerte que la investidura de objeto pueda regresar al narcisismo si tropieza con dificultades. La identificación narcisista con el objeto se convierte entonces en el sustituto de la investidura de amor, lo cual trae por resultado que el vínculo de amor no deba resignarse a pesar del conflicto con la persona amada. Un sustituto así del amor de objeto por identificación es un mecanismo importante para las afecciones narcisistas; hace poco tiempo Karl Landauer ha podido descubrirlo en el proceso de curación de una esquizofrenia ( 1914). Desde luego, corresponde a la regresióndesde un tipo de elección de objeto al narcisismo originario. En otro lugar hemos consignado que la identificación es la etapa previa de la elección de objeto y es el primer modo, ambivalente en su expresión, como el yo distingue a un objeto. Querría incorporárselo, en verdad, por la vía de la devoración, de acuerdo con la fase oral o canibálica del desarrollo libidinal (ver nota(329)). A esa trabazón reconduce Abraham, con pleno derecho, la repulsa de los alimentos que se presenta en la forma grave del estado melancólico (ver nota(330)).
La inferencia que la teoría pide, a saber, que en todo o en parte la disposición a contraer melancolía se remite al predominio del tipo narcisista de elección de objeto, desdichadamente aún no ha sido confirmada por la investigación. En las frases iniciales de este estudio confesé que el material empírico en que se basa es insuficiente para garantizar nuestras pretensiones. Si pudiéramos suponer que la observación concuerda con las deducciones que hemos hecho, no vacilaríamos en incluir dentro de la característica de la melancolía la regresión desde la investidura de objeto hasta la fase oral de la libido que pertenece todavía al narcisismo. Tampoco son raras en las neurosis de trasferencia identificaciones con el objeto, y aun constituyen un conocido mecanismo de la formación de síntoma, sobre todo en el caso de la histeria. Pero tenemos derecho a diferenciar la identificación narcisista de la histérica porque en la primera se resigna la investidura de objeto, mientras que en la segunda esta persiste y exterioriza un efecto que habitualmente está circunscrito a ciertas acciones e inervaciones singulares. De cualquier modo, también en las neurosis de trasferencia la identificación expresa una comunidad que puede significar amor. La identificación narcisista es la más originaria, y nos abre la comprensión de la histérica, menos estudiada (vernota(331)).
Por tanto, la melancolía toma prestados una parte de sus caracteres al duelo, y la otra parte a la regresión desde la elección narcisista de objeto hasta el narcisismo. Por un lado, como el duelo, es reacción frente a la pérdida real del objeto de amor, pero además depende de una condición que falta al duelo normal o lo convierte, toda vez que se presenta, en un duelo patológico. La pérdida del objeto de amor es una ocasión privilegiada para que campee y salga a la luz la ambivalencia de los vínculos de amor (ver nota(332)). Y por eso, cuando preexiste la disposición a la neurosis obsesiva, el conflicto de ambivalencia presta al duelo una conformación patológica y lo compele a exteriorizarse en la forma de unos autorreproches, a saber, que uno mismo es culpable de la pérdida del objeto de amor, vale decir, que la quiso. En esas depresiones de cuño obsesivo tras la muerte de personas amadas se nos pone por delante eso que el conflicto de
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ambivalencia opera por sí solo cuando no es acompañado por el recogimiento regresivo de la libido. Las ocasiones de la melancolía rebasan las más de las veces el claro acontecimiento de la pérdida por causa de muerte y abarcan todas las situaciones de afrenta, de menosprecio y de desengaño en virtud de las cuales puede instilarse en el vínculo una oposición entre amor y odio
o reforzarse una ambivalencia preexistente. Este conflicto de ambivalencia, de origen más bien externo unas veces, más bien constitucional otras, no ha de pasarse por alto entre las premisas de la melancolía. Si el amor por el objeto -ese amor que no puede resignarse al par que el objeto mismo es resignado- se refugia en la identificación narcisista, el odio se ensaña con ese objeto sustitutivo insultándolo, denigrándolo, haciéndolo sufrir y ganando en este sufrimiento una satisfacción sádica. Ese automartirio de la melancolía, inequívocamente gozoso, importa, en un todo como el fenómeno paralelo de la neurosis obsesiva, la satisfacción de tendencias sádicas y de tendencias al odio(333) que recaen sobre un objeto y por la vía indicada han experimentado una vuelta hacia la persona propia. En ambas afecciones suelen lograr los enfermos, por el rodeo de la autopunición, desquitarse de los objetos originarios y martirizar a sus amores por intermedio de su condición de enfermos, tras haberse entregado a la enfermedad a fin de no tener que mostrarles su hostilidad directamente. Y por cierto, la persona que provocó la perturbación afectiva del enfermo y a la cual apunta su ponerse enfermo se hallará por lo común en su ambiente más inmediato. Así, la investidura de amor del melancólico en relación con su objeto ha experimentado un destino doble; en una parte ha regresado a la identificación, pero, en otra parte, bajo la influencia del conflicto de ambivalencia, fue trasladada hacia atrás, hacia la etapa del sadismo más próxima a ese conflicto.
Sólo este sadismo nos revela el enigma de la inclinación al suicidio por la cual la melancolía se vuelve tan interesante y... peligrosa. Hemos individualizado como el estado primordial del que parte la vida pulsional un amor tan enorme del yo por sí mismo, y en la angustia que sobreviene a consecuencia de una amenaza a la vida vemos liberarse un monto tan gigantesco de libido narcisista, que no entendemos que ese yo pueda avenirse a su autodestrucción. Desde hace mucho sabíamos que ningún neurótico registra propósitos de suicidio que no vuelva sobre sí mismo a partir del impulso de matar a otro, pero no comprendíamos el juego de fuerzas por el cual un propósito así pueda ponerse en obra. Ahora el análisis de la melancolía nos enseña que el yo sólo puede darse muerte si en virtud del retroceso de la investidura de objeto puede tratarse a sí mismo como un objeto, si le es permitido dirigir contra sí mismo esa hostilidad que recae sobre un objeto y subroga la reacción originaria del yo hacia objetos del mundo exterior. Así, en la regresión desde la elección narcisista de objeto, este último fue por cierto cancelado, pero probó ser más poderoso que el yo mismo. En las dos situaciones contrapuestas del enamoramiento más extremo y del suicidio, el yoaunque por caminos enteramente diversos, es sojuzgado por el objeto (ver nota(334)).
Además, respecto de uno de los caracteres llamativos de la melancolía, el predominio de la angustia de empobrecimiento, es sugerente admitir que deriva del erotismo anal arrancado de sus conexiones y mudado en sentido regresivo.
La melancolía nos plantea todavía otras preguntas cuya respuesta se nos escapa en parte. La mancomuna al duelo este rasgo: pasado cierto tiempo desaparece sin dejar tras sí graves secuelas registrables. Con relación a aquel nos enteramos de que se necesita tiempo para ejecutar detalle por detalle la orden que dimana del examen de realidad; y cumplido ese trabajo, el yo ha liberado su libido del objeto perdido. Un trabajo análogo podemos suponer que ocupa al yo durante la melancolía; aquí como allí nos falta la comprensión económica del proceso. El insomnio de la melancolía es sin duda testimonio de la pertinacia de ese estado, de la imposibilidad de efectuar el recogimiento general de las investiduras que el dormir requiere. El complejo melancólico se comporta como una herida abierta(335), atrae hacia sí desde todas partes energías de investidura (que en las neurosis de trasferencia hemos llamado « contra investiduras » ) y vacía al yo hasta el empobrecimiento total; es fácil que se muestre resistente contra el deseo de dormir del yo. Un factor probablemente somático, que no ha de declararse psicógeno, es el alivio que por regla general recibe ese estado al atardecer. Estas elucidaciones plantean un interrogante: si una pérdida del yo sin miramiento por el objeto (una afrenta del yo puramente narcisista) no basta para producir el cuadro de la melancolía, y si un empobrecimiento de la libido yoica, provocado directamente por toxinas, no puede generar ciertas formas de la afección.
La peculiaridad más notable de la melancolía, y la más menesterosa de esclarecimiento, es su tendencia a volverse del revés en la manía, un estado que presenta los síntomas opuestos. Según se sabe, no toda melancolía tiene ese destino. Muchos casos trascurren con recidivas periódicas, y en los intervalos no se advierte tonalidad alguna de manía, o se la advierte sólo en muy escasa medida. Otros casos muestran esa alternancia regular de fases melancólicas y maníacas que ha llevado a diferenciar la insania cíclica. Estaríamos tentados de no considerar estos casos como psicógenos si no fuera porque el trabajo psicoanalítico ha permitido resolver la génesis de muchos de ellos, así como influirlos en sentido terapéutico. Por tanto, no sólo es lícito, sino hasta obligatorio, extender un esclarecimiento analítico de la melancolía también a la manía.
No puedo prometer que ese intento se logre plenamente. Es que no va más allá de la posibilidad de una primera orientación. Aquí se nos ofrecen dos puntos de apoyo: el primero es una impresión psicoanalítica, y el otro, se estaría autorizado a decir, una experiencia económica general. La impresión, formulada ya por varios investigadores psicoanalíticos, es esta: la manía no tiene un contenido diverso de la melancolía, y ambas afecciones pugnan con el mismo «complejo», al que el yo probablemente sucumbe en la melancolía, mientras que en la manía lo ha dominado o lo ha hecho a un lado. El otro apoyo nos lo brinda la experiencia según la cual en todos los estados de alegría, júbilo o triunfo, que nos ofrecen el paradigma normal de la manía, puede reconocerse idéntica conjunción de condiciones económicas. En ellos entra en juego un influjo externo por el cual un gasto psíquico grande, mantenido por largo tiempo o realizado a modo de un hábito, se vuelve por fin superfluo, de suerte que queda disponible para múltiples aplicaciones y posibilidades de descarga. Por ejemplo: cuando una gran ganancia de dinero libera de pronto a un pobre diablo de la crónica preocupación por el pan de cada día, cuando una larga y laboriosa brega se ve coronada al fin por el éxito, cuando se llega a la situación de poder librarse de golpe de una coacción oprimente, de una disimulación arrastrada de antiguo, etc. Esas situaciones se caracterizan por el empinado talante, las marcas de una descarga del afecto jubiloso y una mayor presteza para emprender toda clase de acciones, tal como ocurre en la manía y en completa oposición a la depresión y a la inhibición propias de la melancolía. Podemos atrevernos a decir que la manía no es otra cosa que un triunfo así, sólo que en ella otra vez queda oculto para el yo eso que él ha vencido y sobre lo cual triunfa. A la borrachera alcohólica, que se incluye en la misma serie de estados, quizá se la pueda entender de idéntico
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modo (en la medida en que sea alegre); es probable que en ella se cancelen, por vía tóxica, unos gastos de represión. Los legos se inclinan a suponer que en tal complexión maníaca se está tan presto a moverse y a acometer empresas porque se tiene «brío». Desde luego, hemos de resolver ese falso enlace. Lo que ocurre es que en el interior de la vida anímica se ha cumplido la mencionada condición económica, y por eso se está de talante tan alegre, por un lado, y tan desinhibido en el obrar, por el otro.
Si ahora reunimos esas dos indicaciones(336), resulta lo siguiente: En la manía el yo tiene que haber vencido a la pérdida del objeto (o al duelo por la pérdida, o quizás al objeto mismo), y entonces queda disponible todo el monto de contrainvestidura que el sufrimiento dolido de la melancolía había atraído sobre sí desde el yo y había ligado. Cuando parte, voraz, a la búsqueda de nuevas investiduras de objeto, el maníaco nos demuestra también inequívocamente su emancipación del objeto que le hacía penar.
Este esclarecimiento suena verosímil, pero, en primer lugar, está todavía muy poco definido y, en segundo, hace añorar más preguntas y dudas nuevas que las que podemos nosotros responder. No queremos eludir su discusión, aun si no cabe esperar que a través de ella hallaremos el camino hacia la claridad.
En primer término: El duelo normal vence sin duda la pérdida del objeto y mientras persiste absorbe de igual modo todas las energías del yo. ¿Por qué después que trascurrió no se establece también en él, limitadamente, la condición económica para una fase de triunfo? Me resulta imposible responder a esa objeción de improviso. Ella nos hace notar que ni siquiera podemos decir cuáles son los medios económicos por los que el duelo consuma su tarea; pero quizá pueda valernos aquí una conjetura. Para cada uno de los recuerdos y de las situaciones de expectativa que muestran a la libido anudada con el objeto perdido, la realidad pronuncia su veredicto: El objeto ya no existe más; y el yo, preguntado, por así decir, si quiere compartir ese destino, se deja llevar por la suma de satisfacciones narcisistas que le da el estar con vida y desata su ligazón con el objeto aniquilado. Podemos imaginar que esa desatadura se cumple tan lentamente y tan paso a paso que, al terminar el trabajo, también se ha disipado el gasto que requería (ver nota(337)).
Es tentador buscar desde esa conjetura sobre el trabajo del duelo el camino hacia una figuración del trabajo melancólico. Aquí nos ataja de entrada una incertidumbre. Hasta ahora apenas hemos considerado el punto de vista tópico en el caso de la melancolía, ni nos hemos preguntado por los sistemas psíquicos en el interior de los cuales y entre los cuales se cumple su trabajo. ¿Cuánto de los procesos psíquicos de la afección se juega todavía en las investiduras de objeto inconcientes que se resignaron, y cuánto dentro del yo, en el sustituto de ellas por identificación?
Se discurre de inmediato y con facilidad se consigna: la « representación (cosa) {Dingvorstellung(338)} inconciente del objeto es abandonada por la libido». Pero en realidad esta representación se apoya en incontables representaciones singulares (sus huellas inconcientes), y la ejecución de ese quite de libido no puede ser un proceso instantáneo, sino, sin duda, como en el caso del duelo, un proceso lento que avanza poco a poco. ¿Comienza al mismo tiempo en varios lugares o implica alguna secuencia determinada? No es fácil discernirlo; en los análisis puede comprobarse a menudo que ora este, ora estotro recuerdo son activados, y que esas quejas monocordes, fatigantes por su monotonía, provienen empero en cada caso de una diversa raíz inconciente. Sí el objeto no tiene para el yo una importancia tan grande, una importancia reforzada por millares de lazos, tampoco es apto para causarle un duelo o una melancolía. Ese carácter, la ejecución pieza por pieza del desasimiento de la libido, es por tanto adscribible a la melancolía de igual modo que al duelo; probablemente se apoya en las mismas proporciones económicas y sirve a idénticas tendencias.
Pero la melancolía, como hemos llegado a saber, contiene algo más que el duelo normal. La relación con el objeto no es en ella simple; la complica el conflicto de ambivalencia. Esta es o bien constitucional, es decir, inherente a todo vínculo de amor de este yo, o nace precisamente de las vivencias que conllevan la amenaza de la pérdida del objeto. Por eso la melancolía puede surgir en una gama más vasta de ocasiones que el duelo, que por regla general sólo es desencadenado por la pérdida real, la muerte del objeto. En la melancolía se urde una multitud de batallas parciales por el objeto; en ellas se enfrentan el odio y el amor, el primero pugna por desatar la libido del objeto, y el otro por salvar del asalto esa posición libidinal. A estas batallas parciales no podemos situarlas en otro sistema que el Icc, el reino de las huellas mnémicas de cosa {sachliche Erinnerungspuren} (a diferencia de las investiduras de palabra). Ahí mismo se efectúan los intentos de desatadura en el duelo, pero en este caso nada impide que ¿ales procesos prosigan por el camino normal que atraviesa el Prcc hasta llegar a la conciencia. Este camino está bloqueado para el trabajo melancólico, quizás a consecuencia de una multiplicidad de causas o de la conjunción de estas. La ambivalencia constitucional pertenece en sí y por sí a lo reprimido, mientras que las vivencias traumáticas con el objeto pueden haber activado otro [material] reprimido. Así, de estas batallas de ambivalencia, todo se sustrae de la conciencia hasta que sobreviene el desenlace característico de la melancolía. Este consiste, como sabemos, en que la investidura libidinal amenazada abandona finalmente al objeto, pero sólo para retirarse al lugar del yo del cual había partido. De este modo el amor se sustrae de la cancelación por su huida al interior del yo. Tras esta regresión de la libido, el proceso puede devenir conciente y se representa {repräsentiert} ante la conciencia como un conflicto entre una parte del yo y la instancia crítica.
Por consiguiente, lo que la conciencia experimenta del trabajo melancólico no es la pieza esencial de este, ni aquello a lo cual podemos atribuir una influencia sobre la solución de la enfermedad. Vemos que el yo se menosprecia y se enfurece contra sí mismo, y no comprendemos más que el enfermo adónde lleva eso y cómo puede cambiarse. Es más bien a la pieza inconciente del trabajo a la que podemos« adscribir una operación tal; en efecto, no tardamos en discernir una analogía esencial entre el trabajo de la melancolía y el del duelo. Así como el duelo mueve al yo a renunciar al objeto declarándoselo muerto y ofreciéndole como premio el permanecer con vida, de igual modo cada batalla parcial de ambivalencia afloja la fijación de la libido al objeto desvalorizando este, rebajándolo; por así decir, también victimándolo. De esa manera se da la posibilidad de que el pleito {Prozess} se termine dentro del Icc, sea después que la furia se desahogó, sea después que se resignó el objeto por carente de valor. No vemos todavía cuál de estas dos posibilidades pone fin a la melancolía regularmente o con la mayor frecuencia, ni el modo en que esa terminación influye sobre la ulterior trayectoria del caso. Tal vez el yo pueda gozar de esta satisfacción: le es lícito reconocerse como el mejor, como superior al objeto.
Por más que aceptemos esta concepción del trabajo melancólico, ella no nos proporciona la
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explicación que buscábamos. Esperábamos derivar de la ambivalencia que reina en la afección melancólica la condición económica merced a la cual, una vez trascurrida aquella, sobreviene la manta; esa expectativa pudo apoyarse en analogías extraídas de otros diversos ámbitos, pero hay un hecho frente al cual debe inclinarse. De las tres premisas de la melancolía: pérdida del objeto, ambivalencia y regresión de la libido al yo, a las dos primeras las reencontramos en los reproches obsesivos tras acontecimientos de muerte. Ahí, sin duda alguna, es la ambivalencia el resorte del conflicto, y la observación muestra que, expirado este, no resta nada parecido al triunfo de una complexión maníaca. Nos vemos remitidos, pues, al tercer factor como el único eficaz. Aquella acumulación de investidura antes ligada que se libera al término del trabajo melancólico y posibilita la manía tiene que estar en trabazón estrecha con la regresión de la libido al narcisismo. El conflicto en el interior del yo, que la melancolía recibe a canje de la lucha por el objeto, tiene que operar a modo de una herida dolorosa que exige una contrainvestidura grande en extremo. Pero aquí, de nuevo, será oportuno detenernos y posponer el ulterior esclarecimiento de la manía hasta que hayamos obtenido una intelección sobre la naturaleza económica del dolor, primero del corporal, y después del anímico, su análogo (ver nota(339)). Sabemos ya que la íntima trabazón en que se encuentran los intrincados problemas del alma nos fuerza a interrumpir, inconclusa, cada investigación, hasta que los resultados de otra puedan venir en su ayuda (ver nota(340)).