Die Zukunft einer Illusion
Nota introductoria(1)
I
Si durante todo un lapso uno ha vivido dentro de una cultura determinada y por eso se empeñó a menudo en explorar sus orígenes y su ruta de desarrollo, en algún momento lo tentará dirigir la mirada en la otra dirección y preguntarse por el destino lejano que aguarda a

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esa cultura y las mudanzas que está llamada a transitar. Pero pronto notará que varios factores restan valor de antemano a semejante indagación. Ante todo, porque son muy pocas las personas capaces de abarcar panorámicamente la fábrica de las cosas humanas en todas sus ramificaciones, Para la mayoría se ha vuelto necesario circunscribirse a un solo campo o a unos pocos; sin embargo, mientras menos sepa uno sobre el pasado y el presente, tanto más incierto será el juicio que pronuncie sobre el porvenir. En segundo lugar, porque justamente en un juicio de esa índole las expectativas subjetivas del individuo desempeñan un papel que ha de estimarse ponderable; y a su vez, estas se muestran dependientes de factores puramente personales, como su propia experiencia, su actitud más o menos esperanzada hacia la vida, tal como se la prescribieron su temperamento, su éxito o su fracaso. Por fin, influye el hecho asombroso de que, en general, los seres humanos vivencian su presente como con ingenuidad, sin poder apreciar sus contenidos; primero deberían tomar distancia respecto de él, vale decir que el presente tiene que devenir pasado si es que han de obtenerse de él unos puntos de apoyo para formular juicios sobre las cosas venideras.Por tanto, quien ceda a la tentación de pronunciarse acerca del futuro probable de nuestra cultura hará bien en tener presentes desde el comienzo los reparos ya señalados, así como la incerteza inherente a toda predicción en general. En cuanto a mí, de ahí se sigue que, en rápida huida ante una tarea tan enorme, iré a refugiarme en el pequeño ámbito parcial al que yo mismo me he venido consagrando, tan pronto como haya determinado la posición que ocupa dentro del gran todo.
La cultura humana -me refiero a todo aquello en lo cualla vida humana se ha elevado por encima de sus condiciones animales y se distingue de la vida animal (y omito diferenciar entre cultura y civilización)- muestra al observador, según es notorio, dos aspectos. Por un lado, abarca todo el saber y poder-hacer que los hombres han adquirido para gobernar las fuerzas de la naturaleza y arrancarle bienes que satisfagan sus necesidades; por el otro, comprende todas las normas necesarias para regular los vínculos recíprocos entre los hombres y, en particular, la distribución de los bienes asequibles. Esas dos orientaciones de la cultura no son independientes entre sí; en primer lugar, porque los vínculos recíprocos entre los seres humanos son profundamente influidos por la medida de la satisfacción pulsional que los bienes existentes hacen posible; y en segundo lugar, porque el ser humano individual puede relacionarse con otro como un bien él mismo, si este explota su fuerza de trabajo o lo toma como objeto sexual; pero además, en tercer lugar, porque todo individuo es virtualmente un enemigo de la cultura(2), que, empero, está destinada a ser un interés humano universal. Es notable que, teniendo tan escasas posibilidades de existir aislados, los seres humanos sientan como gravosa opresión los sacrificios a que los insta la cultura a fin de permitir una convivencia. Por eso la cultura debe ser protegida contra los individuos, y sus normas, instituciones y mandamientos cumplen esa tarea; no sólo persiguen el fin de establecer cierta distribución de los bienes, sino el de conservarlos; y en verdad deben preservar de las mociones hostiles de los hombres todo cuanto sirve al dominio sobre la naturaleza y a la producción de bienes. Las creaciones de los hombres son frágiles, y la ciencia y la técnica que han edificado pueden emplearse también en su aniquilamiento.
Así, se recibe la impresión de que la cultura es algo impuesto a una mayoría recalcitrante por una minoría que ha sabido apropiarse de los medios de poder y de compulsión. Desde luego, cabe suponer que estas dificultades no son inherentes a la esencia de la cultura misma, sino que están condicionadas por las imperfecciones de sus formas desarrolladas hasta hoy. De hecho, no, resulta difícil pesquisar esos defectos. Mientras que la humanidad ha logrado continuos progresos en el sojuzgamiento de la naturaleza, y tiene de recho a esperar otros mayores, no se verifica con certeza un progreso semejante en la regulación de los asuntos humanos; y es probable que en todo tiempo, como en esta época nuestra, muchos hombres se preguntaran si este sector de la adquisición cultural merecía preservarse. Se creería posible una regulación nueva de los vínculos entre los hombres, que cegara las fuentes del descontento con respecto a la cultura renunciando a la compulsión y a la sofocación de lo pulsional, de suerte que los seres humanos, libres de toda discordia interior, pudieran consagrarse a producir bienes y gozarlos. Sería la Edad de Oro; pero es dudoso que ese estado sea realizable. Parece, más bien, que toda cultura debe edificarse sobre una compulsión y una renuncia de lo pulsional; ni siquiera es seguro que, en caso de cesar aquella compulsión, la mayoría de los individuos estarían dispuestos a encargarse de la prestación de trabajo necesaria para obtener nuevos medios de vida. Yo creo que es preciso contar con el hecho de que en todos los seres humanos están presentes unas tendencias destructivas, vale decir, antisociales y anticulturales, y que en gran número de personas poseen suficiente fuerza para determinar su conducta en la sociedad humana.
Este hecho psicológico es de valor decisivo para apreciar la cultura humana. Si en un comienzo pudo creerse que lo esencial en ella era el sojuzgamiento de la naturaleza para obtener medios de vida, y se podía conjurar los peligros que la amenazaban mediante la adecuada distribución de estos últimos entre los hombres, ahora el centro de gravedad parece haberse trasladado de lo material a lo anímico. Lo decisivo será que se logre (y la medida en que se lo logre) aliviar la carga que el sacrificio de lo pulsional impone a los hombres, reconciliarlos con la que siga siendo necesaria y resarcirlos por ella. Tan imprescindible como la compulsión al trabajo cultural es el gobierno de la masa por parte de una minoría, pues las masas son indolentes y faltas de inteligencia, no aman la renuncia de lo pulsional, es imposible convencerlas de su inevitabilidad mediante argumentos y sus individuos se corroboran unos a otros en la tolerancia de su desenfreno. Sólo mediante el influjo de individuos arquetípicos que las masas admitan como sus conductores es posible moverlas a las prestaciones de trabajo y las abstinencias que la pervivencia de la cultura exige. Todo anda bien si esos conductores son personas de visión superior en cuanto a las necesidades objetivas de la vida y que se han elevado hasta el control de sus propios deseos pulsionales. Pero, en el afán de no perder su influencia, están expuestos al riesgo de hacer más concesiones a las masas que estas a ellos, y por eso parece necesario que dispongan de medios de poder para mantenerse independientes de las masas. Resumiendo: dos propiedades de los seres humanos, ampliamente difundidas, tienen la culpa de que las normas culturales sólo puedan conservarse mediante cierto grado de compulsión; son ellas: que espontáneamente no gustan de trabajar, y que los argumentos nada pueden contra sus pasiones.
Sé lo que se objetará a estas puntualizaciones. Se dirá que el carácter de las masas de seres humanos, tal como lo hemos descrito, está destinado a probar que la compulsión al trabajo cultural es indispensable; pero ese mismo carácter no es' sino la consecuencia de normas culturales deficientes, que enconan a los hombres, los vuelven hoscos y vengativos. Nuevas generaciones, educadas en el amor y en el respeto por el pensamiento, que experimentaran desde temprano los beneficios de la cultura, mantendrían también otra relación con ella, la sentirían como su posesión más genuina, estarían dispuestas a ofrendarle el

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sacrificio de trabajo y de satisfacción pulsional que requiere para subsistir. Podrían prescindir de la compulsión y diferenciarse apenas de sus conductores. Si hasta hoy en ninguna cultura han existido masas de esa cualidad, ello se debe a que ninguna acertó a darse las normas que pudieran ejercer esa influencia sobre los seres humanos, desde su infancia misma.Uno puede dudar de que sea posible en general, o de que lo sea ahora, en el estado actual de nuestro dominio sobre la naturaleza, establecer semejantes normas culturales; puede preguntar de dónde vendrían esos conductores superiores, serenos y abnegados que actuarían como educadores de las generaciones futuras, y espantarse ante el enorme gasto de compulsión inevitable hasta el momento en que se alcanzaran tales propósitos. No es posible poner en entredicho la grandiosidad de ese plan, su gravitación para el futuro de la cultura humana. Tiene una base cierta en la intelección psicológica de que el ser humano está dotado de las más diversas disposiciones pulsionales, cuya orientación definitiva es señalada por las vivencias de la primera infancia. Los límites de la educabilidad del ser humano son por eso, también, los de la eficacia de un cambio cultural así concebido. Puede ponerse en duda que un medio cultural diverso logre (y en qué medida lo lograría) extinguir aquellas dos propiedades de las masas que tanto entorpecen la conducción de los asuntos humanos. El experimento no se ha hecho todavía. Es probable que cierto porcentaje de la humanidad a consecuencia de disposiciones enfermizas o de una intensidad pulsional hipertrófica permanezca siempre asocial; pero si se consiguiera disminuir la mayoría hoy enemiga de la cultura hasta convertirla en una minoría, se habría logrado mucho, quizá todo lo asequible.
No querría dar la impresión de que he extraviado la senda prefijada a mi indagación. Por eso quiero asegurar expresamente que está lejos de mí el propósito de formular juicios sobre el gran experimento cultural que se desarrolla hoy en el vasto país situado entre Europa y Asia. (ver nota)(3) No tengo el conocimiento ni la capacidad para decidir si es o no realizable, ni para examinar si los métodos empleados son adecuados al fin, ni para medir el tamaño del inevitable abismo que separa el propósito de su ejecución. Lo que allí se prepara escapa, por inconcluso, a un abordaje para el cual nuestra cultura hace tiempo consolidada ofrece los materiales.
Sin advertirlo nos hemos deslizado de lo económico a lo psicológico. Al comienzo nos tentó buscar el patrimonio cultural en los bienes existentes y en las normas que rigen su distribución. Pero llegamos a inteligir que toda cultura descansa en la compulsión al trabajo y en la renuncia de lo pulsional, y por eso inevitablemente provoca oposición en los afectados por tales requerimientos; así devino claro que los bienes mismos, los medios para obtenerlos y los regímenes para su distribución no pueden ser lo esencial o lo único de la cultura. En efecto, están amenazados por la rebelión y la manía destructora de los miembros de la cultura. junto a los bienes tenemos ahora los medios capaces de preservar la cultura, los medios compulsivos y otros destinados a reconciliar con ella a los seres humanos y resarcirlos por los sacrificios que impone. Estos últimos pueden describirse como el patrimonio anímico de la cultura.
Con miras a emplear una terminología uniforme, llamaremos «frustración» {denegación} al hecho de que una pulsión no pueda ser satisfecha; «prohibición», a la norma que la establece, y «privación», al estado producido por la prohibición. El paso siguiente es distinguir entre privaciones que afectan a todos y aquellas que no, que se circunscriben a grupos, a clases o aun a individuos. Las primeras son las más antiguas: con las prohibiciones que las originaron, la cultura inició su desasimiento del estado animal primordial, no sabemos cuántos milenios atrás. Para nuestra sorpresa, hallamos que siguen siendo eficaces, siguen formando el núcleo de la hostilidad a la cultura. Los deseos pulsionales que padecen bajo su peso nacen de nuevo con cada niño; hay una clase de hombres, los neuróticos, que ya reaccionan con asocialidad frente a esas frustraciones. Tales deseos pulsionales son los del incesto, el canibalismo y el gusto de matar. Suena extraño reunir estos deseos, en cuya reprobación todos los hombres parecen estar de acuerdo, con aquellos otros en torno de cuyo permiso o denegación se lucha tan vivamente en nuestra cultura; pero desde el punto de vista psicológico es lícito hacerlo. Por otra parte, la conducta cultural hacia estos deseos pulsionales, los más antiguos, en modo alguno es siempre la misma; sólo el canibalismo parece proscrito en todas partes, y para el abordaje no analítico ha sido enteramente superado; en cuanto a los deseos incestuosos, todavía podemos registrar su intensidad detrás de su prohibición, y el asesinato sigue siendo practicado, y hasta ordenado, bajo ciertas condiciones, por nuestra cultura. Es probable que nos aguarden desarrollos culturales en que satisfacciones de deseo hoy totalmente posibles parezcan tan inaceptables como ahora lo es el canibalismo.
Ya en estas renuncias de pulsión, las más antiguas, interviene un factor psicológico que conserva su vigencia en todas las posteriores. No es cierto que el alma humana no haya experimentado evolución alguna desde las épocas más antiguas y que, a diferencia de lo que ocurre con los progresos de la ciencia y de la técnica, permanezca hoy idéntica a lo que fue en el comienzo de la historia. Aquí podemos pesquisar uno de esos progresos anímicos. Está en la línea de nuestra evolución interiorizar poco a poco la compulsión externa, así: una instancia anímica particular, el superyó del ser humano, la acoge entre sus mandamientos (ver nota(4)). Todo niño nos exhibe el proceso de una trasmudación de esa índole, y sólo a través de ella deviene moral y social. Este fortalecimiento del superyó es un patrimonio psicológico de la cultura, de supremo valor. Las personas en quienes se consuma se trasforman, de enemigos de la cultura, en portadores de ella. Mientras mayor sea su número dentro de un círculo cultural, tanto más segura estará esa cultura y más podrá prescindir de los medios de compulsión externa. Ahora bien, la medida de esa interiorización es muy diversa para cada una de las prohibiciones de lo pulsional. En lo tocante a los requerimientos culturales más antiguos, ya mencionados, parece haberse logrado en vasta medida, si dejamos de lado la indeseada excepción de los neuróticos. Esta proporción varía cuando consideramos las otras exigencias pulsionales. Observamos entonces, con sorpresa e inquietud, que una enorme mayoría de seres humanos sólo obedecen a las prohibiciones culturales correspondientes presionados por la compulsión externa, vale decir, sólo donde esta pueda asegurar su vigencia y durante el tiempo en que sea temible. Esto vale también para los reclamos de la cultura que se denominan morales, dirigidos a todos por igual. A ellos atañe la mayor parte de lo que experimentamos como insolvencia moral de los seres humanos. Infinito es el número de hombres cultos que retrocederían espantados ante el asesinato o el incesto, mas no se deniegan la satisfacción de su avaricia, de su gusto de agredir, de sus apetitos sexuales; no se privan de dañar a los otros

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mediante la mentira, el fraude, la calumnia toda vez que se encuentran a salvo del castigo; y esto siempre fue así, a lo largo de muchas épocas culturales.En cuanto a las restricciones que afectan a determinadas clases de la sociedad, nos topamos con unas constelaciones muy visibles, que por otra parte nunca han sido desconocidas. Cabe esperar que estas clases relegadas envidien a los privilegiados sus prerrogativas y lo hagan todo para librarse de su «plus» de privación. Donde esto no es posible, se consolidará cierto grado permanente de descontento dentro de esa cultura, que puede llevar a peligrosas rebeliones. Pero si una cultura no ha podido evitar que la satisfacción de cierto número de sus miembros tenga por premisa la opresión de otros, acaso de la mayoría (y es lo que sucede en todas las culturas del presente), es comprensible que los oprimidos desarrollen una intensa hostilidad hacia esa cultura que ellos posibilitan mediante su trabajo, pero de cuyos bienes participan en medida sumamente escasa. Por eso no cabe esperar en ellos una interiorización de las prohibiciones culturales" al contrario: no están dispuestos a reconocerlas, se afanan por destruir la cultura misma y eventualmente hasta por cancelar sus premisas. La hostilidad de esas clases a la cultura es tan manifiesta que se ha pasado por alto la que también existe, más latente, en los estratos favorecidos de la sociedad. Huelga decir que una cultura que deja insatisfechos a un número tan grande de sus miembros y los empuja a la revuelta no tiene perspectivas de conservarse de manera duradera ni lo merece.
El grado de interiorización de los preceptos culturales -expresado en términos populares y apsicológicos: el nivel moral de sus miembros- no es el único bien anímico que cuenta para la apreciación de una cultura. Están, además, su patrimonio de ideales y de creaciones artísticas, vale decir, las satisfacciones obtenidas de ambos.
Con demasiada facilidad se tenderá a incluir entre las posesiones psíquicas de una cultura sus ideales, es decir, las valoraciones que indican cuáles son sus logros supremos y más apetecibles. En un primer momento parece como si esos ideales presidieran los logros del círculo cultural; pero el proceso efectivo acaso sea que los ideales se forman tras los primeros logros posibilitados por la conjunción entre las dotes interiores y las circunstancias externas de una cultura, y que esos logros iniciales son refirmados luego por el ideal con miras a su prosecución. Por tanto, la satisfacción que el ideal dispensa a los miembros de la cultura es de naturaleza narcisista, descansa en el orgullo por el logro ya conseguido. Para ser completa, esa satisfacción necesita de la comparación con otras culturas que se han lanzado a logros diferentes y han desarrollado otros ideales. En virtud de estas diferencias, cada cultura se arroga el derecho a menospreciar a las otras. De esta manera, los ideales culturales pasan a ser ocasión de discordia y enemistad entre diversos círculos de cultura, como se lo advierte clarísimo entre las naciones.
La satisfacción narcisista proveniente del ideal de cultura es, además, uno de los poderes que contrarrestan con éxito la hostilidad a la cultura dentro de cada uno de sus círculos. No sólo las clases privilegiadas, que gozan de sus beneficios; también los oprimidos pueden participar de ella, en la medida en que el derecho a despreciar a los extranjeros los resarce de los perjuicios que sufren dentro de su propio círculo. Se es, sí, un plebeyo miserable, agobiado por las deudas y las prestaciones militares; pero, a cambio, se es un romano que participa en la tarea de sojuzgar a otras naciones y dictarles sus leyes. Esta identificación de los oprimidos con la clase que los sojuzga y explota no es, empero, sino una pieza dentro de un engranaje más vasto. En ef ecto, por otra parte pueden estar ligados a ella afectivamente y, a pesar de su hostilidad hacia los señores, verlos como su ideal. Si no existieran tales vínculos, satisfactorios en el fondo, sería incomprensible que un número harto elevado de culturas pervivieran tanto tiempo a pesar de la justificada hostilidad de vastas masas.
De otra índole es la satisfacción que el arte procura a los miembros de un círculo cultural, si bien regularmente permanece inaccesible para las masas, que son reclamadas por un trabajo agotador y no han gozado de ninguna educación personal. Como lo sabemos desde hace mucho tiempo(5), el arte brinda satisfacciones sustitutivas para las renuncias culturales más antiguas, que siguen siendo las más hondamente sentidas, y por eso nada hay más eficaz para reconciliarnos con los sacrificios que aquellas imponen. Además, sus creaciones realzan los sentimientos de identificación de que tanto necesita todo círculo cultural; lo consiguen dando ocasión a vivenciar en común sensaciones muy estimadas.
Pero también sirven a la satisfacción narcisista cuando figuran los logros de la cultura en cuestión y hacen presentes sus ideales de manera impresionante.
Todavía no hemos mencionado la pieza quizá más importante del inventario psíquico de una cultura. Nos referimos a sus representaciones religiosas en el sentido más lato, o, con otras palabras (que justificaremos en lo que sigue), a sus ilusiones.
III
¿En qué reside el valor particular de las representaciones religiosas,?
Hemos hablado de una hostilidad a la cultura, producida por la presión que ella ejerce, por las renuncias de lo pulsional que exige. Imaginemos canceladas sus prohibiciones: será lícito escoger como objeto sexual a la mujer que a uno le guste, eliminar sin reparos a los rivales que la disputen o a quienquiera que se interponga en el camino; se podrá arrebatarle a otro un bien cualquiera sin pedirle permiso: ¡qué hermosa sucesión de satisfacciones sería entonces la vida! Claro que enseguida se tropieza con la inmediata dificultad: los demás tienen justamente los mismos deseos que yo, y no me dispensarán un trato más considerado que yo a ellos. Por eso, en el fondo, sólo un individuo podrá devenir ilimitadamente dichoso mediante esa cancelación de las limitaciones culturales: un tirano, un dictador, que haya atraído hacia sí todos los medios de poder; y ese individuo, además, tendrá todas las razones para desear que los otros obedezcan al menos a este solo mandamiento cultural: «No matarás».
Pero, ¡cuán impensable, cuán miope en todo caso aspirar a una cancelación de la cultura! Sólo quedaría el estado de naturaleza, que es mucho más difícil de soportar. Es verdad que la naturaleza no nos exigía limitar en nada nuestras pulsiones, las consentía; pero tiene su modo,

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particularmente eficaz, de limitarnos: nos mata, a nuestro parecer de una manera fría, cruel y despiadada, y acaso a raíz de las mismas ocasiones de nuestra satisfacción. justamente por esos peligros con que la naturaleza nos amenaza nos hemos aliado y creado la cultura, que, entre otras cosas, también debe posibilitarnos la convivencia. Y por cierto la principal tarea de la cultura, su genuina razón de existir, es protegernos de la naturaleza.Sabido es que en muchos aspectos ya hoy lo consigue pasablemente bien, y es evidente que algún día lo hará mucho mejor. Pero ningún hombre cae en el espejismo de creer que la naturaleza ya esté conquistada; y pocos osan esperar que alguna vez el ser humano la someta por completo. Ahí están los elementos, que parecen burlarse de todo yugo humano: la Tierra, que tiembla y desgarra, abismando a todo lo humano y a toda obra del hombre; el agua, que embravecida lo anega y lo ahoga todo; el tifón, que barre cuanto halla a su paso; las enfermedades, que no hace mucho hemos discernido como los ataques de otros seres vivos; por último, el doloroso enigma de la muerte, para la cual hasta ahora no se ha hallado ningún bálsamo ni es probable que se lo descubra. Con estas violencias la naturaleza se alza contra nosotros, grandiosa, cruel, despiadada; así nos pone de nuevo ante los ojos nuestra endeblez y desvalimiento, de que nos creíamos salvados por el trabajo de la cultura. Una de las pocas impresiones gozosas y reconfortantes que se pueden tener de la humanidad es la que ofrece cuando, frente a una catástrofe desatada por los elementos, olvida su rutina cultural, todas sus dificultades y enemistades internas, y se acuerda de la gran tarea común: conservarse contra el poder desigual de la naturaleza.
Así como para el conjunto de la humanidad, también para el individuo es la vida difícil de soportar. La cultura de que forma parte le impone ciertas privaciones, y otra cuota de padecimiento le es deparada por los demás hombres, sea a despecho de las prescripciones culturales o a consecuencia de la imperfección de esa cultura. Y a ello se añaden los perjuicios que le ocasiona la naturaleza no yugulada -él la llama destino- Un continuo estado de expectativa angustiada y una grave afrenta al natural narcisismo debían ser las consecuencias de tal situación. Ya sabemos cómo reacciona el individuo frente a los daños que le infieren la cultura y sus prójimos: desarrolla un grado correspondiente de resistencia a sus normas, de hostilidad a la cultura. Pero, ¿cómo se defendería de los hiperpoderes de la naturaleza, del destino, que lo amenazan tanto a él como a los demás?
La cultura lo dispensa de esa tarea, procurándola de igual manera para todos; y es digno de notarse, por añadidura, que todas las culturas obran en esto más o menos del mismo modo. Así, la cultura no ceja en el cumplimiento de su misión de preservar a los hombres de la naturaleza, sólo que la continúa con otros medios. Aquí la tarea es múltiple: el sentimiento de sí del ser humano, gravemente amenazado, pide consuelo; es preciso disipar los terrores que inspiran el mundo y la vida; y aparte de ello, también exige respuesta el apetito de saber de los hombres, impulsado sin duda por los más potentes intereses prácticos.
Con el primer paso ya se ha obtenido mucho. Y este con siste en humanizar la naturaleza. Contra las fuerzas y destinos impersonales nada se puede, permanecen eternamente ajenos. Pero si en los elementos hierven pasiones como en el alma misma; sí ni siquiera la muerte es algo espontáneo, sino el acto violento de una voluntad maligna; si por doquier nos rodean en la naturaleza seres como los que conocemos en nuestra propia sociedad, entonces uno cobra aliento, se siente en su casa {heimisch} en lo ominoso {Unheimlich}, puede elaborar psíquicamente su angustia sin sentido. Acaso se esté todavía indefenso, pero ya no paralizado y desvalido: al menos se puede reaccionar; y hasta quizá ni siquiera se esté indefenso, puesto que contra esos superhombres violentos de ahí fuera pueden emplearse los mismos medios de que uno se sirve en su propia sociedad, puede intentar conjurarlos, apaciguarlos, sobornarlos, arrebatándoles una parte de su poder mediante esos modos de influjo. Semejante sustitución de una ciencia de la naturaleza por una psicología no procura un mero alivio momentáneo; enseña también el camino para un dominio ulterior de la situación.
Esta situación, en efecto, no es algo nuevo; tiene un arquetipo infantil, en verdad no es sino la continuación de otra, inicial: en parejo desvalimiento se había encontrado uno ya una vez, de niño pequeño, frente a una pareja de progenitores a quienes se temía con fundamento, sobre todo al padre, pero de cuya protección, también, se estaba seguro contra los peligros que uno conocía entonces. Ello sugería igualar ambas situaciones. Y aquí, como en la vida onírica, el deseo reclama su parte. Una premonición de muerte asedia al que duerme, quiere trasladarlo a la tumba; pero el trabajo del sueño sabe escoger la condición bajo la cual aun ese temido evento se convierta en un cumplimiento de deseo: el soñante se ve en una antigua tumba etrusca a la que había descendido, dichoso, para satisfacer sus intereses arqueológicos (ver nota(6)). De modo semejante, el hombre no convierte a las fuerzas naturales en simples seres humanos con quienes pudiera tratar como lo hace con sus prójimos, pues ello no daría razón de la impresión avasalladora que le provocan; antes bien, les confiere carácter paterno, hace de ellas dioses, en lo cual obedece no sólo a un arquetipo infantil, sino también, como he intentado demostrarlo, a uno filogenético (ver nota(7)).
Con el paso del tiempo, se observan por primera vez regularidades y leyes en los fenómenos
de la naturaleza, cuyas fuerzas pierden entonces sus rasgos humanos. Pero el desvalimiento de los seres humanos permanece, y con él su añoranza del padre, y los dioses. Estos retienen su triple misión: desterrar los terrores de la naturaleza, reconciliar con la crueldad del destino, en particular como se presenta en la muerte, y resarcir por las penas y privaciones que la convivencia cultural impone al hombre.
Ahora bien, entre estas diversas operaciones, poco a poco se desplaza el acento. Se advierte que los fenómenos naturales se desenvuelven por sí solos, según leyes necesarias internas; por cierto, los dioses son los señores de la naturaleza, ellos la han normado así y ahora pueden abandonarla a sí misma. Sólo ocasionalmente intervienen en su curso, con los llamados milagros, como para asegurarnos que no han resignado nada de su originaria esfera de poder. Pero en lo que atañe a la distribución de los destinos, subsistirá una vislumbre desasosegante: el desvalimiento y el desconcierto del género humano son irremediables. Es sobre todo aquí donde fracasan los dioses; si son ellos, quienes crean el destino, por fuerza sus designios se llamarán inescrutables; el pueblo más dotado de la Antigüedad entrevió la intelección de que la Moira está por encima de los dioses y ellos mismos tienen su destino. Y mientras más autónoma se vuelve la naturaleza, y más se repliegan de ella los dioses, tanto más seriamente se concentran todas las expectativas en la tercera de las operaciones que le son inherentes, y lo moral deviene su genuino dominio. Misión de los dioses será ahora compensar las deficiencias y los perjuicios de la cultura, tomar en cuenta las penas que los seres humanos se infligen unos a otros en la convivencia, velar por el cumplimiento de los preceptos culturales que ellos obedecen tan mal. Se atribuirá origen divino a los preceptos culturales mismos, se los

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elevará sobre la sociedad humana, extendiéndoselos a la naturaleza y al acontecer universal.De ese modo se creará un tesoro de representaciones, engendrado por la necesidad de volver soportable el desvalimiento humano, y edificado sobre el material de recuerdos referidos al desvalimiento de la infancia de cada cual, y de la del género humano. Se discierne con claridad que este patrimonio protege a los hombres en dos direcciones: de los peligros de la naturaleza y el destino, y de los perjuicios que ocasiona la propia sociedad humana. Expongamos ese patrimonio en su trabazón: La vida en este mundo sirve a un fin superior; no es fácil colegir este, pero sin duda significa un perfeccionamiento del ser humano. Es probable que el objeto de esta elevación y exaltación sea lo espiritual del hombre, su alma, que tan lenta y trabajosamente se ha ido separando del cuerpo en el curso de las edades. Todo cuanto acontece en este mundo es cumplimiento de los propósitos de una inteligencia superior a nosotros, que, aunque por caminos y rodeos difíciles de penetrar, todo lo guía en definitiva hacia el Bien, o sea, hacia nuestra bienaventuranza. Sobre cada uno de nosotros vela una Providencia bondadosa, sólo en apariencia severa, que no permite que seamos juguete de las fuerzas naturales despiadadas e hiperintensas; ni siquiera la muerte es un aniquilamiento, un regreso a lo inanimado inorgánico, sino el comienzo de un nuevo modo de existencia, situado en la vía hacia el desarrollo superior. Y pasando ahora al otro polo: las mismas leyes éticas que han promulgado nuestras culturas gobiernan también el universo íntegro, sólo que son guardadas por una instancia juzgadora suprema con un poder y una constancia incomparablemente mayores. Todo lo bueno halla su recompensa final, y todo lo malo su castigo, si no en esta forma de vida, al menos en las existencias posteriores que comienzan tras la muerte. Así, todo terror, toda pena y aspereza de la vida están destinados a compensarse; la vida tras la muerte, que prosigue nuestra vida terrenal como la porción invisible del espectro se añade a la visible, lleva todo a la perfección que acaso echábamos de menos en este mundo. Y la superior sabiduría que rige ese ciclo, la infinita bondad que en él se exterioriza, la justicia que finalmente se impone, he ahí las propiedades de la esencia divina que nos ha creado y ha creado al universo todo. O más bien de la única esencia divina, en que se han condensado en nuestra cultura todos los dioses de las épocas pasadas. El pueblo que fue el primero en alcanzar esa concentración de las propiedades divinas no se enorgulleció poco de ese progreso. Había puesto al descubierto el núcleo paterno que desde siempre se ocultaba tras cada figura de Dios; en el fondo, fue un regreso a los comienzos históricos de la idea de Dios. Ahora que Dios era único, los vínculos con él podían recuperar la intimidad e intensidad de las relaciones del niño con su padre. Y se quiso ser recompensado por haber hecho tanto en beneficio del padre: al menos, ser el único hijo amado, el pueblo elegido. Mucho después la piadosa Norteamérica demanda ser «God's own country» {«la patria de Dios»}, y ello es en efecto así, respecto de una de las formas bajo las cuales los hombres veneran a la divinidad.
Las representaciones religiosas resumidas en el párrafo anterior han recorrido, desde luego, un largo trayecto de desarrollo; diversas culturas las sostuvieron en fases diferentes. He seleccionado una sola de esas fases de desarrollo, que responde aproximadamente a la configuración última de nuestra actual cultura cristiana y blanca. Es fácil notar que las piezas de ese todo no armonizan bien entre sí, que no todas las preguntas acuciantes reciben respuesta, y que a duras penas puede rechazarse el mentís de la experiencia cotidiana. Pero, tal como son, a esas representaciones -las religiosas, en sentido lato- se las considera el patrimonio más precioso de la cultura, lo más valioso que tiene para brindar a sus miembros; y se las aprecia mucho más que a todas las artes en cuanto a arrancar a la Tierra sus tesoros, proveer de alimentos a la humanidad y prevenir sus enfermedades. Los hombres creen que no podrían soportar la vida si no atribuyesen a esas representaciones el valor que se demanda para ellas. Por eso se nos plantean los interrogantes: ¿Qué son esas representaciones a la luz de la psicología? ¿De dónde reciben su alta estima? Y, para proseguir tímidamente: ¿Cuál es su valor efectivo?
IV
Una indagación que avanza impertérrita como un monólogo no deja de entrañar sus peligros. Uno cede demasiado fácilmente a la tentación de apartar ideas que querrían interrumpirla, a cambio de lo cual le sobreviene un sentimiento de inseguridad que a la postre pretende acallar mostrándose terminante en grado excesivo. Por eso me invento un contradictor que sigue con desconfianza mis puntualizaciones, y de tiempo en tiempo le cedo la palabra (ver nota(8)).
Lo escucho decir: «Usted ha usado repetidas veces expresiones como "La cultura crea estas representaciones religiosas", "La cultura las pone a disposición de sus miembros". Suenan un poco extrañas; yo no sabría afirmar por qué, pero no son tan evidentes como cuando se sostiene que la cultura ha creado regímenes para la distribución de los productos del trabajo o para los derechos concernientes a la mujer y el niño».
Opino, sin embargo, que es lícito emplear tales expresiones. He intentado mostrar que las representaciones religiosas provienen de la misma necesidad que todos los otros logros de la cultura: la de preservarse frente al poder hipertrófico y aplastante de la naturaleza. A esto se suma un segundo motivo: el esfuerzo por corregir las imperfecciones de la cultura, penosamente sentidas. También es muy correcto decir que la cultura obsequia al individuo esas representaciones; en efecto, él las encuentra dadas, le son aportadas ya listas, él no sería capaz de hallarlas por sí solo. Entra en posesión de la herencia de muchas generaciones, que recibe como a la tabla de multiplicar o a la geometría. Es verdad que hay aquí una diferencia, pero se halla en otro lugar y todavía no podemos aclararla. En cuanto al sentimiento de extrañeza que mi interlocutor señalaba, acaso se deba en parte a que este patrimonio de representaciones religiosas suele sernos presentado como revelación divina. Sólo que eso mismo es ya una pieza del sistema religioso y descuida por completo el desarrollo histórico de estas ideas, así como el hecho de que son diferentes en diversas épocas y culturas.
«Hay otro punto que me parece importante». De acuerdo con lo expresado por usted, la humanización de la naturaleza nace de la necesidad de poner término al desconcierto y desvalimiento del hombre frente a las fuerzas que él teme, de relacionarse con ellas para influirlas finalmente. Ahora bien, parece ocioso aducir ese motivo. En efecto, el hombre primitivo no tiene otra opción, otro camino de pensamiento. Es para él natural, como innato, proyectar su

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esencia hacia fuera, al mundo, y ver en todos los procesos que observa unas exteriorizaciones de seres que en el fondo son semejantes a él. He ahí el único método de su actividad conceptuadora. Y en modo alguno es evidente, sino más bien una asombrosa coincidencia, que dejándose llevar así por sus disposiciones naturales consiguiese satisfacer al mismo tiempo una de sus grandes necesidades».Yo no lo encuentro tan llamativo. ¿Opina usted, por ventura, que el pensar de los hombres no conoce motivos prácticos, sino que es meramente la expresión de un desinteresado apetito de saber? Eso es harto improbable. Más bien creo que el ser humano, incluso cuando personifica fuerzas naturales, obedece a un arquetipo infantil. Con las personas que formaron su primer contorno aprendió que el camino para influirlas era establecer una relación con ellas; y por eso después, con idéntica finalidad, trata de igual manera a todo lo otro que le sale al paso. No contradigo, entonces, la puntualización descriptiva que usted hace; efectivamente, es connatural al ser humano personificar todo lo que pretende concebir, a fin de gobernarlo después -el dominio psíquico como preparación del físico-; pero yo, además, aduzco el motivo y la génesis de esa peculiaridad del pensamiento humano.
«Hay una tercera cosa todavía: Usted ya se ha ocupado antes del origen de la religión, en su libro Tótem y tabú [1912-13]. Pero ahí todo se presenta de otro modo. No hay más que la relación híjo-padre; Dios es el padre enaltecido, la añoranza del padre es la raíz de la necesidad religiosa. Después, al parecer, descubrió usted el factor de la impotencia y el desvalimiento humanos, atribuyéndole de manera universal el papel máximo en la formación de la religión; y ahora retrascribe a términos de desvalimiento todo lo que antes era complejo paterno. ¿Puedo pedirle una aclaración sobre ese cambio?».
De buena gana la daré, no esperaba sino esa invitación. Si es que se trata realmente de un cambio. En Tótem y tabú, lo que debía explicarse no era la génesis de las religiones, sino sólo la del totemismo. ¿Acaso alguna de las opiniones que hayan llegado a su conocimiento le permite a usted comprender que la forma primera en que la divinidad protectora se reveló al hombre fuera la animal, que se prohibiera matar y comer a ese animal, y sin embargo se instituyera la solemne costumbre de matarlo y comerlo en común una vez por año? Es justamente lo que sucede en el totemismo. Y no parece atinado entablar una polémica acerca de si es lícito llamar religión al totemismo. Mantiene íntimos vínculos con las posteriores religiones deístas; los animales totémicos se convierten en los animales sagrados de los dioses. Y las primeras, pero las más profundas, limitaciones morales -la prohibición de matar y la del incesto- nacen del suelo del totemismo. Ahora bien, ya sea que acepte o no las conclusiones de Tótem y tabú, espero concederá que en ese libro gran número de hechos dispersos y muy asombrosos se reúnen en un todo congruente.
¿Por qué el Dios animal no bastó a la larga, y fue relevado por el humano? He ahí un problema que apenas se roza en Tótem y tabú, en tanto que otros relativos a la formación de la religión ni siquiera se mencionan. ¿Considera usted que una limitación temática de esa índole equivale a una desmentida? Mi trabajo es un buen ejemplo de estricto aislamiento del sector en que el abordaje psicoanalítico podía hacer su aporte a la solución del problema religioso. Y si ahora intento lo otro, menos sólidamente afianzado, no debe usted acusarme de contradicción, como antes de unilateralidad. Desde luego, queda a mi cargo señalar las vías conectivas entre lo afirmado antes y lo que ahora expongo, entre la motivación más profunda y la manifiesta, entre el complejo paterno y el desvalimiento y la necesidad de protección del ser humano.
No es difícil hallar tales conexiones. Son los vínculos entre el desvalimiento del niño y el del adulto, su continuación; de ese modo, como era de esperar, la motivación psicoanalítica de la formación de la religión se trasforma en el aporte infantil a su motivación manifiesta. Situémonos en la vida anímica del niño pequeño. ¿Recuerda usted la elección de objeto según el tipo del apuntalamiento, de que habla el análisís? (ver nota(9)). La libido sigue los caminos de las necesidades narcisistas y se adhiere a los objetos que aseguran su satisfacción. Así, la madre, que satisface el hambre, deviene el primer objeto de amor, y por cierto también la primera protección frente a todos los peligros indeterminados que amenazan en el mundo exterior; podríamos decir: la primera protección frente a la angustia.
La madre es relevada pronto en esta función por el padre, más fuerte, y él la retiene a lo largo de toda la niñez. Empero, la relación con el padre está aquejada de una peculiar ambivalencia. El mismo fue un peligro, quizá desde el vínculo inicial con la madre. Y cuando se pasa a anhelarlo y admirarlo no se lo teme menos. Los indicios de esta ambivalencia del vínculo con el padre están hondamente impresos en todas las religiones, como lo puntualicé también en Tótem y tabú. Ahora bien, cuando el adolescente nota que le está deparado seguir siendo siempre un niño, que nunca podrá prescindir de la protección frente a hiperpoderes ajenos, presta a estos los rasgos de la figura paterna, se crea los dioses ante los cuales se atemoriza, cuyo favor procura granjearse y a quienes, empero, trasfiere la tarea de protegerlo. Así, el motivo de la añoranza del padre es idéntico a la necesidad de ser protegido de las consecuencias de la impotencia humana; la defensa frente al desvalimiento infantil confiere sus rasgos característicos a la reacción ante el desvalimiento que el adulto mismo se ve precisado a reconocer, reacción que es justamente la formación de la religión. Pero no es nuestro propósito seguir investigando el desarrollo de la idea de Dios; nos ocupamos aquí del tesoro ya acabado de representaciones religiosas, tal como la cultura lo trasmite al individuo.
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Retornemos ahora los hilos de nuestra indagación: ¿Cuál es entonces el significado psicológico de las representaciones religiosas, dentro de qué categoría podemos clasificarlas? No es fácil responder de primera intención a esta pregunta. Tras rechazar diversas formulaciones, nos atendremos a esta: Son enseñanzas, enunciados sobre hechos y constelaciones de la realidad exterior (o interior), que comunican algo que uno mismo no ha descubierto y demandan creencia. Puesto que nos dan información sobre lo que más nos importa e interesa en la vida, se les tiene muy alto aprecio. Quien no sabe nada de ellas es harto ignorante; quien las ha recibido en su saber puede considerarse muy enriquecido.

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Desde luego, hay muchas de tales enseñanzas acerca de las cosas más variadas de este mundo. Cada clase escolar rebosa de ellas. Escojamos la de geografía. Nos dicen que Constanza está situada en el Bodensee(10). Una canción de estudiantes agrega: «Quien no lo crea, que vaya y lo vea». Por azar yo estuve allí y pude confirmar que la bella ciudad está emplazada en el valle de un ancho curso de agua que todos los habitantes de las cercanías llaman Bodensee. Ahora yo también estoy plenamente convencido de la corrección de ese enunciado geográfico. Esto me trae a la memoria otra vivencia, muy curiosa. Siendo ya un hombre maduro, visité por primera vez la colina de la Acrópolis de Atenas.Me encontraba entre las ruinas del templo, la mirada perdida en el mar azul. En mi embeleso se mezclaba un sentimiento de asombro, que me sugirió esta interpretación: «¡Entonces todo es efectivamente tal cual lo aprendimos en la escuela! ¡Cuán superficial y débil debió de ser en aquel tiempo mi creencia en la verdad objetiva de lo escuchado, puesto que ahora me asombra tanto!». Pero no quiero destacar demasiado el valor de esta vivencia; mi asombro es susceptible de otra explicación que en ese momento no se me ocurrió; ella es de naturaleza enteramente subjetiva y tiene que ver con la particularidad del lugar (vernota(11)).Todas esas enseñanzas, pues, demandan creencia para sus contenidos, pero no sin fundamentar su pretensión. Se presentan como el resultado compendiado de un largo proceso de pensamiento que se basa en la observación, pero sin duda también en el razonamiento; enseñan el camino a quien tenga el propósito de rehacer por sí mismo ese proceso, en vez de aceptar su resultado. Además, quien proclame la enseñanza consignará de dónde obtuvo el conocimiento toda vez que, como en el caso de los enunciados geográficos, no sea evidente por sí mismo. Por ejemplo, la Tierra tiene la forma de una esfera; como prueba de ello se citarán el experimento del péndulo de Foucault, el modo en que se comporta el horizonte, la posibilidad de circunnavegar la Tierra. Y puesto que, como bien lo ven todos los participantes, es impracticable enviar a cada escolar a un viaje de circunvalación, uno se limita a hacer que las doctrinas de la escuela se acepten «bajo palabra», pero sabe que el camino para obtener el convencimiento personal permanece abierto.
Intentemos medir por el mismo rasero las enseñanzas religiosas. Si preguntamos en qué se funda su pretensión de que se las crea, recibimos tres respuestas que se encuentran en asombrosa discordancia recíproca. En primer lugar, merecen fe porque ya nuestros antepasados creyeron en ellas; en segundo, poseemos pruebas que justamente nos son trasmitidas desde esa época antigua, y, en tercero, está completamente prohibido cuestionar tales dogmas. En otros tiempos, semejante osadía aparejaba severísimos castigos, y todavía hoy la sociedad no ve con buenos ojos que se la renueve.
Este tercer punto tiene que suscitarnos por fuerza los más serios reparos. Ahora bien, una prohibición tal no puede tener otra motivación que esta: la sociedad conoce muy bien la fragilidad de los títulos que demanda para sus doctrinas religiosas. Si fuera de otro modo, se apresuraría a ofrecer el material requerido a todo el que quisiese convencerse por sí mismo. Por eso, con una desconfianza difícil de acallar, pasaremos a examinar los otros dos argumentos. Debemos creer porque nuestros antepasados lo hicieron. Pero ellos eran mucho más ignorantes que nosotros, y creían en cosas que a nosotros nos resultaría imposible admitir hoy. Se insinúa la posibilidad de que las doctrinas religiosas fueran también de esa índole. Las pruebas que nos han legado se consignan en escrituras que a su vez presentan todos los caracteres de lo dudoso. Son contradictorias, han sido retocadas, falseadas; cuando refieren testimonios acerca de hechos, no aportan testimonio alguno sobre ellas mismas. Y de nada vale aseverar que su propio texto, o aun sólo su contenido, provienen de una revelación divina; en efecto, tal aseveración es ya una pieza de las doctrinas que debieran indagarse en cuanto a su credibilidad, y ningún enunciado puede probarse a sí mismo.
Llegamos así a este curioso resultado: justamente las comunicaciones de nuestro patrimonio cultural que podrían tener para nosotros el máximo valor, pues su misión es esclarecernos los enigmas del universo y reconciliarnos con las penas de la vida, justamente ellas, decimos, no pueden aducir sino los más débiles testimonios en su favor. No Podríamos resolvernos a admitir ni siquiera un hecho tan indiferente como el de que la ballena pare crías en lugar de poner huevos, si no fuera susceptible de mejor demostración.
Ese estado de cosas constituye en sí mismo un problema psicológico muy notable. Y que nadie piense que las anteriores puntualizaciones acerca del carácter indemostrable de las doctrinas religiosas contienen algo nuevo. En todo tiempo se lo notó, aun en el de los lejanos antepasados que nos legaron esa herencia. Es probable que muchos de ellos alimentaran la misma duda que nosotros, pero se encontraban bajo una presión tan intensa que no habrían osado exteriorizarla. Y desde entonces, innumerables individuos se han torturado con la misma duda, que querían sofocar porque se consideraban obligados a creer; muchos intelectos brillantes naufragaron en este conflicto, y muchos caracteres resultaron dañados por los compromisos en que buscaban una salida.
Si todas las pruebas que se aducen en favor de la credibilidad de las enseñanzas religiosas provienen del pasado, es natural que se escrute en el presente, sobre el cual es más fácil formular juicios, para ver si puede ofrecernos alguna prueba de esa índole. Si de tal suerte se consiguiera dejar a salvo de dudas aunque sólo fuera una pieza del sistema religioso, el todo ganaría extraordinariamente en cuanto a credibilidad. En este punto se sitúa la actividad de los espiritistas, que están convencidos de la perduración del alma individual y pretenden demostrarnos concluyentemente este punto de la doctrina religiosa. Por desdicha, no consiguen refutar que las apariciones y manifestaciones de sus espíritus no son más que productos de su propia actividad anímica. Han convocado a los espíritus de los grandes hombres, de los pensadores más destacados, pero todas las manifestaciones y noticias que de ellos recibieron fueron unas majaderías tales, unas vaciedades tan irremediables, que lo único que puede hallarse de creíble ahí es la aptitud de los espíritus para adaptarse al círculo de personas que los conjuran.
Ahora es preciso considerar dos intentos que impresionan como un empeño convulsivo por escapar a este problema. Uno, de naturaleza violenta, es antiguo; el otro, sutil y moderno. El primero es el «Credo quia absurdum(12)» del Padre de la Iglesia. Quiere significar que las doctrinas religiosas se sustraen de las exigencias de la razón, están por encima de ella. Es preciso sentir interiormente su verdad, no hace falta aprehenderlas mediante conceptos. Ahora bien, ese Credo tiene interés, pero sólo como confesión personal; para ser fallo inapelable le falta fuerza obligatoria. ¿Acaso estaré obligado a creer en cualquier absurdo? Y si no es así, ¿por qué justamente en este? No hay instancia alguna que se encuentre por encima de la razón. Si la verdad de las doctrinas religiosas depende de una vivencia interior que la atestigua, ¿qué hacer con los numerosos seres humanos que nunca han tenido una vivencia tan rara?

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Cabe exigir a todos los hombres que empleen las dotes de la razón que poseen, pero no puede erigirse una obligación universalmente válida sobre un motivo que sólo existe en poquísimos. Admitamos que alguien, en virtud de un éxtasis que lo conmovió profundamente, haya adquirido el absoluto convencimiento en la realidad objetiva de las doctrinas religiosas. Bien; pero, ¿qué significa esto para otro?El segundo intento es el de la filosofía del «como si». Señala que en nuestra actividad de pensamiento abundan los supuestos cuyo carácter infundado y aun absurdo discernimos claramente. Se les llama ficciones, pero por múltiples motivos prácticos tenemos que comportarnos «como si» creyéramos en ellas. Esto es válido para las doctrinas religiosas a causa de su incomparable importancia para la conservación de la sociedad humana (ver nota(13)). Semejante argumenta ción no dista mucho del «Credo quia absurdum(14)». Pero opino que el reclamo del «como si» es de tal índole que sólo un filósofo puede postularlo. Quien no esté influido en su pensamiento por los artificios de la filosofía nunca podrá aceptarlo; para él, todo queda dicho con la admisión del carácter absurdo, contrario a la razón. Es imposible moverlo a que renuncie, nada menos que en el tratamiento de sus intereses más importantes, a las certezas que suele pedir en todas sus actividades habituales. Me acuerdo de uno de mis hijos que se distinguió desde muy temprano por una particular insistencia en lo fáctico, positivo. Toda vez que se relataba a los niños un cuento que escuchaban con recogimiento, él venía y preguntaba: «¿Es una historia verdadera?». Habiéndosele respondido que no, se alejaba con ademán de menosprecio. Es de esperar que pronto los seres humanos adopten parecido comportamiento frente a los cuentos religiosos, a despecho de la recomendación del «como si».
Mas por ahora siguen comportándose de muy otra manera, y en épocas pasadas las representaciones religiosas ejercieron el más intenso influjo sobre la humanidad, a pesar de su indiscutible falta de evidencia. He ahí un nuevo problema psicológico. Es preciso preguntar: ¿en dónde radica la fuerza interna de estas doctrinas, a qué circunstancias deben su eficacia independiente de la aceptación racional?
toda la vida causó la creencia en que existía un padre, pero uno mucho más poderoso. El reinado de una Providencia divina bondadosa calma la angustia frente a los peligros de la vida; la institución de un orden ético del universo asegura el cumplimiento de la demanda de justicia, tan a menudo incumplida dentro de la cultura humana; la prolongación de la existencia terrenal en una vida futura presta los marcos espaciales y temporales en que están destinados a consumarse tales cumplimientos de deseo. A partir de las premisas de este sistema, se desarrollan respuestas a ciertos enigmas que inquietan al apetito humano de saber; por ejemplo, el de la génesis del mundo y el del vínculo entre lo corporal y lo anímico; significa un enorme alivio para la psique del individuo que se le quiten de encima los conflictos, nunca superados del todo, que nacieron en su infancia en torno del complejo paterno, y se le provea una solución universalmente admitida.
Cuando digo que todas esas son ilusiones, tengo que deslindar el significado del término. Una ilusión no es lo mismo que un error; tampoco es necesariamente un error. La opinión de Aristóteles de que la sabandija se criaba en la suciedad, que el pueblo ignorante sustenta todavía hoy, era un error, lo mismo que la de los médicos de una generación anterior según la cual la tabes dorsalis era consecuencia de los excesos sexuales. Sería desatinado llamar ilusiones a estos errores. En cambio, fue una ilusión de Colón la de haber descubierto una nueva vía marítima hacia las Indias. Es por demás evidente la participación de su deseo en ese error. Puede calificarse de ilusión la tesis de ciertos nacionalistas, para quienes los indogermanos serían la única raza apta para la cultura, así como la creencia -sólo destruida por el psicoanálisis- de que el niño carecería de sexualidad. Lo característico de la ilusión es que siempre deriva de deseos humanos; en este aspecto se aproxima a la idea delirante de la psiquiatría, si bien tampoco se identifica con ella, aun si prescindimos del complejo edificio de la idea delirante. Destacamos como lo esencial en esta última su contradicción con la realidad efectiva; en cambio, la ilusión no necesariamente es falsa, vale decir, irrealizable o contradictoria con la realidad. Por ejemplo, una muchacha de clase media puede hacerse la ilusión de que un príncipe vendrá a casarse con ella. Y es posible que haya sucedido en algunos casos. Mucho menos probable es la venida del Mesías para fundar una nueva Edad de Oro; esta creencia se clasificará como ilusión o como análoga a una idea delirante, según sea la actitud personal de quien la juzgue. No es fácil hallar ejemplos de ilusiones cumplidas; pero la de los alquimistas, de trasformar todos los metales en oro, podría ser una de ellas. El deseo de tener mucho oro, todo el oro del mundo, está muy amortiguado por nuestra actual intelección de las condiciones de la riqueza; empero, la química ya no considera imposible una trasmutación de los metales en oro. Por lo tanto, llamamos ilusión a una creencia cuando en su motivación esfuerza sobre todo el cumplimiento de deseo; y en esto prescindimos de su nexo con la realidad efectiva, tal como la ilusión misma renuncia a sus testimonios.

Creo que ya hemos preparado suficientemente la respuesta a ambas preguntas. La obtendremos atendiendo a la génesis psíquica de las representaciones religiosas. Estas que se proclaman enseñanzas no son decantaciones de la experiencia ni resultados finales del pensar; son ilusiones, cumplimientos de los deseos más antiguos, más intensos, más urgentes de la humanidad; el secreto de su fuerza es la fuerza de estos deseos. Ya sabemos que la impresión terrorífica que provoca al niño su desvalimiento ha despertado la necesidad de protección -protección por amor-, proveída por el padre; y el conocimiento de que ese desamparo duraría
Tras esta orientación que hemos tomado, volvamos a las doctrinas religiosas. Nos es lícito, entonces, repetir: todas ellas son ilusiones, son indemostrables, nadie puede ser obligado a tenerlas por ciertas, a creer en ellas. Algunas son tan inverosímiles, contradicen tanto lo que trabajosamente hemos podido averiguar sobre la realidad del mundo, que se las puede comparar -bajo la debida reserva de las diferencias psicológicas- con las ideas delirantes. Acerca del valor de realidad de la mayoría de ellas ni siquiera puede formularse un juicio. Así como son indemostrables, son también irrefutables. Todavía sabemos muy poco para ensayar una aproximación crítica. Los enigmas del mundo se revelan a nuestra investigación sólo lentamente; son muchas las preguntas que la ciencia no puede responder aún. No obstante, el
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trabajo científico es el único camino que puede llevarnos al conocimiento de la realidad exterior a nosotros. Tampoco es otra cosa que una ilusión esperar algo de la intuición y del abismarse en uno mismo; apenas pueden darnos algo más que noticias -de difícil interpretación- sobre nuestra propia vida anímica, pero ninguna sobre las cuestiones cuya respuesta hallan tan fácil las doctrinas religiosas. Sería impío llenar con el propio capricho las lagunas del saber y declarar más o menos aceptable, siguiendo una apreciación personal, este o estotro fragmento del sistema religioso. Es que esas cuestiones son demasiado sustantivas para ello; y diríamos: demasiado sagradas.En este punto puede esperarse una objeción: «Muy bien; pero si aun el escéptico encarnizado admite que las aseveraciones de la religión no pueden refutarse con el entendimiento, ¿por qué yo no debería creer en ellas, cuando tienen tanto en su favor: la tradición, el acuerdo de los hombres y todo el consuelo de su contenido?». Y bien, ¿por qué no? Así como nadie está obligado a creer, nadie lo está a la incredulidad. Pero que nadie, tampoco, se complazca con el autoengaño de que mediante tales argumentaciones anda por el camino del pensamiento correcto. Si alguna vez se acertó al condenar algo como «subterfugio», este es el caso. La ignorancia es la ignorancia; de ella no deriva derecho alguno a creer en algo. En otros asuntos, ningún hombre racional se comportará tan a la ligera ni se contentará con fundamentos tan pobres para sus juicios o su toma de partido; sólo se lo consiente en las materias supremas y más sagradas. En realidad, no son más que empeños de crear, frente a sí mismo o a otros, el espejismo de que uno sustenta aún la religión, cuando en verdad hace mucho la ha abandonado. Cuando de religión se trata, los seres humanos incurren en toda clase de ínsinceridades y desaguisados intelectuales. Hay filósofos que extienden el significado de ciertas palabras hasta que apenas conservan algo de su sentido originario; llaman «Dios» a cualquier nebulosa abstracción que ellos mismos se forjaron, y entonces se presentan ante el mundo como deístas, creyentes en Dios, y pueden gloriarse de haber discernido un concepto superior, más puro, de El, aunque su Dios sea apenas una sombra sin sustancia y haya dejado de ser la poderosa personalidad de la doctrina religiosa. Los críticos se empeñan en declarar «profundamente religioso» a cualquiera que confiese el sentimiento de insignificancia e impotencia del hombre frente al todo del universo, olvidando que ese sentimiento no constituye la esencia de la religiosidad, pues esta adviene sólo en el paso siguiente, la reacción que busca un socorro frente a tal sentimiento. Quien no se decida a dar ese paso, quien se conforme, humillado, con el ínfimo papel del hombre dentro del vasto universo, es más bien irreligioso en el sentido más verdadero de la palabra.
No está en los planes de esta indagación adoptar una posición frente al valor de verdad de las doctrinas religiosas. Nos basta con haberlas discernido en su naturaleza psicológica como ilusiones. Ahora bien, no necesitamos disimular que ese descubrimiento influirá considerablemente sobre la actitud que asumamos frente a la cuestión que a muchos parecerá la más importante. Sabemos de manera aproximada en qué épocas se crearon las doctrinas religiosas, y qué clase de hombres las crearon. Si ahora averiguamos los motivos por los cuales ello sucedió, nuestro punto de vista sobre el problema religioso experimenta un notable desplazamiento. Nos decimos que sería por cierto muy hermoso que existiera un Dios creador del universo y una Providencia bondadosa, un orden moral del mundo y una vida en el más allá; pero es harto llamativo que todo eso sea tal como no podríamos menos que desearlo. Y más raro aún sería que nuestros antepasados, pobres, ignorantes y carentes de libertad, hubieran tenido la suerte de solucionar todos esos' difíciles enigmas del universo.
VII
Después de haber discernido las doctrinas religiosas como ilusiones, se nos plantea otra pregunta: ¿No serán de parecida naturaleza otros patrimonios culturales que tenemos en alta estima y por los cuales regimos nuestra vida? ¿No deberán llamarse también ilusiones las premisas que regulan nuestras normas estatales? ¿Una serie de ilusiones eróticas no enturbiará en nuestra cultura las relaciones entre los sexos? Una vez despierta nuestra desconfianza, no nos arredrará inquirir si tiene mejor fundamento nuestra convicción de que podemos averiguar algo acerca de la realidad exterior mediante el empleo de la observación y el pensamiento dentro del trabajo científico. Nada impedirá que autoricemos la vuelta de la observación sobre nuestro propio ser y el uso del pensamiento para la crítica de él mismo. Aquí se abre una serie de indagaciones cuyos resultados serán, necesariamente, decisivos para el edificio de una «cosmovisión». Vislumbramos también que ese empeño no será vano, y que nuestra suspicacia se justificará al menos en parte. Pero la capacidad del autor no consiente una tarea tan vasta; se ve forzado a circunscribir su trabajo al estudio de una sola de esas ilusiones: la religiosa.
Nuestro contradictor, imperioso, nos da la voz de alto. Nos pide cuentas por nuestro proceder ilícito. Dice:
«Los intereses arqueológicos son loables, por cierto, pero no se emprendería excavación alguna si hubiera de socavar las moradas de los vivos a punto de derrumbarlas y sepultar a los hombres bajo sus escombros. Las doctrinas religiosas no son un tema como cualquier otro, sobre el que se pudiera sutilizar. Nuestra cultura está edificada sobre ellas, la conservación de la sociedad tiene por premisa que la inmensa mayoría de los seres humanos crean en la verdad de tales doctrinas. Si se les enseña que no existe un Dios omnipotente e infinitamente justo, y tampoco un orden divino del mundo ni una vida futura, se sentirán descargados de toda obligación de obediencia a los preceptos culturales. Cada cual, exento de inhibición y de angustia, seguirá sus pulsiones egoístas y asociales, procurará afianzar su poder; así recomenzará el caos que habíamos desterrado mediante un milenario trabajo cultural. Aun cuando uno supiera y pudiera demostrar que la religión no está en posesión de la verdad, debería callar y comportarse como lo pide la filosofía del "como si". ¡Y ello en interés de la conservación de todos! Hay más: prescindiendo de lo peligroso de la empresa, es una crueldad inútil. Incontables seres humanos hallan en las doctrinas de la religión su único consuelo, sólo con su auxilio pueden soportar la vida. Se quiere arrebatarles este apoyo, no teniendo nada mejor para ofrecerles a cambio. Admitido está que la ciencia por ahora no consigue gran cosa, pero aunque estuviera mucho más adelantada no contentaría a los hombres. Es que el ser humano tiene otras necesidades imperativas que nunca podrá satisfacer la fría ciencia, y es harto extraño, y llega al colmo de la inconsecuencia, que un psicólogo que siempre ha

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destacado lo mucho que en la vida de los hombres la inteligencia va a la zaga de la vida pulsional se empeñe ahora en quitarles una preciosa satisfacción de deseo y resarcirlos a cambio con una exquisitez intelectual».¡Son muchas acusaciones de una sola vez! Pero estoy pronto para contradecirlas todas, y además sustentaré la tesis de que la cultura corre mayor peligro aferrándose a su vínculo actual con la religión que desatándolo.
Sólo que no sé muy bien por dónde empezar mi réplica. Quizás asegurando que, por mi parte, considero inofensiva e inocua mi empresa. La sobrestimación del intelecto no se encuentra esta vez de mi lado. Sí los hombres son tales como mi oponente los describe -y no he de contradecirle-, no hay peligro alguno de que un creyente, abrumado por mis puntualizaciones, haya de abandonar su fe. Además, nada he dicho que no enunciaran antes que yo hombres mejores, y de manera mucho más perfecta, competente e impresionante. Son archiconocidos; no los citaré, a fin de que no parezca que pretendo ponerme en un pie de igualdad con ellos. Me he limitado -y es lo único novedoso en mi exposición- a agregar alguna fundamentación psicológica a la crítica de mis predecesores. Es harto improbable que ese complemento, justamente él, produzca el efecto denegado a las críticas anteriores. Es claro que ahora se me podría preguntar para qué escribir tales cosas, si uno está seguro de su ineficacia. Pero sobre eso volveremos más adelante.
El único a quien esta publicación puede perjudicar soy yo mismo. Tendré que oír los más inamistosos reproches de superficialidad, estrechez de miras, falta de idealismo y de comprensión para los supremos intereses de la humanidad. Pero, por un lado, tales imputaciones no son algo nuevo para mí, y, por el otro, si alguien en su mocedad se situó por encima del disgusto de sus contemporáneos, ¿qué puede importarle ahora, cuando está seguro de encontrarse pronto más allá de todo favor o disfavor? En otros tiemp os no ocurría lo mismo; manifestaciones de este tipo le valían a uno la segura abreviación de su existencia terrenal y un buen apresuramiento de la ocasión en que pudiera hacer sus propias experiencias sobre la vida en el más allá. Pero repito que tales épocas han pasado, y hoy escribir sobre estos asuntos es inocuo aun para el autor. A lo sumo, en tal o cual país no se permitirá traducir o difundir su libro. Desde luego, ello ocurrirá justamente en un país que se siente seguro de su elevada cultura. Pero si uno aboga a todo trance en favor de una renuncia al deseo y una aceptación del destino, tiene que poder soportar también estos perjuicios.
Establecido lo anterior, me pregunto si la publícación de este escrito no podría, a pesar de todo, ser dañina para alguien. No, claro está, para una persona, sino para una causa, la del psicoanálisis. No puede desconocerse que es creación mía; se le ha testimoniado harta desconfianza y mala voluntad; y si ahora salgo a la palestra con unas manifestaciones tan disgustantes, habrá quienes estarán sobradamente dispuestos a desplazarse de mi persona al psicoanálisis. Ahora se ve -dirán- adónde lleva el psicoanálisis. La máscara ha caído: a desconocer a Dios y al ideal ético, como siempre lo habíamos sospechado. Para evitar que lo descubriéramos, se nos engatusó con que el psicoanálisis no posee una cosmovisión ni podría crearla (ver nota(15)).
Y en efecto, ese alboroto me resultará desagradable a causa de mis numerosos colaboradores, muchos de los cuales no comparten para nada mi posición frente a los problemas religiosos.
Pero el psicoanálisis ha capeado ya muchas tormentas, y hay que exponerlo también a esta. En realidad, el psicoanálisis es un método de investigación, un instrumento neutral, como lo es, por ejemplo, el cálculo infinitesimal. Sí con ayuda de este último un físico llegara a la conclusión de que trascurrido cierto lapso la Tierra desaparecerá, es evidente que se vacilará en atribuir al cálculo mismo tendencias destructivas y en proscribirlo por ellas. Nada de lo que he dicho aquí sobre el valor de verdad de la religión necesitaba del psicoanálisis, pues fue enunciado por otros mucho antes que él existiera. Y si de la aplicación del método psicoanalítico puede extraerse un nuevo argumento en contra del contenido de verdad de la religión, tant pis para ella, pero los defensores de la religión se servirán con igual derecho del psicoanálisis para apreciar cabalmente el significado afectivo de las doctrinas religiosas.
Retomo mi defensa: es evidente que la religión ha prestado grandes servicios a la cultura humana, y ha contribuido en mucho a domeñar las pulsiones asociales, mas no lo bastante. Durante milenios gobernó a la sociedad humana; tuvo tiempo para demostrar lo que era capaz de conseguir. Si hubiera logrado hacer dichosos a la mayoría de los hombres, consolarlos, reconciliarlos con la vida, convertirlos en sustentadores de la cultura, a nadie se le habría ocurrido aspirar a un cambio de la situación existente. ¿Qué vemos en lugar de ello? Que un número terriblemente grande de seres humanos están descontentos con la cultura y son desdichados en ella, la sienten como un yugo que es preciso sacudirse; que lo esperan todo de una modificación de esa cultura, o llegan tan lejos en su hostilidad a ella que no quieren saber absolutamente nada de cultura ni de limitación de las pulsiones. En este punto se nos objetará que ese estado de cosas se debe justamente a que la religión ha perdido una parte de su influencia sobre las masas, a consecuencia del lamentable efecto de los progresos científicos. Retengamos esta admisión y el fundamento aducido, para usarlo luego en apoyo de nuestros propósitos; pero la objeción misma carece de fuerza.
Es dudoso que en la época del gobierno irrestricto de las doctrinas religiosas los seres humanos fueran, en conjunto, más dichosos que hoy; pero es indudable que no eran más morales. Siempre se arreglaron para convertir los preceptos religiosos en algo extrínseco, haciendo fracasar su propósito. Los sacerdotes, que debían ser los guardianes de la obediencia a la religión, se mostraron complacientes. La bondad de Dios debía parar el golpe de su justicia: se pecaba, luego se ofrendaban sacrificios o un acto de contrición, y ya se estaba libre para pecar de nuevo. La interioridad rusa, acendrada, llegó a la conclusión de que el pecado era indispensable para gozar de todas las bendiciones de la Gracia Divina; en el fondo, sería una obra agradable a Dios. Es manifiesto que los sacerdotes pudieron mantener la sumisión de las masas a la religión sólo a costa de dejar vastísimo espacio a la naturaleza pulsional del ser humano. Lo dicho: sólo Dios es fuerte y bueno, en cambio el hombre es débil y pecador. En todos los tiempos, la inmoralidad no encontró en la religión menos apoyo que la moralidad. Pero entonces, no habiendo obtenido la religión mejores resultados en favor de la felicidad de los seres humanos, de su aptitud para la cultura(16) y de su limitación ética, cabe preguntarse si no sobrestimamos su carácter necesario para la humanidad y sí obramos sabiamente fundando en ella nuestros reclamos culturales.
Reflexiónese sobre la situación presente, cuyos rasgos son inequívocos. Según ya oímos, se admite que la religión no ejerce el mismo influjo que antes sobre los hombres. (Aquí nos referimos a la cultura cristiano-europea.) Ello no se debe a que sus promesas se hayan reducido, sino a que los hombres parecen menos crédulos. Concedamos que la razón de este

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cambio es el fortalecimiento del espíritu científico en los estratos superiores de la sociedad. (Quizá no sea la única.) La crítica ha socavado la fuerza probatoria de los documentos religiosos; la ciencia natural ha pesquisado los errores que contienen, y el estudio comparado ha registrado la llamativa y fatal semejanza entre las representaciones religiosas que nosotros veneramos y las producciones espirituales de pueblos y épocas primitivos.El espíritu científico engendra una actitud determinada frente a las cosas de este mundo; en materia de religión se detiene por un momento, titubea, y por fin atraviesa el umbral también aquí. Este proceso no sabe de detenciones; mientras más accesibles a los seres humanos se vuelven los tesoros de nuestro saber, tanto más se difunde la renegación de la fe religiosa, primero sólo de sus vestiduras anticuadas y chocantes, pero después también de sus premisas fundamentales. Los norteamericanos, que montaron el proceso de los monos en Dayton(17), han demostrado ser los únicos consecuentes. La inevitable transición se consuma en otras partes con medías tintas e insinceridades.
La cultura tiene poco que temer de parte de las personas cultas y los trabajadores intelectuales. La sustitución de los motivos religiosos de conducta cultural por otros, mundanos, se consumaría en ellos silenciosamente; además, son en buena parte sustentadores de cultura. No ocurre lo mismo con la gran masa de los ¡letrados, de los oprimidos, que tienen todas las razones para ser enemigos de la cultura. Todo anda bien mientras no se enteran de que ya no se cree en Dios. Pero indefectiblemente se enterarán, aunque este escrito mío no se publique. Y están preparados para aceptar los resultados del pensar científico sin que se haya producido en ellos el cambio que aquel conlleva en el ser humano. ¿No se corre el peligro de que la hostilidad de las masas hacia la cultura se precipite sobre el punto débil que han discernido en su sojuzgadora? Si uno no tiene permitido matar a su prójimo por la única razón de que el buen Dios lo ha prohibido y cobrará el castigo en esta o en la otra vida, y ahora uno se entera de que no existe el buen Dios, tampoco habrá que temer su punición y uno matará sin reparos; sólo la violencia terrenal podrá disuadirlo de ello. Por lo tanto, será preciso el más severo sofrenamiento de estas masas peligrosas, el más cuidadoso bloqueo de todas las oportunidades que pudieran llevar a su despertar intelectual; o bien el otro extremo de la alternativa: una revisión radical del vínculo entre cultura y religión.
Se creería que la ejecución de esta última propuesta no tropezará con particulares dificultades. Es cierto que se renuncia a algo, pero quizás es más lo que se gana, y se evita un gran peligro. No obstante, la gente se espanta de ello, como si de ese modo se expusiera a la cultura a un peligro todavía mayor. Cuando San Bonifacio derribó el árbol venerado por los sajones, los circunstantes aguardaban un terrible acontecimiento como consecuencia de la impiedad. No ocurrió nada, y los sajones recibieron las aguas del bautismo.
Si la cultura ha establecido el mandamiento de no matar al prójimo a quien se odia, que se interpone en el camino o cuyo patrimonio se apetece, es manifiesto que lo ha hecho en interés de la convivencia humana, la cual de lo contrario sería imposible. En efecto, el asesino se atraería la venganza de los parientes del muerto y la sorda envidia de los demás, que igualmente registrarían una inclinación interna a cometer pareja violencia. Así, no gozaría mucho tiempo de su venganza o de su odio, sino que tendría todas las perspectivas de ser asesinado a su vez. Y aun si mediante una fuerza y una precaución extraordinarias se protegiera de cada uno de sus contrincantes por separado, sucumbiría inevitablemente a una alianza de los más débiles. Pero si no se produjera tal unión, los asesinatos proseguirían sin término, y los seres humanos acabarían eliminándose unos a otros. Sería este, entre individuos, un estado como el que perdura en Córcega entre familias, y en otras partes sólo entre naciones. Ahora bien, el riesgo de muerte, igual para todos, reúne a los hombres en una sociedad que prohibe al individuo el asesinato y se reserva el derecho de matar en común a quien infrinja esa prohibición. Ahí tenemos, pues, justicia y pena.
No compartimos este fundamento acorde a la ratio de la prohibición de matar, sino que aseveramos que Dios lo promulgó. Osamos así colegir sus propósitos, y hallamos que El no quiere que los hombres se eliminen unos a otros. Procediendo de ese modo, es cierto que revestimos la prohibición cultural de una notabilísima solemnidad, pero corremos el riesgo de hacer depender la obediencia a ella de la en Dios. Si retrocedemos ese paso, si dejamos de atribuir nuestra voluntad a Dios y nos conformamos con el fundamento social, es verdad que renunciamos a glorificar la prohibición cultural, pero también la ponemos a salvo de riesgos. Y no es lo único que ganamos: mediante una suerte de difusión o de infección, el carácter de lo sacro, de lo inviolable, diríamos de lo que está «más allá», se extiende de unas pocas prohibiciones importantes a todas las otras normas, leyes y regímenes culturales. Ahora bien, a estos la apariencia de sacralidad les suele sentar muy mal; y no sólo porque se desvalorizan unos a otros, adoptando determinaciones contrapuestas en diversos momentos y lugares, sino porque exhiben, además, todos los signos de la insuficiencia humana. En ellos se discierne fácilmente lo que es sólo producto de una medrosidad miope, exteriorización de mezquinos intereses o consecuencia de unas premisas defectuosas. Y la crítica que no puede ahorrárseles aminora en medida indeseada el respeto por otros reclamos culturales, mejor justificados. Peliaguda tarea sería diferenciar lo que Dios mismo ha demandado y lo que más bien deriva de la autoridad de un parlamento omnímodo o de un alto magistrado; por eso sería una indudable ventaja dejar en paz a Dios y admitir honradamente el origen sólo humano de todas las normas y todos los preceptos de la cultura. Con la pretendida sacralidad desaparecería también el carácter rígido e inmutable de tales mandamientos y leyes. Los hombres podrían comprender que fueron creados no tanto para gobernarlos como para servir a sus intereses; los mirarían de manera más amistosa, y en vez de su abolición se propondrían como meta su mejoramiento. Significaría ello un importante progreso por el camino que lleva a reconciliarse con la presión de la cultura.
Pero en este punto nuestro alegato en favor de fundamentar los preceptos culturales sobre la pura ratio, o sea reconducirlos a una necesidad social, es interrumpido de pronto. Se alza un reparo. Hemos tomado como ejemplo la génesis de la prohibición de matar. ¿Acaso nuestra exposición de ella responde a la verdad histórica{historisch}? Nos tememos que no; parece ser sólo una construcción racionalista. justamente, hemos estudiado con ayuda del psicoanálisis

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esta pieza de la historia real {Geschichte} de la cultura (ver nota(18)) y, apoyados en ese empeño, tenemos que decir que en la realidad efectiva las cosas ocurrieron de otro modo. Aun en el hombre actual, unos motivos puramente racionales pueden poco frente a impulsiones apasionadas; ¡cuánto más impotentes debieron de ser en aquel animal humano de la prehistoria! Quizá sus descendientes carecerían todavía hoy de inhibiciones, se matarían unos a otros, si entre aquellos asesinatos no hubiera habido uno, el del padre primitivo, que convocó una reacción afectiva irresistible, grávida en consecuencias. De esta proviene el mandamiento «No matarás», que en el totemismo se limitaba al sustituto del padre, más tarde se extendió a otros seres y aún hoy sigue teniendo excepciones.Ahora bien, de acuerdo con unas tesis que no necesito repetir aquí, aquel padre primordial fue la imagen primordial {Urbild} de Dios, su modelo {Modell},siguiendo el cual generaciones posteriores formaron {bilden} la figura de Dios. Por lo tanto, la figuración religiosa acierta; Dios participó efectivamente en la génesis de aquella prohibición, fue su influjo y no la intelección de la necesidad social el que la creó. Y el desplazamiento de la voluntad humana a Dios está por completo justificado; los hombres sabían, en efecto, que habían eliminado al padre mediante la violencia, y en la reacción frente a su impiedad se propusieron respetar en lo sucesivo su voluntad. Entonces, la doctrina religiosa nos comunica la verdad histórica {historisch}, sin duda con cierta transformación y vestidura; nuestra figuración acorde a la ratio, en cambio, la desmiente.
Ahora caemos en la cuenta de que el tesoro de las representaciones religiosas no contiene sólo cumplimientos de deseo, sino sustantivas reminiscencias históricas {historisch}. Y esta acción conjugada de pasado y futuro, ¡qué infinito poder no prestará a la religión! Pero acaso vislumbramos ya, con ayuda de una analogía, una intelección diferente. No es bueno trasladar los conceptos muy lejos del suelo en que crecieron, pero estamos obligados a expresar la concordancia. Acerca de los niños, sabemos que no pueden recorrer bien su camino de desarrollo hacia la cultura sin pasar por una fase de neurosis, ora más nítida, ora menos. Esto se debe a que el niño no puede sofocar, mediante un trabajo intelectual acorde a la ratio, considerable número de sus exigencias pulsionales inválidas para su vida posterior, sino que debe domeñarlas mediante actos de represión tras los cuales se encuentra, por regla general, un motivo de angustia. La mayoría de estas neurosis de la infancia se superan espontáneamente en el curso del crecimiento; en particular, las neurosis obsesivas de la niñez tienen ese destino. En cuanto a las restantes, el tratamiento psicoanalítico deberá desarraigarlas en una época posterior. De manera en un todo parecida, cabría suponer que la humanidad en su conjunto, en el curso de su secular desarrollo, cayó en estados análogos a las neurosis(19), y sin duda por las mismas razones: porque en las épocas de su ignorancia y su endeblez intelectual, las renuncias de lo pulsional indispensables para la convivencia humana sólo podían obtenerse a través de unas fuerzas puramente afectivas. Y luego quedaron por largo tiempo adheridas a la cultura las sedimentaciones de esos procesos, parecidos a una represión, acaecidos en la prehistoria. La religión sería la neurosis obsesiva humana universal; como la del niño, provendría del complejo de Edipo, del vínculo con el padre. Y de acuerdo con esta concepción cabría prever que, por el carácter inevitable y fatal de todo proceso de crecimiento, el extrañamiento respecto de la religión debe consumarse, y que ahora, justamente, nos encontraríamos en medio de esa fase de desarrollo.
Por consiguiente, nuestra conducta debería inspirarse en el modelo de un pedagogo comprensivo que no procura contrariar una neoformación inminente, sino propiciarla y amortiguar la violencia de su estallido. Es cierto que la esencia de la religión no se agota con esta analogía. Si por una parte ofrece limitaciones obsesivas como sólo las conlleva una neurosis obsesiva individual, por la otra contiene un sistema de ilusiones de deseo con desmentida(20) de la realidad efectiva, tal como únicamente la hallamos, aislada, en una amentia(21), en una confusión alucinatoria beatífica. Estas no son más que comparaciones mediante las cuales nos empeñamos en comprender el fenómeno social; la psicología individual no nos proporciona nada que sea su cabal correspondiente.
Repetidas veces ha sido señalado (por mí mismo, y en particular por T. Reik(22)) cuán en detalle puede perseguirse la analogía de la religión con una neurosis obsesiva, y cuántas peculiaridades y destinos de la formación religiosa pueden comprenderse por este camino. Armoniza muy bien con esto el hecho de que el creyente esté protegido en alto grado del peligro de contraer ciertas neurosis; la aceptación de la neurosis universal lo dispensa de la tarea de plasmar una neurosis personal (ver nota(23)).
Haber discernido el valor histórico {historisch} de ciertas doctrinas religiosas acrecienta nuestro respeto hacia ellas, pero no invalida nuestra propuesta de retirarlas de su papel de motivación de los preceptos culturales. ¡Al contrario! Con ayuda de estos restos históricos {historisch}, hemos llegado a concebir las enseñanzas religiosas como unos relictos neuróticos y ahora tenemos derecho a decir que probablemente sea ya tiempo de sustituir, como se hace en el tratamiento analítico del neurótico, los resultados de la represión por los del trabajo intelectual acorde a la ratio. Es previsible -pero difícilmente lamentable- que una recomposición de esta índole no se detenga en la renuncia a la glorificación solemne de los preceptos culturales, sino que su revisión general habrá de tener por consecuencia la cancelación de muchos. La tarea que enfrentamos, de reconciliar a los seres humanos con la cultura, se solucionará en vasta medida por ese camino. Y que no nos pese la renuncia a la verdad histórica a cambio de la motivación racional de los preceptos culturales. Las verdades contenidas en las doctrinas religiosas se encuentran tan desfiguradas y sistemáticamente disfrazadas que la masa de los seres humanos no pueden discernirlas en su carácter de verdades. Un caso parecido es aquel en que se cuenta al niño que la cigüeña trae a los bebés. También ahí decimos la verdad en un disfraz simbólico, pues sabemos lo que significa el gran pájaro. Pero el niño no lo sabe, aprehende sólo la parte desfigurada; luego se considera engañado, y ya sabemos cuán a menudo su desconfianza hacia los adultos y su porfía se ligan justamente a esa impresión. Hemos llegado a la conclusión de que es mejor abstenerse de comunicar tales disfraces simbólicos de la verdad y no denegar al niño el conocimiento de los hechos reales, adecuándolos a su nivel intelectual (ver nota(24)).
IX
« Usted se permite contradicciones muy difícilmente conciliables entre sí. Primero afirma que

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un escrito como el suyo es por entero inocuo. Nadie se dejará arrebatar sus creencias religiosas por unas elucidaciones de esa índole. Pero sin duda el propósito de usted es perturbar esas creencias, como se vió después. Puede preguntarse, entonces: ¿Por qué las publica realmente? En otro lugar usted admite que puede volverse peligroso, y aun en alto grado, que alguien se entere de que ya no se cree en Dios. Ese alguien fue hasta ese momento obediente, y ahora se niega por completo a obedecer los preceptos culturales. Toda la argumentación de usted según la cual la motivación religiosa de los mandamientos de la cultura significa un peligro para ella se basa en el supuesto de que el creyente pueda ser convertido en un incrédulo, y ello por cierto constituye una total contradicción.
»Otra contradicción se presenta cuando usted por una parte admite que el ser humano no puede ser guiado por la inteligencia, puesto que es gobernado por sus pasiones y exigencias pulsionales, pero por la otra propone sustituir las bases afectivas de su obediencia a la cultura por unas bases acordes a la ratio. Que lo entienda quien pueda. A mí me parece que debe sostenerse o una cosa o la otra.
»Y además: ¿No ha aprendido usted nada de la historia? Un intento parecido de relevar a la religión por la razón ya se hizo una vez, oficialmente y en gran estilo. ¿No recuerda usted a la Revolución Francesa y a Robespierre? Pero acuérdese también de lo efímero del experimento y su lamentable fracaso. Ahora se lo repite en Rusia, ni falta hace saber cómo terminará. ¿No cree usted que tenemos derecho a suponer que el hombre no puede prescindir de la religión?
»Usted mismo ha dicho que la religión es algo más que una neurosis obsesiva. Pero de este, su otro aspecto, no se ocupó. Le ha bastado desarrollar la analogía con la neurosis. De una neurosis, es preciso liberar a los seres humanos. Y a usted no le preocupa todo lo demás que se pierda con ello».
Es probable que la apariencia de que incurro en contradicciones se haya generado por tratar demasiado rápidamente cosas complicadas. Algo podemos reparar. Sigo aseverando que mi escrito es por completo inocuo en un sentido. Ningún creyente se dejará extraviar en su fe por estos o parecidos argumentos. Un creyente siempre tiene determinadas ligazones tiernas con los contenidos de la religión. Hay, es cierto, muchísimos otros que no son piadosos en el mismo sentido. Obedecen a los preceptos culturales porque los amedrentan las amenazas de la religión, y temen a esta mientras se ven precisados a considerarla un fragmento de la realidad que los limita. Son estos los que se desenfrenan tan pronto como pueden resignar la creencia en su valor de realidad, pero tampoco en este caso los argumentos ejercerán influencia alguna. Dejan de temer a la religión cuando notan que otros no la temen; y es acerca de ellos que afirmé que se enterarían de la ruina del influjo religioso aunque no publicara yo mi escrito.
Ahora bien, creo que usted mismo atribuye más valor a la otra contradicción que me reprocha. Los seres humanos son muy poco accesibles a los argumentos racionales, están totalmente gobernados por sus deseos pulsionales. ¿Por qué se les quitaría entonces una satisfacción pulsional, pretendiendo sustituirla por unos argumentos racionales? Es cierto que los seres humanos son así, pero, ¿se ha preguntado usted si tienen que ser así, si su naturaleza más íntima los fuerza a ello? ¿Podría el antropólogo indicar el índice craneano de un pueblo que tiene la costumbre de deformar desde temprano la cabeza de sus niños mediante bandeletas? Repare usted en el turbador contraste entre la radiante inteligencia de un niño sano y la endeblez de pensamiento del adulto promedio. ¿Acaso sería imposible que la educación religiosa tuviera buena parte de la culpa por esta mutilación relativa? Opino que pasaría mucho tiempo antes que un niño no influído empezara a forjarse ideas sobre Dios y cosas situadas más allá de este mundo. Quizá después esas ideas siguieran los mismos caminos que recorrieron en sus antepasados primordiales; pero no se aguarda a que se cumpla ese desarrollo, se le aportan las doctrinas religiosas en una época en que ni le interesan ni tiene todavía la capacidad para aprehender conceptualmente su alcance. Dilación del desarrollo sexual y apresuramiento del influjo religioso: he ahí los dos puntos capitales en el programa de la pedagogía actual, ¿no es verdad? Así, cuando el pensamiento del niño despierta luego, ya las doctrinas religiosas se han vuelto inatacables. ¿Cree usted muy conducente para consolidar la función del pensamiento cerrarle un ámbito tan sustantivo mediante la amenaza de los castigos del infierno? No necesitamos asombrarnos mucho por la endeblez intelectual de alguien que fue llevado a admitir sin crítica todos los absurdos que las doctrinas religiosas le instilaron, y hasta a pasar por alto las contradicciones que ellas ofrecían. Y bien; no tenemos otro medio para gobernar nuestra pulsionalidad que nuestra inteligencia. ¿De qué manera confiamos en que alcanzarán el ideal psicológico, el primado de la inteligencia, personas que están bajo el imperio de la prohibición de pensar? Como usted sabe, se dice y se repite que las mujeres en general sufren la llamada «imbecilidad fisiológica(25)», es decir, tienen menor inteligencia que el varón. El hecho mismo es discutible, su explicación es incierta, pero he aquí un argumento que indicaría la naturaleza secundaria de esta mutilación intelectual: las mujeres están sujetas a la temprana prohibición de dirigir su pensamiento a lo que más les habría interesado, a saber, los problemas de la vida sexual. Puesto que desde muy temprana edad pesan sobre el ser humano, además de la inhibición de pensar el tema sexual, la inhibición religiosa y, derivada de esta, la de la lealtad política(26), de hecho nos resulta imposible decir cómo es él realmente.Pero mitigaré mí ardor y admitiré la posibilidad de que también yo persiga una ilusión. Acaso el efecto de la prohibición religiosa de pensar no sea tan grave como yo lo supongo, acaso se demuestre que la naturaleza humana permanece idéntica aunque no se abuse de la educación para el sometimiento religioso. Yo no lo sé, y tampoco usted puede saberlo. No sólo los grandes problemas de esta vida parecen insolubles por ahora; también muchas cuestiones menores son de difícil decisión. Pero concédame que en este punto se justifica una esperanza para el futuro, que quizás haya ahí por desentrañar un tesoro susceptible de enriquecer a la cultura, que merece la pena emprender el intento de una educación irreligiosa. Si resulta insatisfactorio, estoy dispuesto a abandonar la reforma y volver al juicio primero, puramente descriptivo: el hombre es un ser de inteligencia débil, gobernado por sus deseos pulsionales.
En otro punto coincido con usted, sin reservas. Es sin duda un disparatado comienzo pretender suprimir la religión violentamente y de un golpe. Sobre todo porque no ofrece perspectivas de éxito. El creyente no dejará que lo arranquen de su fe ni por medio de argumentos, ni de prohibiciones. Y sí se lo lograra en el caso de algunos, sería una crueldad.
Quien durante decenios ha tomado somníferos, no podrá dormir, desde luego, si le son quitados. En cuanto a la licitud de igualar el efecto de los consuelos religiosos a los de un narcótico, cierto proceso que se desarrolla en Estados Unidos lo ilustra bellamente. En ese país se pretende ahora quitar a los hombres -sin duda bajo el influjo del gobierno de las mujeres-todos los medios de estímulo, de embriaguez y de goce, saturándolos, como resarcimiento, del

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temor de Dios. Tampoco en el caso de este experimento hace falta saber cuál será el desenlace (ver nota(27)).
Por eso lo contradigo a usted cuando prosigue diciendo que el hombre no puede en absoluto prescindir del consuelo de la ilusión religiosa, pues sin ella no soportaría las penas de la vida, la realidad cruel. Por cierto que no podría el hombre a quien usted ha instilado desde la infancia el dulce -o agridulce- veneno. Pero, ¿y el otro, el criado en la sobriedad? Quizá quien no padece de neurosis tampoco necesita de intoxicación alguna para aturdirse. Evidentemente, el hombre se encontrará así en una difícil situación: tendrá que confesarse su total desvalimiento, su nimiedad dentro de la fábrica del universo; dejará de ser el centro de la creación, el objeto de los tiernos cuidados de una Providencia bondadosa. Se hallará en la misma situación que el niño que ha abandonado la casa paterna, en la que reinaba tanta calidez y bienestar. Pero, ¿no es verdad que el infantilismo está destinado a ser superado? El hombre no puede permanecer enteramente niño; a la postre tiene que lanzarse fuera, a la «vida hostil». Puede llamarse a esto «educación para la realidad»; ¿necesito revelarle, todavía, que el único propósito de mi escrito es llamar la atención sobre la necesidad de este progreso?
Usted teme, probablemente, que no soporte la dura prueba. Bien; al menos déjenos la esperanza. Ya es algo saber que uno tiene que contar con sus propias fuerzas; entonces se aprende a usarlas correctamente. Y además, el hombre no está desprovisto de todo socorro; su ciencia le ha enseñado mucho desde los tiempos del Diluvio, y seguirá aumentando su poder. En cuanto a las grandes fatalidades del destino, contra las cuales nada se puede hacer, aprenderá a soportarlas con resignación. ¿De qué le valdría el espejismo de ser dueño de una gran propiedad agraria en la Luna, de cuyos frutos nadie ha visto nada aún? Como campesino honrado, sabrá trabajar su parcela en esta tierra para nutrirse. Perdiendo sus esperanzas en el más allá, y concentrando en la vida terrenal todas las fuerzas así liberadas, logrará, probablemente, que la vida se vuelva soportable para todos y la cultura no sofoque a nadie más. Entonces, sin lamentarse, podrá decir junto con uno de nuestros compañeros de incredulidad:
«Dejemos los cielos a ángeles y gorriones».
(Ver nota(28))
«Eso suena grandioso. ¡Una humanidad que ha renunciado a todas las ilusiones y así se ha vuelto capaz de procurarse una vida soportable sobre la Tierra! Pero yo no puedo compartir sus expectativas. Mas no por ser un obstinado reaccionario, como acaso usted me juzga. No; por prudencia reflexiva. Creo que ahora hemos trocado los papeles; usted se muestra como el visionario que se deja arrebatar por ilusiones, y yo defiendo la causa de la razón, el derecho al escepticismo. Lo que usted ha presentado paréceme edificado sobre errores que, siguiendo su mismo proceder, me es lícito llamar ilusiones, porque dejan traslucir sobradamente el influjo de sus deseos. Usted pone su esperanza en que generaciones que no hayan experimentado en su primera infancia el influjo de las doctrinas religiosas habrán de alcanzar con facilidad el anhelado primado de la inteligencia sobre la vida pulsional. Es sin duda una ilusión; la naturaleza humana difícilmente cambiará en este punto decisivo. Si no yerro -sabemos tan poco sobre otras culturas-, hoy mismo existen pueblos que no se crían bajo la presión de un sistema religioso, a pesar de lo cual no se acercan más que otros al ideal de usted. Si pretende eliminar la religión de nuestra cultura europea, sólo podrá conseguirlo mediante otro sistema de doctrinas, que, desde el comienzo mismo, cobraría todos los caracteres psicológicos de la religión, su misma sacralidad, rigidez, intolerancia, y que para preservarse dictaría la misma prohibición de pensar. Usted no puede prescindir de algo así para cumplir con los requisitos de la educación. Ahora bien, a esta no puede usted renunciar. El camino que va del lactante al hombre de cultura es ancho; demasiadas criaturas se extraviarían en él y no madurarían para cumplir con las tareas que les depara la vida si se las abandonara, sin guía, a su propio desarrollo. Y las doctrinas que se emplearan en su educación seguirían poniendo barreras al pensar de sus años más maduros, exactamente lo que usted reprocha hoy a la religión. ¿No se percata de que es un imborrable defecto congénito de nuestra cultura, de toda cultura, imponer al niño apasionado y de corto entendimiento unas decisiones que sólo puede justificar la inteligencia ya madura del adulto? Sin embargo, es imposible evitarlo, puesto que el desarrollo secular de la humanidad tiene que comprimirse en un par de años de la niñez, y sólo unos poderes afectivos pueden mover al niño a dominar las tareas que se le plantean. He ahí, por tanto, las perspectivas de su "primado del intelecto".»No se asombre usted si me pronuncio en favor de mantener el sistema doctrinal de la religión como base de la educación y de la convivencia humana. Es un problema práctico, no una cuestión relativa al valor de realidad. Puesto que en el interés de conservar nuestra cultura no podemos aguardar para influir sobre el individuo hasta que esté maduro para ella -muchos no lo estarían nunca-, nos vemos precisados a imponer a la criatura en crecimiento algún sistema de doctrinas destinado a obrar sobre esta como una premisa sustraída a la crítica; y el sistema religioso me parece con mucho el más apto para ello, desde luego, justamente por su virtud consoladora y cumplidora de deseo, en que usted ha discernido la "ilusión". Teniendo en cuenta lo dificultoso que es discernir algo real, y aun la duda acerca de si nos es posible hacerlo, no olvidemos que también las necesidades humanas son una parcela de la realidad, y por cierto una parcela importante, que nos toca particularmente.
»Hallo otra ventaja de la doctrina religiosa en una de las peculiaridades de esta que parece repugnarle especialmente a usted. Permite una purificación y sublimación notables, en que puede eliminarse la mayor parte de lo que lleva en sí la huella del pensar primitivo e infantil. Lo que resta es un puñado de ideas que la ciencia ya no contradice y tampoco puede refutar. Estas trasformaciones de la doctrina religiosa, que usted ha condenado como medías tintas y compromisos, hacen posible salvar el abismo entre las masas incultas y el pensador filosófico, conservan la comunidad entre ellos, comunidad tan importante para la seguridad de la cultura. Y así no es de temer que el hombre de pueblo se entere de que los estratos superiores de la sociedad "ya no creen en Dios". Considero haber demostrado, entonces, que el empeño de usted se reduce al intento de sustituir una ilusión probada y rebosante de valor afectivo por otra

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no probada e indiferente».No me hallará usted inaccesible a su crítica. Sé cuán difícil es evitar ilusiones; acaso también las esperanzas que yo profeso sean de naturaleza ilusoria. Pero insisto en una diferencia. Mis ilusiones -prescindiendo de que el hecho de discrepar con ellas no importa castigo alguno- no son incorregibles, como las religiosas, no poseen el carácter delirante. Si la experiencia llegara a enseñar -no a mí, sino a otros que vengan después y piensen como yo- que nos hemos equivocado, renunciaremos a nuestras expec tativas. Es que usted debe tomar mi intento como lo que es. Al formular juicios sobre el desarrollo de la humanidad, un psicólogo que no se llama a engaño sobre lo difícil que resulta arreglárselas en este mundo tratará de hacerlo de acuerdo con la partícula de intelección que ha obtenido mediante el estudio de los procesos anímicos que se operan en el individuo en el curso de su desarrollo de niño a adulto. Así se le impone la concepción de que la religión es comparable a una neurosis de la infancia, y es lo bastante optimista para suponer que la humanidad superará esa fase neurótica como tantos niños dejan atrás, con el crecimiento, su parecida neurosis. Es posible que estas intelecciones tomadas de la psicología individual sean insuficientes, injustificado trasferirlas al género humano, infundado el optimismo; le concedo a usted todas esas incertidumbres. Pero es cosa corriente que uno no pueda abstenerse de decir lo que piensa, de lo cual se disculpa no atribuyéndole más valor que el que posee.
Y en segundo lugar: Advierta usted la diferencia entre su conducta y la mía frente a la ilusión. Usted se ve obligado a defender con todas sus fuerzas la ilusión religiosa; si ella pierde valor -y está, en verdad, bastante amenazada-, el mundo de usted se arruina, no le resta más que desesperar de todo, de la cultura y del futuro de la humanidad. Libre estoy, libres estamos nosotros de esa fragilidad. Como estamos dispuestos a renunciar a buena parte de nuestros deseos infantiles, podemos soportar que algunas de nuestras expectativas demuestren ser ilusiones.
Aún quiero demorarme en otros dos puntos. En primer lugar, la debilidad de mi posición no significa un refuerzo para la suya. Opino que defiende usted una causa perdida. No importa cuán a menudo insistamos, y con derecho, en que el intelecto humano es impotente en comparación con la vida pulsional. Hay algo notable en esa endeblez; la voz del intelecto es leve, mas no descansa hasta ser escuchada. Y al final lo consigue, tras incontables, repetidos rechazos. Este es uno de los pocos puntos en que es lícito ser optimista respecto del futuro de la humanidad, pero en sí no vale poco. Y aun pueden sumársele otras esperanzas. El primado del intelecto se sitúa por cierto en épocas futuras muy, pero muy distantes, aunque quizá no infinitamente remotas. Y como es posible que se proponga las mismas metas cuya realización espera usted de su Dios a la medida humana, desde luego, hasta donde lo permita la realidad exterior, el amor entre los seres humanos y la limitación del padecimiento, tenemos derecho a decir que nuestro enfrentamiento es sólo provisional, no es inconciliable. Nosotros esperamos lo mismo, pero usted es más impaciente, más exigente y -¿por qué no decirlo?- más egoísta que yo y que los míos. Usted pretende que la bienaventuranza empiece en seguida tras la muerte, le pide lo imposible y no quiere resignar la demanda de la persona individual. Nuestro Dios Aogoz(29) realizará de esos deseos lo que la naturaleza fuera de nosotros nos consienta, pero muy paso a paso, sólo en un futuro impredecible y para nuevas criaturas humanas. No nos promete una recompensa para nosotros, que penamos duramente en la vida. En el camino hacia ese lejano futuro tenemos que dejar de lado las doctrinas religiosas de usted, no importa si fracasan los primeros intentos, no importa si resultan insostenibles las primeras formaciones sustitutivas. Usted sabe por qué: a la larga nada puede oponerse a la razón y a la experiencia, y la contradicción en que la religión se encuentra con ambas es demasiado palpable. Tampoco las ideas religiosas purificadas podrán sustraerse de ese destino mientras pretendan salvar algo del contenido consolador de la religión. Es cierto que si se limitan a afirmar la existencia de un ser espiritual supremo, cuyas propiedades son indefinibles y cuyos propósitos son indiscernibles, estarán a salvo del veto de la ciencia, pero sin duda las abandonará el interés de los hombres.
o es restringida por otra ley de la que sólo se tomó conocimiento luego; una aproximación grosera a la verdad es sustituida por una que se le adecua mejor, la cual a su vez aguarda un ulterior perfeccionamiento. En diversos ámbitos no se ha superado todavía una fase de la investigación en que se ensayan hipótesis que pronto deberán desestimarse por insuficientes; en otros, empero, hay ya un núcleo de conocimiento cierto y casi in. modificable. Por último, se ha intentado desvalorizar radicalmente el empeño científico mediante la consideración de que, atado a las condiciones de nuestra propia organización, no puede ofrecer nada más que resultados subjetivos, en tanto le es inasequible la naturaleza efectivamente real de las cosas exteriores a nosotros. Así se omiten algunos factores que son decisivos para la concepción del trabajo científico: que nuestra organización, vale decir, nuestro aparato anímico se ha desarrollado justamente en el empeño por escudriñar el mundo exterior, y por tanto tiene que haber realizado en su estructura alguna adecuación al fin; que él mismo es un componente de ese mundo que debemos explorar, y sin duda alguna consiente tal explotación; que la tarea de la ciencia queda bien circunscrita si la limitamos a mostrar cómo el mundo tiene que aparecérsenos a consecuencia de la especificidad de nuestra organización; que los resultados finales de la ciencia, justamente a causa del modo de su adquisición, no están condicionados

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sólo por nuestra organización, sino por aquello que ha producido efectos sobre esta; y, por último, que el problema de la constitución que el mundo tendría prescindiendo de nuestro aparato anímico percipiente es una abstracción vacía, carente de interés práctico.
No; nuestra ciencia no es una ilusión. Sí lo sería creer que podríamos obtener de otra parte lo que ella no puede darnos.

Das Unbehagen in der Kultur
Introducción(30)
Uno no puede apartar de sí la impresión de que los seres humanos suelen aplicar falsos raseros; poder, éxito y riqueza es lo que pretenden para sí y lo que admiran en otros, menospreciando los verdaderos valores de la vida. Mas en un juicio universal de esa índole, uno corre el peligro de olvidar la variedad del mundo humano y de su vida anímica. En efecto, hay hombres a quienes no les es denegada la veneración de sus contemporáneos, a pesar de que su grandeza descansa en cualidades y logros totalmente ajenos a las metas e ideales de la multitud. Se tendería enseguida a suponer que sólo una minoría reconoce a esos grandes hombres, en tanto la gran mayoría no quiere saber nada de ellos. Pero no se puede salir del paso tan fácilmente; es que están de por medio los desacuerdos entre el pensar y el obrar de los seres humanos, así como el acuerdo múltiple de sus mociones de deseo.Uno de estos hombres eminentes me otorga el título de amigo en sus cartas. Yo le envié mi opúsculo que trata a la religión como una ilusión(31), y él respondió que compartía en un todo mi juicio acerca de la religión, pero lamentaba que yo no hubiera apreciado la fuente genuina de la religiosidad. Es -me decía- un sentimiento particular, que a él mismo no suele abandonarlo nunca, que le ha sido confirmado por muchos otros y se cree autorizado a suponerlo en millones de seres humanos. Un sentimiento que preferiría llamar sensación de «eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites, sin barreras, por así decir «oceánico». Este sentimiento -proseguía- es un hecho puramente subjetivo, no un artículo de fe; de él no emana ninguna promesa de pervivencia personal, pero es la fuente de la energía religiosa que las diversas iglesias y sistemas de religión captan, orientan por determinados canales y, sin duda, también agotan. Sólo sobre la base de ese sentimiento oceánico es lícito llamarse religioso, aun cuando uno desautorice toda fe y toda ilusión.
Esta manifestación de mi venerado amigo, que además ha hecho una ofrenda poética al ensalmo de esa ilusión (ver nota(32)), me deparó no pocas dificultades. Yo no puedo descubrir en mi mismo ese sentimiento «oceánico». No es cómodo elaborar sentimientos en el crisol de la ciencia. Puede intentarse describir sus indicios fisiológicos. Donde esto no da resultado -me temo que el sentimiento oceánico habrá de hurtarse de semejante caracterización-, no queda otro recurso que atenerse al contenido de representación que mejor se aparee asociativamente con tal sentimiento. Si he entendido bien a mi amigo, él quiere decir lo mismo que un original y muy excéntrico literato brinda como consuelo a su héroe frente a la muerte libremente elegida: «De este mundo no podemos caernos(33)». O sea, un sentimiento de la atadura indisoluble, de la copertenencia con el todo del mundo exterior. Me inclinaría a afirmar que para mí ese sentimiento tiene más bien el carácter de una visión intelectual, no despojada por cierto de un tono afectivo, pero de la índole que tampoco falta en otros actos de pensamiento de parecido alcance. En mi persona no he podido convencerme de la naturaleza primaria de un sentimiento semejante; mas no por ello tengo derecho a impugnar su efectiva presencia en otros.Sólo cabe preguntar si se lo ha interpretado rectamente y si se lo debe admitir como «fons et origo» de todos los afanes religiosos.
Nada que pudiera influir concluyentemente en la solución de este problema tengo para alegar. La idea de que el ser humano recibiría una noción de su nexo con el mundo circundante a través de un sentimiento inmediato dirigido ahí desde el comienzo mismo suena tan extraña, se entrama tan mal en el tejido de nuestra psicología, que parece justificada una derivación psicoanalítica, o sea genética, de un sentimiento como ese. Entonces, acude a nosotros la siguiente ilación de pensamiento: Normalmente no tenemos más certeza que el sentimiento de nuestro sí-mismo, de nuestro yo propio (ver nota(34)). Este yo nos aparece autónomo, unitario, bien deslindado de todo lo otro. Que esta apariencia es un engaño, que el yo más bien se continúa hacia adentro, sin frontera tajante, en un ser anímico inconciente que designamos «ello» y al que sirve, por así decir, como fachada: he ahí lo que nos ha enseñado -fue la primera

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en esto la investigación psicoanalítica, que todavía nos debe muchos esclarecimientos sobre el nexo del yo con el ello. Pero hacia afuera, al menos, parece el yo afirmar unas fronteras claras y netas. Sólo no es así en un estado, extraordinario por cierto, pero al que no puede tildarse de enfermizo. En la cima del enamoramiento amenazan desvanecerse los límites entre el yo y el objeto. Contrariando todos los testimonios de los sentidos, el enamorado asevera que yo y tú son uno, y está dispuesto a comportarse como si así fuera (ver nota(35)). Lo que puede ser cancelado de modo pasajero por una función fisiológica, naturalmente tiene que poder ser perturbado también por procesos patológicos. La patología nos da a conocer gran número de estados en que el deslinde del yo respecto del mundo exterior se vuelve incierto, o en que los límites se trazan de manera efectivamente incorrecta; casos en que partes de nuestro cuerpo propio, y aun fragmentos de nuestra propia vida anímica -percepciones, pensamientos, sentimientos-, nos aparecen como ajenos y no pertenecientes al yo, y otros casos aún, en que se atribuye al mundo exterior lo que manifiestamente se ha generado dentro del yo y debiera ser reconocido por él. Por tanto, también el sentimiento yoico está expuesto a perturbaciones, y los límites del yo no son fijos.Una reflexión ulterior nos dice: Este sentimiento yoico del adulto no puede haber sido así desde el comienzo. Por fuerza habrá recorrido un desarrollo que, desde luego, no puede demostrarse, pero sí construirse con bastante probabilidad (ver nota(36)). El lactante no separa todavía su yo de un mundo exterior como fuente de las sensaciones que le afluyen. Aprende a hacerlo poco a poco, sobre la base de incitaciones diversas (ver nota(37)). Tiene que causarle la más intensa impresión el hecho de que muchas de las fuentes de excitación en que más tarde discernirá a sus órganos corporales pueden enviarle sensaciones en todo momento, mientras que otras -y entre ellas la más anhelada: el pecho materno- se le sustraen temporariamente y sólo consigue recuperarlas berreando en reclamo de asistencia. De este modo se contrapone por primera vez al yo un «objeto» como algo que se encuentra «afuera» y sólo mediante una acción particular es esforzado a aparecer. Una posterior impulsión a desasir el yo de la masa de sensaciones, vale decir, a reconocer un «afuera», un mundo exterior, es la que proporcionan las frecuentes, múltiples e inevitables sensaciones de dolor y displacer, que el principio de placer, amo irrestricto, ordena cancelar y evitar. Nace la tendencia a segregar del yo todo lo que pueda devenir fuente de un tal displacer, a arrojarlo hacia afuera, a formar un puro yo-placer, al que se contrapone un ahí-afuera ajeno, amenazador. Es imposible que la experiencia deje de rectificar los límites de este primitivo yo-placer. Mucho de lo que no se querría resignar, porque dispensa placer, no es, empero, yo, sino objeto; y mucho de lo martirizador que se pretendería arrojar de sí demuestra ser no obstante inseparable del yo, en tanto es de origen interno. Así se aprende un procedimiento que, mediante una guía intencional de la actividad de los sentidos y una apropiada acción muscular, permite distinguir lo interno -lo perteneciente al yo- y lo externo -lo que proviene de un mundo exterior-. Con ello se da el primer paso para instaurar el principio de realidad, destinado a gobernar el desarrollo posterior (ver nota(38)). Este distingo sirve, naturalmente, al propósito práctico de defenderse de las sensaciones displacenteras registradas, y de las que amenazan. El hecho de que el yo, para defenderse de ciertas excitaciones displacenteras provenientes de su interior, no aplique otros métodos que aquellos de que se vale contra un displacer de origen externo, será luego el punto de partida de sustanciales perturbaciones patológicas.
De tal modo, pues, el yo se desase del mundo exterior. Mejor dicho: originariamente el yo lo contiene todo; más tarde segrega de sí un mundo exterior. Por tanto, nuestro sentimiento yoico de hoy es sólo un comprimido resto de un sentimiento más abarcador -que lo abrazaba todo, en verdad-, que correspondía a una atadura más íntima del yo con el mundo circundante. Si nos es lícito suponer que ese sentimiento yoico primario se ha conservado, en mayor o menor medida,
en la vida anímica de muchos seres humanos, acompañaría, a modo de un correspondiente, al sentimiento yoico de la madurez, más estrecho y de más nítido deslinde. Si tal fuera, los contenidos de representación adecuados a él serían, justamente, los de la ¡limitación y la atadura con el Todo, esos mismos con que mi amigo ilustra el sentimiento «oceánico». Ahora bien, ¿tenemos derecho a suponer la supervivencia de lo originario junto a lo posterior, devenido desde él?
Sin duda ninguna; un hecho así no es extraño al ámbito anímico ni a otros. Respecto de la escala animal, mantenemos el supuesto de que las especies de desarrollo superior provienen de las inferiores. Y a pesar de ello, todavía hoy hallamos entre los seres vivos a todas las formas simples. El género de los grandes saurios se ha extinguido, dejando su sitio a los mamíferos; pero un genuino representante de ese género, el cocodrilo, vive todavía con nosotros. Acaso esta analogía sea demasiado remota, y aun fallida por la circunstancia de que las especies inferiores supérstites no son, las más de las veces, los antepasados genuinos de las actuales, más evolucionadas. Por regla general los eslabones intermedios se han extinguido, y sólo por reconstrucción los conocemos. En cambio, en el ámbito del alma es frecuente la conservación de lo primitivo junto a lo que ha nacido de él por trasformación; y tanto es así que huelga demostrarlo con ejemplos. Ese hecho es casi siempre consecuencia de una escisión del desarrollo. Una porción cuantitativa de una actitud, de una moción pulsional, se ha conservado inmutada, mientras que otra ha experimentado el ulterior desarrollo.
Con esto tocamos el problema, más general, de la conservación en el interior de lo psíquico. Apenas si ha sido elaborado(39), pero es tan atrayente y sustantivo que tenemos derecho a dispensarle un instante de atención aunque nuestro tema no nos dé motivo suficiente para ello. Desde que hemos superado el error de creer que el olvido, habitual en nosotros, implica una destrucción de la huella mnémica, vale decir su aniquilamiento, nos inclinamos a suponer lo opuesto, a saber, que en la vida anímica no puede sepultarse nada de lo que una vez se formó, que todo se conserva de algún modo y puede ser traído a la luz de nuevo en circunstancias apropiadas, por ejemplo en virtud de una regresión de suficiente alcance. Intentemos aclararnos el contenido de este supuesto mediante una comparación tomada de otro ámbito. Escojamos, a modo de ejemplo, el desarrollo de la Ciudad Eterna (ver nota(40)). Los historiadores nos enseñan que la Roma más antigua fue la Roma Quadrata, un recinto cercado sobre el Palatino. A ello siguió la fase del Septimontium, reunión de los poblados sobre las colinas; después, la ciudad circunscrita por la muralla de Servio Tulio, y más tarde, luego de todas las trasformaciones del período republicano y de los primeros tiempos del Imperio, la ciudad que el emperador Aureliano rodeó con sus murallas. No prosigamos con esas mudanzas, y preguntémonos qué hallaría aún de esos primeros estadios, en la Roma actual, un visitante a quien imaginamos provisto de los conocimientos históricos y topográficos más completos. Verá la muralla aureliana casi intacta, salvo en algunos trechos. En ciertos lugares encontrará, exhumados, tramos de la muralla de Servio. Si supiera lo bastante -más que la arqueología de hoy-, acaso podría delinearla en el plano de la ciudad, e indicar la traza de la Roma Cuadrada. De los edificios que otrora poblaron esos antiguos recintos no hallará nada, o restos apenas, pues ya no existen. Lo máximo que podría procurarle el conocimiento óptimo de la Roma republicana sería que supiera señalar los lugares donde se levantaban los templos y edificios

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públicos de entonces. Lo que ahora ocupa esos sitios son ruinas, pero no de ellos mismos, sino de sus renovaciones, más recientes, erigidas tras su incendio o destrucción. Ni hace falta decir que todos esos relictos de la antigua Roma aparecen como unas afloraciones dispersas en la maraña de la gran ciudad de los últimos siglos a contar desde el Renacimiento, si bien es cierto que mucho de lo antiguo está enterrado todavía en su suelo o bajo sus modernos edificios. Este es el tipo de conservación del pasado que hallamos en lugares históricos como Roma.Adoptemos ahora el supuesto fantástico de que Roma no sea morada de seres humanos, sino un ser psíquico cuyo pasado fuera igualmente extenso y rico, un ser en que no se hubiera sepultado nada de lo que una vez se produjo, en que junto a la última fase evolutiva pervivieran todas las anteriores. Para Roma, esto implicaría que sobre el Palatino se levantarían todavía los palacios imperiales y el Septizonium de Septimio Severo seguiría coronando las viejas alturas; que el castillo de Sant Angelo aún mostraría en sus almenas las bellas estatuas que lo adornaron hasta la invasión de los godos, etc. Pero todavía más: en el sitio donde se halla el Palazzo Caffarelli seguiría encontrándose, sin que hiciera falta remover ese edificio, el templo de Júpiter capitolino; y aun este, no sólo en su última forma, como lo vieron los romanos del Imperio, sino al mismo tiempo en sus diseños más antiguos, cuando presentaba aspecto etrusco y lo adornaban antefijas de arcilla. Donde ahora está el Coliseo podríamos admirar también la desaparecida domus aurea, de Nerón; en la plaza del Panteón no sólo hallaríamos el Panteón actual, como nos lo ha legado Adriano, sino, en el mismísimo sitio, el edificio originario de M. Agripa; y un mismo suelo soportaría a la iglesia María sopra Minerva y a los antiguos templos sobre los cuales está edificada. Y para producir una u otra de esas visiones, acaso bastaría con que el observador variara la dirección de su mirada o su perspectiva.
Es evidente que no tiene sentido seguir urdiendo esta fantasía; nos lleva a lo irrepresentable, y aun a lo absurdo. Si queremos figurarnos espacialmente la sucesión histórica, sólo lo conseguiremos por medio de una contigüidad en el espacio; un mismo espacio no puede llenarse doblemente. Nuestro intento parece ser un juego ocioso; su única justificación es que nos muestra cuán lejos estamos de dominar las peculiaridades de la vida anímica mediante una figuración intuible.
Además, nos resta pronunciarnos sobre una objeción. Hela aquí: ¿Por qué hemos escogido justamente el pasado de una ciudad para compararlo con el pasado del alma? También en el caso de la vida anímica -se nos dirá- el supuesto de la conservación de todo lo pasado vale únicamente a condición de que el órgano de la psique haya permanecido intacto, que su tejido no se haya deteriorado por obra de traumas o inflamaciones. Ahora bien, en la historia de ninguna ciudad echamos de menos influjos destructores equiparables a esas causas de enfermedad, y ello aunque hayan tenido un pasado menos turbulento que el de Roma; aunque, como a Londres, apenas las visitara nunca el enemigo. El desarrollo de una ciudad, incluso el más pacífico, incluye demoliciones y sustituciones de edificios; en fin, la ciudad sería por principio inapta para compararla con un organismo anímico.
Concedemos la objeción; renunciando, entonces, al sugerente efecto de contraste que pudiéramos obtener, nos volvemos a un objeto de comparación siempre más afín, como lo es el cuerpo animal o humano. Pero también aquí nos topamos con lo mismo. Las fases anteriores del desarrollo no se han conservado en ningún sentido; han desembocado en las posteriores, a las que sirvieron de material. El embrión no es registrable en el adulto; la glándula del timo, que el niño poseía, es sustituida tras la pubertad por un tejido conjuntivo, pero ella misma ya no está presente; en los huesos largos del hombre adulto es posible dibujar el contorno del hueso infantil, pero, como tal, este ha desaparecido, tras estirarse y espesarse hasta alcanzar su forma definitiva. Así llegamos a este resultado: semejante conservación de todos los estadios anteriores junto a la forma última sólo es posible en lo anímico, y no estamos en condiciones de obtener una imagen intuible de ese hecho.
Quizás hemos ido demasiado lejos en este supuesto. Quizá debimos conformarnos con aseverar que lo pasado puede persistir conservado en la vida anímica, que nonecesariamente se destruirá. Es posible, desde luego, que también en lo psíquico mucho de lo antiguo -como norma o por excepción- sea eliminado o consumido a punto tal que ningún proceso sea ya capaz de restablecerlo y reanimarlo, o que la conservación, en general, dependa de ciertas condiciones favorables. Es posible, pero nada sabemos sobre ello. Lo que sí tenemos derecho a sostener es que la conservación del pasado en la vida anímica es más bien la regla que no una rara excepción.
Estando ya tan enteramente dispuestos a admitir que en muchos seres humanos existe un sentimiento «oceánico», e inclinados a reconducirlo a una fase temprana del sentimiento yoico, se nos plantea una pregunta más: ¿Qué título tiene este sentimiento para ser considerado como la fuente de las necesidades religiosas?
No lo creo un título indiscutible. Es que un sentimiento sólo puede ser una fuente de energía si él mismo constituye la expresión de una intensa necesidad. Y en cuanto a las necesidades religiosas, me parece irrefutable que derivan del desvalimiento infantil y de la añoranza del padre que aquel despierta, tanto más sí se piensa que este último sentimiento no se prolonga en forma simple desde la vida infantil, sino que es conservado duraderamente por la angustia frente al hiperpoder del destino. No se podría indicar en la infancia una necesidad de fuerza equivalente a la de recibir protección del padre. De este modo, el papel del sentimiento oceánico, que -cabe conjeturar- aspiraría a restablecer el narcisismo irrestricto, es esforzado a salirse del primer plano. Con claros perfiles, sólo hasta el sentimiento del desvalimiento infantil uno puede rastrear el origen de la actitud religiosa. Acaso detrás se esconda todavía algo, mas por ahora lo envuelve la niebla.
Me quiere parecer que el sentimiento oceánico ha entrado con posterioridad en relaciones con la religión. Este ser-Uno con el Todo, que es el contenido de pensamiento que le corresponde, se nos presenta como un primer intento de consuelo religioso, como otro camino para desconocer el peligro que el yo discierne amenazándole desde el mundo exterior. Vuelvo a confesar que me resulta muy fatigoso trabajar con estas magnitudes apenas abarcables. Otro de mis amigos, a quien un insaciable afán de saber ha esforzado a realizar los experimentos más insólitos, terminando por convertirlo en un sabelotodo, me asegura que en las prácticas yogas, por medio de un extrañamiento respecto del mundo exterior, de una atadura de la atención a funciones corporales, de modos particulares de respiración, uno puede despertar en sí nuevas sensaciones y sentimientos de universalidad que él pretende concebir como unas regresiones a estados arcaicos, ha mucho tiempo recubiertos por otros, de la vida anímica. Ve en ellas un fundamento por así decir fisiológico de muchas sabidurías de la mística. Aquí se ofrecerían sugerentes nexos con muchas modificaciones oscuras de la vida anímica, como el

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trance y el éxtasis. Sólo que a mí algo me esfuerza a exclamar, con las palabras del buzo de Schiller:«Que se llene de gozo quien respire aquí, en la sonrosada luz».
(Ver nota(41))
En El porvenir de una ilusión (1927c) no traté tanto de las fuentes más profundas del sentimiento religioso como de lo que el hombre común entiende por su religión: el sistema de doctrinas y promesas que por un lado le esclarece con envidiable exhaustividad los enigmas de este mundo, y por otro le asegura que una cuidadosa Providencia vela por su vida y resarcirá todas las frustraciones padecidas en el más acá. El hombre común no puede representarse esta Providencia sino en la persona de un Padre de grandiosa envergadura. Sólo un Padre así puede conocer las necesidades de la criatura, enternecerse con sus súplicas, aplacarse ante los signos de su arrepentimiento. Todo esto es tan evidentemente infantil, tan ajeno a toda realidad efectiva, que quien profese un credo humanista se dolerá pensando en que la gran mayoría de los mortales nunca podrán elevarse por encima de esa concepción de la vida. Y abochorna aún más comprobar cuántos de nuestros contemporáneos, aunque ya han inteligido lo insostenible de esa religión, se empeñan en defenderla palmo a palmo en una lamentable retirada. Uno querría mezclarse entre los creyentes para arrojar a la cara de los filósofos que creen salvar al Dios de la religión sustituyéndolo por un principio impersonal, vagarosamente abstracto, esta admonición: «¡No mencionarás el Santo Nombre de Dios en vano! ». Pues si algunos de los más excelsos espíritus del pasado hicieron lo mismo, no es lícito invocar su ejemplo: sabemos por qué se vieron obligados a ello.
Volvamos entonces al hombre común y a su religión, la única que debe llevar ese nombre. Lo primero que nos sale al paso es la famosa afirmación de uno de nuestros más grandes literatos y sabios, que se pronuncia sobre el vínculo de la religión con el arte y la ciencia. Dice:
«Quien posee ciencia y arte, tiene también religión; y quien no posee aquellos dos, ¡pues que tenga religión!».
(Ver nota(42))
Por un lado, esta sentencia opone la religión a las dos realizaciones supremas del ser humano; por el otro, asevera que son compatibles o sustituibles entre sí en cuanto a su valor vital. De modo que si queremos impugnarle al hombre común [que no posee ciencia ni arte] su religión, es evidente que la autoridad del poeta no está de nuestra parte. Ensayemos un cierto camino para aproximarnos a una apreciación de su enunciado. La vida, como nos es impuesta, resulta gravosa: nos trae hartos dolores, desengaños, tareas insolubles. Para soportarla, no podemos prescindir de calmantes. («Eso no anda sin construcciones auxiliares», nos ha dicho Theodor Fontane(43) .) Los hay, quizá, de tres clases: poderosas distracciones, que nos hagan valuar en poco nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas, que la reduzcan, y sustancias embriagadoras que nos vuelvan insensibles a ellas. Algo de este tipo es indispensable(44). A las distracciones apunta Voltaire cuando, en suCándido, deja resonando el consejo de cultivar cada cual su jardín; una tal distracción es también la actividad científica. Las satisfacciones sustitutivas, como las que ofrece el arte, son ilusiones respecto de la realidad, mas no por ello menos efectivas psíquicamente, merced al papel que la fantasía se ha conquistado en la vida anímica. Las sustancias embriagadoras influyen sobre nuestro cuerpo, alteran su quimismo. No es sencillo indicar el puesto de la religión dentro de esta serie. Tendremos que proseguir nuestra busca.
Innumerables veces se ha planteado la pregunta por el fin de la vida humana; todavía no ha hallado una respuesta satisfactoria, y quizá ni siquiera la consienta. Entre quienes la buscaban, muchos han agregado: Si resultara que la vida no tiene fin alguno, perdería su valor. Pero esta amenaza no modifica nada. Parece, más bien, que se tiene derecho a desautorizar la pregunta misma. Su premisa parece ser esa arrogancia humana de que conocemos ya tantísimas manifestaciones. Respecto de la vida de los animales, ni se habla de un fin, a menos que su destinación consista en servir al hombre. Lástima que tampoco esto último sea sostenible, pues son muchos los animales con que el hombre no sabe qué hacer -como no sea describirlos, clasificarlos y estudiarlos-, y aun incontables especies escaparon a este uso, pues vivieron y se extinguieron antes que el hombre estuviera ahí para verlas. También aquí, sólo la religión sabe responder a la pregunta por el fin de la vida. Difícilmente se errará si se juzga que la idea misma de un fin de la vida depende por completo del sistema de la religión.
Por eso pasaremos a una pregunta menos pretenciosa: ¿Qué es lo que los seres humanos mismos dejan discernir, por su conducta, como fin y propósito de su vida? ¿Qué es lo que exigen de ella, lo que en ella quieren alcanzar? No es difícil acertar con la respuesta: quieren alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla. Esta aspiración tiene dos costados, una meta positiva y una negativa: por una parte, quieren la ausencia de dolor y de displacer; por la otra, vivenciar intensos sentimientos de placer. En su estricto sentido literal, «dicha» se refiere sólo a lo segundo. En armonía con esta bipartición de las metas, la actividad de los seres humanos se despliega siguiendo dos direcciones, según que busque realizar, de manera predominante o aun exclusiva, una u otra de aquellas.
Es simplemente, como bien se nota, el programa del principio de placer el que fija su fin a la vida. Este principio gobierna la operación del aparato anímico desde el comienzo mismo; sobre su carácter acorde a fines no caben dudas, no obstante lo cual su programa entra en querella

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con el mundo entero, con el macrocosmos tanto como con el microcosmos. Es absolutamente irrealizable, las disposiciones del Todo -sin excepción- lo contrarían; se diría que el propósito de que el hombre sea «dichoso» no está contenido en el plan de la «Creación». Lo que en sentido estricto se llama «felicidad» corresponde a la satisfacción más bien repentina de necesidades retenidas, con alto grado de estasis, y por su propia naturaleza sólo es posible como un fenómeno episódico. Si una situación anhelada por el principio de placer perdura, en ningún caso se obtiene más que un sentimiento de ligero bienestar; estamos organizados de tal modo que sólo podemos gozar con intensidad el contraste, y muy poco el estado (ver nota(45)). Ya nuestra constitución, pues, limita nuestras posibilidades de dicha. Mucho menos difícil es que lleguemos a experimentar desdicha. Desde tres lados amenaza el sufrimiento; desde el cuerpo propio, que, destinado a la ruina y la disolución, no puede prescindir del dolor y la angustia como señales de alarma; desde el mundo exterior, que puede abatir sus furias sobre nosotros con fuerzas hiperpotentes, despiadadas, destructoras; por fin, desde los vínculos con otros seres humanos. Al padecer que viene de esta fuente lo sentimos tal vez más doloroso que a cualquier otro; nos inclinamos a verlo como un suplemento en cierto modo superfluo, aunque acaso no sea menos inevitable ni obra de un destino menos fatal que el padecer de otro origen.No es asombroso, entonces, que bajo la presión de estas posibilidades de sufrimiento los seres humanos suelan atemperar sus exigencias de dicha, tal como el propio principio de placer se trasformó, bajo el influjo del mundo exterior, en el principio de realidad, más modesto; no es asombroso que se consideren dichosos si escaparon a la desdicha, si salieron indemnes del sufrimiento, ni tampoco que dondequiera, universalmente, la tarea de evitar este relegue a un segundo plano la de la ganancia de placer. La reflexión enseña que uno puede ensayar resolver esta tarea por muy diversos caminos; todos han sido recomendados por las diversas escuelas de sabiduría de la vida, y fueron también emprendidos por los seres humanos. Una satisfacción irrestricta de todas las necesidades quiere ser admitida como la regla de vida más tentadora, pero ello significa anteponer el goce a la precaución, lo cual tras breve ejercicio recibe su castigo. Los otros métodos, aquellos cuyo principal propósito es la evitación de displacer, se diferencian según la fuente do este último a que dediquen mayor atención. Hay ahí procedimientos extremos y procedimientos atemperados; los hay unilaterales, y otros que atacan de manera simultánea en varios frentes. Una soledad buscada, mantenerse alejado de los otros, es la protección más inmediata que uno puede procurarse contra las penas que depare la sociedad de los hombres. Bien se comprende: la dicha que puede alcanzarse por este camino es la del sosiego. Del temido mundo exterior no es posible protegerse excepto extrañándose de él de algún modo, si es que uno quiere solucionar por sí solo esta tarea. Hay por cierto otro camino, un camino mejor: como miembro de la comunidad, y con ayuda de la técnica guiada por la ciencia, pasar a la ofensiva contra la naturaleza y someterla a la voluntad del hombre. Entonces se trabaja con todos para la dicha de todos. Empero, los métodos más interesantes de precaver el sufrimiento son los que procuran influir sobre el propio organismo. Es que al fin todo sufrimiento es sólo sensación, no subsiste sino mientras lo sentimos, y sólo lo sentimos a consecuencia de ciertos dispositivos de nuestro organismo.
El método más tosco, pero también el más eficaz, para obtener ese influjo es el químico: la intoxicación. No creo que nadie haya penetrado su mecanismo, pero el hecho es que existen sustancias extrañas al cuerpo cuya presencia en la sangre y los tejidos nos procura sensaciones directamente placenteras, pero a la vez alteran de tal modo las condiciones de nuestra vida sensitiva que nos vuelven incapaces de recibir mociones de displacer. Ambos efectos no sólo son simultáneos; parecen ir estrechamente enlazados entre sí. Pero también dentro de nuestro quimismo propio deben de existir sustancias que provoquen parecidos efectos, pues conocemos al menos un estado patológico, el de la manía, en que se produce esa conducta como de alguien embriagado sin que se haya introducido el tóxico embriagador. Además, nuestra vida anímica normal presenta oscilaciones que van de una mayor a una menor dificultad en el desprendimiento de placer, paralelamente a las cuales sobreviene una receptividad reducida o aumentada para el displacer. Es muy de lamentar que este aspecto tóxico de los procesos anímicos haya escapado hasta ahora a la investigación científica. Lo que se consigue mediante las sustancias embriagadoras en la lucha por la felicidad y por el alejamiento de la miseria es apreciado como un bien tan grande que individuos y aun pueblos enteros les han asignado una posición fija en su economía libidinal. No sólo se les debe la ganancia inmediata de placer, sino una cuota de independencia, ardientemente anhelada, respecto del mundo exterior. Bien se sabe que con ayuda de los «quitapenas» es posible sustraerse en cualquier momento de la presión de la realidad y refugiarse en un mundo propio, que ofrece mejores condiciones de sensación. Es notorio que esa propiedad de los medios embriagadores determina justamente su carácter peligroso y dañino. En ciertas circunstancias, son culpables de la inútil dilapidación de grandes montos de energía que podrían haberse aplicado a mejorar la suerte de los seres humanos.
Ahora bien, el complejo edificio de nuestro aparato anímico permite toda una serie de modos de influjo, además del mencionado. Así como satisfacción pulsional equivale a dicha, así también es causa de grave sufrimiento cuando el mundo exterior nos deja en la indigencia, cuando nos rehusa la saciedad de nuestras necesidades. Por tanto, interviniendo sobre estas mociones pulsionales uno puede esperar liberarse de una parte del sufrimiento. Este modo de defensa frente al padecer ya no injiere en el aparato de la sensación; busca enseñorearse de las fuentes internas de las necesidades. De manera extrema, es lo que ocurre cuando se matan las pulsiones, como enseña la sabiduría oriental y lo practica el yoga. Si se lo consigue, entonces se ha resignado toda otra actividad (se ha sacrificado la vida), para recuperar, por otro camino, sólo la dicha del sosiego. Con metas más moderadas, es la misma vía que se sigue cuando uno se limita a proponerse el gobierno sobre la propia vida pulsional. Las que entonces gobiernan son las instancias psíquicas más elevadas, que se han sometido al principio de realidad. Así, en modo alguno se ha resignado el propósito de la satisfacción; no obstante, se alcanza cierta protección del sufrimiento por el hecho de que la insatisfacción de las pulsiones sometidas no se sentirá tan dolorosa como la de las no inhibidas. Pero a cambio de ello, es innegable que sobreviene una reducción de las posibilidades de goce. El sentimiento de dicha provocado por la satisfacción de una pulsión silvestre, no domeñada por el yo, es incomparablemente más intenso que el obtenido a raíz de la saciedad de una pulsión enfrenada. Aquí encuentra una explicación económica el carácter incoercible de los impulsos perversos, y acaso también el atractivo de lo prohibido como tal.
Otra técnica para la defensa contra el sufrimiento se vale de los desplazamientos libidinales que nuestro aparato anímico consiente, y por los cuales su función gana tanto en flexibilidad. He aquí la tarea a resolver: es preciso trasladar las metas pulsionales de tal suerte que no puedan ser alcanzadas por la denegación del mundo exterior. Para ello, la sublimación de las pulsiones presta su auxilio. Se lo consigue sobre todo cuando uno se las arregla para elevar suficientemente la ganancia de placer que proviene de las fuentes de un trabajo psíquico e

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intelectual. Pero el destino puede mostrarse adverso. Satisfacciones como la alegría del artista en el acto de crear, de corporizar los productos de su fantasía, o como la que procura al investigador la solución de problemas y el conocimiento de la verdad, poseen una cualidad particular que, por cierto, algún día podremos caracterizar metapsicológicamente. Por ahora sólo podemos decir, figuralmente, que nos aparecen «más finas y superiores», pero su intensidad está amortiguada por comparación a la que produce saciar mociones pulsionales más groseras, primarias; no conmueven nuestra corporeidad. Ahora bien, los puntos débiles de este método residen en que no es de aplicación universal, pues sólo es asequible para pocos seres humanos. Presupone particulares disposiciones y dotes, no muy frecuentes en el grado requerido. Y ni siquiera a esos pocos puede garantizarles una protección perfecta contra el sufrimiento; no les procura una coraza impenetrable para los dardos del destino y suele fallar cuando la fuente del padecer es el cuerpo propio (ver nota(46)).Sí ya en el procedimiento anterior era nítido el propósito de independizarse del mundo exterior, pues uno buscaba sus satisfacciones en procesos internos, psíquicos, esos mismos rasgos cobran todavía mayor realce en el que sigue. En él se afloja aún más el nexo con la realidad; la satisfacción se obtiene con ilusiones admitidas como tales, pero sin que esta divergencia suya respecto de la realidad efectiva arruine el goce. El ámbito del que provienen estas ilusiones es el de la vida de la fantasía; en su tiempo, cuando se consumó el desarrollo del sentido de la realidad, ella fue sustraída expresamente de las exigencias del examen de realidad y quedó destinada al cumplimiento de deseos de difícil realización. Cimero entre estas satisfacciones de la fantasía está el goce de obras de arte, accesible, por mediación del artista, aun para quienes no son creadores (ver nota(47)). Las personas sensibles al influjo del arte nunca lo estimarán demasiado como fuente de placer y consuelo en la vida. Empero, la débil narcosis que el arte nos causa no puede producir más que una sustracción pasajera de los apremios de la vida; no es lo bastante intensa para hacer olvidar una miseria objetiva {real}.
Hay otro procedimiento más enérgico y radical. Discierne el único enemigo en la realidad, que
es la fuente de todo padecer y con la que no se puede convivir; por eso es preciso romper todo vínculo con ella, si es que uno quiere ser dichoso en algún sentido. El eremita vuelve la espalda a este mundo, no quiere saber nada con él. Pero es posible hacer algo más: pretender recrearlo, edificar en su remplazo otro donde sus rasgos más insoportables se hayan eliminado y sustituido en el sentido de los deseos propios. Por regla general, no conseguirá nada quien emprenda este camino hacía la dicha en sublevación desesperada; la realidad efectiva es demasiado fuerte para él. Se convierte en un delirante que casi nunca halla quien lo ayude a ejecutar su delirio. Empero, se afirmará que cada uno de nosotros se comporta en algún punto como el paranoico, corrige algún aspecto insoportable del mundo por una formación de deseo e introduce este delirio en lo objetivo {die Realitat}. Particular significatividad reclama el caso en que un número mayor de seres humanos emprenden en común el intento de crearse un seguro de dicha y de protección contra el sufrimiento por medio de una trasformación delirante de la realidad efectiva. No podemos menos que caracterizar como unos tales delirios de masas a las religiones de la humanidad. Quien comparte el delirio, naturalmente, nunca lo discierne como tal.
No creo que sea exhaustivo este recuento de los métodos mediante los cuales los seres humanos se empeñan en obtener la felicidad y mantener alejado el sufrimiento. Sé, además, que el material admitiría otros ordenamientos. Todavía no he mencionado uno de esos métodos, no por haberlo olvidado, sino porque nos ocupará en otro contexto. ¡Y cómo se podría olvidar justamente esta técnica del arte de vivir! Se distingue por la más asombrosa reunión de rasgos característicos. Desde luego, también aspira a independizarnos del «destino» -es el mejor nombre que podemos darle- y, con tal propósito, sitúa la satisfacción en procesos anímicos internos; para ello se vale de la ya mencionada desplazabilidad de la libido, pero no se extraña del mundo exterior, sino que, al contrario, se aferra a sus objetos y obtiene la dicha a partir de un vínculo de sentimiento con ellos. Tampoco se da por contento con la meta de evitar displacer, fruto por así decir de un resignado cansancio; más bien no hace caso de esa meta y se atiene a la aspiración originaria, apasionada, hacia un cumplimiento positivo de la dicha. Y quizá se le aproxime efectivamente más que cualquier otro método. Me estoy refiriendo, desde luego, a aquella orientación de la vida que sitúa al amor en el punto central, que espera toda satisfacción del hecho de amar y ser-amado. Una actitud psíquica de esta índole está al alcance de todos nosotros; una de las formas de manifestación del amor, el amor sexual, nos ha procurado la experiencia más intensa de sensación placentera avasalladora, dándonos así el arquetipo para nuestra aspiración a la dicha. Nada más natural que obstinarnos en buscar la dicha por el mismo camino siguiendo el cual una vez la hallamos. El lado débil de esta técnica de vida es manifiesto; si no fuera por él, a ningún ser humano se le habría ocurrido cambiar por otro este camino hacia la dicha. Nunca estamos menos protegidos contra las cuitas que cuando amamos; nunca más desdichados y desvalidos que cuando hemos perdido al objeto amado o a su amor. Pero la técnica de vida fundada en el valor de felicidad del amor no se agota con esto: queda aún mucho por decir.
Aquí puede situarse el interesante caso en que la felicidad en la vida se busca sobre todo en el goce de la belleza, dondequiera que ella se muestre a nuestros sentidos y a nuestro juicio: la belleza de formas y gestos humanos, de objetos naturales y paisajes, de creaciones artísticas y aun científicas. Esta actitud estética hacia la meta vital ofrece escasa protección contra la posibilidad de sufrir, pero puede resarcir de muchas cosas. ¡El goce de la belleza se acompaña de una sensación particular, de suave efecto embriagador. Por ninguna parte se advierte la utilidad de la belleza; tampoco se alcanza a inteligir su necesidad cultural, a pesar de lo cual la cultura no podría prescindir de ella. La ciencia de la estética indaga las condiciones bajo las cuales se siente lo bello; no ha podido brindar esclarecimiento alguno acerca de la naturaleza y origen de la belleza; como es habitual, la ausencia de resultados se encubre mediante un gasto de palabras altisonantes y de magro contenido. Por desdicha, también el psicoanálisis sabe decir poquísimo sobre la belleza. Al parecer, lo único seguro es que deriva del ámbito de la sensibilidad sexual; sería un ejemplo arquetípico de una moción de meta inhibida. La «belleza» y el «encanto»(48) son originariamente propiedades del objeto sexual. Digno de notarse es que los genitales mismos, cuya visión tiene siempre efecto excitador, casi nunca se aprecian como bellos; en cambio, el carácter de la belleza parece adherir a ciertos rasgos sexuales secundarios.
A pesar del carácter no exhaustivo [del recuento], me atrevo a exponer ya algunas puntualizaciones como cierre de nuestra indagación. El programa que nos impone el principio de placer, el de ser felices, es irrealizable; empero, no es lícito -más bien: no es posible-resignar los empeños por acercarse de algún modo a su cumplimiento. Para esto pueden emprenderse muy diversos caminos, anteponer el contenido positivo de la meta, la ganancia de placer, o su contenido negativo, la evitación de displacer. Por ninguno de ellos podemos alcanzar todo lo que anhelamos. Discernir la dicha posible en ese sentido moderado es un

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problema de la economía libidinal del individuo. Sobre este punto no existe consejo válido para todos; cada quien tiene que ensayar por sí mismo la manera en que puede alcanzar la bienaventuranza(49). Los más diversos factores intervendrán para indicarle el camino de su opción. Lo que interesa es cuánta satisfacción real pueda esperar del mundo exterior y la medida en que sea movido a independizarse de él; en último análisis, por cierto, la fuerza con que él mismo crea contar para modificarlo según sus deseos. Ya en esto, además de las circunstancias externas, pasará a ser decisiva la constitución psíquica del individuo. Si es predominantemente erótico, antepondrá los vínculos de sentimiento con otras personas; si tiende a la autosuficiencia narcisista, buscará las satisfacciones sustanciales en sus procesos anímicos internos; el hombre de acción no se apartará del mundo exterior, que le ofrece la posibilidad de probar su fuerza (ver nota(50)). En el caso de quien tenga una posición intermedia entre estos tipos, la índole de sus dotes y la medida de sublimación de pulsiones que pueda efectuar determinarán dónde haya de situar sus intereses. Toda decisión extrema será castigada, exponiéndose el individuo a los peligros que conlleva la insuficiencia de la técnica de vida elegida con exclusividad. Así como el comerciante precavido evita invertir todo su capital en un solo lugar, podría decirse que la sabiduría de la vida aconseja no esperar toda satisfacción de una aspiración única. El éxito nunca es seguro; depende de la coincidencia de muchos factores, y quizás en grado eminente de la capacidad de la constitución psíquica para adecuar su función al medio circundante y aprovecharlo para la ganancia de placer. Quien nazca con una constitución pulsional particularmente desfavorable y no haya pasado de manera regular por la trasformación y reordenamiento de sus componentes libidinales, indispensables para su posterior productividad, encontrará arduo obtener felicidad de su situación exterior, sobre todo si se enfrenta a tareas algo difíciles. Como última técnica de vida, que le promete al menos satisfacciones sustitutivas, se le ofrece el refugio en la neurosis, refugio que en la mayoría de los casos consuma ya en la juventud. Quien en una época posterior de su vida vea fracasados sus empeños por obtener la dicha, hallará consuelo en la ganancia de placer de la intoxicación crónica, o emprenderá el desesperado intento de rebelión de la psicosis (vernota(51)).La religión perjudica este juego de elección y adaptación imponiendo a todos por igual su camino para conseguir dicha y protegerse del sufrimiento. Su técnica consiste en deprimir el valor de la vida y en desfigurar de manera delirante la imagen del mundo real, lo cual presupone el amedrentamiento de la inteligencia. A este precio, mediante la violenta fijación a un infantilismo psíquico y la inserción en un delirio de masas, la religión consigue ahorrar a muchos seres humanos la neurosis individual. Pero difícilmente obtenga algo más; según dijimos, son muchos los caminos que pueden llevar a la felicidad tal como es asequible al hombre, pero ninguno que lo guíe con seguridad hasta ella. Tampoco la religión puede mantener su promesa. Cuando a la postre el creyente se ve precisado a hablar de los «inescrutables designios» de Dios, no hace sino confesar que no le ha quedado otra posibilidad de consuelo ni fuente de placer en el padecimiento que la sumisión incondicional. Y toda vez que está dispuesto a ella, habría podido ahorrarse, verosímilmente, aquel rodeo.
Hasta ahora, nuestra indagación sobre la felicidad no nos ha enseñado mucho que no sea consabido. La perspectiva de averiguar algo nuevo no parece muy grande ni aun si la continuáramos preguntando por qué es tan difícil para los seres humanos conseguir la dicha. Ya dimos la respuesta cuando señalamos las tres fuentes de que proviene nuestro penar: la hiperpotencia de la naturaleza, la fragilidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres en la familia, el Estado y la sociedad. Respecto de las dos primeras, nuestro juicio no puede vacilar mucho; nos vemos constreñidos a reconocer estas fuentes de sufrimiento y a declararlas inevitables. Nunca dominaremos completamente la naturaleza; nuestro organismo, él mismo parte de ella, será siempre una forma perecedera, limitada en su adaptación y operación. Pero este conocimiento no tiene un efecto paralizante; al contrario, indica el camino a nuestra actividad. Es cierto que no podemos suprimir todo padecimiento, pero sí mucho de él, y mitigar otra parte; una experiencia milenaria nos convence de esto. Diversa es nuestra conducta frente a la tercera fuente de sufrimiento, la social. Lisa y llanamente nos negamos a admitirla, no podemos entender la razón por la cual las normas que nosotros mismos hemos creado no habrían más bien de protegernos y beneficiarnos a todos. En verdad, si reparamos en lo mal que conseguimos prevenir las penas de este origen, nace la sospecha de que también tras esto podría esconderse un bloque de la naturaleza invencible; esta vez, de nuestra propia complexión psíquica.
Cuando nos ponemos a considerar esta posibilidad, tropezamos con una aseveración tan asombrosa que nos detendremos en ella. Enuncia que gran parte de la culpa por nuestra miseria la tiene lo que se llama nuestra cultura; seríamos mucho más felices si la resignáramos y volviéramos a encontrarnos en condiciones primitivas. Digo que es asombrosa porque, comoquiera que se defina el concepto de cultura, es indudable que todo aquello con lo cual intentamos protegernos de la amenaza que acecha desde las fuentes del sufrimiento pertenece, justamente, a esa misma cultura.
¿Por qué camino han llegado tantos seres humanos a este punto de vista de asombrosa hostilidad a la cultura? (ver nota(52)). Opino que un descontento profundo y de larga data con el respectivo estado de la cultura abonó el terreno sobre el cual se levantó después, a raíz de ciertas circunstancias históricas, un juicio condenatorio. Creo discernir la última y la anteúltima de estas ocasiones; no soy lo suficientemente sabio para remontar su encadenamiento en la historia todo lo que sería menester: ya en el triunfo del cristianismo sobre las religiones paganas tiene que haber intervenido un factor así, de hostilidad a la cultura; lo sugiere la desvalorización de la vida terrenal, consumada por la doctrina cristiana. El anteúltimo de los mencionados ocasionamientos se presentó cuando a medida que progresaban los viajes de descubrimiento se entró en contacto con pueblos y etnias primitivos. A raíz de una observación insuficiente y un malentendido en la concepción de sus usos y costumbres, los europeos creyeron que llevaban una vida dichosa, con pocas necesidades, simple, una vida inasequible a los visitantes, de superior cultura. La experiencia posterior ha corregido muchos juicios de esta índole; en numerosos casos, la existencia de cierto grado de vida más fácil, que en verdad se debía a la generosidad de la naturaleza y a la comodidad en la satisfacción de las grandes necesidades, se había atribuido por error a la ausencia de exigencias culturales enmarañadas. En cuanto al último ocasionamiento, es particularmente familiar para nosotros; sobrevino cuando se dilucidó

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el mecanismo de las neurosis, que amenazan con enterrar el poquito de felicidad del hombre culto. Se descubrió que el ser humano se vuelve neurótico porque no puede soportar la medida de frustración que la sociedad le impone en aras de sus ideales culturales, y de ahí se concluyó que suprimir esas exigencias o disminuirlas en mucho significaría un regreso a posibilidades de dicha.A esto se suma un factor de desengaño. En el curso de las últimas generaciones, los seres humanos han hecho extraordinarios progresos en las ciencias naturales y su aplicación técnica, consolidando su gobierno sobre la naturaleza en una medida antes inimaginable. Los detalles de estos progresos son notorios; huelga pasarles revista. Los hombres están orgullosos de estos logros, y tienen derecho a ello. Pero creen haber notado que esta recién conquistada disposición sobre el espacio y el tiempo, este sometimiento de las fuerzas naturales, no promueve el cumplimiento de una milenaria añoranza, la de elevar la medida de satisfacción placentera que esperan de la vida; sienten que no los han hecho más felices. Ahora bien: de esta comprobación debería inferirse, simplemente, que el poder sobre la naturaleza no es la única condición de la felicidad humana, como tampoco es la única meta de los afanes de cultura, y no extraer la conclusión de que los progresos técnicos tienen un valor nulo para nuestra economía de felicidad. En efecto, objetaríamos: ¿Acaso no significa una ganancia positiva de placer, un indiscutible aumento en el sentimiento de felicidad, el hecho de que yo, tantas veces como se me ocurra hacerlo, pueda escuchar la voz de un hijo que vive a cientos de kilómetros de mi lugar de residencia, o que apenas desembarcado mi amigo yo pueda averiguar que pasó sin contratiempos un largo y azaroso viaje? ¿No significa nada que la medicina haya logrado disminuir extraordinariamente la mortalidad de los recién nacidos y el peligro de infección de las parturientas, a punto tal que se ha prolongado en mucho la duración media de vida de los hombres civilizados? Y podríamos mencionar todavía una larga serie de tales beneficios, que debemos a la tan vilipendiada época del progreso técnico y científico. Pero en este punto se hace oír la voz de la crítica pesimista y advierte que la mayoría de estas satisfacciones siguieron el modelo de aquel «contento barato» elogiado en cierta anécdota: Uno se procura ese goce cuando en una helada noche de invierno saca una pierna desnuda fuera de las cobijas y después la recoge. Si no hubiera ferrocarriles que vencieran las distancias, el hijo jamás habría abandonado la ciudad paterna, y no haría falta teléfono alguno para escuchar su voz . De no haberse organizado los viajes trasoceánicos, mi amigo no habría emprendido ese viaje por mar y yo no necesitaría del telégrafo para calmar mi inquietud por su suerte. ¿Y de qué nos sirve haber limitado la mortalidad infantil, si justamente eso nos obliga a la máxima reserva en la concepción de hijos, de suerte que en el conjunto no criamos más niños que en las épocas anteriores al reinado de la higiene y, por añadidura, nos impone penosas condiciones en nuestra vida sexual dentro del matrimonio y probablemente contrarresta la beneficiosa selección natural? Y en definitiva, ¿de qué nos vale una larga vida, si ella es fatigosa, huera de alegrías y tan afligente que no podemos sino saludar a la muerte como redentora?
Parece establecido que no nos sentimos bien dentro de nuestra cultura actual, pero es difícil formarse un juicio acerca de épocas anteriores para saber si los seres humanos se sintieron más felices y en qué medida, y si sus condiciones de cultura tuvieron parte en ello. Siempre nos inclinaremos a aprehender la miseria de manera objetiva, vale decir, a situarnos con nuestras exigencias y nuestra sensibilidad en las condiciones de antaño, a fin de examinar qué hallaríamos en ellas que pudiera producirnos unas sensaciones de felicidad o de displacer. Este modo de abordaje, que parece objetivo porque prescinde de las variaciones de la sensibilidad subjetiva, es desde luego el más subjetivo posible, puesto que remplaza todas las constituciones anímicas desconocidas por la propia. Pero la felicidad es algo enteramente subjetivo. Podemos retroceder espantados frente a ciertas situaciones, como la del esclavo galeote de la Antigüedad, el campesino en la Guerra de los Treinta Años, las víctimas de la Santa Inquisición, el judío que esperaba el pogrom; podemos espantarnos todo lo que queramos, pero nos resulta imposible una compenetración empática con esas personas, imposible colegir las alteraciones que el embotamiento originario, la insensibilización progresiva, el abandono de las expectativas, modos más groseros o más finos de narcosis, han producido en la receptividad para las sensaciones de placer y displacer. Por otra parte, en el caso de una posibilidad de sufrimiento extremo, entran en actividad determinados dispositivos anímicos de protección. Me parece infecundo seguir considerando más este aspecto del problema.
Es tiempo de que abordemos la esencia de esta cultura cuyo valor de felicidad se pone en entredicho. No pediremos una fórmula que exprese esa esencia con pocas palabras; no, al menos, antes de que nuestra indagación nos haya enseñado algo. Bástenos, pues, con repetir que la palabra «cultura» designa toda la suma de operaciones y normas que distancian nuestra vida de la de nuestros antepasados animales, y que sirven a dos fines: la protección del ser humano frente a la naturaleza y la regulación de los vínculos recíprocos entre los hombres (ver nota(53)). A fin de comprender un poco más, buscaremos uno por uno los rasgos de la cultura, tal como se presentan en las comunidades humanas. Para ello nos dejaremos guiar sin reparos por el uso língüístico -o, como también se dice, por el sentimiento lingüístico-, confiados en que de tal modo daremos razón de intelecciones internas que aún no admiten expresión en palabras abstractas.
El comienzo es fácil: Reconocemos como «culturales» todas las actividades y valores que son útiles para el ser humano en tanto ponen la tierra a su servicio, lo protegen contra la violencia de las fuerzas naturales, etc. Sobre este aspecto de lo cultural hay poquísimas dudas. Remontémonos lo suficiente en el tiempo: las primeras hazañas culturales fueron el uso de instrumentos, la domesticación del fuego, la construcción de viviendas. Entre ellas, la domesticación del fuego sobresale como un logro extraordinario, sin precedentes,(54) con los otros, el ser humano no hizo sino avanzar por caminos que desde siempre había transitado siguiendo incitaciones fáciles de colegir. Con ayuda de todas sus herramientas, el hombre perfecciona sus órganos -los motrices así como los sensoriales- o remueve los límites de su operación. Los motores ponen a su disposición fuerzas enormes que puede enviar en la dirección que quiera como a sus músculos; el barco y el avión hacen que ni el agua ni el aire constituyan obstáculos para su marcha. Con las gafas corrige los defectos de las lentes de sus ojos; con el largavista atisba lejanos horizontes, con el microscopio vence los límites de lo visible, que le imponía la estructura de su retina. Mediante la cámara fotográfica ha creado un instrumento que retiene las impresiones visuales fugitivas, lo mismo que el disco del gramófono le permite hacer conlas impresiones auditivas, tan pasajeras como aquellas; en el fondo, ambos
son materializaciones de la facultad de recordar, de su memoria, que le ha sido dada. Con ayuda del teléfono escucha desde distancias que aun los cuentos de hadas respetarían por inalcanzables; la escritura es originariamente el lenguaje del ausente, la vivienda un sustituto del seno materno, esa primera morada, siempre añorada probablemente, en la que uno estuvo seguro y se sentía tan bien.
No sólo parece un cuento de hadas; es directamente el cumplimiento de todos los deseos de

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los cuentos -no; de la mayoría de ellos- lo que el hombre ha conseguido mediante su ciencia y su técnica sobre esta tierra donde emergió al comienzo como un animal endeble y donde cada individuo de su especie tiene que ingresar de nuevo como un lactante desvalido («oh inch of nature!(55)»).'Todo este patrimonio puede reclamar él como adquisición cultural. En tiempos remotos se había formado una representación ideal de omnipotencia y omnisapiencia que encarnó en sus dioses. Les atribuyó todo lo que parecía inasequible a sus deseos -o le era prohibido-. Es lícito decir, por eso, que tales dioses eran ideales de cultura. Ahora se ha acercado tanto al logro de ese ideal que casi ha devenido un dios él mismo. Claro que sólo en la medida en que según el juicio universal de los hombres se suelen alcanzar los ideales. No completamente: en ciertos puntos en modo alguno, en otros sólo a medias. El hombre se ha convertido en una suerte de dios prótesis, por así decir, verdaderamente grandioso cuando se coloca todos sus órganos auxiliares; pero estos no se han integrado con él, y en ocasiones le dan todavía mucho trabajo. Es cierto que tiene derecho a consolarse pensando que ese desarrollo no ha concluido en el año 1930 d. C. Epocas futuras traerán consigo nuevos progresos, acaso de magnitud inimaginable, en este ámbito de la cultura, y no harán sino aumentar la semejanza con un dios. Ahora bien, en interés de nuestra indagación no debernos olvidar que el ser humano de nuestros días no se siente feliz en su semejanza con un dios.Entonces, reconocemos a un país una cultura elevada cuando hallamos que en él es cultivado y cuidado con arreglo a fines todo lo que puede ponerse al servicio de la explotación de la tierra por los seres humanos y de su protección frente a las fuerzas naturales; sintetizando: todo lo que le es útil. En un país así, se ha regulado el curso de los ríos que amenazaban con inundaciones, y mediante canales sus aguas han sido dirigidas adonde faltaban. El suelo es objeto de cuidadoso laboreo, y se lo siembra con los. vegetales que es apto para nutrir; los tesoros minerales son desentrañados con diligencia, y procesados para convertirlos en los instrumentos y utensilios requeridos. Los medios de trasporte son abundantes, rápidos y seguros; los animales salvajes y peligrosos han sido exterminados, y es floreciente la cría de los animales domésticos. Ahora bien, tenemos aún otras exigencias que plantear a la cultura, y esperamos hallarlas realizadas de manera excelente en esos mismos países, Como si quisiéramos desmentir el reclamo que hicimos primero, también saludaremos como cultural que el cuidado de los seres humanos se dirija a cosas que en modo alguno son útiles, y hasta parecen inútiles; por ejemplo, que en una ciudad los espacios verdes, necesarios como lugares de juego y reservorios de aire, tengan canteros de flores, o que las ventanas de las casas estén adornadas con tiestos floridos. Pronto notamos que lo inútil cuya estima esperamos por la cultura es la belleza; exigimos que el hombre culto venere la belleza donde la encuentre en la naturaleza, y que la produzca en las cosas cuando pueda lograrlo con el trabajo de sus manos. Y nuestras exigencias a la cultura no se agotan en absoluto con eso. Requerimos ver, además, los signos de la limpieza y el orden. No nos formamos una elevada idea acerca de la cultura de una ciudad rural inglesa de la época de Shakespeare cuando leemos que ante los portales de su casa paterna, en Stratford, había un elevado montículo de estiércol. Si en el Bosque de Viena vemos papeles diseminados, arrojados allí, sentimos disgusto y motejamos el hecho de «bárbaro» (que es lo opuesto de «cultural»). La suciedad de cualquier tipo nos parece inconciliable con la cultura; esa misma exigencia de limpieza la extendemos también al cuerpo humano; con asombro nos enteramos de cuán mal olor solía despedir la persona del Roi Soleil(56), y meneamos la cabeza cuando en Isola Bella(57) nos muestran la diminuta jofaina de que se servía Napoleón para su aseo matinal. Más aún: no nos sorprende que alguien presente directamente al uso del jabón como medida de cultura. Algo parecido ocurre con el orden, que, como la limpieza, está enteramente referido a la obra del hombre. Pero mientras que no tenemos derecho a esperar limpieza en la naturaleza, el orden más bien ha sido espiado y copiado de ella; la observación de las grandes regularidades astronómicas no sólo ha proporcionado al ser humano el arquetipo del orden, sino los primeros puntos de apoyo para introducirlo en su vida. El orden es una suerte de compulsión de repetición que, una vez instituida, decide cuándo, dónde y cómo algo debe ser hecho, ahorrando así vacilación y dudas en todos los casos idénticos. Es imposible desconocer los beneficios del orden; posibilita al ser humano el mejor aprovechamiento del espacio y el tiempo, al par que preserva sus fuerzas psíquicas. Se tendría derecho a esperar que se hubiera establecido desde el comienzo y sin compulsión en el obrar humano, y es lícito asombrarse de que en modo alguno haya sido así; en efecto, el hombre posee más bien una inclinación natural al descuido, a la falta de regularidad y *de puntualidad en su trabajo, y debe ser educado empeñosamente para imitar los arquetipos celestes.
Es notorio que belleza, limpieza y orden ocupan un lugar particular entre los requisitos de la cultura. Nadie afirmará que poseen igual importancia vital que el dominio sobre las fuerzas naturales y otros factores que aún habremos de considerar; no obstante, nadie los relegará a un segundo plano como cosas accesorias. Ahora bien, que la cultura no está concebida únicamente para lo útil lo muestra ya el ejemplo de la belleza, que no queremos echar de menos entre los intereses de aquella. La utilidad del orden es evidentísimas; en cuanto a la limpieza, tengamos en cuenta que también la requiere la higiene, y podemos conjeturar que su relación con ella no era del todo desconocida ni siquiera en épocas anteriores a la profilaxis científica. Sin embargo, la utilidad no explica totalmente el afán; algo más ha de estar en juego.
Pero en ningún otro rasgo creemos distinguir mejor la cultura que en la estima y el cuidado dispensados a las actividades psíquicas superiores, las tareas intelectuales, científicas y artísticas, el papel rector atribuido a las ideas en la vida de los hombres. En la cúspide de esas ideas se sitúan los sistemas religiosos, sobre cuyo complejo edificio procuré echar luz en otro trabajo(58); junto a ellos, las especulaciones filosóficas y, por último, lo que puede llamarse formaciones de ideal de los seres humanos: sus representaciones acerca de una perfección posible del individuo, del pueblo, de la humanidad toda, y los requerimientos que se erigen sobre la base de tales representaciones. El hecho de que estas creaciones no sean independientes entre sí, sino que forman más bien un estrecho tejido, dificulta tanto su exposición como el hallazgo de su origen psicológico. Si suponemos, con la máxima generalidad, que el resorte de todas las actividades humanas es alcanzar dos metas confluyentes, la utilidad y la ganancia de placer, debemos considerar que rige también para las manifestaciones culturales aquí mencionadas, aunque sólo sea fácilmente discernible en el caso de la actividad científica y artística. Pero no puede ponerse en duda que también las otras responden a intensas necesidades de los seres humanos -necesidades que, acaso, sólo se han desarrollado en una minoría. Adviértase que no es lícito dejarse extraviar por juicios de valor acerca de algunos de estos sistemas religiosos o filosóficos, o de estos ideales; ya se busque en ellos el logro supremo del espíritu humano o se los deplore como aberraciones, es preciso admitir que su presencia, y en particular su predominio, indica un elevado nivel de cultura.
Como último rasgo de una cultura, pero sin duda no el menos importante, apreciaremos el modo en que se reglan los vínculos recíprocos entre los seres humanos: los vínculos sociales, que ellos entablan como vecinos, como dispensadores de ayuda, como objeto sexual de otra

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persona, como miembros de una familia o de un Estado. Es particularmente difícil librarse de determinadas demandas ideales en estos asuntos, y asir lo que es cultural en ellos. Acaso se pueda empezar consignando que el elemento cultural está dado con el primer intento de regular estos vínculos sociales. De faltar ese intento, tales vínculos quedarían sometidos a la arbitrariedad del individuo, vale decir, el de mayor fuerza física los resolvería en el sentido de sus intereses y mociones pulsionales. Y nada cambiaría si este individuo se topara con otro aún más fuerte que él. La convivencia humana sólo se vuelve posible cuando se aglutina una mayoría más fuerte que los individuos aislados, y cohesionada frente a estos. Ahora el poder de esta comunidad se contrapone, como «derecho», al poder del individuo, que es condenado como «violencia bruta». Esta sustitución del poder del individuo por el de la comunidad es el paso cultural decisivo. Su esencia consiste en que los miembros de la comunidad se limitan en sus posibilidades de satisfacción, en tanto que el individuo no conocía tal limitación. El siguiente requisito cultural es, entonces, la justicia, o sea, la seguridad de que el orden jurídico ya establecido no se quebrantará para favorecer a un individuo. Entiéndase que ello no decide sobre el valor ético de un derecho semejante. Desde este punto, el desarrollo cultural parece dirigirse a procurar que ese derecho deje de ser expresión de la voluntad de una comunidad restringida -casta, estrato de la población, etnia- que respecto de otras masas, acaso más vastas, volviera a comportarse como lo haría un individuo violento. El resultado último debe ser un derecho al que todos -al menos todos los capaces de vida comunitaria- hayan contribuido con el sacrificio de sus pulsiones y en el cual nadie -con la excepción ya mencionada- pueda resultar víctima de la violencia bruta.La libertad individual no es un patrimonio de la cultura. Fue máxima antes de toda cultura; es verdad que en esos tiempos las más de las veces carecía de valor, porque el individuo difícilmente estaba en condiciones de preservarla. Por obra del desarrollo cultural experimenta limitaciones, y la justicia exige que nadie escape a ellas. Lo que en una comunidad humana se agita como esfuerzo libertario puede ser la rebelión contra una injusticia vigente, en cuyo caso favorecerá un ulterior desarrollo de la cultura, será conciliable con esta. Pero también puede provenir del resto de la personalidad originaria, un resto no domeñado por la cultura, y convertirse de ese modo en base para la hostilidad hacia esta última. El esfuerzo libertario se dirige entonces contra determinadas formas y exigencias de la cultura, o contra ella en general. No parece posible impulsar a los seres humanos, mediante algún tipo de influjo, a trasmudar su naturaleza en la de una termita: defenderá siempre su demanda de libertad individual en contra de la voluntad de la masa. Buena parte de la brega de la humanidad gira en torno de una tarea: hallar un equilibrio acorde a fines, vale decir, dispensador de felicidad, entre esas demandas individuales y las exigencias culturales de la masa; y uno de los problemas que atañen a su destino es saber si mediante determinada configuración cultural ese equilibrio puede alcanzarse
o si el conflicto es insalvable.
Hemos dejado que el sentido común nos indicara los rasgos que en la vida de los seres humanos han de llamarse culturales; así obtuvimos una impresión nítida del cuadro de conjunto de la cultura, aunque desde luego no averiguarnos de entrada nada que ya no fuese universalmente sabido. En nuestra indagación nos guardamos de refirmar el prejuicio según el cual cultura equivaldría a perfeccionamiento, sería el camino prefijado al ser humano para alcanzar la perfección. Pero ahora se nos impone un modo de concebir las cosas que acaso nos lleve a otra parte. El desarrollo cultural nos impresiona como un proceso peculiar que abarca a la humanidad toda, y en el que muchas cosas nos parecen familiares. Podemos caracterizarlo por las alteraciones que emprende con las notorias disposiciones pulsionales de los seres humanos, cuya satisfacción es por cierto la tarea económica de nuestra vida. Algunas de esas pulsiones son consumidas del siguiente modo: en su remplazo emerge algo que en el individuo describiríamos como una propiedad de carácter. El ejemplo más notable de este proceso lo hemos hallado en el erotismo anal de los seres jóvenes. Su originario interés por la función excretoria, por sus órganos y productos, se trasmuda, en el curso del crecimiento, en el grupo de propiedades que nos son familiares como parsimonia, sentido del orden y limpieza, y que, valiosas y bienvenidas en sí y por sí, pueden incrementarse hasta alcanzar un llamativo predominio, dando entonces por resultado lo que se llama el carácter anal. No conocernos el modo en que ello acontece; pero no caben dudas en cuanto a la justeza de esta concepción (ver nota(59)). Ahora bien, hemos hallado que orden y limpieza son exigencias esenciales de la cultura, aunque su necesidad vital no es evidente, como, tampoco lo es su aptitud para ser fuentes de goce. En este punto debería imponérsenos, por primera vez, la semejanza del proceso de cultura con el del desarrollo libidinal del individuo. Otras pulsiones son movidas a desplazar las condiciones de su satisfacción, a dirigirse por otros caminos, lo cual en la mayoría de los casos coincide con la sublimación (de las metas pulsionales) que nos es bien conocida, aunque en otros casos puede separarse de ella. La sublimación de las pulsiones es un rasgo particularmente destacado del desarrollo cultural; posibilita que actividades psíquicas superiores -científicas, artísticas, ideológicas- desempeñen un papel tan sustantivo en la vida cultural. Si uno cede a la primera impresión, está tentado de decir que la sublimación es, en general, un destino de pulsión forzosamente impuesto por la cultura. Pero será mejor meditarlo más. Por último y en tercer lugar(60) -y esto parece lo más importante-, no puede soslayarse la medida en que la cultura se edifica sobre la renuncia de lo pulsional, el alto grado en que se basa, precisamente, en la no satisfacción (mediante sofocación, represión, ¿o qué otra cosa? ) de poderosas pulsiones. Esta «denegación cultural» gobierna el vasto ámbito de los vínculos sociales entre los hombres; ya sabemos que esta es la causa de la hostilidad contra la que se ven precisadas a luchar todas las culturas. También a nuestro trabajo científico planteará serias demandas: tenemos mucho por esclarecer ahí. No es fácil comprender cómo se vuelve posible sustraer la satisfacción a una pulsíón, Y en modo alguno deja de tener sus peligros; si uno no es compensado económicamente, ya puede prepararse para serias perturbaciones.
Pues bien; si queremos saber qué valor puede reclamar nuestra concepción del desarrollo cultural como un proceso particular comparable a la maduración normal del individuo, es evidente que debemos acometer otro problema, a saber, preguntarnos por los influjos a que debe su origen el desarrollo cultural, por el modo de su génesis y lo que comandó su curso (ver nota(61)).
IV
Parece una tarea desmedida; uno tiene derecho a confesar su perplejidad. He aquí lo poco que yo pude colegir.

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Después que el hombre primordial hubo descubierto que estaba en su mano -entiéndaselo literalmente- mejorar su suerte sobre la Tierra mediante el trabajo, no pudo serle indiferente que otro trabajara con él o contra él. Así el otro adquirió el valor del colaborador, con quien era útil vivir en común. Aun antes, en su prehistoria antropoide, el hombre había cobrado el hábito de formar familias; es probable que los miembros de la familia fueran sus primeros auxiliares. Cabe conjeturar que la fundación misma de la familia se enlazó con el hecho de que la necesidad de satisfacción genital dejó de emerger como un huésped que aparecía de pronto en casa de alguien, y tras su despedida no daba más noticias de sí; antes bien, se instaló en el individuo como pensionista. Ello dio al macho un motivo para retener junto a sí a la mujer o, más en general, a los objetos sexuales; las hembras, que no querían separarse de sus desvalidos vástagos, se vieron obligadas a permanecer junto al macho, más fuerte, justamente en interés de aquellos (ver nota(62)). En esta familia primitiva aún echarnos de menos un rasgo esencial de la cultura; la arbitrariedad y albedrío del jefe y padre era ilimitada.(63) En Tótem y tabú he intentado mostrar el camino que llevó desde esta familia hasta el siguiente grado de la convivencia, en la forma de las alianzas de hermanos. Tras vencer al padre, los hijos hicieron la experiencia de que una unión puede ser más fuerte que el individuo. La cultura totemista descansa en las limitaciones a que debieron someterse para mantener el nuevo estado. Los preceptos del tabú fueron el primer «derecho». Por consiguiente, la convivencia de los seres humanos tuvo un fundamento doble: la compulsión al trabajo, creada por el apremio exterior, y el poder del amor, pues el varón no quería estar privado de la mujer como objeto sexual, y ella no quería separarse del hijo, carne de su carne. Así, Eros y Ananké pasaron a ser también los progenitores de la cultura humana. El primer resultado de esta fue que una mayor cantidad de seres humanos pudieron permanecer en comunidad. Y como esos dos grandes poderes conjugaban sus efectos para ello, cabía esperar que el desarrollo posterior se consumara sin sobresaltos hacia un dominio cada vez mayor sobre el mundo exterior y hacia la extensión del número de seres humanos abarcados por la comunidad. En verdad no es fácil comprender cómo esta cultura pudo tener sobre sus participantes otros efectos que los propicios para su dicha.Antes de pasar a indagar el posible origen de la perturbación, y puesto que hemos reconocido al amor como una de las bases de la cultura, emprenderemos una digresión a fin de salvar una laguna dejada en una elucidación anterior. Dijimos que la experiencia de que el amor sexual (genital) asegura al ser humano las más intensas vivencias de satisfacción, y en verdad le proporciona el modelo de toda dicha, por fuerza debía sugerirle seguir buscando la dicha para su vida en el ámbito de las relaciones sexuales, situar el erotismo genital en el centro de su vida. Y en aquel lugar añadimos que por esa vía uno se volvía dependiente, de la manera más riesgosa, de un fragmento del mundo exterior, a saber, del objeto de amor escogido, exponiéndose así al máximo padecimiento si se era desdeñado o si se perdía el objeto por infidelidad o muerte. Por eso los sabios de todos los tiempos desaconsejaron con la mayor vehemencia este camino de vida; pese a ello, no ha perdido su atracción para buen número de los mortales.
A una pequeña minoría, su constitución le permite, empero, hallar la dicha por el camino del amor. Pero ello supone vastas modificaciones anímicas de la función de amor. Estas personas se independizan de la aquiescencia del objeto desplazando el valor principal, del ser-amado, al amar ellas mismas; se protegen de su pérdida no dirigiendo su amor a objetos singulares, sino a todos los hombres en igual medida, y evitan las oscilaciones y desengaños del amor genital apartándose de su meta sexual, mudando la pulsión en una moción de meta inhibida. El estado que de esta manera crean -el de un sentir tierno, parejo, imperturbable- ya no presenta mucha semejanza externa con la vida amorosa genital, variable y tormentosa, de la que deriva. Acaso quien más avanzó en este aprovechamiento del amor para el sentimiento interior de dicha fue San Francisco de Asís; en efecto, esto que discernimos como una de las técnicas de cumplimiento del principio de placer se ha relacionado de múltiples maneras con la religión; se entramaría con ella en las distintas regiones donde se desdeña la diferenciación entre el yo y los objetos, y de estos entre sí. Un abordaje ético cuya motivación más profunda habrá de evidenciársenos luego pretende ver en esta disposición al amor universal hacia los seres humanos y hacia el mundo todo la actitud suprema hasta la que puede elevarse el hombre. No queremos dejar de consignar desde ya nuestros dos reparos principales. Nos parece que un amor que no elige pierde una parte de su propio valor, pues comete una injusticia con el objeto. Y además: no todos los seres humanos son merecedores de amor.
Aquel amor que fundó a la familia sigue activo en la cultura tanto en su sesgo originario, sin renuncia a la satisfacción sexual directa, como en su modificación, la ternura de meta inhibida. En ambas formas prosigue su función de ligar entre sí un número mayor de seres humanos, y más intensamente cuando responde al interés de la comunidad de trabajo. El descuido del lenguaje en el empleo de la palabra «amor» halla una justificación genética. «Amor» designa el vínculo entre varón y mujer, que fundaron una familia sobre la base de sus necesidades genitales; pero también se da ese nombre a los sentimientos positivos entre padres e hijos, entre los hermanos dentro de la familia, aunque por nuestra parte debemos describir tales vínculos como amor de meta inhibida, como ternura. Es que el amor de meta inhibida fue en su origen un amor plenamente sensual, y lo sigue siendo en el inconciente de los seres humanos. Ambos, el amor plenamente sensual y el de meta inhibida, desbordan la familia y establecen nuevas ligazones con personas hasta entonces extrañas. El amor genital lleva a la formación de nuevas familias; el de meta inhibida, a «fraternidades» que alcanzan importancia cultural porque escapan a muchas de las limitaciones del amor genital; por ejemplo, a su carácter exclusivo. Pero en el curso del desarrollo el nexo del amor con la cultura pierde su univocidad. Por una parte, el amor se contrapone a los intereses de la cultura; por la otra, la cultura amenaza al amor con sensibles limitaciones.
Esta discordia parece inevitable; su fundamento no se discierne enseguida. Se exterioriza primero como un conflicto entre la familia y la comunidad más amplia a que el individuo pertenece. Ya hemos colegido que uno de los principales afanes de la cultura es aglomerar a los seres humanos en grandes unidades. Ahora bien, la familia no quiere desprenderse del individuo. Cuanto más cohesionados sean sus miembros, tanto más y con mayor frecuencia se inclinarán a segregarse de otros individuos, y más difícil se les hará ingresar en el círculo más vasto de vida. El modo de convivencia más antiguo filogenéticamente, y el único en la infancia, se defiende de ser relevado por los modos de convivencia cultural de adquisición más tardía. Desasirse de la familia deviene para cada joven una tarea en cuya solución la sociedad suele apoyarlo mediante ritos de pubertad e iniciación. Se tiene la impresión de que estas dificultades serían inherentes a todo desarrollo psíquico; más aún: en el fondo, a todo desarrollo orgánico.
Además, las mujeres, las mismas que por los reclamos de su amor habían establecido

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inicialmente el fundamento de la cultura, pronto entran en oposición con ella y despliegan su influjo de retardo y reserva. Ellas subrogan los intereses de la familia y de la vida sexual; el trabajo de cultura se ha ido convirtiendo cada vez más en asunto de los varones, a quienes plantea tareas de creciente dificultad, constriñéndolos a sublimaciones pulsionales a cuya altura las mujeres no han llegado. Puesto que el ser humano no dispone de cantidades ilimitadas de energía psíquica, tiene que dar trámite a sus tareas mediante una adecuada distribución de la libido. Lo que usa para fines culturales lo sustrae en buena parte de las mujeres y de la vida sexual: la permanente convivencia con varones, su dependencia de los vínculos con ellos, llegan a enajenarlo de sus tareas de esposo y padre. De tal suerte, la mujer se ve empujada a un segundo plano por las exigencias de la cultura y entra en una relación de hostilidad con ella.De parte de la cultura, la tendencia a limitar la vida sexual no es menos nítida que su otra tendencia, la de ampliar su círculo. Ya su primera fase, el totemismo, conlleva la prohibición de la elección incestuosa de objeto, que tal vez constituya la mutilación más tajante que ha experimentado la vida amorosa de los seres humanos en el curso de las épocas. Por medio del tabú, de la ley y de las costumbres, se establecen nuevas limitaciones que afectan tanto a los varones como a las mujeres. No todas las culturas llegan igualmente lejos en esto; la estructura económica de la sociedad influye también sobre la medida de la libertad sexual restante. Ya sabemos que la cultura obedece en este punto a la compulsión de la necesidad económica; en efecto, se ve precisada a sustraer de la sexualidad un gran monto de la energía psíquica que ella misma gasta. Así, la cultura se comporta respecto de la sexualidad como un pueblo o un estrato de la población que ha sometido a otro para explotarlo. La angustia ante una eventual rebelión de los oprimidos impulsa a adoptar severas medidas preventivas. Nuestra cultura de Europa occidental exhibe un alto nivel dentro de ese desarrollo. Desde el punto de vista psicológico, se justifica por entero que empiece por proscribir las exteriorizaciones de la vida sexual infantil, pues el endicamiento de los apetitos sexuales del adulto no tiene perspectiva alguna de éxito sí no se lo preparó desde la niñez. Pero lo que en modo alguno se justifica es que la sociedad culta haya llegado incluso a desconocer (letignen} estos fenómenos fácilmente comprobables, y aun llamativos. La elección de objeto del individuo genitalmente maduro es circunscrita al sexo contrario; la mayoría de las satisfacciones extragenitales se prohiben como perversiones. El reclamo de una vida sexual uniforme para todos, que se traduce en esas prohibiciones, prescinde de las desigualdades en la constitución sexual innata y adquirida de los seres humanos, segrega a buen número de ellos del goce sexual y de tal modo se convierte en fuente de grave injusticia. Ahora bien, el resultado de tales medidas limitativas podría ser que los individuos normales -no impedidos para ello por su constitución- volcaran sin merma todos sus intereses sexuales por los canales que se dejaron abiertos. Empero, lo único no proscrito, el amor genital heterosexual, es estorbado también por las limitaciones que imponen la legitimidad y la monogamia. La cultura de nuestros días deja entender bien a las claras que sólo permitirá las relaciones sexuales sobre la base de una ligazón definitiva e indisoluble entre un hombre y una mujer, que no quiere la sexualidad como fuente autónoma de placer y está dispuesta a tolerarla solamente como la fuente, hasta ahora insustituida, para la multiplicación de los seres humanos.
Desde luego, es este un cuadro extremo. Es notorio que ha demostrado ser irrealizable, aun por breves períodos. Sólo los débiles han acatado un menoscabo tan grande de su libertad sexual; las naturalezas más fuertes, únicamente bajo una condición compensadora de que después hablaremos (ver nota(64)). La sociedad culta se ha visto precisada a aceptar calladamente muchas trasgresiones que según sus estatutos habría debido perseguir. Empero, no es lícito extraviar el juicio yéndose al otro lado y suponiendo que esa postura cultural sería inofensiva porque no consigue todos sus propósitos. La vida sexual del hombre culto ha recibido grave daño, impresiona a veces como una función que se encontrara en proceso involutivo, de igual modo que lo parecen nuestros dientes y nuestros cabellos en su condición de órganos. Probablemente se tiene derecho a suponer que ha experimentado un sensible retroceso en cuanto a su valor como fuente de sensaciones de felicidad, o sea, para el cumplimiento de nuestro fin vital (ver nota(65)). Muchas veces uno cree discernir que no es sólo la presión de la cultura, sino algo que está en la esencia de la función misma, lo que nos deniega la satisfacción plena y nos esfuerza por otros caminos. Acaso sea un error; es difícil decidirlo (ver nota(66)).
V
El trabajo psicoanalítico nos ha enseñado que son justamente estas frustraciones {denegaciones} de la vida sexual lo que los individuos llamados neuróticos no toleran. Ellos se crean, en sus síntomas, satisfacciones sustitutivas, que, empero, los hacen padecer por sí mismas o devienen fuentes de sufrimiento por depararles dificultades con el medio circundante y la sociedad. Lo segundo se comprende con facilidad; lo primero nos pone frente a un nuevo enigma. Ahora bien, la cultura exige otros sacrificios, además del de la satisfacción sexual.
Hemos concebido la dificultad del desarrollo cultural como una dificultad universal del desarrollo; la recondujimos, en efecto, a la inercia de la libido, a su renuencia a abandonar una posición antigua por una nueva (ver nota(67)). Decimos más o menos lo mismo si derivamos la oposición entre cultura y sexualidad del hecho de que el amor sexual es una relación entre dos personas en que los terceros huelgan o estorban, mientras que la cultura reposa en vínculos entre un gran número de seres humanos. En el ápice de una relación amorosa, no subsiste interés alguno por el mundo circundante; la pareja se basta a sí misma, y ni siquiera precisa del hijo común para ser dichosa. En ningún otro caso el Eros deja traslucir tan nítidamente el núcleo de su esencia: el propósito de convertir lo múltiple en uno; pero tan pronto lo ha logrado en el enamoramiento de dos seres humanos, como lo consigna una frase hecha, no quiere avanzar más allá.
Muy bien podríamos imaginar una comunidad culta compuesta de tales individuos dobles, que, libidinalmente saciados en sí mismos, se enlazaran entre ellos a través de la comunidad de intereses y de trabajo. En tal caso, la cultura no necesitaría sustraer energías a la sexualidad. Pero ese deseable estado no existe ni ha existido nunca; la realidad efectiva nos muestra que la cultura nunca se conforma con las ligazones que se le han concedido hasta un momento dado, que pretende ligar entre sí a los miembros de la comunidad también libidinalmente, que se vale de todos los medios y promueve todos los caminos para establecer fuertes identificaciones entre ellos, moviliza en la máxima proporción una libido de meta inhibida a fin de fortalecer los lazos comunitarios mediante vínculos de amistad. Para cumplir estos propósitos es inevitable

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limitar la vida sexual. Pero aún no inteligimos la necesidad objetiva que esfuerza a la cultura por este camino y funda su oposición a la sexualidad. Ha de tratarse de un factor perturbador que todavía no hemos descubierto.Uno de los reclamos ideales (como los hemos llamado) (ver nota(68)) de la sociedad culta puede ponernos sobre la pista. Dice: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»; es de difusión universal, y es por cierto más antiguo que el cristianismo, que lo presenta como su mayor título de orgullo; pero seguramente no es muy viejo: los seres humanos lo desconocían aun en épocas históricas. Adoptemos frente a él una actitud ingenua, como si lo escuchásemos por primera vez. En tal caso, no podremos sofocar un sentimiento de asombro y extrañeza. ¿Por qué deberíamos hacer eso? ¿De qué nos valdría? Pero, sobre todo, ¿cómo llevarlo a cabo? ¿Cómo sería posible? Mi amor es algo valioso para mí, no puedo desperdiciarlo sin pedir cuentas. Me impone deberes que tengo que disponerme a cumplir con sacrificios. Si amo a otro, él debe merecerlo de alguna manera. (Prescindo de los beneficios que pueda brindarme, así como de su posible valor como objeto sexual para mí; estas dos clases de vínculo no cuentan para el precepto del amor al prójimo.) Y lo merece sí en aspectos importantes se me parece tanto que puedo amarme a mí mismo en él; lo merece si sus perfecciones son tanto mayores que las mías que puedo amarlo como al ideal de mi propia persona; tengo que amarlo sí es el hijo de mi amigo, pues el dolor del amigo, si a aquel le ocurriese una desgracia, sería también mí dolor, forzosamente participaría de él. Pero si es un extraño para mí, y no puede atraerme por algún valor suyo o alguna signficación que haya adquirido para mi vida afectiva, me será difícil amarlo. Y hasta cometería una injusticia haciéndolo, pues mi amor se aquilata en la predilección por los míos, a quienes infiero una injusticia si pongo al extraño en un pie de igualdad con ellos. Pero si debo amarlo con ese amor universal de que hablábamos, meramente porque también él es un ser de esta Tierra, como el insecto, como la lombriz, como la víbora, entonces me temo que le corresponderá un pequeño monto de amor, un monto que no puede ser tan grande como el que el juicio de la razón me autoriza a reservarme a mí mismo. ¿Por qué, pues, se rodea de tanta solemnidad un precepto cuyo cumplimiento no puede recomendarse como racional?
Y si considero mejor las cosas, hallo todavía otras dificultades. No es sólo que ese extraño es, en general, indigno de amor; tengo que confesar honradamente que se hace más acreedor a mí hostilidad, y aun a mi odio. No parece albergar el mínimo amor hacia mí, no me tiene el menor miramiento. Si puede extraer una ventaja, no tiene reparo alguno en perjudicarme, y ni siquiera se pregunta si la magnitud de su beneficio guarda proporción con el daño que me infiere. Más todavía: ni hace falta que ello le reporte utilidad; con que sólo satisfaga su placer, no se priva de burlarse de mí, de ultrajarme, calumniarme, exhibirme su poder; y mientras más seguro se siente él y más desvalido me encuentre yo, con certeza tanto mayor puedo esperar ese comportamiento suyo hacía mí. Y si se comporta de otro modo; si, siendo un extraño, me demuestra consideración y respeto, yo estoy dispuesto sin más, sin necesidad de precepto alguno, a retribuirle con la misma moneda. En efecto; yo no contradiría aquel grandioso mandamiento si rezara: «Ama a tu prójimo como tu prójimo te ama a ti». Hay un segundo mandamiento que me parece todavía menos entendible y desata en mí una revuelta mayor. Dice: «Ama a tus enemigos». Pero si lo pienso bien, no tengo razón para rechazarlo como si fuera una exigencia más, grave. En el fondo, es lo mismo (ver nota(69)).
En este punto creo escuchar, de una voz grave y digna, la admonición: «Justamente porque el prójimo no es digno de amor, sino tu enemigo, debes amarlo como a ti mismo».
Comprendo ahora; es un caso semejante al de «Credo quia absurdum(70)» .
Ahora bien, es muy probable que el prójimo, si se lo exhortara a amarme como se ama a sí mismo, diera idéntica respuesta que yo y me rechazara con iguales fundamentos. No con idéntico derecho objetivo, según creo yo; pero lo mismo opinará él. Es verdad que entre las conductas de los seres humanos hay diferencias; la ética las califica de «buenas» y «malas» con prescindencia de las condiciones en que se produjeron. Hasta tanto no se supriman esas innegables diferencias, obedecer a los elevados reclamos de la ética importará un perjuicio a los propósitos de la cultura, puesto que lisa y llanamente discierne premios a la maldad. Uno no puede apartar de sí, en este punto, el recuerdo de lo acontecido en el Parlamento francés cuando se trataba la pena de muerte; un orador acababa de abogar apasionadamente en favor de su abolición: una tormenta de aplausos apoyó su discurso, hasta que desde la sala una voz prorrumpió en estas palabras: «Que messieurs les assassins commencent!(71)».
Tras todo esto, es un fragmento de realidad efectiva lo que se pretende desmentir; el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En consecuencia, el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo. «Homo homini lupus(72)»: ¿quién, en vista de las experiencias de la vida y de la historia, osaría poner en entredicho tal apotegma? Esa agresión cruel aguarda por lo general una provocación, o sirve a un propósito diverso cuya meta también habría podido alcanzarse con métodos más benignos. Bajo circunstancias propicias, cuando están ausentes las fuerzas anímicas contrarias que suelen inhibirla, se exterioriza también espontáneamente, desenmascara a los seres humanos como bestias salvajes que ni siquiera respetan a los miembros de su propia especie. Quien evoque en su recuerdo el espanto de las invasiones bárbaras, las incursiones de los hunos, de los llamados mongoles bajo Gengis Khan y Tamerlán, la conquista de Jerusalén por los piadosos cruzados, y, ayer apenas, los horrores de la última Guerra Mundial, no podrá menos que inclinarse, desanimado, ante la verdad objetiva de esta concepción.
La existencia de esta inclinación agresiva que podemos registrar en nosotros mismos y con derecho presuponemos en los demás es el factor que perturba nuestros vínculos con el prójimo y que compele a la cultura a realizar su gasto [de energía]. A raíz de esta hostilidad primaria y recíproca de los seres humanos, la sociedad culta se encuentra bajo una permanente amenaza de disolución. El interés de la comunidad de trabajo no la mantendría cohesionada; en efecto, las pasiones que vienen de lo pulsional son más fuertes que unos intereses racionales. La cultura tiene que movilizarlo todo para poner límites a las pulsiones agresivas de los seres humanos, para sofrenar mediante formaciones psíquicas reactivas sus exteriorizaciones. De ahí el recurso a métodos destinados a impulsarlos hacia identificaciones y vínculos amorosos de meta inhibida; de ahí la limitación de la vida sexual y de ahí, también, el mandamiento ideal de amar al prójimo como a sí mismo, que en la realidad efectiva sólo se justifica por el hecho de que nada contraría más a la naturaleza humana originaría. Pero con todos sus empeños, este afán cultural no ha conseguido gran cosa hasta ahora. La cultura espera prevenir los excesos

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más groseros de la fuerza bruta arrogándose el derecho de ejercer ella misma una violencia sobre los criminales, pero la ley no alcanza a las exteriorizaciones más cautelosas y refinadas de la agresión humana. Cada uno de nosotros termina por aventar como ilusiones las expectativas que alentó en su juventud respecto de los prójimos, y sabe por experiencia propia cuánto más difícil y dolorosa se le volvió la vida por la malevolencia de estos. Por consiguiente, sería injusto reprochar a la cultura su propósito de excluir la lucha y la competencia del quehacer humano. Ellas son sin duda indispensables, pero la condición de oponente no coincide necesariamente con la de enemigo; sólo deviene tal cuando se la toma como pretexto y se hace abuso de ella.Los comunistas creen haber hallado el camino para la redención del mal. El ser humano es íntegramente bueno, rebosa de benevolencia hacía sus prójimos, pero la institución de la propiedad privada ha corrompido su naturaleza. La posesión de bienes privados confiere al individuo el poder, y con él la tentación, de maltratar a sus semejantes; los desposeídos no pueden menos que rebelarse contra sus opresores, sus enemigos. Si se cancela la propiedad privada, si todos los bienes se declaran comunes y se permite participar en su goce a todos los seres humanos, desaparecerán la malevolencia y la enemistad entre los hombres. Satisfechas todas las necesidades, nadie tendrá motivos para ver en el otro su enemigo; todos se someterán de buena voluntad al trabajo necesario. No es de mi incumbencia la crítica económica al sistema comunista; no puedo indagar si la abolición de la propiedad privada es oportuna y ventajosa (ver nota(73)). Pero puedo discernir su premisa psicológica como una vana ilusión. Si se cancela la propiedad privada, se sustrae al humano gusto por la agresión uno de sus instrumentos; poderoso sin duda, pero no el más poderoso. Es que nada se habrá modificado en las desigualdades de poder e influencia de que la agresión abusa para cumplir sus propósitos; y menos aún en su naturaleza misma. La agresión no ha sido creada por la institución de la propiedad; reinó casi sin limitaciones en épocas primordiales cuando esta era todavía muy escasa, se la advierte ya en la crianza de los niños cuando la propiedad ni siquiera ha terminado de abandonar su forma anal primordial, constituye el trasfondo de todos los vínculos de amor y ternura entre los seres humanos, acaso con la única excepción del que une a una madre con su hijo varón (ver nota(74)). Si se remueve el título personal sobre los bienes materiales, resta todavía el privilegio que dimana de las relaciones sexuales, privilegio que por fuerza será la fuente de la más intensa malquerencia y la hostilidad más violenta entre seres humanos de iguales derechos en todo lo demás. Y sí también se lo suprimiera por medio de la total liberación de la vida sexual, eliminando en consecuencia a la familia, célula germinal de la cultura, ciertamente serían imprevisibles los nuevos caminos que el desarrollo cultural emprendería; pero hay algo que es lícito esperar: ese rasgo indestructible de la naturaleza humana lo seguiría adonde fuese.
No es fácil para los seres humanos, evidentemente, renunciar a satisfacer esta su inclinación agresiva; no se sienten bien en esa renuncia. No debe menospreciarse la ventaja que brinda un círculo cultural más pequeño: ofrecer un escape a la pulsión en la hostilización a los extraños. Siempre es posible ligar en el amor a una multitud mayor de seres humanos, con tal que otros queden fuera para manifestarles la agresión. En una ocasión me ocupé del fenómeno de que justamente comunidades vecinas, y aun muy próximas en todos los aspectos, se hostilizan y escarnecen: así, españoles y portugueses, alemanes del Norte y del Sur, ingleses y escoceses, etc. (ver nota(75)). Le di el nombre de «narcisismo de las pequeñas diferencias», que no aclara mucho las cosas. Pues bien; ahí se discierne una satisfacción relativamente cómoda e inofensiva de la inclinación agresiva, por cuyo intermedio se facilita la cohesión de los miembros de la comunidad. Así, el pueblo judío, disperso por todo el orbe, tiene ganados loables méritos frente a las culturas de los pueblos que los hospedaron; lástima que todas las matanza, de judíos en la Edad Media no consiguieron hacer gozar a sus compatriotas cristianos de una paz y una seguridad mayores en esa época. Después que el apóstol Pablo hizo del amor universal por los hombres el fundamento de su comunidad cristiana, una consecuencia inevitable fue la intolerancia más extrema del cristianismo hacía quienes permanecían fuera; los romanos, que no habían fundado sobre el amor su régimen estatal, desconocían la intolerancia religiosa, y eso que entre ellos la religión era asunto del Estado, a su vez traspasado de religión. Tampoco fue un azar incomprensible que el sueño de un imperio germánico universal pidiera como complemento el antisemitismo, y parece explicable que el ensayo de instituir en Rusia una cultura comunista nueva halle su respaldo psicológico en la persecución al burgués. Uno no puede menos que preguntarse, con preocupación, qué harán los soviets después que hayan liquidado a sus burgueses.
Puesto que la cultura impone tantos sacrificios no sólo a la sexualidad, sino a la inclinación agresiva del ser humano, comprendemos mejor que los hombres difícilmente se sientan dichosos dentro de ella. De hecho, al hombre primordial las cosas le iban mejor, pues no conocía limitación alguna de lo pulsional. En compensación, era ínfima su seguridad de gozar mucho tiempo de semejante dicha. El hombre culto ha cambiado un trozo de posibilidad de dicha por un trozo de seguridad. Mas no olvidemos que en la familia primordial sólo el jefe gozaba de esa libertad pulsional; los otros vivían oprimidos como esclavos. Por tanto, en esa época primordial de la cultura era extrema la oposición entre una minoría que gozaba de sus ventajas y una mayoría despojada de ellas . En cuanto a los pueblos primitivos que hoy viven, la averiguación más cuidadosa nos ha enseñado que no es lícito envidiarlos por la libertad de su vida pulsional; está sometida a limitaciones de otra índole, pero acaso de mayor severidad que la del hombre culto moderno.
Cuando, con razón, objetamos al estado actual de nuestra cultura lo poco que satisface nuestras demandas de un régimen de vida que propicie la dicha; cuando, mediante una crítica despiadada, nos empeñamos en descubrir las raíces de su imperfección, ejercemos nuestro legítimo derecho y no por ello nos mostramos enemigos de la cultura. Nos es lícito esperar que poco a poco le introduciremos variantes que satisfagan mejor nuestras necesidades y tomen en cuenta aquella crítica. Pero acaso llegaremos a familiarizarnos con la idea de que hay dificultades inherentes a la esencia de la cultura y que ningún ensayo de reforma podrá salvar. Además de las tareas de la limitación de las pulsiones, para la cual estamos preparados, nos acecha el peligro de un estado que podríamos denominar «miseria psicológica de la masa(76)».' Ese peligro amenaza sobre todo donde la ligazón social se establece principalmente por identificación recíproca entre los participantes, al par que individualidades conductoras no alcanzan la significación que les correspondería en la formación de masa (ver nota(77)). La actual situación de la cultura de Estados Unidos proporcionaría una buena oportunidad para estudiar ese perjuicio cultural temido. Pero resisto a la tentación de emprender la crítica de la cultura de ese país; no quiero dar la impresión de que yo mismo querría servirme de métodos norteamericanos.

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En ninguno Je mis trabajos he tenido como en este la sensación de exponer cosas archisabidas, gastar papel y tinta, y hacer trabajar al tipógrafo y al impresor meramente para referir cosas triviales. Por eso cojo al vuelo lo que al parecer ha resultado, a saber, que el reconocimiento de una pulsión de agresión especial, autónoma, implicaría una modificación de la doctrina psicoanalítica de las pulsiones.Se demostrará que no hay tal, que tan sólo se trata de dar mayor relieve a un giro consumado hace mucho tiempo y perseguirlo en sus consecuencias. El conjunto de la teoría analítica ha progresado lentamente; pero de todas sus piezas, la doctrina de las pulsiones es aquella donde más trabajosos resultaron los tanteos de avance (ver nota(78)). Empero, era tan indispensable para el todo, que se debía poner algo en el lugar correspondiente. En el completo desconcierto de los comienzos, me sirvió como primer punto de apoyo el dicho de Schiller, el filósofo poeta: «hambre y amor» mantienen cohesionada la fábrica del mundo (ver nota(79)). El hambre podía considerarse el subrogado de aquellas pulsiones que quieren conservar al individuo, en tanto que el amor pugna por alcanzar objetos; su función principal, favorecida de todas las maneras por la naturaleza, es la conservación de la especie. Así, al comienzo se contrapusieron pulsiones yoicas y pulsiones de objeto. Para designar la energía de estas últimas, y exclusivamente para ella, yo introduje el nombre de libido(80); de este modo, la oposición corría entre las pulsiones yoicas y las pulsiones «libidinosas» del amor en sentido lato(81), dirigidas al objeto. Una de estas pulsiones de objeto, la sádica, se destacaba sin duda por el hecho de que su meta no era precisamente amorosa, y aun era evidente que en muchos aspectos se anexaba a las pulsiones yoicas, no podía ocultar su estrecho parentesco con pulsiones de apoderamiento sin propósito libidinoso. Había ahí algo discordante, pero se lo pasó por alto; y a pesar de todo era evidente que el sadismo pertenecía a la vida sexual, pues el juego cruel podía sustituir al tierno. La neurosis se nos presentó como el desenlace de una lucha entre el interés de la autoconservación y las demandas de la libido: una lucha en que el yo había triunfado, mas al precio de graves sufrimientos y renuncias.
Todo analista concederá que lo expuesto ni siquiera hoy suena como un error hace tiempo superado. Sí se volvió indispensable una modificación cuando nuestra investigación avanzó de lo reprimido a lo represor, de las pulsiones de objeto al yo. En este punto fue decisiva la introducción del concepto de narcisismo, es decir, la intelección de que el yo mismo es investido con libido, y aun es su hogar originario y, por así decir, también su cuartel general (ver nota(82)). Esta libido narcisista se vuelca a los objetos, deviniendo de tal modo libido de objeto, y puede volver a mudarse en libido narcisista. El concepto de narcisismo nos permitió aprehender analíticamente la neurosis traumática, así como muchas afecciones vecinas a las psicosis, y estas mismas. No hacía falta abandonar la interpretación de las neurosis de trasferencia como intentos del yo por defenderse de la sexualidad, pero el concepto de libido corrió peligro. Puesto que también las pulsiones yoicas eran libidinosas, por un momento pareció inevitable identificar libido con energía pulsional en general, como ya C. G. Jung había pretendido hacerlo anteriormente. Empero, en el trasfondo quedaba algo así como una certidumbre imposible de fundar todavía, y era que las pulsiones no pueden ser todas de la misma clase. Di el siguiente paso en Más allá del principio de placer (1920g), cuando por primera vez caí en la cuenta de la compulsión de repetición y del carácter conservador de la vida pulsional. Partiendo de especulaciones acerca del comienzo de la vida, y de paralelos biológicos, extraje la conclusión de que además de la pulsión a conservar la sustancia viva y reunirla en unidades cada vez mayores (ver nota(83)), debía de haber otra pulsión, opuesta a ella, que pugnara por disolver esas unidades y reconducirlas al estado inorgánico inicial. Vale decir: junto al Eros, una pulsión de muerte; y la acción eficaz conjugada y contrapuesta de ambas permitía explicar los fenómenos de la vida. Ahora bien, no era fácil pesquisar la actividad de esta pulsión de muerte que habíamos supuesto. Las exteriorizaciones del Eros eran harto llamativas y ruidosas; cabía pensar que la pulsión de muerte trabajaba muda dentro del ser vivo en la obra de su disolución, pero desde luego eso no constituía una prueba, Más lejos nos llevó la idea de que una parte de la pulsión se dirigía al mundo exterior, y entonces salía a la luz como pulsión a agredir y destruir. Así la pulsión sería compelida a ponerse al servicio del Eros, en la medida en que el ser vivo aniquilaba a un otro, animado o inanimado, y no a su sí-mismo propio. A la inversa, si esta agresión hacia afuera era limitada, ello no podía menos que traer por consecuencia un incremento de la autodestrucción, por lo demás siempre presente. Al mismo tiempo, a partir de este ejemplo podía colegirse que las dos variedades de pulsiones rara vez -quizá nunca- aparecían aisladas entre sí, sino que se ligaban en proporciones muy variables, volviéndose de ese modo irreconocibles para nuestro juicio. En el sadismo, notorio desde hacía tiempo como pulsión parcial de la sexualidad, se estaba frente a una liga de esta índole, particularmente fuerte, entre la aspiración de amor y la pulsión de destrucción; y en su contraparte, el masoquismo, frente a una conexión de la destrucción dirigida hacia adentro con la sexualidad, conexión en virtud de la cual se volvía hasta llamativa y conspicua esa aspiración de ordinario no perceptible.
El supuesto de la pulsión de muerte o de destrucción tropezó con resistencia aun dentro, de círculos analíticos; sé que muchas veces se prefiere atribuir todo lo que se encuentra de amenazador y hostil en el amor a una bipolaridad originaría de su naturaleza misma. Al comienzo yo había sustentado sólo de manera tentativa las concepciones aquí desarrolladas (ver nota(84)), pero en el curso del tiempo han adquirido tal poder sobre mí que ya no puedo pensar de otro modo. Opino que en lo teórico son incomparablemente más útiles que cualesquiera otras posibles: traen aparejada esa simplificación sin descuido ni forzamiento de los hechos a que aspiramos en el trabajo científico, Admito que en el sadismo y el masoquismo hemos tenido siempre ante nuestros ojos las exteriorizaciones de la pulsión de destrucción, dirigida hacia afuera y hacia adentro, con fuerte liga de erotismo; pero ya no comprendo que podamos pasar por alto la ubicuidad de la agresión y destrucción no eróticas, y dejemos de asignarle la posición que se merece en la interpretación de la vida. (En efecto, la manía de destrucción dirigida hacia adentro se sustrae casi siempre de la percepción cuando no está coloreada de erotismo.) Recuerdo mi propia actitud defensiva cuando por primera vez emergió en la bibliografía psicoanalítica la idea de la pulsión de destrucción, y el largo tiempo que hubo de pasar hasta que me volviera receptivo para ella (ver nota(85)). Me asombra menos que otros mostraran -y aun muestren- la misma desautorización. En efecto, a los niñitos no les gusta oír (ver nota(86)) que se les mencione la inclinación innata del ser humano al «mal.», a la agresión, la destrucción y, con ellas, también a la crueldad. Es que Dios los ha creado a imagen y semejanza de su propia perfección, y no se quiere admitir cuán difícil resulta conciliar la

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indiscutible existencia del mal -a pesar de las protestas de la Christian Science- con la omnipotencia o la bondad infinita de Dios. El Diablo sería el mejor expediente para disculpar a Dios, desempeñaría el mismo papel de deslastre económico que los judíos en el mundo del ideal ario. Pero, aun así, pueden pedírsele cuentas a Dios por la existencia del Diablo, como por la del mal, que el Diablo corporiza, En vista de tales dificultades, es aconsejable que cada quien haga una profunda reverencia, en el lugar oportuno, ante la naturaleza profundamente ética del ser humano; eso lo ayuda a uno a ser bien visto por todos, y a que le disimulen muchos pecadillos (ver nota(87)).El nombre de libido puede aplicarse nuevamente a las exteriorizaciones de fuerza del Eros, a fin de separarlas de la energía de la pulsión de muerte (ver nota(88)). Corresponde admitir que cuando esta última no se trasluce a través de la liga con el Eros, resulta muy difícil de aprehender; se la colige sólo como un saldo tras el Eros, por así decir, y se nos escapa. En el sadismo, donde ella tuerce a su favor la meta erótica, aunque satisfaciendo plenamente la aspiración sexual, obtenemos la más clara intelección de su naturaleza y de su vínculo con el Eros. Pero aun donde emerge sin propósito sexual, incluso en la más ciega furia destructiva, es imposible desconocer que su satisfacción se enlaza con un goce narcisista extraordinariamente elevado, en la medida en que enseña al yo el cumplimiento de sus antiguos deseos de omnipotencia. Atemperada y domeñada, inhibida en su meta, la pulsión de destrucción, dirigida a los objetos, se ve forzada a procurar al yo la satisfacción de sus necesidades vitales y el dominio sobre la naturaleza. Puesto que la hipótesis de esa pulsión descansa esencialmente en razones teóricas, es preciso admitir que no se encuentra del todo a salvo de objeciones teóricas. Pero es así como nos aparece en este momento, dado el estado actual de nuestras intelecciones; la investigación y la reflexión futuras aportarán, a no dudarlo, la claridad decisiva.
Entonces, para todo lo que sigue me sitúo en este punto de vista: la inclinación agresiva es una disposición pulsional autónoma, originaria, del ser humano. Y retornando el hilo del discurso , sostengo que la cultura encuentra en ella su obstáculo más poderoso. En algún momento de esta indagación se nos impuso la idea de que la cultura es un proceso particular que abarca a la humanidad toda en su trascurrir, y seguimos cautivados por esa idea. Ahora agregamos que sería un proceso al servicio del Eros, que quiere reunir a los individuos aislados, luego a las familias, después a etnias, pueblos, naciones, en una gran unidad: la humanidad. Por qué deba acontecer así, no lo sabemos; sería precisamente la obra del Eros (ver nota(89)). Esas multitudes de seres humanos deben ser ligados libidinosamente entre sí; la necesidad sola, las ventajas de la comunidad de trabajo, no los mantendrían cohesionados. Ahora bien, a este programa de la cultura se opone la pulsión agresiva natural de los seres humanos, la hostilidad de uno contra todos y de todos contra uno. Esta pulsión de agresión es el retoño y el principal subrogado de la pulsión de muerte que hemos descubierto junto al Eros, y que comparte con este el gobierno del universo. Y ahora, yo creo, ha dejado de resultarnos oscuro el sentido del desarrollo cultural. Tiene que enseñarnos la lucha entre Eros y Muerte, pulsión de vida y pulsión de destrucción, tal como se consuma en la especie humana. Esta lucha es el contenido esencial de la vida en general, y por eso el desarrollo cultural puede caracterizarse sucintamente como la lucha por la vida de la especie humana (ver nota(90)). ¡Y esta es la gigantomaquia que nuestras niñeras pretenden apaciguar con el «arrorró del cielo(91)»!
VII
¿Por qué nuestros parientes, los animales, no exhiben una lucha cultural semejante? Pues no lo sabemos. Muy probablemente, algunos de ellos, como las abejas, hormigas, termitas, han bregado durante miles de siglos hasta hallar esas instituciones estatales, esa distribución de las funciones, esa limitación de los individuos que hoy admiramos en ellos. Es característico de nuestra situación presente que nuestro sentimiento nos diga que no nos consideraríamos dichosos en ninguno de esos Estados animales y en ninguno de los papeles que en ellos se asigna al individuo. En otras especies acaso se haya llegado a un equilibrio temporario entre los influjos del mundo circundante {Umwelt} y las pulsiones que libran combate en el interior de ellas, y, de esta manera, a una detención del desarrollo. En el caso de los hombres primordiales, probablemente un nuevo embate de la libido provocó de contragolpe una renovada renuencia de la pulsión de destrucción. Pero no hay que preguntar demasiado acerca de cosas que todavía no tienen respuesta.
Nos acude otra pregunta más cercana. ¿De qué medios se vale la cultura para inhibir, para volver inofensiva, acaso para erradicar la agresión contrariante? Ya hemos tomado, conocimiento de algunos de esos métodos, pero al parecer no de los más importantes. Podemos estudiarlos en la historia evolutiva del individuo. ¿Qué le pasa para que se vuelva inocuo su gusto por la agresión? Algo muy asombroso que no habíamos colegido, aunque es obvio. La agresión es introyectada, interiorizada, pero en verdad reenviada a su punto de partida; vale decir: vuelta hacia el yo propio. Ahí es recogida por una parte del yo, que se contrapone al resto como superyó y entonces, como «conciencia moral», está pronta a ejercer contra el yo la misma severidad agresiva que el yo habría satisfecho de buena gana en otros individuos, ajenos a él. Llamamos «conciencia de culpa» a la tensión entre el superyó que se ha vuelto severo y el yo que le está sometido. Se exterioriza como necesidad de castigo(92). Por consiguiente, la cultura yugula el peligroso gusto agresivo del individuo debilitándolo, desarmándolo, y vigilándolo mediante una instancia situada en su interior, como si fuera una guarnición militar en la ciudad conquistada.
Las ideas que el analista se forma acerca de la génesis del sentimiento de culpa no son las corrientes entre los psicólogos; es verdad que tampoco a él le resulta fácil dar razón de dicha génesis. En primer lugar, si se pregunta cómo alguien puede llegar a tener un sentimiento de culpa, se recibe una respuesta que no admite contradicción: uno se siente culpable (los creyentes dicen: en pecado) cuando ha hecho algo que discierne como «malo». Pero enseguida se advierte lo poco que ayuda semejante respuesta. Acaso, tras vacilar un tanto, se agregue que puede considerarse culpable también quien no ha hecho nada malo, pero discierne en sí el mero propósito de obrar de ese modo; y entonces se preguntará por qué el propósito se considera aquí equivalente a la ejecución. No obstante, ambos casos presuponen que ya se haya discernido al mal como reprobable, como algo que no debe ejecutarse. ¿Cómo se llega a esa resolución? Es lícito desautorizar la existencia de una capacidad originaria, por así decir natural, de diferenciar el bien del mal. Evidentemente, malo no es lo dañino o perjudicial para el yo; al contrario, puede serlo también lo que anhela y le depara contento. Entonces, aquí se

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manifiesta una influencia ajena; ella determina lo que debe llamarse malo y bueno. Librado a la espontaneidad de su sentir, el hombre no habría seguido ese camino; por tanto, ha de tener un motivo para someterse a ese influjo ajeno. Se lo descubre fácilmente en su desvalimiento y dependencia de otros; su mejor designación sería: angustia frente a la pérdida de amor. Si pierde el amor del otro, de quien depende, queda también desprotegido frente a diversas clases de peligros, y sobre todo frente al peligro de que este ser hiperpotente le muestre su superioridad en la forma del castigo. Por consiguiente, lo malo es, en un comienzo, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida de amor; y es preciso evitarlo por la angustia frente a esa pérdida. De acuerdo con ello, importa poco que ya se haya hecho lo malo, o sólo se lo quiera hacer; en ambos casos, el peligro se cierne solamente cuando la autoridad lo descubre, y ella se comportaría de manera semejante en los dos.
Suele llamarse a este estado «mala conciencia», pero en verdad no merece tal nombre, pues es manifiesto que en ese grado la conciencia de culpa no es sino angustia frente a la pérdida de amor, angustia «social». En el niño pequeño la situación nunca puede ser otra; pero es también la de muchos adultos, apenas modificada por el hecho de que la comunidad humana global remplaza en ellos al padre o a ambos progenitores. Por eso se permiten habitualmente ejecutar lo malo que les promete cosas agradables cuando están seguros de que la autoridad no se enterará o no podrá hacerles nada, y su angustia se dirige sólo a la posibilidad de ser descubiertos (ver nota(93)). Este es el estado de cosas con que, en general, debe contar la sociedad de nuestros días.
Sólo sobreviene un cambio importante cuando la autoridad es interiorizada por la instauración de un superyó. Con ello los fenómenos de la conciencia moral son elevados a un nuevo grado {estadio}; en el fondo, únicamente entonces corresponde hablar de conciencia moral y sentimiento de culpa (ver nota(94)). En ese momento desaparece la angustia frente a la posibilidad de ser descubierto, y también, por completo, el distingo entre hacer el mal y quererlo; en efecto, ante el superyó nada puede ocultarse, ni siquiera los pensamientos. La situación parece haber dejado de ser seria en lo objetivo {real}, pues se creería que el superyó no tiene motivo alguno para maltratar al yo, con quien se encuentra en íntima copertenencia. Pero el influjo del proceso genético, que deja sobrevivir a lo pasado y superado, se exterioriza en el hecho de que en el fondo las cosas quedan como al principio. El superyó pena al yo pecador con los mismos sentimientos de angustia, y acecha oportunidades de hacerlo castigar por el mundo exterior.
En este segundo grado de su desarrollo, la conciencia moral presenta una peculiaridad que era ajena al primero y ya no es fácil de explicar (ver nota(95)): se comporta con severidad y desconfianza tanto mayores cuanto más virtuoso es el individuo, de suerte que en definitiva justamente aquellos que se han acercado más a la santidad(96) son los que más acerbamente se reprochan su condición pecaminosa. Así la virtud pierde una parte de la recompensa que se le promete; el yo obediente y austero no goza de la confianza de su mentor y, a lo que. parece, se esfuerza en vano por granjeársela. En este punto se estará dispuesto a objetar: he ahí unas dificultades amañadas de manera artificial. Se dirá que una conciencia moral más severa y vigilante es el rasgo característico del hombre virtuoso, y que si los santos se proclaman pecadores no lo harían sin razón, considerando las tentaciones de satisfacción pulsional a que están expuestos en medida particularmente elevada, puesto que, como bien se sabe, una denegación continuada tiene por efecto aumentar las tentaciones, que, cuando se las satisface de tiempo en tiempo, ceden al menos provisionalmente. Otro hecho que pertenece también al ámbito de problemas -tan rico- de la ética es que la mala fortuna, vale decir, una frustración exterior, promueve en muy grande medida el poder de la conciencia moral dentro del superyó. Mientras al individuo le va bien, su conciencia moral es clemente y permite al yo emprender toda clase de cosas; cuando lo abruma la desdicha, el individuo se mete dentro de sí, discierne su pecaminosidad, aumenta las exigencias de su conciencia moral, se impone abstinencias y se castiga mediante penitencias (ver nota(97)). Pueblos enteros se han comportado y se siguen comportando de ese modo. Pero esto se explica cómodamente a partir del grado infantil, originario, de la conciencia moral, grado que, por consiguiente, no es abandonado tras la introyección en el superyó, sino que persiste junto a ella y tras ella. El destino es visto como sustituto de la instancia parental; si se es desdichado, ello significa que ya no se es amado por esos poderes supremos y, bajo la amenaza de esta pérdida de amor, uno se inclina de nuevo ante la subrogación de los progenitores en el superyó, que en la época dichosa se pretendió descuidar. Esto es particularmente nítido si en sentido estrictamente religioso se discierne en el destino sólo la expresión de la voluntad divina. El pueblo de Israel se había considerado hijo predilecto de Dios, y cuando el gran Padre permitió que se abatiera sobre su pueblo desdicha tras desdicha, él no se apartó de aquel vínculo ni dudó del poder y la justicia de Dios, sino que produjo los profetas, que le pusieron por delante su pecaminosidad, y a partir de su conciencia de culpa creó los severísimos preceptos de su religión sacerdotal (ver nota(98)). ¡Qué distinto se comportan los primitivos! Cuando les sobreviene una desdicha, no se atribuyen la culpa: la imputan al fetiche, que manifiestamente no hizo lo debido, y lo aporrean en vez de castigarse a sí mismos.
Entonces, hemos tomado noticia de dos diversos orígenes del sentimiento de culpa: la angustia frente a la autoridad y1 más tarde, la angustia frente al superyó. La primera compele a renunciar a satisfacciones pulsionales; la segunda esfuerza, además, a la punición, puesto que no se puede ocultar ante el superyó la persistencia de los deseos prohibidos. Nos hemos enterado además del modo en que se puede comprender la severidad del superyó, vale decir, el reclamo de la conciencia moral. Simplemente, es continuación de la severidad de la autoridad externa, relevada y en parte sustituida por ella. Ahora vemos el nexo entre la renuncia de lo pulsional y la conciencia moral. Originariamente, en efecto, la renuncia de lo pulsional es la consecuencia de la angustia frente a la autoridad externa; se renuncia a satisfacciones para no perder su amor. Una vez operada esa renuncia, se está, por así decir, a mano con ella; no debería quedar pendiente, se supone, sentimiento de culpa alguno. Es diverso lo que ocurre en el caso de la angustia frente al superyó. Aquí la renuncia de lo pulsional no es suficiente, pues el deseo persiste y no puede esconderse ante el superyó. Por tanto, pese a la renuncia consumada sobrevendrá un sentimiento de culpa, y es esta una gran desventaja económica de la implantación del superyó o, lo que es lo mismo, de la formación de la conciencia moral. Ahora la renuncia de lo pulsional ya no tiene un efecto satisfactorio pleno; la abstención virtuosa ya no es recompensada por la seguridad del amor; una desdicha que amenazaba desde afuera -pérdida de amor y castigo de parte de la autoridad externa- se ha trocado en una desdicha interior permanente, la tensión de la conciencia de culpa.
Estas constelaciones son tan enmarañadas y al mismo tiempo tan importantes que, a riesgo de repetirme, quiero abordarlas todavía desde otro ángulo. La secuencia temporal sería, entonces: primero, renuncia de lo pulsional como resultado de la angustia frente a la agresión

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de la autoridad externa -pues en eso desemboca la angustia frente a la pérdida del amor, ya que el amor protege de esa agresión punitiva-; después, instauración de la autoridad interna, renuncia de lo pulsional a consecuencia de la angustia frente a ella, angustia de la conciencia moral (ver nota(99)). En el segundo caso, hay igualación entre la mala acción y el propósito malo; de ahí la conciencia de culpa, la necesidad de castigo. La agresión de la conciencia moral conserva la agresión de la autoridad. Hasta allí todo se ha vuelto claro; pero, ¿dónde resta espacio para el refuerzo de la conciencia moral bajo la influencia de la desdicha (de la renuncia impuesta desde afuera), para la extraordinaria severidad que alcanza la conciencia moral en los mejores y más obedientes? Ya hemos dado explicaciones de ambas particularidades, pero probablemente quedó la impresión de que ellas no llegaban al fondo, dejaban un resto sin explicar. Para zanjar la cuestión, en este punto interviene una idea que es exclusiva del psicoanálisis y ajena al modo de pensar ordinario de los seres humanos. Y ella es de tal índole que nos permite comprender cómo todo el asunto debía por fuerza presentársenos tan confuso e impenetrable. Es esta: Al comienzo, la conciencia moral (mejor dicho: la angustia, que más tarde deviene conciencia moral) es por cierto causa de la renuncia de lo pulsional, pero esa relación se invierte después. Cada renuncia de lo pulsional deviene ahora una fuente dinámica de la conciencia moral; cada nueva renuncia aumenta su severidad e intolerancia, y estaríamos tentados de profesar una tesis paradójica, con que sólo pudiéramos armonizarla mejor con la historia genética de la conciencia moral tal como ha llegado a sernos notoria; hela aquí: La conciencia moral es la consecuencia de la renuncia de lo pulsional; de otro modo: La renuncia de lo pulsional (impuesta a nosotros desde afuera) crea la conciencia moral, que después reclama más y más renuncias.En verdad no es tan grande la contradicción de esta tesis respecto de la enunciada génesis de la conciencia moral, y vemos un camino para amenguarla más. A fin de facilitar la exposición, tomemos el ejemplo de la pulsión de agresión y supongamos que en estas constelaciones se trata, siempre de una renuncia a la agresión. Desde luego, sólo está destinado a ser un supuesto provisional. El efecto que la renuncia de lo pulsional ejerce sobre la conciencia moral se produce, entonces, del siguiente modo: cada fragmento de agresión de cuya satisfacción nos abstenemos es asumido por el superyó y acrecienta su agresión (contra el yo). Hay algo que no armoniza bien con esto, a saber: que la agresión originaria poseída por la conciencia moral es continuación de la severidad de la autoridad externa, o sea, nada tiene que ver con una renuncia. Pero eliminamos esta discordancia si suponemos otro origen para esta primera dotación agresiva del superyó. Respecto de la autoridad que estorba al niño las satisfacciones primeras, pero que son también las más sustantivas, tiene que haberse desarrollado en él un alto grado de inclinación agresiva, sin que interese la índole de las resignaciones de pulsión exigidas. Forzosamente, el niño debió renunciar a la satisfacción de esta agresión vengativa. Salva esta difícil situación económica por la vía de mecanismos consabidos: acoge dentro de sí por identificación esa autoridad inatacable, que ahora deviene el superyó y entra en posesión de toda la agresión que, como hijo, uno de buena gana habría ejercido contra ella. El yo del hijo tiene que contentarse con el triste papel de la autoridad -del padre- así degradada. Es una inversión de la situación, como es tan frecuente: «Si yo fuera el padre y tú el hijo, te maltrataría». El vínculo entre superyó y yo es el retorno, desfigurado por el deseo, de vínculos objetivos (real} entre el yo todavía no dividido y un objeto exterior. También esto es típico. Ahora bien, la diferencia esencial consiste en que la severidad originaria propia del superyó no es -o no es tanto- la que se ha experimentado de parte de ese objeto o la que se le ha atribuido, sino que subroga la agresión propia contra él. Si esto es correcto, es lícito aseverar que efectivamente la conciencia moral ha nacido en el comienzo por la sofocación de una agresión y en su periplo ulterior se refuerza por nuevas sofocaciones de esa índole.
Pero, ¿cuál de estas dos concepciones es la justa? ¿La primera, que nos pareció tan incuestionable desde el punto de vista genético, o esta de ahora, que redondea la teoría tan oportunamente? Es evidente -también según el testimonio de la observación directa- que ambas están justificadas; no se disputan el campo, y aun coinciden en un punto: en efecto, la agresión vengativa del hijo es co-mandada por la medida de la agresión punitoria que espera del padre.
Ahora bien, la experiencia enseña que la severidad del superyó desarrollado por un niño en modo alguno espeja la severidad del trato que ha experimentado (ver nota(100)). Parece independiente de ella, pues un niño que ha recibido una educación blanda puede adquirir una conciencia moral muy severa. Empero, sería incorrecto pretender exagerar esa independencia; no es difícil convencerse de que la severidad de la educación ejerce fuerte influjo también sobre la formación del superyó infantil. Cabe consignar también que en la formación del superyó y en la génesis de la conciencia moral cooperan factores constitucionales congénitos, así como influencias del medio, del contorno objetivo {real}; y esto en modo alguno es sorprendente, sino la condición etiológica universal de todos los procesos de esta índole (ver nota(101)).
Puede decirse también que si el niño reacciona con una agresión hiperintensa y una correspondiente severidad del superyó frente a las primeras grandes frustraciones {denegaciones} pulsionales, en ello obedece a un arquetipo filogenético y sobrepasa la reacción justificada en lo actual, pues el padre de la prehistoria era por cierto temible y era lícito atribuirle la medida más extrema de agresión. Así, pasando de la historia evolutiva individual a la filogenética, se aminora todavía más la diferencia entre las dos concepciones de la génesis de la conciencia moral. Pero a cambio de ello surge una nueva diferencia sustantiva entre ambos procesos. No podemos prescindir de la hipótesis de que el sentimiento de culpa de la humanidad desciende del complejo de Edipo y se adquirió a raíz del parricidio perpetrado por la unión de hermanos (ver nota(102)). Y en ese tiempo no se sofocó una agresión, sino que se la ejecutó: la misma agresión cuya sofocación en el hijo está destinada a ser la fuente del sentimiento de culpa. No me asombrarla que en este punto un lector prorrumpiera con enojo: «¡Conque es del todo indiferente que se asesine o no al padre, pues de cualquier modo se adquirirá un sentimiento de culpa! Cabe permitirse ciertas dudas. O bien es falso que el sentimiento de culpa provenga de agresiones sofocadas, o toda la historia del parricidio es una novela y, entre los hombres primordiales, los hijos no mataron a su padre con mayor frecuencia de lo que suelen hacerlo hoy. Por lo demás, si no se trata de una novela, sino de una historia verosímil, se estaría frente a un caso en que acontece lo que todo el mundo espera, a saber, que uno se siente culpable porque ha hecho efectiva y realmente algo que es injustificable. Y de esto que es asunto de todos los días, el psicoanálisis nos queda debiendo la explicación».
Ello es verdad y debe repararse. Además, no es un gran secreto. Si uno tiene un sentimiento de culpa tras infringir algo y por eso mismo, más bien debería llamarloarrepentimiento. Tal sentimiento se refiere sólo a un acto, y desde luego presupone que antes de cometerlo existía ya una conciencia moral, la disposición a sentirse culpable. Un arrepentimiento semejante, entonces, en nada podría ayudarnos a descubrir el origen de la conciencia moral y del

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sentimiento de culpa. He aquí el curso que de ordinario siguen estos casos cotidianos: una necesidad pulsional ha adquirido una potencia suficiente para satisfacerse a pesar de la conciencia moral, que solamente está limitada en la suya; y luego de que la necesidad logra eso, su natural debilitamiento permite que se restablezca la anterior relación de fuerzas. Por ello el psicoanálisis hace bien en excluir de estas elucidaciones el caso de sentimiento de culpa por arrepentimiento, no importa con cuánta frecuencia se produzca ni cuán grande sea su significación práctica.Pero si se hace remontar el humano sentimiento de culpa al asesinato del padre primordial, ¿no fue ese un claro caso de « arrepentimiento », y no vale para aquel tiempo el presupuesto de una conciencia moral y un sentimiento de culpa anteriores al acto? ¿De dónde provino el arrepentimiento? Es evidente que este caso debe esclarecernos el secreto del sentimiento de culpa y poner término a nuestras perplejidades. Y opino que en efecto lo hará. Ese arrepentimiento fue el resultado de la originaria ambivalencia de sentimientos hacia el padre; los hijos lo odiaban, pero también lo amaban; satisfecho el odio tras la agresión, en el arrepentimiento por el acto salió a la luz el amor; por vía de identificación con el padre, instituyó el superyó, al que confirió el poder del padre a modo de castigo por la agresión perpetrada contra él, y además creó las limitaciones destinadas a prevenir una repetición del crimen. Y como la inclinación a agredir al padre se repitió en las generaciones siguientes, persistió también el sentimiento de culpa, que recibía un nuevo refuerzo cada vez que una agresión era sofocada y trasferida al superyó. Ahora, creo, asimos por fin dos cosas con plena claridad: la participación del amor en la génesis de la conciencia moral, y el carácter fatal e inevitable del sentimiento de culpa. No es decisivo, efectivamente, que uno mate al padre o se abstenga del crimen; en ambos casos uno por fuerza se sentirá culpable, pues el sentimiento de culpa es la expresión del conflicto de ambivalencia, de la lucha eterna entre el Eros y la pulsión de destrucción o de muerte. Y ese conflicto se entabla toda vez que se plantea al ser humano la tarea de la convivencia; mientras una comunidad sólo conoce la forma de la familia, aquel tiene que exteriorizarse en el complejo de Edipo, introducir la conciencia moral, crear el primer sentimiento de culpa. Si se ensaya una ampliación de esa comunidad, ese mismo conflicto se prolonga en formas que son dependientes del pasado, se refuerza y trae como consecuencia un ulterior aumento del sentimiento de culpa. Puesto que la cultura obedece a una impulsión erótica interior, que ordena a los seres humanos unirse en una masa estrechamente atada, sólo puede alcanzar esta meta por la vía de un refuerzo siempre creciente del sentimiento de culpa. Lo que había empezado en torno del padre se consuma en torno de la masa. Y si la cultura es la vía de desarrollo necesaria desde la familia a la humanidad, entonces la elevación del sentimiento de culpa es inescindible de ella, como resultado del conflicto innato de ambivalencia, como resultado de la eterna lucha entre amor y pugna por la muerte; y lo es, acaso, hasta cimas que pueden serle difícilmente soportables al individuo. Le viene a uno a la memoria la sobrecogedora acusación del gran poeta a los «poderes celestiales»:
«Nos ponéis en medio de la vida, dejáis que la pobre criatura se llene de culpas: luego a su cargo le dejáis la pena; pues toda culpa se paga sobre la Tierra».
(Ver nota(103))
Y uno bien puede suspirar por el saber que es dado a ciertos hombres: espigan sin trabajo, del torbellino de sus propios sentimientos, las intelecciones más hondas hacia las cuales los demás, nosotros todos, hemos debido abrirnos paso en medio de una incertidumbre torturante v a través de unos desconcertados tanteos.
VIII
Llegado al final de semejante camino, el autor tiene que pedir disculpas a sus lectores por no haber sido para ellos un diestro guía y ahorrarles la vivencia de trayectos yermos y trabajosas sendas. No hay ninguna duda de que se podría haberlo hecho mejor. Ensayaré, con posterioridad, algún resarcimiento.
En primer lugar, conjeturo en los lectores la impresión de que las elucidaciones sobre el sentimiento de culpa hacen saltar los marcos de este ensayo, al apropiarse de un espacio excesivo y marginar su restante contenido, con el que no siempre mantienen un nexo estrecho. Acaso haya perjudicado el edificio del ensayo, pero ello responde enteramente al propósito de situar al sentimiento de culpa como el problema más importante del desarrollo cultural, y mostrar que el precio del progreso cultural debe pagarse con el déficit de dicha provocado por la elevación del sentimiento de culpa (ver nota(104)). Lo que sigue sonando extraño aún en ese enunciado, que es el resultado final de nuestra indagación, probablemente se reconduzca al nexo del sentimiento de culpa con la conciencia {Bewusstsein}, nexo curiosísimo e incomprensible aún. En los casos de arrepentimiento comunes, que consideramos normales, se hace perceptible a la conciencia con bastante nitidez; por cierto, estamos habituados a decir «conciencia de culpa» en vez de sentimiento de culpa. El estudio de las neurosis, al que debemos las más valiosas indicaciones para la comprensión de lo normal, nos ofrece constelaciones contradictorias. En una de esas afecciones, la neurosis obsesiva, el sentimiento de culpa se impone expreso a la conciencia, gobierna el cuadro patológico así como la vida de los enfermos, y apenas si admite otros elementos junto a sí. Pero en la mayoría de los otros casos y formas de neurosis permanece por entero inconciente, sin que por ello los efectos que exterioriza sean desdeñables. Los enfermos no nos creen cuando les atribuimos un «sentimiento inconsciente de culpa»; para que nos comprendan por lo menos a medias, les hablamos de una necesidad inconciente de castigo en que se exterioriza el sentimiento de culpa. Pero no hay que sobrestimar los vínculos con la forma de neurosis: también en la neurosis obsesiva hay tipos de enfermos que no perciben su sentimiento de culpa o sólo lo sienten como un malestar torturante, una suerte de angustia, tras serles impedida la ejecución de ciertas acciones. Algún día comprenderemos estas cosas, que todavía se nos escapan.

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Acaso venga a cuento aquí la puntualizarían de que el sentimiento de culpa no es en el fondo sino una variedad tópica de la angustia, y que en sus fases más tardías coincide enteramente con la angustia frente al superyó. Ahora bien, la angustia muestra las mismas extraordinarias variaciones en su nexo con la conciencia. De algún modo ella se encuentra tras todos los síntomas, pero ora reclama ruidosamente a la conciencia, ora se esconde de manera tan perfecta que nos vemos precisados a hablar de una angustia inconciente o -por un prurito psicológico, puesto que la angustia, en principio, es sólo una sensación (ver nota(105))- de posibilidades de angustia. A causa de lo dicho, es harto concebible que tampoco la conciencia de culpa producida por la cultura se discierna como tal, que permanezca en gran parte inconciente o salga a la luz como un malestar, un descontento para el cual se buscan otras motivaciones.Las religiones, por lo menos, no han ignorado el papel del sentimiento de culpa en la cultura. Y en efecto sustentan la pretensión -cosa que yo no había apreciado en otro trabajo (ver nota(106))- de redimir a la humanidad de este sentimiento de culpa, que ellas llaman pecado. A partir del modo en que en el cristianismo se gana esa salvación (a saber: la ofrenda que de su vida hace un individuo, quien, con ella, toma sobre sí una culpa común a todos), hemos extraído una inferencia acerca de cuál puede haber sido la ocasión primera en que se adquirió esa culpa primordial con que al mismo tiempo comenzó la cultura (ver nota(107)).
Puede que no sea muy importante, pero acaso no resultará superfluo elucidar el significado de algunos términos como «superyó», «conciencia moral», «sentimiento de culpa», «necesidad de castigo», «arrepentimiento», términos que quizás hemos usado a menudo de una manera excesivamente laxa, intercambiándolos. Todos se refieren a la misma constelación, pero designan aspectos diversos de ella. El superyó es una instancia por nosotros descubierta; la conciencia moral, una función que le atribuimos junto a otras: la de vigilar y enjuiciar las acciones y los propósitos del yo; ejerce una actividad censora. El sentimiento de culpa, la dureza del superyó, es entonces lo mismo que la severidad de la conciencia moral; es la percepción, deparada al yo, de ser vigilado de esa manera, la apreciación de la tensión entre sus aspiraciones y los reclamos del superyó. Y la angustia frente a esa instancia crítica (angustia que está en la base de todo el vínculo), o sea la necesidad de castigo, es una exteriorización pulsional del yo que ha devenido masoquista bajo el influjo del superyó sádico, vale decir, que emplea un fragmento de la pulsión de destrucción interior, preexistente en él, en una ligazón erótica con el superyó. No debiera hablarse de conciencia moral antes del momento en que pueda registrarse la presencia de un superyó; en cuanto a la conciencia de culpa, es preciso admitir que existe antes que el superyó, y por tanto antes que la conciencia moral. Es, entonces, la expresión inmediata de la angustia frente a la autoridad externa, el reconocimiento de la tensión entre el yo y esta última, el retoño directo del conflicto entre la necesidad de su amor y el esfuerzo a la satisfacción pulsional, producto de cuya inhibición es la inclinación a agredir. La presencia superpuesta de estos dos estratos del sentimiento de culpa -por angustia frente a la autoridad externa, y por angustia frente a la interna- nos ha estorbado muchas veces ver los nexos de la conciencia moral. El arrepentimiento es una designación genérica de la reacción del yo en un caso particular del sentimiento de culpa; contiene -muy poco trasformado-el material de sensaciones de la angustia operante detrás, es él mismo un castigo y puede incluir la necesidad de castigo; por tanto, también él puede ser más antiguo que la conciencia moral.
Tampoco será perjudicial que presentemos de nuevo las contradicciones que por un momento nos sumieron en perplejidad en el curso de nuestra indagación. El sentimiento de culpa debía ser en un caso la consecuencia de agresiones suspendidas, pero en el otro, y justamente en su comienzo histórico, el parricidio, la consecuencia de una agresión ejecutada. Hallamos una vía para escapar de esta dificultad. Es que la institución de la autoridad interna, el superyó, alteró radicalmente la constelación. Antes, el sentimiento de culpa coincidía con el arrepentimiento; a raíz de ello apuntamos que la designación «arrepentimiento» ha de reservarse para la reacción tras la ejecución efectiva de la agresión. A partir de entonces, perdió su fuerza la diferencia entre agresión consumada y mera intención, y ello por la omnisapiencia del superyó; ahora podía producir un sentimiento de culpa tanto una acción violenta efectivamente ejecutada -como todo el mundo sabe- cuanto una que se quedara en la mera intención -como lo ha discernido el psicoanálisis-. A pesar del cambio de la situación psicológica, el conflicto de ambivalencia entre las dos pulsiones primordiales deja como secuela el mismo efecto. Es tentador buscar aquí la solución del enigma planteado por el variable vínculo del sentimiento de culpa con la conciencia. El sentimiento de culpa por arrepentimiento de la mala acción debería de ser siempre conciente; en cambio, el producido por percepción del impulso malo podría permanecer inconciente. Sólo que la situación no es tan simple; la neurosis obsesiva lo contradice enérgicamente.
La segunda contradicción era que la energía agresiva de que concebimos dotado al superyó constituía, de acuerdo con una concepción, la mera continuación de la energía punitoria de la autoridad externa, conservada para la vida anímica; mientras que otra concepción opinaba que ella era más bien la agresión propia, enconada contra esa autoridad inhibidora y que no había llegado a emplearse. La primera doctrina parecía adecuarse más a la historia objetiva {Geschichte}, y la segunda, a la teoría del sentimiento de culpa. Una reflexión más detenida terminó por borrar casi esa oposición que parecía inconciliable; resultó que lo esencial y lo común a ambas era que se trataba de una agresión desplazada {descentrada} hacia el interior. Y la observación clínica permite también distinguir en la realidad efectiva dos fuentes para la agresión atribuida al superyó; en general cooperan, pero en casos singulares una u otra de ellas ejerce el efecto más intenso.
Creo que este es el lugar adecuado para sustentar con firmeza una concepción que hasta aquí había recomendado como supuesto provisional. En la bibliografía analítica más reciente se nota cierta preferencia por la doctrina de que cualquier clase de frustración, cualquier estorbo de una satisfacción pulsional, tiene o podría tener como consecuencia un aumento del sentimiento de culpa (ver nota(108)). Creo que uno se procura un gran alivio teórico suponiendo que ello es válido sólo para las pulsiones agresivas, y no se hallará mucho que contradiga esta hipótesis. Pero, ¿cómo explicar dinámica y económicamente que en lugar de una demanda erótica incumplida sobrevenga un aumento del sentimiento de culpa? Pues bien; ello sólo parece posible por este rodeo: que el impedimento de la satisfacción erótica provoque una inclinación agresiva hacia la persona que estorbó aquella, y que esta agresión misma tenga que ser a su vez sofocada. En tal caso, es sólo la agresión la que se trasmuda en sentimiento de culpa al ser sofocada y endosada al superyó. Estoy convencido de que podremos exponer muchos procesos de manera más simple y trasparente si limitamos a las pulsiones agresivas el descubrimiento del psicoanálisis sobre la derivación del sentimiento de culpa. El material clínico no nos da una respuesta unívoca a este punto porque, según nuestra premisa, las dos variedades de pulsión difícilmente aparezcan alguna vez puras, aisladas una de la otra; sin

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embargo, la apreciación de casos extremos tal vez habrá de señalar en la dirección que espero.Estoy tentado de extraer un primer beneficio de esta concepción más rigurosa, aplicándola al proceso de la represión. Según hemos aprendido, los síntomas de las neurosis son esencialmente satisfacciones sustitutivas de deseos sexuales incumplidos. En el curso del trabajo analítico nos hemos enterado, para nuestra sorpresa, de que acaso toda neurosis esconde un monto de sentimiento de culpa inconciente, que a su vez consolida los síntomas por su aplicación en el castigo. Entonces nos tienta formular este enunciado: Cuando una aspiración pulsional sucumbe a la represión, sus componentes libidinosos son traspuestos en síntomas, y sus componentes agresivos, en sentimiento de culpa. Este enunciado merecería nuestro interés aunque sólo fuera correcto en una aproximación global.
Por otra parte, muchos lectores de este ensayo acaso tengan la impresión de haber oído demasiadas veces la fórmula de la lucha entre Eros y pulsión de muerte. Se les dijo que caracterizaba al proceso cultural que abarca a la humanidad toda, pero se la refirió también al desarrollo del individuo y, además, estaría destinada a revelar el secreto de la vida orgánica en general. Parece indispensable indagar los vínculos recíprocos entre esos tres procesos. Ahora bien, el retorno de esa fórmula, idéntica, se justifica por esta consideración: tanto el proceso cultural de la humanidad como el desarrollo del individuo son sin duda procesos vitales, vale decir, no pueden menos que compartir el carácter más universal de la vida. Y justamente por ello, la prueba de ese rasgo universal no ayuda en nada a diferenciarlos, a menos que se lo acote mediante condiciones particulares. Entonces sólo puede tranquilizarnos el enunciado de que el proceso cultural es la modificación que el proceso vital experimentó bajo el influjo de una tarea planteada por Eros e incitada por Ananké, el apremio objetivo {real}; y esa tarea es la reunión de seres humanos aislados en una comunidad atada libidinosamente. Pero si ahora consideramos el nexo entre el proceso cultural de la humanidad y el proceso de desarrollo o de educación del individuo, no vacilaremos mucho en decidirnos a atribuirles una naturaleza muy semejante, si es que no se trata de un mismo proceso que envuelve a objetos de diversa clase. El proceso cultural de la humanidad es, desde luego, una abstracción de orden más elevado
que el desarrollo del individuo; por eso resulta más difícil de aprehender intuitivamente, y la pesquisa de analogías no debe extremarse compulsivamente. Pero dada la homogeneidad de la meta -la introducción de un individuo en una masa humana, en un caso, y la producción de una unidad de masa a partir de muchos individuos, en el otro-, no puede sorprender la semejanza entre los medios empleados para alcanzarla, así como entre los fenómenos sobrevinientes. Debido a su extraordinaria importancia, no es lícito descuidar por más tiempo un rasgo que diferencia a ambos procesos. En el del desarrollo del individuo, se establece como meta principal el programa del principio de placer: conseguir una satisfacción dichosa; en cuanto a la integración en una comunidad humana, o la adaptación a ella, aparece como una condición difícilmente evitable y que debe ser cumplida en el camino que lleva al logro de la meta de dicha. Si pudiera prescindirse de esa condición, acaso todo andaría mejor. Expresado de otro modo: el desarrollo índividual se nos aparece como un producto de la interferencia entre dos aspiraciones: el afán por alcanzar dicha, que solemos llamar «egoísta», y el de reunirse con los demás en la comunidad, que denominamos «altruista». Esas dos designaciones no van mucho más allá de la superficie. Según dijimos, en el desarrollo individual el acento principal recae, las más de las veces, sobre la aspiración egoísta o de dicha; la otra, que se diría «cultural», se contenta por lo regular con el papel de una limitación. Diversamente ocurre en el proceso cultural; aquí lo principal es, con mucho, producir una unidad a partir de los individuos humanos; y si bien subsiste la meta de la felicidad, ha sido esforzada al trasfondo; y aun parece, casi, que la creación de una gran comunidad humana se lograría mejor si no hiciera falta preocuparse por la dicha de los individuos. El proceso de desarrollo del individuo puede tener, pues, sus rasgos particulares, que no se reencuentren en el proceso cultural de la humanidad; sólo en la medida en que aquel primer proceso tiene por meta acoplarse a la comunidad coincidirá con el segundo.
Así como el planeta gira en torno de su cuerpo central al par que rota sobre su eje, el individuo participa en la vía de desarrollo de la humanidad en tanto anda por su propio camino vital. Pero ante nuestro ojo desnudo, el juego de fuerzas que tiene por teatro los cielos nos parece petrificado en un orden eternamente igual; en cambio, en el acontecer orgánico vemos todavía cómo las fuerzas luchan entre sí y los resultados del conflicto varían de manera permanente. Así, las dos aspiraciones, de dicha individual y de acoplamiento a la comunidad, tienen que luchar entre sí en cada individuo; y los dos procesos, el desarrollo del individuo y el de la cultura, por fuerza entablan hostilidades recíprocas y se disputan el terreno. Pero esta lucha entre individuo y comunidad no es un retoño de la oposición, que probablemente sea inconciliable, entre las pulsiones primordiales, Eros y Muerte; implica una querella doméstica de la libido, comparable a la disputa en torno de su distribución entre el yo y los objetos, y admite un arreglo definitivo en el individuo, como esperamos lo admita también en el futuro de la cultura, por más que en el presente dificulte tantísimo la vida de aquel.
La analogía entre el proceso cultural y la vía evolutiva del individuo puede ampliarse en un aspecto sustantivo. Es lícito aseverar, en efecto, que también la comunidad plasma un superyó, bajo cuyo influjo se consuma el desarrollo de la cultura, Para un conocedor de las culturas humanas sería acaso una seductora tarea estudiar esta equiparación en sus detalles. Me limitaré a destacar algunos puntos llamativos. El superyó de una época cultural tiene un origen semejante al de un individuo: reposa en la impresión que han dejado tras sí grandes personalidades conductoras, hombres de fuerza espiritual avasalladora, o tales que en ellos una de las aspiraciones humanas se ha plasmado de la manera más intensa y pura, y por eso también, a menudo, más unilateral. La analogía en numerosos casos va más allá todavía, pues esas personas -con harta frecuencia, aunque no siempre- han sido en vida escarnecidas, maltratadas y aun cruelmente eliminadas por los demás: tal y como el padre primordial sólo mucho tiempo después de su asesinato violento ascendió a la divinidad. Justamente la persona de Jesucristo es el ejemplo más conmovedor de este encadenamiento del destino -si es que no pertenece al mito, que la habría llamado a la vida en oscura memoria de aquel proceso primordial-. Otro punto de concordancia es que el superyó de la cultura, en un todo como el del individuo, plantea severas exigencias ideales cuyo incumplimiento es castigado mediante una «angustia de la conciencia moral». Más aún: se produce aquí el hecho asombroso de que los procesos anímicos correspondientes nos resultan más familiares y accesibles a la conciencia vistos del lado de la masa que del lado del individuo. En este último, sólo las agresiones del superyó en caso de tensión se vuelven audibles como reproches, mientras que las exigencias mismas a menudo permanecen inconcientes en el trasfondo. Si se las lleva al conocimiento conciente, se demuestra que coinciden con los preceptos del superyó de la cultura respectiva. En este punto los dos procesos, el del desarrollo cultural de la multitud y el propio del individuo, suelen ir pegados, por así decir. Por eso numerosas exteriorizaciones y propiedades del

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superyó pueden discernirse con mayor facilidad en su comportamiento dentro de la comunidad cultural que en el individuo.El superyó de la cultura ha plasmado sus ideales y plantea sus reclamos. Entre estos, los que atañen a los vínculos recíprocos entre los seres humanos se resumen bajo el nombre de ética. En todos los tiempos se atribuyó el máximo valor a esta ética, como si se esperara justamente de ella unos logros de particular importancia. Y en efecto, la ética se dirige a aquel punto que fácilmente se reconoce como la desolladura de toda cultura. La ética ha de concebirse entonces como un ensayo terapéutico, como un empeño de alcanzar por mandamiento del superyó lo que hasta ese momento el restante trabajo cultural no había conseguido. Ya sabemos que, por esa razón, el problema es aquí cómo desarraigar el máximo obstáculo que se opone a la cultura: la inclinación constitucional de los seres humanos a agredirse unos a otros; y por eso mismo nos resulta de particular interés el mandamiento cultural acaso más reciente del superyó: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». En la investigación y la terapia de las neurosis llegamos a hacer dos reproches al superyó del individuo: con la severidad de sus mandamientos y prohibiciones se cuida muy poco de la dicha de este, pues no tiene suficientemente en cuenta las resistencias a su obediencia, a saber, la intensidad de las pulsiones del ello y las dificultades del mundo circundante objetivo {real}. Por eso en la tarea terapéutica nos vemos precisados muy a menudo a combatir al superyó y a rebajar sus exigencias. Objeciones en un todo semejantes podemos dirigir a los reclamos éticos del superyó de la cultura. Tampoco se cuida lo bastante de los hechos de la constitución anímica de los seres humanos, proclama un mandamiento y no pregunta sí podrán obedecerlo. Antes bien, supone que al yo del ser humano le es psicológicamente posible todo lo que se le ordene, pues tendría un gobierno irrestricto sobre su ello. Ese es un error, y ni siquiera en los hombres llamados normales el gobierno sobre el ello puede llevarse más allá de ciertos límites. Sí se exige más, se produce en el individuo rebelión o neurosis, o se lo hace desdichado. El mandamiento «Ama a tu prójimo como a ti mismo» es la más fuerte defensa en contra de la agresión humana, y un destacado ejemplo del proceder apsicológico del superyó de la cultura. El mandato es incumplible; una inflación tan grandiosa del amor no puede tener otro efecto que rebajar su valor, no el de eliminar el apremio. La cultura descuida todo eso; sólo amonesta: mientras más difícil la obediencia al precepto, más meritorio es obedecerlo. Pero en la cultura de nuestros días, quien lo hace suyo se pone en desventaja respecto de quienes lo ignoran. ¡Qué poderosa debe de ser la agresión como obstáculo de la cultura si la defensa contra ella puede volverlo a uno tan desdichado como la agresión misma! La ética llamada «natural» no tiene nada para ofrecer aquí, como no sea la satisfacción narcisista de tener derecho a considerarse mejor que los demás. En cuanto a la que se apuntala en la religión, hace intervenir en este punto sus promesas de un más allá mejor. Yo opino que mientras la virtud no sea recompensada ya sobre la Tierra, en vano se predicará la ética. Paréceme también indudable que un cambio real en las relaciones de los seres humanos con la propiedad aportaría aquímás socorro que cualquier mandamiento ético; empero, en los socialistas, esta intelección es enturbiada por un nuevo equívoco idealista acerca de la naturaleza humana, y así pierde su valor de aplicación.
El modo de abordaje que se propone estudiar el papel de un superyó en las manifestaciones del desarrollo cultural promete todavía, creo, otros conocimientos. Me apresuro a concluir; pero me resulta difícil esquivar una cuestión. Si el desarrollo cultural presenta tan amplía semejanza con el del individuo y trabaja con los mismos medios, ¿no se está justificado en diagnosticar que muchas culturas -o épocas culturales-, y aun posiblemente la humanidad toda, han devenido «neuróticas» bajo el influjo de las aspiraciones culturales? (Ver nota(109)) A la descomposición analítica de estas neurosis podrían seguir propuestas terapéuticas merecedoras de un gran interés práctico. Yo no sabría decir si semejante ensayo de trasferir el psicoanálisis a la comunidad de cultura es disparatado o está condenado a la esterilidad. Pero habría que ser muy precavido, no olvidar que a pesar de todo se trata de meras analogías, y que no sólo en el caso de los seres humanos, sino también en el de los conceptos, es peligroso arrancarlos de la esfera en que han nacido y se han desarrollado. Además, el diagnóstico de las neurosis de la comunidad choca con una dificultad particular. En la neurosis individual, nos sirve de punto de apoyo inmediato el contraste que separa al enfermo de su contorno, aceptado como «normal». En una masa afectada de manera homogénea falta ese trasfondo; habría que buscarlo en otra parte. Y por lo que atañe a la aplicación terapéutica de esta intelección, ¿de qué valdría el análisis más certero de la neurosis social, sí nadie posee la autoridad para imponer a la masa la terapia? A pesar de todos estos obstáculos, es lícito esperar que un día alguien emprenda la aventura de semejante patología de las comunidades culturales.
Por muy diversos motivos, me es ajeno el propósito de hacer una valoración de la cultura humana. Me he empeñado en apartar de mí el prejuicio entusiasta de que nuestra cultura sería lo más precioso que poseemos o pudiéramos adquirir, y que su camino nos conduciría necesariamente a alturas de insospechada perfección. Puedo al menos escuchar sin indignarme al crítico que opina que si uno tiene presentes las metas de la aspiración cultural y los medios que emplea, debería llegar a la conclusión de que no merecen la fatiga que cuestan y su resultado sólo puede ser un estado insoportable para el individuo. Mi neutralidad se ve facilitada por el hecho de que yo sé muy poco de todas esas cosas, y con certeza sólo esto: que los juicios de valor de los seres humanos derivan enteramente de sus deseos de dicha, y por tanto son un ensayo de apoyar sus ilusiones mediante argumentos. Yo comprendería muy bien que alguien destacara el carácter compulsivo de la cultura humana y dijera, por ejemplo, que la inclinación a limitar la vida sexual o la de imponer el ideal de humanidad a expensas de la selección natural son orientaciones evolutivas que no pueden evitarse ni desviarse, y frente a las cuales lo mejor es inclinarse como si se tratara de procesos necesarios de la naturaleza. Conozco también la objeción a ello: aspiraciones que se tenía por incoercibles han sido dejadas a menudo de lado en el curso de la historia de la humanidad, sustituyéndoselas por otras. Así, se me va el ánimo de presentarme ante mis prójimos como un profeta, y me someto a su reproche de que no sé aportarles ningún consuelo -pues eso es lo que en el fondo piden todos, el revolucionario más cerril con no menor pasión que el más cabal beato-.
He aquí, a mi entender, la cuestión decisiva para el destino de la especie humana: si su desarrollo cultural logrará, y en caso afirmativo en qué medida, dominar la perturbación de la convivencia que proviene de la humana pulsión de agresión y de autoaniquilamiento. Nuestra época merece quizás un particular interés justamente en relación con esto. Hoy los seres humanos han llevado tan adelante su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza que con su auxilio les resultará fácil exterminarse unos a otros, hasta el último hombre. Ellos lo saben; de ahí buena parte de la inquietud contemporánea, de su infelicidad, de su talante angustiado. Y ahora cabe esperar que el otro de los dos «poderes celestiales», el Eros eterno, haga un esfuerzo para afianzarse en la lucha contra su enemigo igualmente inmortal. ¿Pero quién puede prever el desenlace? (Ver nota(110))
La educación emancipada de la presión de las doctrinas religiosas acaso no cambie mucho la esencia psicológica del ser humano; nuestro Dios Aogoz quizá no sea muy omnipotente y cumpla sólo una pequeña parte de lo que sus predecesores habían prometido. Si hubiéramos de llegar a inteligir esto último, lo aceptaremos con resignación. Mas no por ello perderemos el interés por el mundo y por la vida, pues en un lugar tenemos un firme punto de apoyo que a usted le falta. Creemos que el trabajo científico puede averiguar algo acerca de la realidad del mundo, a partir de lo cual podemos aumentar nuestro poder y organizar nuestra vida. Si esta creencia es una ilusión, estamos en la misma situación que usted, pero la ciencia, por medio de éxitos numerosos y sustantivos, nos ha probado que no es una ilusión. Ella tiene muchos enemigos francos, y en mayor número todavía solapados, entre quienes no le pueden perdonar que despotenciara a la fe religiosa y amenazara derrocarla. Se le reprocha que nos ha enseñado muy poco y que es incomparablemente más lo que ha dejado en la oscuridad. Pero se olvida lo joven que es, lo trabajosos que fueron sus comienzos, y la pequeñez casi evanescente del lapso trascurrido desde que el intelecto humano se irguió a la altura de sus tareas. ¿No erraremos todos por fundamentar nuestros juicios en lapsos demasiado breves? Podríamos tomar el ejemplo de los geólogos. La gente se queja de la incerteza de la ciencia porque hoy proclama una ley que la próxima generación discernirá como error y remplazará por otra, de validez igualmente efímera. Pero eso es injusto y en parte falso. Las mudanzas de las opiniones científicas son desarrollo, progreso, no ruina. Una ley que primero se juzgó incondicionalmente válida demuestra ser un caso especial de una legalidad más comprensiva,